Guatemala es un pueblo que no canta, que no habla, inhibido. Un pueblo alerta, introvertido, ignorante e ignorado.

No ha sido el país de la eterna primavera, sino el país de la eterna tiranía. Un pueblo golpeado, silencioso y verídico. Nuestro silencio está hecho de canciones que no hemos podido cantar.

Entre nosotros, no es tópico la tristeza. Una canción jocunda sería como un disparo.

LUIS CARDOZA Y ARAGÓN,

Guatemala, las líneas de su mano

1

Ya en la primera escena está toda Guatemala:

Martes 31 de marzo, justo pasadas las doce del mediodía. Por la ancha alameda llamada Avenida de Las Américas avanza un Mercedes negro. Al volante, el chófer Eduardo Hernández. En el asiento de atrás, un hombre mayor de pelo blanco, con gafas: el conde Karl von Spreti, embajador de la República Federal de Alemania. Avanzan despacio: desde hace una semana la velocidad máxima está limitada a treinta kilómetros por hora. Quien se lance a la carrera puede ser tiroteado. El conde lleva en Guatemala apenas tres meses y cree que una ley es una ley. En un determinado momento salen de una bocacalle dos Volkswagen que cierran el paso al Mercedes. El vehículo del embajador se detiene. De los Volkswagen bajan seis hombres jóvenes armados con metralletas. Se acercan al Mercedes, abren la portezuela y ruegan al conde que siga el viaje con ellos. Von Spreti obedece. Al cabo de unos momentos los dos escarabajos se alejan. Hernández espera hasta perderlos de vista. Sólo entonces arranca y, por la misma avenida, regresa a la embajada.

¿Qué sentido encierra esta escena?

Pues que la Avenida de Las Américas es una calle con mucho tráfico. Siempre está llena de coches y de transeúntes. Secuestrar a un embajador necesita un tiempo. Sería de esperar que alguien se detuviese, se pusiera a contemplar la escena, dijera algo, pegase un grito o llamase a la policía. Sería de esperar que la gente acudiese en tropel para observarlo todo. Que algún curioso inquiriese: «Un momento, ¿qué está ocurriendo aquí?»

Pero no, nada de esto. El tráfago sigue como siempre, sólo que más deprisa. Los conductores aceleran y los que caminan por la acera aprietan el paso. Para las personas que pasan junto a los dos Volkswagen que bloquean al Mercedes, lo más importante ahora es no ver. Estas personas se saben testigos de una transgresión, y en Guatemala la táctica de autodefensa del hombre de la calle consiste en no ser testigo de nada. Pues si ha habido una transgresión, es inevitable que ruede alguna cabeza. Rara vez, sin embargo, es la del autor de los hechos. El verdadero autor actúa más allá del alcance de la policía. Y la policía tiene que demostrar su eficacia. Este país no conoce un solo caso en que el culpable no haya sido capturado. El dato se repite en todos los discursos del presidente. Pero ¿cómo capturar al culpable si éste se ha evaporado, si ha desaparecido sin dejar rastro? No importa, no hace falta más que un poquito de buena voluntad. Al no disponer del culpable, se busca a los testigos. Estos serán retenidos hasta que los hechos se esclarezcan. Los retenidos esperan el esclarecimiento en la cárcel. Pero el que cruza el umbral de la cárcel raras veces sale vivo.

Si la policía no encuentra al criminal, convierte en criminal al testigo, pues ver puede significar participar. Cierto que no es más que una participación ocular, pero participación al fin y al cabo. Vio algo y no dijo nada. ¿Por qué guardó silencio? Porque fue uno de ellos. O: vio y gritó. ¿Por qué gritó? Para desviar la atención de una posible pista. Haga lo que haga el testigo, su culpa será probada. Finalmente, tampoco importa que pague con su vida aquel que no ha matado. Lo que importa es que si alguien ha matado, otro alguien tiene que morir. Crimen y castigo tienen es este país rostros grises, anónimos, imposibles de distinguir. Siendo así, si las culpas las pagan los inocentes, puedo morir porque no he matado. De esta manera, cuanto más inocente más culpable se es. Y por eso, cuanto más inocente es la persona, más miedo tiene.

2

Seis jóvenes guerrilleros se llevaron a Karl von Spreti a un lugar desconocido y, durante unas horas, la ciudad se sumió en el silencio. Los que se dedican a escribir libros de historia prestan demasiada atención a los momentos llamados «sonados» y no estudian lo suficiente los períodos de silencio. Se trata de una falta de intuición, esa intuición infalible en cualquier madre cuando se da cuenta de que de la habitación del hijo no le llega ningún ruido. La madre sabe que ese silencio no presagia nada bueno. Que es un silencio en el que acecha algún peligro. Corre a intervenir porque siente que el mal flota en el aire. El mismo papel lo desempeña el silencio en la historia y en la política. Es señal de una desgracia y, a menudo, de un crimen. Es un instrumento político tan eficaz como el fragor de las armas o de las palabras en un mitin. Necesitan del silencio los tiranos y los ocupantes, que velan para que su actuación pase inadvertida. Fijémonos en el celo con el que lo han cuidado y lo han mimado todos los colonialismos. Con qué discreción trabajó la Santa Inquisición. Con qué empeño evitó toda publicidad Leónidas Trujillo.

¡Cuánto silencio emana de los países poblados de cárceles llenas a rebosar! Sobre el país de Somoza, ni una palabra; sobre el país de Duvalier, ni una palabra. ¡Cuánto empeño ponen estos dictadores en mantener ese ideal estado de silencio que a cada momento se ve amenazado! ¡Cuántas víctimas causa y qué costes ocasiona! El silencio tiene sus leyes y sus exigencias. El silencio exige que los campos de concentración se levanten en lugares apartados. El silencio precisa de un aparato policial gigantesco. Necesita ejércitos de delatores. El silencio exige que sus enemigos desaparezcan de repente y sin dejar rastro. No le gusta que ninguna voz, ya de queja, ya de protesta, ya de indignación, turbe su paz y tranquilidad. Allí donde tal voz se deja oír, el silencio golpea con toda su fuerza y restablece el estado anterior, es decir, el estado ideal de silencio.

El silencio posee la facultad de expandirse, de ahí que utilicemos expresiones como «el silencio lo envolvía todo» o «el silencio reinaba por doquier». También tiene la capacidad de aumentar de peso, y por eso hablamos del «peso del silencio», lo mismo que del peso de los cuerpos sólidos o líquidos.

La palabra «silencio» casi siempre aparece asociada con palabras como «sepulcro» (silencio sepulcral), «campo después de una batalla» (reducir al silencio al enemigo), «mazmorras» (el silencio de las mazmorras). No se trata de asociaciones gratuitas.

Hoy se habla mucho de combatir el ruido, aunque es mucho más importante combatir el silencio. En la lucha contra el ruido está en juego la tranquilidad de nuestros nervios; en la lucha contra el silencio, la vida humana. Nadie justifica ni defiende al que hace mucho ruido, en cambio aquel que en su país impone el silencio siempre está protegido por un aparato de represión. Por eso la lucha contra el silencio resulta tan difícil. Para romper el silencio en el país de Duvalier haría falta una revolución. Aquel que quisiera romper el silencio en que la United Fruit Company lleva a cabo sus maquinaciones expondría a su país a una intervención de los marines.

Sería muy interesante que alguien investigara en qué medida los sistemas de comunicación de masas trabajan al servicio de la información y hasta qué punto al servicio del silencio. ¿Qué abunda más: lo que se dice o lo que se calla? Se puede calcular el número de personas que trabajan en publicidad. ¿Y si se calculase el número de personas que trabajan para que las cosas se mantengan en silencio? ¿Cuál de los dos sería mayor?

En Guatemala, cuando sintonizo una emisora local de radio y sólo oigo canciones, anuncios de cerveza y una única noticia del mundo: que en la India han nacido hermanos siameses, sé que esa emisora trabaja al servicio del silencio. Al servicio del silencio han trabajado los sucesivos dictadores de este país, sus protectores de Miami y de Boston, el ejército y la policía locales. Por eso, Eduardo Galeano escribe al comienzo su libro Guatemala, país ocupado la siguiente frase: «Guatemala es víctima, como toda América Latina, de una conspiración del silencio y la mentira.» En efecto, la historia de este país conoce frecuentes y largos períodos de silencio.

La República de Guatemala nació en el momento de una gran desgracia: una epidemia de cólera que asolaba entonces América Central. La epidemia alcanzó su punto culminante en 1837. Ciudades y aldeas quedaban desiertas. Las cunetas se llenaban con los cadáveres de personas que la muerte había atrapado mientras huían. La imagen de cadáveres abandonados junto a los caminos acompañaría en lo sucesivo a toda la historia de Guatemala. Hasta hoy. Era gobernador de la provincia de Guatemala, que en aquel entonces pertenecía a la República Federal de Centroamérica, el liberal y reformista Mariano Gálvez. Gálvez creó brigadas de sepultureros, que recorrían las aldeas y enterraban a los muertos. Al frente de una de aquellas brigadas estaba un joven mestizo que atendía al nombre de Rafael Carrera. Carrera había sido pastor de cerdos y, después, tratante de ganado porcino. Con la peste campando por sus respetos, Carrera veía la muerte por todas partes. Con frecuencia acudía a la iglesia, donde los curas decían que la peste era obra de los liberales y los demócratas, que envenenaban el agua de los pozos y los ríos a fin de exterminar a los indios y los mestizos. Los curas odiaban a los liberales porque el liberal Gálvez quería fundar escuelas laicas e intentaba limitar los bienes de la Iglesia. La Iglesia guatemalteca era fanáticamente reaccionaria, oscurantista.

Carrera, imbuido de aquella propaganda, decidió librar una guerra santa. En la primera época, su ejército se componía de catorce sepultureros, unos indios descalzos y semidesnudos, armados con mosquetones viejos. Aquel ejército emprendió la marcha sobre la capital y por el camino se le fueron uniendo nuevas brigadas de sepultureros. Al frente de la comitiva iban tres monjes portando sendas cruces de madera. Formando semejante columna, que entonaba cánticos religiosos y robaba todo lo que encontraba a su paso, los sepultureros llegaron a destino y, tras una breve batalla, tomaron la ciudad. En el palacio, Carrera encontró el uniforme de general de Gálvez, que se puso enseguida. Sin embargo, tardaría mucho más en encontrar un par de botas. Ya con uniforme pero todavía descalzo, se declaró presidente de Guatemala. En 1838 sacó a Guatemala de la Federación y creó un Estado independiente.

Se convirtió en presidente a los veintitrés años. Permaneció en el poder durante veintisiete, hasta su muerte. Nunca aprendió a leer ni a escribir. Era un beato fanático y un alcohólico. Borracho como una cuba, se tumbaba boca abajo y con los brazos abiertos en el suelo de la iglesia y, una vez lograda esta posición de cruz, se dormía. Suspicaz, sombrío y con una resaca ininterrumpida, había prohibido sonreír en su presencia.

A los que se sonreían los enviaba al patíbulo.

«Un número infinito de personas», escribe el historiador Fred Rippy, «cayó víctima del régimen de Carrera.» Infinito. Pero ¿cuántas personas exactamente? No se sabe. ¿Diez mil? ¿Cien mil? En aquella época Guatemala tenía menos de un millón de habitantes. ¿Redujo Carrera la población a la mitad o sólo a las tres cuartas partes?

No lo sabemos, porque, al día siguiente de desgajar el Estado, Carrera instauró la ley del silencio. Convirtió el país en un «gran campo de concentración trabajando para la aristocracia y la Iglesia» (Cardoza y Aragón). Murió borracho, sacudido por terribles convulsiones. Unos dicen que a causa de una disentería; otros, que de miedo, después de aparecérsele Satanás. La Iglesia lo honró con un entierro por todo lo alto. A la diestra del tirano aparecía la espada incrustada de piedras preciosas que le había regalado la reina Victoria. Era un premio por la generosidad de Carrera, quien en 1859 había regalado a Gran Bretaña una quinta parte de Guatemala, la provincia de Belice, convertida acto seguido en colonia británica y conocida por el nombre de British Honduras.

A Carrera lo sucedió Vicente Cerna. También él era un tirano, pero como se emborrachaba menos y había intentado aprender a leer, los historiadores le ponen una nota alta. Después de seis años del gobierno de Cerna, en 1871, el año de la Comuna de París, un general de treinta y seis años, Rufino Barrios, dio un golpe de Estado y se hizo con el poder, en el que permanecería catorce años. El nuevo presidente confiscó a los obispos tierras y casas para regalárselas a sus amigos (en aquella época, la mitad de los solares e inmuebles de la capital guatemalteca era propiedad de las órdenes religiosas).

Barrios opinaba que la mayor desgracia de Guatemala eran los indios, en aquel entonces el noventa por ciento de la población. En su afán de civilizarlos, obligó a los alcaldes indígenas a llevar frac. En un primer momento los alcaldes intentaron boicotear la disposición, pero todo aquel que no cumplía las órdenes de Barrios era decapitado. Al final, el presidente dejó de interesarse por los indios. Consideró que eran «de baja y vil estofa» y que sólo una inmigración de Europa podía convertir a Guatemala en un país moderno. Atrajo a italianos, suizos y franceses. Y también a cuatrocientos alemanes, que, poco a poco, empezaron a monopolizar la principal riqueza de Guatemala: el café. El café había sido hasta entonces la única fuente de ingresos de gran parte del campesinado. Ahora los alemanes, apoyados por el ejército de Barrios —en cuyas filas también había oficiales alemanes—, empiezan a expulsar a los campesinos de sus tierras, que convierten en grandes plantaciones de café. Pero como el café necesita ingentes cantidades de mano de obra, en 1880 Barrios promulga la Ley de Vagancia, la cual, en la práctica, equivale a la instauración de la esclavitud: cualquier policía y soldado tiene derecho a detener a todo indio que pasa por un camino (como se halla en un camino, no hay duda de que es un vagante) y mandarlo a trabajar, forzosa y gratuitamente, en una plantación. Gracias a esta drástica ley, las plantaciones alemanas prosperan en un abrir y cerrar de ojos. El economista norteamericano Sanford Mosk afirma que ya en 1913 estas plantaciones producían el cuarenta y uno por ciento del café guatemalteco. Alemania era el primer país importador: en el mismo año 1913, compraba el cincuenta y cinco por ciento de toda la producción guatemalteca de café. En palabras de Mosk, «con el desarrollo de aquellas plantaciones resucitó el feudalismo y otros sistemas de trabajo forzado». Sus amos mantenían en sus haciendas ejércitos privados y cárceles privadas.

Barrios es considerado por algunos historiadores el Gran Renovador, pero resulta difícil compartir ese entusiasmo. El general había convertido el país en un campo de trabajos forzados. La construcción de carreteras y vías férreas costó docenas de miles de vidas humanas. Se traía a pie de obra a ingentes grupos de campesinos, atados con sogas para que no escapasen. He aquí una nota de un funcionario de Barrios dirigida al gobernador de una provincia:

«Le envío veinticinco voluntarios para el trabajo en la construcción de la carretera. Le ruego me devuelva las sogas.»

En 1898 un abogado apellidado Estrada Cabrera asesinó a Barrios, tras lo cual ocupó la presidencia. Incluso un historiador tan comedido como Hubert Herring llama al abogado «asesino y ladrón». Estrada se rodeaba de brujos y él mismo preparaba brebajes con los que envenenaba a sus adversarios.

Lo más probable es que fuera un perturbado mental: se arrellanaba cómodamente en un sillón para contemplar las ejecuciones, como nosotros contemplamos en la pantalla de televisión un buen partido de fútbol. También invitaba a aquellos espectáculos a sus amigos, de lo que habla Dana Munro en su libro Las cinco repúblicas de Centroamérica. Munro describe así el régimen de Estrada: «Un gigantesco aparato de policía secreta observa todo lo que ocurre en la república. Las personas sospechosas de tener actitudes hostiles hacia el dictador están siendo vigiladas por sus vecinos, criados e incluso miembros de sus propias familias. Hasta en una conversación privada resulta peligroso hablar de política. Ningún personaje público puede tener un excesivo número de amigos si no quiere despertar sospechas. Los sospechosos son encarcelados y, después, desaparecen misteriosamente.»

«Cada atentado contra el tirano», escribe Fred Rippy, «desataba una oleada de ejecuciones en las que morían personas en masa, muchas de ellas probablemente del todo inocentes.»

Durante los veintidós años de su dictadura, Estrada se dedicó a ahogar Guatemala en sangre. Era intocable. «Odiado en toda América Central», escribe Thomas L. Karnes en Los fracasos de la Unión, «estuvo siempre muy seguro de sí mismo porque contaba con el apoyo de Washington.» Por aquel apoyo Estrada entregó a monopolios norteamericanos la mitad de Guatemala. Ni siquiera la vendió: la regaló. Le regaló los ferrocarriles, los puertos, las centrales eléctricas, el telégrafo… Y, sobre todo, en 1901 dejó entrar en el país a la United Fruit Company y le entregó las mejores tierras.

A partir de ese momento empezaría una lucha entre el capital norteamericano y el alemán por la colonia llamada Guatemala. Y es que el poder norteamericano crecía, pero también lo hacía el alemán. «La más significativa de las inmigraciones», escribe el sociólogo guatemalteco Monteforte Toledo, «ha sido la de los alemanes. […] Los alemanes, en su mayoría jóvenes, organizaron florecientes zonas cafetaleras en la región más rica del país. Posteriormente, esta minoría, que llegó a sumar unas cinco mil personas, contó con bancos, casas exportadoras de café, transportes, escuelas y clubs propios», mientras que el plantador guatemalteco se veía obligado «a luchar por conseguir un crédito o encontrar un comprador».

«Dentro de Guatemala», relata el excelente escritor guatemalteco Cardoza y Aragón, «han existido dos economías creadas por extranjeros: la norteamericana y la alemana. Los alemanes adueñáronse de tierras y cultivaron café, caña, potreros, manejando a los guatemaltecos no como siervos sino como esclavos. Propiedades de miles de hectáreas, con casas magníficas, crecieron con el sudor indígena y la fertilidad de los campos: el negocio superaba al de sus mejores colonias. Hamburgo fue el gran mercado de nuestro café y cobró importancia el marco en Guatemala, semicolonizada también por ellos. Nuestro mercado estaba dominado por los Stahl, Nottebohm, Sapper, Dieseldorff, Gerlach, surtían el mercado en muchas ramas. Hijos de alemanes con indígenas o mestizas marchaban a Alemania y volvían casados con rubias opulentas.

»Los muchachos, a veces mestizos, aprendieron el alemán desde niños y marcharon con paso de ganso a la tierra de sus padres o abuelos, para estudiar o entrar en el ejército. Tenían clubes, colegios, organizaciones. Deutschland über alles. De Europa volvían a sus feudos de siervos kekchis, peor pagados que el ignorado resto del país. El tratado Montúfar-Von Bergen autorizaba a los hijos de alemanes nacidos en Guatemala a disponer de doble ciudadanía. En Moscú, en 1946, me tocó buscar a alguno de estos “compatriotas” desaparecido peleando en los ejércitos de Hitler. Más tarde, en París, atendí a varios de estos “guatemaltecos” que regresaban a la “patria” sin hablar una palabra de español. Traían apuntado el nombre del pueblo próximo a la finca de los familiares. No conocían ni el mapa de Guatemala.»

A los norteamericanos les resultaron de gran ayuda las dos guerras mundiales: los alemanes embarcaban entonces rumbo a Europa para derramar su sangre. Una vez la derramaron por Guillermo y otra, por Hitler. Pero después volvían y todo empezaba de nuevo. De nuevo empezaba la lucha por las influencias en Guatemala. Esta lucha, que dura hasta hoy, tuvo un papel decisivo en el destino que corrió Karl von Spreti.

En 1931, el entonces embajador de Estados Unidos, Sheldon Whitehouse, designó para presidente de Guatemala al general Jorge Ubico. En un primer momento había apostado por el general Jorge Reyes, antiguo ministro de la Guerra cuya fama se debía a que había dado la orden de fusilar a todo el cuerpo diplomático acreditado ante el gobierno de Guatemala. Reyes era analfabeto, condición que aprovechó un grupo de adversarios suyos: fueron a hablar con Whitehouse y le convencieron de que, en el país donde los analfabetos no tenían derecho a votar, un hombre que no sabía leer ni escribir no podía convertirse en presidente de la república.

Ubico presumía de parecerse a Napoleón Bonaparte. Y de sentencias suyas tan sabias como ésta: «Al pueblo hay que hacerle pasar hambre», repetía, orgulloso de sí mismo; «un pueblo hambriento lucha por el pan y no tiene tiempo para luchar contra el gobierno.» Sin embargo, temía a los obreros. Mandó ejecutar a su líder, Pablo Wainwright, y promulgó un decreto que prohibía el uso de la palabra «obrero». Sólo se podía usar «empleado».

En 1936 terminaba el mandato presidencial de Ubico previsto en la Constitución. El general fue convocado a la sede de la United Fruit Company. «Señor Ubico», le dijo el director de la UFC, «si desea seguir siendo presidente, tiene que firmar una ley anulando todas las deudas que la United Fruit tiene con el gobierno de Guatemala [el monopolio llevaba años sin pagar impuestos] y prorrogando nuestra concesión hasta 1981.» Ubico no se hizo de rogar, con lo que se aseguró la permanencia en el cargo por ocho años más. El letrado encargado de redactar aquella ley no era otro que John Foster Dulles, en aquella época abogado de la United Fruit y, después, secretario de Estado de los Estados Unidos.

El general hallaba tanto placer en ejercer el poder que en una ocasión dijo por radio: «Si me obligan a abandonar el poder, me iré, pero sumergido en sangre hasta las rodillas.» Qué atmósfera debe de respirarse en un país cuyo presidente lanza semejantes declaraciones radiofónicas.

Como jefe de Estado, Ubico dictó órdenes de lo más estrafalarias. Mandó cazar indios que vivían en los bosques de Petén y después, metidos en jaulas de hierro, los exhibió en el parque zoológico Aurora de la capital. En 1940 mandó confeccionar el censo de la población. Cuando se lo presentaron, borró de las listas a todos los habitantes de aquellas ciudades y aldeas en las que recordaba que no lo habían recibido con el entusiasmo suficiente. La suma de aquellos opositores la restó del número global y mandó anunciar que aquél era el resultado oficial del censo.

En los catorce años de su dictadura Ubico construyó veintisiete kilómetros de carreteras. Veintisiete kilómetros en catorce años. Pero el general no tenía tiempo: estaba ocupado en velar por el silencio. Por eso no podemos calcular el número de sus víctimas. Sabemos que eliminó a miles y miles de personas, porque de ello se escribe en los libros y porque lo recuerdan los supervivientes. «Igual de sanguinario y corrupto que sus predecesores», escribe de Ubico John Gerassi, «supo, sin embargo, robar más que ellos, y como descubrió más conspiraciones que Estrada, fusiló a más personas.» Gerassi cita un fragmento de las memorias del escritor guatemalteco García Granados: «En 1934 Ubico descubrió una conspiración. Diecisiete hombres fueron encarcelados, se les siguió una farsa de juicio en el cual ni siquiera se les permitió contar con abogados y al fin los sentenciaron a muerte. Escribí a Ubico una carta instándolo a perdonar a los condenados. Me contestó enviando un pelotón de policías para arrestarme en mi hogar, llevarme al lugar de la ejecución y obligarme a presenciar el fusilamiento de los diecisiete. Luego me arrojaron a la cárcel y me tuvieron en cautiverio durante varios meses…»

3

«Enseñar historia de mi país es una ocupación bien triste», me dijo un catedrático guatemalteco. No supe ni pude contradecirle. Durante aquella conversación me cruzó por la mente una idea descabellada: tal vez sea mejor que sólo uno de cada diez niños vaya a la escuela en Guatemala, pues ¿qué mentalidad acaba por formar historia semejante?

El diez por ciento de los niños guatemaltecos estudia en la escuela las biografías del abogado Estrada y del general Ubico. Los demás niños no pisan la escuela. El gobierno no muestra ningún interés por la educación. De una manera muy fehaciente, se lo explicó al reportero colombiano Luis Murillo uno de los ministros guatemaltecos: ¿¡Adónde iríamos a parar, señor mío, si esa manada de destripaterrones aprendiera a pensar!?

4

El 20 de noviembre de 1944, estalló en Guatemala una revolución. Al frente de la multitud que marchaba sobre el palacio presidencial iba un joven capitán, hijo de un farmacéutico suizo cuya cabellera rubia desentonaba un tanto en aquel país de indios y mestizos. Se llamaba Jacobo Árbenz Guzmán. La embajada de los Estados Unidos no ponía obstáculos a los rebeldes. En aquella época los norteamericanos estaban ocupados en Europa; nadie pensaba en Guatemala. El general Ubico huyó y el poder pasó a manos de oficiales de rangos intermedios. La noticia de la revolución llegó a las aldeas cercanas. En el pequeño municipio de Patzicía los campesinos se sublevaron y pasaron a cuchillo a los terratenientes. Ahora bien: en Guatemala, campesino significa indio, y terrateniente, blanco. El campo es indígena, mientras que la ciudad es blanca y mestiza. Los indios constituyen el setenta por ciento de la población, y los mestizos y los blancos, el treinta. Puesto que ese treinta por ciento explota al setenta restante, lucha entre clases equivale en Guatemala a lucha entre razas. En aquel entonces, en 1944, los campesinos de Patzicía habían olvidado que la revolución que había estallado en la capital era un movimiento interno, surgido en el seno del treinta por ciento de arriba. Al día siguiente de la expulsión de Ubico, la nueva junta militar mandó a Patzicía una expedición de castigo. «La junta», escribe Monteforte Toledo, «sofocó el brote masacrando a los indios con tanques y soldados.»

La revolución, pues, tuvo un carácter limitado. Los jóvenes oficiales no pensaban en cambiar el sistema, sino tan sólo en sanear la situación. La diferencia, como es sabido, no es pequeña. Pero en las condiciones de Guatemala aquello fue revolución.

Tras unas elecciones celebradas por la junta de oficiales, fue designado presidente de la república un catedrático de universidad y exiliado político en tiempos de Ubico, Arévalo Bermejo. Las reformas del profesor Arévalo pueden parecer insignificantes, pero, en aquel país, cada una de ellas era un giro copernicano. Pedagogo por vocación y de profesión, autor del libro titulado La pedagogía de la personalidad, Arévalo, por ejemplo, empezó a construir escuelas. La parte liberal de la oligarquía consideró tamaña extravagancia como una de las chaladuras del profesor, pero los liberales eran minoría. La parte conservadora le declaró la guerra. A los ojos de la élite guatemalteca la construcción de escuelas no ha dejado de ser un delito hasta hoy. Nos acordamos de las palabras del ministro: Adonde iríamos a parar, señor mío…, etcétera.

Por iniciativa de Arévalo, en 1947 el Parlamento aprobó el Código de Trabajo, que subía el salario mínimo de cinco a ochenta centavos diarios. En Guatemala, el salario mínimo lo cobra el sesenta por ciento de todos los empleados. El sesenta por ciento de la gente, tras un mes de arduo trabajo, llevaba a casa un dólar. Ahora llevaría diecisiete. Seguía siendo un salario mísero, pues los precios en Guatemala son tan altos como en Estados Unidos. Pero la reacción local recibió el Código de Arévalo poco menos que como un Manifiesto comunista y lanzó un ataque en toda regla. Cuando, después de seis años de gobierno, el profesor traspasaba la presidencia a su sucesor, hizo público en su discurso de despedida que se había visto obligado a sortear treinta y dos intentonas golpistas promovidas por la United Fruit y la oligarquía local, las cuales se habían propuesto derrocar al gobierno por las armas. Más tarde, Arévalo publicaría varios libros en torno a la política de Washington en América Latina. Habiendo sido presidente, sabía mucho, y estos libros (entre otros Fábula del tiburón y las sardinas y Guatemala, la democracia y el imperio), escritos en un estilo vehemente, algo caótico, contienen cientos de estremecedoras pruebas de la brutalidad y el cinismo del colonialismo de los Estados Unidos. Siempre la misma inmundicia, la misma ruindad.

Mientras tanto en Washington —puesto que Europa ya estaba tranquila y el plan Marshall funcionaba eficazmente— alguien se dio cuenta de que en Guatemala había un gobierno democrático.

Una noticia de lo más desagradable.

Por desgracia, ninguna de las modestas reformas de Arévalo era apta para tildarla de agresión comunista. Gracias a ello Arévalo se salvó. Si hubiera dado un solo paso más, si, por ejemplo, hubiera obligado a la United Fruit a pagar unos cuantos dólares en impuestos, entonces sí que habría cometido una «agresión comunista». Una vez aplicada la fórmula, todo resulta sencillo: se pone en marcha el mecanismo de rechazo del enemigo y una intervención armada acaba con la evidente agresión.

Sin embargo, de momento se tomó la decisión de poner a Guatemala bajo observación. Mala señal. La historia enseña que cuando Washington se pone a observar a alguien, el sospechoso no podrá evitar la desgracia. Sabemos qué ocurrió cuando el embajador de Estados Unidos en Brasil, Lincoln Gordon, empezó a observar al presidente Goulart. Sabemos qué ocurrió cuando el presidente Johnson empezó a observar Santo Domingo.

Esta vez —corre el año 1951— Washington empieza a observar al coronel Jacobo Árbenz Guzmán. Árbenz es presidente de la república desde marzo. Tiene treinta y seis años y muchos buenos propósitos. De discurrir sencillo, hombre práctico más que teórico, Árbenz, sin embargo, es un Albert Einstein en comparación con los que lo han precedido y con los que lo sucederán.

El coronel Árbenz es una de las figuras trágicas de la vida política latinoamericana. Su tragedia consistió en pensar de manera rectilínea y decir verdades obvias. En América Latina, tal manera de pensar y de hablar es inconcebible.

Sin embargo, Jacobo Árbenz no dejó de pensar. Si la United Fruit, discurría, saca de Guatemala unos beneficios de sesenta y seis millones de dólares al año (1950) cuando el setenta y cinco por ciento de nuestra población anda descalza, que la United Fruit empiece de una vez a pagar impuestos y nosotros, con un millón de dólares anuales, en dos años proporcionaremos zapatos a todos los niños del campo. Otro ejemplo: si la United Fruit, discurría Árbenz, cultiva tan sólo el ocho por ciento de sus tierras y el resto lo deja como erial cuando un millón y medio de campesinos guatemaltecos no tiene tierra, que la United Fruit nos restituya parte de ese erial y nosotros lo distribuiremos entre los sin tierra.

El presidente compartió estas reflexiones con algunos hombres, y en la mesa del embajador de los Estados Unidos aparecieron varias denuncias. Poco después en el Departamento de Estado se empezó a hablar del asunto Árbenz, y a Guatemala se le congeló toda línea de crédito.

Los guatemaltecos recuerdan aquellos tres años de gobierno de Árbenz como la única época en que sentían que vivían con normalidad. Se podía hablar en voz alta. Se podían reivindicar derechos. Los campesinos podían organizarse en sindicatos. Se había hablado de un proyecto de viviendas asequibles. De derogar la obligatoriedad del trabajo forzado. A mediados de 1952 el gobierno de Árbenz promulgó el Decreto de Reforma Agraria. Era un documento comedido, moderado. Fijaba, como objetivo esencial, «desarrollar la economía capitalista campesina». Pero la ley contenía dos medidas que precipitaron la intervención armada de los Estados Unidos. A saber:

— abolía el sistema feudal imperante en el campo («Quedan abolidas todas las formas de servidumbre y esclavitud, y, por consiguiente, prohibidas las prestaciones personales gratuitas de los campesinos…»);

— otorgaba el derecho de expropiar las tierras en erial (pero sólo éstas, las baldías), «previa indemnización» además. Las plantaciones y las demás tierras cultivadas no estaban sujetas a expropiación.

La reforma no se había propuesto eliminar los latifundios productivos. Sólo pretendía introducir un poco de racionalidad y sentido común. Según datos del censo agrario de 1950, el setenta y uno y medio por ciento de las grandes fincas nunca se había cultivado y la United Fruit poseía un noventa y dos por ciento de tierras en erial permanente. Al mismo tiempo (datos del mismo año), el cincuenta y siete por ciento de los campesinos no poseía ni un puñado de tierra y los demás tenían tan poca que, como escribe Eduardo Galeano, «apenas si bastarían para enterrar el cuerpo del propietario». Las hambrunas diezmaban el campo guatemalteco: el sesenta y siete por ciento de la población moría antes de alcanzar la edad de veinte años.

Tal vez Washington hubiera tolerado todo aquello si la reforma hubiese afectado tan sólo a los magnates locales. Pero en 1953 Árbenz confiscó casi la mitad de las tierras baldías de la United Fruit: ochenta y tres mil hectáreas. Ahora, tierras que la compañía había recibido gratis, regaladas por el presidente Estrada, le reportaron un millón doscientos mil dólares en indemnizaciones. Pero ¿¡qué es para una United Fruit un millón doscientos mil dólares!?

Una suma ridícula.

De todos modos, el dinero era lo de menos. Lo escandaloso consistía en que Árbenz había intentado sentar un precedente intolerable: vulnerar el territorio de un monopolio estadounidense. En la mentalidad del Departamento de Estado, un terreno que pertenezca a una empresa privada norteamericana, aunque esté situado en los confines del planeta, constituye una prolongación del territorio de los Estados Unidos de América. Tocarlo equivale a atentar contra su sagrada integridad territorial. Quien desconozca esta mentalidad difícilmente entenderá cuántos obstáculos se acumulan ante el valiente que se atreva —en las fronteras de su propio país— a arrancarle a un monopolio estadounidense media hectárea de yermo arenal. ¡Se levanta un griterío clamando al cielo!

Al vulnerar las fronteras de la United Fruit (o sea, en opinión de los expertos de Washington, de los Estados Unidos) el coronel Árbenz dictó su propia condena. Por añadidura, cuando, por orden del coronel, los arados surcaban las franjas baldías del imperio bananero, del Departamento de Estado se hacía cargo el antiguo abogado y ahora socio de la United Fruit, John Foster Dulles. Dulles se lanzó al conflicto guatemalteco de cabeza. Junto con su hermano y jefe de la CIA, Allen Dulles, se puso manos a la obra. La cosa no presentaba dificultades porque a fechorías como expropiar una tierra perteneciente a un monopolio estadounidense bastaba con aplicarles la fórmula de «agresión comunista» y asunto resuelto. Ahora sólo quedaba poner en marcha el mecanismo de rechazo del enemigo.

5

La invasión de Guatemala empezó el 17 de junio de 1954. La encabezaba el coronel Castillo Armas, un traidor que, con una condena a muerte, se había fugado de la cárcel cuatro años antes. Los norteamericanos le habían dado seis millones de dólares para que crease un ejército. Y también aviones y pilotos, armas y emisoras de radio. Por seis millones de dólares, Armas había comprado a seiscientos hombres. Es evidente que no pagaba nada mal. Había reunido a facinerosos de muchos países. Tenía en sus filas a presidiarios colombianos, traficantes de droga portorriqueños, tratantes de esclavos brasileños, al barman de un burdel de Tegucigalpa… La columna de Castillo Armas partía desde suelo hondureño mientras los hermanos Allen y Foster Dulles, pegados al teléfono, esperaban en Washington los partes.

Ciento dieciséis años antes una columna de sepultureros capitaneada por Rafael Carrera y armada con mosquetones viejos había emprendido la marcha sobre la capital. Al frente de la expedición iban tres monjes portando sendas cruces de madera que debían proteger a los hombres de la desatada epidemia de cólera. Los sepultureros combatían el cólera entonando cánticos religiosos, robando todo lo que encontraban a su paso y marchando sobre la capital con el propósito de expulsar al causante de la peste, el liberal Mariano Gálvez.

Ciento dieciséis años después marchaba sobre la capital la columna de mercenarios armados con modernas ametralladoras, capitaneada por Castillo Armas. La epidemia de cólera había pasado a la historia, pero, según rezaba un comunicado de Castillo Armas, en el país hacía estragos «la peste comunista». Por eso los mercenarios portaban cruces con un puño clavado en ellas. El coronel Castillo Armas llevaba la imagen del Cristo de Esquipulas, patrón de Guatemala. A la cabeza de la columna ondeaban estandartes eclesiales. Aquellos descendientes de los sepultureros ya combatían no el cólera sino el comunismo y marchaban sobre la capital con el propósito de expulsar al causante de la peste, Árbenz Guzmán.

La columna recibía órdenes, dictadas por radio desde la capital guatemalteca, del embajador de los Estados Unidos, John Peurifoy. El día de la invasión, Peurifoy se puso un uniforme de color caqui y se colgó al cinto un colt. En la embajada había una actividad febril.

Unas calles más allá, en el Palacio Presidencial, permanecía Árbenz, solo. La mayoría de los oficiales del ejército ya se había trasladado al despacho de Peurifoy, donde esperaban órdenes. Árbenz llegó a la conclusión de que no tenía sentido oponer resistencia. Convocó al comandante en jefe de las fuerzas armadas, el coronel Enrique Díaz, y le traspasó el poder. «A las pocas horas de funciones del coronel Díaz», recuerda en su libro La batalla de Guatemala el ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno de Árbenz, Guillermo Toriello, «se presentó Peurifoy a su oficina. Ya se hallaban detenidos los principales dirigentes del Partido Guatemalteco del Trabajo y de algunos sindicatos. La esencia de la entrevista, conforme relata Díaz, fue la siguiente: Peurifoy llevaba una larga lista con nombres de aquellos dirigentes. Iba a exigirle a Díaz que fusilara antes de veinticuatro horas a quienes figuraban en esa lista. “Pero ¿por qué?”, preguntó Díaz. “Porque son comunistas”, respondía Peurifoy. Díaz se negó terminantemente a mancharse las manos y el alma con ese crimen repugnante y rechazó las pretensiones de Peurifoy de venir a darle órdenes. “¿Conque no?”, preguntó Peurifoy. “No”, respondió Díaz. Con un “peor para usted”, Peurifoy se despidió.»

Toriello recuerda también que cuando, varios días después, uno de los oficiales se atrevió a mencionar en presencia del embajador la conveniencia de meter en cintura a Castillo Armas, Peurifoy le interrumpió y le espetó, furioso: «Ya es tiempo de que se dejen de tonterías. Sepan de una vez por todas que la lucha no es con Castillo Armas sino con el Departamento de Estado, así es que se hará lo que el Departamento de Estado decida.»

Y Castillo Armas lo hizo.

«Tan pronto como se instauró el régimen satélite», dice Toriello más adelante, «se inició una verdadera cacería de ciudadanos, no solamente de los ex funcionarios y líderes políticos sino que de toda clase de personas que de una u otra manera contrariaran o estorbaran los intereses particulares de los “liberadores”. Pronto las cárceles de todo el país tuvieron diez veces más presos de los que podían alojar. […] En los campos y en las pequeñas poblaciones del interior se asesinó y se sigue asesinando a un gran número de dirigentes sindicales y a campesinos que ocupaban parcelas provenientes de la Reforma Agraria o que de cualquier manera se resisten a la tiranía. El terror ha cundido en todo el país. Hay un éxodo progresivo de campesinos a las montañas para escapar a las bandas que los persiguen en nombre de la “liberación” de Guatemala. Y todos esos crímenes contra la vida, la libertad y los derechos humanos cometidos por la administración de Castillo Armas en nombre de Dios y bajo el pretexto de erradicar el comunismo, son vistos con gran beneplácito por las otras satrapías americanas que se sienten fortalecidas con estas prácticas de ejemplar totalitarismo. […] El clima social y político que se vive ahora en Guatemala es otra vez el mismo que se vivía bajo las tenebrosas dictaduras del pasado. Las prácticas son las mismas aunque las fórmulas se han modernizado. Antes la persecución política se hacía “por orden del Señor Presidente”; ahora “por disposición del Comité de Defensa Nacional contra el Comunismo”. […] El Comité ejerce poderes de vida o muerte contra toda la población. Un chisme, un rumor, la mala voluntad de un funcionario o de un allegado al régimen basta para que se encarcele, se veje y se torture a cualquier ciudadano. El “comunismo” sigue siendo solamente un pretexto para racionalizar la persecución de desafectos al régimen y para saciar venganzas personales. En resumen, para el guatemalteco común, cuya dignidad y patriotismo no le permiten aceptar el nuevo orden de cosas, se abren en el horizonte únicamente tres perspectivas: encierro, destierro o entierro…»

6

In memoriam de los asesinados en los primeros días de la contrarrevolución:

Javier Acevedo, de Chiquimula, campesino;

Catarino Alvarado, de San Juan, campesino;

Rogelio Arévalo, de Puerto Barrios, obrero;

treinta y ocho campesinos fusilados en Las Cruces, Ipala;

Andrés Cruz y su hermano, de Puerto Barrios, obreros;

Rolando Cordón, de Teculután, alcalde;

Claudio Gutiérrez y dos hijos, de Chiquimula, campesinos;

cuarenta y nueve campesinos fusilados en Río Shusho;

dieciocho campesinos fusilados en Los Cimentos;

Salvador Jacinto, de La Tuna, campesino;

Antonio Castro, de Chiquimula, ferroviario;

Juan Ruiz, de Petara, campesino;

Cupertino Tiul y esposa, de Puerto Barrios, obreros;

veintinueve campesinos fusilados en San Juan de Sacatepéquez;

dos miembros del Comité de la Reforma, de Acasaguastlán;

Amical Solís, de Morales, obrero;

Macario López, de Progreso, campesino;

Carlos Archila, de la Ciudad de Guatemala, sargento;

Bonifacio Méndez, de Zacapa, campesino;

Aureliano Véliz, de San Vicente, campesino.

(Extraído de la lista de la Confederación General de Obreros de Guatemala, febrero de 1955.)

Esta lista se prolonga infinitamente, completada todos los días hasta hoy.

7

El presidente Árbenz Guzmán salvó la vida al refugiarse en la embajada de México. Después de dos meses de gestiones realizadas por el gobierno mexicano, el Departamento de Estado accedió a que Árbenz, quien seguía siendo el presidente constitucional de Guatemala, abandonase la embajada rumbo al exilio.

Ante la sede de la legación y a lo largo del camino al aeropuerto, se congregó toda la flor y nata del nuevo régimen: los presidiaros colombianos, los traficantes de droga portorriqueños, los tratantes de esclavos brasileños, el barman de un burdel de Tegucigalpa… Y, también, los propietarios de las tiendas caras a los que Árbenz había obligado a pagar impuestos. Y los propietarios de las plantaciones de café a los que Árbenz había obligado a respetar a los obreros. Y miles de agentes de la CIA, ocupados en «propagar la democracia». Y la dirección de la filial guatemalteca de la empresa Share and Bond de Nueva York, a la que Árbenz había obligado a bajar el precio de la luz. Y una nutrida delegación de hinchas de la United Fruit. Aquella multitud esperaba al presidente depuesto armada con piedras, huevos podridos y ratas muertas. Árbenz tuvo que pasar a pie por medio de ella, porque Castillo Armas había prohibido que lo llevasen en coche.

El embajador de México sabía que era probable que Árbenz no llegara vivo al aeropuerto. Sacó una bandera de su país y arropó con ella al presidente de Guatemala. Ahora Árbenz aparecía en la puerta de la embajada envuelto en la enseña nacional mexicana. Enseguida lo rodeó el personal de la legación. Juntos echaron a andar en dirección al aeropuerto abriéndose paso entre una multitud tan enfurecida como impotente, que fue tras ellos. Una vez en el aeropuerto, el embajador tuvo que despedirse de Árbenz, a quien ya estaba esperando un avión listo para despegar. Por la pista se paseaba Peurifoy, el principal guionista y director de escena. El presidente Árbenz, de pie, estaba expectante: ¿qué sucedería a continuación? El principal guionista y director de escena esperaba a que se congregase su gran público. Después dio la orden. Los hombres de la columna de Castillo Armas se acercaron al presidente y le ordenaron desnudarse. Árbenz empezó a hacerlo. La multitud aullaba y silbaba. Árbenz se quedó con los calzoncillos, que no se dejó quitar.

De este modo entró en el avión.

Árbenz hasta hoy vaga por el mundo. Vive en el anonimato, no concede entrevistas, no hace declaraciones. No permite que se le fotografíe. Aun así, a veces, algún que otro reportero consigue sacarle una foto, y entonces aparece en la prensa el alargado rostro de Árbenz, el hombre que se había atrevido a romper el silencio necesario para los plátanos de la United Fruit y que era comunista porque deseaba que todos los niños de Guatemala tuviesen un par de zapatos.

8

Castillo Armas, el nuevo presidente, no sólo se ocupaba en asesinar. También dedicaba mucho tiempo a labores legislativas. En dos años promulgó quinientos setenta y cuatro decretos que anulaban todas las conquistas de la revolución. Revocó la Ley de Reforma Agraria y devolvió los eriales a la United Fruit. Los campesinos a los que Árbenz había dado tierra fueron expulsados de ella. Los monopolios fueron exonerados de pagar impuestos. Cuarenta y cinco empresas petroleras extranjeras recibieron respectivas concesiones para explotar un total de cuatro millones seiscientas mil hectáreas, lo que constituye casi la mitad del territorio de Guatemala.

Las aguas que en 1944 se habían desbordado en busca de una nueva desembocadura volvieron a su viejo cauce.

En la primavera de 1957, los honorables muros de la Universidad de Columbia de la ciudad de Nueva York acogieron una solemne ceremonia: en reconocimiento a sus méritos por la democracia americana, el coronel Castillo Armas fue investido doctor honoris causa.

Honrado de esta manera, y ya inútil, fue asesinado de un tiro por orden de la CIA el 26 de julio del mismo año por Roberto Monteza, miembro de su propia guardia personal.

9

En las filas del ejército, que ha acaparado todo el poder, empieza la zapatiesta por el sillón presidencial.

Guatemala es un país gobernado por una camarilla de coroneles (el grado de general fue eliminado en los años de la revolución). Toca un coronel por cada treinta soldados. El poder supremo de Guatemala lo ostenta la embajada de Estados Unidos y justo detrás se sitúa el consejo de los coroneles. El gobierno ocupa el tercer lugar.

No hay coronel que no quisiera ser presidente, habida cuenta del prestigio inherente al cargo y el alto salario, que asciende a ¡un millón noventa y cuatro mil dólares anuales! A los que se suman, evidentemente, otros ingresos, menos oficiales, y un cuantiosísimo suplemento en concepto de gastos de representación (el ingreso anual del campesino se sitúa entre los cincuenta y los ochenta dólares). En resumidas cuentas, si el presidente consigue mantenerse en el cargo los cuatro años previstos por la constitución, abandona el palacio con cuatro millones de dólares en su libreta de ahorros.

No es que sea mucho, pero menos da una piedra.

Finalmente, tras varios meses de peleas, se hizo con la presidencia un hombre entrado ya en años, fiel apoyo del régimen de Ubico y socio de Castillo Armas, el general Ydígoras Fuentes (en vista de sus méritos y de su edad había conservado el grado de general). Apenas tomó posesión del cargo, en su despacho se presentaron cuatro hombres de la CIA exigiendo que les devolviese el dinero que la Agencia había prestado a Castillo Armas con vistas a organizar la invasión. De aquella visita habla el propio Ydígoras en una entrevista concedida a la corresponsal norteamericana Anne Geyer:

«Les respondí que yo no tenía deudas con ellos y que Castillo Armas estaba muerto. Me amenazaron con una “conspiración del silencio” y dijeron que, si no les pagaba, Guatemala no se beneficiaría de ninguna ayuda estadounidense y que nada bueno sería nunca escrito sobre mi gobierno en ese país.»

Ante semejante dictum Ydígoras aflojó la bolsa enseguida.

Más aún: cedió a la CIA terrenos para construir un campo de entrenamiento donde recibirían instrucción los mercenarios que se preparaban para invadir Cuba. Como premio, la CIA frenaría en más de una ocasión su caída, cosa que relata el corresponsal del Time John Gerassi:

«A principios de 1962 parecía que la caída de Ydígoras era inminente. Los estudiantes, los profesores e incluso los sindicatos, controlados por el presidente, exigían su dimisión. Durante todo el mes no hubo día en que no se repitiesen disturbios y Guatemala suspendió la expedición de visados de entrada. Y después, de repente, se hizo un silencio absoluto. Los medios no informaron de una sola manifestación, de una sola protesta. Cuando llegué allí unos días después, en el país reinaba una calma total. Pedí a mis contactos que me explicasen el porqué. “Nunca habíamos visto represiones más relámpago y más eficaces —me dijeron—; lo que sí sabemos a ciencia cierta es que todo el aparato del gobierno está tomado por la CIA.” […] El país estaba paralizado por el miedo.»

He aquí un ejemplo más del funcionamiento del mecanismo del silencio.

En primavera de 1963 Guatemala era un país ya tan tranquilo que se convocaron elecciones. El primer presidente de la revolución guatemalteca, Arévalo Bermejo, anunció, desde el exilio, que le gustaría presentar su candidatura. Arévalo seguía gozando de popularidad, por lo que no se podía descartar que hubiese ganado aquellas elecciones. Como, pese a todo, Ydígoras estaba empeñado en llevarlas a cabo, no hubo más remedio que derrocarlo.

Se encargó de organizar el golpe su ministro de Defensa, el coronel Peralta Azurdia. Los conspiradores fijaron la fecha del golpe para el 30 de marzo de 1963. Ydígoras se había enterado de ello unos días antes, y cuando Peralta entró en su despacho pistola en mano, el presidente, señalando unas maletas alineadas junto a su mesa, exclamó:

—¡Ministro, estoy preparado!

10

Al general lo metieron en un avión y lo mandaron a Managua, donde, mientras hojeaba la prensa al día siguiente, encontró una declaración de Peralta en la que leyó que había sido derrocado porque era comunista. Cualquiera que conociera el inmaculado pasado anticomunista del general (había eliminado a cientos de personas sospechosas de comunismo y encarcelado a miles), se hubiese tronchado de risa al oír semejante acusación, pero Ydígoras se asustó de verdad. Sabía que en su país no tenía ninguna importancia que alguien fuera comunista o no. No hacía falta demostrarlo, bastaba con la acusación. No en vano conocía los hechos.

El partido comunista de Guatemala fue exterminado casi por completo después de 1954. Incluso un antiguo embajador de Estados Unidos en El Salvador, Thorsten Kalijarvi, quien en todo bicho viviente adivina a un comunista, afirma en su libro Central America (1962) que en Guatemala no quedan más que unos doscientos comunistas («It is estimated that there is in Guatemala about 200 dedicated Communists»). Al mismo tiempo el aparato de la lucha contra el comunismo (el ejército, la policía, el Servicio de Inteligencia Guatemalteca, etcétera) emplea a más de treinta mil personas. Así que por cada comunista hay ciento cincuenta hombres cuya misión consiste en combatirlo.

También se puede hacer otro paralelismo: el experto militar norteamericano Edwin Lieuwen informa de que el ejército guatemalteco «cuenta con más de quinientos coroneles» (1964). Esto significa que casi tres coroneles viven de combatir a un comunista. ¡Y cómo viven! «Sus privilegios», escribe otro experto militar norteamericano, Jerry Weaver, «van desde sus altos salarios hasta dotaciones para la construcción de viviendas pasando por otros pagos en especie; y, lo más importante, estos hombres son intocables por la ley.» Al experto, tal cosa le sorprende. En realidad, no hay de qué sorprenderse. Al fin y al cabo, ¡estos hombres se merecen algo si pasan toda la vida en el frente llevando sobre sus hombros el peso de la lucha contra el comunismo!

Ydígoras, en cambio, no se sorprendía de nada y por eso, cuando leyó en la prensa que era comunista, le invadió un miedo atroz. Aunque ya viejo y cansado, decidió actuar, limpiar su nombre. Se sentó a la mesa y escribió una gran proclama de autodefensa, un voluminoso libro que tituló My War with Communism y que salió publicado el mismo año 1963 por la editorial Englewood Cliffs, Prentice-Hall, Estados Unidos. En dicho libro el general puso sobre aviso a todo el mundo de que el comunista era Peralta, mientras que él, Ydígoras, siempre había sido un firme defensor de la democracia americana.

Mientras tanto el nuevo presidente, el coronel Peralta, hombre joven y ambicioso, puso manos a la obra. Racionalizó y modernizó el sistema de la lucha contra el comunismo. Para empezar, decidió confeccionar una lista de comunistas. «No paran de decir que éste o aquél es comunista», explicó en una rueda de prensa, «pero luego se olvidan de que esa gente sigue por ahí impune. A partir de ahora todos estarán fichados.»

Con este propósito Peralta promulga una ley (decreto n.° 9, 1963) con el siguiente encabezamiento: «Registro de personas que el Gobierno militar considera como comunistas». La ley crea el organismo llamado Archivo Nacional de Seguridad (sus meras siglas suenan en Guatemala a funesto). El ANS lleva el fichero de los comunistas o, mejor dicho, tal como queda formulado en la ley, el registro de personas que los militares consideran comunistas. ¿Y a qué personas consideran tales? Responde a esta pregunta Eduardo Galeano en su ya citado libro Guatemala, país ocupado: «Desde el punto de vista de un militar guatemalteco, “comunista” es todo aquel que tenga ideas distintas a las de un militar guatemalteco; o, más sencillamente, todo aquel que tenga ideas.»

Ahora ya sabemos qué principio guía el trabajo del ANS. Una vez establecido el criterio, los funcionarios confeccionan las listas adecuadas. «Estar en la lista» equivale en Guatemala a condena a muerte. Al que le consta que su nombre ha ido a parar a ella sabe que la sentencia está dictada y que sólo queda abierta la cuestión de la fecha. Es posible que se ejecute al día siguiente, pero también dentro de un mes, de un año o de un lustro. El problema, sin embargo, consiste en que sólo unos pocos saben si ya están en la lista o todavía no lo están.

El acceso a las listas está muy limitado y, aparte de la embajada de Estados Unidos, puede consultarlas un grupo de personas muy reducido; tanto, que entre ellas no cabe el presidente de la república. Pero, a veces, puede enterarse por alguien que le susurre al oído algún que otro nombre. El columnista guatemalteco Elías Condal cuenta un caso de éstos: «Un día el presidente Méndez Montenegro mandó llamar a un buen amigo suyo, compañero de viejas luchas estudiantiles. “No te muevas de aquí —le dijo—, quédate a vivir en el Palacio. Supe que estás en una de las listas. Te van a matar. Es la única protección que puedo ofrecerte.”»

Cualquiera puede encontrarse en la lista porque no hace falta ninguna prueba. «Una declaración de un comisionado militar, de un dignatario local o de cualquier partidario del gobierno de que este u otro campesino u obrero es “comunista” constituye motivo suficiente para que su nombre se halle en la lista», escribe el experto Weaver.

El segundo logro de Peralta es la militarización de la administración del Estado. Guatemala está dividida en veintidós departamentos. Cada uno de ellos está encabezado por un gobernador, invariablemente con rango de coronel. Cada coronel tiene al mando una red de los llamados comisionados militares. Se trata de oficiales o suboficiales de la reserva que ocupan altos cargos en la administración provincial. No es que en Guatemala no haya alcaldes. Los hay, pero tienen que someterse a la autoridad de sus respectivos comisionados. (Según datos del sociólogo norteamericano John Durston, en 1966 había un comisionado por cada cincuenta adultos.) El comisionado hace temblar a todo su departamento, porque cualquier persona que no le caiga en gracia puede acabar en la lista. También es él quien, por orden del ANS, ejecuta las sentencias de muerte. Otra de sus funciones consiste en proveer de mano de obra a las grandes plantaciones. Éstas se encuentran en las tierras bajas (o, como allí se dice, calientes), en las costas atlántica y pacífica. La principal masa del campesinado vive, en cambio, en la parte central del país, es decir, en el altiplano y en las montañas (tierras frías).

Las tierras calientes pertenecen a la United Fruit y a los grandes latifundistas guatemaltecos, alemanes y estadounidenses. En aquel país el dos por ciento de terratenientes posee casi las tres cuartas partes (72,6%) de todas las tierras cultivables (veintidós hacendados poseen el trece por ciento de ellas). Y en el otro extremo: el setenta y seis por ciento de los campesinos posee menos de un diez por ciento de las mismas. Hay latifundistas cuyas fincas equivalen a los terruños de veinte mil campesinos. El campo guatemalteco no conoce la noción de campesino rico y campesino medio. Todos son pobres. Aun así, la falta de tierra no es su mayor tragedia. En el proceso de colonización los indios (es decir, los campesinos) fueron apartados hacia las peores tierras, estériles y sin agua, a las tierras frías del altiplano. La agricultura es allí sumamente primitiva, como la de hace quinientos o seiscientos años. Las tierras frías constituyen una ya clásica cantera de brazos para las tierras calientes. Estas últimas están copadas por las grandes plantaciones que trabajan para el mercado exterior, así que no hay lugar en ellas para el pequeño agricultor. En la época de la zafra del café y del algodón (que constituyen la mitad de la exportación guatemalteca), las plantaciones necesitan mucha mano de obra. El hacendado no quiere mantener un gran número de trabajadores puesto que los necesita tres meses al año, sólo para la cosecha. Los otros nueve meses, su mano de obra tiene que sobrevivir de alguna manera en sus reservas indias, que son las tierras frías.

Cuando se aproxima la época de la cosecha, el comisionado empieza a reclutar trabajadores. En este período hay que «trasplantar a latigazos» a un millón de personas, cosa que en las condiciones de un país tan pequeño como Guatemala (superficie: ciento nueve mil kilómetros cuadrados; población, en 1970: cinco millones doscientas mil personas) adquiere la forma de las antiguas migraciones de los pueblos. Una quinta parte del pueblo —hombres, mujeres y niños— parte rumbo a los trópicos para espigar el café y el algodón. Poner en movimiento tamaña masa humana no es tarea fácil. Los campesinos no quieren trabajar en las plantaciones porque el salario es de hambre; el trabajo, duro, y su clima tropical, difícil de soportar para las gentes de la montaña. Mientras el campesino recolecta el café o el algodón, se le pudre la cosecha en su propio terruño. Antes existía la Ley de Vagancia, que permitía cazar a los indios y forzarlos a trasladarse a las tierras calientes. Ahora ha asumido su función el decreto de las listas. Gracias a ellas es posible perpetuar la servidumbre y el sistema de trabajo forzoso. Si, después de la cosecha, el campesino no presenta un papel diciendo que ha trabajado en una plantación, el comisionado lo pondrá en la lista.

11

El coronel Peralta también ha fundado un partido político, el gobernante Partido Institucional Democrático. Ha sido un pilar más del régimen y, fundándolo, el coronel ha conseguido lo que se proponía: construir un sistema de dictadura militar total, vigente en Guatemala hasta hoy. Sin embargo, no toda la ultraderecha lo ha aplaudido sin reservas. Hay en el país una importante casta de oligarquía civil a la que también le gustaría disfrutar del poder. El de los oligarcas —de acuerdo con el principio de significados invertidos, clásico ya en América Latina: cuanto más reaccionario, más (de palabra) revolucionario— se llama Partido Revolucionario. Al frente del mismo está un hombre gris, un político de tercera fila, jurista de profesión (e, incluso, en un tiempo, decano de la facultad de derecho de la Universidad de Guatemala), Méndez Montenegro. El antiguo decano se hace con la dirección del partido en 1965, después de la muerte de su hermano, el anterior jefe del Partido Revolucionario, quien había atacado a los militares por monopolizar el poder, en vista de lo cual no podía sino morir «en extrañas circunstancias». En el lenguaje político de Guatemala, «muerte en extrañas circunstancias» significa asesinato por orden del ANS.

El Partido Revolucionario empieza a reclamar elecciones. En busca de apoyo, Méndez hace repetidas visitas a la embajada (cuando en América Latina se oye la palabra «embajada» a secas, sin especificar de qué país, todo el mundo sabe que se trata de la embajada de los Estados Unidos). Sus visitas se desarrollan en un clima cordial, amistoso. De todos modos el país es gobernado por el ejército, y un civil en la presidencia crearía la reconfortante apariencia de democracia.

No hay que olvidar que los Latin-American experts del Departamento de Estado no tienen una vida fácil. La parte liberal del Senado no para de exigir que, para el cargo de presidente en los países de América Central, se designen a civiles, no a militares. Pero los experts saben que no es tarea fácil. El presidente debe disponer de la fuerza suficiente como para poder garantizar, en contra de la voluntad popular, la intangibilidad de las inversiones norteamericanas, y los únicos que disponen de semejante fuerza son los militares. El ejército, a su vez, una vez dueño del poder, no lo quiere soltar. ¿A santo de qué iba a hacerlo? La única solución pasa por hacer aquello que hace un comandante en la mili cuando, durante los ejercicios de instrucción, quiere organizar un ataque a las posiciones enemigas: asignar a una parte de los soldados el papel de figurantes que fingen ser el enemigo.

Así pues, el Departamento de Estado, consciente de las críticas de la parte liberal del Senado, no para de importunar a sus embajadas instándoles a buscar civiles capaces de fingir ser presidentes. Pero hallar un buen figurante no resulta nada fácil. El talento de éste tiene que consistir en una total falta de aspiraciones, y tal rasgo es difícil de detectar de antemano, porque muchos políticos abrigan aspiraciones ocultas. Y entonces —cosa muy humana— el mal figurante, al tener un poco de poder, enseguida quiere más, y al querer más entra en conflicto con el ejército, al que no le queda otro remedio que poner en marcha los motores de sus tanques, ocupar el Palacio y meter al presidente en un avión, cosa que después aprovechará la parte liberal del Senado para redoblar sus críticas del Departamento de Estado.

En el caso de Guatemala, sin embargo, la embajada llegó a la conclusión de que tal peligro no existía: la dictadura de sus militares era total y permanente; allí no chistaría nadie. El presidente, coronel Peralta, al oír la noticia de que se celebrarían elecciones, tras reflexionar unos momentos, consideró una buena idea semejante manifestación de democracia. Peralta sabía que concentraba en su mano todo el poder y que, en vista de ello, las elecciones las ganaría él, y el ejército, en lugar de un presidente impuesto por un golpe de Estado, tendría uno electo.

Sin embargo, oh, sorpresa, el coronel las perdió.

Fue el 6 de marzo de 1966. Cuando la noticia de la derrota llegó a los estados mayores y a las guarniciones, la camarilla de coroneles decidió celebrar una reunión. Aunque la pequeña Guatemala tiene hoy casi seiscientos coroneles, no todos participan en encuentros como aquél. No es lo mismo un coronel que otro. Basta entrar en cualquier ministerio para comprobarlo: el recepcionista: coronel; el secretario del ministro: coronel; el ministro en persona: también coronel. Lo mismo que el censor de correos, el propietario del restaurante Quetzal, etcétera, etcétera, etcétera. Pero los importantes, los verdaderamente importantes, son unos cuarenta, y fueron ellos los que se reunieron en aquella ocasión.

No es fácil imaginarse aquella reunión si nunca se ha visto a unos cuantos coroneles guatemaltecos. Todos exhiben un semblante sombrío, unos ojos de mirada penetrante y desconfiada, y un bigotito negro y fino. Un periodista guatemalteco me dijo en una ocasión: «Yo no los distingo.» Pero no cabe duda de que los coroneles sí saben distinguirse entre sí.

Una breve crónica de aquella reunión nos la proporciona el escritor y premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias en su libro Latinoamérica y otros ensayos. Pues bien, una vez confirmada la victoria electoral de Méndez Montenegro, los coroneles estuvieron «a punto de dar al candidato civil triunfante un plazo de veinticuatro horas para salir del país, declarar nulas las elecciones, restablecer el estado de sitio e instalar una junta militar y un gobierno de derecha con gran aparato represivo». Los participantes aprobaron el plan por aclamación, pero, cuando ya habían empezado a repartirse cargos, resultó que no iban a salirse con la suya. «Desbarató el plan», escribe Asturias, «la simple información de que el candidato electo, Méndez Montenegro, gozaba de simpatías en la embajada de los Estados Unidos en Guatemala y que, por lo mismo, no era posible presentarle como peligroso “comunista” al servicio de Moscú y en tratativas con las guerrillas que operan en las montañas del país.»

Casi podemos ver cómo, en ese momento, se caen los cuarenta bigotitos finos y oír el peso del silencio que se posa en la sala. La noticia, desde luego, cambiaba sustancialmente las cosas. La asamblea se veía obligada a buscar otra salida. Buscó, rebuscó y encontró. El presidente electo Méndez Montenegro fue llamado a comparecer en la reunión, donde le dijeron: «Podrá usted ser presidente de la república a condición de que firme nuestro ultimátum.»

«El ultimátum», prosigue Asturias, «estaba compuesto de cinco puntos: 1) compromiso de no cambiar los mandos militares; 2) dejar todo lo relacionado con el Ejército en la exclusiva competencia del Ministerio de Defensa; 3) mantener en vigor la prohibición de volver al país a militares exiliados; 4) compromiso de no investigar las actividades del gobierno militar, y 5) el no cumplimiento de estos puntos determinaría automáticamente un golpe militar.»

Y Méndez Montenegro firmó, pues resultó ser un buen figurante. Desde mediados de 1966 hasta mediados de 1970, el antiguo decano de la facultad de derecho fingió ser el presidente de Guatemala. El experimento, sin embargo, no tuvo el éxito suficiente como para continuarlo, así que, una vez expirado el mandato de Méndez, el poder volvió a manos de un coronel: Arana Osorio.

12

El coronel Arana, designado presidente de Guatemala para los años 1970-1974, había sido funcionario de la CIA durante muchos años. Conocido por los sobrenombres de «Araña Negra» y de «el Carnicero de Zacapa», se hizo famoso como pacificador de destacamentos guerrilleros y de miles de campesinos en el departamento de Zacapa, colindante con el de Izabal, el cual, íntegramente, es propiedad de la United Fruit. De todos modos, también Zacapa es propiedad de la United Fruit, aunque sólo en parte.

Empezando por junio de 1954, es decir, desde la intervención de la CIA que ahogó en sangre la revolución guatemalteca, el desarrollo interno de ese país se reduce a un constante —año tras año— perfeccionamiento del sistema de represión y terror: el fascismo.

¿Qué ha aportado a esa obra Arana Osorio, el coronel más importante (junto a Arriaga Bosque) en la época del mandato presidencial de Méndez Montenegro? Pues crear una red de organizaciones paramilitares cuya tarea consiste en la eliminación física de las personas que el ANS, la inteligencia militar (el llamado G2) y la CIA consideran enemigos del régimen, opositores, comunistas, etcétera. Dichas organizaciones surgen entre los años 1966 y 1968, es decir, en la época en la que en Guatemala empieza una intervención armada no oficial de los Estados Unidos, capitaneada por un grupo de oficiales de los Boinas Verdes, traídos para la ocasión de Vietnam.

He aquí un listado de estas organizaciones o, dicho más exactamente, grupos paramilitares fascistas, que conforman un auténtico Estado en la sombra:

MANO: Movimiento de Acción Nacionalista Organizado. Actual jefe: el coronel Ángel Ponce, simultáneamente portavoz del gobierno guatemalteco. Sede: la del estado mayor del ejército en Matamoros.

NOA: Nueva Organización Anticomunista. Jefe: el coronel Zepeda Martínez. Sede: vide supra.

CADEG: Consejo Anticomunista de Guatemala.

CRAG: Comité de Represión Antiguerrillera.

ODEACEC: Organización de Organizaciones contra el Comunismo;

FRN: Frente de Resistencia Nacional.

RAYO: Rasgo característico: marcar los cadáveres con una flecha.

Otras organizaciones también tienen sus maneras de marcar a sus víctimas. MANO, por ejemplo, corta a sus víctimas, vivas y muertas, los dedos de la mano derecha. Todos estos grupos compiten entre sí por el número de asesinatos cometidos. Junto a los masacrados cuerpos de sus víctimas, casi siempre abandonados en las cunetas, suelen dejar notas como ésta: «Esto lo ha hecho NOA. A ver qué hace ahora MANO.» En el marco de estas organizaciones también actúan plusmarquistas individuales: un tal Oliva Valdez se jacta públicamente de haber matado con sus propias manos a cuarenta personas (crónica de Juan Maestre).

Oficial y formalmente, estos grupos operan al margen del aparato represivo gubernamental-militar-policial; más aún, son —de nuevo formalmente— ilegales. Aferrado a esta fórmula, el gobierno no ceja en su empeño de demostrar a la opinión pública internacional que en su democrático Estado de Guatemala todo va como una seda, excepto por la desgracia que supone la guerra clandestina entre terroristas ilegales de extrema derecha y terroristas ilegales de extrema izquierda, pero que éste es el único problema que hay.

«Es infantilmente contradictorio», se afirma en un memorándum del guatemalteco Comité de Defensa de los Derechos Humanos dirigido a la ONU en 1968, «querer presentar la situación como lucha entre facciones clandestinas, cuando los miembros de las organizaciones “clandestinas” de derecha utilizan las cárceles del ejército y del gobierno; se movilizan en los vehículos del Estado con placas confidenciales de los servicios de seguridad; poseen centros de tormento celosamente guardados por policías militares; cuentan con las imprentas de la Editorial del Ejército para elaborar su propaganda; tienen acceso a los archivos confidenciales del ejército… En fin, no es posible aceptar que se trate de dos facciones clandestinas en pugna, cuando existen todas las evidencias de la participación, culpabilidad y apoyo de la oligarquía nacional, del gobierno y del ejército en el genocidio.»

Este mismo Comité publicó en México un libro (La violencia en Guatemala, 1969) que se compone de una selección de noticias, aparecidas en la prensa guatemalteca entre los años 1966 y 1968, en torno al tema de las víctimas de los grupos paramilitares de Arana Osorio y de Robert H. Berry, comandante en jefe de la misión militar estadounidense. Confieso que no he podido leerlo hasta el final. Son doscientas quince páginas de textos como éstos:

«El cadáver de un hombre mutilado, sin una oreja, sin nariz y sin ambos labios fue localizado en el barrio “La Democracia”, Jutiapa…»

«Otro hombre a quien le faltaba la cabeza fue encontrado en la finca Peña Áspera, departamento de Jutia…»

«30/01/68. Ocho personas muertas fueron levantadas en diferentes partes del país. Todas estas personas fueron asesinadas a tiros…»

«31/01/68. Seis personas aparecieron asesinadas en diferentes lugares del país, acribilladas a balazos…»

«Con 43 perforaciones de bala calibre 45, fue encontrado el cadáver de Cándido Natareno Ruiz en la aldea “El Olvido”…»

«En el kilómetro 41 apareció el cadáver de un hombre decapitado. Pedazos de cráneo fueron encontrados próximos al cadáver, dando la impresión de que la cabeza le fue destruida pacientemente en tantos pedazos, como para formar un juego de rompecabezas…»

«Trece cadáveres fueron encontrados en el parcelamiento de Nueva Concepción, departamento de Escuintla, presentando señales de haber sido torturados…»

«Los cadáveres de dos hombres fueron rescatados de un pantano situado en… Los dos cuerpos mostraban señales de tremendas torturas que les desfiguraron los rostros, por lo que fue imposible reconocerlos…»

«José Cujá Oxlaj, de 26 años, fue asesinado a balazos en Quebrada del Durazno por cuatro desconocidos, quienes le cortaron los labios en presencia de su madre…»

«Tres cadáveres de sencillos campesinos fueron localizados en el municipio de La Unión, Zacapa. Con estos tres cadáveres suben a veintidós las personas muertas a tiros en los últimos tres días…»

Junto a esto, otra letanía:

«José Israel Pineda Corleto, de 17 años, desapareció de su hogar… sin que se tengan noticias del lugar donde se encuentra. Su hermana inquiere…»

«Jovita Luna, madre del estudiante Raúl Morales Luna, inquiere por su persona…»

«Juana Cos de Ruiz desea saber el paradero de su esposo, Filiberto Ruiz, a quien doce individuos extrajeron de su hogar el sábado 21 del mes en curso…»

«Regina Garrido v. de Marroquín informa de la desaparición de su hijo José Santos Marroquín, de 18 años… Agrega que lo ha buscado inútilmente sin encontrarlo…»

«Aura Marina López denuncia la captura de su hijo Óscar Guillermo Valenzuela López, violentamente sustraído de su domicilio…»

«María Estela Paz manifestó que elementos policiales capturaron a su hijo… Se llamaba Luis Enrique Guzmán Paz…»

«María García Pérez pide públicamente que las personas que tengan secuestrado a Luis Alberto García Álvarez le perdonen la vida…»

«Zoila Ochoa Díaz suplica que se le informe del paradero de su hijo…»

«Teresa Garrido, madre…, suplica…»

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«No sé», dice Hilda Oliva Franco, «a mi hermano se lo llevaron a las dos de la madrugada, desde entonces no sé dónde está…»

«No sé», dice Guillermina de Escobar, «vinieron seis hombres vestidos de particular, se llevaron a mi hijo, que no ha regresado…»

«No sé», dice Blanca de Aguirre, «mi marido acababa de volver del trabajo, iba a cenar, llegaron en un jeep…»

Por lo general van en jeeps y llevan gafas negras, camisas verdes y metralletas cortas del calibre cuarenta y cinco.

A veces, MANO cuelga en los muros sus listas. Aparecen en ellas los apellidos de las personas que tiene previsto torturar y asesinar. Después, una mano anónima va tachando nombres.

Los tachados ya no volverán.

«Me acerqué a uno de los detenidos. Me dijo que se llamaba Manuel. Le pregunté por qué lo habían traído y me dijo: “Cosas de política.” Me dijo que antes había trabajado para el coronel Jacobo Árbenz. Me pidió un cigarrillo y se lo di. Los otros no aceptaron cigarrillos ni conversaban tampoco. Probablemente porque me vieron uniformado. Al que se llamaba Manuel le pregunté si quería algo para sus familiares, y me contestó: “No vale la pena. A nosotros ya nos quedan pocas horas.” Me dijo que algún día yo iba a leer unos libros que él había escrito. Me mostró cómo le habían pegado al detenerlo. Tenía la espalda morada de los culatazos que le habían dado. Yo quería conversar más con ellos, pero ellos no. En eso el telefonista me dijo que el viceministro de la Defensa había hablado que venía para el cuartel. Que lo esperaran. Vino el coronel Arriaga Bosque y tocaron a reunión de oficiales. El coronel entró donde estaban los detenidos y no sé qué hablarían porque sólo permitieron la entrada de oficiales. Cuando nos despertaron al día siguiente encontramos al teniente Hugo Edmundo Alonzo. Él nos mandó cargar unos costales que estaban allí. Nos imaginamos que serían cosas corrientes y los empezamos a subir a un pick-up y a un jeep. Cuando subí el primer costal vi que las mangas del uniforme se me manchaban de sangre. Cuando agarré el segundo palpé y noté la forma de una cara y del pecho. “¿Qué es esto?”, pregunté. “Son los que mataron. Apúrate nomás”, me contestó alguien. Nos mancharon todos de sangre, aunque estaban envueltos en nylon. Seguimos cargando» (Testimonio del sargento Ruano Pinzón, desertor del ejército, citado por Eduardo Galeano).

Todos aquellos cadáveres fueron después arrojados al mar desde un avión pilotado por el hijo del actual presidente Arana, oficial de la aviación guatemalteca.

No siempre matan a tiros. En Puerto Barrios asesinaron a ocho mil sindicalistas a fuerza de irlos aplastando con camiones cargados de piedras que no pararon hasta que en la plaza no quedaban más que jirones de cuerpos diseminados por todas partes.

En la capital de Guatemala, ante la sede del Cuarto Cuerpo —nombre de la Gestapo local—, cada día se forma una cola de mujeres. En la ventanilla, un policía con gorra calada hasta taparle los ojos y un cigarrillo humeando —todo como en una película de gángsters barata: el uniforme desabrochado, el revólver sobre la mesa— escucha preguntas para las que tiene siempre la misma respuesta: «No, no conocemos a nadie con este nombre…, no, no conocemos a nadie…»

La cola de mujeres avanza.

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In memoriam.

En el año 1968, en Guatemala cayeron víctimas del fascismo más de tres mil personas. Parte de ellas murió en los campos de concentración de Camotán, Zacapa; de Río Hondo, Zacapa, y de Usumatlán, Zacapa.

Otros fueron asesinados en sus casas, en la calle, en las cunetas…

Facundo Ramírez, de Los Andes, campesino;

Romeo Padilla, de Finca Monjas, campesino;

Rolando Herrera, obrero;

René Castillo, poeta;

Pastor Hernández, de El Picacho, y cuarenta y siete más;

veintisiete campesinos fusilados en la montaña de Patzún, nombres desconocidos;

Emilio Díaz López y seis más, de Agua Blanca, campesinos;

Eduardo Sosa Montalvo, de Ciudad de Guatemala, ingeniero;

quince campesinos fusilados en Las Pozas, nombres desconocidos;

Morales Saavedra, de San Jorge, campesino…

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El coronel Arana, agotado de tanto trabajar, pues, según afirma Aguirre Monzón, «dictó personalmente más de ocho mil penas de muerte» (Excélsior, 10 de marzo de 1970), se marchó como embajador a Managua, para descansar.

Sin embargo, después de un año volvió a Guatemala para presentarse como candidato a presidente. Regresó en un coche blindado que le había regalado su amigo Anastasio Somoza, presidente de Nicaragua. Somoza tiene en su país problemas parecidos a los de Arana, y como, gracias a la ayuda militar estadounidense, su parque móvil cuenta con varios vehículos blindados, regaló al coronel uno de ellos.

Éste, mucho antes de las elecciones, declaró: «El pueblo me elegirá presidente.» Quien conociera Guatemala no podía no creerle. En todos los discursos y entrevistas de Arana se repetía una misma frase: «Hay que acabar con la anarquía e imponer el orden.» Un segundo estribillo favorito que repetía en cada ocasión era: «Soy el bastión del anticomunismo en América Latina.» Como si alguien hubiese dudado de ello.

Aunque formalmente no era más que un coronel, en su campaña electoral, Arana Osorio, según el reportero del Excélsior Fernández Ponte, «disponía de un presupuesto que casi igualaba al del gobierno. Le habían dado ese dinero latifundistas, fabricantes y monopolios de los Estados Unidos».

Por supuesto que no podía perder.

Preguntado qué haría si perdía, contestó: «Dar un golpe de Estado.»

Lo votaron doscientas treinta y cinco mil personas, lo que constituye el cuatro y medio por ciento de la población de Guatemala. (Casi un ochenta por ciento no tiene derecho a votar porque no sabe leer ni escribir.) Y ese cuatro y medio por ciento bastó para que fuese elegido presidente de la república. Justo después de la victoria voló a Washington, a recibir instrucciones.

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A un país así llega, a finales de enero de 1970, el nuevo embajador de la República Federal de Alemania, Karl von Spreti, y tres meses más tarde es secuestrado por un grupo guerrillero.

El movimiento guerrillero surge en Guatemala en el otoño de 1960. El 13 de noviembre, en la capitalina sede central del ejército, un grupo de oficiales se rebela contra la política del gobierno del general Ydígoras. Encabeza dicho grupo el coronel Rafael Pereira. Pereira mata a otros dos coroneles que han intentado enfrentársele, se arma un barullo, los rebeldes se apoderan de varios jeeps y de un tanque, y huyen de la capital. La columna rebelde llega a Zacapa, donde, sin disparar un solo tiro, ocupa el cuartel de la guarnición. Después de esta victoria sigue su avance hacia el este y toma el principal puerto guatemalteco del Atlántico —que, dicho sea de paso, pertenece a la United Fruit—, Puerto Barrios. Ydígoras declara que se trata de una invasión de Cuba sobre Guatemala, buques de guerra estadounidenses se dirigen a Puerto Barrios, el coronel Pereira huye a México y tres días después la rebelión está sofocada. Pero algunos jóvenes oficiales del grupo de Pereira deciden no deponer las armas y se ocultan en las cercanas montañas. Al frente de este destacamento están el teniente Yon Sosa y el subteniente Turcios Lima. Los dos habían acabado sendas escuelas norteamericanas de lucha contra la guerrilla. El primero, en Panamá; el segundo, en Fort Bennings, Georgia.

Poco después de aquella rebelión, el mundillo capitalino vuelve a ocuparse de sus asuntos y los jóvenes tenientes caen en el olvido. En América Latina es bastante normal que si un grupo de oficiales fracasa en su intento de dar un golpe, sus integrantes se vayan al extranjero o se oculten en el monte y que más tarde, cuando los ánimos se hayan calmado, regresen al cuartel, donde, tras dejar transcurrir un tiempo más, empezarán a planear un nuevo golpe: al fin y al cabo para eso están.

El pequeño destacamento de Yon Sosa, sin embargo, crece hasta convertirse en un importante grupo guerrillero que adopta el nombre de Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre; abreviado: MR 13. A principios de 1962 el grupo libra sus primeras escaramuzas con el ejército. La sensacional noticia de que Guatemala tiene guerrilla inmediatamente recorre el mundo. En América Latina, los primeros en reaccionar a tamañas nuevas son los trotskistas. Seguramente sería posible reunirlos a todos en un café un poco grandecito, pero se trata de personas fanáticas y muy activas. Uno de los centros del trotskismo —si se puede emplear una palabra tan grande para un movimiento tan pequeño— no es sino el vecino México. Así que varios trotskistas mexicanos cruzan clandestinamente la frontera para unirse al grupo de Yon Sosa. Yon tiene en aquel momento veintitrés años y su orientación en el mundo de la ideología es prácticamente nula; lo único que el teniente sabe, y lo dice, se reduce a la tesis general de que hay que luchar por la justicia social y contra el imperialismo norteamericano. Turcio Lima, que, igual que Yon Sosa, tampoco es un ideólogo, opina que el movimiento debe ser guatemalteco y que no le hacen falta unos extranjeros sospechosos, cosa que provoca un conflicto entre los dos compañeros. De resultas de ello, Turcio abandona el grupo y crea otro propio, al que llama Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). A pesar de esta separación, los dos destacamentos —o, como se dice en el lenguaje de la guerrilla latinoamericana: los dos frentes— siguen colaborando, comprometidos en la misma lucha (Yon Sosa acabará echando a aquellos trotskistas).

En 1963 los guerrilleros ya controlan una parte de Guatemala, mientras que las tropas gubernamentales están a la defensiva. En vista de esta situación, en el país se presenta un primer grupo de oficiales rangers estadounidenses. El Pentágono lleva en América Latina una política de doble intensidad. Allí donde hay calma, los cometidos de sus misiones militares son limitados. Es cierto que la misión supervisa, instruye, alecciona, lleva el registro de los oficiales de su ejército correspondiente, día sí y día no manda destituir a algún oficial u ordena al presidente aumentar el presupuesto para gastos militares, a veces conmina a eliminar a algún comunista o ayuda a preparar un golpe de Estado. Pero, en realidad, poco más. Sin embargo, si aparece la guerrilla, el asunto toma otro cariz: cambia radicalmente.

Lo primero: se presenta un grupo de oficiales rangers. El grupo se dirige al Estado Mayor del Ejército del país al que ha sido enviado. Mantiene una conversación con la élite militar local. El sentido de la exposición que pronuncian los rangers en semejantes ocasiones suele encerrarse en lo siguiente: Habéis vivido, amigos, tranquila y felizmente, pero, por desgracia, los buenos tiempos se han acabado. En vuestro país ha aparecido la guerrilla. Y esto no es un asunto interno vuestro. Todo lo contrario: vuestra guerrilla no es más que una pequeña parte de la agresión comunista lanzada sobre nuestro hemisferio. Y bien sabéis que el ejército de los Estados Unidos tiene sus compromisos continentales. Ante esta situación, nos vemos obligados a tomar el mando de toda la operación y acabar con el movimiento guerrillero en el tiempo más breve posible. ¿Queda claro? Mañana, reunión operativa aquí mismo, a las 9:00 a.m.

Y abandonan el local.

No es un momento feliz para los que quedan en la sala de juntas. A ningún coronel le gusta obedecer órdenes dictadas por un capitán, por más estadounidense que éste sea y por más experiencia ranger que tenga. Aunque por el otro flanco atacan los guerrilleros y, sin esos rubios altos, no se sabe quién ganaría esta guerra.

Aunque, en realidad, sí que se sabe.

En la historia de los movimientos guerrilleros en América Latina no se ha dado en los últimos años ni un solo caso de ejército nacional que haya sido capaz de acabar con el movimiento que opera en su territorio, o al menos de debilitarlo sensiblemente. Así, siempre se observa la sucesión de dos fases de acciones operativas nítidamente dibujadas. La primera: aparece la guerrilla, que poco a poco empieza a conquistar territorio. La segunda: llegan los rangers norteamericanos, que frenan el avance guerrillero y empiezan a llevar a cabo el plan llamado en su lenguaje «acoso y aniquilamiento».

En 1963 llega a Guatemala el primer grupo de rangers, aunque de momento todavía se buscan soluciones políticas. Ydígoras queda depuesto y su lugar es ocupado por Peralta. A lo largo y ancho del país se procede a confeccionar un censo de «comunistas». Peralta militariza la administración. A pesar de todo, el movimiento guerrillero crece y paraliza las acciones emprendidas por la dictadura. De modo que cada cierto tiempo se presentan nuevos refuerzos de rangers. El periodista francés Jean Larteguy escribe que, en 1967, se habla en Guatemala de trescientos guerrilleros y mil rangers, que por lo general llevan uniformes del ejército guatemalteco. Larteguy calcula que son menos, tanto en un bando como en el otro, pero que en ningún caso el número de los rangers es inferior a doscientos hombres, con lo cual hay al menos uno por cada guerrillero.

La ofensiva total contra la guerrilla empieza en 1966. El movimiento ha pasado mientras tanto por una importante evolución ideológica a partir del momento en que se le une el partido comunista (Partido Guatemalteco del Trabajo). Una de sus resoluciones dice que como «las clases dominantes usan métodos extremistas y han entregado el poder al ejército, las fuerzas revolucionarias se han visto obligadas a recurrir a métodos extremistas. […] El pueblo de Guatemala ha tenido que tomar el camino de la lucha armada, porque las fuerzas reaccionarias exterminan a la oposición y sofocan todo cambio democrático».

En unas condiciones como las de Guatemala, toda discusión acerca de la legitimidad o ilegitimidad de los métodos del llamado terror individual carece de sentido, porque en este país es el único método de lucha posible, más aún, es la única forma de autodefensa. Sólo las personas que conocen a los guerrilleros guatemaltecos por los artículos del New York Times pueden afirmar que no entienden o no aprecian el trabajo con el pueblo, el intento de formar una conciencia en las masas, etcétera. Lo entienden perfectamente, pero tienen las manos atadas. El sistema de control y de represión es tan hermético que no deja ningún resquicio.

Hace algún tiempo, los guerrilleros organizaron unos cuantos mítines y reuniones en las aldeas en un intento de despertar la conciencia del campesinado. Al día siguiente, en la aldea se presentaba el ejército y, en ejecuciones masivas, mataba a todos los campesinos que habían acudido al mitin. El número de víctimas era tan alto que hubo que abandonar ese sistema de trabajo. Octavillas, gacetas, folletos… nada de esto sirve porque todo el campo es analfabeto.

A todo esto se le añaden cuatro siglos y medio de racismo, cuyo comienzo se remonta al colonialismo español. Hay que tomar conciencia del gran dramatismo de esta guerra, de la gran tragedia de las personas que luchan en ella. Es que los guerrilleros, en su mayoría, suelen proceder de la ciudad. Ciudad significa blancos y mestizos; y campo, indígenas. La ciudad ha vivido cientos de años del sudor y la sangre del campesinado indio. Ahora, el campesino indígena desconfía de la gente de la ciudad, la odia, ni siquiera conocen mutuamente sus respectivas lenguas. Y, de pronto, los guerrilleros —blancos y mestizos en su mayoría— luchan en defensa del campesino indio y mueren en esta lucha a manos del soldado raso guatemalteco que es un indígena al servicio de una dictadura sanguinaria que se alimenta de su propia miseria e ignorancia.

En este momento, ¿se puede no pensar en la terrible soledad del guerrillero que muere en esa guerra?

Nuestro guerrillero creía que contaba con el apoyo de la nación. En Guatemala no hay nación. El ochenta por ciento de la población no conoce la palabra «patria», no sabe qué significa eso.

Después de la muerte de Karl von Spreti, en la prensa europea aparecieron varios comentarios que intentaban explicar por qué los guerrilleros habían matado al embajador. Dichos comentarios estaban encabezados por títulos semejantes: «Terror contra terror», «La violencia engendra violencia», etcétera. Pues bien, estas formulaciones son intrínsecamente erróneas, ya que no se puede colocar en el mismo nivel el bestial terror de MANO y NOA, y la lucha de unos hombres que tienen que matar porque quieren vivir y que tienen que secuestrar porque sólo de esta manera pueden intentar salvar a docenas de presos de la tortura y una muerte atroz. Son dos situaciones éticamente incomparables.

A finales de 1966 mataron a Turcios Lima y después, a otro comandante, Rolando Herrera. La vida del guerrillero guatemalteco suele durar unos tres años. La media de su edad: veintidós. Del primer grupo de Yon Sosa, no queda nadie vivo. Son hechos comúnmente conocidos en Guatemala, de modo que el muchacho que decide unirse al movimiento sabe lo que le espera. En esto consiste uno de los problemas de la guerrilla guatemalteca: en la falta de hombres con experiencia. Tanto en el partido como en los destacamentos, pues en aquel país, la persona que empieza a luchar no vive mucho.

Y, sin embargo, a pesar de la ofensiva de los rangers, del ejército y de los grupos paramilitares como MANO y NOA, que ya va por su quinto año, el movimiento guerrillero sigue existiendo y luchando. Hay destacamentos que operan en el campo y los hay que operan en la ciudad. La base de los del campo está en la Sierra de las Minas, la cordillera que se extiende a lo largo del río Motagua y de la única carretera que une la capital con Puerto Barrios, o sea, con el Atlántico. El valle por el que fluye este río es uno de los más bellos que existen en el mundo. Amplio, espacioso, inundado por el sol y el verdor de la vegetación. Toda Guatemala, como toda América Central, es uno de los parajes más paradisíacos de la tierra.

En medio del valle del Motagua está situada la pequeña ciudad de Zacapa, en la cual se encuentra la guarnición que es el centro de la lucha contra la guerrilla. Su comandante no era otro que Arana Osorio. En 1969 las FAR lo condenaron a muerte. Hoy, el coronel —y nuevo presidente— se mueve sólo en un vehículo blindado.

Tras la muerte de Turcios, el mando de las FAR pasa a César Montes. Montes tiene ahora veintiocho años. Hace un tiempo estudió Derecho en la universidad local. El MR 13 se fusionó con las FAR, que han cambiado el nombre (no así las siglas) por el de Fuerzas Armadas Revolucionarias.

En la ciudad, el movimiento guerrillero se divide en dos formaciones: Brigadas Permanentes de Combate (BPC) y Unidades de Autodefensa (UAD).

Las primeras no son sino destacamentos de lucha armada; son ellos los que libran escaramuzas, ejecutan las condenas, secuestran, confiscan dinero en los bancos, realizan actos de sabotaje, etcétera.

Las segundas tienen dos cometidos: llevar a cabo todo tipo de actividad política, propagandística y huelguística (como, por ejemplo, ocupar la sede de la radio y emitir comunicados de las FAR), y encargarse del aprovisionamiento de los destacamentos del monte, cuyo gran problema es la falta de víveres. En la selva no hay nada para comer y las aldeas son demasiado pobres para alimentar a los guerrilleros. No existe, en cambio, problema de dinero, porque el movimiento guerrillero es financiado por la oligarquía local. He aquí de qué manera: las FAR secuestran a un rico, ya banquero, ya empresario, ya hacendado, que será liberado después de que su familia pague un rescate cuyo importe asciende a un cuarto de millón de dólares: ésta es la suma sancionada por la costumbre. Imaginémonos la opulencia de esas familias que, en un país tan pequeño, atrasado y pobre, de vez en cuando se desprenden de un cuarto de millón de dólares sin que su fortuna sufra merma alguna. Una parte del dinero conseguido de este modo se destina a las necesidades del movimiento y el resto se reparte entre los campesinos.

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Veinticuatro horas después de la escena en la Avenida de Las Américas que acaba con la marcha de los dos Volkswagen (con Karl von Spreti en el interior de uno de ellos), se reúne el gobierno de Guatemala para estudiar el contenido de la pequeña hoja que un enlace de las FAR había entregado al nuncio papal, Girolamo Prigione. La hoja dice que el embajador de la República Federal de Alemania se encuentra en manos de las FAR y que será liberado una vez salgan de la cárcel quince guerrilleros.

Las personas que han puesto esta condición no son unos facinerosos ni unos fanáticos ciegos. Hace bien poco que han llegado a México grupos de combatientes brasileños, dominicanos y, también, guatemaltecos liberados de las cárceles a cambio de diplomáticos secuestrados. He tenido ocasión de hablar con algunos. Lo que llama poderosamente la atención es la privilegiada inteligencia de estos muchachos, su gran conocimiento de la problemática de sus países, su sano juicio y su sentido común. Sólo alguien muy ingenuo puede aleccionar a estos hombres acerca de lo que es la inmunidad diplomática o intentar convencerles de que la lucha de masas es mejor que el llamado terror individual. ¡Ellos lo saben perfectamente! Emiliano Gómez, uno de los presos canjeados por el agregado militar de los Estados Unidos en Santo Domingo, me contó cómo su partido (Partido del Pueblo Dominicano), que definió como marxista-leninista, trabaja con obreros y campesinos. El propio Gómez es tornero de profesión y en su fábrica existe una red de células clandestinas que se dedican a la labor de instrucción de las masas. En las ideas de estos hombres, resulta difícil hallar extremismos políticos. Lo que los une más allá de toda divergencia es el odio a la tiranía colonial de los Estados Unidos, que definen como «ocupación extranjera apoyada por los Quisling patrios». En los casos de República Dominicana y de Guatemala, tal definición es indiscutible.

¿Por qué, entonces, secuestran a diplomáticos? Se pueden entender sus motivos si se conoce la situación del preso político en América Latina.

A saber:

Alguien que se ha quejado del régimen o ha luchado contra él da con sus huesos en la cárcel.

Esta persona no está acusada de nada.

Como no se le ha formulado ninguna acusación, no se puede celebrar un juicio. Como no hay juicio, tampoco hay sentencia. Por lo tanto, en realidad no hay castigo. Como tampoco hay fiscal, ni defensa, ni apelación, ni amnistía. No hay declaraciones de testigos, ni actas de acusación; no hay nada. El testigo puede convertirse en culpable y el culpable en inocente, aunque eso tampoco, pues ningún tribunal ha presentado cargo alguno. Así, la situación del preso se reduce a esta sencilla fórmula: ¿por qué está en la cárcel? Porque lo han metido allí.

Puede que salga dentro de un año o dentro de diez, pero, también, que no salga nunca. A muchos de esos presos los sueltan cuando se va el presidente que los ha metido entre rejas. Todo presidente tiene a sus presos; el destino de ellos está estrechamente ligado al destino de él. Cuando una nueva figura ocupa el sillón presidencial, nuevos presos llenan las celdas. Por eso, con cada cambio en la cúpula del poder se produce la salida al exilio de cierto número de personas. Se trata de enemigos personales del nuevo mandatario que saben que irían a parar entre rejas. Sin embargo, condiciones tan liberales se dan tan sólo en aquellos países de América Latina donde existe un mínimo de democracia; en cambio, allí donde las dictaduras campan a sus anchas el preso tiene pocas esperanzas de recuperar la libertad, y, sobre todo, de seguir con vida.

Es el caso de Guatemala. La persona capturada es sometida a tortura. Si sobrevive, la encierran en la cárcel. Allí le aplican una segunda serie de torturas y llega el epílogo: un cadáver encontrado en una cuneta.

No existe ningún camino legal de defensa ni de salvación del preso. La ley no tiene acceso a él. Su liberación por medio de una acción armada es casi imposible: en Guatemala, las cárceles políticas están ubicadas en el territorio de los cuarteles; vigilan a un preso docenas de soldados armados, amén de tanques y demás artefactos artilleros.

No queda sino una manera: secuestrar a un adversario y canjearlo por el preso. No se trata de acciones casuales; no se secuestra al primero que pasa. El objetivo es elegido tras largas horas de discutir y reflexionar. Se busca lograr la máxima efectividad, y hacerlo de tal manera que no haya víctimas ni pérdidas.

Karl von Spreti no fue secuestrado por azar; no fue una acción tipo: seis muchachos que se han propuesto coger a un embajador. Al contrario: fue una operación largamente planeada. Al decidir llevarla a cabo, la comandancia de las FAR podía tener la seguridad de que iba a resultar un éxito, es decir, que el conde volvería a su residencia y, más tarde, a su Baviera natal, y, a cambio, veintidós personas muy valiosas para el movimiento conservarían la vida. ¿En qué se basaba tal seguridad? En la elección del momento: al día siguiente llegaba a Estados Unidos en visita oficial Willy Brandt. Contaban con que Brandt intercedería ante Nixon a favor de su embajador, que Nixon diría: «Intentaré hacer algo»; que bastaba con una simple llamada telefónica al Departamento de Estado.

Podemos suponer que Brandt trató con Nixon el tema de Von Spreti. Lo que no sabemos es si se produjo aquella llamada. Quizás incluso se produjo, pero sin contundencia. Quizá se limitó a «comprobad», «averiguad» y cosas por el estilo. La comandancia de las FAR esperaba que, en vista de la presencia de Brandt en Washington, la reacción de la Casa Blanca sería firme. Tanto más cuanto que, comparado con la gran política, semejante intervención no costaba nada. Por supuesto que las FAR sabían que el asunto duraría lo suyo. Por lo general, el tiempo del canje se fija en veinticuatro horas, a lo sumo, en cuarenta y ocho. En este caso, esperaron seis días.

Pero Washington había enmudecido.

El secuestro del embajador alemán provocó conmoción en los círculos diplomáticos de la capital guatemalteca. Un sinfín de telegramas cruzados en aquellos días atestigua que los diplomáticos habían empezado a actuar para salvar al conde, que intervenían y presionaban como y donde podían. Por esas mismas fuentes sabemos qué hicieron los embajadores de países como México, Chile y Japón. En ningún telegrama, en cambio, se menciona una sola palabra referente al embajador de Estados Unidos. Todo el mundo sabe quién es el embajador de los Estados Unidos en América Latina: Dios en persona. Habría bastado con una sola llamada suya al Estado Mayor del Ejército: «Amigos, haced el favor de soltar a esos rebeldes vuestros, pues esta noche me gustaría cenar en compañía del conde.»

Pero no se hizo tal llamada.

Mientras tanto, el gobierno de Guatemala deliberaba. El presidente Méndez incluso se pronunció por la liberación de los guerrilleros: su mandato llegaba a su fin y quería cerrarlo sin sobresaltos. Sólo que la opinión del presidente no contaba. La opinión de Méndez nunca había contado, pero aparte de esto, el día en que fue secuestrado el conde, Guatemala ya tenía —no de iure, pero sí de facto— nuevo presidente: el coronel Arana. De manera que, en cierto modo, Méndez no existía por partida doble: por tradición y por Arana.

La postura del gobierno la decidía la opinión de la camarilla de coroneles. En la sesión del gabinete, la representaba el ministro de Defensa y comandante en jefe del ejército, coronel Doroteo Reyes, un oficial joven y grueso, de pelo alisado con brillantina. Reyes dijo tres cosas. La primera: que ni hablar de soltar a los presos; la segunda: que si el gobierno, en contra de la voluntad del ejército, los soltaba a cambio de la liberación del conde, el ejército daría un golpe de Estado, y la tercera: que se imponía la declaración del estado de excepción.

En aquel discurso todo era importante, pero lo que más, su tercer punto: el relativo al estado de excepción. De acuerdo con la Constitución de Guatemala, que se observa sólo cuando le conviene al ejército, estado de excepción significa traspaso de todo el poder a los militares. Más aún: ninguna ley limita las acciones del ejército. En una palabra, éste puede hacer lo que le venga en gana. Es como un golpe de Estado, sólo que guardando las apariencias de legalidad. Méndez Montenegro aceptó diligentemente aquella salida que le permitía conservar formalmente el sillón presidencial. Estaba tan agradecido al ejército por tamaño gesto de condescendencia que se olvidó por completo de Karl von Spreti. Al fin y al cabo, Reyes podía haberlo metido en un avión y, sin embargo, no lo hizo; le permitió quedarse.

Y puesto que no había otras enmiendas, se procedió a redactar un comunicado que recogía el espíritu de la intervención del ministro de Defensa. Dicho comunicado, fechado el 2 de abril, refleja a la perfección ese rasgo específico de la política latinoamericana que consiste en intentar por todos los medios guardar las apariencias del Estado de derecho cuando no existe ningún derecho. En él leemos que el gobierno no puede liberar a los presos pues tal cosa «constituiría una violación manifiesta de los principios expresados en la Constitución de la República en los cuales se basa la propia existencia del Estado».

«¿Desde cuándo en Guatemala se observa la Constitución?», se pregunta al día siguiente el columnista del rotativo mexicano El Día Guzmán Galarza. Toda la prensa mexicana estalla en carcajadas ante una argumentación tan torpe e ingenua.

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Así las cosas, en la tarde del 4 de abril llega de Bonn Herr Hoppe, director del personal del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Este alto funcionario no entiende nada y se comporta como si hubiese venido a un país normal. En vez de dirigirse inmediatamente al embajador de Estados Unidos —pues el tiempo corre y el plazo del ultimátum se acaba—, el director Hoppe empieza sus gestiones haciendo una visita al Protocolo del ministerio homónimo. Después solicita ser recibido por el presidente, el cual —¡y Hoppe al menos esto debería saberlo!— en ese momento no tiene poder alguno. Por supuesto que Méndez Montenegro lo recibe y mantiene con él una conversación. Qué no daría yo por saber si en el curso de esa conversación no tuvo el presidente de Guatemala la tentación de acercarse al director Hoppe, ponerle la mano en el hombro y decirle:

—Mi querido señor, ¿no entiende usted que yo aquí no pinto nada?

En cualquier caso, la conversación —cosa fácil de adivinar— acabó en nada. Ya era sábado por la tarde: el plazo del ultimátum de las FAR había expirado. En teoría Karl von Spreti ya podía estar muerto. Al director Hoppe tal posibilidad no le cabía en la cabeza. Tenía buena opinión de Guatemala.

En la época de Adenauer, Guatemala fue inscrita en la lista de países privilegiados en lo tocante a recibir ayudas. Desde entonces, Bonn ha ido pagando casi tres millones de dólares anuales por mantener la dictadura guatemalteca. La República Federal de Alemania es, tras los Estados Unidos, el segundo partenaire comercial más importante de Guatemala. Es difícil calcular el valor exacto de sus inversiones en el país, pero es sabido que son notables.

La suma de estos intereses fue decisiva para la postura transigente adoptada por Bonn en el asunto de su embajador. Al fin y al cabo, el gobierno alemán, con Von Spreti todavía vivo, podía haber presentado a Guatemala un ultimátum amenazándola con romper las relaciones diplomáticas y comerciales. Sí, eso habría podido cambiar la suerte del conde: Guatemala no se puede permitir el lujo de perder un mercado como el alemán, que compra la mitad de su café, el producto fundamental para su economía. Sin embargo, nadie presentó tal ultimátum. Más aún: ya muerto Von Spreti, el encargado de negocios de la embajada de la República Federal de Alemania en Guatemala, Gerhard Mikesch, declaró que «la situación creada a raíz del asesinato del embajador no ha perjudicado, ni perjudicará, las buenas relaciones comerciales entre ambos países. El volumen de nuestros negocios es importante. Esperemos que con el tiempo disminuya la tensión creada entre ambos países. El gobierno de la República Federal de Alemania seguirá prestando ayuda técnica al gobierno de Guatemala».

El director Hoppe creyó hasta el final que el asunto del secuestro se iba a solucionar favorablemente. Der Spiegel haría público más tarde que hasta el último momento la embajada de la República Federal Alemana en Guatemala envió a Bonn telegramas optimistas augurando la pronta liberación de Von Spreti, «apreciaciones que resultaron fatalmente erróneas. Pocas horas después el conde estaba muerto».

19

Karl von Spreti no era en Guatemala una persona cualquiera. Nada más llegar, se involucró en los tejemanejes de la política interna. Se acercaban las elecciones. La embajada de los Estados Unidos presentó su análisis de la situación: la guerra civil sigue, la guerrilla existe y lucha. En semejantes condiciones es necesario acabar con los figurantes, a los que, además, no soporta el ejército, y hacer presidente a alguien a quien no le tiemble la mano.

Y el dedo índice de la embajada se posó en la persona del coronel Arana.

La parte civil de la oligarquía tenía, sin embargo, otros dos candidatos: el abogado Fuentes Pieruccini, apoyado por el partido de Méndez Montenegro, y Lucas Caballeros, favorito de la democracia cristiana. En comparación con sus homologas chilena y venezolana, la democracia cristiana guatemalteca es mucho más pequeña y más de derechas. El propio Lucas Caballeros había sido un ministro de Ydígoras Fuentes y, después, del coronel Peralta. Entre Arana y Lucas sólo hay diferencias tácticas. Lucas opina que hay que introducir algunas reformas —aunque no precisa cuáles—, mientras que Arana considera las reformas una estupidez, una invención de comunistas y liberales.

Igual que en los demás países latinoamericanos, también en Guatemala la rueda de la democracia cristiana la hace girar la República Federal de Alemania. Los democristianos cuentan con el apoyo de la poderosa colonia alemana, la cual era posible que se ganase a una parte del campesinado y de la clase media. Karl von Spreti esperaba que Lucas Caballeros repetiría el éxito de Eduardo Frei en Chile y de Rafael Caldera en Venezuela. Le ayudó en ello todo lo que pudo.

Semejantes aspiraciones del conde disgustaban profundamente a la embajada estadounidense y al Estado Mayor. En una ciudad tan provinciana como la capital guatemalteca, todo aumenta hasta alcanzar dimensiones gigantescas, por lo que tanto la CIA como la camarilla de coroneles podían creer que el conde era una amenaza a su reinado. Quien quisiera exclamar: ¿Cómo? ¡Si Estados Unidos y Alemania son aliados!, debería tener presente que la historia de los últimos días de Karl von Spreti transcurre en una pequeña colonia, en un rincón del mundo olvidado por Dios en el que reinan la obsesión y la paranoia, y donde se mira con sospecha incluso a un francés cualquiera sólo porque viene de un país en el cual hubo años atrás una revolución.

Pues sí, aliados, pero sólo hasta el momento en que el menor intenta colarse por la valla que rodea el territorio del aliado mayor. La colonia norteamericana radicada en Guatemala, y que trata a este país como su propiedad, deseaba librarse de las influencias alemanas.

20

Y he aquí que se presenta la ocasión: Karl von Spreti ha sido secuestrado por las FAR. La dirección de las FAR esperaba que se impondría la alta política de prioridad a las buenas relaciones entre Washington y Bonn, pero ganó la política pequeña de la lucha por las influencias en un minúsculo país verde, metido entre dos océanos.

Unos días después de la muerte del conde, Gutiérrez Vertti, reportero del semanario mexicano Sucesos, se reúne en un lugar boscoso de México con un hombre próximo a la jerarquía de las FAR para entrevistarlo:[3]

«—¿Por qué las FAR secuestraron al embajador alemán y no a otro diplomático?

»—Fueron dos las causas de haberse elegido a Von Spreti: la oportunidad política y la aversión por el apoyo que Alemania Occidental presta a la dictadura militar guatemalteca, que se remonta a muchos años. Terminada la Segunda Guerra Mundial miles de nazis alemanes se refugiaron en países latinoamericanos. Un grupo de ellos vino a Guatemala. Eran miembros de la Gestapo. Cuando Castillo Armas, con el apoyo militar de los Estados Unidos, derrocó al gobierno liberal de Árbenz, los viejos esbirros de la Gestapo se pusieron al servicio de Castillo Armas.

»—E instruyeron a la policía guatemalteca. ¿Cierto?

»—En efecto: la instruyeron tan bien que la policía secreta guatemalteca es la más eficaz de América Latina y el instrumento mejor de la CIA. El gobierno de Bonn era y sigue siendo una protección a la camarilla de coroneles y de hacendados que gobiernan en mi país.

»La oportunidad política era la visita que Willy Brandt hacía a Nixon. Los secuestradores del embajador alemán esperaban que Nixon intervendría para obligar al régimen guatemalteco a que accediera a las condiciones exigidas por las FAR. Pero Nixon, al que le hubiera bastado levantar el dedo, se abstuvo de salvar al embajador.

«—¿Va usted a decir que Nixon es culpable del asesinato de Karl von Spreti?

»—Yo no he dicho eso. Sin embargo, lo cierto es que, si no Nixon, sí personas muy allegadas a él son las culpables.

»—¿Qué personas son ésas?

»—Los jefes de la CIA. La CIA ejerce un dominio indiscutible en Guatemala, donde, además de defender los intereses políticos de su país, defiende los de los inversionistas norteamericanos, en primer término la United Fruit. Muchos altos funcionarios guatemaltecos son agentes de la CIA, empezando por el presidente electo, el coronel Arana Osorio. […] Deseosos de tener todo el control en sus manos, y de acuerdo con la CIA y el Pentágono, los militares postularon a Arana Osorio para presidente.

»—¿Por qué las FAR ultimaron a Von Spreti, cuando en ocasiones anteriores habían sido benévolos?

»—Esa pregunta es muy larga de contestar; sin embargo le diré que la ejecución de Von Spreti se debió a una provocación del gobierno de Méndez Montenegro, mejor dicho, de Arana Osorio y de la CIA. Cuando el nuncio papal, monseñor Girolamo Prigione, negociaba con las FAR, la policía asesinó a dos de los 22 presos políticos que se pedían a cambio de Von Spreti. Uno de ellos se llamaba Humberto Lemus Girón. Asimismo asesinó, también en prisión, a dos personas que no pertenecían a las FAR, pero que eran simpatizantes de ellas: Espiridión Ramírez y Jaime Estrada.

»—Luego, supone usted que los secuestradores de Von Spreti, irritados por las provocaciones de las autoridades guatemaltecas, lo mataron.

»—La causa principal fue la acción de la CIA y de la policía política. Todos los teléfonos estaban intervenidos. En término de segundos, la policía podía llegar a donde un enlace de las FAR estuviera telefoneando a monseñor Prigione. La CIA estaba decidida a capturar a un enlace para descubrir el lugar donde se hallaba Von Spreti. Descubierto el lugar, hubiera sido inevitable el tiroteo entre los rebeldes y la policía, y también inevitable la muerte del embajador. Las FAR se percataron de la maniobra y liquidaron a Von Spreti, porque no tenían otra solución.

»—¿Qué finalidad podía perseguir la CIA?

»—Mire, la CIA tiene muchas finalidades. Una de ellas es conseguir que se desvirtúe el derecho de asilo político. Otra es desprestigiar a los movimientos revolucionarios en América Latina. Otra más, facilitar, con el pretexto de defender la seguridad de los diplomáticos, la creación de una policía interamericana, sueño acariciado por los gobernantes yanquis desde hace mucho tiempo.»

21

El sábado, desde la primera hora de la mañana, la capital de Guatemala rebosaba en patrullas de la policía y del ejército. Todo el aparato de represión —treinta mil hombres— se había puesto en marcha. Las patrullas registraban todos los coches y —calle tras calle— todas las casas. Alrededor del lugar donde Karl von Spreti y un grupo de guerrilleros llevaban cinco días esperando una respuesta de Washington y Bonn, de Méndez Montenegro, de la embajada estadounidense y de Arana Osorio, se estrechaba el cerco de los soldados y los policías.

Monseñor Girolamo Prigione deambulaba por los pasillos del Estado Mayor en busca del censor que debía aprobar el texto del llamamiento del nuncio implorando un día más de gracia. «Tuve la impresión», diría más tarde, «de que el gobierno quería cerrar todas las puertas.»

La puerta de la embajada estadounidense permanecía cerrada y vigilada por varios centinelas. En las pantallas de televisión, una modelo se metía en la ducha para mostrar cuánta espuma maravillosa hacía el jabón Universal. La espuma se disolvió y en las pantallas apareció el rostro cansado del nuncio, que leyó el aprobado texto del llamamiento implorando un día más de gracia. El encargado de negocios, Gerhard Mikesch, redactaba su telegrama optimista, porque creía en la democracia americana y en la fuerza de la letra de la ley. En las calles aullaban las sirenas de los coches policiales. Los detenidos estaban junto a los muros, con las manos en alto.

Ladraban los perros y, aquí y allá, se oían tiroteos. Pero todavía no era aquel disparo.

22

El domingo, a las dos y cuarto de la tarde, en el despacho del nuncio sonó el teléfono. El nuncio oyó: «Sólo nos quedan quince minutos…», y la voz se extinguió.

Cuatro horas más tarde, a las seis y cuarto, en el cuartel de bomberos voluntarios sonó el teléfono. El bombero de guardia cogió el auricular. Una voz desconocida le informó del lugar donde se encontraba el cadáver de Karl von Spreti.

El conde yacía en una casucha de barro abandonada, en las cercanías del pueblo de San Pedro de Ayampuc, a diecisiete kilómetros de la capital.

Había muerto de un tiro en la cabeza.

En la mano tenía las gafas, que debía de haberse quitado antes de morir, quién sabe por qué.