LA BATALLA DE LOS ALTOS DEL GOLÁN

Lo he conocido en Damasco, en el ascensor de un pequeño hotel. Es palestino, pero parece un siberiano recién llegado de su tierra. Recias botas de fieltro en los pies, tabardo de abrigo ceñido con un cinturón, gorro orejero de piel en la cabeza. Por suerte, las tardes en Damasco son frescas; puede uno llevar una gruesa chaqueta guateada y no asarse de calor. Mientras subimos en el ascensor, saca de su bolsa una manzana y me la ofrece. La manera palestina de trabar conocimiento: ofrecerle al desconocido una fruta. La fruta es la mayor —en realidad la única— riqueza de Palestina; ofrecer una a alguien equivale a ofrecerle todo lo que se tiene.

Me invita a pasar a su habitación. No se quedará en Damasco más que una noche, mañana viajará a Beirut, a reunirse con Arafat. Hasta hace unas horas estaba en el frente. Es comandante en jefe de uno de los grupos de fedayines que luchan en el monte Hermón. No conviene preguntarle por su nombre ni por ningún detalle relacionado con su persona. Es de Galilea, baste con esto. Los fedayines del Hermón forman parte del grupo As-Saiqa, vinculado a Siria. Son el brazo palestino del ejército sirio.

En el frente tienen que llevar ropa de abrigo, chaquetas guateadas y gorros de piel, porque el Hermón, un monte tan alto como el Olimpo, está cubierto de nieve y es azotado por heladas ventiscas. Por la noche los hombres se mueren de frío, e incluso durante el día, cuando se producen bombardeos especialmente virulentos, pegados a la tierra sin mover un músculo durante horas, se congelan formando un todo con las rocas. Lamentablemente, no consiguen acostumbrarse a la nieve y al frío. Para ellos, es como si luchasen en otro planeta, un planeta remoto, extraño. El monte no para de cambiar de manos. El bando que toma la cima planta allí su bandera. Después se produce una nueva batalla y, las más de las veces, un cambio de bandera. Los que han caído abatidos por las balas sencillamente se quedan allí, en lo alto, pero el problema más grave son los heridos. Como no hay manera de transportarlos abajo, sufren mucho, porque el frío agudiza el dolor.

En las nieves del Hermón, los fedayines combaten en su guerra palestina. En la cima se producen las luchas más encarnizadas, cara a cara, cuerpo a cuerpo, a los dos lados de una misma roca, en un angosto saliente del cual se arrojan al abismo unos a otros.

En el fondo de este abismo se extiende, suavemente ondulada, una tierra gris, desolada y desnuda: son los Altos del Golán. Es allí donde está el escenario de la guerra sirio-israelí.

El comandante del Hermón me pregunta qué opino de las batallas en los Altos del Golán, qué opino de toda esta guerra.

Le digo que nunca había visto una guerra así.

La nuestra fue muy diferente y se acabó hace mucho tiempo, en 1945, en Berlín, en la Puerta de Brandenburgo. Era una guerra de millones y millones de personas. Las trincheras se extendían a lo largo de infinidad de kilómetros. No hay bosque en Polonia en el que, todavía hoy, no se encuentren vestigios de aquellas trincheras. Todo el mundo hizo un esfuerzo sobrehumano para sobrevivir a aquella guerra; con nuestras propias manos removimos toda la tierra del país. Cuando se oía la orden de ataque, de las trincheras salían como disparados auténticos enjambres de soldados, ingentes masas humanas cubrían los campos y llenaban los bosques y los caminos. No había lugar donde no se topara uno con un hombre armado con un fusil. En mi país, la guerra no perdonó a nadie, pasó por todas las casas, aporreó con la culata todas las puertas, incendió docenas de ciudades y miles de aldeas. La guerra hirió a todos, y los que han sobrevivido a ella no consiguen curarse, superarla. La persona que ha vivido una gran guerra es diferente a la que no ha vivido ninguna. Pertenecen a dos tipos humanos que nada tienen que ver el uno con el otro. Nunca encontrarán un lenguaje común, porque a la hora de la verdad la guerra no se puede describir, no se puede compartir; no se le puede decir a otra persona: quédate con un poco de mi guerra. Todo el mundo tiene que llevar a cuestas la suya hasta el final.

La guerra es la cosa más cruel por un motivo muy sencillo: por el atroz número de víctimas que se cobra. Aquellos compatriotas míos que llegaron hasta la Puerta de Brandenburgo pueden decir cuánto cuesta la victoria. Quien quiera saber qué precio hay que pagar para ganar una guerra como la nuestra, que se dé una vuelta por nuestros cementerios. Quien afirma que es posible alzarse con una victoria duradera sin sufrir grandes pérdidas, que es posible una guerra sin cementerios, no sabe lo que dice. Quiero insistir en una cosa: la esencia de la guerra consiste en que arrastra bajo sus negras alas a todo el mundo. Nadie puede quedarse al margen, sentarse cómodamente para tomarse un café cuando en ese preciso momento hay que ocuparse en lanzar granadas. En la guerra de Argelia tomaron parte todos los argelinos. En la de Vietnam, todos los vietnamitas. Los árabes nunca han librado con Israel una guerra así.

¿Por qué perdieron la de 1967? Se han dicho muchas cosas al respecto. Se han podido oír opiniones para todos los gustos: que Israel ha ganado porque los judíos son valientes y los árabes, unos cobardes; que los judíos son inteligentes y los árabes, unos primitivos; que las armas de los judíos son mejores que las de los árabes… Pero ¡no es verdad! A los árabes tampoco les falta valor ni inteligencia, y disponen de buen armamento. La diferencia radica en otra cosa: en la actitud ante la guerra, en la aplicación de estrategias militares distintas. En Israel, en la guerra participa todo el pueblo, mientras que en los países árabes sólo lo hace el ejército. Cuando se declara una guerra, todos los israelíes están obligados a partir para el frente; la vida civil queda suspendida. En Siria, en cambio, mucha gente se enteró de la guerra de 1967 cuando ésta ya había terminado. Y eso que el país perdió en ella un territorio estratégico de primer orden: los Altos del Golán. Siria perdía los Altos del Golán y al mismo tiempo, el mismo día y a la misma hora, a veinte kilómetros de allí, en Damasco, los cafés rebosaban de gente, hasta tal punto que muchas personas deambulaban en sus inmediaciones a la caza de una mesa libre. En la guerra de 1967 cayó un centenar escaso de soldados sirios, mientras que un año antes, en Damasco, durante una revuelta palaciega, hubo doscientos muertos. El doble de personas muere a causa de una pelea política que de una guerra en la que el Estado pierde su territorio más importante desde el punto de vista estratégico y el enemigo se halla a distancia de tiro de las puertas de su capital.

En el frente, el soldado puede ser mejor o peor, pero todo soldado es ante todo un ser humano. El joven es el que más arriesga porque la plenitud de su vida sólo acaba de empezar. Y de pronto el mundo se le viene encima. La muerte lo acecha por todas partes. Bajo sus pies estallan las minas, en el aire silban las balas y del cielo caen bombas. Es muy difícil aguantar en semejante infierno. Sabemos que junto al peor de los enemigos existe otro peor todavía: la soledad ante la muerte. El soldado no puede estar solo, no aguantará si se siente como un condenado, si sabe que, entre sus hermanos, uno está en un café jugando al dominó, otro chapotea en una piscina y otros más andan preocupados porque no consiguen una mesa libre en una terraza. Él tiene que sentir que todo lo que hace es necesario e importante para alguien, que alguien lo mira y le ayuda, que está a su lado. Si no es así, el soldado lo dejará todo y se irá a casa.

La guerra no puede circunscribirse exclusivamente al ejército porque su peso es excesivo y él solo es incapaz de llevarlo. Los árabes no lo creían así y perdieron. También le he dicho al comandante del Hermón que una de las cosas que más me sorprendían del mundo árabe era la total desconexión, el insondable abismo que se abría entre la línea del frente y el país en tiempos de guerra, entre la vida del soldado y la del comerciante, que los dos habitasen en mundos del todo diferentes, que les preocupasen cosas del todo diferentes: uno pensaba qué hacer para seguir con vida una hora más, mientras que el otro pensaba cómo apañárselas para vender su mercancía a mejor precio, cuando los dos problemas pertenecen a dimensiones incomparables.

Hemos salido a dar una vuelta por la ciudad. Nuestro hotel está situado cerca de la oficina central de correos y de la estación de ferrocarril, en el ajetreado centro de Damasco. Ante el edificio de correos se ve, sentados en la calle, una larga fila de limpiabotas. El lugar aparece verde de tantos uniformes como se concentran en él. Las batallas en los Altos del Golán se prolongan desde el alba hasta el ocaso, y por la noche los soldados bajan a Damasco. En pequeños grupos, pasean por las calles, hacen alguna que otra compra y, lo más habitual, van al cine. Pero antes de hacer todo esto, se detienen delante de correos para que les limpien las botas. Los Altos del Golán y espesas nubes de polvo son una misma cosa. Por eso las botas de los soldados, invariablemente grises, siempre piden a gritos un cepillo. Los niños que se afanan en devolverles el lustre y la elegancia militares lo saben todo de la guerra. Botas indeciblemente sucias, apenas reconocibles bajo una gruesa capa de polvo: combates duros, durísimos. Botas sólo ligeramente polvorientas: tranquilidad en el frente. Botas húmedas, como recién sacadas del agua: los fedayines luchan en el Hermón, donde hay nieve. Botas que apestan a petróleo y manchadas de grasa: un combate de tanques, los artilleros han tenido un día muy duro.

Las botas son partes de guerra.

El comandante del Hermón me hace notar que tamaño número de soldados reunidos en un mismo lugar y al mismo tiempo sólo se puede ver en Damasco, y, al otro lado, tal vez en Haifa o en Tel Aviv, pues lo que es en los Altos del Golán, allí no se ven. Los dos ejércitos permanecen ocultos bajo tierra, en búnkers y refugios, o parapetados en las torretas de sus tanques. Nadie camina ni corre por la meseta, en los caminos no hay ni un alma; arrasadas las aldeas, los Altos del Golán ofrecen un desolado paisaje lunar. Quien quiera ver a un soldado luchando como se hacía antaño, tiene que encaramarse al monte Hermón.

Los tiempos han cambiado y con ellos, la guerra. El ser humano ha desaparecido del campo de batalla. Lo que ahora se ofrece a nuestra vista es maquinaria. Vemos tanques y carros blindados, cohetes y aviones. Metidos en sus búnkers, los comandantes en jefe pulsan sus botones, observan en la pantalla unas saltarinas líneas verdes, desplazan uno u otro mando y vuelven a pulsar el botón. ¡Pif, paf, cataplum!: en un lugar distante estalla con estruendo un tanque, en un lugar del cielo revienta un avión saltando en pedazos.

De la imagen de la guerra ha desaparecido el rostro humano. «Oye, Dick», grita por teléfono el jefe de Camera Press dirigiéndose a su fotorreportero que cubre la batalla de los Altos del Golán, «¡me tienes harto con tus cohetes! Por una vez, ¡mándame la foto de una cara! Una simple jeta de uno de los tipos que allí se dan de hostias.»

Pero las simples jetas permanecen ocultas tras las mirillas de los tanques.

Cuando vi los cementerios de maquinaria bélica en Oriente Medio, pensé: «¡Dios mío, cuánto dinero tirado!» Kilómetros y más kilómetros de la zona del frente aparecían cubiertos por ingenios de guerra de lo más caro. En cada kilómetro cuadrado se amontonaban millones de dólares.

En octubre de 1973, una hora de guerra costaba veinte millones de dólares.

Pensé que, si el mundo no nos imponía la paz según los principios acordados por las Naciones Unidas, la humanidad pagaría por Oriente Medio miles y miles de millones de dólares, pagaría con el hambre en el Sáhara y en la India, con la inflación y el alto coste de vida, y esto porque no hay más dinero del que hay, y si se gasta en un lugar no quedará para gastar en otro.

El fedayín me lleva a casa de un amigo suyo, sirio él. Haciendo gala de la exquisita hospitalidad árabe, el anfitrión, pese a lo avanzado de la hora, se muestra encantado de vernos y nos invita a café y aceitunas. Es ingeniero y se llama Saleh Mujtar.

Dice que Siria está orgullosa de su guerra. A veces se escribe por allí que en Oriente Medio ha habido cuatro o incluso cinco guerras, pero se trata de un malentendido. Esta es la primera. Esta guerra ha elevado la moral de los árabes y ha sembrado inquietud en Israel, y no porque los árabes hayan ganado e Israel haya perdido: la victoria de los árabes consiste en que no han sido derrotados y el fracaso de Israel, en que no ha vencido. Se ha interrumpido la mala racha árabe. Resulta que para la guerra hay que madurar, alcanzar el temple necesario. A veces, hay que probar durante décadas para finalmente salir airoso del escenario bélico. Es la primera vez que Siria entra en un combate de igual a igual, y es todo un éxito.

El ingeniero dice que hay una gran diferencia entre el Sinaí y los Altos del Golán. El Sinaí está situado lejos del centro de Egipto y lejos del centro de Israel. Allí, los ejércitos pueden desplazarse docenas de kilómetros, hacia delante o hacia atrás, sin que la médula de Egipto y la médula de Israel queden afectadas. El tiro disparado en el desierto del Sinaí no alcanzará el corazón de ninguno de estos dos países. Todo lo contrario que en los Altos del Golán. El centro de Israel y el de Siria se tocan. El corazón de Israel está al alcance del disparo sirio y el corazón de Siria lo está del disparo israelí. Cada metro cuadrado de tierra en los Altos del Golán tiene vital importancia. La meseta tiene a lo sumo veinte kilómetros de ancho. A un lado se extiende el valle de Galilea y al otro, el de Damasco. No hay Israel sin Galilea como no hay Siria sin el valle de Damasco. La lucha es tanto más encarnizada por cuanto en los Altos del Golán se decide el futuro de las dos partes, más aún, su misma existencia.

Dice que antaño Siria era grande. Palestina, Jordania y el Líbano no eran sino sus provincias. Todavía a principios del siglo XX había tres superpotencias árabes: Egipto, Irak y Siria. Egipto e Irak siguen siéndolo, mientras que Siria, por obra de Inglaterra y Francia, ha quedado despojada de Palestina, Jordania y el Líbano. Pero la Gran Siria permanece en la memoria de la gente. Toda la orilla este del Mediterráneo, una buena y hermosa parte del mundo, nos pertenecía a nosotros, mientras que ahora no nos queda sino un insignificante pedazo. Para nosotros, Israel no sólo es un país extraño sino el invasor que ocupó una tierra, Palestina, que pertenece a Siria. Israel puede buscar acuerdos con Jordania, pero esto no tiene importancia porque el único país árabe con derecho a decidir el futuro de Palestina es Siria. Ni Israel ni Jordania pueden decidir los destinos de nuestra tierra. He aquí por qué Israel y Jordania combaten a los fedayines, y Siria, por el contrario, los considera hermanos y aliados: los árabes palestinos forman parte del gran pueblo sirio. Los dos, palestinos y sirios, han sido los árabes más perjudicados por el imperialismo. El imperialismo nos ha arrebatado Palestina y la mejor parte de Siria. Por eso mismo, los palestinos y los sirios son los más antiimperialistas entre los árabes.

De esta manera se me ha revelado un nuevo aspecto —uno entre mil— de la cuestión palestina. Esta vez, el sirio.

Todos sabemos que la vida es difícil y que no hay pueblo que no se doble bajo el peso de infinitos problemas. Hace mucho, mucho tiempo, todos los pueblos se dirigieron a Dios pidiéndole que les permitiese vivir mejor, que les quitase parte de sus preocupaciones, conflictos y asuntos que eran incapaces de solucionar. Dios se avino y les dijo: De acuerdo, que cada pueblo deposite en la tierra que yo elija esa parte del mal que le sobra. La tierra en cuestión es la de mi profeta Moisés, de mi profeta Jesús y de mi profeta Mahoma. Son hombres sabios y pacientes. Ellos sabrán qué hacer con todo ello.

Y los pueblos hicieron lo que se les dijo.

Pero como, exultantes de alegría por la divina bondad, fueron aportando, a cual más veloz, sus problemas y conflictos para depositarlos deprisa y corriendo en cualquier sitio y de cualquier manera, todo acabó por enredarse, embrollarse, enmarañarse, y se formó un nudo apocalíptico, un caos monstruoso. Por eso el problema palestino es tan difícil de resolver.