CAÍN Y ABEL

Hay hermanos árabes que de buena gana nos pondrían la zancadilla, dijo Zuhdi, un palestino con el que me había dado un chapuzón en el Jordán. El baño me había resultado de lo más agradable, porque proporcionaba el anhelado frescor y, también, porque en todo momento tenía muy presente aquello de la indulgencia eterna para todo aquel que se sumergiese en las aguas del Jordán.

Sin embargo, no resulta nada fácil sumergirse en aquellas aguas, pues, más que río, el Jordán es un riachuelo. De cauce estrecho y caudal escaso, en el punto más profundo sólo cubre hasta la cintura. Fluye a la sombra de tupidos y frondosos arbustos que crecen a ambas orillas. En aquel clima, el agua y la sombra son los tesoros más preciados.

Alrededor de nosotros se extendía un mundo muerto, aplastado por el calor. Sin rastro de vida humana, sin una sola voz que llegase desde parte alguna. En una orilla, en una tienda de campaña, dormían los centinelas del puesto israelí, y en la otra orilla, en un barracón, dormían los centinelas del puesto jordano. Los dos ejércitos estaban sumidos en un sueño pesado, plúmbeo, que, sin embargo, proporcionaba cierto alivio en las horas del calor más abrasador.

A Zuhdi le gusta mucho que nuestra religión dispense indulgencia eterna por un baño en el Jordán. Aunque la mentalidad árabe está impregnada de religión hasta la médula, su práctica de la fe, por regla general, no adquiere el carácter ni de chovinismo, ni de beatería. Sólo los wahhabíes de Arabia Saudí son fundamentalistas, y lo son porque se autoinculcaron un sentido de misión. El wahhabí cree que él, y nadie más que él, vela por la pureza del islam. Tiene prohibido fumar, tomar alcohol y café. La mujer no puede conducir un coche ni viajar sola en un taxi. En las universidades saudíes, las clases se desarrollan del siguiente modo: en el aula sólo hay estudiantes varones, mientras las muchachas siguen la clase por el circuito cerrado de televisión, encerradas en unas residencias rodeadas por altas tapias, porque, en la interpretación wahhabí, el Corán prohíbe que chicos y chicas permanezcan juntos. De esta manera, los más modernos avances de la técnica han sido puestos al servicio de unas costumbres milenarias.

El sentido de misión y el chovinismo siempre van unidos. Los ejemplos aleccionadores abundan, se podrían aducir hasta el infinito. El hombre con sentido de misión no sólo resulta agobiante para los que lo rodean, sino que puede llegar a ser peligroso. Más vale no compartir frontera con una nación convencida de que cumple una misión. El mundo sería muy diferente si se pudiera decir a cada cual: ¡Sálvate por tu cuenta, a la medida de tus deseos y posibilidades!

Se puede decir que un árabe medio no exige que todo el mundo crea en Alá, pero le gusta, sin embargo, que la gente, toda la gente, crea en alguien. Discutir con un árabe sobre religión es un despropósito. Su filosofía parte del principio de que sin fe no hay vida, y punto. Decirle: no creo, en el mejor de los casos equivale a cometer un muy desafortunado desliz y mostrar falta de modales. Haciendo gala de su buena educación, quedará con nosotros para un próximo encuentro, pero no se presentará. En cierta ocasión fui testigo de cómo uno de nuestros expertos, ingeniero él, dijo a un grupo de árabes, sencillos campesinos ellos, que no creía. No sabían cómo reaccionar, ¿¡qué cara debían poner ante tamaña rareza!? Se pusieron a comentarla. Estaban allí de pie, tristes e impotentes, suspirando y sacudiendo la cabeza. Al final se marcharon cada uno por su lado, en silencio, analizando en sus adentros tan insólito caso.

Aunque el Corán impone cinco oraciones al día, no por eso el árabe tiene que acudir a la mezquita. Sus templos suelen registrar una afluencia más bien escasa, pese a que son lugares muy agradables. En primer lugar porque son frescos. Uno puede sentarse en un rincón sombreado para descansar un rato. Puede refrescarse la cara y los pies. Puede apaciguar la sed. Por supuesto, es el lugar donde rendimos homenaje al Todopoderoso, pero después hay ocasión para hablar de la gran política, chismorreando sobre los líderes. Cómo reaccionará Al-Asad, qué dirá As-Sadat. Nunca se sabe lo que dirá Al-Gaddafi. Una pregunta difícil: cuánto tiempo se mantendrá Al-Nimeiri. Hay opiniones para todos los gustos. Nadie conoce ese nuevo Yemen. ¿Quién es? ¿Qué piensa? ¿Qué planes tiene? Hay que esperar. ¿Habrá paz o no habrá paz? No podemos dejar de discutirnos, porque así es nuestra naturaleza. Bueno sería saber cuánto dinero nos van a dar nuestros hermanos del Golfo. Podrían dividirlo entre todos, por una sola vez sabría uno lo que es vida.

En la mezquita se puede hablar en voz alta e incluso contar chistes. Si alguien empieza a susurrar quiere decir que habla de un tema político y que lo hace desde posiciones oposicionistas, y es bien sabido que la policía tiene el oído muy fino. Después, habrá que perder media vida para volver a quedar limpio. O perderla sin más: a veces se dan casos. Incluso aquí, aunque nos encontramos en medio de un vacío pétreo y cenizo, Zuhdi prefiere no levantar la voz.

En su opinión, son los jordanos los que les quieren poner la zancadilla.

Los palestinos se han visto atrapados entre dos fuegos; por un lado, Israel, y por el otro, las aspiraciones del rey de Jordania, Hussein. Parte de los palestinos abatidos a tiros en los últimos años fue víctima de una bala israelí, pero la otra parte lo fue de balas jordanas. He aquí cómo los hermanos árabes son capaces de lanzarse al cuello de otros árabes. Nuestra sangre hierve deprisa y en nuestras filas siempre se encontrará un Caín dispuesto, sin pensárselo dos veces, a mandar a Abel al otro mundo.

Al oeste de Palestina está el Mediterráneo y al este se extiende el desierto. Es el mismo desierto que cubre toda Arabia, país de nómadas y de ciudades sagradas, el corazón del islam. El árabe palestino y el árabe del desierto son del todo diferentes. Palestina es un territorio abierto desde hace milenios; han pasado por allí todas las civilizaciones y culturas. Por eso la manera de pensar del palestino también es abierta, democrática y republicana. Arabia, por el contrario, es un territorio cerrado, separado del mundo durante siglos por sus grandes desiertos. Por eso la manera de pensar del árabe del desierto es conservadora y feudal. El palestino jamás aceptará el poder real, mientras que el árabe del desierto no concibe la vida sin un rey. La población de Palestina en su mayoría se compone de campesinos, mientras que las gentes del desierto son nómadas, beduinos.

La historia da fe de que entre las tribus que vivían del cultivo de sus tierras y las tribus nómadas siempre ha habido conflictos. Los nómadas atacaban a los campesinos, robándoles las cosechas y el ganado. Los campesinos, para salvar la aldea, pagaban a los beduinos un impuesto llamado jawah. La aldea que había satisfecho el importe del impuesto a «su» tribu beduina se libraba de sus ataques. Pero bien podía suceder que la atacase otra tribu. Y vuelta a pagar. Impuestos y más impuestos, desde tiempos inmemoriales. ¿Y de dónde iban a sacar tanto dinero cuando al propio campesino ya no le quedaba nada para llevarse a la boca? Pero a los beduinos esto no les importaba: ¡A aflojar la bolsa, que si no, os lo quitaremos todo!

A Zuhdi no le caen bien los beduinos. Como todo árabe sedentario, los considera gente ociosa y pendenciera, además de oscurantista. Pero también los beduinos desprecian a Zuhdi. Tienen su pundonor, orgullo y un sentido de superioridad frente al árabe que se pasa el día escarbando en la tierra con una azada o gastando tinta en una oficina.

Allí donde se encuentran el desierto y la Palestina fértil, después de la Primera Guerra Mundial surgió Jordania. El Estado, que hasta 1950 se había llamado Transjordania, fue obra de los ingleses (Winston Churchill, a la sazón ministro para las colonias: «He creado Transjordania de un solo trazo de lápiz sobre el mapa, una tarde de domingo en El Cairo»). Sólo un pequeño pedazo del territorio que constituye Palestina pasó a formar parte de Transjordania: la orilla este del Valle del Jordán. Las tres terceras partes del nuevo país las cubría el desierto, habitado por medio millón de beduinos.

Transjordania era un regalo británico para el aliado más fiel de Inglaterra en Oriente Medio, Abdullah, hijo del emir de La Meca y descendiente de la dinastía hachemita, fundada por el profeta Mahoma.

El poder de Abdullah se sostenía en dos pilares. El primero: el apoyo británico. El segundo: el apoyo de los beduinos. En los mismos pilares se apoya hoy el poder de Hussein, con la diferencia de que los ingleses se han visto sustituidos por los norteamericanos.

Abdullah creó con los beduinos un poderoso ejército, armado y comandado por los ingleses. Dicho ejército, que durante largos años se llamó Legión Árabe, siempre fue objeto de orgullo de los hachemitas y fuente de su poderío.

Se puede decir que el ejército es la principal industria de Jordania, que, por lo demás, es un país pequeño y pobre. La manutención del ejército se lleva casi la mitad del gasto gubernamental y la importación de armamento constituye una de las principales posiciones de su comercio exterior.

El jordano es uno de los ejércitos más poderosos del mundo árabe, aunque la población del país es de apenas un millón setecientos mil habitantes. El millón son palestinos y los setecientos mil restantes, beduinos y sus congéneres, que constituyen el sostén del poder real.

Ahora Zuhdi lleva a cabo el siguiente cálculo: de esos setecientos mil beduinos (y congéneres) que constituyen la base social de la monarquía, más de setenta mil sirven en el ejército y veinte mil en la administración. Teniendo en cuenta que la familia árabe es numerosa y que, por lo tanto, esas setecientas mil personas forman menos de cien mil familias, obtenemos una información muy importante: casi todas las familias pertenecientes a las tribus que apoyan al rey tienen a algún miembro en el ejército o en la administración, o sea, se ganan la vida cobrando de las fuerzas armadas o del gobierno. Es un poderoso sistema de dependencia mutua: la monarquía se mantiene gracias al apoyo de las tribus, y las tribus se mantienen (nada mal) gracias a la monarquía.

La corte construye cuarteles, los cuarteles defienden a la corte.

Volvamos a Abdullah. Cuando por primera vez entraba en Ammán, al frente de sus nómadas, para tomar el poder de Transjordania, los habitantes de la ciudad, que no soportaban a los beduinos, le lanzaron huevos y tomates podridos. El emir vivió varios años en una tienda de pastor plantada en una de las colinas que rodean la capital transjordana. Muerto de aburrimiento, pasaba días enteros jugando al ajedrez. Era de estatura baja y de complexión débil, frágil. Solía jugar sus partidas con el comandante en jefe de la Legión Árabe, el general británico Glubb «Pachá». Iban juntos a todas partes, siempre —como manda la costumbre árabe— cogidos de la mano.

En cierta ocasión lo llevaron al cine. Allí, en la pantalla de aquel cine de Jerusalén, por primera vez vio a muchachas europeas ligeras de ropa. Al verlas exclamó:

—¡Alá es grande!

Las ambiciones políticas de Abdullah eran enormes. Soñaba con crear la Gran Siria y convertirse en su rey. Iban a formar el nuevo país Transjordania, Palestina, el Líbano, Siria e incluso Irak. Iba a ser un gran reino, desde el Mediterráneo hasta el Golfo, la frontera norte de la patria árabe. Sólo que los países que se habían unido en el gran sueño de Abdullah se negaron a someterse a él en la realidad.

La única oportunidad de ampliar las fronteras se presentó en 1947, cuando la ONU decretó la división de Palestina en dos Estados: el árabe y el judío. Abdullah fue el único entre los mandatarios árabes que apoyó el principio de la división, porque se había forjado la idea de que aquella parte que debía corresponder al Estado árabe sencillamente la anexionaría a Transjordania.

Semejante plan satisfacía tanto a los políticos de Israel, con los que Abdullah mantenía buenas relaciones, como a los ingleses, a los que era fiel.

Los detalles de la división de Palestina los discutió Abdullah con Golda Meir, que había llegado a Ammán tapada, metida en un traje de mujer árabe confeccionado para la ocasión por un sastre oriundo del Otwock de las afueras de Varsovia.

Tres fueron las personas que llevaron a cabo la división de Palestina: Golda Meir, Abdullah y el ministro de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin.

En 1948, coincidiendo con la creación del Estado de Israel y el estallido de la guerra árabe-israelí, el ejército de Abdullah entró en Palestina y ocupó la orilla oeste del Jordán (también llamada Cisjordania).

Abdullah anexionó Cisjordania a Transjordania y llamó Jordania al país que se hallaba en las nuevas fronteras. Poco después, en julio de 1951, murió en un atentado en Jerusalén, cuando se dirigía a la mezquita en la que tenía previsto decir sus oraciones del viernes. Abandonó este mundo a los sesenta y tres años, la mitad de los cuales la había pasado en el trono.

Para ocupar su lugar, deprisa y corriendo se designó a su hijo Talal. Pero éste, aquejado de una enfermedad mental, no duró más que unos meses. Cedió el trono a su hijo Hussein, que ostentó el título de rey desde 1953, año en que cumplió los dieciocho años.

Hussein sigue siendo el rey de Jordania hasta hoy [1974]. Es el monarca y el jefe de Estado de todo el mundo árabe que más tiempo ha permanecido en el poder. Ha sobrevivido a una veintena de atentados. Siempre ha salido indemne, algunas veces gracias a una suerte increíble.

Después de la anexión de la parte occidental de Palestina, en Jordania se creó una situación muy compleja: el número de habitantes del país se había triplicado, con la particularidad de que casi las tres cuartas partes de la población estaba constituida por palestinos. Pese a esa superioridad, no tenían poder. Ellos, que siempre habían sido antimonárquicos y enemigos acérrimos de Inglaterra, a la que culpaban de facilitar la creación de Israel, se convirtieron en súbditos de una monarquía amiga de Londres. De semejante coyuntura no podía salir nada bueno. Pero como cada cual vivía en su propia casa (los palestinos en Palestina oriental, y los beduinos en el desierto), en el reino imperaba la paz.

Todo cambió en 1967.

Hussein perdió la Palestina oriental. De los territorios perdidos, seiscientos mil palestinos huyeron a Jordania. La pequeña, pobre y desértica Jordania se vio desbordada de gente de la noche al día. La mitad de la población dormía a la intemperie. Faltaba comida. Antes, el territorio palestino proporcionaba a Jordania las tres cuartas partes de su producción agrícola. Empezó el hambre. Bajo la presión de la gran oleada de refugiados, se tambaleó el Estado y con él, la monarquía. Pero como el ejército estaba del lado del rey, Hussein conservó el poder. Y la fuerza del ejército aumentó.

Sin embargo, al mismo tiempo empezó a formarse en Jordania un segundo ejército, palestino: el de los fedayines. Después de la derrota de 1967, los palestinos llegaron a la conclusión de que los ejércitos regulares de los países árabes no eran capaces de hacer frente a las fuerzas armadas israelíes. De modo que decidieron crear un ejército popular rebelde y lanzarse a la recuperación de Palestina.

Así, en el territorio de un país había dos ejércitos: el palestino y el jordano. Ninguno de los dos estaba contento con ello. Los fedayines empezaron por su cuenta una guerra contra Israel, a lo que se oponían los jordanos, que deseaban una frontera sin sobresaltos. Y además porque temían que en un determinado momento los fusiles con el punto de mira en Israel se dirigirían hacia Hussein y que los palestinos revolucionarios, que ahora constituían dos terceras partes de la población, derrotarían a los conservadores beduinos y derrocarían la monarquía.

Tanto Abdullah como su nieto Hussein habían soñado con anexionar Palestina al reino de Jordania y he aquí que de pronto emergía otra posibilidad muy diferente: que un día el reino de Jordania fuese anexionado a una Palestina gobernada por los fedayines.

Ante tan triste perspectiva, Hussein tuvo que actuar. Contaba con el apoyo no sólo de los beduinos, sino también con el de los Estados Unidos. En septiembre de 1970, aquel célebre Septiembre Negro, el ejército jordano declaró la guerra a los fedayines. Fue una guerra cruel, sangrienta. No hay acuerdo en cuanto al número de víctimas: se barajan cifras de diez, veinte y treinta mil muertos. En Oriente Medio los números no aportan ninguna información, sino que sirven para fines propagandísticos, por lo que nunca son fiables.

Desde la orilla del Jordán, los oficiales israelíes contemplaban cómo los árabes se desangraban. La escena conmocionó tanto a Nasser que llamó a la guerra jordana «la mayor ignominia de los árabes». Hay quien afirma que Nasser la pagó con su propia vida: agotado y lleno de aflicción, le falló el corazón mientras intentaba una reconciliación entre los dos bandos que luchaban en Jordania.

Una semana antes del estallido de la guerra, Hussein le dijo que «estrangularía el movimiento palestino en pocas horas». «Sí», le contestó Nasser, «pero a un precio demasiado alto. ¿Cómo vas a poder gobernar el país después de una guerra civil que costará veinte o treinta mil vidas? ¡Gobernarás un reino poblado de espíritus!»

Pero se equivocaba. Hussein libró su guerra y conservó el trono. Una parte del ejército de los fedayines resistió durante unos meses todavía. Fueron rematados en verano del año siguiente. Unos murieron en campos de batalla, otros a causa de las torturas.

El reino quedó envuelto en el silencio.

En el silencio se secó la sangre árabe.

—¿Quién ha ganado esta guerra? —decía el Observer—: Israel.

Israel ganó la guerra con manos árabes.

Hussein y los fedayines nunca han podido entenderse. Ni antes ni después del Septiembre Negro. Sus intereses son diametralmente opuestos. Los palestinos quieren crear en Palestina su propio Estado, mientras que Hussein quiere anexionarla (por supuesto, no toda) a Jordania, porque sin Palestina y sin los palestinos Jordania pierde su peso político, se convierte en un reino pequeño, desértico y pobre, sin riquezas naturales y sin industria, escasamente poblado, sin perspectivas de futuro y mantenido por el capital extranjero.

He aquí por qué el movimiento palestino constituye un obstáculo en el camino de Hussein y Hussein en el camino del movimiento palestino.

Zuhdi, que es un antimonárquico acérrimo y que usa la imprudente terminología de Gaddafi, llama al rey Hussein «agente del imperialismo». Le digo que a mí me convence más otra teoría, la de la coincidencia entre los intereses más profundos y vitales del imperialismo y los de la monarquía hachemita. Porque el agente, tal como lo entiende Zuhdi, es alguien que actúa cumpliendo órdenes de una potencia extranjera y desempeña tareas por las que le pagan. Pero si, por alguna razón, mañana dejan de pagarle, él dejará de desempeñar esas tareas. En un caso así, estamos ante una relación completamente superficial y transitoria.

Mientras que en el caso de Hussein, estamos ante una convergencia objetiva —y en cierto modo independiente del factor personal— de intereses: los de la monarquía y los del imperialismo.

Hussein intenta anexionar a su reino la orilla oeste del Jordán, y obstaculiza la creación de un Estado palestino no porque así se lo manda Washington, sino porque ello constituye un interés vital para su monarquía. El mismo interés lo tiene el imperialismo, que en la frontera con Israel prefiere tener un reino amigo antes que un rebelde y progresista Estado palestino.

Hussein intenta convertir a los palestinos en jordanos, hacerlos ciudadanos de su país. También ahí reside un interés fundamental de la monarquía, que, con sus pocos habitantes, necesita aumentar la población. (Hussein concede la nacionalidad jordana a todos los árabes palestinos, independientemente de su lugar de residencia.) Pero al mismo tiempo, la conversión de palestinos en jordanos también interesa al imperialismo, porque es el camino más fácil hacia el carpetazo del problema palestino. ¿¡Qué problema puede haber cuando no hay palestinos!? ¡Son todos jordanos, un pueblo completamente diferente!

Zuhdi teme que las cabezas astutas del bando enemigo imprimirán tal dirección a los acontecimientos que los palestinos se quedarán sin Estado. Todos los pueblos que había alumbrado su tierra siempre tuvieron problemas a la hora de crear uno. Incluso cuando ya lo había creado alguien, surgían nuevos problemas, más graves todavía. Y enseguida estallaba una guerra. Ningún Estado se mantuvo allí por mucho tiempo. Apenas surgía, enseguida salían a la superficie sus adversarios. Apenas se había rodeado con un muro, enseguida se lo destruían sus enemigos.

Todos los profetas del Antiguo Testamento maldecían a Palestina, la tierra de pueblos sin suerte. Basta con leer la Biblia, el Libro de Libros. Palestina aparece como la tierra maldita tanto al principio como al final. Y eso que la Biblia tardó en escribirse mil años. De manera que si en mil años la gente no cambia de opinión, debe de haber algo en ello. Significa que algo importante fue notado y algo sabio fue revelado. Es hermoso lo que dijo el profeta Abdías: «Aunque remontes el vuelo como un águila y entre las estrellas pongas tu nido, también de allí te haré descender, dice el Señor.»

En efecto, allí a nadie le permitirán vivir entre las estrellas. Nadie escapará al obligado descenso a la tierra, para que vea cómo se seca en ella la sangre y oiga cómo estallan las bombas.