VÍA CRUCIS

Valle del Jordán, cinco de la tarde. Se va apagando el incendio del día tropical. El sol, después de permanecer durante horas en el cenit, se ha movido y ha emprendido su viaje hacia el oeste, en dirección a las colinas de Samaria y a la sagrada ciudad de Jerusalén. A esta hora emergen las personas. Salen desde los lugares más recónditos, de todos los refugios y escondrijos sombreados habidos y por haber. El valle muerto se sacude la calma chicha del mediodía, se pone en movimiento, respira. De la tienda de campaña que da refugio al puesto israelí salen soldados. Son cinco. Al mismo tiempo, al otro lado del Jordán, salen soldados del barracón que alberga al puesto jordano.

También éstos son cinco.

Un sano equilibrio militar.

Los dos ejércitos aparecen despechugados, desalforjados, descansados y jóvenes. Durante un rato se observan mutuamente a través de los prismáticos y después se ponen a hacer café, para saciar la sed y recuperar la vitalidad perdida durante la siesta.

Se acerca a la orilla del río un soldado jordano y nos manda salir del agua. Bañarse en el Jordán, dice, es una estupidez, porque los israelíes llenan sus aguas de minas. La mina fluye llevada por la corriente y a todo aquel al que alcanza, lo traslada al cielo pedacito a pedacito. Mucha gente ha perdido la vida de esta manera, pues nunca faltan quienes se niegan a comprender que la guerra es la guerra. Respecto de la misma puede decirse lo siguiente: si ya ha estallado, todo el mundo intenta que resulte lo mejor posible. Para eso, las partes implicadas inventan miles de cosas. Como en este caso: se han inventado unas minas casi invisibles, pues del agua no sobresale más que un alfiler tan fino que nadie, a menos que sea un experto en la materia de matar a traición, es capaz de percatarse de su presencia.

Después del encuentro con aquel soldado, una vez expulsados del río, nos dirigimos hacia el sur del valle, hacia el Mar Muerto, en el cual desemboca el Jordán. (El Valle del Jordán, cerrado al este y al oeste por las montañas y situado a varios cientos de metros por debajo del nivel de los océanos, es la depresión más grande del mundo, la falla tectónica más profunda, y constituye una especie de invernadero natural de Oriente Medio en el que las frutas y las verduras maduran tres o cuatro meses antes que en las cercanas zonas de Palestina, de Jordania, de Siria y del Líbano, ya no digamos en Europa. Cuando entramos en el valle un mediodía de verano tenemos la impresión de que nos han arrojado a un alto horno. A causa de este calor, la evaporación del Mar Muerto alcanza dimensiones imponentes; se ha calculado que en un solo día se evaporan ocho millones y medio de toneladas de agua. Esto hace que el agua sea tan condenadamente salada. En la superficie, cada litro de agua contiene un cuarto de kilo de sal y cuanto más profundo, la cantidad aumenta. De resultas de ello, en el mar no hay ni peces ni plancton; a la ausencia total de biología debe su nombre de Muerto. Exagera el que afirma que se puede caminar por encima de sus aguas, pero el que dice que uno se puede tumbar y permanecer tumbado y quieto durante horas y no ahogarse, ése dice la verdad.)

Nos dirigimos hacia allá, porque cerca del Mar Muerto, junto a la carretera que va de Jerusalén a Ammán, un tío de Zuhdi regenta una fonda. Se trata de una edificación levantada de cualquier manera, para salir del paso por un tiempo, carente de todo encanto arquitectónico, un primer paso en el camino hacia el gran business, tan tentador como incierto. En la parte posterior de la fonda hay un jardín con unas cuantas mesas para los clientes. Unos niños llevan hacia ellas la única mercancía de la que dispone el tío de Zuhdi: refrescos. La gente puede tomarse aquí un zumo de fruta, una naranjada, una limonada y una Pepsi-Cola. No puede, en cambio, tomarse una Coca-Cola, porque los productos de esta empresa —se dice que dominada por los sionistas— son boicoteados en todos los países árabes. El contrabando de Coca-Cola es tan perseguido como en Europa el de las drogas.

Hay varios árabes sentados en el jardín del tío de Zuhdi, contemplando el valle del Jordán. Son los últimos minutos del día que se acaba. La carretera está tomada por un rebaño de ovejas. Las ovejas se dirigen a un aprisco invisible desde aquí y tras ellas camina su pastor, un hombre alto, ataviado con una vestidura larga, de rostro concentrado y perilla rubia. Semejantes figuras se ven en Europa en los vitrales. Después, montado en un burro, pasa un anciano encorvado, con larga barba blanca. Atada a la silla, lleva una alforja de la que asoman herramientas de carpintero. Viva imagen de San José. Después, tres mujeres que van a buscar agua. Es fácil deducir dónde está el pozo porque junto a él crecen unos oscuros cipreses, altos como las columnas de un templo romano. Las mujeres se cubren con vestimentas negras y largas hasta el suelo. Sobre la cabeza llevan grandes cántaros de barro. Están hablando, pero desde aquí no se oye lo que dicen. Las tres Marías. Ya no hay sol, el sol se halla sobre Jerusalén. Pero el aire está impregnado de luz. La luz emana de las montañas. Las montañas tienen primero el color del cobre, pero luego adquieren el color del oro. El oro las inunda durante unos minutos. Los árabes dejan de hablar, interrumpen sus interminables discusiones. El valle se sume en el silencio. Sólo a lo lejos, en la línea del horizonte, pasan dos aviones en formación: Phantom o Mig. Y después, en un solo instante, de repente todo se apaga, desaparece todo el espectáculo, todo ese pesebre vivo representado en plena naturaleza, y cae la noche, profundamente oscura.

Ahora los niños traen al jardín lámparas de petróleo y el dueño nos invita a una mesa en la que ya están sentados unos amigos suyos. También palestinos. Pasar el tiempo conversando con personas como ellos siempre es un placer, porque los palestinos son un pueblo de inteligencia privilegiada. Todas las civilizaciones de Europa y de Oriente Medio han plantado un árbol en su tierra, y el palestino se ha nutrido de la savia de todos esos árboles. Lo reconoceréis fácilmente entre cualquier grupo enzarzado en una discusión, porque su intervención siempre será brillante y captará vuestro interés, aun cuando no tenga razón. En el mundo hay tres millones de palestinos, pero su peso y su influencia no se pueden medir con números. La mitad apenas subsiste en los míseros campos de refugiados, pero la otra mitad, diseminada por todos los países de Oriente Medio, ocupa en él posiciones importantes. Hay palestinos entre los consejeros de presidentes y de ministros, entre los directores de grandes empresas y al frente de universidades. Pertenecen a la élite intelectual del mundo árabe. Hay entre ellos destacados arquitectos y eminencias médicas, magníficos economistas y ensayistas. El palestino ahorrará hasta la última moneda (siempre y cuando la tenga, por supuesto) para invertirla en la educación de sus hijos. Aspira a saber y a ser alguien. Despojados de su patria y sin un Estado propio, los palestinos luchan por un ascenso individual en aquellos países en los que les ha tocado vivir. Aspiran a ser consejeros sabios, expertos insustituibles, los mejores especialistas en política, en economía, incluso en propaganda.

Se conocen entre ellos, saben dónde están sus congéneres y a qué se dedican. El palestino del Líbano os dará una carta para otro del Kuwait, éste para uno del Yemen, el cual, a su vez, os recomendará a uno de Libia. Y así, siguiendo el rastro palestino, podéis viajar a lo largo y ancho de Oriente Medio, siempre recibidos a cuerpo de rey e informados de la situación en cada país. Es claramente una falacia decir que los palestinos gobiernan los destinos de Oriente Medio, pero también es cierto que yerra todo aquel que subestima su influencia.

Israel habría tenido una vida mucho más fácil si su adversario directo fuera otro. Pero ha topado con los palestinos.

Un hueso duro de roer.

Hay un rasgo que comparten con los demás semitas: la pasión por la discusión, por el debate. La mente del palestino trabaja a una velocidad vertiginosa y sin descanso. Se dice que, en el café, el palestino se dirige al camarero pidiéndole: Un café y alguien con quien departir, por favor. El palestino tiene que tomar la palabra y exponer su punto de vista; si no lo hace, se siente enfermo. Este rasgo subyace en las causas subjetivas de las divisiones en el propio seno del movimiento palestino. Incluso las diferencias de opinión mínimas despiertan las pasiones más ardientes y las luchas más encarnizadas. Entonces, hay que esperar hasta que las cosas se calmen y todos declaren, contentos por un lado y un poco avergonzados por otro, que en realidad no había ningún motivo para pelearse.

En cuanto a las causas objetivas de estas discusiones y divisiones, naturalmente, son muy distintas.

Los palestinos fueron expulsados de su tierra en dos etapas. La primera oleada de éxodo se produjo después de la guerra de 1948-1949. La segunda, después de la invasión israelí de 1967. Dispersados, los árabes palestinos se vieron residiendo en diferentes países. Casi medio millón de ellos vive dentro de las fronteras del Israel anterior a junio de 1967. Alrededor de un millón, en los territorios ocupados por Israel en junio de 1967. Otro medio millón, en otros países árabes (principalmente Jordania). También hay residentes palestinos en Europa y en América.

En todos los éxodos que registra la historia universal actúan mecanismos parecidos. Quien conoce la historia de nuestros numerosos exilios polacos, no tendrá ninguna dificultad en entender la situación de los palestinos. Un grupo de personas empieza a colaborar con la administración del invasor. Por lo general se trata de una parte de la aristocracia y la burguesía, así como de marginados sociales. Pero la inmensa mayoría lucha por la libertad. Los que quieren la libertad invariablemente se dividen en dos bloques: el primero espera conseguirla gracias a las gestiones diplomáticas y a la política de los gobiernos que simpatizan con su causa; el segundo bloque, el rebelde, considera que la libertad no se conquista sino empuñando las armas.

Éstas son las tres orientaciones que coexisten en el seno de todo pueblo sometido, también del palestino. El que haya todo un abanico de organizaciones y partidos políticos palestinos es un hecho de segundo orden, porque, en definitiva, cada uno de ellos acabará formando parte de uno de los tres bloques: el colaboracionista, el diplomático y el rebelde. No hay grupo de desterrados que no se vea sacudido por discusiones interminables. Como escribió Mickiewicz sobre nuestro Gran Exilio en el siglo XIX:

Cuando ya ni en el cielo ven la esperanza,

¿es extraño que vean al mundo con repugnancia,

que, habiendo perdido el juicio tras mucho sufrimiento,

escupan unos a otros y se salten al cuello?

¿Por qué iba a ser diferente entre los palestinos? Aquellos que colaboran con Israel al pedir créditos en los bancos judíos para construirse una casa en Galilea temen que los fedayines los ahorquen de las farolas; los terratenientes palestinos que colaboran con el rey Hussein temen que, si Arafat llega al poder, hará una reforma agraria y distribuirá sus tierras entre los campesinos; los arquitectos palestinos que se han erigido hermosos chalets en Beirut al tiempo que se niegan a contribuir a sufragar el movimiento de liberación saben que su actitud no será olvidada.

Siempre es así. En todas partes es así.

Junto a estas diferenciaciones de clase y de tácticas, existe además una complicación añadida. El mundo árabe, aunque comparte aspiraciones estratégicas, no puede obviar su división en Estados. Y allí donde hay un Estado también están los intereses del mismo, y es sabido que los intereses de uno no necesariamente coinciden con los de otro. Sus políticas pueden ser muy diferentes. Todo esto se ve reflejado en las posturas de los palestinos que viven en diferentes Estados, trabajan para diferentes administraciones y cobran de diferentes gobiernos. El palestino relacionado con el gobierno de Siria será más radical que cualquiera de sus paisanos que esté en la nómina de la corte hachemita, cómo no.

Sin embargo, es un grave error repetir hasta la saciedad que los palestinos están divididos. Al contrario: lo que llama poderosamente la atención y hasta causa asombro es el alto grado de unidad que existe entre ellos. Y el proceso de maduración de esta unidad avanza a pasos agigantados. La suerte compartida por este pueblo expulsado y diseminado ha contribuido a que se estrechen mucho los lazos entre sus miembros, que ahora se buscan y se encuentran a lo largo y ancho del mundo. Y eso que en los años anteriores a Israel no habían tenido ninguna poderosa organización nacional. Los árabes palestinos habían sido gobernados por líderes religiosos de categoría bastante dudosa. El joven movimiento palestino actual tardará todavía en afianzarse. Su objetivo: recuperar la patria y crear un Estado. Pero ¿cómo conseguirlo?

El tío de Zuhdi opina que hay que aceptar el plan de Hussein. ¿Y qué propone Hussein? Todo el mundo lo sabe. Quiere conciliar nuestros intereses con los suyos propios. Estamos hablando de esa parte de Palestina que se extiende por la orilla oeste del Jordán, se llama Cisjordania y fue anexionada a Jordania en 1950 por el rey Abdullah, el abuelo del rey Hussein. En 1967 la ocupó Israel y sigue ocupándola hasta hoy. Los palestinos quieren que Israel les devuelva esta tierra, en la que ellos crearán su Estado. Éstos son los intereses de los palestinos, y Hussein lo sabe. Pero como el mismo pedazo de tierra había pertenecido a Jordania durante más de quince años, Hussein quiere a su vez que vuelva a formar parte de su reino. Su plan sólo pretende resolver esta contradicción. Creamos el Reino Árabe Unido, ha propuesto a los palestinos. Vuestro Estado, que ocupará el territorio de Cisjordania, pasará a formar parte de mi reino unido. Y todos contentos: vosotros, porque por fin tendréis un Estado; y yo, porque volveré a tener Cisjordania dentro de las fronteras jordanas.

—¡Imposible! —protesta Zuhdi—, nunca vamos a consentir que nos gobierne un rey, y encima, amigo de Estados Unidos.

—Desbarras, jovencito —le responde su tío—, Alá te lo perdone. La mitad de nuestros hermanos árabes vive en países gobernados por reyes. Esto en primer lugar. Y en segundo lugar, ¿no entiendes que Israel no se retirará voluntariamente si tiene en perspectiva la vecindad de un Estado gobernado por fedayines? Debes tener los pies en el suelo y la cabeza a la altura de las cabezas pensantes y con sentido común. ¿Te crees que el imperialismo va a hablar contigo? No lo hará. ¿Y con Hussein? Con él sí que hablará. ¿Qué garantías puedes ofrecer tú? Que seguirás luchando por la independencia de Palestina, de toda Palestina. Por eso mismo no quieren oír hablar de ti, ni en Israel, ni en América. Hussein, en cambio, les dará todas las garantías necesarias, les asegurará que habrá paz y tranquilidad y que acabará con los fedayines de una vez para siempre. Tenemos que pensar políticamente, o sea, tomar lo que nos den. Para ellos, el plan de Hussein es una salida ideal. Israel se retirará, con lo cual demostrará al mundo que es un país de paz y que aspira a la concordia. Hussein garantizará tranquilidad en la frontera israelí. Y se proclamará a los cuatro vientos: Los árabes han obtenido lo que querían. ¿Querían volver a las fronteras de 1967? ¡Pues ya han vuelto! ¿Quién está descontento? Los palestinos, porque se les ha reducido el país a la mitad, quizá incluso a una cuarta parte. Sin embargo, a los palestinos no hay quien los contente, nunca lo ha habido, eso en primer lugar; y en el segundo lugar, que a partir de ahora se dirijan a Hussein con sus reivindicaciones. Nosotros hemos cumplido nuestra parte para que haya paz, el resto les corresponde a los árabes. Que se peleen, que se peguen, que hagan lo que quieran, pero que se las arreglen entre ellos.

—Eso es —dice un amigo del tío, un hombre mayor que se apoya en un bastón primorosamente tallado—. Van a crear una situación en que parecerá que todo el mundo quiere la paz, el gobierno de Israel, los gobiernos de todos los países, no sólo los árabes, y que únicamente los palestinos van de un lado para otro pegando tiros y provocando guerras. Van a hacer las cosas de tal manera que los gobiernos árabes nos dejarán de lado, más aún, empezarán a combatirnos incluso. Todos sabemos que, vayan las cosas como vayan, a los palestinos la suerte nos dará la espalda. ¡Alá nos proteja!

—Estoy seguro de que el plan de Hussein se acabará imponiendo, porque lo apoyarán todos los hermanos reyes y no pocos hermanos presidentes —tercia un tercer palestino, un comerciante de Beirut, repanchigado cómodamente detrás de la mesa, como si presidiera una importante reunión—. Nuestros hermanos gobernantes gastan todas las energías en ocuparse de la guerra; ¿quiénes y cuándo se ocuparán de los asuntos internos? Al fin y al cabo, también los hay. Y muchos. Hay que dar de comer a la gente, y vestirla. En ningún momento se puede bajar la guardia vigilando a la oposición. La guerra ahuyenta a los turistas y al capital extranjero. Todo gobierno debe pensar sobre todo en su propio país. Claro que está bien que de vez en cuando se dediquen a los palestinos, pero no se puede exigir que toda la patria árabe desde Rabat hasta Omán se preocupe exclusivamente de si vamos a tener un Estado grande o pequeño, con rey o sin rey. Debemos tenerlo bien presente.

—El mundo árabe no se acaba en los reyes y los presidentes —interviene otro palestino—. Tenemos cien millones de hermanos, quizá más todavía. Ellos están con nosotros y van a ayudarnos. Os daré un ejemplo. Trabajo en los servicios de salud de nuestros campos de refugiados. No tenemos dinero. Los niños enferman a causa de la desnutrición. La ONU da diez centavos por persona y día para la manutención de los palestinos de los campos. Viajé a Kuwait, fui a ver a un jeque y le dije: Hermano, que la senda de tu vida esté siempre alfombrada de rosas. Conoces la suerte que hemos corrido los palestinos y bien sabes que, desde hace años, la nuestra es un vía crucis. Y sabes que en esa senda hay piedras y espinas y que lo único que nos ofrecen es una esponja empapada en vinagre: toma, bebe y atragántate. Caminamos, caemos y nos levantamos. Vagamos por el mundo y llamamos a las más diversas puertas. Y pedimos: permitid que nos quedemos sentados un rato a vuestra mesa. Y decimos: llegará el día en que os invitemos a sentaros a la nuestra. Pero el hombre no puede ser huésped eterno en casa extraña, y nosotros lo entendemos. Necesitamos ayuda. Hermano, le dije al jeque, no te pido una libra, ni siquiera un chelín, te pido un penique. ¿Y qué me decís a esto? El jeque sacó un talonario y firmó un cheque por cien mil dólares. Ellos son así de ricos. Para él cien mil dólares es lo mismo que para mí un penique.

—Una prueba perfecta de que nuestras posibilidades son infinitas —resume el palestino de hermosa cabeza romana que esa misma tarde acaba de llegar de Jerusalén—. Los árabes van a tener cada vez más dinero. Dentro de cinco o diez años, una tercera parte del dinero que corre por el mundo se hallará en nuestros bolsillos. Ahora mismo a los occidentales se les pone el pelo blanco cuando se paran a pensar en ello. Ya lo veréis. ¿Cuánto dinero podrán reunir para Israel los judíos norteamericanos? A lo sumo cien millones de dólares en un año. Entonces, nuestros hermanos del Golfo darán doscientos millones para la causa palestina. ¿Cuánto dinero puede destinar a Israel Norteamérica? Como mucho, mil millones al año. Entonces, nuestros hermanos del Golfo destinarán dos mil millones, incluso cinco mil, a la causa palestina. O bien, dentro de unos años, diremos: Bloquearemos cien mil millones de dólares si Occidente sigue ayudando a Israel. ¿Os dais cuenta de lo que significa bloquear cien mil millones de dólares? Eso significa provocar una crisis mundial. ¿Y cuánto tiempo se puede mantener Israel sin ayuda externa? Una semana, a lo sumo un mes. Por eso debemos ser pacientes, tenemos que echarnos cubos de agua fría sobre nuestras calientes cabezas.

»Puede haber una guerra más, tal vez dos, pero ya no se puede seguir por esa senda. Ninguna guerra soluciona nada, el camino de la guerra lleva a un callejón sin salida que acaba en un muro de lamentaciones. Sé de lo que hablo porque vivo en Jerusalén y lo veo todo. Allí hay crisis. Mucha gente se va, los nuevos no llegan. La vida en Israel es peligrosa; nunca se sabe cuándo entrará una granada por la ventana o qué lleva en el bolsillo aquel árabe que cruza la calle.

»Debemos tener un objetivo claro y decir igual de claro qué es lo que queremos. Debemos evocar nuestra historia. Desde que el mundo es mundo, judíos y árabes han vivido juntos. Quien sostenga lo contrario, miente; es un ignorante y un hombre de mala voluntad. Basta con leer a nuestros cronistas. Allí donde los árabes emprendían una expedición, los judíos iban con ellos. Los árabes conquistaban tierras que luego florecían gracias al comercio judío. Y eran los judíos los que organizaban suministros para los ejércitos árabes. La inquisición y los pogromos fueron inventados en Europa. La historia de Oriente Medio desconoce la mera noción de pogromo. Los hornos crematorios se construyeron en Europa, no en Oriente Medio. ¿Por qué nosotros, los árabes, debemos pagar los platos rotos de la historia europea? No veo a nadie dispuesto a responder a esta pregunta.

»En Jerusalén, tengo por vecino a un judío de Damasco. El tiene a su Dios, yo tengo al mío. Y está bien, es un asunto privado de cada cual. En el piso superior, empero, vive un judío de Londres, un empleado de banca. ¿Qué tienen que ver el uno con el otro? Mi vecino sólo habla árabe mientras que el empleado bancario no sabe de árabe ni una sola palabra. Mi vecino no logra aprender hebreo, pues es una lengua muy difícil. El satírico israelí Kishon escribió con mucha gracia que el judío que llega a Israel, después de cuatro años de estudiar hebreo, ha aprendido lo suficiente como para preguntar a alguien en la calle: Perdone, señor, ¿podría decirme —pero en inglés, por favor— qué hora es? De modo que mi vecino habla en árabe, vive como un árabe y tiene el aspecto de un árabe. En Damasco fue un respetado comerciante, mientras que en Jerusalén es un ciudadano de segunda categoría, un despreciado sabatario al que el empleado londinense mira con superioridad y disgusto. Mi vecino y yo tenemos muchos temas en común porque hemos nacido y nos hemos criado en la misma tierra, y cuando vuelvo de Siria, siempre me pregunta por las novedades de Damasco. ¿Qué le importa Damasco al empleado de Londres? Para él sólo es una más de las sucias ciudades árabes. ¡Londres, eso sí que es una ciudad! Mi vecino fríe carne de cordero y yo frío carne de cordero, cosa que enfurece al empleado bancario, porque, según él, la carne de cordero apesta, a él sólo le gustan sus eggs and bacon y su afternoon tea. Mírelo, no soporta el olor de la carne de cordero, le digo a mi vecino, quien asiente con la cabeza; él entiende lo que quiero decir.

«Presentemos al mundo nuestro programa. Digamos alto y claro lo que queremos. Nuestro objetivo se centra en la creación de un Estado democrático palestino en el cual convivan en paz dos naciones. Cada ciudadano, el árabe y el judío, tendrá un voto. Si un judío resulta elegido presidente, lo será. Si lo resulta un árabe, lo será el árabe. La cuestión de la religión será asunto privado de cada individuo. Mantendremos relaciones de amistad con todos los países del mundo. Los judíos son parte de nuestra historia y sólo un loco puede hablar de arrojarlos al mar, frase que el sionista utilizará enseguida para gritarla a los cuatro vientos. Tenemos que definir con claridad a nuestro enemigo: el aparato del Estado sionista, mantenido por el imperialismo.

—No será fácil —dice el comerciante de Beirut—, porque el mundo funciona moviéndose en las categorías de los países ya existentes, tal como son aquí y ahora. Sólo podemos reivindicar la devolución de los territorios ocupados por Israel. En esta cuestión contamos con el apoyo del mundo entero; aunque lo hagamos arma en mano, nadie pondrá en tela de juicio nuestras razones. Y entonces, en esos territorios, ya abandonados, crearemos nuestro Estado árabe de Palestina.

—El problema —tercia el recién llegado de Jerusalén— radica en que ese Estado será muy pequeño y pobre. Si a él se trasladan todos los palestinos, nos asfixiaremos o nos moriremos de hambre. No habrá más remedio que vivir gracias a la ayuda extranjera. Sólo que entonces se abrirá un campo de batalla por las influencias. El país tendrá que aceptar la ayuda, y el que la dé querrá gobernar.

—Israel no consentirá semejante Estado, porque nuestro gobierno sería de izquierdas, y para ellos es inconcebible —observa el palestino mayor, el que se apoya en un bastón primorosamente tallado.

—Yo lo veo así —replica el comerciante de Beirut—: Estados Unidos puede pensar que un país así lo va a financiar su buen amigo el rey Faisal. Como guardián de los lugares santos del islam, Faisal tiene derecho a ejercer sus influencias tanto en Palestina como en Jerusalén. Ya les ha dicho a los americanos que todavía les concederá un poco de tiempo para que obliguen a Israel a retirarse, pero que ese tiempo se va acortando, porque él ya es viejo y está enfermo, y que antes de morir le gustaría decir sus oraciones en la sagrada mezquita de Al-Aqsa de Jerusalén. Y si no se lo permiten, les cerrará el grifo del petróleo.

—Amenazas como ésta no sirven para nada —disiente Zuhdi—. Tenemos que luchar y punto.

—Escucha a las gentes sabias, jovencito —le dice el tío—, porque por su boca habla la experiencia de la humanidad. Tenemos que aceptar lo que nos dan. O, dicho de otra forma: Si no puedes conseguirlo todo, no lo rechaces todo.

—Sí —zanja la cuestión Zuhdi—, sólo que de momento no dan nada.

Todos se muestran de acuerdo en que allí precisamente radica el problema.

En efecto, los palestinos todavía no han recibido nada. Llevan años oyendo bienintencionadas declaraciones y promesas. Ya las tienen todas, pero siguen sin tener una tierra y una casa.

Llega la hora del rezo. Los lánguidos y melodiosos llamamientos del almuédano dirigen nuestros pensamientos hacia el cielo. Es penetrante la mirada de Alá, que lo ve todo. Y nos enseña el gran arte de la espera. «Hay un tiempo para cada cosa, y cada cosa tiene su tiempo», dijo el Predicador.

Es noche cerrada, no se ve el valle ni las montañas. Sólo a lo lejos, muy lejos, al oeste, un resplandor eléctrico apunta al cielo. Encima de ese resplandor, en lo alto, muy alto, está la luna, y debajo de él, Jerusalén.