EL HOMBRE TEME A OTRO HOMBRE
Los diez millones de habitantes de la isla de Santo Domingo pertenecen a las comunidades más desdichadas de la tierra. La superficie de la isla es compartida por dos Estados: la República Dominicana y la República de Haití. En ambos países gobiernan brutales y lóbregas dictaduras que se mantienen en el poder porque:
— el noventa por ciento de la población vive en la más absoluta miseria e ignorancia; constituye una masa semiesclava y semifeudal que, si bien esporádicamente se muestra capaz de rebelarse, no lo es, o, más bien, carece de condiciones para llevar una lucha política consecuente;
— toda oposición, mejor o peor organizada, procedente del flanco izquierdo es sistemáticamente eliminada por el régimen mediante asesinatos políticos (la única salvación es el exilio, así que se puede decir, sin caer en la exageración, que casi toda la verdadera oposición al régimen de Haití se halla fuera del país);
— en el momento en que la dictadura se ve amenazada y se abre la perspectiva de la aparición de un gobierno democrático —o pura y simplemente humano—, entonces reacciona Washington, empieza la intervención de los Estados Unidos, entran en acción los marines y restablecen su orden. Así, Haití permaneció bajo la ocupación estadounidense durante casi dos décadas (entre 1915 y 1934), y la República Dominicana, primero durante seis años (1916-1924) y después, a partir de 1965.
Y todo porque, en la estrategia diseñada por el Pentágono, Santo Domingo constituye la puerta al Caribe, que dicho Pentágono considera un lago interior de los Estados Unidos. Según esta estrategia, Cuba no es sino un enclave comunista incrustado en el territorio de Estados Unidos.
Otro rasgo de la historia de la República Dominicana es el hecho de que pocos de sus presidentes hayan muerto de muerte natural.
Ulises Heureaux, asesinado en 1899.
Ramón Cáceres, asesinado en 1911.
Leónidas Trujillo, asesinado en 1961.
Algunos más, no tan conocidos, también acabaron así. Durante su mandato, lo que intenta hacer el presidente —antes de morir él mismo de un balazo en un atentado— es mandar a la tumba a tantos adversarios como pueda; cuantos más, mejor, que el tiempo apremia. Se calcula que el presidente Duvalier ha enviado a la muerte a veinte mil personas. Se barajan cifras aproximadas, pues nadie es capaz de establecer el número exacto de sus víctimas. A Duvalier tampoco le fue a la zaga, en sus tiempos, su vecino, el presidente de la República Dominicana, Leónidas Trujillo. Trujillo se distinguía por su costumbre de perseguir a sus enemigos por todo el mundo. Con este propósito, empleó a mucha gente. Su jefe de policía, el general Arturo Espaillat, cuenta en su libro Trujillo, anatomía de un dictador cómo él recorría el mundo, disfrazado ya de campesino, ya de cura, y asesinaba a los enemigos del presidente. «Un día», recuerda, «supimos que un comunista guatemalteco apellidado José Pérez estaba involucrado en un complot contra Trujillo. Después de investigar el asunto, resultó que en el partido comunista de Guatemala había no uno, sino tres militantes con el mismo nombre. ¿Cuál de ellos estaba involucrado? ¿A cuál teníamos que matar? El problema fue resuelto de la manera más sencilla: eliminando a los tres. Se puede decir que este incidente, por lo demás sin importancia, ilustra la esencia de la política de la jungla que se practica en América Latina.»
Poco después de escribir este libro, fue asesinado el propio Espaillat, en Ottawa (en septiembre de 1967).
Desde entonces las cosas no han cambiado mucho. En México hablé con un joven dominicano, Maximiliano Gómez. En su país, Gómez había sido miembro activo de la oposición. Fue liberado de la cárcel a cambio del agregado militar de Estados Unidos, secuestrado por la guerrilla. Primero se exilió a México, aunque luego decidió volar rumbo a Europa, porque quería, me dijo, «volver de algún modo a mi país y seguir luchando». No le han concedido mucho tiempo de vida: acabo de leer en un periódico que lo han encontrado en un hotel de Bruselas con una bala en la cabeza.
Cuando la prensa mexicana aborda temas dominicanos, los titulares suelen ser como éstos: «Fluye oleada de sangre por República Dominicana» (El Día, 18 de abril de 1971), o «La muerte reina en República Dominicana» (Excélsior, 11 de julio de 1971). Pero nadie reacciona ante semejantes noticias, mucha gente ni siquiera las lee.
—La muerte ya no es noticia —me comenta, preocupado, un colega del vespertino Ovaciones, diario que durante años tenía garantizadas grandes tiradas gracias a las mejores descripciones de la muerte que se podían encontrar en la prensa mexicana. Y añade—: Hoy vende más la explosión demográfica.
Resulta que a la gente no le preocupa ahora que en alguna parte maten a sus semejantes, sino que allí donde vive los semejantes sean demasiados y que, a causa de ello, los del lugar no puedan encontrar trabajo, ni plaza para sus hijos en la escuela, ni cama en el hospital, y que, finalmente, acaben asfixiándose en la calle en medio de la multitud.
Cada hora nacen en el mundo ocho millones y medio de personas. Cada año la población del mundo aumenta en setenta y cuatro millones de habitantes. Son datos del boletín de julio de la Oficina de Estadística Demográfica (Washington, 1971). Ahora somos tres mil setecientos millones; dentro de quince años seremos cinco mil millones o tal vez incluso más. Ovaciones opina que, para los tiempos que corren, se trata de una noticia que produce escalofríos, así que la publica en portada, impresa en letras gigantes.
Y la gente compra su periódico.
Demasiados deseosos de sentarse a comer, demasiados deseosos de estudiar en la universidad, demasiados deseosos de tomar el poder, demasiados deseosos de vivir.
El hombre teme hoy a otro hombre, no ya porque el otro pueda matarlo, sino, mucho más a menudo y de forma mucho más extendida, porque ese otro ocupe su lugar.
El concentrado miedo a la muerte ha sido sustituido por un diluido miedo a falta de lugar.
«La oleada de sangre en la República Dominicana», escribe el Excélsior, «que empezó en 1965 con la intervención de los Estados Unidos, arrastra una media de dos asesinados diarios.» Cada día se encontraba a dos víctimas del régimen del presidente Balaguer, ya en la calle, ya en algún descampado, ya en una cuneta. Quien ha estado en Santo Domingo sabe cuán a menudo el tableteo de la ametralladora despierta a la gente en plena noche. Pero a veces no se oye nada. Ha desaparecido alguien, ya no volverá.
—Trabajamos sin descanso para acabar con los terroristas —dijo el jefe de la policía dominicana, general Enrique Pérez y Pérez. Así llamó a esos dos asesinados diarios.
A la pregunta de si no se podía detener esa máquina de la muerte, el general respondió que no. «No se puede», declaró Pérez y Pérez, «porque, para tener en un puño a los terroristas, me vería obligado a colocar un policía en cada familia y una patrulla en cada esquina, cosa que no nos podemos permitir» (El Día, 12 de julio de 1965).
Una lógica aplastante.
Simplemente, la situación es la que es, y el régimen seguirá matando a dos personas al día, y si es necesario, asesinará a más.
Tanto el general como el presidente han pasado por la escuela de Leónidas Trujillo. Espaillat recuerda cómo, en 1958, el entonces dictador de Venezuela, el general Pérez Jiménez, aterrizó en Santo Domingo, porque unas horas antes se había producido en Caracas un golpe de Estado y Pérez Jiménez había perdido el poder. «Trujillo estaba furioso», relata Espaillat, «porque opinaba que Pérez Jiménez debía defenderse en lugar de soltar el poder tan fácilmente. A lo que el venezolano le contestó que quería evitar un baño de sangre. “¿¡Qué clase de dictador eres —le gritó Trujillo— si no disparas sobre la gente!?” A lo que», prosigue Espaillat, «Pérez Jiménez le contestó que del cometido de disparar sobre la gente siempre se había ocupado su jefe de seguridad, Pedro Estrada. Lo que mejor ilustra las relaciones entre Pérez Jiménez y su sanguinario sicario Pedro Estrada es el siguiente chiste venezolano: “En el infierno se encuentran Pérez Jiménez y un dictador anterior de Venezuela, Vicente Gómez. Como castigo por sus pecados, Gómez está sumergido en la mierda hasta el cuello. Pérez Jiménez también está sumergido en la mierda, pero sólo hasta la cintura. ¿Cómo es eso? —se sorprende un visitante—. ¡Pérez Jiménez era tan nefasto como lo había sido Gómez! Cierto —le responde el diablo—, sólo que Pérez Jiménez ya está subido a los hombros de Pedro Estrada.” En aquella ocasión se presentaron en Santo Domingo juntos. Cuando estuve bebiendo copas con él en el Hotel Embajador», continúa Espaillat, «Estrada empezó a quejarse de Jiménez. “Jiménez se ha llevado millones, millones de dólares —dijo con envidia en la voz—, yo, en cambio, estoy condenado a la miseria.” “De acuerdo —le respondí—, pero no me digas que no te hayas llevado nada.” “Algo me he llevado —confirmó Estrada, mustio—, pero nada más que diez millones de dólares.”»
¿Es posible calcular cuánto dinero tenían individuos como Pérez Jiménez, Leónidas Trujillo y François Duvalier? Tenían todo el que quisieran. Cada uno de ellos gobernó su país como si se tratase de su finca privada. El tesoro del Estado era su propiedad. El país entero era su propiedad.
Tal vez François Duvalier, ya viejo y enfermo, no necesitara mucho dinero. Se afirma que tenía en los bancos suizos varios millones de dólares, pero que no los gastaba porque no tenía en qué. Hasta el final de su vida no deseó más que el poder. En 1964 se nombró presidente vitalicio. Disfrutó de este título seis años más. Murió el 21 de abril de 1971. Muchos opinan que murió antes, mucho antes de esta fecha, anunciada como la oficial. Allí, la gente no se cree ninguna noticia que ataña a la política, y en este caso, se trataba de una muerte política. Junto con el dictador habría podido desaparecer todo el siniestro sistema de terror que él tan trabajosamente había creado.
Pero el sistema no ha desaparecido. El nuevo presidente vitalicio de Haití es el hijo de Duvalier, Jean-Claude, un tierno retoñito de veintiún años y ciento cuarenta kilos al que le cuesta andar, lo mismo que pensar.
El terror sigue campando a sus anchas, desbocado. México recibe nuevas partidas de exiliados que huyen de Haití.