CRISTO CON UN FUSIL AL HOMBRO

El rector me recibe en su despacho, sito en la undécima planta del rascacielos que alberga la Universidad de San Andrés. El edificio está situado en los confines del centro histórico de La Paz y su aspecto recuerda al de muchos edificios después de la sublevación de Varsovia. Paredes agujereadas por las balas, aquí y allá boquetes y trozos de muro arrancados por proyectiles de artillería. En muchas ventanas faltan los cristales, y como nos hallamos a una altura de casi cuatro mil metros, en los pasillos campan por sus respetos corrientes de viento helado. Los estudiantes atienden a las clases encogidos de frío, el vendaval les arrebata los apuntes y los desparrama por la calle.

Por suerte, las clases no se dan muy a menudo. Cada cierto tiempo, cuando el espíritu opositor de la universidad cobra tintes amenazadores, el gobierno clausura la docta institución y la mantiene cerrada unos cuantos meses. En los períodos en los que está abierta, lo más habitual es que los estudiantes se declaren en huelga: exigen la dimisión del gobierno. Si la huelga no surte efecto, preparan una nueva revuelta. Nadie piensa en estudiar, cosa de lo más comprensible. En Bolivia, los estudiantes constituyen, junto con los mineros, la principal fuerza de la oposición, de modo que llevan sobre sus hombros el peso de la lucha contra el régimen. Ser universitario en este país es una ocupación harto peligrosa. Muchos mueren en la calle, durante las manifestaciones, otros en el curso de las cargas del ejército contra la universidad y otros más en las filas de la guerrilla. A la universidad acuden armados. El edificio rebosa armas. Hay allí metralletas y cajas llenas de granadas. Recuerdo que hace un tiempo tuvieron incluso un cañón antiaéreo, comprado a los contrabandistas. Lo habían instalado en el tejado del rascacielos y disparaban contra los aviones que acudían a bombardear la universidad.

El despacho del rector también está lleno de huellas de tiroteos. Son huellas recientes, vestigio de una guerra fratricida, librada por unos estudiantes contra otros, pues no toda la juventud es de izquierdas. Hay jóvenes que se han puesto al servicio de la oligarquía. Otros pertenecen a un sinfín de organizaciones de signo ideológico de lo más dispar, enemistadas entre sí; hay entre ellos anarquistas y trotskistas, maoístas y cristianodemócratas independientes, socialfascistas y nacionalistas revolucionarios. En la facultad de medicina actúan trece partidos políticos. En toda la universidad, una veintena, aunque resulta difícil contarlos todos, porque muchos desaparecen una semana después de haberse fundado. En América Latina, la vida política es una constante proliferación de partidos, una reproducción extraordinariamente fértil. La mayor dificultad para un latinoamericano consiste en someterse a una disciplina ajena, por lo que el primer acto reflejo de todo aquel que quiere dedicarse a la política es la creación de un partido propio. Se podría confeccionar aquí una larga lista de políticos latinoamericanos que en el curso de su vida han creado varios partidos, hasta más de una docena.

La guerra que ha dejado huellas en el despacho del rector la habían librado los trotskistas y los anarquistas. Los primeros se habían declarado el poder supremo de la comunidad estudiantil y exigido el reconocimiento de este hecho por los demás grupos. (En Bolivia, los trotskistas son una fuerza más que considerable. Bolivia y Sri Lanka son, seguramente, los centros más importantes del trotskismo en el mundo.) Los anarquistas, en su acérrima hostilidad a todo poder constituido y organizado, los declararon usurpadores y agentes del gobierno. (Entre los estudiantes bolivianos, llamar a alguien «agente del gobierno» equivale a lanzarle el más grave de los insultos: enseguida estalla un tiroteo.) Durante el conflicto, los trotskistas ocuparon el edificio de la universidad, mientras que los anarquistas se atrincheraron en la residencia de estudiantes contigua.

El fuego cruzado se prolongó durante dos semanas. El gobierno lo contemplaba todo con indiferencia, pues le convenía, y mucho, que los estudiantes se masacraran entre sí. El gobierno no para de tener problemas con la opinión pública, que lo considera responsable de la muerte de todos y cada uno de los estudiantes abatidos por una bala. En este caso, sin embargo, nadie habría podido decir que el presidente o alguno de sus ministros se hubieran manchado las manos con la joven sangre de los estudiantes universitarios. Pero, sobre todo, aquella guerra interna le proporcionaba un respiro, un momento de calma, le permitía quitar del orden del día de sus sesiones, aunque fuese por poco tiempo, el punto fijo referente a la universidad e interrumpir las interminables discusiones en torno a qué hacer con ella. ¿Abrirla o cerrarla? ¿Bombardearla o dejarla en paz? Se trata de asuntos de suma importancia, habida cuenta de que la mitad de los gabinetes bolivianos ha caído de resultas de protestas estudiantiles. No existe gobierno capaz de mantenerse si los estudiantes logran formar una alianza de oposición con los mineros del estaño o con una parte del ejército.

Ahora el rector me cuenta cómo había desempeñado sus funciones durante aquella guerra fratricida. En primer lugar, intentó conservar la calma y la dignidad. No fue fácil. Tenía que entrar a escondidas en su despacho. En vez de permanecer sentado ante su mesa, pasaba horas enteras debajo de ella, porque las balas silbaban por todas partes. Tiene una mesa imponente: enorme, maciza, esculpida en la dura madera de teca. Me enseña en esa madera los lugares donde se incrustaron los proyectiles. Mientras me los enseña, menea la cabeza reflexionando sobre su duro sino de rector. Se llama Óscar Prudencio, tiene sólo treinta y cuatro años y da clases en la facultad de estomatología. Simpático, directo, abierto. Es rector porque lo eligieron los estudiantes. Aquí los estudiantes lo deciden todo: quién será rector, quién ocupará una cátedra, cuántos alumnos se admitirán en primer curso, qué programa se seguirá…

Durante los días de la guerra, el rector dejó de recibir visitas. La entrada en su despacho les podía costar la vida. Escondido debajo de la mesa, redactaba llamamientos a la paz. Reconoce que no surtieron gran efecto. Fue necesario esperar a que remitiese la oleada de odio, que los contendientes empezaran a reflexionar, que se les abrieran los ojos. Hubo muchas víctimas en ambos bandos.

—¿Para qué? —se pregunta el rector—. ¿Para qué tanta muerte? En este país —prosigue— la vida no vale nada. En medio de esta pobreza, de esta hambre eterna, desaparece la frontera entre la vida y la muerte. Cruzarla no supone ninguna conmoción, es lo más habitual. La media de vida de nuestros mineros apenas alcanza los treinta años. Los cementerios de los barrios mineros recuerdan a los de la guerra: mera juventud. Los cementerios estudiantiles: mera juventud. ¿Y los soldados que luchan contra los mineros y los estudiantes? También son muy jóvenes. En Europa, la gente muere durante una guerra, la muerte se lleva entonces millones de vidas, pero se trata de la cosecha de una temporada. Aquí, entre nosotros, ha tomado otra forma, y aunque también se lleva millones, está fundida con la cotidianidad, nos hemos acostumbrado tanto que ni siquiera reparamos en ella, porque nos acompaña siempre y a todas partes; vulgar, ordinaria, cotidiana, parece crecer y acechar en todo momento desde el interior de nuestras vidas.

Ya me dispongo a irme, pero el rector me pide que me quede un rato más. Si tengo tiempo, me dice, iremos a rendir homenaje a los que han caído en Teoponte. Llega a decir incluso: «Vamos a despedirnos de ellos.»

La despedida tiene lugar en la planta baja, en una gran sala abarrotada de gente. Junto a la puerta hay estudiantes armados vigilando a todo el que entra: no vaya a ser que se cuele algún grupo de extrema derecha con intención de lanzar un explosivo entre la multitud. Pero como, aun así, todo es posible y la amenaza de una masacre flota en el aire, en la sala se perciben nervios y tensión. La multitud se agita y lanza consignas de lucha. La sala exhorta a acabar con la reacción. Exige la horca para varios generales. La nacionalización de la industria y la banca. El cierre de la embajada de Estados Unidos, el entierro del imperialismo mundial.

En una pared del fondo de la sala hay un retrato del Che Guevara, un dibujo que representa a Cristo con un fusil al hombro y una fotografía ampliada del héroe de Teoponte, Néstor Paz. Sobre la tarima aparecen sentados en semicírculo representantes de los mineros y los campesinos (indios con semblantes graves, concentrados), representantes de diversos partidos políticos (legales e ilegales), líderes de los estudiantes (entre ellos, trotskistas y anarquistas, ya reconciliados a pesar de todo). Las primeras filas están ocupadas por las familias de los muertos. La señora de pelo blanco, vestida toda de negro, se llama María Luisa Bonadona de Quiroga: sus tres hijos murieron abatidos a tiros en Teoponte el mismo día. La hermosa mujer rubia con esplendorosos ojos oscuros no es otra que María Cecilia, la mujer del héroe Néstor Paz. Aunque sólo tiene veintiún años, ya es viuda. Lleva un lazo negro en forma de mariposa prendida al pelo, guantes negros y un liguero —se ve porque lleva una minifalda— igual de negro. El hombre de pelo gris y anchos hombros es el general retirado Anastasio Villanueva. Un hijo suyo murió en Teoponte, donde se presentó para expiar las culpas de su padre, quien, en su época de oficial en activo, había disparado a campesinos en huelga.

Todas las personas reunidas en esta sala saben lo que ocurrió en Teoponte. Conocen los pormenores de la tragedia. En La Paz, cerca de la Plaza Murillo, en los sótanos de una vieja casa de vecindad funciona un local llamado El Canto. Para acceder a él, hay que bajar por una escalera de madera carcomida que está junto al portal. La entrada vale diez pesos. En vez de la habitual cartulina te dan una copa de vino tinto. Así pertrechados, debemos ahora, copa en mano, dirigirnos a tientas hacia el fondo del sótano y encontrar un sitio en uno de los bancos, también a tientas, pues en todas partes reina la oscuridad, una oscuridad abismal, insondable. Por la noche (la hora siempre es una incógnita) se presenta en el local un indio con su guitarra. Se llama Diego Fernández. Se sienta junto a la pared y enciende una pequeña vela en su minúscula mesa. Diego toca la guitarra y canta. Todas sus canciones son tristes. También es triste su rostro. Es triste la llama de su vela. Diego entona la canción de una muchacha que suplica a su novio Rosendo que no se muera, que al día siguiente se celebra su boda. «No me lo hagas, Rosendo», ruega la muchacha, «ya está todo listo, los invitados, avisados, hemos matado una vaca, he lavado la estancia, la cerveza ha madurado en los cántaros, no me lo hagas, Rosendo, no te mueras, Rosendo.» Diego canta sobre la vida que es cruel, sobre el amor que no puede cumplirse.

En este sótano, por la noche, se reúnen espíritus inquietos, insurgentes y conspiradores, estudiantes rebeldes. Allí celebran sus consejos y planean su aventura guerrillera. Al frente de la conspiración está Chato Peredo, un líder de veintinueve años.

La familia Peredo es un tema que daría para una novela. El padre de nuestro líder, Rómulo Peredo, editaba en la segunda ciudad más grande de Bolivia, Cochabamba, un periódico sensacionalista, El Imparcial que redactaba entero él mismo. Su cometido periodístico lo acompañaba con unas borracheras de campeonato. En el periódico aparecían noticias como ésta: «¡El párroco de Pocon violó a una niña de seis años!» Al día siguiente se presentaba en Cochabamba el párroco en cuestión, tan indignado como aterrorizado.

—¿Yo, señor Peredo? ¿A una niña de seis años?

Peredo ponía cara de preocupación, de querer ayudar al pobre párroco a salir del apuro.

—Un asunto difícil —decía—. Lo único que se puede hacer es publicar un mentís, pero tal cosa le costará cien pesos, padre.

El párroco pagaba y al día siguiente en El Imparcial aparecía el siguiente texto: «Ayer publicamos la noticia de que el párroco de Pocon había violado a una niña de seis años. Pedimos disculpas por nuestro error. En realidad se trataba del párroco de Colón.» Al día siguiente se presentaba el párroco de Colón, etcétera, etcétera. No todos, sin embargo, estaban dispuestos a pagar por el desmentido; muchos se presentaban en la redacción para armar un escándalo y pegar al redactor jefe. Ante semejante panorama, Peredo nombró director del periódico al famoso boxeador boliviano Ernesto Aldunate. Aldunate zurraba a todo aquel que venía a protestar. Las protestas no tardaron en cesar.

Rómulo Peredo era un padre trágico, un Job boliviano. Tenía seis hijos. El primero, también Rómulo, murió en el curso de un tiroteo entre borrachos en un bar de Trinidad. Tenía treinta y dos años. El segundo, Esteban, era vaquero. Murió en un tiroteo por unos rebaños de ganado. Tenía veintitrés años. El tercero, Pedro, era policía y murió de un balazo disparado por unos criminales. Tenía veinticinco años. Los siguientes tres hijos los tuvo Rómulo con su octava esposa. De éstos, Coco murió como guerrillero del destacamento del Che Guevara a los veintiocho años. Su hermano Inti, que también formaba parte del grupo del Che, lo sobrevivió un año vagando por Bolivia solo, un guerrillero convertido en un destacamento unipersonal del Ejército de Liberación Nacional. Murió en La Paz, en 1969, ejecutado por la policía mientras dormía.

Ahora el benjamín de la familia, Chato Peredo, vengaba a sus hermanos. Chato formó un grupo guerrillero con setenta y cinco hombres, principalmente estudiantes. El 18 de julio de 1970 el destacamento partió rumbo a la selva.

… Salimos de La Paz en dos camiones. Oficialmente, éramos una brigada de lucha contra el analfabetismo. Delante del Palacio Presidencial se celebró una despedida solemne. El ministro de Educación, Mariano Gumucio, pronunció un bello discurso. Nadie miró en el interior de los camiones, en el fondo de los cuales había un montón de armas y de latas de conserva. Por la tarde llegamos a la mina de oro South American Placers, propiedad de una multinacional con sede en California. Volamos el torno de extracción y secuestramos a dos técnicos de la República Federal de Alemania. Nuestro subcomandante, Alejandro, llamó al Palacio Presidencial de La Paz y dijo que soltaríamos a los técnicos si el gobierno soltaba a diez prisioneros encarcelados por colaborar con el destacamento del Che. Sobre todo nos importaba Loyola, la enlace del Che, a la que sometían a las torturas más atroces. Aprovechando la ocasión, el ejército sacó a la embajada trescientos mil dólares, supuestamente exigidos por nosotros. Mentira…

… De madrugada llegamos a Teoponte, trescientos kilómetros al norte de La Paz. Nos detuvimos en las afueras del pueblo, pues dentro ya había tropas. Los camiones se quedaron en la carretera, y nosotros nos internamos en el bosque, en la selva. El ejército nos había seguido la pista desde el principio. Los aviones sobrevolaban nuestro territorio durante días enteros. Después, incluso de noche. El ejército ocupó los caminos y los pueblos, teníamos que ocultarnos en la selva, en las montañas, cambiar de lugar en todo momento, no parábamos de caminar…

… Ninguno de nosotros conocía el territorio. La mitad del destacamento nunca había salido de la ciudad. El Che había dejado dicho en sus escritos que lo más importante era atraer al campesinado. Pero nosotros no podíamos entrar en las aldeas pues estaban tomadas por el ejército. Además, este territorio está casi deshabitado. Un mundo sin personas. La selva es igual que el desierto, sólo que en verde. No hay nada para comer, no hay agua. En esa tierra, la naturaleza es el peor enemigo. Allí crecen unos árboles que rezuman una resina mucho más corrosiva que el ácido sulfúrico. Una sola gota te atravesará el cráneo hasta el mismo cerebro. Por todas partes hay avispas salvajes. Si una de esas avispas te entra en un ojo, te quedarás ciego. Por todas partes hay serpientes venenosas. La peor se llama «coralito». Si te muerde, la sangre se te convierte en agua, que luego te sale por las cuencas de los ojos. De día no te puedes sentar, porque te comerán vivo las hormigas; de noche no puedes dormir, porque te devorarán los mosquitos. No puedes sino andar y andar…

… Por aquella zona hay campos de concentración adonde el gobierno envía a los presos políticos. No los rodean alambradas de espino ni altos muros, porque no hay adonde huir. En leguas a la redonda no hay más que selva y pantanos. Tampoco hay caminos: la única vía de comunicación son los aviones del ejército. Allí, los guardias y los presos viven juntos; los que vigilan a los encerrados también lo están. Hubo veces en que cambiaba el gobierno y el nuevo no sabía nada de la existencia de uno u otro campo, porque esas cosas, como son ilegales, se mantienen en secreto. Entonces, todo el campo moría de hambre. Otras veces, los guardias y los presos se conchababan, secuestraban el avión y huían del infierno…

… Ninguno de nosotros sabía dónde nos encontrábamos exactamente. Caminábamos de barranco en barranco, de colina en colina. Nos internábamos en la selva. Andar se volvía cada vez más difícil, porque allí el sotobosque es espesísimo, espinoso, feroz. Nuestros uniformes se habían convertido en harapos. Nuestros pies y manos estaban ensangrentados. Teníamos sed, no había nada para beber. Pero uno apremiaba al otro, porque luchábamos por no caer en el cerco. Sólo caímos en dos emboscadas. En una perdimos a once hombres. No hay más. Durante todo ese tiempo, no entramos en una sola batalla con el ejército. Ellos controlaban los caminos y las aldeas, y a nosotros nos empujaban de un lugar a otro con raids aéreos y esperaban que nos muriésemos todos de hambre y cansancio. En toda aquella guerra el ejército perdió un soldado…

… Al principio no nos iba mal; teníamos fuerzas. Pero en dos semanas se nos acabaron las provisiones. No teníamos nada que llevarnos a la boca. Los hombres empezaron a debilitarse. Comíamos raíces, brotes de bambú y extraños frutos del bosque. Nadie sabía qué era comestible y qué venenoso en la selva. A veces comíamos cosas de las que enfermábamos todos y no podíamos dar un paso. En tales ocasiones, ellos podrían habernos sacado de la selva con sólo las manos. Una vez cazamos un mono y cada uno de nosotros recibió su pedazo de carne; fue un gran día. Ninguna otra vez en esos tres meses logramos cazar nada más. Los hombres apenas se mantenían en pie, caían en plena marcha, deliraban por la noche. En ocho días no habíamos comido nada. Al noveno día se mató Quirico; se metió un balazo en la sien. Al día siguiente murió de agotamiento Néstor Paz, nuestro comisario. Lo hizo en brazos del comandante. Todos le teníamos mucho afecto; Néstor era la persona más querida del destacamento. Cinco días llevamos a cuestas su cuerpo, hasta que, mientras vadeábamos un río, la corriente se lo llevó…

… El primero en huir del destacamento fue Sebastián. Lo hizo dos días después de nuestra llegada a Teoponte. Fue capturado por el ejército y fusilado. Una semana más tarde huyeron Freddy y Marcos. Los soldados los capturaron y los fusilaron. En el décimo día de nuestra marcha huyeron otros seis. Todos fueron fusilados por el ejército. Después huyó Alfonso, y tras él, Juanito. Los dos, fusilados. Al cabo de un mes quedábamos cuarenta y cinco. Luego huyeron tres más. Luego, Carlos y Mongol. Todos, fusilados. Después, otros tres. Fusilados. Después, Kolla. Antes de fusilarlo, a Kolla primero lo torturaron. Al cabo de dos meses éramos veinte. Después el subcomandante Alejandro y cuatro hombres se perdieron en la selva. Pero ésos no traicionaron; se mantuvieron firmes hasta el final. De nuestro menguado grupo huyeron cuatro hombres más y después, dos más todavía. Todos, fusilados. Luego caímos en una emboscada. Dos muertos. Aquella noche huyeron Perucho y Forte. Estaban tan agotados como nosotros y, también como nosotros, daban vueltas por la selva, desorientados, así que al caer la tarde del día siguiente cayeron en nuestras manos. Ya habían arrojado las armas y se habían atado en la cabeza pañuelos blancos que les cruzaban la frente. Dos esqueletos humanos, igual que nosotros, que estábamos tumbados en la tierra después de un día errando por la selva. Llevábamos dos días sin probar bocado. Los cuerpos, febriles, nos pesaban como piedras; como si no fueran los nuestros. El mundo entero estaba como envuelto en niebla, la tierra se movía bajo mi cuerpo, la selva dibujaba círculos verdes… Oí desde lejos la voz del comandante que decía: «¡Hermanos traidores!», decía Chato. «Abandonaron ustedes la causa en un momento decisivo. Cubrieron de oprobio el nombre de nuestro destacamento, un destacamento del Ejército de Liberación Nacional. Nada justifica su traición. El Consejo de Guerra Revolucionario les condena a morir fusilados.»…

… Y ahora nosotros cinco debemos fusilar a esos dos. Debemos fusilar a Perucho y a Forte, que no han tenido fuerzas para alejarse del destacamento lo suficiente como para caer en manos del pelotón de fusilamiento de un batallón de rangers y han caído en las nuestras. Somos nosotros los que debemos dispararles. Es una orden. La selva dibuja círculos verdes y siento cómo se mueve la tierra bajo mi cuerpo. El cuerpo me pesa como una piedra y el mundo entero está envuelto en niebla. A través de esa niebla veo que Chato desenfunda la pistola. Y veo a Perucho y a Forte. Apenas se sostienen en pie. No tienen fuerzas para dar un paso. Y nos veo a nosotros cuatro, tumbados, porque no tenemos fuerzas para levantarnos. El único que las tiene es el comandante, porque en sus venas corre la sangre de su hermano Coco, que cayó al lado del Che, y de su hermano Inti, que luchó como un guerrillero solitario y murió fusilado mientras dormía. Y oigo los disparos, y veo cómo la selva dibuja sus círculos verdes…

… En el mismo lugar donde se quedaron Perucho y Forte, dejamos también a Cristian. Murió de agotamiento. Había pasado la noche delirando, después le acometieron temblores, finalmente se durmió y ya no se despertó. Por la mañana yacían juntos Perucho, Forte y Cristian. Dos traidores y uno que se había quedado con nosotros hasta el final. Pero ahora ya no se diferenciaban. Ya eran iguales. Allí se quedaron los tres, y nosotros emprendimos nuestra marcha de cada día. Todo el tiempo caminamos cuesta arriba. Éramos cuatro: Chato, Mamerto, David y yo. Teníamos que detenernos a cada momento, porque Mamerto no tenía fuerzas para seguir. Sería su última caminata. Nos pidió varias veces que lo dejásemos, que quería morir en soledad, pero nosotros le decíamos que debíamos caminar hasta el final, que no podíamos sino marchar sin parar para no caer en el cerco. Empezaba a anochecer cuando alcanzamos la cima de la montaña más alta de la zona. Desde esa cima se abría la vista a un hermoso valle en cuyo fondo fluía un río. Y en aquel valle había una aldea. La veíamos todos: Chato, Mamerto, David y yo. Y aunque la veíamos todos, uno daba un golpecito al otro y le decía: «¡Mira, una aldea!» Cada uno de nosotros deseaba cerciorarse de que realmente era una aldea y no un sueño. Llevábamos diez semanas errando por la selva, donde el peor enemigo del hombre es ella misma: la selva. En dos semanas se nos había acabado la comida. El ejército había tomado los caminos y las aldeas, y esperaba que muriésemos de hambre y cansancio. A todos los que habían huido del destacamento los habían capturado y fusilado. A Perucho y a Forte los había fusilado Chato. Alejandro y otros cuatro hombres se habían perdido en la selva, pero no nos habían traicionado. Ahora quedábamos cuatro. Llevábamos diez semanas errando por la selva, cambiando constantemente de lugar para evitar vernos rodeados. Ninguno recordaba cuándo habíamos comido por última vez. Finalmente estábamos en la cima de una montaña. Fin del camino. Habíamos sacado nuestras últimas fuerzas para alcanzar la cima y ver la aldea. Mamerto agonizaba. Le pusimos una mochila debajo de la cabeza para que la mantuviese alta y pudiera contemplar la aldea. Para que pudiera ver cómo se encendían las hogueras. Al día siguiente bajaríamos al valle. «Mamerto», le dijo el comandante, «mañana estaremos en la aldea.» Nosotros sabíamos que el comandante mentía, que no íbamos a bajar a la aldea, porque allí estaba el ejército, e ir hacia él significaba traición y fusilamiento. Pero Mamerto quería escuchar esas palabras, las necesitaba. «En la aldea», decía el comandante, «nos darán carne y maíz. Sacarán la mesa más grande que tienen y la cubrirán de comida. Si lo deseas, Mamerto, tendrás toda una palangana de pollos asados. Y un cántaro de cerveza. Y una muchacha.» Nosotros sabíamos que el comandante mentía, pero Mamerto quería escucharlo; en su rostro empapado en sudor se dibujó una sonrisa. «Podrás hacer todo lo que quieras», siguió mintiendo el comandante, «cualquier cosa que te venga en gana. Te dirás a ti mismo: ¡Menuda vidorra llevo! ¡Una vida fabulosa, fantástica!» Mamerto clavó los ojos en el valle. En el fondo del valle veía una aldea. El comandante le sostenía la mano y seguía hablándole, pero en un momento dado dejó de hablar, porque Mamerto ya no lo oía, ya no estaba…

… Dos días más tarde nos encontraron unos buscadores de oro. Es que el río que fluye por aquel valle se llama Tipuani y en el fondo de ese río hay oro. La aldea, a su vez, se llama Chima…

… Todas las cosas por las que luchábamos están escritas en la orden número uno. Nos fijamos como objetivos: la victoria de la revolución, la formación de un gobierno popular y la nacionalización de todos los recursos, que deberían pertenecer al pueblo…

… Éramos setenta y cinco. Han sobrevivido ocho. El ejército fusiló a cincuenta y cinco. Desaparecieron doce…

… Me llamo Guillermo Veliz (fin de la grabación).

Escuché la cinta en el despacho del rector repetidas veces, y reproduzco las palabras en ella grabadas lo más fielmente posible. Estando ya en la sala, todavía oía la voz de Guillermo Veliz. La ceremonia se prolongaba. Había hablado el representante de los mineros. Y el de los buscadores de oro. Y el de los campesinos. La sala ya aplaudía, ya pateaba. En un determinado momento se sumió en el silencio. Un silencio sepulcral. Un estudiante empezó a leer las cartas que el comisario Néstor Paz había escrito en la selva a su esposa, María Cecilia. Fueron encontradas después de la muerte del comisario en su mochila. Treinta cartas a María Cecilia y una más, escrita en plena fiebre del hambre justo antes de morir, dirigida a Dios.

«Nada más separarnos», le decía Néstor a su mujer, «empecé a añorarte. Fui presa del miedo, porque de pronto me encontré sin ti, que nunca me has fallado y siempre has permanecido a mi lado. Ahora estamos viviendo nuestros primeros días en la selva, los más duros, porque es el período de forjarnos todos y de forjarme yo, para que en mí se desarrollen por igual mi capacidad de amar y mis dotes de guerrillero. Es la única manera de perfeccionar la actitud revolucionaria. Te quiero, constantemente pienso en ti…

»Me encuentro bien, aunque te echo mucho de menos. Deseo que seas capaz de sobrellevarlo todo con entereza, que es la mayor prueba de amor. Con cada día que pasa te quiero más y más. Nunca había pensado que estábamos unidos hasta ese punto, que formábamos un todo. Que éramos una misma cosa. Aunque me maten, permaneceré contigo para siempre.»

Lancé una mirada en dirección a María Cecilia. Estaba sentada, inmóvil, en la primera fila. Un rostro tranquilo, cansado. Grandes ojos castaños. El estudiante seguía leyendo:

«Hoy hemos prestado juramento ante el retrato del Che. Yo juré por mi amor a ti y a la Revolución. Han pasado dos semanas desde nuestra separación. No paro de mirar tu fotografía y leo y releo la carta que me diste al partir, tan increíblemente bella que se me hace un nudo en la garganta. Te quiero. Confío en verte pronto o al menos en que pronto llegaré a un lugar donde me estarán esperando noticias tuyas. Pienso en ti…

»Por la noche hace mucho frío y llueve a cántaros. Dormir en semejantes condiciones es una tortura. Te quiero. Todo va bien, aunque tenemos problemas, porque se nos acaban las provisiones y los chicos hurgan en las mochilas de sus compañeros y se roban comida unos a otros. No habrá más remedio que elegir a uno y aplicarle un castigo ejemplar. Tal vez lo fusilemos o lo expulsemos del destacamento. Todavía conservo las fuerzas suficientes para caminar, pero he adelgazado terriblemente. No puedes imaginarte cuánto te quiero…

»Los hombres han perdido el entusiasmo y esto me preocupa mucho. No, no es que haya ocurrido nada grave, pero todos se han vuelto agresivos y andan con los nervios a flor de piel. Se trata de una profunda crisis de fe, de pérdida de confianza en la comandancia y de falta de convicción de que ganaremos esta guerra. No sabemos lo que nos espera, pues estamos rodeados por el ejército. Ahora somos veintitrés los que quedamos con vida. Te quiero y el amor por ti llena todo mi ser…»

El estudiante interrumpió la lectura, esperó unos momentos, miró a María Cecilia, que, sentada en la primera fila, seguía sin mover un músculo y, dirigiéndose a una sala expectante y sumida en el silencio, dijo:

—Ahora leeré la última carta del comisario del destacamento, Néstor Paz, a María Cecilia.

«Amada mía. Nuestro grupo se ha reducido al mínimo. Hoy siento la necesidad de tu presencia más que nunca, tal vez ante la inminencia de la muerte o por la derrota que hemos sufrido en esta lucha. No escribo más que un par de frases, porque no me quedan fuerzas para más. Me gustaría comer algo, cualquier cosa, ya que desde hace un mes no he comido nada. El cuerpo me ha negado obediencia, pero mi espíritu sigue incólume. Quiero entregártelo a ti. Fui totalmente feliz a tu lado, hasta las puntas de los dedos. Me apena dejarte sola, pero si es necesario lo haré, pues me quedaré aquí hasta el final, hasta que se cumpla el destino: Victoria o Muerte. Te quiero, y quiero que siempre lo tengas presente. Ninguna muerte es inútil si la ha precedido una vida dedicada a otros, una vida en que hemos buscado sentido y valores. Te beso tiernamente, te tomo entre mis brazos…»

Salimos al aire libre, a la calle, al sol. Los estudiantes tenían prisa por llegar a una manifestación convocada en la otra punta de la ciudad mientras el rector regresaba a su despacho. Ante la puerta de la universidad se formó una comitiva de personas vestidas de negro: madres y padres, hermanas y hermanos, esposas e hijos de aquellos que habían caído en Teoponte. La comitiva se dirigió hacia el barrio de Miraflores, donde tiene su sede el Estado Mayor. Atravesó las angostas callejuelas del centro, que ya suben en vertiginosas cuestas, ya bajan abruptamente. En ninguna parte de La Paz hay una sola calle llana. Caminar por esta ciudad es como hacer alpinismo.

La gente sabía lo que había ocurrido en Teoponte y qué tipo de desfile era aquél. Los transeúntes se detenían y se quitaban los gorros; las indias temerosas de Dios se arrodillaban en las aceras. Encabezaba la comitiva María Cecilia, cogida del brazo por María Luisa, quien en un solo día había perdido a tres hijos. A la cola iba yo, deseoso de saber qué ocurriría a continuación.

La guardia nos dejó pasar sin decir palabra, pues aquel cortejo llevaba un mes presentándose en el Estado Mayor todos los días y se había dado una orden permanente de dejarlo pasar. Entramos en una sala del edificio principal donde —también desde hacía un mes— todos los días se repetía la misma escena:

Primero las familias ocupaban los bancos. Después llegaba el comandante en jefe del ejército para escuchar sus demandas. Pedían que el ejército les entregase los cuerpos de sus muertos. A lo que el comandante les contestaba que tal cosa era imposible por razones de seguridad. Evidentemente, no se trataba de ninguna seguridad. El ejército había proclamado y sostenido que los guerrilleros habían muerto en combate. Pero en realidad eran ejecutados por los rangers con un tiro en la nuca cuando ya se habían rendido. Sus cadáveres se habrían convertido en cuerpo del delito. Y el ejército quería evitarlo.

Por todas partes del Estado Mayor se veían huellas de gran confusión. Armas tiradas en las mesas, papeles arrojados a los pasillos, vestigios todo ello de un golpe de Estado perpetrado muy recientemente.

El golpe no había durado mucho. El domingo 4 de octubre, la radio militar de La Paz emitió un comunicado en que exigía la dimisión del presidente de la república, el general Alfredo Ovando. Ovando dormía tan tranquilo en la ciudad de Santa Cruz, a mil kilómetros al este de La Paz, adonde había ido para descansar. Le despertaron para darle la mala noticia. El presidente decidió esperar para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero durante varias horas no ocurrió nada, porque los golpistas, capitaneados por el comandante en jefe del ejército, el general Rogelio Miranda, a su vez habían decidido esperar en La Paz la reacción del presidente.

Ovando esperaba en Santa Cruz, Miranda esperaba en La Paz.

Los dos eran expertos en las reglas del juego golpista.

Ovando había derrocado al presidente Paz Estensoro en 1964, y cinco años más tarde, al presidente Adolfo Siles. Ahora llevaba un año en el cargo. Había empezado como un político de corte izquierdista: nacionalizó la filial de la compañía petrolera norteamericana Gulf Oil y legalizó los sindicatos. Se decía que de esta manera deseaba borrar de su biografía un hecho doloroso: el haber dado la orden de fusilar al Che Guevara, herido. Era un hombre de complexión débil, aspecto quebradizo y rostro eternamente preocupado. No sonreía y pasaba días enteros callado. A lo mejor callaba porque no tenía nada interesante que decir y era lo suficientemente modesto como para tenerlo en cuenta. Ovando, quien durante medio año se había avenido a las exigencias de la izquierda (aunque no del todo), en la segunda mitad del año empezó a avenirse a las exigencias de la derecha (aunque tampoco del todo). Y precisamente esto, el que no se le sometiera del todo, puso furiosa a la derecha.

La derecha decidió deponerlo.

He aquí todo el quid del golpe.

Ovando vuelve a La Paz por la tarde. Su avión aterriza en la base aérea militar de El Alto, situada a 4.100 metros de altura, en una vasta meseta desértica de color ocre. En un determinado lugar la meseta se acaba abruptamente. Allí donde se acaba, se abre un precipicio. En el fondo de ese precipicio está La Paz.

Así, quien controla El Alto tiene grandes posibilidades de controlar La Paz, pues resulta fácil bombardear la ciudad desde el borde de la meseta.

En el aeropuerto lo recibe el general Juan Torres, antiguo ministro de Defensa de su gabinete y al que Ovando había tenido que cesar obligado por la derecha. También hay allí muchos oficiales de aviación pues ésta no ha secundado el golpe. Después se dirige al Palacio Presidencial, desde cuyo balcón pronuncia un discurso. El balcón da al lugar más céntrico de la ciudad: la Plaza Murillo. La plaza aparece rebosante de gentío. Los habitantes se han enterado de que hay un golpe militar en curso y han acudido allí para ver qué pasará. El golpe militar tiene muchos elementos de un espectáculo que siempre atrae a curiosos. En medio de la plaza, una orquesta ameniza la espera de la muchedumbre. Al ver aparecer al general, la orquesta interrumpe el concierto y Ovando dice más o menos que ha sido, es y seguirá siendo presidente. Apela al sentido común del ejército y llama a la unidad del pueblo. Unos aplauden, otros silban, descontentos de que no cambie nada.

Ovando regresa a su despacho y telefonea a Miranda, que, en su calidad de comandante en jefe del ejército, permanece en su puesto de mando en el Estado Mayor. Quedan en reunirse en terreno neutral: la sede del nuncio del Vaticano, sita en la Avenida Arce.

La reunión empieza a medianoche. A las tres de la madrugada Miranda se da cuenta de que Ovando lleva consigo una nutrida y poderosa escolta, mientras que él, tan sólo a varios oficiales. ¡Ovando podría meterle entre rejas! Pide un receso y se dirige al Estado Mayor, del que regresa al cabo de una hora acompañado por un pelotón de hombres corpulentos y armados hasta los dientes.

Prosigue la reunión.

A las seis de la mañana (es lunes) llegan al siguiente acuerdo: los dos, tanto el presidente de la república como el comandante en jefe del ejército, presentarán sendas dimisiones. El asunto se someterá a la votación de un consejo formado por oficiales de la guarnición de La Paz. Si los oficiales se pronuncian a favor de las dimisiones, el presidente y el comandante en jefe se retirarán; si se pronuncian en contra, los dos volverán a negociar para encontrar otra salida.

Los oficiales se reúnen a las tres de la tarde. La votación secreta arroja el resultado de trescientos diecisiete votos a favor de las dimisiones y cuarenta en contra.

Ovando hace caso omiso. Dos horas después aparece en el balcón del palacio y comunica a la multitud reunida en la plaza que, en su calidad de presidente de la república, cesa al general Miranda de su cargo de comandante en jefe del ejército.

El ejército se divide. Una parte se pronuncia a favor de Ovando y la otra, a favor de Miranda. Unos y otros empiezan a cargar las armas y a poner en marcha los motores de sus tanques y aviones. La guerra pende de un hilo.

Ovando no aguanta la presión psicológica. Tiene miedo a la sangre y decide retirarse, aunque la mayor parte de las guarniciones está a su favor. Durante toda la noche (de lunes a martes), la residencia de Ovando, sita en la Avenida 20 de Octubre, es escenario de una dramática reunión de su gabinete. Aunque sus ministros insisten en que se quede, él sigue en sus trece: No y no, repite. No y no. Desea tranquilidad, quiere ser embajador en Madrid. Ovando es un neurasténico y precisamente aquella noche decisiva tiene el ánimo por los suelos, está de un humor derrotista que es incapaz de dominar.

A las seis de la mañana levanta la sesión, escribe un comunicado anunciando su dimisión, sube al coche y va a la embajada de Argentina para pedir asilo político.

Pocos minutos más tarde, un vehículo se dirige a toda velocidad a El Alto. En su interior se encuentra el general Juan Torres. En la base lo esperan los oficiales de aviación leales al gobierno (que ya no existe), así como representantes de la Central Obrera y de la Federación de Estudiantes. Celebran una reunión. Durante ésta Torres es elegido unánimemente presidente provisional del Gobierno Revolucionario de Bolivia.

Pero el Estado Mayor tampoco duerme. Al saber la noticia de la retirada de Ovando, Miranda convoca una reunión de los golpistas, que lo eligen presidente de la república.

Ahora Bolivia tiene dos presidentes: Torres y Miranda.

Es martes.

¿Qué hacer a continuación?

No puede haber dos presidentes.

Y, sin embargo, los hay.

Cada uno de ellos cuenta con el apoyo de una parte del ejército. Si se llega a producir un enfrentamiento, habrá un baño de sangre y el ejército acabará resquebrajándose. Ni Torres ni Miranda desean tal cosa; los dos son generales, el ejército constituye el apoyo de ambos, ellos son parte de él, y no una parte cualquiera sino la elegida: el generalato.

Alguien ha dicho sabiamente que, en política, no se debe hacer nada, porque la mitad de los problemas de todos modos no tiene solución y la otra mitad se resolverá sola. En política, hay que saber esperar. Gana el que sabe hacerlo mejor. De momento, esperan tanto Torres (en El Alto) como Miranda (en el Estado Mayor). Miranda desempeña en toda esta historia un papel más que curioso. Al anunciar el golpe ha creado una situación de confusión y ahora no sabe qué hacer. La verdad es que no es ninguna lumbrera. Incapaz de pensar, no sabe asociar hechos ni sacar conclusiones. Deambula por el Estado Mayor, frunce el ceño, barrunta algo, pero ¿qué?, ¿cómo?, ¿para qué? Ni él mismo lo sabe. No le cuadra nada, y, mientras tanto, el tiempo corre y el poder se le escapa de las manos.

Los golpistas, que irreflexivamente han confiado en su comandante, tampoco saben qué hacer. Han apoyado el golpe de Miranda y… nada. Lo han elegido presidente y… nada de nada. Tendrían que ocupar el palacio, pero no han recibido la orden de hacerlo. Tendrían que formar un gobierno, pero tampoco hay órdenes en este sentido. Tendrían que actuar: ocupar la ciudad, asaltar a Torres, meter a la oposición entre rejas y repartirse cargos. Susurros de descontento recorren las filas golpistas. Miranda sigue barruntando, se aprieta las sientes y se exprime los sesos, pero no se le ocurre nada. No importa ya que no piense; lo peor es que no actúa, no sigue adelante.

Ante este panorama, los oficiales de la guarnición convocan una reunión en la cual deciden nombrar un triunvirato presidencial, compuesto por los comandantes en jefe de las tres armas: el general Efraín Guachalla (ejército de tierra), el general Fernando Sattori (aviación) y el contralmirante Alberto Albarracín (armada).

La jura del triunvirato se celebra en el Palacio Presidencial el martes por la tarde.

El martes por la mañana Bolivia tenía dos presidentes (Torres y Miranda).

El martes por la tarde tiene tres más (Guachalla, Sattori y Albarracín).

Pero como los de la tarde han jurado su cargo y no así los de la mañana, la situación legal de los vespertinos se presenta mucho mejor, y los matutinos tienen que retirarse.

En realidad sólo ha renunciado Miranda, sustituido por el triunvirato presidencial. Los presidentes forman un gabinete. Nombran dieciocho ministros. El gobierno se mantendrá unas cuantas horas. El mismo martes por la noche, uno de los presidentes, el general Sattori, irá a El Alto para hablar con Torres. A las tres de la madrugada hará pública su dimisión y declarará que se ha unido a Torres. Los dos presidentes restantes dimitirán dos horas después.

Dimitieron a las cinco de la mañana del miércoles.

Pocos minutos después, el comandante Rubén Sánchez, un hombre de Torres y jefe del batallón de protección del gobierno, ocupó el Palacio Presidencial, desde donde llamó a la base de El Alto.

—Señor presidente, el camino a palacio está libre.

Torres partió de El Alto en dirección a la ciudad a las seis de la mañana. Iba en un jeep descubierto. Le acompañaba una larga columna de vehículos con soldados de los destacamentos que le eran leales. A lo largo de todo el trayecto, ingentes masas humanas gritaban vítores. Entre la multitud había habitantes de los barrios pobres de Villa Victoria y Muyupampa. Y mineros de Cartavia y de Oruro. Y campesinos de Cochabamba y de Santa Cruz. Y estudiantes de San Andrés. Torres estaba cansado y falto de sueño, pero sonreía. Saludaba a la gente y repetía: «¡Muchas gracias!»

Les decía «muchas gracias», porque precisamente esa gente lo había llevado al poder. Desde el martes había huelga general en todo el país. Se sucedían grandes manifestaciones a favor de Torres. Miranda y sus golpistas sabían que no lograrían hacerse con el poder. Se habían visto obligados a retirarse. Miranda presentó su dimisión y pidió asilo político en la embajada de Paraguay.

Después de llegar al Palacio Presidencial, Torres, desde el balcón, pronunció un discurso. Multitudes inabarcables llenaban la Plaza Murillo y todo el centro de la ciudad. La gente lanzaba vítores en medio de un ambiente de fiesta. Torres habló de revolución y de dignidad. Del trabajo y de una vida mejor. Dijo que el pueblo había derrotado al fascismo. Que serían libres. Que se formaría un gobierno de obreros, campesinos, estudiantes y soldados. La gente lo aclamó, exultante.

Para el cargo de comandante en jefe del ejército fue designado Reque Terán. Era él quien hablaba ahora con los familiares de los muertos en Teoponte. Mostraba comprensión y prometía ayuda.

Me asomé a la ventana. Desde aquella ventana se veía el barrio residencial de los oficiales, adyacente a la sede del Estado Mayor. Reinaba allí una actividad febril. Los soldados cargaban en unos camiones bultos y muebles: una mudanza masiva con todas las de la ley. En cuanto hay un golpe, hay mudanza. Los que han apostado mal se van a guarniciones remotas. Los que han acertado en la elección de bando se mudan a pisos más grandes.

Una vez acabada la reunión, nos dirigimos a la salida. Se me acercó el general retirado Anastasio Villanueva, cuyo hijo había muerto en Teoponte para expiar las culpas de su padre, quien años atrás había mandado disparar contra campesinos en huelga.

—¿Es usted periodista? —me preguntó, pues me había visto tomar notas en un bloc.

—Sí —contesté.

—¿De dónde? —preguntó de nuevo.

—De Polonia.

—Ah, de Polonia… ¿Es la primera vez que viene a Bolivia?

—No, la segunda.

—La segunda… Así, usted no conoce este país. Nosotros tampoco lo conocemos. Hay quienes creen que no debería existir. Que una parte se la podría quedar Brasil; otra, Argentina, y lo demás, Perú. Pero es nuestro país, nuestro Estado, y el Estado, una vez creado, seguirá existiendo. ¿Ha visto usted que, en nuestros tiempos, se crease primero y luego desapareciese un Estado? Imposible. Creo que es difícil entender este país. ¿Sabe usted que Torres ha ganado gracias a los chicos de Teoponte? Enseguida se lo explico. En cuanto se encontraron en Teoponte, se extendió el clamor de que el gobierno permitía el caos, que daba vía libre a una guerra civil. Que con semejante gobierno no cabía sino destituirlo y crear un poder de mano dura. Este era el discurso de Miranda y sus hombres, de toda la derecha. Creían que se saldrían con la suya fácilmente, no habían preparado nada, todo era pura improvisación. Nosotros, los latinoamericanos, somos improvisadores natos. ¿Qué pasará luego? ¡No importa! Lo importante es empezar. Después, Dios proveerá. Sólo que Dios no se prodiga mucho en proveer. Soy un hombre viejo, así que créame, sé de lo que hablo. Pero mi hijo y sus compañeros, que pagaron Teoponte con sus vidas, movilizaron también a la izquierda. La izquierda declaró que no se podía vivir en un país donde morían jóvenes inocentes. Que debíamos organizar el país a nuestra manera. ¡Y la que se armó entonces! Usted mismo lo ha visto. ¿Sabe cuántos golpes de Estado he conocido en mi vida? Unos veinte tal vez. Usted lo ha visto con sus propios ojos: en tres días se han sucedido seis presidentes. No son pocos. Y todo porque Miranda no sabe pensar, nunca supo hacerlo, yo serví muchos años en la misma guarnición que él. Torres es un hombre honrado. Viene de familia pobre. Nunca ha conocido a su padre, y su madre es una indígena. Pero ¿podrá hacer algo? He aquí mi pregunta. En el ejército todo se quedará como estaba, porque el ejército no hay quien lo cambie. Es imposible. No sé qué va a hacer la izquierda. Ahora ha ganado. Torres es su hombre. Pero cuánto tiempo conseguirá mantenerse, eso no lo sé.

Posdata: El general Juan Torres se mantuvo en el cargo diez meses. Fue derrocado en agosto de 1971 por un amigo del general Miranda, el coronel Hugo Banzer. Banzer sigue siendo presidente de Bolivia hasta hoy [1974].