A mediados de mayo, Valentina y su familia salieron para Bilbao y yo para una ciudad del Bajo Aragón, donde había obtenido el puesto de mancebo de botica que pidió para mí el cura del pueblo de mi abuelo. Al mismo tiempo, me recomendó también el cura al rector del colegio de los escolapios.

Valentina y los suyos iban a pasar el verano en las montañas del Alto Aragón, en un hotel de Panticosa, en las crestas de los Pirineos. Don Arturo comenzaba a sentirse importante y triunfador. Había en Panticosa sanatorios antituberculosos de lujo, donde los enfermos se morían frente a los glaciares, bajo un soleado cielo azul, pero también había hoteles para gente sana que gozaba más de su salud al lado de un lago de agua de nieve, pensando en los agonizantes ricos, cuya fortuna no les servía ya para nada.

Conozco aquellas alturas. Tengo parientes en Jaca, en Sallent, en Benasque, en Boltaña y en Aínsa, ciudades montaraces y bucardizas. Y también en Fraga, y son todos ariscos, pugnaces y —cosa rara— las mujeres bastante anticlericales. Cuando pienso en esos territorios creo escuchar canciones campesinas:

En el valle de Gratal

ha llorecido la aliaga,

adiós, niña de la val,

adiós, ibones de Fraga.

Ibón es el nombre que se da en el Alto Aragón a las fuentes manantiales, y los latinistas dicen que viene de libón —trago—, pero yo creo que esa palabra puede ser muy bien una corrupción de Epona, la divinidad griega que vivía junto a los manantiales con estanque donde podía beber un caballo.

En esa misma tierra de Fraga una parte de la comarca habla catalán y la otra castellano, con algunas formas primitivas. Por ejemplo, asina en lugar de así y o en lugar de él.

Ea, mancebicas,

danzároslo asina,

que o pardal se casa

con a cardelina.

Hacia los altos de Aínsa se habla más primitivo aún, con ecos de barbarie que a mí me suenan bien:

O cura de las Colladas

toca la misa a martelladas

y o cura de san Feliú

toca la misa e non la diú.

El Bajo Aragón es más rico, más algarero y parlanchín. A medida que se sube montaña arriba, se va haciendo la naturaleza y la gente de Aragón más silenciosa. Hay días de aire quieto en las alturas de Gratal, en que el silencio nos pone el corazón en un puño. Hay lugares tan grandiosos que dan ganas de llorar. No de tristeza ni de alegría, sino de una especie de locura que nos viene cuando tenemos la sospecha de haber rebasado lo humano y de encontrarnos en esos espacios neutros donde se es más que hombre y menos que Dios, y sólo se puede callar y llorar, o tal vez dar alaridos como los lobos.

Por fortuna, en las faldas de aquellos picos blancos hay aldeas con mozas, mocicas y mocetas:

Mocica de los gratales,

la de la risa y el planto,

con el sol te escribo coplas,

con la luna te las canto.

Se habla de la montaña aragonesa con giros y voces que recuerdan los tiempos de Alfonso el Sabio, y hay profesiones —todavía hoy— increíblemente primitivas y pintorescas, por ejemplo, los raboseros (cazadores de raposas). Dice una canción de dance con ritmo sincopado:

Esos son, esos,

donde los ves,

los raboseros

de Banariés.

Estaba en la tierra baja. ¿Ciudad? ¿Villa? Lo que yo puedo decir es que se trataba de una pequeña ciudad alejada de Caspe —donde vivía mi gente— por una distancia no mayor de treinta millas, y que así como Caspe tenía dos ríos —el Ebro y el Guadalope—, la ciudad donde yo estaba sólo tenía este último. Por ella pasaba el tren de Zaragoza a Levante (a algún lugar entre Castellón y Tortosa, tal vez a Tortosa misma), mientras que por Caspe pasaba la línea general de Madrid a Barcelona. También en lo que se refiere a historia, Caspe era más importante. A mí me gustaba pensar todo esto porque en Caspe vivía mi familia. Yo no había estado aún en Caspe ni tenía ganas de ir, sin embargo.

En la pequeña ciudad adonde fui no había verdaderos pobres. Todo el mundo tenía un decoroso pasar y se contaban algunas docenas de olivareros ricos. El ambiente se mostraba reposado, seguro y con una especie de reserva de felicidad que la gente usaba o no, según las ocasiones, y que parecía distribuida por el municipio.

Era aquella la primera vez que yo iba solo a una ciudad desconocida. En el centro de la ciudad y en la calle Mayor, junto a la plaza donde el edificio del Ayuntamiento mostraba sus maineles góticos, estaba la farmacia del licenciado don Alberto, hijo único del médico más importante de la ciudad, y eran los dos caballeros amables a su manera y, según decían, muy ricos. Yo iba a la farmacia con el puesto de auxiliar, igual que en Zaragoza, pero en condiciones económicas diferentes. La farmacia me daba sólo habitación gratis y un salario mensual de quince duros, es decir, dos pesetas cincuenta diarias. Por doce duros al mes me preparaba las dos comidas diarias una familia campesina, a cuya casa (que no estaba lejos) tenía que ir yo dos veces cada día.

Así, pues, de mi salario me quedaban libres tres duros cada mes. Para vicios, como suele decirse, o para el desayuno.

Pero yo no tenía vicios aún, y el desayuno me lo preparaba en la farmacia. Un desayuno sintético. No fumaba. En Zaragoza había fumado a veces, pero sin placer y sin inhalar el humo. En realidad no fumaba, sino que, como otros chicos, quemaba el tabaco para dármelas de hombre.

Iba allí con la idea de acabar el bachillerato asistiendo a las clases de los escolapios. Me faltaban varios libros —casi todos del sexto curso— y no pensaba comprarlos, pero esperaba que algún otro estudiante me los prestara antes de los exámenes.

Eran el padre médico y el hijo farmacéutico las mejores personas que se pueden encontrar en la vida. A veces pienso con cierta angustia si les sucedería algo lamentable durante la guerra civil porque la ciudad estuvo casi todo el tiempo en manos vindicatorias. Es posible que los dos se salvaran, ya que eran bastante liberales y no había en ellos nada de beatería ni de reaccionarismo. Por otra parte, tal vez el padre médico había muerto ya.

Cuando yo lo conocí debía andar en los sesenta años y al comenzar la guerra civil debía tener ochenta. Prefiero pensar que había muerto. Se llamaba don Bruno y llegaba, se sentaba miraba alrededor y suspiraba:

—Los huesos se endurecen demasiado a mis años.

Luego hablaba de sus enfermos, pero aquel tema era poco ameno y me hacía contarle mis aventuras de estudiante en Zaragoza.

Me escuchaba sonriente y atento.

En cuanto llegué, me hice algunos amigos. El primero —pero el que menos me interesaba— era Eliseo V., hijo del secretario del Ayuntamiento. Este era amigo de mi padre, quien había dicho a veces, según su estilo: «Don Víctor es hombre de misa diaria». Con eso quería decir que era un dechado de virtudes, aunque después de las experiencias de Zaragoza con su asociado industrial de comunión diaria, seguramente mi padre lo pensaría dos veces antes de prestarle dinero. Por otra parte, don Víctor no era hombre que pidiera prestado a nadie. Todos en la familia eran gente responsable y, además del empleo relativamente importante del padre, tenían fortuna.

El secretario del Ayuntamiento, que antes había sido abogado en Zaragoza, no era caballero sino más bien lo que los franceses llaman un sieur. Llevaba, como ellos, barba corta y muy cuidada. Yo sentía respeto por él y si no llegaba a sentir devoción era porque entre su amable persona y la mía se interponía la de su hijo Elíseo.

Los primeros domingos después de mi llegada, venía a buscarme Elíseo con una especie de disimulada curiosidad, y salíamos juntos. Solíamos subir de paseo al castillo, que estaba en un calvero en el centro de la ciudad. Las murallas bajas se perdían entre las calles y, una vez arriba, se veía el pueblo tendido alrededor y además, una extensión campestre de más de veinte leguas. Los días claros se habría visto Caspe si no se interpusiera el cauce del río Guadalope que, a lo largo, ofrecía un horizonte neblinoso a causa de la evaporación. Ya se lo decía un día a Elíseo, cuando él me respondió de una manera de veras inesperada:

—Veo que tú te peinas hacia atrás.

—¿Eh? —dije yo, perplejo.

Él me miraba con una atención rara:

—Te peinas hacia atrás porque eso hace la frente más alta y despejada, ¿no es verdad? Anda, confiésalo. Yo me peino con raya a un lado.

En aquel justo momento —cuando me hizo esa chocante observación—, yo iba a explicarle por qué las piedras labradas que había sobre la gran puerta exterior del castillo se llamaban matacanes. Pero me quedé con la mano suspendida en el aire, señalando aquel lugar y sin saber qué responder. Era la primera vez que alguien me invitaba a pensar en mí mismo de una manera decorativa. Elíseo se conducía en aquel momento como una mujer, pero una mujer inútil para mí, puesto que era sexualmente inadecuada. No es que tuviera mi amigo ningún rasgo feminoide, pero iba a estudiar para abogado del cuerpo jurídico de la Armada y vestiría un uniforme atractivo para las mujeres. Entonces se casaría con una rica. Para esto habría que preocuparse de los problemas de la apariencia física, incluida la manera de peinarse.

Aquella tarde, estando los dos apoyados en un repecho al borde de la enorme explanada del patio de armas con la ciudad a nuestros pies, me dijo, tomando una expresión condescendiente:

—Tú trabajas para ganarte la vida. Comprendo que tu futuro sea más difícil que el mío, aunque también más meritorio.

Aprovechaba la oportunidad para humillarme. Por fortuna, a mí ese tipo de humillaciones no me hacía la menor mella. Me acordaba de Checa y callaba. Era Elíseo un chico limpio y bien vestido, muy blanco de piel y castaño de pelo, que iba a las procesiones con alguna clase de insignia en el pecho: la cinta y la medalla de los luises, por lo menos. Mientras llegaba la ocasión de tener otra condecoración en el uniforme blanco de la Marina (sin haber intervenido en operaciones de guerra, porque odiaba la violencia), desfilaba el día de Corpus cerca del palio, bajo el escandaloso voltear de las campanas.

No sentía yo amistad por aquel chico, pero tampoco sabía qué idea hacerme de él. Sin embargo, cuando venía a verme yo me entretenía oyéndolo divagar sobre lo humano y lo divino, siempre de una manera parcialmente razonable y parcialmente incongrua. No era sincero conmigo, ni tampoco yo lo era con él.

Un día, con su uniforme blanco —insignias doradas— encontraría la hija virtuosa de un padre rico. Peinado con raya a un lado. Entretanto, me miraba a mí y pensaba si mi pelo peinado para atrás o a un lado me daba un aspecto u otro.

Sin embargo, cuando lo veía entrar en el amplio vestíbulo de la farmacia me alegraba, a pesar de todo. Era el más burgués de mis amigos. Por él yo conocía el punto de vista y la opinión de aquel sector social de la ciudad. Porque comenzaba a sentir la necesidad de conocer y dominar por el conocimiento la ciudad grande o pequeña en la que vivía.

El farmacéutico era muy joven. Acababa de salir de la universidad y no tendría más de veinticuatro años. No se parecía a su padre. Era de cara flaca, larga nariz, color blanco lechoso, ojos hundidos, miope (gafas gruesas) y belfo un poco colgante. Como se ve, no era un Apolo. Su fealdad —con labios de camello— resultaba realzada por la manera extremadamente cuidadosa de vestirse. Los chalecos de fantasía eran su debilidad. En la puerta de la farmacia, con la chaqueta abierta, la mano en el bolsillo del pantalón, recostado ligeramente en el quicio y mostrando el chaleco de gamuza que era, como todos sus chalecos, diferente de los que usaban los demás mortales —recto y horizontal por el remate inferior, es decir, sin los dos picos acostumbrados— causaba sensación en las muchachas casaderas.

Por lo menos, él creía que causaba sensación.

Tal vez era verdad y, en todo caso, cualquiera de las muchachas en estado de maridar lo habría aceptado con entusiasmo, ya que era uno de los tres hombres de la ciudad que iban a ser realmente ricos a la muerte de su padre. Y si no era agraciado, era al menos joven y limpio.

El boticario estaba consciente de la codicia de las muchachas, y cualquiera en su caso lo habría estado. Pero en mi patrón el recelo tomaba a veces caracteres un poco exagerados:

—La hija del doctor Viñuales me quiere atrapar, pero ¿qué se figura? Hace muchos años que el hijo de mi madre no se chupa el dedo.

No se chupaba el dedo, pero se mordía las uñas. Fumaba mucho y me encargaba que le hiciera los cigarrillos en las horas libres, para lo cual tenía una maquinita y paquetes de tabaco mezclados de Cuba y Holanda, con gotas de ron o de brandy que los perfumaban. Yo se los hacía, pero a veces ponía el tabaco demasiado apretado dentro del cigarrillo y él no podía succionar porque estaba mal dotado en materia neumática (era estrecho y hundido de pecho), y entonces aquellos cigarrillos insuccionables me los regalaba a mí y me rogaba que en lo sucesivo los hiciera menos apretados.

Supongo que era un carácter un poco humorístico para algunas personas, pero no para mí, con quien se confiaba del todo. Aquella confianza me permitía ver sus interioridades, y claro está que con el conocimiento había una amistad y una gratitud implícita. Yo lo estimaba, aunque no tanto como a su padre.

Cuando venía don Bruno, que era todos los días porque entraba a la farmacia a descansar de sus correrías de médico, yo observaba que tenía una piel tostada y no lechosa como la de su hijo, una cara llena y ovalada, los ojos bien situados (no hundidos) y mayores, la nariz no tan larga y bien dibujada, y la boca sin belfo alguno colgante. No sólo parecían personas de distinta familia el padre y el hijo, sino incluso de distinta raza y país. Si había que comparar a don Bruno con algún animal, tenía que ser un león viejo, noble, fatigado y tolerante.

Sin embargo, don Bruno amaba a su hijo. Le había comprado la farmacia, le daba dinero y le había prometido un coche (en aquellos tiempos no lo tenía casi nadie). Yo pensaba: qué diferente el caso mío. Me parezco mucho a mi padre y sin embargo, se diría que él no quería tener nada en común conmigo. Elíseo le habría gustado más a mi padre. Es verdad que yo no aspiraba a ponerme un uniforme ni a casarme con una mujer rica. Valentina lo sería un día seguramente, pero la riqueza de mi novia la veía yo como una dificultad, más que otra cosa.

La idea de acabar el bachillerato cuanto antes me animaba a estudiar, y por la noche pasaba una o dos horas cada día leyendo los libros del quinto año. En el sexto había química (de la que tenía ya algunos conocimientos prácticos), agricultura, lógica, historia natural y rudimentos de derecho. Sólo la historia natural me asustaba un poco, porque allí no bastaba con leer los índices y divagar ingeniosamente. Había que conocer grupos, especies y familias minerales, vegetales y animales. Allí habría que trabajar de veras y saber distinguir un espécimen de otro, sobre la mesa del profesor.

Era interesante aquel burgo como lugar de estudio, porque había un elemento de fraude para los exámenes. Los profesores de Teruel solían ir al colegio de los escolapios a examinar a los estudiantes, y eran benévolos.

El colegio no me parecía serio, no sé si por hallarse en período de formación o de decadencia. Tenían un vasto edificio como suelen tenerlo las comunidades religiosas, pero no había orden ni responsabilidad en el trabajo y la atmósfera no inspiraba mucho respeto.

Quizá por haber estado antes en un colegio de primer orden como era el de Reus, aquel me parecía demasiado objecionable.

No era sólo en lo académico y pedagógico. Había cuatro o cinco frailes severos e incluso uno —que yo no conocía aún— del que decían que era santo. Lo llamaban «el santo del paraguas», y tardé en averiguar por qué. Casi todos se conducían bien con nosotros, pero advertí que había un padre José (trataba con chicos más pequeños que yo, es decir, en cursos inferiores) que tenía una expresión de cabra rijosa y que solía acariciar a sus alumnos, especialmente a los que llevaban aún pantalón corto y las piernas desnudas. Hay una edad en que la naturaleza no ha establecido aún sus distinciones genéricas, y el chico de once o doce años tiene rodillas redondas y muslos de doncella. Esos eran los que el pobre fraile buscaba. Acariciaba a algún muchacho delante de nosotros y si lo mirábamos extrañados, el fraile respondía con una ancha sonrisa inexpresiva, de una desagradable dulzura femenina. Era un hombre de edad media, con una especie de locura faunesca, y su risa me recordaba esas máscaras simbólicas que representan a Taha en las alegorías del teatro, siempre sonrientes e inmóviles.

Desde el primer momento el fraile se dio cuenta de que yo lo había entendido, pero sus perversiones eran tan escandalosas y tan incómodas de denunciar, que todos aparentábamos no ver nada.

Por esa razón y por las que he dicho antes, no tenía gran respeto por los escolapios, quienes tenían la reputación de ser demasiado duros con los estudiantes (les pegaban bárbaramente) o demasiado dulces, como aquel pobre pederasta.

Iba yo solo de vez en cuando —no todos los días— a los escolapios, porque no estaba matriculado como alumno regular. Me habría costado dinero y no lo tenía. Me trataban como a un chico aventurero y necesitado, aunque no necesariamente pobre, con una especie de admiración que no me disgustaba y de la cual pensaba abusar algún día cuando llegara el momento.

No sé cómo aquel fraile faunesco no dio algún escándalo vergonzoso. Tampoco entiendo que sus compañeros no se dieran cuenta. ¿Es posible que fueran tan inocentes? ¿O había en la comunidad esas costumbres homosexuales frecuentes en los monasterios, por las cuales el que más y el que menos se sentía culpable y no se atrevía a arrojar la primera piedra?

En aquella población, donde todas las cosas comenzaban a tomar un aire desmalazado como yo imagino que debían ser las comunidades judías o moriscas en la Edad Media y especialmente en el levante español (estaba bastante cerca de Tortosa y del Mediterráneo y se sentía a veces en el aire el reflejo del mar), allí, digo, no me extrañaban ni el colegio de los escolapios, ni el fraile faunesco, ni la falta de rigor en los estudios.

Aunque parezca extraño, la diferencia con Caspe —que conocí más tarde— era enorme. En Caspe había algo de la severidad castellana y de la gravedad del Alto Aragón.

En el Bajo Aragón se sentía, a través de la ligereza de las costumbres, alguna clase de ocio vicioso que gustaban todos, incluso los más pobres. El azar hizo que conociera algunos detalles chuscos de un género de relaciones humanas que no había visto en parte alguna. Por ejemplo, en la casa de campesinos donde comía, habitaban hasta quince o veinte familias. La casa era enorme, con apariencias de castillo antiguo, y el patio de piedra rodada del que partían muchas escaleras en distintas direcciones era grande y tenía puerta cochera. Una vez más era una de esas casas españolas que, si ahora tienen un vecindario plebeyo, han conocido tiempos mejores. Yo comía siempre solo y, en realidad, no conocí en aquella casa sino a la mujercita ya vieja que me servía. Era pequeña, con muchas faldas todas estampadas y acampanadas sobre medias blancas limpísimas y zapatos con hebilla. Tenía su jubón oscuro los días de fiesta y su camisa escarolada, y era regordeta pero ágil y movediza. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado, de modo que no se veía nunca un cabello fuera de su lugar. Si a esto añadimos una carita saludable de manzana reineta (un poco arrugada), la voz aguda y sin control, coloreada también como sus faldas, y unos ojos a un tiempo graves y amistosos, tendremos la figura casi completa.

Me servía unas comidas exquisitas y, cuando se trataba de legumbres (en cada comida tenía tres platos), después de servirlas cogía una alcuza y las rociaba con un aceite refinado de oliva que sabía muy bien. Yo veía que ella gozaba con mi buen apetito y seguramente se divertía preparando mi comida cada día, como las niñas pequeñas que juegan a las cocineras. Estaba acostumbrada quizás a cocer grandes calderas para la comida de las peonadas, en la época de allegar la aceituna.

Era la vivienda modesta y francamente campesina, es decir, de jornaleros, pero los suelos estaban brillantes, los utensilios de cocina resplandecían en los aparadores y, desde el primer momento, comprendí que vivir en aquella atmósfera podía ser confortable y que el marido o hijo o quien fuera que gozaba de los cuidados de aquella viejecita debía ser un hombre afortunado.

Pues bien, un día mientras yo comía, la viejecita a quien llamaban señora Bibiana salió al rellano que daba sobre el patio y desde allí dio una gran voz llamando a otra vecina. La otra se asomó y entonces la señora Bibiana, con la mayor naturalidad, preguntó:

—¿Ha venido el tío P… floja?

—No señora, pero no tardará mucho ya —le respondió la otra.

La señora Bibiana entró y siguió sirviéndome como si tal cosa. Yo aguantaba la risa y pensaba quién sería aquel vecino a quien caracterizaban por una circunstancia tan poco gallarda.

No hay que ver en estas cosas sino la inocencia angélica de la plebe, en quien la preocupación de las formas no ha adulterado aún la espontaneidad del carácter. ¿Qué necesidad tenía la señora Bibiana de medir sus palabras, si era seguramente la mejor madre o esposa del mundo y si cuidaba tan generosamente a su único huésped, es decir, a mí? Con formas o sin ellas, con una voz controlada o no, en realidad aquellas gentes eran irreprochables a su modo y cumplían su misión en la Tierra decorosamente.

Su misión era el culto de lo primario elemental.

Los artesanos eran honestos, y lo mismo los pequeños hortelanos y labradores. Su mundo no era el mío, y en él se podía llamar tío P… floja a un vecino sin que este se ofendiera y sin que nadie se alarmara. La palabra, a fuerza de ser usada, había llegado a perder su procacidad para todos, quizá. Pero yo llegaba de fuera y mi oído se escandalizaba.

Yo disimulaba la risa con el mayor cuidado y, con no poca dificultad, porque en aquel incidente habría sido ella —mi risa— lo único de veras indecente.

Ya digo que ese y algún otro detalle de mi vida en las primeras semanas me dieron una impresión nueva de la gente y las cosas. Es probable que fuera aquella la primera vez que entraba en contacto directo con el verdadero pueblo yo, solo en la vida y sin la protección ni el escudo de la familia. La gente era irregular y simple, pero no peligrosa. Nunca he creído en la peligrosidad de la gente ineducada y vulgar. Porque no son tontos, y sólo la estupidez es peligrosa.

Ahora pienso que juzgando en su conjunto las costumbres de los tres pueblos campesinos donde había vivido, se podría decir que el de mi abuelo era gótico, el de mis padres románico y aquel mudéjar. Tal vez cada uno de los cuadernos donde he hablado de ellos tiene el carácter que corresponde al lugar.

Zaragoza es barroca, estilo que va bien a la mayor parte de las ciudades cuando alcanzan una cierta extensión y complejidad. La historia dice que Zaragoza fue siempre una ciudad visigótica, pero yo no lo veo, al menos en su arquitectura y en la manera de conducirse la gente. Lo son algunas ciudades del noroeste, especialmente León. Zaragoza no es gótica, sino barroca.

Otros detalles que hacían la vida de aquella nueva ciudad para mí menos merecedora de respeto, eran los siguientes: en el castillo encontraba siempre que iba, especialmente en el recinto de los sepulcros, detritos humanos. Parece que algunas personas —muchas personas o sólo dos o tres, pero muy reincidentes— preferían aquel lugar para aligerar el vientre.

Otras cosas podría añadir. A la farmacia solía venir un hombre de unos sesenta años, fuerte, que arrastraba un poco la pata reumática. A pesar de sus enfermedades y de las aspirinas y salicilatos que tomaba constantemente, era de una rara jovialidad.

Mirando un día varios frascos y cajitas alineados cada uno sobre la receta correspondiente me dijo: «Muchacho, no hay que equivocarse. Porque una vez un boticario recibió dos recetas, una para un fraile de un convento (era una purga) y otra para un viejo que se casaba y quería portarse bien la noche de novios (un afrodisíaco). Pero equivocó los frascos y los dio cambiados. Así, el viejo novio estuvo toda la noche yendo y viniendo al excusado, con gran sorpresa y decepción de la novia, y el fraile andaba persiguiendo por los claustros a los novicios y dando grandes voces». Contando esto, el viejo reía a pesar de sus dolencias.

La farmacia estaba en la calle Mayor, pero la rebotica y las dependencias interiores, que eran muy profundas, iban a dar al lado opuesto de la manzana sobre una plazuela. Allí tenía yo mi cuarto, en la planta baja. En la plazuela estaba la colegiata, con su fachada renacentista de piedra y mármol y algunos muros que tenían labores mudéjares, si mal no recuerdo.

Frente a la colegiata había un antiguo teatro que ya no se usaba, y que los sábados y los domingos se convertía en cine. Como estaba tan cerca de mi habitación y era muy barato, yo solía ir y prefería la hora en que había menos gente, es decir, temprano por la tarde. Allí veía películas mudas muy malas, mientras una pobre pianista de gran cabellera color ceniza tocaba Los millones de Arlequín, La casta Susana o Carmen.

Mis ideas sobre la fidelidad masculina habían cambiado mucho. Me avergonzaba de mi castidad recordando la afición que me mostraba en Zaragoza la hija del farmacéutico y pensaba —idea muy española— que podía gozar de cualquier oportunidad sin comprometer mi alma de enamorado de Valentina. El amor era una virtud y el sexo una fatalidad viciosa. Lo pensaba con una tremenda sensación de culpabilidad, aunque no había caído todavía en pecado.

Mi dormitorio estaba cerca de la puerta de la calle y era muy espacioso. No tenía que preocuparme de barrerlo ni de hacer la cama. En España no se concibe que un hombre haga una cama ni limpie una habitación sino en el Ejército y en la cárcel, y por eso hasta en casos de personas tan humildes como yo (mancebo de botica), había siempre alguna mujer para atender a aquellas faenas. Todas las noches, cuando llegaba a mi cuarto lo veía limpio, la cama en orden y agua fresca en la jarra del lavabo. Nunca supe quién lo hacía.

Otro detalle debo contar por extenso porque fue, al fin, la gran aventura de mi vida adolescente y contribuyó mucho a la sensación de placentera irregularidad de mi vida. Un día estaba yo en el cine —un domingo a primera hora de la tarde— y la sala a oscuras. En aquellos tiempos no ponían aún luces sordas sobre las puertas ni otras señales en las salas de los cines. La oscuridad era, pues, completa con excepción de la pantalla. Yo me había instalado cómodamente en el centro de la sala casi vacía. No había nadie a mi derecha ni a mi izquierda, lo que me daba una gustosa sensación de holgura y señorío.

Delante de mí había tres muchachas a quienes no podía ver en la oscuridad, pero por sus cuchicheos y sus risas deducía que eran muy jóvenes.

Sentí la mano de una de ellas en mi rodilla y nuevas risas sofocadas o francas. Entonces, asombrado y sin comprender, me creí en el caso de ponerme en el mismo nivel y comencé a bromear. Malditas las ganas que tenía (llevaba dos o tres días escribiendo a Valentina cartas que no echaba al correo porque nunca me parecían bastante adecuadas), pero creía que estaba obligado como varón a responder de la misma manera. Le cogí la mano a la atrevida muchacha y le dije:

—Desde ahí te atreverás a hacer picardías, pero no desde más cerca.

—¿Qué dices? —preguntó con voz cristalina.

—Que no eres bastante valiente para venir aquí.

—Anda el señorico —dijo ella, cómicamente ofendida—. Pues no quiere poca comodidad. A ti es a quien te corresponde venir a mi lado, si quieres. Si yo fuera ahí, sería el mundo al revés.

No esperé que lo repitiera aunque, según decía antes, no tenía grandes deseos de mezclarme con aquellas chicuelas que a primera vista parecían campesinas analfabetas. Bien es verdad que para lo que yo las quería, sabían tanta filosofía como Sócrates, como se suele decir.

Pero así y todo.

Fui al lado de la más atrevida, que estaba en un extremo y se llamaba Isabel. Con ella había otras dos, y la del extremo contrario tenía ya sus veintiocho o treinta años. Esta daba una impresión experta e inquietante, y me miraba en los intervalos entre dos películas —cuando encendían la luz— con cierta altiva ironía, como si pensara: «No me interesas porque eres tú un pipiolo, para mí».

La chica que estaba a mi lado se llamaba Isabel, era linda, pizpireta y parecía arrepentida de sus libertades, pero sólo cuando encendían la luz. Con la luz apagada se atrevía a todo. Tendría dieciséis años y sus pechos eran pequeños y duros, sin sostenes ni excesivas telas defensoras. Además, como llevaba una blusa abierta en la cintura, yo metía mi mano por debajo y la acariciaba desnuda.

Al principio me sentía terriblemente culpable pensando en Valentina, pero luego descubrí con espanto que aquel sentimiento de culpabilidad añadía algún aliciente al pecado. Estaba ya de una vez para siempre marcado por la señal ibérica y en general común, quizás, a todos los pueblos católicos, según la cual uno pasa a ser miembro de la comunidad esquizofrénica que cultiva el amor como virtud y el sexo como vicio. Comprendí que aquella circunstancia me alejaba de Valentina más que todas las intrigas del irreductible don Arturo. Si la cabeza del jabalí me había acercado momentáneamente a él, los pechos de Isabelita me alejaban, y la culpa del alejamiento la tenía yo.

Entre dos mordiscos a los labios de la muchacha, sentía el vértigo de una desesperación de veras mortal. Y… placentera.

Era bonita la chica. Su piel, como mármol tibio. Cogía ella mi sexo con una mano frenética y yo le mordía suavemente los labios. Fue aquella mi iniciación en las cochinerías de los cines, donde todos los jóvenes españoles encuentran una compensación para su castidad católico apostólico romana. Ciertamente que no era gran cosa, pero en la adolescencia se aprovecha todo.

Al terminar la función, la amiga mía tenía las mejillas arreboladas y yo debía estar pálido. Habíamos hecho todas las cosas que pueden prácticamente hacerse en una sala pública con las luces apagadas.

Al salir miraba yo la puerta de mi casa, que estaba cerca, y pensaba que sería posible tal vez tener allí en mis brazos a Isabelita desnuda. Pero la más vieja de sus amigas, que se llamaba Trinidad, nos vigilaba con una expresión que podría ser de recelo. Y la tercera de las chicas parecía muda. No dijo una sola palabra. Miraba con ojos redondos y perplejos como un búho.

Me había dicho Isabelita en el cine:

—Esa chica grande es Trinidad, prima segunda mía. La llaman Trinidad de los huertos.

Imaginé yo —y más tarde vi que había acertado— que Isabelita admiraba a su prima porque se atrevía a acostarse como Dios manda con hombres hechos y derechos, es decir, que ya había pasado el período de las libertades en las salas oscuras.

Hice yo prometer a mi amiga que vendría al cine el domingo siguiente, pero un poco más tarde, porque así, cuando saliéramos estaría ya oscura la calle y tal vez sería más fácil, si venía sola, hacerla entrar en mi cuarto.

Yo no había tenido aún mujer alguna en mis brazos.

Aquel día, cuando me quedé solo en mi cuarto, estuve pensando en Valentina con no profundo sentimiento de culpabilidad.

Como decía antes, en España lo mismo que en todos los países católicos, el amor es una virtud y el sexo un vicio. En aquel caso el vicio era Isabel y la virtud Valentina, mi pobre Valentina lejana, que dormía sus siestas vernales frente a los glaciares y al lago de aguas frías, en una altura blanca y azul de ángeles y de hielos caminadores.

A veces es fácil para mí reconstruir lo que en aquellos días pensaba, pero no lo que sentía. Aunque mis ideas las recuerdo también sólo en lo esencial.

Acostado aquella noche en mi cama, en aquel cuarto que no era parte de un hogar, sino aislado y frío como una celda carcelaria, oía el viento contra las torres de la colegiata y era de pronto el mismo viento de los valles de Aragón, el viento de las grullas transhumantes, el de los vados con hielos tardíos de marzo. El viento, también, de los vagos sueños infantiles con azucareros blancos en las montañas y un Dios vagamente propicio que parecía entretenerse bordando las toallas del baño y marcando nuestra ropa interior.

En el silencio de mi cuarto y con la finura de reacciones que da el abuso sexual —siquiera vicioso—, gozaba de todo aquello en zonas de mi sensibilidad que habitualmente no usaba. Por eso la reacción era más aguda y el camino desde la sensación —el mugido del viento— al sentimiento, al afecto, a la idea, a la noción relativa de las otras cosas, a lo inefable religioso —a lo que los curas llaman el espíritu—, se hacía por una escala nueva y casi virgen o virgen del todo.

Ahora, desde la altura de mi experiencia humana, pienso que aquel era uno de esos caminos —por decirlo con cierta pedantería— entre lo inmanente y lo trascendente en la dirección de un dios inalcanzable, pero sin duda gozadero para mi alma voluptuosa, sin necesidad de adularlo como hace la gente en sus oraciones. Transfería a lo religioso mi problema con Valentina.

Pensaba en aquella muchacha —Isabelita— desnuda y la imaginaba en mis brazos, allí, en la misma cama, con una especie de deslumbramiento. Pensaba también que la vida tenía soluciones para todas las cosas, incluso las más difíciles, y que la mejor era la mujer. El placer de la mujer abarcaba todos los niveles del ser y los satisfacía todos. (Era, al menos, lo que yo pensaba entonces). Con ella podíamos andar caminos abstractos y concretos aunque estuvieran cruzados a menudo de señales falsas, porque en el entenderlas está el mérito y, a veces —todavía—, lo que es falso en un nivel es verdadero en otro más alto.

Ese camino es como la escala de Jacob, y tiene ángeles que se descuelgan del cielo como en un ejercicio de circo usando trapecios invisibles.

La escala de Jacob se deshace de pronto y quedan sólo algunas piernas obstinadas en el aire y un ala de plumas negras y amarillas. Reconstruir a un dios legítimo por esas señales es difícil, pero no imposible, como los arqueólogos que reconstruyen con un solo diente el esqueleto entero del megaterio.

Reconstruir a Dios partiendo de un solo dolor nuestro es difícil, pero no es imposible. Yo podría intentarlo, eso. También puedo reconstruirlo, a Dios, en el rumor del viento contra las torres de las colegiatas, pero no siempre hay colegiatas y a veces hay que reconstruirlo partiendo de hechos bien diferentes: por ejemplo, los muladares a los que van a dar con sus huesos y su piel hinchada los animales pobres. Porque hay animales ricos y pobres. Qué pena, los pobres animales pobres que van sin esperanza junto al campesino acongojado en esas aldeas españolas donde nunca llueve.

O bien las voces proyectadas a ras del suelo por las vestales que cuidan del frío sagrado y que recuerdan los balidos de las ovejas recentales, y se confunden y nos confunden.

Las otras también, las vestales del miedo, que dicen que esos balidos vienen de las almas que no pueden elevarse porque el aire está impregnado del vaho de la sangre.

Para ver si eso es verdad o no, hay que arrodillarse y poner el oído en la tierra y oír el tenue siseo de la escarcha que va cediendo bajo el sol y las alondras.

Pero el lugar mejor para esos ejercicios no es la tierra laborada, ni el paisaje de la hortelanía ni la ribera ni la mar.

Es, por ejemplo, aunque el lector se extrañe, el polígono de tiro que hay en las afueras de algunas ciudades aprovechando la oquedad natural de un barranco. (En este momento yo pienso en el polígono de tiro de Melilla).

Olvido decir que aquella aventura del cine contribuyó también a mi idea mudéjar de la urbe, o lo he dicho tal vez, pero vale la pena repetirlo.

Yo era entonces demasiado infantil para resistir la tentación de la arrogancia masculina y le conté al boticario mi aventura aunque considerablemente modificada para desorientarlo, porque bien estaba que conociera mi victoria pero no los términos exactos de ella, ya que era un macho, es decir, un posible rival.

La primera impresión del boticario fue de sorpresa y luego de una cierta envidia de galán sin fortuna. Él quería saber nombres, porque decía que conocía a toda la gente de su pueblo, yo le revelé —pérfido de mí— el nombre de Trini la de las Huertas. Entonces mi patrón frunció las cejas y puso un gesto agrio:

—Esa mujer —me dijo— es una grandísima lagarta. Una mujer de cuidado. Todo el mundo la conoce —añadió sonriendo a medias—. Es una mujer con mucha trastienda, y hay que recelar porque tiene sus trucos.

—¿Qué trucos?

—A lo mejor —explicó, distendiendo sus labios de camello de nácar— está embarazada y quiere encontrar un editor responsable para lo que nazca. A mí no me atrapan fácilmente, por muy avispadas que sean esas mujeres. A mí, no.

Parece que tenía razón y que Trini era esa moza fácil de todas las ciudades pequeñas que concentra en su generosa persona las malquerencias de los puritanos. Había tenido varios amantes y quería hacer compatibles los respetos de una sociedad convencional y los placeres del libertinaje, lo que en una ciudad pequeña es imposible. Mi patrón tardaba en decir la palabra definitiva y por fin la sustituyó con un eufemismo:

—Esa mujer es una raspa y yo, en el caso de usted, andaría con pies de plomo. Una raspa.

Después de un largo silencio, mi patrón preguntó:

—¿Dónde se ven ustedes? ¿O es demasiado preguntar?

—No nos vemos todavía en ninguna parte. Supongo que en el campo, nos veremos, si llega el caso.

El amor ilícito de los campesinos suele tener por techumbre el cielo estrellado y por lecho las agujas mullidas y bienolientes de los pinos. Yo era mancebo de botica y pobre como un jornalero del campo. Además, no quería confesar al boticario que mi conquista se llamaba Isabel y que esperaba llevarla al cuarto donde dormía.

Todavía hoy me maravillo de aquella habilidad precoz según la cual, en lugar de decirle a mi patrón que mi amante potencial era Isabelita, le dije que era Trini. Un viejo atavismo me hacía mentir en aquella delicada cuestión.

El boticario tenía pánico de Trini, y por su manera de hablar de las relaciones sexuales sospecho que no conocía otras experiencias que las de algún burdel de Barcelona o de Madrid. Más bien de Madrid, en cuya universidad había estudiado. Lo más cómico es que yo advertía, en su manera de hablar, como una reserva de admiración y de reconcomio. Tal vez de envidia. A él lo perseguían las muchachas casaderas (algunas muy hermosas, es verdad) para llevarlo al altar vestidas de blanco, y él las esquivaba prudentemente y se hacía valer. A mí me buscaban las pícaruelas de la ciudad con fines menos egoístas. No estaba yo en edad de casarme ni de sostener un hogar. Me buscaban porque la edad lo requería, y las vírgenes lo son para dejar de serlo y los adolescentes quieren besar y ser besados por adolescentes. Mi patrón tal vez me tenía envidia, pero era en todo caso una envidia sin veneno.

—Tenga usted mucho cuidado con esa calandraca —insistía, mirándome a través de las gruesas gafas que aumentaban monstruosamente sus ojos.

Yo pensaba que no tratándose de Trini la experta sino de la tierna Isabelita, no había que tener cuidado alguno.

Sin embargo, a veces me acordaba de la escoba de los sifilazos, de Letux.

La pobre Isabelita era como una fruta temprana, y no podía haber en ella bacilos demasiado mórbidos y mucho menos los espiroquetas vulgaris. Tal vez ella era casi inmaculada y si no lo era del todo se debía a mí, probablemente. Como ve el lector, ya comenzaba yo, macho incipiente, a hacerme ilusiones y a construir paraísos.

Como decía antes, el sexo es pecado en España, es decir, el amor magia blanca y el sexo magia negra. El sexo el demonio, y el amor el ángel.

Valentina era mi virtud y en cambio Isabelita mi vicio juvenil. La pobre Valentina comenzaba a ser víctima de los prejuicios de su clase social. Eran casi ricos y debían hacerse «casi inaccesibles». Todo en España es casi, menos los hombres y las mujeres del pueblo, que son lo que quieren ser, franca y totalmente, con todas las consecuencias. Como Checa, el mártir Checa, en quien pensaba cada noche al acostarme, como otras personas piensan en san Juan o en san Felipe.

Soñaba yo con Isabelita que vendría sola al cine un poco más tarde, el domingo próximo. No conocía yo de ella sino sus senos y sus muslos —y sus labios—, y su lengüecita de serpiente gustosa y viva. Nunca pude imaginar que tuviera la lengüecita de una virgen un sentido sexual. Iba aprendiendo.

Mientras llegaba el domingo, tuve que atender tareas mucho menos agradables, por ejemplo cocer flor de azufre en un recipiente de cobre y un infiernillo de petróleo. Como los vapores que salían de aquella mixtura eran de un olor a huevos podridos insoportable, el boticario me dijo que pusiera el infiernillo y el pequeño caldero en la puerta de la parte trasera del edificio, es decir, en el umbral que daba a la plazuela de la colegiata. Así los malos olores que infestarían aquella parte de la ciudad no serían relacionados directamente con la farmacia, sino más bien con el templo.

En mi casa, la gente que habitaba el edificio entraba y salía por la puerta de la calle Mayor y no por la plazuela de la colegiata, porque esta puerta se usaba sólo para los servicios. Mi patrón vivía con su padre en la casona provinciana donde había nacido, bastante apartada de la farmacia, en la parte más alta de la ciudad.

Toda aquella gente estaba lejos de mi apestosa tarea.

Aquel cocimiento de azufre tratado después con algún otro ingrediente, iba a convertirse en una pomada contra la sarna de los animales o de las personas. En la farmacia de Zaragoza donde había estado antes, no había vendido nunca nada contra la sarna, pero al parecer en las pequeñas ciudades mudéjares había sarna como en la Edad Media.

Durante tres días mi barrio entero olió a demonios coronados.

En la calle Mayor, frente a la farmacia, había un almacén de muebles, y el hijo del dueño, que era amigo mío, se pasaba el día en la tienda. A veces hablábamos a través de la calle. Era un joven de aspecto ordinario, pero tenía sus rarezas. Se escribía cartas a sí mismo, las echaba al correo y, cuando llegaban, las leía con una expresión intrigante y satisfecha. Eran cartas recordándose algunas cosas que tenía que hacer: por ejemplo, ir al sastre a probarse un traje, llamar a los carpinteros restauradores para barnizar algo o poner una pata nueva a un mueble.

Cuando vio que aquellas cartas intrigaban a sus empleados —un aprendiz y un oficial—, les dejaba que pensaran lo que quisieran y, naturalmente, ellos pensaban que eran cartas de mujeres. Se llamaba, mi vecino, Santiago.

Parece que, estimulado al ver que aquellas cartas que se dirigía a sí mismo intrigaban en el taller, comenzó a escribirlas de apasionado amor, en papel perfumado y firmando con el nombre de una mujer: Felisa. A veces me enseñaba a mí alguna de aquellas cartas, con un gesto de satisfacción y superioridad.

El que me puso al corriente de aquella manía de Santiago fue un chico de la escuela de los frailes escolapios, que se llamaba Tadeo y que era un pequeño monstruo de fealdad. Bueno, no tan pequeño, porque era el más alto de todos nosotros. Tadeo andaba siempre buscando dinero, y había tenido un incidente de cierta gravedad en su familia. Tenía una tía vieja y soltera que adoraba, como suele suceder, a un canario cantador. Fue Tadeo a pedirle a su tía cinco duros para alguna secreta e importante necesidad, y como su tía se los negaba, abrió la jaula, cogió el canario y lo acercó a su boca. Dijo, con aquella voz suya a veces cavernosa y a veces quebradiza:

—Si no me das los cinco duros, me como el canario.

Su tía corrió a quitárselo:

—Deja a Mimosín en paz.

De acuerdo con su amenaza, Tadeo se comió el canario. Se oyó el último grito del pobre animal dentro de la boca, mi amigo lo masticó sin prisa, lo tragó, fue tranquilamente al trinchero, se sirvió un vaso de vino, lo bebió y se fue pisando fuerte mientras su tía, caída en un sillón, era presa de un ataque de nervios. En intervalos regulares suspiraba:

—Mimosín…, Mimosín querido…, ¿qué, han hecho de ti, Mimosín?

Pero el canario estaba acabado sin remedio, y, cuando Tadeo vino a la farmacia minutos después y me lo dijo, le aconsejé prudentemente que tomara un vaso grande de leche porque le ayudaría a digerir las plumas. Él se encogió de hombros como si pensara: ¡Bah, canarios a mí!

La tía quiso vengar la muerte de Mimosín y acudió a su hermano, el padre de Tadeo, que era el notario del pueblo, pero este le dio la razón en todo y luego se rió a solas de la ocurrencia de su hijo y no le dijo nada.

Un día vino a la farmacia mi vecino, con una carta de Felisa en la mano. Yo miraba la carta de reojo y Santiago la dobló y se la guardó, como si quisiera decir: «Tu curiosidad es impertinente y no conseguirás la menor confidencia mía».

Daba Santiago la impresión de ser un joven furiosamente entregado a los placeres solitarios. Yo le recomendaba pildoritas de alcanfor, que son anafrodisíacas.

—¿Pildoritas? Yo no necesito nada. Yo me siento mejor que nunca —decía.

Solía llevar nueces en el bolsillo y partirlas y comerlas mientras hablaba. Yo sabía que ese fruto era un estimulante sexual, pero Santiago nunca atendía consejos. Estaba muy satisfecho desde que su padre había cambiado la razón comercial «Avendaño, mueblista», por «Avendaño, e hijo, mueblistas».

No solía yo ir a misa. Mi patrón no era muy católico y no se le ocurría ofrecerme, el domingo por la mañana (la farmacia estaba abierta hasta el mediodía), tiempo para asistir a alguna de las misas que se celebraban en la colegiata. Yo no iba. Pero me asomé alguna vez para comprobar lo que me había dicho Elíseo, es decir, que era un templo muy meritorio por su antigüedad.

No sabía entonces nada de arquitectura y apenas distinguía un estilo nuevo de otro antiguo, aunque delante de las obras de arte antiguas o modernas tenía reacciones.

Por ejemplo, cuando vi años más tarde El Escorial pensé en el arquitecto y me hice una idea de él. Un hombre con calzas rojas y barbas grises y rollos de papel bajo el brazo.

Esa idea mía de Herrera parecía un poco más autorizada por el hecho de que vivía yo en un parador que tenía el nombre del arquitecto, en una placita bautizada también con él. Fue Herrera un hombre de largos y hondos silencios, iguales a los del monasterio y de la plazuela de su nombre.

Todos decían que el estilo de El Escorial era demasiado frío. Yo pensaba para mí: Sí, tan frío que quema.

La casa donde yo vivía era de piedra y de la misma época de la construcción del monasterio, con un enorme patio casi medieval, habitaciones cuadradas de alta techumbre y muros encalados y austeros. Nadie hablaba pero, cuando hablaba yo, mi voz tenía eco en todas partes.

Mi parador tenía balcones de granito, con bolas ásperas en las esquinas.

Allí dormía yo mi sueño de hombre joven y, de día, pensaba en Herrera a través de su obra. Tenía una idea gratuita, pero muy concreta y favorable de Herrera, a través de sus estructuras de piedra. Era un místico de la forma, es decir, un hereje a lo divino, granítico extático.

Luego leí crónicas históricas y biográficas y conocí a Herrera documental y más directamente. Tuve que rectificar. Entre el autor que concebí, ideador y constructor de El Escorial, y la figura histórica, había diferencia. Si pudiera conocer personalmente a Herrera como hombre vivo y tratarlo como a un vecino o amigo, supongo que tendría que rectificar otra vez.

Esas rectificaciones escalonadas son todo lo que la sabiduría puede darnos, y en su sencilla complejidad nos ofrecen el fenómeno de nuestro conocer de la creación.

Y de su autor.

Por la naturaleza exterior y la nuestra íntima, nos hacemos una idea de Dios.

Luego lo vamos conociendo y tenemos que rectificar, no importa si para mejorar esa idea o empeorarla. Lo que cuenta es la rectificación.

Esas rectificaciones y reajustes se hacen sobre la base del conocimiento de lo nimio y de lo trivialmente exacto, en lo que se basa también el descubrimiento poético.

Por ejemplo, dos y dos son cinco y demostrar por qué. (Yo no tengo ya tiempo para intentarlo).

No sé por qué me permito estas divagaciones. Lo único interesante de mi vida no es lo que pensaba entonces, sino lo que hice y vi y viví.

Debía limitarme a mi relación. En aquella época yo tenía presentimientos de orden metafísico y, aunque no sabía en qué consistían, gozaba de ellos o sufría con ellos como cada cual.

Mientras llegaba el domingo, comencé a tratar de mezclar en mi imaginación a Isabelita y a Valentina, es decir, a confundirlas físicamente. Es posible que tuvieran algún parecido, porque Isabelita era también de color trigueño con una piel tensa y perlada.

No conseguía hacer de ellas una sola persona, pero la posibilidad de lograrlo me embriagaba y me daba una rara locura.

No pensaba en otra cosa. Aunque me hubiera olvidado de Isabelita, el boticario me la recordaba sin querer:

—¿Va usted a ver a Trini el domingo? —me preguntaba, con su voz metálica y aguda.

La mujer en quien él pensaba y la que recordaba yo eran diferentes.

Todos los amantes campesinos se citaban en la alameda, allí donde la ciudad comenzaba a hacerse agrícola. Un poco más lejos era ya campo agreste. Y mi patrón repetía lo mismo, aunque variando el calificativo de la Trini: «Es una mujer muy zorra». Oyendo al boticario, yo pensaba en Trini como en una de aquellas cortesanas famosas de la historia, aunque limitada al escenario mediocre de un pequeño burgo. Otras veces, el boticario me decía:

—Mucho ojo con esa pescueza.

Nunca dijo la palabra «puta», que tal vez le parecía indigna de sus labios de farmacéutico graduado en la ilustre universidad de Madrid.

A veces venían gitanos a la farmacia. Es decir, gitanas, porque ellos no se atreven a entrar en lugares limpios y de aspecto más o menos rico y procer. No se atrevían, porque sospechaban que habría alguno que les saldría al paso en la misma puerta y no les dejaría entrar. Con las gitanas había un poco más de tolerancia, por el simple hecho de ser mujeres.

Y sobre todo, si eran bonitas.

Pueden ser muy salvajes, las gitanas, aunque sean jóvenes y lindas. Recuerdo que una vez vinieron cuatro o cinco —siempre van en cuadrilla— y a la más bonita yo le dije un piropo. Ella me miró con iracundia y dijo a la que tenía al lado:

—Tú, pásame la navaja.

Entonces le dije que si iba a matar a todos los hombres a quienes ella gustaba, pronto se acabaría la población masculina. Ella se calló, mirándome de reojo con sus ojos verdes, amenazadora.

Luego se pusieron a hablar del busnó, de si había que hacer o no hacer daño al busnó, y de las fatigas que el busnó les hacía pasar.

El busnó es el macho cabrío y también el diablo y el marido engañado y, por extensión, el hombre que llevaba barbichuela, como el padre de Elíseo. Es probable que se refirieran a él, porque como secretario del Ayuntamiento debía a veces tomar medidas contra los gitanos.

Seguía dándome la ciudad la impresión de un lugar donde cada cual hacía su propia ley. Más tarde supe que en el siglo XVI una dama importante, Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices, fue penitenciada por la Inquisición en el mismo auto de fe en que fueron quemadas las personas más conspicuas del famoso proceso de los Cazalla. Se la acusaba de haber dicho que no había que confesarse con los curas, sino directamente con Dios, y que la Iglesia era un engañabobos. Aquella inteligente mujer podría muy bien haber nacido allí.

La proximidad del domingo me llenaba de esperanzas y también de sentimientos anticipados de culpabilidad en relación con Valentina. Yo le escribí varias cartas, una de ellas con una cita de Séneca: Curas leves loquuntur, ingentes stupent.

Que quiere decir que las emociones ligeras se expresan y las profundas no pueden decirse. Así me pasaba a mí con ella. Le hablaba también del castillo, y trataba con eso y otras cosas de prestigiar el lugar donde vivía.

Pero los castillos del Alto Aragón eran más viejos, y se confundían con la piedra basamental y se llamaban rocas fuertes. Había ermitas cerca, a veces, y si la ermita parece una avanzada del castillo, este tiene a menudo carácter religioso. Hay por allí coplas que suenan a la baja Edad Media:

De la ermita del Pueyo

a la almendrera,

ha perdido a niña

o que teneba.

En el Bajo Aragón se habla ya como en las ciudades modernas, pero en la parte del Alto Esera y en los lugares donde veraneaba Valentina se canta a veces:

Bailamos el alacay

con el chillo y el tambor,

si damos la cara al cierzo

lo bailaremos mejor.

Otras veces la canción es un refrán ligado a los vientos y las nubes que dañan o que hacen bien, según lo que traen, y así, cerca de Jaca se dice:

Nube que baixas d’Ansó

si eres agua ven acá

si granizo, tente allá.

Otras encontramos de pronto una estrofa que parece una raíz aún tierna y húmeda de los más elementales brotes de la más antigua y vieja y universal poesía. Tan simple, que parece expresada sin palabras y nos da una imagen viva e inalterada a lo largo de los milenios:

Vide al infante llorar

a la costa de su madre

y a las tetinas tetar.

Esa es la poesía a la que habría que volver, pero no es fácil, porque los poetas han perdido hace tiempo la inocencia.

La ciudad donde yo estaba era, como digo, tierra baja, con brisas ya del levante mediterráneo.

Yo pensaba: «Si Valentina supiera que tengo los domingos una amiga campesina a quien acaricio y que probablemente va a venir a mi casa, no sentiría celos». ¿Cómo era posible que Valentina tuviera celos? Por eso me parecía mi conducta más miserable.

Y sin embargo esperaba el domingo lleno de impaciencia.

Pero precisamente aquel domingo don Víctor V., padre de mi amigo Elíseo, decidió que íbamos al Cabezo del Cuervo, lugar donde unos profesores de Tarragona habían encontrado puntas de flecha y trozos de cerámica prehistórica. Don Víctor, que era hombre aficionado a aquellas cosas, decía que los yacimientos pertenecían al grupo almeriense y añadía con entusiasmo otras cosas no menos sensacionales.

Vino a la farmacia para llevarme a comer a su casa y salir luego todos de allí. Don Víctor, con sus barbas recortadas a la francesa, era como un agente del destino que velaba sin querer por la pureza de mi conducta. Yo no quería ir en modo alguno.

Pero ¿cómo iba yo a decir que no a un hombre afable, mayor y sobre todo barbado?

Cuando llegó a la farmacia estaba allí el médico don Bruno, y al decir que no me sentía bien y que me dolía la cabeza, me aconsejó que fuera con don Víctor porque aquella excursión me harían bien. Yo alegué que me esperaban en la casa campesina para comer, y que no había avisado. No quería ir al Cabezo del Cuervo ni tampoco a casa de don Víctor, y aunque este grave señor me parecía digno de respeto y amistad, era amigo de mi padre y me invitaba para complacerlo a él y no a mí.

Además, sus hijos se consideraban superiores por el simple hecho de que yo trabajaba en una farmacia y ellos no. Especialmente Elíseo, que además tenía dos años más que yo, lo que representaba una superioridad incómoda.

Como si el cambio de objetivos pudiera influir en mi decisión, don Víctor dijo, con el acento del que hace concesiones difíciles, que en lugar de ir al Cabeza del Cuervo iríamos al Cascarujo, donde había un yacimiento no tan antiguo pero muy interesante también, de un período mixto celta e ibero del siglo VI antes de Cristo. Don Víctor me hacía merced de quince mil años de desarrollo histórico, y esperaba a ver lo que decía.

—Es que… tengo que ir a avisar a la señora Bibiana, que me espera. Lo mejor será que vaya a comer allí.

—La verdad —comentaba el padre del farmacéutico— es que Pepe no tiene mucho interés por el Cabezo del Cuervo ni por el Cascarujo. Como dice la Biblia, «dejad que los muertos entierren a los muertos», ¿verdad?

Después de una breve discusión, don Víctor se rascó la barba sumido en graves reflexiones y dijo que tendría que ir a su casa, porque su hijo iba a prestarme los libros del sexto año del bachillerato, según mis deseos. Yo creía que su hijo podría traérmelos, los libros.

En fin, quedamos en que iría a comer a casa de la señora Bibiana y volvería a la farmacia, adonde vendrían a recogerme. Yo repetía de vez en cuando que no me sentía muy bien y que tenía zumbidos en el lado derecho de la cabeza. Dejaba sentada aquella premisa para maniobrar más tarde según como se presentaran las cosas.

Fui a casa de Bibiana. Aquel día había en su casa otra mujer y con ella su hija, una niña de unos catorce años, bastante lozana y atractiva. Yo la miraba demasiado, y las dos mujeres viejas se dieron cuenta.

Iba a marcharse la madre y hablaba de dejar a la mocita allí para volver más tarde a recogerla, pero mientras hablaba me miraba a mí con recelo, como si pensara: «ese chico se va a quedar aquí algún tiempo con ella y mi niña le gusta. Si se queda aquí con ella ¿qué le hará?». La madre me miraba a mí, la chica miraba a su madre y la señora Bibiana iba y venía con los platos, la sal, el pan. Todos callábamos, pero al parecer, pensando en lo mismo. Y Bibiana, con su voz alta y sin control, dijo de pronto, dirigiéndose a su vieja amiga:

—Deja aquí a la doncelleta y no pases cuidado, que el hombre y las bestias salvajes no hacen mal en el lugar donde comen.

Yo aseguré a las tres mujeres que tenía que salir en seguida porque me esperaban. Así, pues, con el postre en la mano volvería a la farmacia.

—¿Algún enfermo grave? —preguntó Bibiana.

—Muy grave.

Ellas se pusieron a hablar de la gente que moría y de si en la parte alta de la ciudad morían más jóvenes que en la baja. La chica de catorce años me miraba un poco impresionada, como si yo fuera un famoso doctor, lo que no me disgustaba. Ahora su madre parecía un poco decepcionada de que me fuera tan pronto yo, que había mostrado interés por su niña.

Como digo, volví a la farmacia, pero dispuesto a desairar a don Víctor, me acosté en la cama como si estuviera enfermo aunque sin desnudarme del todo, es decir, en mangas de camisa y sin zapatos. Cuando llegaron, les abrí la puerta:

—La verdad es que no me siento bien —repetí.

Elíseo miraba el cuarto con una curiosidad distante, como si pensara: «Aquí es donde duerme este ser ordinario que nunca pertenecerá al cuerpo jurídico de la Armada». Don Víctor tomaba en serio mi estado de salud y hablaba de avisar a don Bruno. Estaba visto que ningún pretexto me valdría y que estaban decididos a llevarme consigo, de grado o por fuerza. Yo me puse en pie, resignado:

—Está bien, vámonos. Cuanto antes, mejor.

—No, Pepe, si no quieres venir… —decía don Víctor, mientras Elíseo iba dejando en la mesa los libros que había traído.

Aquella atención me obligaba más, pero ¿cómo iba yo a sacrificar a Isabelita por una excursión con don Víctor al Cabezo del Cuervo?

Mientras salíamos, Elíseo dijo que habían decidido ir a los dos lugares, al Cabezo y al Cascarujo, como si dijera: ¿no quieres caldo? ¡Taza y media!

Venían otros dos hijos de don Víctor, muy pequeños. Uno se me aficionó en seguida y me cogió la mano. El otro no quería ser menos y se colgó de la otra. Los dos querían que les regalara pastillas de mentol de la farmacia, pero yo no les hacía caso. Me decía entre dientes, mirando al cielo: «Dejad que los niños se acerquen a mí… —como en la Biblia, pero añadía—: Y veréis la patada que les doy». Sin embargo, allí delante de su padre tomé un aire neutro, de circunstancias.

Probablemente Isabelita iría tarde al cine, como yo le había dicho, pero era posible que al ver la tardanza mía se enfadara y buscara la amistad de cualquier vecino, como antes había buscado la mía.

Esta reflexión me irritaba, como si yo tuviera ya derechos sobre Isabelita. Y trataba de imaginar que su vecino metía la mano por debajo de su blusa para cogerle un pecho desnudo, y luego el otro mientras la besaba frenéticamente. Entretanto estaría yo con un niño a cada lado buscando pedazos de cerámica en el Cascarujo (¡vaya un nombre grotesco!), o puntas de flecha en el Cabezo del Cuervo.

Iba haciendo don Víctor alardes de erudición sobre el período neolítico y la cultura almeriense, y explicaba cómo se hacían los enterramiento en un período y en otro. En todo aquello siempre debía intervenir alguna clase de patriotismo, y el barbado patriarca decía que los franceses no tenían nada tan antiguo como Morella y aludía al magdaleniense y al aurignaciense. Decía aquellas cosas dirigiéndose a mí, como si yo fuera un arqueólogo.

Viéndome aburrido y desanimado, trató de mostrarme el lado práctico de la excursión.

—Todo esto te puede servir para tus cursos en los escolapios, Pepe. ¿No te das cuenta?

Le dije que en mis cursos no había prehistoria ni cosa parecida. Había sólo historia natural. Y don Víctor añadió, irreductible:

—Muy bien. Mientras nosotros buscamos puntas de flecha, tú puedes buscar fósiles. Cada cual a lo suyo.

—¿A qué hora volveremos? —preguntaba yo, aburrido.

—No antes del oscurecer —decía Elíseo, que se dio cuenta de mi prisa y quería hacer las cosas lo más incómodas posible.

Pero don Víctor volvía a su tema favorito. En el Cascarujo había alfarería ibérica y también celta. Los celtas preferían pintar caballos y los iberos, toros.

—¿Está seguro de que son toros? Podrían ser vacas.

Al lado del camino había una comiendo hierba. Y el más pequeño de los hijos de don Víctor, soltando mi mano, señaló a la vaca y preguntó:

—¿Esa vaca es un toro?

Su padre rió y el chico, que tenía sus buenos seis años, comenzó a lamentarse de tener que caminar tanto. Yo lo miré por vez primera con simpatía.

—No te quejes —le dije para que lo oyera su padre—, que volveremos pronto. ¿Verdad, don Víctor?

Pero el busnó feliz volvía a decir que los celtas estimaban mucho al caballo. En cierto modo era el animal sagrado para ellos. Ese «cierto modo» no sé qué clase de limitaciones establecía. Para los iberos, en cambio, el toro era el animal tutelar.

Y el chico, sin haber tenido una respuesta sobre la vaca, decía que tenía sed. Yo le respondía:

—Tienes que aguantarte hasta volver a casa, porque el agua del río o de los arroyos es malsana y da fiebres, ¿verdad, don Víctor?

Él no solía escuchar, era hombre de fijaciones obtusas y encarnizadas. En aquel momento hablaba del neolítico del Cabezo del Cuervo y de las puntas de flecha de sílex.

El niño, que no quería caminar, me preguntaba:

—¿Es verdad que los antiguos hacían cuchillos de piedra?

—Verdad es —le respondió su padre— y esos cuchillos cortaban como navajas de afeitar, hijo. Yo podría afeitarme con esos cuchillos muy bien.

Dándose cuenta de que todos pensábamos en su barba, añadió:

—Si quisiera afeitarme, claro. Pero no quiero. ¿Cuándo he dicho yo que quería afeitarme?

Caminábamos de prisa y seguíamos hablando de las barbas. Poca gente usaba barba, entonces. Yo hablé de una mujer barbuda que vi en el circo, y todos pusieron gran atención. Añadí, por mi cuenta y mintiendo, que estaba casada y que conocí a su marido en los pasillos del circo.

—¿Tenía barba también? —preguntó Eliseo.

—No. Estaba afeitado. Vivía de las barbas de su mujer. Y yo le dije: su esposa parece hermosa a pesar de las barbas y todos nos preguntamos en el circo: ¿por qué no la hace usted afeitarse? El marido hizo un gesto raro y respondió: ¿Afeitarse? No. ¡Qué asco! Parecería un hombre.

Elíseo me miró sin reír, extrañado. Los pequeños rieron por cortesía y el que rió de buena gana fue don Víctor:

—¡Qué salidas tienes! —me dijo cuando acabó de reír—. Ya me había dicho tu padre que eres un sinsubstancia.

Seguía Eliseo mirándome con una curiosidad despegada, y un poco celoso porque había hecho reír tanto a su padre.

Tardamos bastante en llegar al Cascarujo, y cuando llegamos calculé el tiempo. Por fortuna, no era hora todavía de comenzar el cine, y mi Isabelita no estaría aún allí.

Don Víctor nos desplegó como a un Ejército en ataque, y al decirme cuál era mi puesto, repitió condescendiente: «Tú no tienes que buscar pedazos de alfarería, sino fósiles». Yo callaba y pensaba: «¿Qué más fósil que tú?».

A mí el pasado y el futuro me eran indiferentes. Me interesaba sólo el presente y no precisamente el de Cascarujo (¡vaya un nombre desdichado!). El niño que preguntaba si la vaca era un toro, vino y me cogió la mano, pero su padre, como un capitán en acción, le llamó al orden y le hizo volver a su puesto. Iban todos mirando al suelo y caminando despacio como si estuvieran muy tristes, y don Víctor quiso reanimarnos diciendo que si descubríamos algo sensacional podríamos hacer ilustre nuestro nombre como el marqués de Cerralbo, gran arqueólogo.

Y concluía:

—Nuestra línea es la misma línea celtibérica de Numancia, que derrotó a los Escipiones romanos.

El lado patriótico no se le olvidaba nunca a don Víctor.

Yo pensaba que sería una desgracia encontrar algo, porque el hallazgo le estimularía a seguir buscando. Él hablaba de Numancia y del marqués de Cerralbo con gran abundancia de datos.

No quería yo hacerme inmortal encontrando cazuelas rotas o fósiles, sino ser mortal y ordinario al lado de Isabelita. Al fin, también la mujer ofrece alguna forma de inmortalidad en la fecundación y en la sucesión de las generaciones, y es un poco más amable ese procedimiento que el del marqués de Cerralbo en Numancia.

Naturalmente, esto no lo decía. Tampoco lo pensaba, pero lo sentía en mi sangre mientras los otros buscaban cazuelas rotas.

Si he de decir la verdad, no esperaba mi iniciación en el amor sin un poco de inquietud. Habría sido mayor si la mujer, en lugar de ser mi Isabelita semivirginal (tal vez virginal), fuera la experta Trini. Al fin, mi supuesta amante sólo tenía un año más que yo, y estaba quizá tan deseosa de llegar al acto como yo mismo y más inquieta, porque la mujer arriesga algo, en eso, mientras que el hombre no arriesga nada. Si hubiera sido Trini, ella tendría la iniciativa y yo habría sido víctima de una especie de violación. Pensando en esto, recordaba lo que me contó un estudiante de los escolapios, chico muy simple, diciendo que a un pobre vagabundo que vivía debajo de un puente lo violaron cuatro lavanderas desvergonzadas. Cuatro, una detrás de otra, al pobre hombre.

Pensando en Isabel mientras buscábamos testimonios de la vida del pasado, yo sentía el deseo y el recelo compensados. Y un inmenso aburrimiento. «Para esto sirve la vida de familia —pensaba—, para destruir lo que hay de vivo en la gente». Si los amigos de la familia, por ese simple hecho, son ya nocivos y nefastos y le llevan a uno a lugares tan absurdos como el Cascarujo ¿a qué miserables lugares no le llevará la familia misma?

El caso era que don Víctor encontró algo empotrado en el suelo y nos llamó en su ayuda. Comenzamos a excavar alrededor cuidadosamente porque, según don Víctor, tan importante como el objeto era el lecho en el cual estaba. Era un casco de pichel o tinaja, pero mientras buscábamos en el lecho yo hice alguna torpeza y el casco de tinaja se rompió.

—Caramba, Pepe, a ver si pones atención, porque parece que estás en Babia.

—¡Bah!, eso no tiene ningún valor.

—¿Quién sabe si tiene valor o no? Primero vamos a desenterrarlo.

Cada vez que los niños estaban libres de la atención de su padre volvían a mí, y el más pequeño me cogía otra vez la mano. Había decidido hacer de mí su niñera. Bah, niños. Yo tenía millones de gérmenes en mis glándulas, gérmenes nuevos y nunca usados, aún. Cada uno de ellos era un niño en potencia y todos gritaban en mi sangre pidiéndome que les ofreciera la oportunidad, la única que iban a tener de venir a la vida. Muchos se malograron el domingo anterior y perecieron en la frialdad de la sala oscura, surgidos con vivacidad y alegría a una nada viciosa. Aquello no debía repetirse, pero tampoco podía evitarlo.

Aquel era mi día, el día en fin de mi primera cita seria con una verdadera mujer, pero se había interpuesto el busnó. Don Víctor quería hacer ilustre su nombre y allí estaba yo, esclavo de su gloria.

Por fortuna el trozo de cerámica era de un cántaro moderno roto en alguna fiesta campestre y, para mayor ignominia, en el lecho se encontraron dos botones de gabán y un pequeño harapo al que habían estado cosidos. El cántaro tenía, por si quedaba alguna duda, un letrero que decía: «Viva mi d…»: La parte que faltaba era fácil de reconstruir: «Viva mi dueño». Yo aguantaba la risa y don Víctor, que se había hecho tantas ilusiones con aquel hallazgo, se decepcionó y por un momento creí que iba a dejar las búsquedas para otro día.

Lo que hizo fue cambiar de lugar. Por otro lado de la colina se puso a apartar una capa de cuarzo y feldespato (esos toscos cristales naturales que se llaman «espejuelos de asnos»), con el mismo buen ánimo de antes. Yo dije al niño pequeño que aquellas piedrezuelas planas y transparentes se llamaban «lentes de burro» (traduciendo el nombre al lenguaje vulgar), y al chico le dio tanta risa que el mismo padre interrumpió el trabajo y se lo quedó mirando, intrigado. El muchacho, con el aliento cortado, repetía:

—¡Espejuelos de burro!

—¡… de asno! —corrió don Víctor, y en aquel momento se le cayeron sus propias lentes.

La ocurrencia hizo reír más al muchacho, quien repetía: «¡Gafas de asno!». Pero su padre volvía a corregir:

—No gafas, sino espejuelos. ¡Espejuelos de asno!

Y se ponía los suyos, después de haberlos limpiado contra la chaqueta.

Al salir de casa yo había confiado en que podría haber una tormenta, algún hecho inesperado que nos obligara a volver, pero el cielo estaba limpio como una patena y sin la más pequeña nube. Para justificar mi impertinente desaliento, dije que lo mejor sería volver otro día con un mapa de aquellos lugares donde los arqueólogos habían excavado anteriormente, es decir, con alguna clase de orientación y no a ciegas. Porque, yendo a ciegas, sólo encontraríamos espejuelos de asno.

Su padre interrumpió la búsqueda, me miró encarnizada y silenciosamente y comenzó a explicar qué lugares de aquel valle eran los más probables y cuáles los menos. Yo me permití decir, sólo por poner dificultades, que el lugar donde estábamos no era a propósito porque los antiguos, igual que los modernos, cuando levantan una vivienda en el campo buscan siempre un terreno donde el agua de lluvia no se estanque y no pueda llegar fácilmente el río en caso de crecida y de inundación.

No sé si en serio o en broma, don Víctor me preguntó cuáles eran los lugares según mi opinión, y yo los indiqué al azar. «Pues allí —dijo él— vas a ir tú solo, a ver lo que encuentras, ya que sabes tanto».

Se sentó y nos sentamos todos cerca de él. Entonces se puso a hablar de religión, dijo lo que sucedía en el cielo, en el purgatorio y en el infierno y después preguntó al chico menor a cuál de aquellos sitios quería ir.

—Yo quiero ir a casa —dijo, muy razonable.

Todos soltaron a reír.

Estuvo don Víctor un momento vacilando (se diría que se le contagiaban nuestras impaciencias), pero se reafirmó en sus propósitos y comenzó a marchar en dirección de los promontorios que había indicado.

—Microlitos. ¡Aquí hay microlitos!

Mientras yo acudía a su lado, él decía a su hijo mayor que hasta entonces aquellos yacimientos habían dado sólo alfarería celtibérica y alguna falcata y hebilla de hierro, pero que él encontraba microlitos.

—Es del aurignaciense —dijo, mostrando unas puntas de sílex de forma triangular.

Yo no entendía una palabra, aunque recordaba las expresiones de los historiadores del neolítico, y dije: «¿No será perigourdiense?». Don Víctor me miró, sorprendido y con el gesto del que se siente insultado. Su hijo Eliseo, que en aquel momento tenía una expresión femenina o seráfica —solía tenerla siempre que hablaba con su padre— me miró con desdén y dijo:

—¿Qué sabes tú de esas cosas, Pepe?

Por si no bastaba, Eliseo añadió que yo siempre estaba hablando de temas para los que no estaba preparado.

Dije a don Víctor, sin dignarme responder a su hijo, que aquello que parecía punta de flecha y que me estaba mostrando no era sino un microburil o microescalpelo (palabra que vagamente recordaba de mis textos escolares), y don Víctor pareció de pronto interesado en mis opiniones. Con asombro de su hijo, me dio la piedrecita, que yo observé con aire experto.

—Tiene usted razón —dije, devolviéndosela—. Parece ser una punta de flecha.

Creía don Víctor que podría haber algún enterramiento en los alrededores y que la flecha podría pertenecer al ajuar de un difunto. Yo seguía opinando como si de veras supiera de aquellas cosas. Don Víctor no tenía por qué dudar de mis conocimientos.

Eliseo se desentendió de nosotros y se puso a buscar por su cuenta. Decía que quería encontrar alguna fíbula de hierro, y su padre le dijo:

«Tú confundes las épocas. Serás un hombre de ley, pero no un arqueólogo». Luego añadió:

—Yo encontré una fíbula de codo, pero no aquí sino en San Antonio de Mazaleón.

—¿Y qué hizo con ella?

—Se la envié al marqués de Cerralbo.

Podía haberlo imaginado.

Para llamar la atención de su padre, preguntaba Eliseo desde lejos si la alfarería con incisiones era más antigua que con excisiones. Y me miraba a mí, altivo. Su padre le respondió que incisiones y excisiones se encontraban en un mismo objeto y eran, por lo tanto, de la misma época.

—Por lo que veo —le dije a Eliseo— te has perdido una oportunidad para callarte.

Estas palabras hicieron reír a don Víctor, pero entretanto el segundo de los hijos, del que no he hablado aún, quería llamar también la atención de algún modo por el sistema gastro-urointestinal, es decir, que si para hacerse conspicuo Eliseo hablaba de fíbulas y el pequeño quería ir a casa y no al cielo, este chico tenía deseos de evacuar sus intestinos.

—¿Dónde? —preguntaba.

—Donde no te veamos, hombre —decía su padre, impaciente—. Eso pertenece a la vida privada de cada cual. Detrás de aquella colina.

Estimaba yo a don Víctor por su bondad natural y por aquella manera que tenía de «gozar de sus hijos», que mi padre no había aprendido ni aprendería ya nunca. Porque don Víctor gozaba de ellos como una gallina de sus pollitos.

Pero entretanto, el sol descendía sobre el horizonte y llegaba la hora del regreso. No era muy tarde. El hambre de los chicos aconsejó a su padre dejar las búsquedas, y comenzamos a regresar.

Caminaba yo más ligero que los otros, pensando en Isabelita, y me despedí de ellos al llegar al paseo de la Alameda.

Entré en el pueblo con sol todavía en los tejados, me fui directamente al cine y, en la oscuridad, me senté en el mismo lugar del domingo anterior. Cuando mi vista se acostumbró a las sombras vi que mi retozona amiga no estaba. Tampoco las otras dos.

Calculé que podía llegar todavía, y traté de interesarme en lo que sucedía en la pantalla. Se trataba de un film donde exhibía sus gracias un galán de una belleza equívoca. He sentido siempre un odio instintivo por esos tipos de teatro o de cine que triunfan por sus atractivos físicos y nos disputan a nosotros la imaginación de las dulces hembras. La imaginación, y también ocasionalmente, como es natural, el lecho. Es decir, admiro a donjuán y siento por él una especie de devoción, pero donjuán no era un efebo con ojos insinuantes y gestos decadentes. No había en don Juan Tenorio —al menos el que uno imagina— nada narcisista.

Mi joven novia me había olvidado o tal vez acudió y, al ver que no estaba, se acercó a otro y se fue con él. Oh, fémina vágula, blándula.

Sentía cierto desaliento. Era mi primera frustración en materia sexual. Habría de tener otras, pero era una materia en la que no acabaría por educarme. Todo el mundo se domestica y aprende. Yo, no. Morimos de viejos algunos, tan ilusos y doctrinos (o tan agrestes e ilusos) como a los quince años.

Salí del cine antes de que terminara porque era hora de cenar, y me fui como siempre a casa de la señora Bibiana, a quien le dije que había andado de excursión por el campo.

—¿Adónde han ido? —preguntó ella con su chillona voz.

—Al Cascarujo.

—¿Adónde dicen que hay una reina mora enterrada?

Mientras comíamos, hablábamos y me aventuré a preguntarle quién era el tío P… floja: para decir este nombre tuve que hacer un esfuerzo y superponerme a la vergüenza. Ella replicó, sin la menor extrañeza:

—Es un hombre muy cabal, mejorando lo presente.

Esto de mejorando lo presente se lo agradecí. Y me contó cuando aquel vecino entró en quintas (el mismo año que su marido), cuando se casó, los hijos que tuvo a pesar de su apodo (esto del apodo no lo dijo ella, pero yo lo imaginaba) y otras muchas circunstancias, por ejemplo, que había hecho algún dinero comprando orujo y revendiéndolo como combustible.

Mientras ella hablaba, yo pensaba en Isabelita. Aquella noche volví a mi habitación despacio, y todas las muchachas que tropecé por el camino me parecieron Isabelita.

Ya en mi cuarto, me acosté, y sin otra luz que el reflejo de un farol que entraba por la ventana, estuve algunas horas pensando en mí y en mi futuro. Cada día era no poco más viejo y me acercaba a la edad temible de las responsabilidades. «Por ahora soy sólo un muchacho y los demás me conceden los privilegios de mi edad», pensaba. Era «un muchacho», pero en cuanto pasaran algunos años entraría en la gran masa uniforme. Sería una parte de eso que llaman «gente» y al mismo tiempo que lo pensaba sentía una vaga inquietud, por las responsabilidades que tendría como tal «gente».

La ausencia de Isabelita me hizo pensar en mí mismo seriamente y con una cierta contrición —cosa rara— por el no cometido pecado.

Lo único importante —me dije— es que debo acabar el bachillerato, como prometí a Valentina. Si fallaba en aquella empresa, tal vez fallaría en todas las demás.

Iba a encender la luz y a ponerme a estudiar, pero decidí dejarlo para el famoso «mañana». Me dormí pensando, humorístico aburrido y burlón, en Eliseo y en sus dos hermanos. Los tres estuvieron toda la tarde celosos entre sí por las preferencias del padre, y Eliseo se comparaba conmigo y la consecuencia era (como la de todas las comparaciones) inquietante. Es lo peor de las relaciones sociales, la necesidad de la comparación. Creo que es Shakespeare quien dice que «las comparaciones huelen». No dice que «huelen mal», sino que huelen. El mal olor se sobrentiende. Tener olor no es lo mismo que tener aroma.

Algunos chicos se comparaban conmigo —digo de los de la escuela— y por el hecho de estar yo empleado en la farmacia, me consideraban por un lado inferior y por otro superior. Cuando trabajaban los chicos de mi edad no hacían sino barrer y llevar recados. Yo estaba en la farmacia como un empleado mayor, manejando venenos y sales y álcalis y maniobrando con ellos.

Eran agradables las cosas que pensaba, y la decepción de Isabelita había sido cancelada. Yo tenía esa cualidad. Podía suprimir a voluntad las cosas que me molestaban, si no eran demasiado dramáticas. Esperaba encontrar a la muchacha el domingo siguiente, en el cine. Tal vez ella no tenía vacación sino cada quince días, costumbre frecuente en muchas casas con las doncellitas.

Y como digo, me dormí.

No necesitaba yo entonces recurrir a juegos de ilusión ni a trucos conmigo mismo para que llegara el sueño. Cuando estoy desvelado, tengo que pensar en cosas al mismo tiempo interesantes e indiferentes, es decir, que interesen sólo esa zona de inteligencia que está activa durante el sueño. Pienso a veces cosas raras y neutras, para proponerle el sueño a mi cerebro. Por ejemplo, anoche pensaba antes de dormirme en el polígono de tiro de Melilla. Me han dicho que durante la guerra civil se hacían allí ejecuciones. Yo imaginaba esas ejecuciones a mi manera, para estimular la parte del cerebro que se ocupa de las imágenes falsas del sueño.

Por ejemplo, imaginaba que la persona que tiraba con la ametralladora era tal vez una dama vestida con un pijama rosa.

Antes de tirar esperaba la mujer que se disipara esa neblina que flota sobre el campo de tiro, igual que en esos jardines otoñales con estanques y musgo gris donde hay un zapatito de niño olvidado.

El polígono que yo recuerdo tenía barandales de origen levantino, con los intersticios grises de mar o cielo. En ellos se había enfriado antes alguna clase de gloria fenicia.

Anoche pensaba al mismo tiempo en dos cosas, las dos con calidad onírica. Por ejemplo, el polígono de tiro y la escala de Jacob.

Las pequeñas cosas de la escala de Jacob y las que flotan entre lo inmanente y lo trascendente del jardín de Platón, esas cosas pequeñas son las mías.

Las caracolas llenas de rayas helicoidales por las que circula un rumor muerto, pero no extinguido. Siguiendo aquellas rayas, yo caía a veces en el sueño.

Tenía repertorios de rumores como el de las palmas de Denia colonial, porque esas palmas sueñan en las patrias donde no cuenta el domingo, allí donde

sólo existe el aliento entre los labios

y el silencio vibrando en la delicia.

En el polígono de Melilla un hombre murió y fue a caer sobre las piedras del laberinto que da al norte, allí donde menos esperaba. En la oposición o conjunción de ángulos, donde los ecos son devueltos después de repercutir tres veces.

En aquel mismo lugar se recogían los peregrinos de Yebel Alan a descansar, y descansaban evitando las ideas sangrientas aunque sobre el talud había siluetas móviles bastante sugeridoras.

Con ellas, los cabos furrieles y los jóvenes del reemplazo jugaban a las victorias en días fijos.

Algunas balas maullaban como gatos, otras balaban como recentales, pero faltaban aún esas granadas que llegan por el aire con un gemido igual que el de las norias, como si los espacios estuvieran oxidados.

En aquel polígono había momentos en los cuales el amor se hacía aborrecible, pero nunca grotesco y ni siquiera cómico.

Allí aprendí yo a ver cómo Dios se contempla en los espejos de nuestras almas, especialmente los días nublos con un poco de fuego en las vertientes.

Había alacranes rubios, que son los más peligrosos, y otras amenidades funestas. Todas juntas no llegaban a ser sino un pequeño accidente luminoso en la escala de Jacob. Por ejemplo, las mujeres demasiado virginales y condenadas por esa razón a formas raras de supervivencia.

Esas cosas u otras parecidas suelo pensar para llamar al sueño, ahora.

Había lugares alrededor del polígono de tiro donde la hierba estaba un poco roja y unos decían que era sangre, otros óxido de hierro. Todavía los más enterados decían que era un césped especial, cuyas semillas vinieron de la tundra de Groenlandia.

Pero la sangre humana viene de más lejos que todo eso.

Con cosas como estas ofrezco el comienzo del sueño a la parte del cerebro donde actúa la «razón irracional» imperfecta, pero a menudo inspirada.

Cuando tenía quince años, esos trucos no eran necesarios. Dormía fácilmente. Confiaba en la vida. Todas las cosas me esperaban entonces y eran para mí, todas.

Es diferente, ahora, pero no me quejo. La vida es muy incómoda aquí, pero la muerte no ha sido incómoda, nunca.

Y al parecer, me queda poco tiempo de verdadera incomodidad. ¿Meses? ¿Semanas? No sé. Sólo días, probablemente. Antes quiero contar aquel verano cuando, entre otras cosas, conocí el amor. Eso es lo más importante que me sucedió, tal vez todo lo que me sucedió, y es bastante. Digo el amor, pero debía decir la voluptuosidad, más bien.

Hasta entonces sólo había conocido turbaciones pasajeras y presentimientos más o menos voluptuosos. Los juegos sexuales de la infancia, las caricias de la niñera que «no quería hacer san Miguel» y alguna experiencia incompleta o falsamente completa con Isabelita, en el cine. Todo aquello parecía anunciar grandes prodigios y no era sólo el placer del espasmo, porque la esperanza y la promesa del coito era mucho más rica y compleja. Era mucho más que el espasmo, el amor.

Y yo sólo conocía el amor de Valentina, es decir, el del deliquio de los ángeles.

La verdad es que debía haberme bastado aquel amor, por entonces, pero mi naturaleza exigía más. Y pensando a veces en mi miembro erecto y pegado a mi vientre como por un muelle o una ballesta de acero, pensaba que tenían razón las personas mayores diciendo que el amor era una virtud y el sexo un vicio. Pero ¿qué hacer con el sexo, que se subleva contra cualquier clase de continencia y de virtuosa reflexión?

Dice la Biblia: si un miembro te ofende, arráncalo de ti. Yo, para ser un buen cristiano, habría tenido que mutilarme mucho tiempo antes.

La semana siguiente comencé a estudiar de veras, aunque sin el menor sentido de la eficacia y con la intención solamente de ser aprobado en los exámenes. No era fácil engañar a los profesores diez veces. (Eran diez asignaturas de las que tendría que examinarme).

Sin embargo, tenía tiempo para otras cosas, incluso para aburrirme. Un día escribí una comedia farmacopeica con personajes que tenían nombres de productos medicinales. La protagonista se llamaba Valeriana. Tenía una sirvienta —Melisa— y su viejo marido (que era farmacéutico), don Piramidón. El asunto de la comedia no era original porque lo había sacado de uno de esos cuentos antiguos franceses que se llaman fabliaux, y era el del mancebo de botica enamorado de la esposa del viejo farmacéutico. Era el mancebo una especie de Arlequín de la comedia di Arte italiana. Y sucedía lo siguiente. El farmacéutico se iba de viaje y el mancebo declaraba su amor a la hermosa. Pero ella le decía: «No seas travieso. Si insistes se lo diré a mi marido».

El mancebo estaba tan enamorado que, para conquistar a la hermosa, decidió un procedimiento heroico: se negó a comer y se quedó en la cama, dispuesto a morir de hambre. Ella le decía: «Si no te levantas y comes y haces la vida ordinaria, se lo diré a mi marido cuando vuelva, y te matará». El chico se negaba, a pesar de las amenazas. Miraba tiernamente a la señora y decía: «Morir de hambre o atravesado por la espada de tu marido, me da lo mismo». Suspiraba y cerraba los ojos. Sin embargo, no había tristeza en nada de aquello porque en los fabliaux no suele haberla nunca, y la gracia estaba en que todo fuera ligero e ingenioso.

Cuando volvió el farmacéutico, la hermosa boticaria amenazó por última vez al enamorado: «Si no te levantas ahora mismo, se lo digo todo a mi marido». El mancebo negó, y entonces apareció el farmacéutico preguntando por el chico. Ella dijo:

—Se niega a comer y está dispuesto a dejarse morir, porque se le ha antojado algo y yo no se lo doy.

—¿Es verdad?

El mancebo afirmaba. La boticaria amenazaba con la mirada al chico y decía:

—Quiere algo que te pertenece a ti y que yo no puedo darle.

—¿Qué es? —preguntaba él.

Y viendo ella que el chico estaba dispuesto a morir por su amor, tenía un momento de generosa ternura:

—Cuando tú te fuiste se obstinó en que yo le permitiera montar tu caballo.

El boticario rió, paternal:

—¡Qué tontería! Si no es más que eso, ¿por qué no concedérselo? Vamos, muchacho, levántate, que desde mañana yo te lo permito.

Quería el mancebo estar seguro y preguntaba a la señora:

—¿Usted también me lo permite?

Ella suspiraba y decía por fin que sí. El chico se levantaba feliz y la vida ordinaria continuaba. Se sobrentendía que el mancebo se había salido con la suya. «Montar», en el campo aragonés, es sinónimo de fornicar.

En el diálogo había toda clase de alusiones a productos de farmacia de nombre equívoco y a veces con implicaciones pornográficas. Como se ve, me sobraba tiempo.

Había inventado —al menos eso creía yo— licores con combinaciones de alcohol refinado, algunas gotas de tinturas aromáticas, agua de rosas y otras delicadezas. Algún tiempo después comencé a tener amigos y los obsequiaba con aquellos licores. Como es natural, el boticario no lo sabía.

Pero antes sucedieron otras cosas. Digo, con Isabelita. Habré de contarlas en toda su complejidad y extensión.

Comienzo por decir que «aquello» no era amor y que el mío era entero para Valentina. Le escribía cartas a Panticosa que le llegaban o no, pero que nunca contestaba. Si estaba allí don Arturo, seguramente iban a parar a sus manos de jurista y en ellas desaparecían.

Más tarde pude comprobar con dolor que no era sólo don Arturo quien interceptaba las cartas.

En fin, como decía antes, conocí el amor. El domingo siguiente al de la excursión arqueológica fui al cine, encontré a Isabelita sola y sin preguntarle por sus amigas ni por lo que sucedió el domingo anterior me dediqué a besarla y a acariciarla. De vez en cuando le decía al oído: «Si tú quisieras podríamos estar a solas, mucho más tranquilos y a salvo de las miradas de la gente». Ella preguntaba, con los ojos encendidos:

—¿Dónde, granuja?

—En mi casa. ¿No quieres verla, mi casa? Está al lado del cine.

Ella se levantó y salimos. Íbamos sin hablar, pensando los dos en la gran picardía que íbamos a osar. Todavía en silencio llegamos al zaguán. Al entrar ella miraba las puertas, el suelo, el techo, como un animal que recela.

—¿Esta es tu casa? —me dijo.

—Sí.

—¿Tu familia vive aquí?

—No. Vivo yo solo.

—¿La casa es tuya?

—No. Yo…

No quería decepcionarla, si se había hecho una alta idea de mí. Por fin, renunciando a cualquier arrogancia, dije:

—Yo trabajo en la farmacia.

—¿Eres boticario?

—No. Soy estudiante.

Ella me miró con picardía:

—Estudiante tunante —dijo.

Abrí la puerta de mi cuarto y entramos. Isabelita seguía mirando alrededor. Fui a quitarle el gabancillo que llevaba pero ella veía él aquel intento mío algo peligroso y delictivo. En el cine se lo quitaba y yo podía besarla y abrazarla, pero en una sala pública se sobrentendía que no podía suceder nada definitivo ni grave.

Yo pensé que debía ser una putidoncella que reservaba su virginidad para el matrimonio, para el sagrado matrimonio. Más tarde vi que me equivocaba.

Habia hecho el día anterior varios planes de conquista, pero los olvidaba y pensaba que lo mejor era abandonarse a lo más espontáneo y natural. Me gustaba y quería abrazarla y besarla. Eso era todo, en cuanto a táctica, y lo demás vendría solo, si había de venir. La palabra táctica, referida a las preparaciones para el amor, no dejaba de tener gracia. Táctica, de tacto. Táctil. Experiencia táctil.

Yo reía y ella reía también, feliz. Comprendí que la ligereza y la alegría eran los mejores auxiliares del amor, porque suponían un estado de saludable euforia que es la mejor recomendación para los sentidos y para el inconsciente erótico de cada cual.

La abracé, la besé y fui empujándola hacia el muro y no hacia la cama. Mis besos la sofocaban y ella me puso de pronto la mano en el pecho, me apartó con un gesto de enfado que no había visto aún en ella, y luego se puso a llorar. Entre lágrimas balbuceaba:

—Tú lo que quieres es deshonrarme, ¿verdad?

Yo le desabroché el gabancito, abrí los dos lados como las alas de un pájaro y me ceñí a ella. Sus vestidos ligeros daban la impresión de que iba desnuda y ella notaba los accidentes de mi cuerpo y yo los de ella, que ya no lloraba, sino que parecía otra vez ligera y feliz.

La habitación estaba en una discreta penumbra. No había otra luz que la de la tarde que entraba por la ventana, pero como esta daba a oriente la luz no era mucha. Tenía ella esa distinción natural que se ve en las chicas del campo, resultado de siglos de herencia y selección endogámica, es decir, en un mismo círculo reducido de población en el cual todos son más o menos parientes. Y con el transcurso de las generaciones la nariz que es graciosa va siéndolo más, y la boca sensual refinando también su estilo.

Yo la tenía abrazada estrechamente contra el muro y los dos cuerpos se cambiaban su calor natural. Cuando la vi a ella deseosa y excitada, me aparté un poco y le pregunté con voz ronca:

—¿Tienes sed?

Ella no sabía qué contestar. Tenía los ojos dormidillos y una expresión anhelante. Yo pensaba: «Así y todo, si trato de llevarla a la cama se opondrá con todas sus fuerzas. Lo que ella quiere es una satisfacción sin cumplimiento, es decir, un sustitutivo del amor».

Yo quería más, si era posible.

Ella dijo por fin que sí, que tenía sed, y yo llené dos pequeños vasos del licor preparado por mí. En el de ella puse unas gotas de éter con la intención de tranquilizarla y de evitar que gritara o que cayera en alguna crisis de nervios. Todo está permitido en el amor.

Bebió ella su vino de un solo sorbo, y vi que las aletas de su nariz vibraban mientras decía:

—Es muy bueno, pero huele a farmacia.

Eso no quería decir nada en contra. Las farmacias olían entonces muy bien. Se usaban todavía hierbas aromáticas. Por otra parte, hay pocas personas a quienes no les guste el olor del éter. Yo lo percibía en sus labios y me embriagaba, no sabía si de ella o del éter o de las dos cosas.

Cuando pasaron algunos minutos yo ceñido a ella desde la cintura para abajo, hablando de cosas indiferentes por el gusto de oír cada uno la voz del otro, pensé que el éter había hecho su efecto y, tomándola por la cintura, la despegué del muro y la llevé hacia el lecho.

Ella resistía como un tigrecito. Me separé y dije:

—Yo también tengo sed.

Había puesto bastante azúcar en el licor, es decir, jarabe y un poco de extracto de vainilla además de otros ingredientes. No puse más éter, temeroso de que nos intoxicáramos de veras. Yo quería sólo ayudarla a abandonarse y hacerla feliz. Creía que el éter sería bueno para aquello si no ponía demasiado.

No sabía entonces que de la felicidad física de uno de los amantes depende la del otro. Tiene que haber acuerdo. ¿Será ese acuerdo, es decir, ese goce recíproco, el amor? En todo caso, ella resistía y en aquella resistencia había siglos y siglos de miedo a la violación animal, de miedo metafísico al infierno y sobre todo, tal vez, de miedo a perder el precinto de garantía de la noche canónica de novios.

Si yo le hubiera propuesto francamente dos o tres maneras viciosas de conducirnos, habría aceptado en seguida. Lo que no quería era la manera natural. He ahí que la virtud se hacía aliada de la perversión y con ella se defendía.

Cuando comenzaba yo a recelar y a pensar que estaba perdiendo el tiempo, ella me mordió la barba, la mejilla, los labios, y me ofreció la boca entreabierta y un poco fragante a éter:

—¿Me quieres? —le pregunté.

—Sí, vamos a emborracharnos los dos y a hacer el amor toda la noche y el día de mañana y el otro, por los meses y los años y los siglos de los siglos amén.

Estaba borrachita y la embriaguez le iba muy bien. Todo le iba bien y la hacía más deseable.

Lo demás fue… ¿cómo diría? No hay palabras para eso. A pesar de su extrema juventud Isabelita no era tonta, tenía la sabiduría de los instintos y sabía que no debía dar su virginidad al cura, o al viejo rico, o al esposo convencional, sino a otro adolescente para quien aquella fuera también la primera vez.

Yo apenas percibí resistencia —digo en la penetración—, pero ella se quejó dos veces y además yo no tenía experiencia venusta de ninguna clase. A mí me atenuó el placer la gloriosa sensación de triunfo. Es decir, qué estaba demasiado atento a mi victoria, a la grandeza sensacional de mi victoria.

El deseo de gozar de mi victoria se me subía a la cabeza y me aturdía un poco. Hasta para gozar de los grandes arrebatos sensuales hace falta un mínimo de serenidad.

Cuando ella supo que yo era virgen también, se echó a reír, burlona, pero luego, dijo:

—¿Sabes tú que eso parece hecho adrede? Los dos novatos y sin estrenar. A pesar de todo —añadió con picardía—, no lo has hecho del todo mal.

Luego decía, con una expresión de ebriedad: «No quiero hacer otra cosa en la vida sino el amor. No comer ni beber ni dormir, sino hacer el amor otra vez y otra y otra hasta morirme. ¿Y tú?». Yo decía lo mismo y no terminaba mi respuesta porque las bocas se buscaban de nuevo.

Después de hacer el amor varias veces, quedamos unos minutos quietos y callados escuchando nuestras respiraciones. Yo oía rumores dentro de mi cabeza y fuera también, en la calle dominguera.

El hombre es una circunstancia formada por la confluencia y cruce de miríadas de ecos en cada minuto. Ecos físicos, afectivos, intelectuales, espirituales y oníricos. Desde la planta del pie (y debajo de ella, desde las raíces de los árboles de mañana y del polvo de los huesos de los muertos) hasta la substancia de nuestros sueños. Ecos, ecos. En aquel momento una voz de mujer gritaba en la plaza de la colegiata, un poco tontamente:

—Olivas verdes, manzanillas, corniales…

Yo la imaginaba con su cesto lleno de aceitunas que en lugar de hueso tenían un relleno de algo que completaba y adobaba el sabor ya en sí exquisito de la oliva: queso, pimiento, pulpa de sardina, alcaparras, limón. Eran aceitunas para comerlas como aperitivo o entremés.

Sentía a un tiempo los sabores, los colores y los sonidos, en la voz tonta de aquella mujer.

No aceitunas sino olivas, y la distinción era importante porque aceituna es palabra de origen árabe y oliva latino. La figura de aquella mujer yo la reconstruía en mi imaginación por el timbre de voz y por la manera de modular las palabras. Eran palabras vivas que proyectaban el sonido en los ojos al mismo tiempo que en los oídos, y establecían sutiles diferencias: manzanillas, corniales. Las olivas son verdes, digo que el nombre —oliva— sugiere ese color, y en cambio las aceitunas parece que deben ser negras o color violeta oscuro. La oliva es romana y la aceituna, cartaginesa. Pero además, unas eran manzanillas (es decir, redondas) y otras corniales, es decir, en forma alargada y tal vez ligeramente curvadas sugiriendo un cuerno. En el idioma español hay muchas expresiones relativas a los cuernos o a sus poseedores: cabras, boques, toros, bucardos, vacas, ciervos y muchos más, porque fue España especialmente favorecida de Pan (y ahí el origen de su nombre, digo el de Spanna) y el llamar cornial a una clase de aceituna nos invitaba a proyectar nuestra fantasía en dimensiones extrañas. Los cuernos de la Luna y los de Venus (Venus cornuta) eran los que habían determinado el folclore hispánico de la cuerna, tan prestigioso. Manzanillas, corniales. Y yo veía a aquella campesina con su voz silvestremente tonta como la de la señora Bibiana, clamando en medio de la indiferencia de las luces de la tarde. De las luces últimas. En la plaza de la colegiata no vivía nadie. No había sino el aire acostumbrado a vibrar bajo las campanas. Cuando una de estas sonó (debía de ser la más grande, que suele llamarse Bárbara porque poniéndola bajo la advocación de esa santa creen librar el campanario del estrago de las tormentas y de los rayos), cuando una campana sonó en su vibrar, fue disolviéndose la voz de la vendedora de aceitunas. Miré a mi lado a Isabelita adormecida, y pasé la punta de mi lengua por la línea de sus labios frescos. Ella sonrió:

—Ya sé que no duermes —le dije.

—¿Cómo voy a dormir aquí a tu lado?

Luego me dijo que habitualmente no dormía más de cuatro o cinco horas cada noche.

Volvió a sonar otra campanada en la colegiata. Estaba tan cerca que el zumbido del bronce vibraba en uno de los cristales de la ventana.

—¿Qué hora es? —dijo Isabelita.

—No es hora ninguna. Es que tocan las campanas por otra causa.

—¿Tocan a oración?

No, porque el toque de oración o del ángelus era de tres campanadas seguidas, un espacio, otras tres campanadas seguidas, y así cuatro o cinco veces. En aquel momento se oía una campana más grave. Un solo golpe y un largo silencio vibrador. Pasado el espacio de tres respiraciones, se oía una tercera campana alta y como quejumbrosa.

—¿A qué tocan? —preguntó ella, intrigada—. ¿A boda?

Con mi brazo en torno a su cintura, acostados en la cama, le dije:

—¿No te asustarás si te lo digo? Tocan a agonía.

Solía coincidir aquel toque con la llegada de algún cliente a la farmacia buscando un balón de oxígeno. Agonía. Ella se quedó un momento callada y luego dijo:

—Si crees que tengo miedo a esas cosas, estás equivocado.

Añadió una larga peroración que me pareció muy brillante y aguda.

—A mí —decía con una rara decisión en los ojos— no me importa. Nada de eso me importa a mí. ¿Tú crees que yo no sé lo que nos espera a todos? Esto de vivir está muy bien, pero a la vuelta de cada esquina nos aguarda la calavera y los dos huesos. Yo lo sé igual que tú. Pero no me importa. Aquí donde me ves, yo soy fuerte. Sé muy bien lo que estoy haciendo esta noche. No soy tu novia, ni tu esposa, ni tu querida, ni tu amiga, porque no hemos tenido siquiera tiempo de ser amigos. ¿Sabes lo que soy?

Y bajando su voz hasta hacerla casi imperceptible y acercando sus labios hasta tocar con ellos mi oreja, me dijo:

—Sí que lo sabes y no importa. Sólo tengo miedo a una cosa.

—¿A cuál?

—A mi padre. Bueno, es padrastro, porque el mío se murió hace ya diez años y mi madre volvió a casarse con un mal hombre que vino aquí después de rodar medio mundo. ¿Comprendes? Hace años que mi padrastro me busca. Cuando tenía yo once, venía y me tocaba las piernas y levantaba la mano por los muslos. Luego, cuando me nacieron pechos, andaba detrás de mí todo el día. La cosa se llegó a poner fea de verdad y mi madre me envió a vivir con una hermana suya, y hace dos años entré a trabajar como doncella en casa de los Suárez de la Puebla de Híjar.

—¿No vives aquí?

—Sí, es que la familia ha venido de la Puebla de Híjar porque el señor es ingeniero y está poniendo una refinería de aceite a la última moda, con motores de no sé qué. Gente rica. Y ahora, mi padrastro no me ve el pelo sino una vez de Pascuas a Ramos. Cuando me ve, me hace la rosca como los pavos, pero que si quieres arroz, Catalina. No es muy viejo ni feo, mi padrastro, no. Pero es el que duerme con mi madre. ¿Cómo voy yo a quitarle su amor a mi madre? ¿No sería eso un sacrilegio? Es lo que digo, pero él me busca y me dice a veces: «El que se te lleve la flor, ese tiene pena de la vida». Siempre está con esa monserga. ¿Cómo? ¿Qué quiere decir, preguntas? Es lo que yo le preguntaba a mi padrastro haciéndome la tonta, y él me respondía: «Digo la flor que Dios puso en tu cuerpo al nacer, eso. Y al que se lleve tu flor, a ese le pico la nuez». Eso dice mi padrastro, que ha estado más de una vez en la cárcel. Y ahora tú ves, me has quitado la flor y yo te la doy a ti. Él me la quería robar por las malas y yo te la he dado por las buenas, a ti que ni eres mi padrastro ni mi marido ni siquiera mi novio. A ti. Si mi padrastro lo supiera, te mataría.

Yo reí falsamente en las sombras.

Pasaron algunos minutos en silencio y se oyó otra campanada —ahora grave y profunda—. En la vibración sentía que el aire tiene superficies, densidades, profundidades y también el anverso y el reverso; hay pájaros que vuelan por lo cóncavo y otros por lo convexo del aire, y estos últimos son tal vez los que no cantan. Hay aves como los vencejos que buscan las curvas de lo convexo para resbalar por ellas como por un tobogán, y aunque no se puede decir que canten, están siempre probando a cantar. Gritando, chirriando como los niños que saltan desde un ribazo demasiado alto y sienten cosquillas en el neuma.

En el aire hay también rincones sin oxígeno, donde se desmayan las vírgenes y los enfisematosos. Otros tienen demasiado oxígeno, en ellos la piel se tuesta y a veces se quema, y así hay pueblos cuyos hombres están socarrados en todas partes menos en el sobaco (los hindúes) y hasta en el sobaco (los gitanos), porque estos viven en una intemperie despiadada desde que su madre los dio a luz debajo de un puente. Es decir, los parió. Los gitanos son más paridos —no dados a luz— que nadie.

Hay también algunos gitanos que se podría decir que no nacieron de sus madres, sino de sus tías.

Cuando le dije esto a Isabelita, se estuvo riendo como una niña de cinco años o como el loro —que diría Shakespeare— cuando ve pasar al gaitero tocando la gaita y se contagia y chifla y ríe, imitando el sonido lo mejor que puede.

En el aire del cuarto había también accidentes, por eso después de la risa le dio a Isabelita hipo, y con cada sacudimiento del hipo temblaban sus pechos gemelos y discrepantes, sus pechos lúbricos, polarizadores del deseo.

Sus pechos, simplemente. Dicho el nombre así, en plural, está dicho todo. En singular, no. El pecho es el que da la nodriza al bebé, y el que guarda el secreto y el que esconde el tesoro de la fidelidad. La ch con una s, antes o después, tiene mucho poder sugestivo y libidinoso.

Merecían los pechos de Isabelita picardías del Arcipreste, y giros líricos del marqués de las serranillas y trovas de Juan del Enzina. Mis manos se embriagaban ellas solas independientes de mí mismo y les daban un masaje cuidadoso con el monte de Venus y las dos palmas, mientras ella entreabría los labios y cerraba los ojos.

Era entonces —es decir, después de la primera y segunda vez— cuando yo comenzaba a sentir alguna clase de calma y a gozar realmente de Isabelita. Por entonces yo no sabía aún que el placer se refina y agudiza con el exceso.

Mi vanidad de conquistador ya no interfería en mi gozo físico.

Volvió a llorar Isabelita como una magdalena, no sé si su virginidad perdida, o su madurez de hembra ganada, o su extenuación por el gozo, o su futuro de meretriz probable. Yo entonces le di dos o tres golpes en su trascrito con la mano plana, diciéndole:

—Por lo menos, llora con motivo.

Ella se sentó en la cama y se me quedó mirando muy seria:

—¿Qué sabes tú si lloro o no con motivo?

Yo le dije que me dolía verla triste.

—No —dijo ella, despreocupada—, si yo no lloro por tristeza. Lloro porque este placer del amor, que es el gran tesoro de los hombres y de las mujeres, se acaba tan pronto. Ya ves, aún no empieza una a gustarlo y ya pasó. ¡Qué vida tonta!

Si ella hubiera hecho al hombre y a la mujer, les habría dado menos estómago y más sexo.

Allí estaba Isabelita enmendándole la plana a Dios.

Y sonaba otra campanada y el cristal de la ventana volvía a vibrar. Estábamos ella y yo muy juntos. Mi cuerpo, entretanto, tenía curiosas reacciones. Mientras nuestros muslos estaban juntos, el deseo no era mucho y descansaba en el rezume del placer, pero si nos separábamos un poco, mi cuerpo se alarmaba con la falsa impresión de perder a Isabelita y resucitaba el deseo más apremiante. Ella había vuelto a llorar y yo pensaba, después, en su padrastro con cierta alarma. Pregunté, dándole a mi voz un tono lo más indiferente que pude:

—¿Por qué motivo estuvo tu padre en la cárcel?

—Por una herida en riña dice él, pero yo creo que la herida trajo un funeral. Él las gasta así. Pero no te preocupes. No sabrá nunca que el que me ha quitado la flor has sido tú.

Dije yo que no me importaba, y que solía llevar en el bolsillo un arma.

—Cállate, mi vida. No quiero que mi padrastro te mate, porque te necesito. Yo, aquí donde me ves, quiero ser tu novia toda la vida.

—Mi amante —dulcifiqué yo, asustado, pensando en Valentina, que era mi verdadera novia.

Bajando la voz, ella dijo una palabra muy fea, y luego otras dos prohibidas, más sonoras aún. Se excitaba con el sonido de sus propias palabras. Yo no sabía aún que había un tipo de mujer libidinosa —y no el peor—, que se excitaba de ese modo.

—Ahora —dijo, desafiadora— soy tan puta como la Trini.

—¿Quién es? Quiero decir, si es pariente tuya.

—No. No me toca nada.

Las formas de aquella muchacha no habían alcanzado aún la madurez y eran encantadoras. Todo en ellas era promesa que un día —cuando dejara de ser lo que era y se casara— probablemente alcanzaría plenitud. Lo mejor era la primicia y esa no la gozaba su padrastro, sino yo.

Sonaban aún las campanas y yo pensaba que tal vez vendría alguien a buscar un balón de oxígeno para el muriente, pero aquel día no era mi farmacia la que estaba de turno, sino otra. En la puerta cerrada había un cartelito impreso con el nombre de la farmacia que estaba de servicio. Así, pues, podrían venir, encontrarían el cartelito y se irían a la otra. No tocarían el timbre siquiera, y si lo tocaban era igual, porque yo no abriría.

Isabelita volvía a hablar. A mí el abuso erótico me hacía melancólico y silencioso y a ella, jovial y parlanchína.

—A mí me tiene sin cuidado la muerte. Ya te digo que si tú quieres, por mí podemos seguir en esta cama haciendo el amor sin comer ni beber, haciendo el amor hasta morirnos. Bueno, aquí sería imposible, porque vendrían a sacarnos de la cama.

—¿Quién?

—Pues el boticario, los curas…

—Eso es verdad.

—Pero si quieres vamos al monte, nos metemos en una de esas corralizas de ganado que ahora están vacías porque sólo las emplean en invierno, y nos estamos allí sin comer aunque, eso sí, con agua para beber, ¿verdad? Nadie sabrá que estamos y nadie nos encontrará, aunque nos busquen. Y nosotros, venga a hacer el amor. Y cuando nos muramos…

Se quedó un momento callada, reflexionando, y de pronto preguntó:

—¿Quién de los dos se moriría antes?

—No sé.

—¿Y cuánto tiempo podríamos vivir sin comer?

—Un mes, más o menos.

—Anda —dijo ella retadora—, que no íbamos a tener tiempo que digamos, ¿verdad?

Y después de otra pausa reflexiva, añadió:

—Si quieres, lo haremos. Cuando tú quieras, nos iremos a la corraliza de Abenoza y allí nos estaremos hasta que vengan y nos encuentren acabaditos el uno junto al otro. ¿Qué te parece? Como los amantes de Teruel. Pero mejor, porque ellos ni tan siquiera se dieron un beso, que yo he leído la historia. Y he visto la tumba. ¿No la has visto? ¿No? ¿No has estado en Teruel?

—No, pero he estado en Zaragoza, que es la capital de Teruel.

—Entonces ¿qué más te da? Lo único que me preocupa a mí es que mi padrastro se entere y venga a sacarnos de la cama a correazos y a patadas. O a tiros.

—¿Cómo se va a enterar? Yo no lo conozco ni pienso ir a decírselo.

—Ni yo tampoco. No soy tan mema. Pero puede enterarse. Supón que quedo encinta, ¿eh?

Yo me levanté, fui a un armario y saqué una caja de preservativos. Me puse uno, aunque un poco tardíamente, la verdad. Y le conté una historia que me había contado el hombre chusco que solía venir a la farmacia con su reuma.

El cuento es así. Un padre de familia un poco estúpido va a ver a su médico, y le dice que tiene ya nueve hijos y no puede ni debe tener más. A él le han dicho que hay manera de evitarlos. El médico le dice que compre una caja de preservativos y use uno en cada ocasión.

El buen hombre se va a su casa, sigue su consejo y a los pocos meses su esposa está embarazada, como siempre. Entonces, va otra vez en busca del médico y le dice:

—Compré tres docenas de discos de esos y antes de estar con mi señora tomaba uno, que por cierto no son muy fáciles de engullir. Bebía un vaso de agua y… ya ve usted las consecuencias.

Isabelita, con su disposición receptiva para lo cómico, reía a mandíbula batiente y luego dijo, muy segura de sus propias palabras:

—Si quedo embarazada, yo sé muy bien lo que tengo que hacer. Yo tengo mucha trastienda, aquí donde me ves. Soy muy larga. Diré que ha sido mi padrastro. Todos lo creerán, la primera mi madre, porque sabe que hace años me persigue. Entonces, a él lo meterán en la cárcel. Estará eso bueno, ¿verdad? Yo soy muy menor. Y mi padrastro irá a la cárcel sin comerlo ni beberlo. Eso sí que estará bueno.

Y reía. Yo dije, razonable:

—No me gusta que mientas, Isabelita.

—Pues hijo, si digo la verdad estás listo. Te digo que te has lucido. Mi padrastro vendrá y vivirás el tiempo que tardes en abrir la puerta.

Sentí yo en mi sangre el hormigueo del terror.

Y sonaba otra campanada. Tocaban a agonía. Por decir algo y simular una tranquilidad que no tenía, dije que en cada instante morían millones de seres y nacían otros tantos millones en la Tierra. ¿Qué importaba uno más o menos? Me escuchaba ella incorporada sobre un codo y mirándome con la boca abierta, una boca de bebé con la forma triangular de una punta de flecha. Tenía una imaginación figurativa muy ágil y estaba viendo esos millones de murientes en sus camas y otros tantos millones o más de nacientes saliendo del vientre materno y buscando afanosos el pecho para disponerse a vivir. Lo uno y lo otro no se interrumpía nunca. Seguía y seguía y seguía día y noche, por los siglos y los milenios, alrededor del planeta.

—Eso es como una rueda —decía Isabelita— que da vueltas y vueltas: nacer, pecar, morir, nacer, pecar, morir, nacer, pecar, morir, así siempre, siempre, hasta el infinito.

Yo la escuchaba y no estaba de acuerdo en cuanto a los tramos o fragmentos de la rueda:

—Más bien —le decía— nacer, gozar, reír, soñar, morir; nacer, gozar, reír, soñar, morir; nacer, gozar, reír, soñar, morir…

—Ahora nosotros estamos —decía ella, saltando como un monito en la cama— en el gozar. Nos queda un rato largo de cuerda todavía, gracias a Dios.

La besé, y en mi beso sonó el hueco de su boca entreabierta. Pero la campana grande de la colegiata volvía a tocar. Su vibración quedaba temblando en el aire. Yo dije:

—Ese pobre hombre por el que tocan a agonía ha dado ya la vuelta entera.

—Debe ser viejo. ¿Qué, más da?

Yseguía con la rueda. Luego me decía: «Suena eso como una noria dando vueltas. La noria de la existencia». Y suspiró.

A mí, aquello de la «noria de la existencia» me pareció muy bien.

—Ahora estamos en el gozar —repetía.

Pensaba que dentro de aquella grande rueda de la existencia total del hombre, había también otras ruedas menores que daban vueltas, más de prisa, con velocidades diferentes. Por ejemplo, cada día del despertar al anochecer y al dormir, cada día, en la vida de cada cual, era una ruedecita: despertar, comer, soñar, reír, llorar, dormir; despertar, soñar, comer, reír, llorar, amar, dormir… y cada hora otra ruedecita menor: recordar, desear, olvidar; recordar, desear, olvidar… y cada minuto otra ruedecita menor: quizá sí, quizá no; quizá sí, quizá no; quizá sí, quizá no. Y cada segundo: me voy, me voy, me voy, me voy, me voy, me voy, porque todos estamos yendo siempre. Y cada tercero: yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo… Estas cosas no se las decía a Isabelita, pero las pensaba.

Y así pasaba con el orbe entero, con el universo. Los hombres damos vueltas sobre nosotros mismos, las naciones sobre su historia en grandes ciclos, la Tierra sobre su eje, la Luna alrededor de la Tierra, y esta, la Luna y el Sol en torno a la constelación que llamamos Vía Láctea, y la Tierra, la Luna, el Sol y la Vía Láctea alrededor del universo. Todavía todos esos cuerpos celestes y el universo entero, ¿alrededor de quién? Un día tal vez lo sabremos. Si esas cosas pasaban en la vida física, en la vida moral todo sucedía de la misma manera; por ejemplo, el padrastro de Isabelita quería hacer lo que hacía yo con ella y si se enteraba me mataría. Así pues, quería fecundarla a ella y matarme a mí. Vivir, dar la vida, quitarla; vivir, dar la vida, quitarla. Y el orbe entero que conocería la nada un día se estaba cumpliendo en ciclos inmensos: la nada, la materia, la forma, el todo (para mí entonces el todo venía de la forma); la nada, la materia, la forma, el todo; la nada… y así: el amor de Isabelita quizá se podía representar por una rueda también. Entonces yo —digo en aquella noche placentera—, yo no sabía qué rueda podía ser esa, pero ahora lo sé muy bien: el placer, la plenitud, el rencor, el odio, la destrucción, el vacío, el rencor… Entonces yo estaba en el placer con Isabelita y ella y yo estábamos encantados y no podíamos imaginar los segmentos opuestos de la gran rueda.

Si todo sucede en rueda, ¿cómo el hombre no se aburre ni se marea? A veces suceden las dos cosas y el hombre se marea y se aburre, pero, en general, no sucede nada de eso porque las vueltas son siempre ligeramente diferentes y con cada una nos hacemos la ilusión de una vida nueva. No se puede decir, por lo tanto, que las cosas suceden en rueda, sino en esfera, eso es. La Luna no rehace nunca el mismo camino alrededor de la Tierra, ni la Tierra alrededor del Sol. El camino alrededor de la esfera no es, por lo tanto, un círculo exacto, sino una espiral. Todas las cosas giran y se mueven avanzando, y se podría decir que el amor de hoy ya no es el de ayer, y que la muerte de mañana no será la de hoy. La que parece y es tal vez la misma, siempre, invariablemente, es la agonía. La misma agonía siempre, eternamente, y como siempre hay millones de seres agonizando y siempre hay millones de seres fornicando y millones de seres naciendo —sin interrupción alguna— y siempre millones de seres gozando (sin intervalos ni pausas) y también millones de seres llorando (sin pausa ni reposo), resulta que cada una de esas circunstancias es constante, permanente, simultánea a las otras y, por decirlo así, eterna.

Como digo, estas cosas no las pensaba entonces, sino ahora. Aquella noche tenía sólo intuiciones de aspectos aislados del misterio. En realidad, yo he tenido una actitud ante las cosas de hombre que piensa con los instintos, y por eso he gozado más y he sufrido más que otros, creo yo. Aunque esto último lo suele pensar cada cual. Todos quieren ser más que los otros, incluso en el sufrir.

En el amor yo sentía a veces, como dice Góngora, las horas ya de números vestidas, pero mis números no eran ordinales, sino cifras de lo absoluto. Entre los números hay uno que especialmente me gusta y que fue inventado por los árabes: el cero. He aquí un signo misterioso, como parece corresponder a la mágica perfección de su forma: el cero. A la izquierda no es nada. Es decir, revela menos diez. A la derecha, más diez. Un signo que puede representar valores tan opuestos tenía que encerrar en sí una parte del misterio, porque allí donde una verdad revela —implícita— su contraria, se nos ofrece un vano y un claro en la urdimbre del tiempo, a través del mal podemos presentir la turbación de lo eterno. Pero no es sólo el cero. Recordemos que la única presencia que el infinito se permite ante nosotros es la que nos ofrece la secuencia sin fin de los números, infinita en cantidad y en la formulación de la cantidad.

Las horas ya de números vestidas. Y recordaba algo infausto y triste. El número tres de las evacuaciones de las que había hablado Checa en los porches, frente al cine Doré de Zaragoza. Infausto y deprimente. Pero si era una evacuación era de veras trascendente, ya que en ella se liberaban millones de gérmenes, cada uno de los cuales buscaba su propia realización y plenitud. Millones de gérmenes desnudos que aguardaban su momento. Podría cada uno de ellos fecundar un óvulo. Millones de óvulos fecundables. Cada evacuación —de las del número, tres— era, pues, como una inmensa ciudad de hombres y mujeres cuya ansiedad y el clamor de cuya angustia (impaciencia de vivir) oía yo en mi sangre cada vez que ponía mi mano en el cuerpo desnudo de Isabelita. Millones de seres potenciales, cada uno con sus deseos, sus sueños, sus secretas necesidades y sus recelos de ser. Tal vez ya con alguna pugna en su contradicción interior —ser existir— y tal vez —antes de fecundar un óvulo propicio— con el instinto de la muerte y con la oscura voluntad del suicidio.

La pasión de vivir en millones de seres potenciales que salían de mí e iban a Isabelita, algunos de ellos por la vida en sí y, sobre todo, por la gloria de la luz, otros por el calor de la sensibilidad prometido en la tibieza de mis congenitores, millares, quizá, por la necesidad de la expresión, más aún, por la oscura voluntad del crimen y la voluptuosidad del negar. El cero a la izquierda o a la derecha. Si con una raya y un círculo pueden ser expresadas según su orden dos abstracciones contrarias, ¿cuál no será el poder de expresión del hombre?

Las horas ya de números vestidas eran como un jubileo de ciudades vírgenes saliendo de mi cuerpo. Toda una humanidad nueva y no expresada saliendo al auspicio de los besos de Isabelita.

Al final, todos vamos a lo mismo, y el final mío está cerca. Está cerca ahora, quiero decir. Cada cual lleva su carga de experiencia, y la que adquirimos por el conocimiento intuitivo es la más ligera y la menos mortal. Aquella noche con Isabelita yo me asomé al gran misterio, que no es la muerte, sino el amor.

Pero, como si alguien quisiera advertirnos, de vez en cuando sonaba la campana de la agonía. Mi cuarto parecía estar en la misma colegiata bajo el círculo sonoro de la campana mayor.

¡Cómo sonaban los bronces dentro de mi cuarto!

A Isabelita no le impresionaba aquello y seguía pensando en el marido de su madre y en lo que haría o no haría cuando se enterara. Aunque hablaba ligeramente, se veía que tenía miedo y, a veces, su miedo se me transmitía a mí.

—¿Qué edad tiene tu padrastro? —le pregunté.

—Unos cincuenta años, no creas que es viejo. Al menos no lo aparenta.

Yo callaba y ella seguía:

—Fuerte como un toro. Lástima que sea tan mala persona, porque, por lo demás, es un hombre cabal y mi madre está enamorada de él, no vayas a creer. Por eso yo nunca he querido hacerle caso. Tú comprendes: una madre es una madre.

Añadió que era un criminal nato y que la policía le seguía los pasos. Oyéndola, yo pensaba en mi puñalito de siete filos.

—Mi padrastro es muy cabezón, y cuando se le pone una idea dentro tiene que salirse con la suya.

Mientras hablaba Isabelita se oyó en la colegiata un golpe de múltiples sonidos que daban a un tiempo varias campanas, quizá todas las campanas de la torre, con una especie de rabia contenida. Después de aquel acorde furioso, hubo una pausa y se oyó luego una campana atenorada y tímida. Yo dije:

—Ya murió.

—¿Quién?

—¡Quién ha de ser! El que agonizaba. Ahora, en lugar de sonar una sola campana, suena de vez en cuando un acorde rabioso. Todas ellas juntas en un acorde furioso.

En aquel momento volvía a sonar ese acorde.

—¿Ves? Ese toque es de muerto.

Creía Isabelita que no debíamos hablar de aquello, porque traería mala suerte.

Yo le preguntaba si iría el domingo próximo al cine o si vendría directamente a mi casa. Estuvo pensando y dijo, con el acento de una persona medio decepcionada:

—¿Puedes esperar tú hasta el domingo que viene? ¿Siete días? Después de haber descubierto esta cama que da tanto gozo, yo no puedo esperar una semana. Yo vendré aquí cuando quieras.

—¿No dices que trabajas?

—Pero puedo venir cuando todos duermen, a escondidas. Yo también tengo mi cuarto en la planta baja y la distancia no es mucha.

—¿Dónde vives?

—Al lado contrario del cine. Puedo venir hasta en camisa echándome un gabán encima o un mantoncillo.

—Bien. Esta noche te acompañaré y así aprenderé dónde vives.

Ella dudaba, pero pareció de pronto decidirse:

—Bien, una vez es una vez, pero no más. No es por nada, pero si a mano viene, está esperando en la calle mi padrastro, que no sería la primera vez. Los domingos sabe que salgo, y si nos descubre juntos no te arriendo la ganancia. ¿Tú sabes? Dos novios que he tenido hasta ahora me los espantó él, y eso que eran novios para casarse y no como tú, que eres sólo para lo que yo me sé. ¡Pillo!

Reía con gorjeos de hartura y de felicidad. Luego bostezó y yo bostecé también. En Aragón se dice que el bostezo revela sueño, hambre o desvergüenza grande. La nuestra era desvergüenza grandísima, dijo ella.

Me preguntó la hora. Se tranquilizó pensando que los domingos la dejaban estar fuera hasta la salida del cine, a las once. Teníamos una hora más y, acostados el uno junto al otro, oíamos sonar las campanadas todavía, el acorde de todos los bronces juntos, graves o agudos.

—Parece como si estuvieran enfadadas las campanas —dijo ella.

Yo intentaba a mi gusto.

—Es la rabia de Dios, que le dice al diablo: «¡Fuera de aquí! ¡Deja esa alma, que es mía!».

—¿El alma del muerto?

—Precisamente: «¡Déjala, que es mía!».

—Pero las campanas las toca el sacristán.

—Por orden del cura. Y el cura cree que representa la voluntad de Dios.

Volvía a sonar el acorde y ella repetía:

—¡Déjala, que es mía! Mira que tiene gracia eso. Dios peleando con el diablo.

Le dije que la religión usaba las campanas porque la vibración del bronce sacudía el aire donde las almas flotan, y gustaba a los buenos —las campanas estaban bendecidas— y molestaba a los malos. Los ángeles gustaban de aquellas vibraciones, entre las que jugaban y brincaban como los chicos en la playa con las olas. Ella preguntaba:

—¿Quieres que venga mañana? ¿Sí? ¿A qué hora?

Su cintura breve y tibia y las redondeces adolescentes de las nalgas eran encantadoras. Igual que sus pechos, sus caderas y sus nalgas eran de una dura y breve redondez exquisitas. La besé en ellas y girando sobre sí misma, Isabelita se volvió hacia mí. Al oír otro acorde de campanas, suspiró:

—Ese pobre hombre que ha muerto ya no está en ninguna parte. Porque un muerto no cuenta, y si está en la cama o en el cementerio, no es el hombre el que está, sino sólo los huesos y el pellejo. ¿Y no has visto lo que pasa con los muertos? Hace un momento, cuando vivía, todos lo rodeaban, lo besaban, rezaban por él, pero ahora ya nadie se le acerca. Le tienen miedo. Es que los muertos imponen de veras con su seriedad. A mi padrastro, que es muy serio, le tienen miedo también y le llaman por mal nombre el Palmao. Es serio como un muerto. Pero el apodo no le viene de ahí, yo lo sé muy bien. Antes lo llamaban el Empalmao, porque parece que tenía la navaja en la mano por menos de nada. Del que tiene un arma en la mano dicen que está empalmao, y luego la gente, por entender mal la palabra o por lo que sea, le llama el Palmao. Serio como un muerto es, la verdad, y aquí y allá, el que más y el que menos le tiene canguelitis.

—¿Le tienes miedo tú?

—Con nosotras las mujeres es diferente. Todo lo que quiere mi padrastro es hacer conmigo lo que has hecho tú. ¿Comprendes? Y eso, la verdad sea dicha, a las mujeres tampoco nos desagrada, y el Palmao es hermoso a su manera, pero yo antes me dejaría hacer pedazos que acostarme con él, porque sería un insulto contra mi madre y contra el orden de las cosas de Dios. Ni más ni menos. Él será como sea, pero yo soy como soy.

Sonaron las campanas juntas de la colegiata una vez más, y el sonido fue esta vez más fuerte, inesperado y brusco. Sorprendió a Isabelita y la hizo estremecerse:

—¡Qué susto! —dijo.

Después se dirigió a mí:

—¿En qué estás pensando? ¿No dices nada? No te quedes ahí amodorrado, anda, hombre, di algo.

—Pues bien —dije yo, soñoliento y pensando en el Palmao—, me gustas más que comer con los dedos. Eso es todo lo que tengo que decirte. Y me gustarás siempre.

Ella reía y me recriminaba:

—Sí, pero lo que quieres ahora es que me marche para dormir. En cambio, yo me iría ahora a recorrer el mundo entero o a nadar al río. Fresca como una lechuga. A nadar al río.

—¿Por qué no vas? ¿Quién te lo impide? ¿Tu padrastro?

Debí decirlo con alguna clase de acento especialmente revelador, porque ella acertó al responderme:

—Ya veo, tienes celos. ¡Celos de mi padrastro! Haces mal. Con él no hay que tener celos, sino tomar precauciones, cuantas más, mejor. Hay que evitarlo como a una mala tronada o a un pedrisco o a una locomotora del tren, porque yo no sé si es valiente o cobarde, pero sé muy bien que le gusta la fama que tiene de matón, y por mantenerla no le hace ascos a ninguna buena ocasión de sacar el cuchillo. Bueno, ahora no lleva cuchillo, sino revólver, y los vecinos le dan la razón en todo, y no quieren cuentos con él ni para bien ni para mal. Como hombre, lo es. Nadie le lleva la contraria por miedo, y nadie querría darle la razón del todo, porque adular al Palmao es tanto como pregonar en la calle el propio miedo. Así es que cuando lo ven, toman otra calle. Eso es lo que tú debes hacer.

La oía decir el apodo de su padrastro y sentía una impresión de envilecimiento. Antes había dicho, refiriéndose al ingeniero de Puebla de Híjar, el señor. También entonces había tenido yo la misma impresión. Y miraba a Isabelita en la media sombra de mi cuarto —por la ventana entraba el reflejo de un farol— pensando para mí: eres delicada y graciosa y si tuvieras un título de marquesa, ese título no te embellecería a ti, sino que tú lo embellecerías a él. Y sin embargo, aquí estás diciendo «el señor» cuando hablas del ingeniero y llamando a tu padrastro con un apodo innoble: el Palmao. Algo iba mal en el mundo, si eran posibles aquellas cosas.

Otra vez aún las campanas. Yo seguía pensando en el Palmao:

—¿Dices que estuvo en la cárcel?

—Varias veces. La última le dio una puñalada a uno por no sé qué discusión que tuvieron sobre una hembra. Ese es mi padrastro. Muy hombrazo, eso sí, y las mujeres lo buscan. Algunas andan locas por él… menos yo, claro; lo que es yo, castañas de la China.

Por decir algo, aunque sólo fuera por tranquilizarme a mí mismo, dije que me gustaría encontrarlo cara a cara. Ella dio uno de sus graciosos saltos en la cama, estremecida como un pez en la arena:

—La santa Virgen no lo permita. No sabes lo que dices. Un brazo de él es mayor que tu pierna, y lleno de nudos y de músculos, y un golpe de él debe de ser como la coz de un caballo percherón. Y como no cree en Dios, pues está dicho todo.

—Y tú —pregunté—, ¿crees en Dios?

—Pues hombre, cristiana y decente soy, aunque caiga en pecados como los de ahora, que Dios los perdona porque para algo nos hizo a los hombres y a las mujeres como somos y nos puso sangre caliente en las venas, digo yo.

—¿Cómo os hizo Dios a las mujeres? —pregunté.

—Muy putas —respondió ella con un acento de sincera desolación.

—¿Es posible? —dije yo, escandalizado, pensando en Valentina.

—Desde que nacemos. Todas, sin remedio, y la que diga otra cosa, miente.

Se santiguó rápidamente y la oí besar después su propio dedo pulgar. Nos quedamos los dos callados y ella dijo, pensativa:

—Yo en tu caso, cambiaría de calle cuando encontrara a mi padrastro. ¿Qué sacas con hacerte matar?

Cuanto más hablaba del Palmao, más miedo tenía yo y, sin embargo, era el mismo caballerito valiente de algunos años antes. Más tarde he pensado que si tenía miedo, era porque me sentía culpable. Pensaba en Valentina y sabía que no debía haber hecho lo que acababa de hacer. El sentimiento de culpabilidad me debilitaba y generaba aquel miedo que, en algunos momentos, lo confieso, era verdadero pánico.

Por otra parte, Isabelita se conducía de un modo innoble y yo tenía el miedo innoble que me correspondía como amante de la hijastra del Palmao. Todo aquello, aunque era natural, resultaba envilecedor y yo no era ya el caballerito sin tacha que había sido antes.

Un hombre recto y justo no puede tener miedo a nada en el mundo.

—Que se ande con cuidado tu padrastro —dije, haciéndome el matón a mi vez—, porque cada cual tiene su corazón en el pecho. Si te vuelve a molestar, me lo dices y tú verás quién soy.

—No, hombre. Tú no eres persona para hablar así. ¿Qué haces cuando viene sobre ti en la calle un autobús? ¿Vas a su encuentro? No. ¿Qué haces? Te apartas, eso es todo. Y eso es lo que hay que hacer con el Palmao. Apartarse. Tú eres un pollito que acaba de salir del cascarón. Déjalo que hable y que amenace y que diga y que mate gente. ¿Qué te importa a ti? Lo mejor que puedes nacer es tener miedo y escurrir el bulto y salir de estampía cuando veas que se acerca, y venir a acostarte conmigo por la noche. Déjalo que dispare tiros al aire con su revólver, mientras tú y yo nos damos la gran vida. ¿No te parece?

Era la primera vez que veía una mujer dispuesta a preferir el cobarde al valiente. Es verdad que un hombre en peligro de ser atropellado por un autobús debe apartarse y no insultar al chófer ni comenzar a patadas con el motor. Pero aquel descubrimiento me dejaba perplejo y no sabía qué decir.

Frente a Valentina, las cosas habrían sido diferentes. Dudaba de que Valentina quisiera a un Pepe Garcés cobarde, y allí estaba Isabelita que me aconsejaba la cobardía como una manera de mantenerme en su buena gracia.

No lo entendía. Lo mejor que puede hacer un hombre cuando no entiende a una mujer es abrazarla y besarla, y yo lo hice.

Por fin, Isabelita se fue y yo dormí como un leño, toda la noche de un tirón. Al día siguiente, viéndome el farmacéutico ojeroso y mercurial, volvió a repetir que tuviera cuidado con la Trini.

La semana siguiente transcurrió en un soplo. Aunque Isabelita me había hablado de venir entre semana, no vino porque no la dejaron salir.

Y el domingo siguiente nos dedicamos el uno al otro desde las tres de la tarde hasta las nueve. Yo preparé más vino artificial —incluidas las gotas de éter— y mi amiga bebió, rió, lloró, me habló de su padrastro otra vez, y sin dejar de tener en cuenta su peligrosidad, trató de convencerme de que debía estar tranquilo.

Ella estaba preocupada por la posibilidad del embarazo, y cuando me vio taciturno (pensando en el Palmao), lo entendió a su manera y me dijo que no me preocupara, porque si resultaba embarazada, se iría a servir a Barcelona y allí daría a luz y se dedicaría a nodriza. «O mejor, a puta». Y añadía, muy convencida: «No hay mal que por bien no venga». El bien era, al parecer, la prostitución.

Yo le dije que mientras llegaba a Barcelona, se instalaba, daba a luz, se restablecía, etc., necesitaría la ayuda de alguien, y yo no podía ayudarla porque no tenía dinero y en aquellas ciudades grandes sin dinero no se podía hacer nada. «Suponiendo que estuviera encinta».

Pero ella reía y se burlaba de todos los peligros. Sabía muchas cosas y tenía además una prima muy honesta que trabajaba en Barcelona y la había invitado varias veces a ir. Ella trabajaba todo el día y sólo volvía a casa de noche, pero Isabelita, si iba a Barcelona estando embarazada, podía ir a coser, bordar y hacer jersey y media todo el día a una especie de hospital de mujeres donde daban muy bien de comer a las embarazadas, cualquiera que fuera su situación y sin preguntar maldita sea la cosa. Así pues, en el peor caso, ella no tendría problema alguno y si yo quería ir después a Barcelona y buscarla, podríamos vivir juntos muy bien. Aunque yo no tuviera dinero.

Estas palabras me parecieron incómodas, pero al mismo tiempo me conmovieron, sin saber por qué. Vislumbré, extrañado, que en las mayores formas de depravación podía haber un cierto sentido moral, y amor y honradez. Pero luego me dije: «Así deben pensar los chulos y los rufianes». Y me asusté de veras. Más que con la amenaza del Palmao, me asusté con aquel riesgo de la indignidad.

Qué diferentes eran las perspectivas mías con Valentina y con Isabelita. Con Valentina debía estar todavía seis u ocho años trabajando duro para ponerme en condiciones de conseguirla, y todavía entonces sería dudoso que sus padres me la dieran. En cambio, Isabelita se acostaba conmigo el primer día y me proponía que fuera a Barcelona a vivir con ella y «de ella». Prefería no pensar en aquello, porque se me ocurrían cosas demasiado extravagantes.

Isabelita seguía hablando y decía algunas cosas de un humor desgarrado y absurdo del que no se daba cuenta, Por ejemplo, tenía un primo segundo que había ido a Barcelona buscando empleo y allí pasó grandes dificultades y trabajó como lavacoches, lavaplatos, fregasuelos. Limpió todo lo que había que limpiar, y un día se vio sin trabajo, y no sólo un día, sino una semana, un mes y otro mes. El hambre apretaba tanto, que el pobre diablo se puso un día una toca de campesina, se afeitó, se cubrió de polvos de arroz, se vistió de mujer con una almohada debajo de la falda, como si fuera una hembra embarazada, y se presentó en aquel hospital o preventorio. Le dieron de comer durante algunas semanas, y al descubrir el truco, unos querían enviarle a la cárcel y otros entregarlo a la policía para que le obligara a volver a su pueblo por conducción ordinaria, es decir, a pie. Pero el pobre diablo logró convencerlos, y entre bromas y veras y risas y denuestos se quedó como empleado y, una vez más, se puso a fregar vajilla y a barrer suelos. Como comentario final a esta larga y pintoresca historia de familia, Isabelita dijo:

—Ahora se dedica a maricón y gana su vida en el Paralelo. Después de una pausa, añadió:

—Tiene las piernas, según me dice mi prima, más bonitas que muchas mujeres.

Y alzaba la suya en el aire para mostrársela a sí misma.

Sabía otras cosas de Barcelona, unas veces por ella misma y otras porque se las contaba Trini, que había estado en la capital de Cataluña, y todo consistía en evitar caer en el barrio chino porque eso sí, la que caía en ese barrio era una tirada y no la levantaban ni con una grúa.

Yo no sabía qué pensar, oyéndola. A veces me parecía miserable y digna de desprecio, pero sus atractivos me convencían una vez más. Era hermosa y yo había caído con ella, pero cualquiera en mi caso habría caído también, aunque fuera un juez o un canónigo, y todavía ella, a pesar de las cosas que decía, era persona decente, se acostaba sólo conmigo y caer con ella era caer hacia arriba, es decir, hacia el cielo del orgullo viril. Pero de pronto, me hablaba de putas y de maricones, y la verdad es que yo me desorientaba y no entendía que todo aquello fuera compatible con el delicado estilo de su cuerpo adolescente.

En un largo silencio, suspiró y dijo:

—¿Sabes que echo en falta las campanas? El domingo pasado era como si tú y yo nos hubiéramos casado y fuéramos marido y mujer. ¿No te parece? Por las campanas.

—Se oirán luego, cuando toquen a oración.

—¿El ángelus?

Eso es. Angelus Domini nunciavit Maria…

—¿Al caer la tarde? A lo mejor estoy embarazada, porque al caer la tarde estos últimos días tenía ganas de llorar. Pero no te preocupes. A mí no me importa estar preñada de ti, y ya sabes cuál es mi plan si eso sucede. Esto que me ha sucedido a mí, tenía que sucederme de todas maneras porque tengo padrastro. Casi siempre las hijas de las viudas que se casan otra vez acaban siendo mujeres de la vida.

—Tú no lo eres aún.

—Pero lo seré. Es una ley que no falla.

Lo decía como podría decir yo: «Para septiembre seré bachiller».

Pensaba en mi padre y en el hermano bastardo que me había dado. Tal vez mi hijo, si un día lo tenía, estaría en el mismo asilo de niños abandonados y no reconocidos, y pensando en eso no lo odiaba, a mi padre, y comenzaba a pensar que el sexo era el diablo y el amor, Dios. Yo trataba de lograr mi unidad interior convenciéndome a mí mismo de que cada día hacía algo en favor del lado divino de la creación. Lo que hacía era no más escribir cartas a Valentina, llenas de protestas de fidelidad y constancia. Y sentir remordimiento. La vergüenza no me dejaba vivir. A veces pensaba cosas heroicas y tremendas y aceptaba incluso la posibilidad de la caída hacia abajo y no hacia arriba. Si no lograba terminar el bachillerato para septiembre y mi amante resultaba embarazada, habría que perder toda esperanza y dejarse llevar a donde fuera Isabelita, incluso al barrio chino. Allí yo la defendería contra los chulos profesionales y contra el Palmao si venía a molestarla, pero de este tendría que defenderme yo a mí mismo y no a ella, porque el padrastro iría a Barcelona a picarme la nuez a mí. Esa expresión me inquietaba a veces. ¿Cómo se le pica la nuez a un rival triunfante en el amor?

El misterio de esas clases de venganza las hacía más temibles.

A veces, el barrio chino no me parecía mal. Una miseria absoluta me parecía mejor que una honradez relativa, aunque en mi fracaso fracasaría también Valentina y aquello no podía imaginarlo, es decir, que fracasara lejos de mí. Fracasar los dos juntos habría sido otra cosa.

Cuando Isabelita supo que iba yo a comer a casa de la señora Bibiana, se llevó las manos a la cabeza y dijo:

—Dios mío, y qué comidas más ricas te hará.

Añadió que la señora Bibiana tenía una hija que había estado años atrás en Barcelona y hecho su dinerito en el Paralelo, y que cuando le preguntaban en aquel tiempo qué hacía su hija en Barcelona, ella decía en la misma calle a grandes voces, como solía hablar:

—Puta de un pez gordo, es.

Estuvo la Bibiana a verla más de una vez, y a la vuelta decía con admiración que su hija tenía «un cuarto todo blanco, con las paredes llenas de jetas» —es decir, de llaves de agua—. Más tarde la chica, con su dinerito hecho, volvió a su pueblo natal un poco fondona y se casó como si tal cosa, y tenía en la colegiata su silla con las iniciales grabadas y los canónigos la llamaban señora. Isabelita concluía:

—Tú ves. Lo único malo es que ahora ella se avergüenza de sus padres campesinos. Ellos serán cazurros y todo lo que se quiera, pero yo sé cómo hizo ella el dinero de la dote. A mí con esas, no.

Aquella tarde, al sonar el toque de oración y sentirse envuelta en la vibración de las campanas, Isabelita lloró un poco. Teníamos la cabeza en la almohada y estábamos tan juntos que, al hablar, los labios de ella rozaban los míos y nuestros alientos se confundían Isabelita lloraba y hablaba a un tiempo:

—¿Esas campanas suenan como si estuviéramos casados ya, verdad? ¿Te casarías conmigo, tú?

—Si fuera grande, sí —mentí.

—Eso es lo más lindo que he oído en mi vida. Si fuera grande, sí. Pero cuando seas grande, yo habré tenido un hijo hace tiempo y estaré en Barcelona. ¿Qué remedio me quedará? ¿Qué va a hacer una hembra parida y sin marido? A mi madre no le importará eso mucho, porque está deseando que desaparezca de la vista del Palmao.

—¿Ella lo quiere, a su segundo marido?

—Lo adora, aunque a veces el Palmao coge la guitarra y canta coplas bastante feas. Por ejemplo, una que dice que no debía haberse casado con una viuda.

Para no poner las manos

en donde las puso un muerto.

Isabelita miraba de medio lado esperando mis reacciones, pero yo pensaba en otra cosa y ella seguía:

—¿Qué te parece el zancarrón mal criado? Otras veces no dice las manos, sino otra cosa.

En lugar de otra cosa, decía la palabra entera y terrible que yo no había oído decir en privado sino al Bronco y en público, a la señora Bibiana, cuando llamaba con grandes voces sin control a su vecina.

Después del toque de oración, Isabelita se fue, porque el domingo anterior había causado con su tardanza grandes alarmas.

Poco después, me fui a cenar a casa de la señora Bibiana.

Pensando constantemente en el Palmao, miraba a mi patraña, que iba y venía de mi mesa al hogar de leña con un plato en el que volcaba algún pucherito de barro lleno de alguna vianda o legumbre bienoliente. Yo necesitaba hablar del hombre terrible y ver si la señora Bibiana lo conocía y qué decía de él. Vaya si lo conocía, la campesina. Después de servirme un plato rebosante de coliflor bien rociada de aceite, se puso las manos cruzadas en la cintura —con tantas faldas almidonadas parecía que la viejecita estuviera encinta— y dijo, con su agria y honesta voz:

—¿El Palmao? Ese yo no lo conozco más que para servirle, pero según lenguas que corren, lo mismo le saca las tripas de una cuchillada a un vecino que a su propio padre. Estuvo en Ceuta por una muerte cuando era joven, y en la cárcel de Teruel por un navajazo y algunas cosas que hizo contra el Gobierno. Tiene la mano pronta, el hijo de la gran cabra cornuda.

Vaya, la mano pronta. Las expresiones navajazo y cuchillada me helaban la sangre en las venas.

Aquella noche, en mi cuarto, tardé mucho en dormirme. Estuve despierto hasta después de las doce. Pensaba cosas raras. Por ejemplo, pensaba que la expresión hijo de la gran cabra cornuda que había dicho mi patrona le daba un cierto aire de bruja. No importaba. Era posible ser dulce, simple y un poco bruja. Una especie de bruja propicia.

Estaba tan desvelado, que me levanté y salí a pasear por la plaza de la colegiata. La noche era sin luna. Había un solo farol mortecino que parpadeaba con la brisa.

Al final de la plazuela, esta quedaba como suspendida sobre la noche estrellada.

No había una sola persona.

Cruzaba yo la plaza en diagonal cuando vi venir en dirección contraria un sacerdote, que debía ser muy viejo porque caminaba con lentitud y torpeza, pero lo que me llamó la atención no fue su manera de caminar, sino el hecho de que llevara un paraguas abierto. No llovía. El cielo estaba despejado y lleno de estrellas. Cuando estuvo más cerca, vi que era un cura escolapio, el viejecito con fama de místico (cuyo nombre no recuerdo), pero a quien llamaban el santo del paraguas. Al pasar, lo saludé.

—Buenas noches, padre.

Se detuvo y me miró por debajo del paraguas.

—Dios te las dé mejores que a mí, hijo.

—¿Es que no se encuentra bien?

—Sí, gracias a Dios. Pero vengo de ver a un pariente que está en las últimas.

Vio que yo miraba el paraguas, intrigado, y añadió, sonriendo: «¿Te extraña que vaya con el paraguas abierto? Es que no puedo salir de noche sino de esta manera, es decir, con algo encima de mi cabeza que me oculte la vista del cielo estrellado».

—Pero es hermoso, el cielo estrellado —le dije yo.

—Demasiado, hijo. Es tan hermoso y se me ocurren tantas cosas cuando lo veo, que me da una especie de vértigo. Y miedo.

—¿Miedo?

—El miedo del vértigo es un miedo a caer. Pero no en tierra. No es eso. Deja que me explique. No tengo miedo a caer en tierra, sino a caer en el cielo.

Yo sonreía y quise justificar su extravagancia:

—¿Lo dice de un modo simbólico?

Él alzó su cabeza arrugada con grandes ojos azules:

—No, hijo mío. Lo digo tal como suena. Caer hacia las estrellas. En noches como estas tengo miedo de mirar arriba. Siento vértigo.

Comprendía el cura mi desconcierto y se ponía a explicar: «Eso de arriba y abajo no existe en la creación de Dios. Lo han inventado los hombres, pero no existe, y lo mismo que caemos hacia abajo podemos caer hacia arriba, sobre todo un hombre como yo que pesa tan poco. Si miro al cielo estrellado, se altera y descompone mi sentido de la gravedad, me siento desprendido del suelo y hay en el espacio una succión tremenda que me arrastra».

—¿Hacia el cielo?

—Eso es. Se ve que comprendes, hijo.

—Si es hacia el cielo, ¿qué le importa a usted? ¿No es mejor que la tierra? —dije yo, bromeando.

—Sí, pero yo estoy vivo todavía. El cielo no es para los vivos. Cada cual debe esperar su hora.

Yo no decía nada y él me miraba, risueño, e infantil: «No debemos ir al cielo sino después de muertos, hijo. ¿Qué iba a hacer yo en el cielo con esta sotana y estos zapatos? ¿En qué libro sagrado o profano has leído tú que alguien haya ido al cielo calzado y vestido?».

Le besé la mano en señal de despedida, y él retuvo la mía para que no me marchara aún

—Espera, que te voy a bendecir, hijo.

Hizo una señal en el aire recitando una frase en latín. Luego se fue muy despacito, arrastrando los pies. Yo miré al cielo esperando sentir vértigo, sin que esa sensación llegara. «Quizá para sentir ese vértigo —pensé— hay que ser cura, aunque sea en los escolapios de una ciudad del Bajo Aragón».

Me gustaba que hubiera alguien en el colegio con fama de santo, para compensar la mala impresión del fraile pederasta. Y volví al cuarto pensando en aquello. Me acosté y estaba ya en la cama cuando oí todavía los pies del santo del paraguas sobre las losas de la acera, dando la vuelta a la esquina, tan despacio caminaba.

No dormía aún. Entonces no había aprendido a hacer juegos de fantasía con mi mundo inconsciente ni a invitar así el sueño. Aquí, en el campo de concentración de Argelés, los hago, y anoche, por ejemplo, pensaba en aquel pariente lejano que era —creo— sobrino segundo de mi abuelo y gritaba: «No, si yo no quiero que me comprendan así, tan pronto. Prefiero que me nieguen. Negadme, protestad entre dientes o mejor aún a grito herido. En el secreto de mi alma yo estaré a vuestro lado cuando protestéis. Porque no importa. Yo sé muy bien que no importa. La historia es como un bosque de banderas ardiendo. Caídas por el valle y ardiendo».

Es verdad. A través de la obstinación de los tontos, yo veo aún el candil antiguo bajo los siete cielos con sus jerarcas. Esos cielos que daban vértigo al santo del paraguas.

Las beatitudes se podrían distinguir y hasta contar, porque están separadas por anillos y clasificadas por segmentos de esfera. Ahí es donde estaba, quizá, el sistema de proporciones generador del vértigo.

Todos parecían inmóviles en sus colores, pero giraban poco a poco con el zodíaco, esperando quizás a los santos nocturnos del paraguas.

En el segmento más alto se veía toda la familia de Dios, menos la Madre Virgen que estaba lavando pañales en el río.

Ver todo eso, imaginarlo desde el polígono de Melilla engalanado y festival, es un poco deprimente en el campo de concentración de Argelés. (Porque, por ejemplo, las madres —todas menos la Virgen María— tienen máquinas de lavar, ahora).

El padre parecía bastante eterno y genuino, pero estaba enfermo, unas veces ciego, otras sordomudo y las mayores veces sano pero ausente.

Llevaba un cinturón de cuero trenzado, teñido con los colores de la tribu de Essaú. (Digo tal como lo veía anoche cuando esperaba en vano al sueño).

En el segmento siguiente estaban los pontífices bravos, así como Julio II que les pegaba a sus cardenales y que no había sentido nunca el vértigo de las alturas.

La tiara cuajada de gemas con sus dos picos, el del Alto Nilo y el del Bajo Nilo. El pontífice llevaba todavía su pulsera de oro macizo, con la cual su puño resultaba temible de veras.

En la pulsera tenía un pequeñísimo tabernáculo y en él la hostia consagrada, para poder así en cualquier momento y lugar arrepentirse, darse a sí mismo la comunión y no ser sorprendido en pecado por la muerte.

Como todos los hombres de fe, tenía una secreta vocación de pecado.

Todos los pontífices iban con su sombra a cuestas porque la luz les llegaba de abajo, de las llamas del infierno.

El bosque les había huido y había todavía alguna rama seca que se levantaba y, como el áspid, quería morder a alguno. Pero nadie caía hacia arriba.

Solían decir, aquellos pontífices, que Dios había muerto y querían organizar grandiosos funerales y obtener con ellos grandes limosnas y substanciales donativos.

Una voz lejana decía: «Lo sabía y no importa».

Digo todo esto para dar una idea de las cosas que suelo pensar cuando espero el sueño debajo de mi manta de refugiado. De mi manta frecuentemente mojada, de hombre que duerme a la intemperie. Es decir, mojada aunque no llueva, porque al amanecer la moja el rocío. O, como dice un vecino mío campesino: la rosada. La humedece la rosada.

En fin, volviendo a mis recuerdos, la semana siguiente me pareció más larga, primero, porque no me escribía Valentina ni me contestaba su madre. Segundo, porque me impacientaba esperando el día de volver a ver a Isabelita, a quien comenzaba a considerar como parte de mi vida.

En cuanto al farmacéutico, viendo que yo no le hacía confidencias, pensaba que estaba perdido entre las uñas de Trini, la puta agrícola y olivarera, quien me iba devorando igual que una araña a su mosca después de envolverme en el ovillo de sus hilos viscosos. El boticario comenzaba a compadecerme, pero al ver que yo no respondía a sus insinuaciones (quería hacerme hablar), encendía un cigarrillo de boquilla de corcho y salía a la puerta de la calle. Recostado en el quicio con el cigarrillo perfumado en los labios, la chaqueta abierta, la mano en el bolsillo del pantalón y el chaleco de gamuza (pequeños botones de cristal) bien visibles, se dejaba admirar de las vecinas tomando un aire afectadamente distraído.

Yo admiraba aquellos chalecos suyos, que a veces eran cruzados y con doble hilera de botones. Veía al boticario de espaldas y, sin embargo, en su disposición y en los leves movimientos de su cabeza y de su brazo, me daba cuenta de que estaba consciente de ser contemplado por una vecina que era hija del registrador de la propiedad señor Guerrero.

A aquella muchacha de cabello castaño claro, estatura media y ojos grises y anchos, la llamaba mi patrón la guerrera. Yo asociaba ese apodo con figuras alegóricas griegas de una gran belleza, semidesnudas y armadas para alguna clase de guerra inefable como, por ejemplo, Pallas Atenea.

La verdad era que no veía la posibilidad de emparejar a un camello, aunque fuera de plata y nácar, con Pallas Atenea. Era ella muy hermosa y el farmacéutico decía que quería atraparlo y casarse con él. Nada mejor podía hacer mi patrón que dejarse atrapar por aquella criatura, que parecía haber salido del friso del Partenón.

A veces entraba el boticario después de una larga exhibición en la puerta, y yo le decía:

—Parece que hoy no sale la guerrera al balcón.

—Bah —decía él, seguro de sí—. No ha salido, pero quizás está detrás de la persiana, mirando. Todas las mujeres son así.

Algunos días, la vecina entraba temprano a comprar algo y cuando yo se lo decía al boticario, él reía con una risa que podríamos llamar visceral (de estómago e hígado), sin mostrar los dientes, que es como suelen reír los camellos, y decía entre compasivo y burlón: «Creía que iba a encontrarme en la farmacia, pero esta vez se equivocó».

Yo comenzaba a pensar lo contrario es decir, que ella lo espiaba para no coincidir con él, porque se había dado cuenta de sus aprensiones. Entrando ella en la farmacia, todo parecía hacerse noble y distinto. Yo al menos tenía esa impresión cuando llegaba, pero —¡ay!— la señorita Guerrero me miraba como a un mueble, como a una cosa.

Deseaba yo con toda mi alma que llegara el domingo. A veces el boticario me decía, con una bondadosa expresión:

—La cara de usted está cambiando, y yo no diría que para mejor. Algo nuevo sucede en su vida.

Yo no decía nada y él añadía, muy convencido:

—A esa Trini habría que ahorcarla en un farol público. ¡El daño que hace entre la juventud!

La pobre no tenía culpa de nada, pero yo no quería desengañar a mi patrón.

Un día me preguntó qué hacía los domingos. Yo le dije que me reunía con mis amigos. Esta expresión —mis amigos— le extrañó, porque no creía que tuviera yo ninguno. Alguna vez me había visto hablando con Santiago, el de la mueblería de enfrente, y con Tadeo, el estudiante de último año del bachillerato matriculado en los Escolapios, que tenía la cara llena de lunares.

Santiago pasaba a veces a la farmacia a verme a mí. El boticario no le tenía mucha simpatía y lo trataba como a un inferior. Santiago se había creado un problema grave. Había una muchacha que se llamaba Felisa, hija de un escribiente del juzgado, y un día, apurado por las preguntas, sospechas, recelos, dudas y sátiras de sus empleados, dio a entender Santiago que era ella la que le escribía las cartas de amor, con lo cual no sólo mintió —sabido es que se las escribía a sí mismo— sino que excitó las iras de un pretendiente de Felisa que era un joven contratista de obras públicas. Solía pasar a veces por la calle mayor en una motocicleta con el escape de gas abierto y haciendo un gran escándalo. El pretendiente fue a pedir explicaciones a Santiago, este lo recibió con su altivez acostumbrada de onanista, y la escena acabó con una paliza que el de la moto le dio a mi amigo.

Por una rara ocurrencia, después de recibir su paliza, Santiago comenzó a interesarse profundamente por la muchacha. De vez en cuando, pasaba a la farmacia y me hablaba de ella. Yo le preguntaba, prudente:

—¿Y el otro, digo, el de la motocicleta?

Santiago alzaba la ceja izquierda:

—Está aquí solamente de paso.

Añadía que era catalán, de Tarragona, y que se marcharía pronto a su tierra. Yo insistía:

Podría ser que se fuera con la novia, digo, que se casara antes.

—No, qué va. ¡Si no son siquiera novios!

Era aquella calle Mayor la calle distinguida. Allí estaban los comercios de alguna importancia. Había un ferretero vasco, dos almacenes de maquinaria agrícola, la oficina de la compañía de teléfonos, un almacén de fertilizantes y una tienda, la más grande y antigua de todas, que se llamaba de un modo clásico y ligeramente poético: «El laurel de Mercurio», y en la que había las cosas más dispares, como faisanes disecados, aparatos para tomar duchas al estilo antiguo y al moderno, barómetros muy historiados, cartuchos de caza de todos los calibres, pistolas de época, bragueros para los herniados, braseros de cobre labrado, muletas para cojos, estribos para jinetes, maletas de piel de cocodrilo y también baúles antiguos forrados de terciopelo granate con clavitos dorados, como en las Mil y una noches. Había alfombras de piel de oso, con las fauces del animal abiertas y los ojos de vidrio, jaulas de canarios y reclamos de perdiz para la caza, orinales de vidrio grabados al boro con flores y figuras humanas alrededor, santos sin nariz en viejas tallas medio podridas, y otros con nariz y ojos de vidrio (como el oso), sólo que en éxtasis.

Había gatos disecados que parecían vivos, y lo que más me atraía a mí era un ave disecada también, de largas patas, que tenía en el pedestal de madera un nombre grabado en cobre: oropéndola. Nunca había visto yo una oropéndola, y cuando tenía ocasión entraba a verla con el pretexto de comprar algo que no tenían, aunque para imaginar un artículo que no tuvieran era preciso estar tres o cuatro días cavilando. Las viejas eran tres hermanas solteras a quienes llamaban las tres Marías, que durante el invierno estaban siempre alrededor de un brasero de época, todo rojo de buen calivo. Tenían fama de beatas, tacañas y rapaces y de engañar en materia comercial al mismo Caco.

Pero Tadeo las engañó a ellas. Después de haberse comido el canario de su tía, urdió una intriga que le salió bien. Envió a una docena de amigos a distintas horas a la tienda a comprar hollín, diciendo que el profesor de dibujo lo exigía para sombrear los trabajos. Al cuarto chico que fue a comprar hollín refinado las viejitas le dijeron que no lo tenían, pero que estaba encargado. Y al día siguiente fue Tadeo con un saco de hollín refinado que ofreció en venta, y que las tres Marías compraron. Nadie se presentó después a, comprar hollín.

El domingo siguiente, Isabelita vino a media tarde. En el cine daban una película muy buena, según decían, y yo temía que quisiera ir, pero por fortuna prefirió quedarse a mi lado. También ella creía que mi cara estaba cambiando.

Recuerdo que el Bronco, entre sus teorías sobre el sexo, tenía una muy curiosa. Decía que cuando un joven no tiene amores aún, es decir, cuando no conoce a la hembra, su cuello es menos ancho y vasto que cuando fornica regularmente, y que había una manera de saber la situación de las personas en ese delicado respecto. Consistía en medir el cuello con una cuerda doblada. Si esa cuerda desdoblada formaba un lazo —es decir, un círculo— por el que podía pasar la cabeza entera, era que ese individuo hacía uso regular del sexo. Yo hice la prueba la tercera semana y vi que mi cabeza pasaba, aunque muy justamente, lo que parecía natural en alguien que había comenzado a hacer el amor recientemente. El Bronco, a pesar de su barbarie del paleolítico, tenía razón, o tal vez sólo se trataba de una casualidad. Me propuse hacer la experiencia con Eliseo, de quien estaba seguro de que era virgen.

Apareció en la farmacia el domingo por la mañana, al volver de misa de la colegiata. Me preguntó como otras veces, si había ido y le respondí alzando las cejas y los hombros, como si dijera: «¡Vaya una pregunta chocante!». Poco después saqué un trozo de cuerda de atar paquetes:

—Quiero hacer una experiencia contigo ¿Me permites?

—¿De qué se trata? —preguntó, mirando la cuerda con recelo. Yo vi que iba a ser difícil, y expliqué:

—Es que quiero medir tu cuello y compararlo con el mío.

—Espero —dijo él, retrocediendo un paso— que no pretendas estrangularme.

Yo reía y él continuaba: «Porque todo se puede esperar de una persona que no va nunca a misa».

Con la cuerda doblada medí su cuello, no sin alguna resistencia, desdoblé la cuerda y quise hacer pasar en vano su cabeza por el círculo que formaba. Faltaban tal vez diez centímetros para que aquello fuera posible. Lo miré con ironía:

—Eso es todo —dije, con el acento del peluquero que ha terminado su tarea.

Supongo que vio alguna ironía en mi mirada, porque el muchacho se ruborizó. Para que viera que no le había mentido, medí mi propio cuello y comparé la extensión de las cuerdas:

—Es verdad que el mío es más ancho, a pesar de que soy más joven —le dije.

—¿Y eso qué?

—Nada. Era sólo por saberlo.

Eliseo se fue, un poco intrigado. Desde la puerta, antes de salir, se volvió a mirar con deseos de decir algo desagradable tal vez, pero probablemente había comulgado en la colegiata y no quería perder tan pronto su estado de gracia.

Por la tarde llegó Isabelita hacia las cinco. Creo haber dicho que, por vivir el farmacéutico al otro lado de la ciudad, en la parte más alta, no era probable que apareciera en la farmacia cerrada ningún domingo por la tarde a no ser que necesitara alguna medicina para sí mismo. En este caso, y con objeto de evitarse la molestia de abrir los cierres metálicos, es seguro que iría a entrar por la plazuela de la colegiata y pasaría junto a mi cuarto, pero no llamaría ni entraría, supongo. En realidad, no había estado nunca en mi cuarto el boticario.

Sin embargo, la posibilidad de ser sorprendido algún día con Isabelita me inquietaba y, naturalmente, yo cerraba por dentro y pensaba que si llamaba alguien a la puerta, no abriría, con el pretexto, si era mujer, de que estaba desnudo, y si era hombre, de que estaba muy resfriado y en la cama.

Tenía las cosas previstas para salvar —como decía yo, galante y cortés— el honor de mi amante. Un honor que a ella le importaba un bledo.

Isabelita tenía curiosidades sexuales, sin duda porque hablaba con Trini, que debía ser un manual de perversiones, y aquella tarde me besó en mis lugares genéricos y ensayó lo que en latín llaman el fellatio. Luego dijo, con una expresión de asombro en su carita de niña:

—Me gusta. ¿Sabes que me gusta?

Tuvimos la suerte de que sonaran las campanas, aunque esta vez no era por la agonía de nadie ni tampoco por el toque de oración, sino que se trataba de un bautizo. Debía de ser gente rica, porque se hacía por la tarde con invitados y fiesta. Isabelita estaba encantada.

El fellatio. No voy a contar todas las cosas que hacíamos, porque entonces estos cuadernos tomarían un aire pornográfico de cuento milesio, y nada más lejos de mí. Pero tampoco puedo poner unos puntos suspensivos al llegar la escena amorosa. He odiado siempre esos puntos suspensivos que sugieren al fin orgías mayores, y trato de llamar las cosas por sus nombres aunque con ciertas limitaciones no de moral, sino de buen gusto. Este, sin embargo, depende de mil circunstancias, y yo al mío me atengo ya que el ajeno me parece un buen gusto entre comillas, es decir, dudoso y sujeto a interpretaciones.

Cualquier lector que lea estas páginas, si llegan a publicarse, ha tenido estas mismas experiencias muchas veces y no va a sentir su conciencia moral herida en lo más mínimo. Si se siente ofendido, es que se trata de un farsante. La moral nuestra, de fondo religioso, es bastante ridícula. En el Antiguo Testamento hay historias más libertinas —por ejemplo, la del viejo y virtuoso Lot—, y los padres de la Iglesia, como el mismo santo Tomás, describen el coito con los súcubos llamando las cosas por sus nombres. Lo mismo hace san Buenaventura, y si tuviera memoria, pondría aquí las citas enteras. Es verdad que lo hacían en latín, pero en aquel tiempo todo el mundo leía latín, incluidas las damas de cierta cultura.