A medida que caminaba y veía mis huellas en la nieve, pensaba que si me seguían sería fácil encontrarme, como a los ciervos en las cacerías de invierno. Pero ¿quién iba a seguirme? ¿Tal vez la guardia civil? El hecho de que los guardias civiles, que hasta entonces habían sido amigos míos y trabajaban en la oficina de mi padre, se convirtieran de pronto en mis perseguidores, me impresionaba.
La misma voz oscura de otras veces parecía decirme: mira las cosas como son. No sueñes ni fantasees. Las cosas son al tiempo más graves y más simples de lo que tú piensas.
Mientras me acercaba al puente sobre el río, iba pensando en mi abuelo, que debía tener ya cerca de los noventa años, pero caminaba todavía sin apoyarse en el bastón, que llevaba cogido por la mitad. Vestía de calzón corto con trencillas negras en las rodillas y en las mangas. Nunca usó corbata, pero sí camisa almidonada los domingos con la abertura escarolada. Era mi abuelo alto, huesudo y cenceño. No reía. Parece que no lo había visto nunca reír nadie en su casa ni fuera de ella. Tampoco hacía reír a los otros. Nunca decía nada ingenioso. Mi abuelo no era ingenioso, sino violento y veraz.
Y un poco misterioso, aunque para mí fuera claro y diáfano.
La mujer —mi abuela— era un ser tan lejano y contrario a mi abuelo, que yo no podía imaginarlos juntos. El refrán según el cual los que duermen en el mismo colchón acaban siendo de la misma opinión, no tenía que ver con ellos.
Solía ella discrepar de lo que decía él y, sin embargo, hacía diligentemente su voluntad sin la menor objeción. Era tan absorbente mi abuelo, que ella tenía miedo a ser enterrada viva en la realidad de él, y aprovechaba cualquier ocasión para decir: «aquí estoy yo, ¿no me ves?». Y se hacía notar a fuerza, no de energía, sino de fragilidad.
Había sido mi abuelo presidente del sindicato de riegos, de la cofradía del Rosario que organizaba y cantaba las albadas al amanecer, y de la junta de ganaderos de la comarca. A su edad, a veces sonreía estando solo y hablando consigo mismo:
«Está visto que voy a quedarme para simiente».
Es decir, que no se iba a morir nunca, como esas legumbres que no se cosechan sino que se dejan para aprovechar luego las semillas en los planteros.
Sabía cuentos para los casos en que le parecía necesario e ilustrador contármelos. A mí. Sólo a mí.
En verano venía a mi cuarto al amanecer:
—Levántate, que vamos al huerto —me decía.
La mañana era fresca y las higueras blancales —así las llamaban— estaban llenas de frutos fragantes con el relente. Subía a alguno de aquellos árboles y poco después bajaba con el estómago lleno y con media docena de higos para mi abuelo, picados por los pájaros, que eran los mejores porque las aves entienden más que los hombres de la sazón de las frutas.
Me lamentaba de no tener más sitio en mi estómago, y mi abuelo me miraba y reía divertido. «Estos higos —decía— tienen también su historia. Todas las cosas tienen su historia en la vida». Contaba que iban una vez Jesús y los apóstoles por un collado, cuando pasaron frente a unas higueras. San Pedro se acercó y estuvo comiendo y cuando no podía más, dijo:
—Señor, ¿por qué no hiciste al hombre con dos estómagos?
Jesús dio la siguiente respuesta:
—No tienes dos estómagos, Pedro, pero desde ahora las higueras blancales tendrán dos cosechas cada año.
Por eso, la primera cosecha maduraba en el día de ese santo, más o menos.
No le vi nunca leer un libro y ni siquiera un periódico. Según él, la letra impresa no decía más que embustes. Y cuando no creía las palabras de alguien, lo acusaba de mentir «más que las gacetas».
Aunque no había leído libros, sabía historia y geografía aprendidas de sus antepasados por tradición oral.
Me contaba cómo los navarros y los aragoneses les dieron una terrible paliza a los franceses en el lugar llamado Roncesvalles. Mi abuelo no conocía otros franceses (vecinos fronterizos) que los vendedores ambulantes que llegaban con peines y espejitos y cintas y perfumes para las mujeres. También venían capadores de gatos y cerdos.
Me decía cómo en Roncesvalles los españoles mataron a un tal Roldán, que era pariente del rey gabacho. Había que oír a mi abuelo referir los incidentes de la batalla como si la hubiera presenciado. Los navarros habían dispuesto en las laderas del desfiladero grandes cantaleras, que soltaron en un momento dado. Luego, bajaron detrás de los pedruscos con hachas y picas y no dejaron títere con cabeza. Roldán tocaba un cuerno y clameba —así decía mi abuelo, que cuando se apasionaba hablaba muy a lo montañés— para que acudiera el resto del ejército, pero los otros estaban ya en Francia y lo oían indiferentes.
Así los españoles exterminaron hasta el último francés.
Mi abuelo creía que la batalla de Roncesvalles había sido cosa reciente, de los tiempos de su bisabuelo.
Quería mucho a su hija —mi madre— pero pasaban años sin tener noticias de ella, a pesar de lo cual cuando se reunían parecía que se hubieran separado el día anterior. Es verdad que los aragoneses son gente dura y que en mi familia el sentimentalismo habría sido considerado una debilidad.
Los campesinos españoles consideraban meritorio llegar a una extrema vejez. Vivir tantos años con alguna honra y respeto siempre entre la misma gente —resentimientos incluidos— es difícil.
Cuando hablaba de mi tío mosén Orencio, mi abuelo solía decir: «Ese don Faldeta se metió cura porque le gustaba oír historias cochinas de mujeres en el confesionario». No lo estimaba.
El pueblo de mi abuelo era menos importante que el nuestro. Recordaba yo que mi hermana Concha solía decir, mirándolo a lo lejos desde el solanar de casa: «¡Qué lindo, parece una bandada de tórtolas!». Daba la impresión a distancia de ser un lugar paradisíaco.
Tenía un palacio ducal (el de los duques de S., que vivían en Cataluña). El palacio era enorme y el mayordomo de los duques lo cuidaba como si estuviera habitado. Hubo una época en mi infancia —teniendo alrededor de seis años— que lo estuvo durante un verano. Habitó el palacio aquel verano un principito de Castilla, es decir, un hijo del rey, aunque en el pueblo y entonces nadie sabía que lo fuera. Era un niño de unos siete años, delicado y rubio, acompañado de una señora de aire noble que pasaba en la aldea por ser su madre y que era en realidad hermana del duque de S.
El pequeño príncipe era bastardo, y solía vivir en Barcelona con los duques. No estaba muy fuerte de salud y lo llevaron aquel verano al pueblo, a ver si se reponía.
Estaba yo en la aldea de mi abuelo al mismo tiempo que el principito. Mi abuelo me decía:
—Han traído a ese chico para que se ponga fuerte, porque ha tenido la escarlatina. El chico se llamaba Jaime.
Mi abuelo, que no me decía nunca una palabra cariñosa, me daba sin embargo todos los caprichos. Una mañana, yendo al huerto, vimos a Jaime jugando en la calle frente a su casa con un diávolo. Yo no había visto nunca cosa igual. Mi abuelo me preguntó si quería aquel juguete, yo dije que sí y se lo quitó al chico. Seguimos nuestro camino como si tal cosa y al ver que Jaime protestaba, mi abuelo se volvió hacía él, le dijo algo y le arrojó unas monedas.
Más tarde, el secretario del Ayuntamiento vino a casa acompañado de la dama de Barcelona y también del niño. Venían a reclamar el juguete. Los chicos nos hicimos amigos y Jaime me regaló el diávolo para siempre, según la fórmula sagrada. No hubo, pues, conflicto alguno y las personas mayores se reían sin comprender.
Desde entonces, el niño solía venir a casa cuando había alguna gata recién parida, por cuyos hijos sentía afición.
Recordaba yo aquella noche mi amistad con el principito, sin dejar de caminar bajo el cielo oscuro por la nieve hacia el pueblo de mi abuelo.
Caminando por la nieve recordaba esos detalles incongruos que suele haber en las amistades infantiles. Jaime y yo jugábamos, y tengo en la memoria un episodio bastante singular. Aquella era la edad de los juegos sexuales, y a veces nos acostábamos en la hierba del parque en un lugar pendiente, nos abrazábamos y nos echábamos a rodar hacia abajo. Unas veces estaba él encima y otras yo. Él era delicado como una niña, pero nada tímido, y cuando estaba encima de mí, me oprimía con su bajo vientre y con toda su fuerza. A mí no me parecía impertinente aquello, aunque me extrañaba un poco.
Era precoz el príncipe, sexualmente. Por cierto que no he vuelto a saber nada de él. He oído hablar de un hijo del rey que se crió en el alto Aragón y vino varias veces al pueblo de mi abuelo, pero no lo he vuelto a ver nunca.
Por entonces, él iba a mi casa y yo iba a la suya, que tenía una galería muy grande donde Jaime ponía sus juguetes de guerra: acorazados y cruceros con nombres históricos. También algunas docenas de soldados de infantería de marina. Había en los graneros grandes montones de habas secas que se empleaban como pastura para los cerdos, y bombardeábamos con aquellas habas los navíos y los ejércitos de costa. A veces, también sin dejar de jugar, nos desabrochábamos y comparábamos nuestros sexos tensos. El sexo nos interesaba, aunque no comprendo por qué, ya que no obteníamos ningún placer, y tal vez se trataba sólo de jugar con cosas prohibidas.
Yo inicié a Jaime en un rito que en mi pueblo practicábamos todos los niños y al que llamábamos «ponerse leche de higuera en el bolé». Este era el glande, pequeño y difícil de abrir o de descubrir a nuestra edad. La cosa consistía en coger un tierno brote de higuera y romper un peciolo o tallo, del que se desprendían dos o tres gotas de leche blanca-azulina agria y un poco cáustica. Aquellas gotas las poníamos en nuestro glande. Con eso creíamos que se curtía, que lo podríamos abrir ya sin mayor dificultad en el futuro y que hacíamos, en fin, una cosa de hombres. Supongo que los chicos del paleolítico hacían ya eso, y que debía ser una especie de conjuro seminal.
Se lo dije a Jaime y fuimos al huerto donde había higueras (en todas partes las hay en mi tierra). Yo puse leche de higuera en mi glande y él me imitó. Luego comentaba, muy serio:
—Ya ves, si no hubiera venido aquí, no habría aprendido nunca una cosa como esa.
Un poco escocía, pero la gracia estaba en aguantarse.
Como decía antes, los chicos a esa edad no obtienen del sexo ninguna clase de placer real ni imaginario. Por eso se puede hablar de él como hablo ahora. El sexo de los niños es vegetal y neutro como el de las plantas.
Pero el recuerdo más vivo de aquella época no era el de Jaime, sino el siguiente. En el piso bajo de la casa de mi abuelo había un cuarto enorme que llamaban el salón, con alguna clase de decorado antiguo. A pesar de su nombre, el salón tenía uno de sus extremos dedicado a almacén de leña. El resto quedaba despejado y libre.
Junto a la leña había una mesa vieja y, en ella, dos o tres cabezas de madera que habían servido para poner en ellas pelucas de mujer o tal vez de hombre, en el siglo XVIII. Había también el inevitable maniquí, un reloj de caja que no funcionaba y una especie de misterioso cajón alargado y tapizado de panilla verde como un pequeño ataúd. En un extremo del cajón se veía una manivela negra con perilla de color marfil.
Era aquel cajón un instrumento de música bastante desvencijado. Un aristón que todavía tocaba una o dos piezas dándole al manubrio. Dentro de aquel ataúd estaba la música encerrada y dormida. En la pared había colgados dos pares de castañuelas (pulgaretas, decía mi abuelo) y debajo una gaita montañesa con sus faldetas de cretona estampada.
Recuerdo que entonces tenía miedo de aquella gaita con faldetas que parecía un bebé, y que cuando mi abuelo soplaba en ella producía un zumbido misterioso y luego notas altísimas y vacilantes, como si el bebé llorara. En lugar de cara, tenía el bebé una zoqueta plana de madera a la que aplicaban una flauta. Todo aquello me parecía mágico y un poco peligroso. La gaita era como un niño que se hubiera muerto y la caja del aristón forrada de pana, su ataúd. Y los dos tenían música.
A los cinco o seis años me sentía atemorizado por aquellos flautistas ya fallecidos, que tenían faldetas y un cuerno por el que soplaba el tañedor.
Recordando esas cosas, caminaba por la nieve y, mientras cruzaba el puente, pensaba que era penoso seguir en la casa de mis padres porque, además de los ruidos nocturnos, vivir allí sin Valentina y sin que la familia de Valentina me invitara a ir a verlos parecía insufrible.
Otra vez recordaba los hechos sangrientos de Zaragoza, y pensaba que los hombres mataban a los hombres y que yo huía de aquella sangre vertida, roja y humeante. Y llegaba a la aldea yo solo y espantado. Entretanto, ¿dónde estaría Valentina? «Cuando llegue la primavera, volverá a su casa y de un modo u otro nos veremos. Si sus padres se declaran francamente en contra mía, yo seré capaz de prender fuego a la casa». Temía que don Arturo me pusiera la proa al enterarse de que ya no estudiaba, de que era un simple mancebo de botica y andaba huyendo de la policía.
Pero el recuerdo más vivo de mi infancia en casa de los abuelos no lo he dicho aún. En un cuaderno anterior aludí a él, pero no lo expliqué. Un día salíamos de casa. Era mi abuelo de una solemnidad natural muy adecuada a sus numerosas presidencias, y tenía a veces un aire un poco siniestro. En la aldea lo trataban con deferencia y le cedían el paso.
Aquella mañana de verano se oía en la torre el crotorar de las cigüeñas, y era una mañana dulce, color de miel. Mi abuelo, al pasar frente al salón se detuvo un momento y abrió la puerta. Entramos. Los pasos hacían eco. Fue a un cajón polvoriento, sacó de él un bastón con mango de cuerno y estuvo examinándolo. Íbamos a salir cuando se detuvo, indeciso:
—¿Has sentido alguna vez tocar el aristón?
Yo no sabía siquiera lo que era el aristón. Mi abuelo se acercó a la caja forrada de panilla verde y cogió la manivela:
—Voy a tocar un poco, para que la música no se tome de moho.
Dio cuatro o cinco vueltas a la manivela sin que se oyera nada, y luego comenzaron a salir sonidos violentos y arcaicos, pero de un modo vibrador y acompasado:
—Es el bolero —dijo.
Después de escuchar un rato, me dio el bastón y me ofreció la manivela:
—Anda, toca tú. Voy a enseñarte cómo se baila el bolero.
Daba yo vueltas a la manivela y mi abuelo salió al centro de la sala con una mano en la cintura y la otra en alto. En el centro comenzó a bailar despacioso, pero ágil. Alzaba una pierna, la bajaba, daba dos pasos en dirección contraria, luego una carrerilla diagonal para detenerse de pronto con los pies juntos y hacer un pequeño zapateado. Seguía bailando a lo largo y a lo ancho del salón. Yo le daba a la manivela y miraba muy interesado. Mi abuelo tenía más de ochenta años, pero yo pensaba: parece un novio el día de su boda. En la pared estaba colgada la gaita con sus faldetas y con su cara plana de niña muerta. Su música, sin embargo, estaba viva, sólo que dormida.
—Ahora viene la mudanza, mira.
Saltaba sobre un pie, alzaba el otro con un gesto de una rara delicadeza. Las trencillas de su rodilla y de las mangas de su chaqueta se sacudían en el aire. Bailaba mi abuelo, sin embargo, tan seriamente como un cura dice su misa. Se escorzaba, ofrecía la mano a una pareja ideal con la otra en la cintura, avanzaba, retrocedía, saltaba en el aire volviendo al mismo tiempo su cuerpo a un lado, e iniciaba la segunda mudanza. Yo pensaba: ese es el baile de los martelos que se baila la noche de novios.
—Mira, zagal —decía mi abuelo, visiblemente satisfecho de sí.
A pesar de sus ochenta años, su espina dorsal seguía flexible. Yo le daba al manubrio y él me decía:
—Más de prisa, muchacho, que parece que tocas con desgana. Esta es la mudanza segunda.
Y volvía a girar sobre un pie alzándose al mismo tiempo gallardamente con un gesto insolente. «Ese debe ser el paso de esponsales», pensaba yo. Admiraba a mi abuelo y me preguntaba si algún día sabría bailar yo tan bien. Saber bailar el bolero me parecía indispensable para obtener alguna clase de estimación, especialmente de las damas. Porque con las damas se bailaba el bolero, creía yo, y había que aprenderlo antes de que fuera demasiado tarde y llegara la hora de casarse. Porque, por la noche, cuando los novios se quedaban solos, debían bailar el bolero, como mi abuelo.
Mientras atendía el baile, veía las cosas de mi alrededor, especialmente la gaita colgada del muro con sus faldetas de cretona. Me parecía una vez más un bebé gritador. Es decir, una niña gritadora, que el día de la boda iría delante con un canastillo echando flores en la alfombra delante de los novios.
—¿Qué es eso? —decía mi abuelo—. ¿En qué piensas? Mira ahora la contradanza. Este es un baile de señores.
Sin moverse del sitio, hacía un extraño trenzado con los pies levantándose un palmo del suelo en dos brincos verticales. Y la música y el baile continuaban. Yo pensaba: esos movimientos son más bien del baile de la octava del Corpus. No de la boda, sino de las estaciones del Corpus, que yo las había visto.
Habría querido salir a bailar con mi abuelo, pero ¿quién tocaría el aristón? Habría que seguir dando al manubrio de aquel pequeño ataúd forrado de terciopelo. Y mi abuelo paseaba diagonalmente por la sala, para dar de pronto tres pasos corriendo y el último con un solo pie y la otra pierna doblada. Y allí comenzaba otra vez un poco de zapateado, encorvándose ligeramente para erguirse otra vez con la mano en la cintura y la mirada arrogante. Allí giraba dos veces sobre sí mismo, haciendo cada vez una reverencia, y luego regresaba al centro del salón con pasos de minueto.
—Este es —decía— el paso de los pijaitos.
En el centro bailaba mejor que en los extremos, porque sin duda se sentía más responsable de sus movimientos.
—Así es, zagal, el remate. ¿Oyes? Este es el remate floreao.
Y hacía algunos giros más con una mano en lo alto y la otra a la espalda, para terminar con dos pasos atrás y una reverencia.
Al hacer la reverencia última se ponía la mano derecha abierta contra el pecho, muy galán. Y decía: «esta es la venia final».
Duró el baile media hora. Y con la respiración acezante vino mi abuelo y me ofreció la mano para salir.
—Ahora no bailan así —me dijo— porque las costumbres cambian.
En el silencio, volvieron a oírse las cigüeñas en la torre de la iglesia. Salíamos a la calle y mi abuelo decía:
—En mis años cariñosos yo bailaba así, pero no le digas a la abuela que he bailado. Las mujeres no entienden. Si tu abuela te pregunta si hemos ido a misa —dijo, después de un largo silencio— dile que sí. Las mujeres son cortas de alcances y es mejor no discutir con ellas. Hay que decirles que sí y hacer lo que uno quiere.
El pueblo de mi abuelo me parecía distinguido porque mi amigo el príncipe —que vivía en él— hablaba haciendo los diminutivos en «ito», como en las ciudades, y no en «ico» o en «er» o «eta», como en la aldea. Iba pensando en estas cosas cuando llegué de noche al pueblo. Como era de noche (lo había calculado antes de salir de casa), los campesinos curiosos no me verían.
Mi abuela me miró extrañada y dijo, con cierta escandalizada alegría:
—¡Ya se ha escapado de casa otra vez, el pillo granuja mal criado!
Declaró mi abuelo que hacía bien en acordarme de ellos, y que si quería quedarme a vivir allí, tanto mejor.
Vivíamos en una plazuela que tenía un humilladero de piedra, y por eso se llamaba la plazuela de Santa Cruz, aunque la gente solía decir «de los Lunas». Parecía mayor la plaza porque de los cinco edificios que la encuadraban, uno se había quemado hacía años, y el terreno fue igualado. Por el hueco que dejó la casa desaparecida se veía una sierra lejana y, en ella, un vano o cortadura que se llamaba el salto de Roldán. Según la gente, Roldán, huyendo de los españoles, saltó desde aquel lugar con su caballo en la memorable jornada de Roncesvalles. Y no se mató, a pesar de tener la sima un kilómetro de ancha. Cuando me lo contaba mi abuelo, añadía: «son fantasías de las gacetas».
Era, la cocina de mis abuelos, inmensa, con un hogar bajo donde se cocinaba, flanqueado de grandes bancos de respaldo labrado, cuyo nombre era muy parecido al que tienen en Cataluña: cadieras. Comíamos mi abuelo y yo en una mesita supletoria, que habitualmente estaba plegada contra el respaldo de la cadiera. La abuela nos servía. Luego comía ella, haciéndose servir de una criada a quien reprendía a cada paso sin causa aparente.
Al reflejo del fuego, mi abuela veía en mí una palidez que no le gustaba, y me miraba con una gran compasión. Yo me sobresaltaba y recordaba la rebotica de la calle de San Pablo sin luz natural, donde viví un año entero.
En todo caso, mi abuelo estaba contento de mi visita, aunque no lo decía. Después de cenar aquella noche, se oyó a alguien gritar en el patio: «Ave María».
—Es Benito, el Barón —dijo la abuela, contrariada e incómoda—. Tan preciso es aquí como el zancarrón de Mahoma.
Era un hombre maduro con cara de chico, mofletes hinchados, rosetones de color púrpura en las mejillas, cejas altas que le daban un aire estúpido y ojos inexpresivos, que recordaban los de los cerdos. Me miraba como un bobo y repetía: «¿Este es el chico que suele escaparse de casa?».
Sin quitar la mirada de mí, dijo aquel hombre algo del precio de la alfalfa, le propuso a mi abuelo un negocio y después de calentarse las manos en el fuego, nos deseó buenas noches y se fue un poco remolón.
—A verte a ti ha venido —dijo mi abuela, adusta—. Es un revisalsero, entrador pocasustancia.
Más tarde supe cosas tremendas. Del incendio de la casa quemada en la plazuela donde vivíamos, se había hablado mucho en tiempos pasados. Yo no sabía nada entonces, porque cuando sucedió no había nacido aún. Era el año de gracia —como decían mis abuelos— de 1902.Vivía entonces en la misma plazuela, nuestra vecina la Barona con sus tres hijos ya mayores. El nombre de la familia era García Barón y, como había otros García en el pueblo, para diferenciarlos los llamaban por el segundo apellido.
Los tres hijos de la Barona eran de pelaje castaño claro y al mayor, que no tendría aún los treinta, le salían canas en los aladares. También tenía las pestañas blancas.
La casa de los Barones estaba cubierta de hiedra que, bruñida por la lluvia, verdeaba alegremente. La nuestra era de piedra oscura, más grave y también más grande. Ellos eran campesinos y mi abuelo, ganadero, profesión que solía dar tipos de hombre un poco más aventureros y violentos.
La Barona acostumbraba decirles a veces a sus hijos:
—No hay mujeres para vosotros en el pueblo.
Sus hijos eran demasiado bien plantados, y no le gustaban a mi abuelo. Decía de ellos que eran fachendosos sin tener de qué.
Al más joven, que se llamaba Miguel, le dio un día de bofetadas en la puerta de nuestra casa y después le dijo:
—Te pego porque puedo pegarte.
Durante algún tiempo yo no supe qué sentido dar a aquellas palabras, y ahora pienso que con ellas quería decir mi abuelo que era su padre. (Su padre adulterino, claro). Lo curioso es que cuando Miguel nació mi abuelo había cumplido ya los sesenta y cinco.
Tenían los Barones en casa una criada pariente que se llamaba Vicenta. Con el pretexto de que era de la familia, no le pagaban salario y andaba azacancada día y noche. A falta de otra cosa, la chica obtenía satisfacciones de vanidad. Se mostraba orgullosa de lo bien criadas y rollizas que estaban las mulas de labor. Era un poco simple, y solía repetir:
—En mi casa no se escatima el ordio.
El hijo mayor de la Barona trabajaba duro, sabiendo que la hacienda era suya. Benito, el segundón (el que vino a casa la noche de mi llegada), se ganaba el pan ayudando en el campo, pero en invierno se dedicaba a soñar en una boda de conveniencia. «Un hombre —decía a veces hablando consigo mismo— vale algo para las pobres mozas en estado de merecer». En cuanto a Miguel, el hijo tercero, estaba en la ciudad y era sargento.
Iba Benito a cazar con frecuencia, porque le gustaba estar solo y hacer ruido con los disparos y oler luego el cartucho quemado, que tenía una fragancia exquisita.
Una buena boda, esperaba Benito.
Pero no se presentaba. Juan, el hermano mayor, lo miraba en las largas veladas del invierno y le decía, de pronto:
—Creo que podrías aprender un oficio o sentar plaza de soldado, como Miguel.
Entretanto, mugía en la chimenea el viento, poco amigo de los sembrados del otoño, que resecaba la tierra y la destemplaba.
Crepitaba el fuego también en casa de los Barones. El roble daba chasquidos secos, el olivo tenía savias fluidas que producían como sopletes de gas, y el pino ardía «sudando resina». Aquel era pino.
Benito respondía, al fin:
—Yo no tengo la culpa de haber nacido con los pies planos.
Cuando Benito caminaba mucho, se le inflamaba el nervio del corvejón, y no valía para la milicia. En las quintas lo declararon inútil.
El hermano mayor y el segundo no se entendían. Algunos días, Benito salía de casa y vagaba al azar por el pueblo, con los ojos febriles. Cuando lo veían los otros, pensaban: «ahí va Benito, el segundón de la casa de la Barona, que ha debido pelear otra vez con su hermano».
A veces, Benito iba a la tienda del Manco, donde tomaba una copa de anís. El Manco era hombre sonriente que se consideraba superior a los aldeanos por el hecho de haber estado en la cárcel, y trataba de hacer hablar a Benito, pero él se daba cuenta y tenía cuidado con sus palabras. A Benito no le gustaba realmente el licor, pero gastar dinero en público le parecía que lo hacía más hombre.
Una noche, hacia 1902, estando la vieja Barona sola en la casa, llegó la Prisca, vecina de finos cabos con pelo de cáñamo y ojos azules. Iba a pedir prestada la almud.
La vieja Barona recelaba de las mujeres solteras porque creía que todas estaban enamoradas de sus hijos.
Prisca pasó a pedir la almud a su vecina. La Barona era curiosa. ¿Para qué querían la almud las vecinas, si no tenían maíz ni avena ni lentejas y ni siquiera mijo que medir?
—¿Vais a medir avena? —preguntó rascándose con una mano en el dorso de la otra—. ¿O panizo?
—No sé lo que mi madre quiere medir.
Llevaba en la mano la mantilla plegada todavía —venía de la iglesia—-y en la mantilla un alfiler prendido que tenía como cabeza una palomita de cristal. La Barona fue al cuarto de amasar, puso ladinamente dentro de la almud en un rinconcito un poco de miel randa, para que se pegara allí una muestra de lo que la madre de Prisca midiera, y al volver con la almud parloteaba para disimular su ardid:
—La cabida es de seis libras largas de lentejas o bien de habas, según el peso.
La almud, recipiente de madera en forma de pirámide trunca, con su asa, tenía los rincones interiores ocultos a la vista. Lo que quedara pegado al rincón estaría allí cuando le devolvieron la almud. Ella necesitaba saber lo que los vecinos medían o contaban.
La Paula se fue al granero con la almud, diciéndose: «La Barona se cree muy superior a nosotras. Desde luego, como rica, lo es».
En el granero (un desván vacío con un montón de maíz rubio en un rincón) la señora Paula pensaba: «Mi vecina la recia Barona daría cualquier cosa por saber lo que voy a medir ahora». Y, animada por una sospecha, metió la mano fisgadora en el recipiente y fue tanteando los rincones con el pulpejo del dedo índice. En el cuarto rincón sintió la gota de miel. Al principio se escandalizó, luego fue calmándose y por fin pensó: «Mi vecina no sosiega imaginando lo que hacen los demás». Volvió a la cocina sin medir el panizo y, dejando la almud encima de la mesa se estuvo contemplándola y sintiendo un rencor antiguo. La Barona, siempre igual.
La señora Paula había tenido mejores tiempos, y en su familia hubo algunos lujos de los que quedaba memoria. El mayor estaba representado por siete onzas isabelinas de 1848 de oro de ley con el busto de Isabel II. Las siete onzas, no más grandes que la uña del dedo pulgar, eran la mitad justa de las catorce que el padre de la señora Paula y su abuelo pusieron en la bandeja del arra nupcial cuando se casaron, como arancel simbólico. Después de la boda, el cura no se quedaba las monedas, sino que las devolvía. Cuando la abuela murió, quedaron en la casa dos nietas solteras y tuvieron que partir las onzas: siete para cada una. Hacía cuarenta y ocho años que conservaba las suyas la señora Paula. Y ahora pensaba que si pusiera una de aquellas onzas pegadita en la miel de la almud, perdería la moneda —ocho duros— pero ganaría bastante en la estimación de los Barones. En la cama, estuvo dando vueltas y pensando en aquello.
Por las noches las cosas eran diferentes y la fantasía solía volar. No dejaba de calcular la señora Paula la extrañeza de la Barona cuando encontrara una onza isabelina pegada a la miel. Pero, en fin, era una tontería. Sin embargo, siguió pensando en aquello toda la noche, y al amanecer se levantó, fue al armario, sacó de la cajita de sándalo una de las monedas y la puso dentro de la almud, sobre la gota de miel. Luego, se estuvo contemplando el recipiente con el asa pulida por las toscas manos de cuatro ocinco generaciones de campesinos, y diciéndose:
—¡Qué cosa tonta es una almud!
Cuando oyó a Prisca ir y venir por la cocina, pensó: «Los Barones creerán que hemos estado midiendo, no panizo, ni alubias, sino onzas de oro».
Devolvió Prisca la almud, sin saber lo que había hecho su madre, y cuando la Barona se puso a fisgar y descubrió la onza, se quedó un momento absorta, corrió al fregadero y lavó la moneda para quitarle la miel y ver si el oro era simulado o verdadero. Ya limpia, la hizo saltar y repicar en la piedra. Cantaba el oro de un modo delicado y ella escuchaba con la boca seca. Y decía:
—La Paula no ha tenido nunca donde caerse muerta. Este oro tiene que ser tramoya y filfa.
Se quedaba en éxtasis mirando un ramo de hiedra colgante que la brisa movía en el marco de la ventana. Del asombro y la ofensa fue pasando a la admiración. Gracias a Dios estaba sola, y cuando los hijos volvieran habría tenido tiempo —cinco horas— para digerir la sorpresa.
La sobrina había ido a lavar y no volvería hasta media tarde.
Se asomó al umbral, miró la casa vecina que, bañada de sol, parecía tener el alero de oro, y volvió a entrar sin barrer el zaguán. Aquel día no barrió el zaguán, pensando en la onza de oro pegada a la almud. Almudes de onzas, miles de onzas.
Verdad es —comenzaba a dudar— que la Prisca nació el día de la Candelaria, que da buena suerte.
Los hijos volvieron al mediodía y, viendo Juan a la madre taciturna y nerviosa, le preguntaba:
—¿Qué le pasa? ¿Qué mal bicho le ha picado?
La madre se encerró con él en la sala:
—Juan, hijo mío —le dijo—. Ya vas entrando en años. Así no puedes seguir toda tu vida. Digo, soltero.
—¿Ha pensado en alguna novia?
—He pensado en la Prisca —y diciéndolo la Barona hacía avanzar y retroceder su cabeza con un gesto de tortuga, que era su manera de mostrarse nerviosa.
Tales fueron las burlas y bromas de Juan, que ella acabó por sacar del bolsillo la moneda de oro, ponerla en la mesa y decir:
—¿Ves esta onza? Pues la Prisca tiene centenares y millares como esa.
Se miraban en silencio y allí estaban los dos, satisfechos de pronto de ser la madre y el hijo, y agradecidos el uno al otro por ese hecho de cuya importancia no se habían dado cuenta hasta aquel momento. La madre le explicó lo que había sucedido con la almud, y Juan la escuchaba asombrado.
Al volver aquella tarde del río, la sobrina miraba a su alrededor olfateando algo. No sabía qué pensar. Era como si hubiera —según decía— un fantasma escondido en alguna parte.
Al día siguiente, Juan habló de su posible matrimonio con Prisca a Benito, quien soltó a reír burlándose, y entonces su hermano le descubrió el secreto de la almud. La mayor parte de la tarde la pasaron los tres haciendo cálculos sobre el origen y la posible cuantía de la fortuna, que permitiría a la señora Paula, si quisiera, comprar la hacienda de mi abuelo y la de los Barones.
Quiso hacerle la corte a su vecina y, después de los primeros días de confusión, comenzaron a parecerle naturales a Prisca sus atenciones. Como cualquier otra mujer, ella creía merecerlas. Mi abuelo elogiaba el buen sentido de Juan, que hacía la corte a una chica sin dote pero buena y bonita.
Un domingo antes de que Juan declarara su amor a Prisca, apareció Benito en casa de mis abuelos y dijo que iba a adelantarse y a pedir la mano.
—Esa manera no es propia —le advirtió mi abuela—. Tienes una madre, y es ella quien debe ir en lugar tuyo.
La noticia se extendió por el pueblo. Las mozuelas solteras no querían creerlo, y la que parecía más indignada era Vicenta. Creía que era una ofensa a la dignidad de la familia. Algunas mozas decían que Benito había cortejado antes a la Prisca y que esta le había dado calabazas.
Por aquellos días, Benito evitaba la taberna del Manco y los lugares donde se reunían los campesinos los domingos. Iba otra vez Benito al monte con su escopeta y su perro. Se sentía de veras ignorado por la Prisca, y le gustaba pensar en sí mismo como en un amante desdeñado, aunque no lo era.
Por fin, la Barona pidió solemnemente la mano de Prisca para su hijo mayor, y la señora Paula dio las gracias y dijo que en aquella cuestión su hija diría la última palabra. Esa palabra fue afirmativa. Al extenderse la noticia, los mozos del pueblo parecieron descubrir de pronto que Prisca tenía atractivos. La señora Paula pedía a Dios que se enamorara Juan de veras y que no se sintiera más tarde engañado por la falta de onzas de oro. Pero no estaba segura de que Dios la oyera, y eso le producía a veces una secreta angustia.
Desde el día siguiente a la petición de mano, la señora Paula y su hija se pusieron a coser trapos y a preparar el equipo, con la atareada calina con que se hacen esas cosas en las aldeas.
Mi abuelo repetía entre dientes: «Todavía no los he visto yo a esos, casados».
El invierno pasaba. Las chimeneas ya no echaban humo negro de troncos pesados de olivo, sino humo claro de ramilla de lentisco.
En aquellos días oyó la señora Paula alguna alusión de la Barona al fácil futuro que tendrían los novios, a quienes no les faltaría ninguna de las venturas de este mundo. La señora Paula, pensando en el engaño de las onzas, se asustó un poco y quiso decir la verdad, pero no se atrevió. Era agradable que con razón o sin ella sus vecinos la consideraran rica.
El noviazgo siguió su curso y muchos mozos de la aldea, aún ignorando la ilusión de las onzas de oro, envidiaban a Juan porque el amor ponía más bonita a Prisca.
Los preparativos de las bodas en las aldeas son lentos y laboriosos. Pasó la primavera, llegó el verano y se aproximaba el otoño. Era aquel un septiembre dorado y calmo. En octubre se casarían los novios.
Tuvo Juan la idea de hacer un regalo a la junta de mozos que organizaba las diversiones de la gente soltera, en los días de las fiestas anuales del pueblo. Un regalo en nombre de Prisca. Dijo que compraría seis docenas de cohetes voladores, otras seis de carretillas —culebrinas—, ocho bombas reales y tres ruedas de colores o «castillos de quema». El último de estos castillos con una estampa que se desenrollaría al final y llevaría el nombre de Prisca y el suyo propio entre un ramillete de flores.
Contaba Juan con aquella estampa rodeada de bengalas y surtidores de estrellas, para impresionar a la gente. El ofrecimiento fue comentado, sobre todo entre los mozos del gasto. Al difundirse la noticia de que Juan iba a gastar dinero en fuegos de artificio, se produjo alguna clase de rivalidad. El competidor era Pedro el de la plaza, hijo de un matrimonio más rico que los Barones y medio pariente de ellos; un mozo bastante inocente y cándido. Su novia era también de una notable falta de agudeza. Los vecinos decían de ellos: «Dios los cría y ellos se juntan». Pero los querían. Prometió Pedro para honrar a su novia otras seis docenas de cohetes voladores, tres ruedas fijas o girándulas y ocho bombas reales.
Benito, el segundón, le dijo a Pedro que su hermano pensaba desafiarlo al polvorín del moro. Eran desafíos amistosos. Hacían un círculo en cada extremo de la plaza con lechada de cal. Ese círculo, de unos tres metros de diámetro, era el castillo. Se lanzaban culebrinas encendidas del uno al otro castillo. Aquellos proyectiles iban describiendo zigzags, engañando con su dirección dudosa y echando detrás chorros de chispas. Los combatientes solían arrojar aquellos proyectiles de dos en dos, de tres en tres y a veces más. Cada uno pretendía hacer salir al otro de su círculo, a fuerza de torrentes de chispas y de estampidos. La cosa tenía sus aspectos más bien cómicos. El polvorín del moro.
Todo el pueblo solía acudir. Hacían apuestas. Las temerosas mujeres se ponían en ventanas y balcones. Los hombres, abajo. Los chicos, en todas partes, provistos de bengalas de colores y de culebrinas sordas, es decir, sin petardo.
El primer día de la fiesta hubo misa mayor, enramada de flores para las chicas decentes y colgaduras de huesos de burro en las ventanas de las mozas que tenían mala fama. Hubo también comida en el Ayuntamiento, presidida por mi abuelo, que era entonces alcalde. Las rondallas iban y venían. El segundo día hubo dances en la plaza y pirámides de mozos. Benito se negó a tomar parte en aquellos festejos. Las mozuelas lo miraban de reojo y comentaban su desánimo y su desvío:
—El mal de amores que lo consume.
Si se daba cuenta, respondía Benito entre dientes con una procacidad, aludiendo a los «riñones». Mal de riñones.
Cuando la pirámide de mozos estaba ya formada, un zagal trepaba por ella, desplegaba en lo alto una bandera y recitaba los gozos de doña Petronila, que eran muy largos y que acababan con una broma, siempre la misma. El zagal decía:
… y ahora les contaré el caso
que vi en las Almunias Altas,
iba a carriar con mi madre
y oí un ruido que bajaba
que creí que por el seso
venta alguna cabaña
como la del señor Luna
aquí presente en la plaza,
pero al llegar más alante
ya vi de qué se trataba,
era Martín el Donato
con catorce o quince cabras.
Llevaba poco rebaño pero
buena cencerrada.
El caso es que no son d’él,
casi todas son ampradas.
Martín, el mozo dulero,
el del tocho y las abarcas,
si quieres tú por los cuernos
ganarte a la rabadana
disminuye las esquilas
y aumenta más la majada.
Aquel romance era todos los años el mismo, pero los campesinos reían como si fuera nuevo. Sorprende un poco la inocencia de esos campesinos que, sin embargo, llevan en el cinto la navaja cerrada y tienen en los ojos una luz de acero, azulina, y consideran meritorio haber estado en la cárcel.
Por la noche se celebró la primera fiesta de fuegos artificiales y el desafío de Pedro y Juan. No quería Prisca presenciar la pelea —le daba miedo—, pero acudiría cuando encendieran los castillos de quema, para gozar de la gloria de ver su nombre y el del novio entre bengalas de luz rosada y surtidores de estrellas.
Se anunciaba una noche memorable.
La gente joven se instaló entre las columnas de los porches, dejando espacio para los contendientes. Vicenta, la criada, iba y venía diciendo que ganaría la pelea su primo.
Mi abuelo me contó lo sucedido con tantos detalles que ahora, es decir, casi cuarenta años más tarde, me parece estar viéndolo como si lo hubiera presenciado. Los mozos se arrojaron los primeros proyectiles. Alguna culebrina se desviaba a veces para seguir aquí y allá a un espectador neutral, a cuya espalda se pegaba mientras él corría en vano y causaba la risa de los demás.
La plaza olía a pólvora, olor cáustico que quedaba en la memoria como un olor de infancia.
Todo el pueblo estaba en la plaza.
Arrojó Pedro tres buscapiés juntos, y vio cómo saltaba Juan dentro de su castillo, para eludirlos. Se habían atado los pantalones por el tobillo, para evitar que alguno de aquellos proyectiles se les metiera dentro. Pero no habían podido precaverse contra otros peligros.
Llevaba Juan un paquete de culebrinas en cada uno de los bolsillos interiores de la chaqueta, con las mechas hacia arriba. Las sacaba también de otros bolsillos y, antes de arrojarlas, las cebaba con un cigarro que llevaba en los dientes.
Estaba la noche llena de explosiones, pero a veces había un paréntesis de silencio y se oían en la huerta los grillos monorrimes del verano.
Mi abuelo decía a sus vecinos en el balcón: «esto no se repetirá otro año, porque es peligroso». La casualidad le dio la razón del modo más dramático. Alguna chispa prendió en las mechas de los buscapiés que llevaba Juan en el bolsillo interior, el fuego se transmitió a todos y de pronto se vio al mozo saltando por la plaza envuelto en un torbellino de fuego. Nadie se atrevía a acercarse a ayudarle. Por fin, Pedro fue sobre él y, tomándolo por la espalda, volvió del revés la chaqueta, de modo que los surtidores de chispas de los bolsillos interiores, en lugar de dar contra su cara o su pecho, dieran al aire. Todos los buscapiés, empujando violentamente la chaqueta hacia abajo, la pegaban a los hombros de Juan, quien seguía saltando sin acertar a arrojarla de sí. Las explosiones le hicieron bastante daño. En la parte baja del rostro tenía, además, terribles quemaduras. Mientras algunos vecinos arrojaban mantas sobre Juan, para apagar sus ropas encendidas, la rueda acabó de quemarse, cayeron de la torre las campanadas de las once y entre bengalas y estrellas los nombres de los novios aparecieron y quedaron allí presidiendo la fiesta. El Manco decía en su taberna:
—¡Qué vida más adrede!
Llevaron el herido a la ciudad y en el hospital pudieron salvarle la vida, pero quedó deformado por las cicatrices, con los ojos desgarrados y llorosos, el labio superior alzado sobre los dientes y el cuello de un color tumefacto. Verlo producía grima, como decía mi abuelo.
Entretanto, en la aldea, la Prisca no salía de casa sino para ir a misa el domingo.
Cuando Juan volvió al pueblo, curado, no parecía el mismo. Evitaba ver a Prisca, pensaba en su hermano Benito y en las onzas, y callaba. Había decidido Juan romper el compromiso con su novia y dejarla en libertad, pero iba aplazando aquella amarga diligencia. Un día, tuvieron los hermanos palabras fuertes, y llegaron a cambiarse algunos golpes. Salieron de la pelea cada uno con un ojo negro y Juan, con un dedo roto. Quién sabe lo que habría pasado si la madre no hubiera ido a llamar a mi abuelo, quien acudió, dijo a grandes voces que aquello era una gran vergüenza y, no logrando nada con las palabras, los apartó a golpes y puntapiés.
Juan renunció a casarse con Prisca, se lo hizo saber y la pobre respondió que pensaba irse a la capital y meterse monja. Benito pensaba: «Monja, bien, pero… ¿y las onzas?».
Como imaginaba que irían a parar a la iglesia, dijo en la tienda del Manco algunas cosas contra «la gente de sotana». El Manco reía y le servía más licor, para tirarle de la lengua. Pero Benito, cauteloso, callaba.
Aquel invierno se presentó frío y ventoso. El humo de las chimeneas no subía quieto en el aire, sino que era desgarrado en largas vedijas mientras el viento helado llevaba y traía el sonar de las campanas.
La pobre señora Paula no estaba tranquila. Sin saber por qué, todas las tardes atrancaba la puerta con cuidado. Algunas noches se las pasaba rezando y escuchando los rumores de la brisa en las puertas, cuyos goznes no aceitaba hacía tiempo porque esperaba que el rechinar sería un aviso.
Y pensando en la almud y en la onza, se decía:
—¿Quién me puso en la cabeza una ocurrencia como aquella?
Tenía miedo a veces, pensando en la desgracia de Juan y en la boda deshecha. Algunas noches pasaba a casa de mi abuelo con su hija, porque la soledad la asustaba. Estaba temerosa de que quisieran robarle las onzas que no tenía.
Las desgracias no habían acabado. Tuvo Juan un «ramo de locura», poco después de la Navidad, y se mató arrojándose a una sima honda de la cual no se podía salir vivo ni muerto. Para que no hubiera duda, dejó el bastón clavado en la orilla, con la chaqueta al pie y la boina colgada del bastón. Dejó también un pañuelo bordado por la Prisca, con sus iniciales en una esquina. Las chicas de la aldea lloraban al referirse a aquel pañuelo bordado, que el alguacil había encontrado atado al bastón y flotando con la brisa.
La vieja Barona pasó largos meses de oscura y solitaria desesperación. A veces, iba a casa de mi abuelo y lloraba en su hombro.
Quien se mostraba más inconsolable en todas partes —en la calle, en la casa y en la iglesia— era Vicenta. Recordaba los dichos de Juan y miraba de reojo a Benito, pensando: ¿qué hará ahora que ya no es el segundón, sino el amo?
Después del suicidio de Juan, hubo un gran silencio en el pueblo.
Pocos días más tarde, Benito salía al campo con gran aparato de mulas y arreos de labranza, precedido por el perro ladrador. Mi abuelo lo veía pasar y gruñía:
—Podría esperar algunas semanas, antes de salir echando roncas como un voceras.
Vicenta rezaba el rosario por la noche con la Barona y, al final, añadía oraciones «por el alma de Juan, que vaga por la intemperie de los difuntos sin paz ni reposo».
Benito fue un día a esperar a la muchacha al salir de misa, y le dijo:
—Ya no soy el que era antes, Prisca. Las cosas cambian en la vida. ¿Es verdad que te metes monja?
—Sí, pero no sé cuándo, porque mi madre está vieja y enferma y necesita alguno que la cuide.
—Otros te necesitan también sin estar enfermos —dijo Benito, de un modo extraño que sonaba falso.
Ella se quedó sorprendida y tardó en contestar, pero por fin encontró las palabras:
—Muerto Juan, no me necesita nadie más que mi madre.
Benito no se sintió contrariado por aquellas palabras. En definitiva, la Prisca le importaba poco. Se diría más bien que le tenía sin cuidado. Pero ideaba su plan, Benito. Cuando vio que las tres tiendas de la aldea comenzaban a poner máscaras de cartón colgadas alrededor de las ventanas, pensó que se acercaba el carnaval. Antes de poner en ejecución su plan, para el cual necesitaba disfrazarse y pasar desapercibido, recordó que el perro de su casa podría «sacarlo por el olor» y revelar a los demás quién era y para evitarlo, lo llevó un día al campo y lo mató de un tiro.
Comentaba aquello Vicenta, espantada:
—¿Por qué matarlo al pobre, si nos tenía tanta voluntad?
Dijo Benito que lo había matado porque venteaba el fantasma de Juan por la noche y aullaba lúgubremente.
Vicenta imaginaba entonces el alma del perro acompañando al fantasma de Juan por los montes, en los días del árido invierno.
Otra medida de precaución de Benito, antes de los carnavales, fue estudiar los accesos de la casa de la Prisca, suponiendo que la puerta principal estaría cerrada y atrancada.
No era difícil saltar la tapia del corral.
En la taberna y en su casa dijo que pensaba ir a la ciudad durante los carnavales a ver a su hermano Miguel, el sargento, y algunos se extrañaban, porque Benito no era hombre de afectos familiares y nunca se había entendido con sus parientes. A la madre, sin embargo, le parecía bien aquel propósito de su hijo. Toda la aldea sabía que Miguel era hijo adulterino de mi abuelo, pero de aquellas cosas no hablaban las personas decentes.
La semana de carnaval y las fiestas de septiembre eran las únicas ocasiones en que la aldea olvidaba su silenciosa calma y los mozos su cuidadosa prudencia, sobre todo los mozos pobres y sin tierra.
La situación había cambiado mucho desde las fiestas de septiembre, y Prisca no veía a Benito con buenos ojos, porque sabía que había comentado la muerte de su hermano muy fríamente.
El sábado anterior al domingo de carnaval, Benito se fue hacia la ciudad en la diligencia, pero se detuvo en un cruce de caminos. Desde allí, anduvo hasta una paridera desierta que estaba a media hora del pueblo.
Una choza de pastores al pie de una colina, que tenía por un lado el color rojizo de la tierra húmeda y por otro, brillos lunares de cuarzo y mica.
En la paridera, que pertenecía a los Barones, el amanecer no tardó en llegar nuboso y con cielo bajo. La casa era del color de la tierra, y también la luz que entraba por los cristales sucios de las ventanas. Del mismo color eran algunos aperos de labor abandonados en un cobertizo. Cerca de allí había un poyo de tierra y una cruz recordando un asesinato.
No tardó en comenzar a llover.
Encontró Benito, como esperaba, ropas de mujer en la paridera, y se vistió de destrozona. Con la máscara de cartón en la mano, miraba la lluvia:
—Esta agua —dijo, experto— viene tempranera.
No se veía el pueblo, porque se interponía una cadena de lomas del color también de la tierra húmeda.
Cuando en febrero amanecía un cielo como aquel, había que echar la tranca en el establo y «aprontar el batiaguas». Buscó por la paridera y encontró uno azul, enorme, con varillas de fino cerezo.
Ventoso y mugidor, el invierno silbaba en el alero lúgubremente. Benito veía caer las aguas de temporal de la primavera: «Igual que el año pasado, el carnaval llega metido en agua». No le gustaba que el pueblo se embarrizara, porque se disponía a recorrerlo de punta a cabo dando brincos y alaridos y obligando a los chicos y a los perros a meterse rápidamente en sus casas.
Pensó en su hermano. Solía sucederle cuando estaba solo, con lluvia en las ventanas y cierzo en el alero. Cuando murió, su hermano Juan pareció como si se ennobleciera en la memoria de Benito. Las malas palabras que habían tenido cuando pelearon por causa de Prisca no fueron venenosas, y los golpes entre hermanos no dejan rencor y, si lo dejan, la muerte lo cancela todo. Lo malo era que se hubiera matado arrojándose a una sima y que su cuerpo siguiera insepulto, porque la sima era inaccesible.
A veces decía entre dientes, Benito: «Desgracia fue el marcharse de este mundo, pero el muerto al hoyo y el vivo a las onzas». Cerca de la paridera había abierto una pequeña zanja en la tierra. Junto a ella había una enorme piedra cuadrada, para cubrir el hoyo una vez depositado en el fondo el saco de cuero que llevaba cerrado con dos anillas y que estaría, cuando lo enterrara, lleno de onzas. Más de diez mil, cabían en aquel saco.
El hoyo lo había hecho pensando que el oro era demasiado escandaloso y chillón. Desde un olivo de hojas metálicas, un tordo ladeaba la cabeza para mirar a Benito disfrazado de mujer. El pájaro dio un grito y voló a otro árbol más lejos.
—¡Hijo de puta! —dijo Benito, como si el ave le hubiera ofendido.
Pensó que tal vez sería mejor quedarse todo el día en la paridera y presentarse al oscurecer en casa de Prisca, sin hacerse ver antes en el pueblo.
La lluvia venía a aislarlo del mundo y a encerrarlo en una enorme jaula. «Yo no necesito ir al pueblo, sino cuando sea de noche». Desde la muerte de Juan había estado Benito observando las costumbres de su vecina. Prisca iba al oscurecer a la iglesia para rezar el rosario, hiciera nublo o raso, lloviera o nevara. Al acabar el rosario, el sacristán tocaba tres campanadas en la torre y los feligreses se iban.
Seguía lloviendo.
—Si no fuera por mi madre —dijo Benito, entre dientes— hace años que habría dado yo una buena escandalera en el pueblo.
No se sabía si lo decía agradeciéndole a la madre su protección, o reprochándosela.
Vestido de destrozona (solían hacerlo muchos mozos entre los más algareros de la aldea) y aislado del pueblo por la lluvia, se sentía solo en el mundo.
—La gente dice que tengo mal de amores.
Burlándose de la gente, añadía, con una sonrisa amarga:
—¡Mal de riñones, tengo!
Lo mismo si estaba enfadado que si estaba contento, Benito, para decir algo importante, tenía que aludir a los riñones. Lo hacía pensando en otras glándulas. Los que lo oían pensaban también en ellas.
Viendo llover, se decía: «Yo moriré un día como cada quisque, pero entretanto vivo, y eso no lo pueden impedir ni el alcalde ni el viejo Luna ni el cura ni el sursum corda. Vivo y seguiré viviendo. Solo, es verdad. Yo solo en este lado de la vida y todos los demás en el otro, que es donde está lo bueno. Siempre está lo bueno en el otro lado de la tierra.
»En este lado estoy solo como un hongo. Yo. ¿Por qué nací? Mis padres quisieron divertirse un día y aquí estoy. Yo soy el resultado, un resultado miserable.
»Mi hermano Juan me odiaba a mí antes de que yo naciera. Tenía cuatro años y decía, tocando el vientre hinchado de mi madre: si cuando nace es un lobo con pelos, le pegaré un tiro.
»Maldita sea su estampa.
»Después, ya mayores, cada vez que hablaba de dinero me salía con que yo tenía que marcharme a otra parte y aprender un oficio.
»Estoy detrás de la lluvia, el viento o el frío. Sólo yo, aquí. Mi madre se queja de que está sola, mi hermano Miguel dice que tiene ganas de volver al pueblo, porque en la ciudad se encuentra solo. ¡Solo y vive en un cuartel con otros cuatro mil! Pero ese no es más que medio hermano.
»Hijo de otro, aunque lleve el nombre nuestro. Es la estampa del viejo vecino. Es hijo de los cuernos de mi padre.
»Todo Cristo está solo en el mundo o piensa que está solo —se decía Benito— y yo también. Yo, ahora, en esta paridera, porque la lluvia me tiene encerrado. Cuando escampe, iré al pueblo y si tenía que haber treinta máscaras, con la mía habrá treinta y una y yo iré y vendré con el tolondrón de las esquilas.
»Antes era el segundón, pero ahora soy el amo. Mi medio hermano, digo, el pequeño, tiene ya su conque. Con dieciocho duros al mes, tiene ya su conque en la ciudad. El hijo de los cuernos de mi padre grita frente a una fila de soldados y campa como un rey».
Invitado mecánicamente por sus propias palabras, recité una vieja canción pensando en otra cosa:
Villacampa siempre campa
por los campos de Aragón…
La cruz y el poyo de tierra que se veían cerca recordaban el asesinato de un partidario del viejo Villacampa. De los brazos horizontales caían gotas de agua tembladoras y azulinas.
«Yo soy el heredero ahora, pero vestido de máscara, como los pobres, correré por la plaza mayor. Y por la noche le daré el susto a la madre de Prisca. Es ella tan poca cosa, que bastará con que le haga “bú” para que suelte las onzas. Todas las onzas. Veinte almorzadas de onzas peluconas.
»Con ellas me iré lejos, y le quedará a Miguel el patrimonio entero. Suerte que tendrá, el mocoso. ¿Será por haberlo engendrado el viejo Luna? Bien, todo para él, para que lo labre, lo escarde, lo siegue y lo trille él.
»La lluvia hace parecer las cosas más tontas. Cae el agua en pocetas y charcos, remoja la hierba, saca brillo de las pedrizas y el mundo parece más pequeño. Si no fuera por mi madre, hace tiempo que me habría malmetido. Nací y aquí estoy. No era cuando nací un lobo peludo, pero hay días que vivo como si lo fuera. Y pienso que mi hermano Juan me habría pegado un tiro muy a gusto. El día que me rasuro y me pongo camisa blanca, parezco otro, pero todo Cristo conoce a todo Cristo en el pueblo, y saben que tengo la sangre negra.
»Yo necesito mi conque, también para irme lejos. Y allí, ni Dios me conocerá. La labranza, para mi hermanito Miguel, hijo del vecino y de mi madre». Se quedó mirando al cielo, con una expresión de fatiga. «Parece que afloja la lluvia, y yo necesito mis buenos cencerros alrededor del cinto. Vamos a ver si los de la cabaña están por ahí. Si los paso a mi cinturón, voy a hacer una escandalera bastante guapa.
»El que me vea se preguntará quién puedo ser yo. Nunca se enterarán porque piensan que estoy en la ciudad, pero yo seré un zataperros cabrón como cualquiera otro.
»Bien embarrizado estará el pueblo, pero a mí no me importa porque llevo botas de tachuelas. Y allí iré yo, Benito el de la Barona. Si alguno me conoce, no podré salir adelante con mi negocio. Ojo, pues. La cara tapada, los meneos emprestaos y la voz falsa, para que ningún hijo de puta me saque por la palabra».
Se alegraba de haber matado el perro, así no lo denunciaría reconociéndolo por el olor en medio de la calle.
El olivo solitario, de ramas retorcidas, mostraba sus hojas breves, duras y brillantes como recortadas en hojalata.
Aquellos días de lluvia, los patos acudían a los cobertizos sacudiendo su rabo mojado. Y la vida entera era como una jaula. Cada hilo de agua era un barrote que le recordaba a Benito que estaba preso.
La lluvia arreciaba otra vez.
«Estar aquí encamado como una liebre, no es para mí. Si me quedo aquí me voy a aguachinar y me van a salir hongos en los riñones. Onzas de oro. Parece que las estoy viendo bailar en mi mano. Por cada una me darán en la ciudad ocho duros y dos reales. Dos reales más, porque las onzas tienen premio y es por una ley que ha salido. Cuando lleve la primera onza al banco, el empleado me preguntará si tengo más. Yo le diré: más tengo, sí señor. ¿Como cuántas? Yo mentiré: pues no las he contado, pero tres almorzadas largas. Sólo llevaré algunas onzas cada vez: diez o doce. Que el oro es escandaloso y gritador».
Pero, entretanto, necesitaba comer algo, y cuando comía tenía que beber sus tres vasos, y si la botella no tenía más que dos, iba a la bodega a buscar el tercero en la espita del barril. Todo lo podía tolerar, menos que le faltara un vaso de aquellos tres en la comida. Iría a casa del Manco, compraría pan, queso, vino y se iría a comer a solas en alguna parte.
Obligado a esperar bajo la lluvia, acababa por pensar en sí mismo con cierta admiración. «Cuando era crío, mi padre me pegó una patada y yo se la devolví, y entonces mi padre dijo: este cachorro es mío, que me devuelve la dentellada. Y aquí estamos. Yo era suyo, pero ha sido necesario que mi hermano se tirara a la sima para que yo tuviera con qué vivir. Poco me importa a mí tener la hacienda. Ahora que la tengo, se me da un cajigo de ella. Hostia bendita, todo lo que me dan con la hacienda es la obligación de trabajar de sol a sol para el resto de mi vida. No. El hijo de mi madre quiere algo más que un campo de sembradura y tres huertas».
Se ponía la careta, por el gusto de comprobar que le cubría las mejillas, las sienes, la frente, la boca y el cuello hasta las orejas. No había manera de conocerlo. Y la máscara tenía dos asas detrás de las orejas. Y también una goma que se ajustaba en la nuca. La máscara era de esas tumefactas, con una tufa de pelos canosos sobre la frente.
Los tres meses últimos los había pasado en la aldea, solo y lastimero como una lechuza. Ahora iba a recuperar aquel tiempo con veinticuatro horas de algazara. Los cencerros iban a sonar guapamente. Un día de irresponsabilidad. Y de otras cosas.
Era zurdo. Debía hacerlo todo, pues, con la mano derecha, para no dar indicio alguno.
Poco después vio que el cielo se clareaba. Salían las alondras pardas con su moñito, alegres de sentir otra vez el aire seco. En las gotas que colgaban de los codos de las ramas, la luz ponía iris tímidos que temblaban con la brisa.
Un sol amarillo asomaba con cautela y volvía a esconderse.
«Este agua viene contraria —repitió—, pero poco se me da a mí. La hacienda mía está en casa de la Prisca, con las onzas a punto de vendimia. La vendimia será esta noche, y nadie lo sabe más que yo. Nadie lo sabrá nunca más que yo».
Cubrió los cencerros con las manos, para que no hicieran ruido, y marchó al pueblo tomando un camino indirecto, con movimientos que parecían de mujer embarazada. Ya no llovía.
Con la cara cubierta y hablando con voz de falsete, entró en la aldea. Después de comprar pan y llenar la bota de vino blanco en la tienda del Manco —que no lo reconoció—, se la puso dentro del pantalón sobre el vientre, de modo que sacando la cánula por la bragueta parecía orinar. Vertía el líquido sobre un vaso hasta que este se llenaba, y entonces bebía su contenido y ofrecía a los otros, entre la algazara de los campesinos. El vino tenía el mismo color de la orina.
Las canaleras goteaban alrededor, y en el huerto del cura los cipreses mojados parecían más negros y luctuosos.
Aquello del vino resultaba un poco indecente y el alguacil quiso denunciarlo, pero cuando Benito mostró el odre y dijo con su falsa voz que la ley no prohibía a nadie llevar una bota de vino y usarla como quisiera, y que si decía lo que sabía de la vida el alguacil y de la muerte de su suegra, iban a tener que oír nuevas peores que las de Judas Iscariote, el alguacil se encogió de hombros y se fue. Nadie lograba identificar a aquella ocurrente destrozona que orinaba un vino sabroso.
Vestido de mujer, sacudía sus cencerros y, dando voces atipladas, pensaba: «¿Mal de amores?». Pero de aquello no había que hablar, porque lo reconocerían. Nada de mal de amores ni de riñones.
Llevaba también un pañuelo en la cabeza, atado bajo la barba.
Otros mozos se habían vestido de mujer y, con cencerros en la cintura y una escoba en la mano, salían a la calle dando brincos. Eran «azotaperros», pero los chicos para quienes la palabra azotar era inusual —tal vez demasiado delicada— no lo entendían y decían «zataperros». Es verdad que los perros huían de las calles céntricas, espantados.
Algunos «zataperros» aullaban mejor que los perros mismos.
Los chicos más delicados insultaban desde lejos a las destrozonas, con expresiones arcaicas que sólo empleaban en aquellos días. Desde una esquina gritaban, por ejemplo:
¡… Zapatero farolero,
chilindrón potroso!
Y salían corriendo como liebres.
Benito bebía su azumbre de vino y respondía con falsa voz las preguntas que le hacían:
—¿Quién eres?
—El mismo que viste y calza.
—¿Cómo te llamas?
—Como mi abuelo.
—¿Eres de este pueblo?
—Soy de dos leguas más abajo de Alcorcón, donde dicen que nací cuando me parió mi madre.
Lo miraban de hito en hito y nadie lo reconocía.
Un poco mareado por el vino, corrió Benito arriba y abajo. Sonaban los cencerros, a veces agitaba las caderas, quieto en una esquina para hacer que siguieran sonando, con movimientos que eran, de veras, indecentes. Necesitaba descansar a menudo, porque sus pies planos se resentían y el nervio del corvejón se le inflamaba. Y había que disimular. El disimulo era todo en la vida.
Al llegar la noche agotado el vino, puso la bota vacía en la punta del palo de la escoba, ajustándolo al gollete, y le prendió fuego. Tardó en encenderse bastante, pero cuando el fuego entró en contacto con la pez del interior, la bota se convirtió en una antorcha que iluminaba un gran espacio en torno a la destrozona.
Verlo correr con aquella antorcha y oír el estruendo de las esquilas y la voz falsa, era grotesco de veras.
Había caído ya la noche cuando acudió a casa de Prisca. Al ver la puerta cerrada, dio la vuelta y entró por el corral. Después de apagar la antorcha en el suelo, la dejó en el patio y al subir, encontró en el rellano a la señora Paula.
—¿Qué es esto? —dijo ella, asustada—. ¿Quién eres y cómo has entrado?
Subía Benito la escalera con la careta color de rosa y un mechón de falso pelo de estopa sobre la frente. Daba la impresión otra vez de una mujer embarazada.
—Una visita de cumplido, eso soy —dijo arreglándose las almohadas que simulaban los pechos—, ¿eh? Una visita para la viuda dorada de onzas. ¿No me conoces?
No sabía ella si reír o pedir auxilio. Y la destrozona añadió:
—El dinero. Vengo por el dinero isabelino. Las onzas.
—¿Y si no te las doy? —dijo ella, pensando en las seis que tenía en la caja—. ¿Qué sucederá?
—Esto —dijo Benito sacando un cuchillo enorme.
Ella gritó y miró hacia la puerta de la calle, con ganas de huir.
—No grites —dijo Benito, con su voz natural—. Si te estás quieta, no te pasará nada. Dame las onzas y me marcharé.
La voz lo había denunciado, pero no se daba cuenta.
—Benito, por el santo Cristo de los milagros —dijo ella, más asustada al saber quién era— quítate esa máscara y no hables con esa voz de estantigua, que me das miedo.
—Se engaña, no soy Benito —dijo él, con voz falsa otra vez. Deme las onzas. Todas las onzas, hasta la última.
Mirando al cuchillo, la señora Paula accedió:
—Está bien, te daré las onzas, Benito.
—Yo no soy Benito.
Corrió ella al armario y volvió con las monedas.
—Tómalas y de salud te sirvan. Por mí no lo sabrá nadie. Anda, Benito, márchate antes que vuelva mi hija.
Se irritaba Benito mirando las monedas de oro:
—Yo no saco el cuchillo por seis onzas sino por seiscientas, por seis mil, por todas las onzas de oro que tienes en casa. Vamos, que en el remejer de las tabas te va la vida, vieja zorra.
La señora Paula no podía entender que el hijo de su vecina la insultara de aquel modo.
—No me hables con la careta puesta ni con esa voz de escuerzo. No tires los vasos, Benito, y no faltes al respeto a una pobre mujer, que yo estaba en la alcoba de tu madre el día que naciste.
Fue a contarle lo que había sucedido con la almud, pero sentía aún el gozo de que los vecinos la creyeran dueña de onzas de oro. Y comenzó a gimotear:
—Márchate, Benito, con las onzas. Si son muchas o pocas, no es cosa para sacarla a la luz, y menos en este momento.
Benito la tomó por un brazo:
—Cinco almorzadas de onzas. La almud llena. Quiero comprar una cama de oro para la Prisca y para mí. La almud llena y otro tanto.
Alargó la mano: «Cinco almorzadas nada más, con eso me conformo». (Una almorzada es la cantidad que cabe en el hueco de las dos manos juntas). Ella gemía…
—Mira, hijo… No hay más onzas que las que tienes ya.
Pero al decirlo, la señora Paula daba a su acento un matiz de falsedad para que Benito creyera que estaba engañándole. Porque todavía le gustaba que los vecinos la creyeran rica. Él gritaba, codicioso:
—Quiero comprarme un coche con colleras de plata. Vengan las onzas. Cada vez que me obligues a pedirlas —dijo, fuera de sí— te abriré en el cuello un ojal.
Empujó el cuchillo sobre la garganta y, como no tenía completo dominio de sus movimientos porque había bebido demasiado, el acero entró en la piel e hizo una pequeña herida. Aunque era superficial, comenzó a salir sangre. La mujer gemía en voz baja, sin atreverse a gritar. Enardecido por la vista de la sangre, Benito insistía:
—¿En qué armario están? Tengo que echar censos y pintarla en Barcelona como los ricos. Cascabeles de oro les pondré a los caballos de mi coche.
Ella negaba ahora que hubiera onzas, pero como antes había fomentado de algún modo la sorpresa de Benito, este ya no la creía. Insistía ella y, viéndola tan firme, dijo Benito que no quería sino dos almorzadas. No cinco, sino dos. Si le daba dos almorzadas de oro, se marcharía del pueblo por un año entero. Si le daba más se marcharía a América, lo que sería mejor para ella.
—¿De dónde voy a sacarlas yo las onzas?
Y miraba sus propias manos manchadas de sangre. Benito pensó: «Ahora, la vieja no tendrá más remedio que denunciarme, porque acudirá el médico y los médicos en estos casos avisan a la justicia». Por la ventana entreabierta penetraba la vibración larga de una campanada. Luego otra. Eran las señales de la bendición del rosario. No tardaría en volver Prisca.
Y miraba Benito la sangre, repitiendo:
—Sólo cincuenta, señora Paula, pero ahora mismo.
Aunque decía blasfemias, el hecho de llamarla señora hizo pensar a la anciana que comenzaba a ganar la partida, con sangre y todo. Pero se equivocaba. «Prisca vendrá —pensaba Benito—, verá la sangre y entonces pedirá auxilio y acudirá la gente». El primero en llegar sería el viejo Luna, que lo tomaría del pescuezo y lo entregaría a la guardia civil como si fuera un gato.
Vio tres llaves en un pequeño aro de metal sobre la mesa, y con ellas abrió la alacena y otro armario que había enfrente, pero sólo encontró ropa de cama olorosa a membrillo.
Las onzas no aparecían, y lo único que le interesaba ya a Benito era ocultar su acción. Se acercó otra vez, ella percibió en sus movimientos la decisión fatal y quiso gritar, pero Benito cercenó aquel deseo con un golpe de izquierda a derecha. La anciana cayó al suelo para no levantarse, y Benito murmuró:
—Sólo te pedía cincuenta onzas, pero tú prefieres soltar la vida.
En aquel momento oyó abrir la puerta de la calle. Benito se escondió detrás de una cortina que cubría un armario. También allí olía a membrillo.
El corredor era ancho, pavimentado con loseta roja. Y se oían los pasos de la muchacha.
—Madre —dijo la Prisca—. ¿Por qué huele el patio a pez?
Benito se preguntaba cómo había podido entrar la muchacha, si la puerta estaba atrancada. Olvidaba que en la puerta grande había otra pequeña, y que esta se abría con un picaporte.
—¿Por qué hay humo en la casa? —decía Prisca—. ¿Por qué no enciende la luz? Ay, la picara madrecita, que se esconde.
Nunca había visto Benito a la muchacha en aquel estado de ánimo tan infantil. Se quedó callada Prisca y encendió un bulbo eléctrico que había en un extremo del pasillo, envuelto en gasa azul.
—Madre —gritó, un poco inquieta—. ¿Por qué huele a humo?
Como siempre que volvía de la iglesia, la Prisca llevaba su mantilla doblada en la mano y sobre la mantilla, el alfiler con la cabeza de cristal simulando una palomita.
—Madre —volvió a llamar, y su voz era como el balido de una recental—. ¿Por qué no me responde?
Debió tener un presentimiento y volvió sobre sus pasos. «Va a ir a casa de los Lunas a avisar y a pedir ayuda —pensó Benito— y el viejo me entregará a la guardia civil». Salió de su escondite. A pesar de su máscara y de su voz, Prisca lo reconoció en seguida, por esa clarividencia que suele dar el peligro.
—¿Qué haces aquí, Benito, y dónde está mi madre?
—No te hagas de nuevas —dijo él, con su voz falsa— y dame el oro que hay en la alacena.
Se oyeron pasos en la calle, y Benito tuvo miedo de que ella gritara pidiendo auxilio. Le atenazó la garganta. Era una garganta suave y tibia. Quería Benito evitar que Prisca gritara mientras se oían pasos en la calle. Eran pasos con abarcas de cuero claveteadas. El hombre que fuera pasaba despacio, muy despacio. Quizás era Martín, el de la broma del dance, aquel pobre pastor que llevaba más cencerros que cabras.
Cuando se alejaron las pisadas, soltó Benito la garganta de Prisca, que yacía medio derribada en el suelo. Al soltarla, se dio cuenta de que la pobre se había debatido mientras caía, y le había arañado en la mano hasta hacerle sangre.
Tan lastimosa era la expresión de Prisca, que el deseo masculino que comenzó a despertar cuando la tenía atenazada por la garganta se convirtió en verdadera compasión:
—Pobre muchacha —dijo, entre dientes—. ¡No sabías tú lo que te aguardaba cuando entraste por esa puerta!
Muertas Prisca y su madre, la destrozona recorrió la casa buscando las onzas. No encontró más que algunas monedas de cobre y una de plata, en un aparador de la cocina.
Comprendió que había que huir, y fue bajando la escalera con el aliento contenido, por si alguno de los peldaños de madera crujía. Había recobrado la calma (a través de los vahos del alcohol) y al ver la bota de vino al final del palo de la escoba, tuvo una idea. Encendió otra vez los restos de la antorcha y con ella prendió fuego a la caja de la escalera, que era de pino barnizado, y después a la leñera de la cocina.
Salió corriendo y, al amparo de las sombras, fue en busca de la paridera. Desde allí pensaba marchar a la ciudad y dar el pego, según decía. Para evitar que los cencerros hicieran ruido, se quitó el cinturón y lo arrojó con las esquilas. Siguió corriendo, silencioso y desembarazado. De vez en cuando se volvía a mirar y veía encima de la aldea una nube iluminada con el reflejo de las llamas.
Se oían las campanas llamando a los vecinos para ayudar a extinguir el incendio y las voces lejanas del alcalde —mi abuelo— en la plazuela. Y se decía Benito: «Yo iría a carrear agua como los demás, pero mi familia cree que estoy en la ciudad con mi medio hermano Miguel». Se disculpaba con esas palabras, de un modo absurdo.
Todavía se hablaba a sí mismo con voz de falsete, sin darse cuenta.
Arrojó la máscara, por fin. Pero sucedió algo que con el tiempo llegó a ser un extraño prodigio. Se le quedó en la cara una expresión de carnaval parecida a la de la máscara, con las cejas demasiado altas y el belfo saledizo. Una cara de hembra preñada, solía decir él mismo, mirándose al espejo. «La misma expresión de la careta, como hay Dios», repetía.
En la ciudad, donde su hermano Miguel apenas si lo reconoció, pasó algunos días, se gastó las seis onzas y por fin volvió al pueblo.
Cada día se parecía más a la careta que llevaba la noche de los asesinatos. Nadie sospechaba, sin embargo, lo que había sucedido. La gente suponía que habían perecido madre e hija en un incendio casual. Poco a poco, el mismo Benito fue derribando los restos de las paredes maestras —no quería que nadie interviniera en aquello, porque todavía esperaba hallar en alguna parte las onzas de oro— y por fin, convencido de que no había nada, dejó que sacaran de la plazuela las cenizas y los escombros y quedó el suelo allanado y liso, como si nunca hubiera habido casa alguna.
Hablaba la gente de la trágica suerte de aquellas dos mujeres, pero la memoria se iba extinguiendo, también.
Cuando yo fui a la aldea, Benito parecía llevar aquella máscara de carnaval todavía. Los días de cierzo fino y frío se le ponían las mejillas coloradas, y entonces tenía incluso los dos rosetones de pintura, uno en cada pómulo.
Yo iba y venía por la aldea pensando en aquello. Me lo había contado mi abuela. En las tardes soleadas, la aldea parecía el lugar más idílico del mundo, a pesar de todo.
Lo sabían en mi casa porque, dos años después del incendio, Benito fue y le contó a mi abuelo su propio crimen.
—¿Se lo has dicho a alguno más? —dijo mi abuelo, mirándolo de hito en hito.
—No, señor. Usted es el primero. No sé por qué se lo digo, pero ahora resuello mejor.
—¿Se lo has dicho al cura, digo, en confesión? ¿No? ¿Por qué me lo dices a mí, entonces? ¿No sabes que si te denuncio a la guardia civil te vale la vida?
—Usted me vio nacer, como el que dice —suplicó Benito—. Usted estuvo en mi bautizo y en el de todos los vecinos, porque es el más viejo del pueblo. Usted no denuncia a nadie. Yo sé que un día le dio un caballo y dinero a otro que había hecho una muerte y buscó su amparo, hace años. Y con ese caballo y ese dinero se fue a Francia y se salvó.
—Era un caso distinto —dijo mi abuelo, después de reflexionar un rato—. Aquel hombre mató a otro en una riña, cara a cara y de hombre a hombre. Si te denuncio a ti, te vale la vida. Yo no hago esas cosas. Pero tú, sal de esta casa.
Poco después murió la Barona. Cuando mi abuelo fue a verla, estaba ya en la agonía. La Barona le tomó las manos y le suplicó:
—No denuncies a mi hijo, te lo pido con un pie en la sepultura. No eches ese borrón sobre la familia.
Ah, el hijo se lo había contado a su madre, también.
Lo curioso es que, después de llegar yo al pueblo, estando en la taberna del Manco, este me contó los dos crímenes de Benito con todas las circunstancias y detalles. La puerta de la taberna estaba abierta, y vimos entretanto pasar a la pareja de la guardia civil. El Manco se calló y esperó que los guardias se alejaran para continuar.
La gente atribuía el cambio en la cara de Benito, a que se había quitado algunos dientes y le había quedado una raíz que le producía inflamaciones y lo desfiguraba. Era una expresión de perplejidad un poco idiota. Aquel pueblo ya no era un lugar idílico, con su palacio ducal y su principito bobo que venía a pasar algunos veranos y que, jugando a rodar por el césped, apretaba su pelvis contra la mía. Era más bien —pensaba yo— un lugar a la sombra de cuyos chopos Satanás dormía su siesta con un ojo abierto.
Tal vez era así en todas partes, volvía a pensar yo, asustado.
Sin embargo, me daban ganas de quedarme a vivir allí, porque al menos la sombra de mi abuelo me protegía. Aquí —me decía— seré Luna el Joven. Mi abuelo era Luna el Viejo. Fuera de allí, mis amigos no mataban como Benito, sino que morían. En Zaragoza caían muertos a balazos.
Tendría que adquirir yo un aire ausente, distraído y violento como mi abuelo, si eso se podía obtener por imitación. Tal vez tendría que aprender el bolero, para bailarlo en los «años cariñosos».
Terminaría el bachillerato en alguna parte. Por ejemplo, Teruel. Pero ¿cómo iría yo a Teruel?
La tutela de mi padre no la quería yo de ningún modo, porque desde Zaragoza le había escrito una carta ofensiva, definitiva y final. En cuanto a mi abuelo, me dijo que tendría su ayuda para todo menos para ir a estudiar a la ciudad. Aquello de estudiar era para él una especie de aberración. De paso, me proponía que me quedara en su casa y que el verano próximo subiera con las cabañas a los montes de Jaca, no como rabadán y ni siquiera como mayoral, sino como amo. Yo le decía a todo que sí, pensando en otra cosa.
Iba y venía por el pueblo. Las nieves desaparecieron y se comenzó a sentir en el aire el dulce aliento de la primavera. A veces encontraba, al volver una esquina, a Benito, con su cara inexpresiva de mujer preñada.
La casa de mi abuelo tenía una planta baja, un segundo piso y falsas, pero la mitad de las falsas eran habitables también, y allí tenía yo mi cuarto.
Entre la casa y el río no había huerta como en mi pueblo, porque la orilla era rocosa y levantada, y sin tierra laborable. La huerta estaba lejos, fuera del pueblo, y comenzaba a la distancia de un kilómetro y medio, más o menos. Yo creo que, en su origen, el pueblo había sido un castro guerrero. Desde la torre de la iglesia se dominaban las dos riberas del río en una enorme extensión, y aquella torre, en su base, había sido torre albarrana o torre del homenaje, con sus enormes bloques graníticos.
Las brisas que se percibían en los balcones de mi cuarto, eran brisas «de monte», y no de regadío. Es decir, brisas secas y de altura.
La casa era tal vez más honda que alta, es decir, que tenía sótanos y bodegas a una profundidad mayor que la altura del terradillo de las palomas.
En el patio (con entrada de carretas) había una puerta grande que daba a la bodega y otra, más pequeña, al lagar de aceite, donde había una enorme pila de piedra muy antigua, tal vez prehistórica.
La bodega tenía, al nivel mismo del patio, dos amplios lagares circulares de piedra tallada, cerrados con tablas que se ajustaban exactamente a un reborde interior. Allí pisaban las uvas, en el otoño, los vendimiadores.
Cuando había quedado por lo menos el primer lagar lleno de mosto, cerraban todas las ventanas de la bodega (había varios respiraderos a, flor de tierra, con cristales empañados de telas de araña). Y ponían en la puerta estopa mojada, cubriendo las junturas para que no saliera el anhídrido carbónico de la fermentación.
En aquellos días, era peligroso bajar a la bodega y, naturalmente, no bajaba nadie. Si entraba alguno con un candil encendido, este se apagaba y si el que lo llevaba se quedaba allí más de dos minutos, perdía el conocimiento y si no lo auxiliaban, moría. Todas estas dramáticas circunstancias añadían al ritual antiquísimo de la vendimia un misterio, que hacía en cierto modo del vino una bebida meritoria y sagrada.
Desde el nivel de la superficie del lagar, se bajaba a las bodegas por una rampa, dejando a un lado el muro circular de los lagares y contorneándolos. Allí se veía la parte baja del lagar, con enormes grifos sobre una poceta de piedra, colocada de modo que se podían poner cubas de diferentes tamaños para llenarlas.
Al principio, el vino era espumoso y dulce: mosto. Cuando era de uva blanca y se conservaba dulce después de la fermentación, se llamaba garnacha. La mejor era la que se hacía con uvas alargadas y transparentes, que llamaban «de muslo de dama».
En la bodega había dos naves grandes con enormes barriles, a los dos lados, de distintos tamaños, cada uno con su cubeta al pie de la espita.
No sólo había vino, sino carne y otras cosas de comer, para que se conservaran frescas en verano. También había viandas delicadas en las falsas, donde mi abuela acumulaba tinajitas con aves de caza en adobo, y otras con lomo de cerdo o con frutas en conserva.
Las cosas buenas estaban en lo más hondo o en lo más alto de la casa.
Había todavía un solanar, donde cada año mi abuela ponía en cañizos horizontales una gran cantidad de higos blancales (los que le gustaban a san Pedro), para que se fueran secando al sol. Despedían una especie de sudor melado que se iba condensando, y cuando estaban bastante secos, mi abuela, ayudada de dos o tres vecinas, aplastaban los higos con las palmas de las manos, frotadas con harina para que la miel no se pegara.
También mi abuela hacía —poniéndolos igualmente en cañizos— orejones de durazno, que eran riquísimos en invierno.
La casa de mi abuelo olía en la planta baja a buen vino o a mosto fresco y, en el piso principal, a manzanas y membrillos que ponía mi abuela en los armarios de la ropa blanca. Alrededor de mi cuarto olía a frutas en conserva. Este último aroma, yo no sé porqué lo identificaba con el sol. Por ser las frutas del color de los rayos solares y haber estado expuestas a ellos mucho tiempo, aquella fragancia era para mí en cierto modo la del sol mismo.
En aquellos días escribí una larga carta a Valentina, pero no la eché al correo. Volví a escribirle otra. El hecho de escribir aquellas cartas me dejaba un poco más tranquilo. Pensaba: «Este verano, Valentina volverá al pueblo y será mi novia como siempre». Pero a veces dudaba. Su padre, don Arturo, comenzaba a parecerme una verdadera dificultad. Ya no era un niño, yo. Pensaba en mí mismo como en un hombre. Tenía quince años, y la experiencia de la sangre vertida en Zaragoza me daba cierto escepticismo de hombre maduro. El padre de Valentina ya no podía tener conmigo la tolerancia que se tiene con un niño.
Pero, pensando en Valentina, todo volvía a ser dorado e idílico, igual que en los tiempos en que estudiaba con mosén Joaquín en el convento de Santa Clara, igual que en los tiempos del castillo de Sancho Abarca. Valentina (no necesariamente su presencia, sino sólo su recuerdo o su nombre) tenía el don de transformar la realidad alrededor. La vida iba pareciéndome seria y grave. Sólo las personas verdaderamente meritorias podían gozar de ella.
Por desgracia, a la ausencia de Valentina se unía el recuerdo heroico, pero triste, de Checa, y la miserable historia de Benito, que todo lo ensuciaba.
Yo pregunté:
—¿Por qué no lo denuncias a la guardia civil, de una vez?
Mi abuela se unía a mi pregunta y nos quedábamos los dos esperando la respuesta del viejo, quien nos miraba desde las cuencas donde lucían sus ojos de esparver:
—Vaya una salida. Id vosotros a denunciarlo. ¿Por qué no vas tú, mujer?
Ella negaba, y entonces mi abuelo se dirigía a mí:
—¿Y tú?
Negaba también, y el abuelo alzaba entonces su nariz de viejo patriarca:
—¿Es que pensáis que los demás no valen tanto como vosotros?
Además, él había prometido a la madre de Benito, en su lecho de muerte, no denunciarlo nunca.
En casa de mi abuelo había varios gatos, bastante salvajes. Sólo se acercaban a mi abuela. Mi abuelo no les hacía caso. Cuando oía en las falsas el rumor de una nidada de gatitos —alguna gata que había parido—, le decía a mi abuela que subiera y les llevara leche. Yo me encargué de aquellas tareas y, como siempre, los gatos se hicieron mis amigos a los pocos días de llegar.
En la parte de la casa que daba a los roquedos del río había dos grandes corrales, uno techado y lleno de leña cortada y apilada. Todavía, a pesar de su edad, mi abuelo se entretenía a veces con el hacha o el mallo y las falcas (pequeñas cuñas de hierro) partiendo leña. Se ponía para eso unas espinilleras de cuero sin curtir que tenía colgadas en una estaca, porque las falcas saltaban a veces y podían darle en las piernas y lastimarlo.
Había gallinas y algún recental de cordero, de cabra e incluso de vaca. Eran animales con algún defecto constitucional, abandonados por las madres, que mi abuela criaba con biberón hasta que podían comer. Eran los «pencos». Todos los años, los pastores traían algunos, que dejaban en casa. Una vez destetados, comían hierba seca e iban creciendo.
Aquellos animales estaban destinados a morir y ser asados al horno en alguna de las fiestas del año: Pascua florida, Pascua granada, Navidad, el Corpus o los cumpleaños de los abuelos. Por eso yo los miraba con compasión, cuando venían a mí.
Un día que me lamenté de que matara mi abuelo a uno de aquellos corderitos, él me miró duramente:
—¿Serías tú capaz de pasar hambre antes que matar un cordero? ¿Digo, antes de degollarlo y comértelo? Si tuvieras hambre, te lo comerías como cada cual. Entonces ¿por qué hacer tantas lástimas?
Mi abuela me miraba con simpatía desde que vio que yo no gustaba de aquellas carnicerías.
Mi abuelo bebía poca agua y siempre en verano. Solía decir que el agua era muy buena para las ranas, y todos los años en septiembre y en la mesa tomaba un vaso y decía: «Esta es la última agua que bebo hasta el mes de junio del año que viene».
Y era verdad.
Pero mi abuelo no se emborrachó nunca o, al menos, nadie recordaba haberle visto con un vaso de más.
Cada semana venía una lavandera fuerte y musculada, de ojos claros y como desvaídos en lejía, que debía ser de la edad de mi abuela, aunque parecía más joven. Tenía un hijo de unos veinte años, muy cuidadoso en el vestir y pulcro de maneras, que por tener buena letra y saber contar y otras cosas notables, hacía oficios de burócrata en tiempo de censos o empadronamientos. Era de una gravedad un poco rara a sus años. Su ambición era salir del pueblo y conseguir algún empleo en la capital de provincia.
Mi abuelo decía no sé si en broma: «Es de la casta de los que medran, porque va siempre muy curioso (quería decir limpio) y sabe agarrarse a la iglesia».
Mi abuelo solía burlarse de los «tinterillos» —así los llamaba—, pero nunca lo vi burlarse del hijo de la lavandera. Le pregunté por qué y me dijo:
—Viene de cuna pobre. No hay que burlarse de los humildes.
La lavandera trabajaba duro para ayudar a su hijo, y mi abuelo y el cura hacían gestiones para conseguirle un empleo de listero en las obras de Riegos del Alto Aragón.
Además de la lavandera y de la hornera (que venía a hacer el pan una vez a la semana), había un criado ya viejo que había sido pastor y que se había jubilado a sí mismo y quedado en la casa. Es decir, entonces estaba en la tierra baja. Su sobrino, que tendría poco más o menos mi edad, era rabadán, pero tuvo que dejar el oficio y subir también a casa del amo, por una desgracia que le pasó.
—¿Qué desgracia? —le pregunté yo un día.
Y el chico, que tendría más o menos mi edad y vestía como los montañeses con abarcas, calzón y faja, me dijo, muy serio:
—Perdí el chuflo.
—¿El qué?
—El chuflo. Un rabadán sin chuflo está perdido. Ni los perros ni los otros animales obedecen a un hombre que ha perdido el chuflo.
Nos quedamos callados, yo con ganas de reír.
—¿Cómo es posible? Nadie lo pierde, el chuflo.
Y silbé. El mozo negó con la cabeza muy serio: «Ese chuflo no vale. Anda al monte y llama así a los perros y al boque, y verás cómo no acude nadie. Ese chuflo no lo he perdido —y silbó dos veces igual que yo—. El que he perdido es el chuflo grande, el de la majada».
Trató de silbar con un dedo entre los dientes, luego con dos, pero no le salía. Yo contenía la risa viendo las humorísticas proporciones de su desgracia. No recuerdo el nombre de aquel chico. Lo llamaban «el chulo», que era como el paje agrícola o el aprendiz de labrador. Cuando su tío salía de viaje —a las cabañas bajas o a la capital de la provincia—, le encargaba el muchacho que le comprara una navaja de siete puntos, porque se consideraba ya un hombre, y al volver le preguntaba si la traía y el viejo le decía que no, pero que le traía otras dos cosas.
—¿Cuáles? —preguntaba «el chulo», lleno de curiosidad.
—Te traigo un «siseñor» y un «mandusté».
Aunque al principio nos hicimos amigos, luego vi que aquel chico era demasiado inocente para su edad. Me confesó que había creído en los Reyes Magos hasta hacía poco, a pesar de que nunca le traían nada. Su tío le solía decir:
—Es que no vas a esperarlos como corresponde.
Según el viejo burlón, había que ir al encuentro de los Reyes Magos por la carretera de Francia, la noche del día 5 de enero, llevando en la mano una caña verde. El muchacho quiso ir más de una vez, pero no encontraba cañas verdes en ninguna parte (sólo estaban verdes en la primavera y en el verano).
En vista de todas estas cosas, yo lo trataba de una manera casual y sin amistad. Estaba en esa edad en que se desprecia cualquier clase de inocencia como si fuera un crimen.
Pero no había chicos de mi edad en el pueblo. Así, pues, iba con gente más vieja, porque a los pequeños, como se puede suponer, no los creía merecedores.
El secretario del ayuntamiento era un hombre refinado y burgués, cuyo hijo, de nueve o diez años, se hizo amigo mío. Un día que era la fiesta del cumpleaños del muchacho, fui a su casa y nos dieron azucarillos y galletas, y el chico, que estudiaba violín y se pasaba el día rascando las cuerdas y sacando de ellas unos sonidos horribles, tocó para nosotros. En pleno concierto llegó su maestro, que era un italiano (al menos le llamaban el italiano) que caminaba doce o quince kilómetros para venir a darle clase dos veces por semana.
Recuerdo que estando yo allí llegó una ronda de mozos al pie de la casa y estuvieron tocando la jota. El italiano cogió el violín del chico, salió al balcón y cuando la rondalla daba la entrada al cantador, tocó la canción con el violín. El instrumento parecía otro. Daba sonidos de cristal, purísimos y diáfanos. Acabadas las canciones, entraron en la casa, y la esposa del secretario y una hija, ya grande, les obsequiaron con dulces y vino.
Aquel pequeño violinista no parecía tener grandes aptitudes. Escribiendo estas líneas, lo estoy viendo delante de un atril rascando las cuerdas y llevando el compás con el pie derecho. La punta del zapato se alzaba y caía según el ritmo de la pieza.
Igual que en la corte, la buena educación en la aldea consiste en no ver ni oír. Nadie vivía sino para pensar en el vecino y apasionarse con su vida y hechos y, sobre todo, con las historias escandalosas y secretas, pero se diría, viéndolos, que nadie sabía nada de nadie y que nadie se ocupaba sino de sus propios asuntos.
Los campesinos podían encontrarse y hablar tres veces cada día durante treinta años, haciéndose el desentendido precisamente sobre aquellas cuestiones que les quitaban el sueño y en las cuales pensaban día y noche. Se suele hablar del fingimiento de la corte, pero los cortesanos más cautos tendrían algo que aprender en las aldeas.
La ventaja de mi abuelo era que, estando por su fortuna (aunque no era mucha) encima del juego ordinario de intereses, y por su edad, a salvo de provocaciones e impertinencias, se permitía decir la verdad. Aunque no toda, claro. Siempre hay un límite en el respeto que debemos a los otros. Callaba a veces a punto de decir una palabra excesiva. Callaba, pero nunca sustituía aquella palabra excesiva por otra comedida y falsa.
Yo tenía algún libro de los que necesitaba para el quinto curso de bachillerato. Me pasaba las horas muertas en mi cuarto ojeándolos y leyendo aquí y allá lo que me interesaba, sobre todo en materia de historia. Cuando llevaba demasiado tiempo en mi cuarto, mi abuela subía y me decía, igual que la tía Ignacia:
—Tú estás siempre trabajando con el celebro, y eso no puede ser bueno para la salud.
Tenía yo ganas de que llegara la primavera y, con ella, las golondrinas. Había un desván, al lado de mi cuarto, con la ventana abierta, para que se ventilaran los racimos colgados en bastidores de caña dispuestos contra el techo, y los melones de invierno envueltos en sacos de paja y colgados también. Las golondrinas aprovechaban aquella ventana abierta para albergarse allí, y en el alto friso de madera salediza había más de cincuenta nidos de barro y de paja (el mismo sistema del adobe) por el momento deshabitados, pero que se ocuparían, según decía mi abuela, cuando llegara mayo.
En cuanto a los juegos de los chicos de la aldea, era la época del trompo y de otro juego cuyo nombre había debido llegar de fuera de España quién sabe cuándo y que, corrupto y todo, seguía sonando extranjero: el «frendix». Un cuadrado en la tierra hecho con rayas en cuyo centro se ponían monedas o bien carpetas de naipes. Con unas chapitas de hierro pesadas y recortadas (en la carretería de Sixto se encargaban de hacérnoslas) los chicos jugaban a sacar del cuadro los codiciados objetos, según normas y regulaciones complicadas.
Naturalmente, yo estaba por encima de aquello, hacía tiempo. Yo era un chico grande.
En mi libro de historia, que de vez en cuando leía, encontraba palabras que se quedaban vivas y sonoras en mi recuerdo y a las que atribuía las vagas grandezas o miserias de mi fantasía.
Una de esas palabras era el nombre de un general de la antigüedad en el Asia Menor y en tiempos del Antiguo Testamento: Holofernes. No es que mi texto se ocupara de las tradiciones —tan remotas— del pueblo judío, pero había una fotografía de un cuadro romántico (tal vez de Delacroix) en la que aparecía Holofernes degollado por Judith, la mujer más hermosa de Bethulia.
Holofernes. Yo lo imaginaba siempre descabezado, pero no muerto, caminando con su cabeza barbuda debajo del brazo y diciendo cosas raras, con una voz grave y sonora.
Lo único que me gustaba realmente de todo aquello era el nombre: Holofernes, que me parecía bellísimo. Se lo puse a uno de los gatos, que parecía tener una cabeza postiza y separada del tronco por rizos a los dos lados de las anchas mandíbulas.
Desde el balcón de mi cuarto a veces veía mi pueblo natal y buscaba la casa de Valentina, pero por la tarde tenía el sol de frente y no se podía ver. Por la mañana solía haber una ligera neblina sobre el río, que cubría el paisaje por aquel lugar.
En casa de mi abuelo se hacía una comida importante (la del mediodía). Nos sentábamos los tres a la mesa y servía Agueda, la mujer del viejo pastor retirado, que pasaba la mañana haciendo faenas en casa. Por la noche, la comida era ligera y la tomábamos en una de las mesitas plegables que había en el respaldo de las cadieras, sentados en pieles de cordero. Al amor del fuego se estaba bien, sobre todo cuando se oía el cierzo en la chimenea.
Durante el verano, solían mis abuelos cenar en el porche que comunicaba la cocina con las leñeras, al aire libre.
Águeda era vieja, pero no lo parecía. Tenía una especie de juventud perpetua que se observaba mejor en la lozanía de su nuca, con el cabello levantado hacia arriba y recogido en una toca. Agueda pensaba que yo era alguien importante en la ciudad. No se había dado cuenta de que aún no me afeitaba. A pesar de la apariencia tímida y casera de aquella dulce persona —casada en segundas nupcias con el pastor—, había corrido mundo. Había estado en el Brasil.
Veinte años atrás fue con su primer marido y con otros, contratados todos por una compañía que les pagaba el viaje «a descontar de su trabajo». Una vez allí, estuvieron algunos años en las condiciones más penosas que se pueden imaginar. Vivían en el interior de la selva y no tenían ni siquiera misa los domingos —decía ella—. Para salvar aquella inhumana omisión, le ponían a su marido una enagua y otras ropas parecidas a las del cura y, encima de unas cajas con velas encendidas y misal y vinajeras más o menos auténticas, el pobre hombre imitaba los movimientos y murmuraba latines parecidos a los de la misa.
Los otros escuchaban de rodillas.
Me contaba la mujer con todos los detalles cuál era la vida en aquellos lugares, Habían sido engañados por negociantes aventureros. Trabajaban de sol a sol sin poder salir nunca a flote, porque estaban «alcanzados» en la cantina y en el economato.
—¿Y qué le pasó a su marido? —le pregunté yo.
—Lo mató una culebra.
Lo dijo con una gran naturalidad y me impresioné terriblemente.
Sería grande la culebra.
—Como grande lo era, puede usted decirlo. Acudieron otros a la clamor, pero mi marido estaba ya tronzao y la mitad dentro de la culebra. Son unos culebrones como no se ven en tierra de cristianos. Aquel animal tenía más de dieciséis varas. A veces se tragan una vaca entera, pero antes hacen la rosca alrededor del cuerpo de la vaca y la aprietan, y cuando han roto todos los huesos, se la van tragando. Ponen mucho tiempo en eso. Días ponen en eso. Hay muchas tierras diferentes en este mundo, y todas son peores que el pueblo donde uno nació.
—¿Todas?
—Aquí, por lo menos, la gente tiene sentido y las culebras son pequeñas. Tan pequeñas, que se las lleva una cigüeña por los aires al nidal para dar de comer a sus hijos.
Estábamos de acuerdo. Ella y yo creíamos que las culebras deben ser pequeñas.
—Además, en el Brasil había unos calenturones y un solarazo que ni siquiera de noche se podía resollar. Es el país del fuego, y por eso se llama Brasil, como que todo es brasa. Tierra de mucha verdura, pero poca substancia, la verdad. Los venenos de Satanás están detrás de cada mata.
A veces, aquella mujer pensaba que la suerte de su marido se debió a un castigo de Dios, por haberse atrevido a vestirse de cura y a celebrar la misa sin tener letras y ni siquiera la coronilla rasurada. Yo reprimía la risa y trataba de disuadirla, pero a ella le gustaba que hubiera un motivo sobrenatural.
Aquella mujer se llamaba Abarca, de apellido. A mí me intrigaba. Yo le dije que a lo mejor venían, ella y su familia del lado paterno, de un rey de Navarra que se llamaba Garcés Abarca. Ciertamente que, a pesar de su pobreza, aquella mujer tenía a veces silencios, miradas y gestos u omisiones que aludían a un señorío vicio y caduco. El pelo gris era como un halo. No me extrañaría que fuera descendiente de alguna clase de realeza medieval. Hay mucha gente humilde en España que viene de reyes y no lo saben. Y si lo saben, se encogen de hombros y dicen alguna broma. La mujer me dijo:
—Si eso es verdad, no nos luce mucho el pelo por lo presente.
Incidentalmente, la mayor parte de la gente campesina era hermosa. Con excepción del Bronco, todos mis conocidos eran gente de buenas proporciones, agradables de ver. El Bronco, además, no era realmente campesino, sino oficial carretero en el taller de Sixto, un buen artesano que fabricaba los mejores arados de la comarca.
No halagaba mi abuelo a nadie, pero tampoco los maltrataba. Tenía para los demás ese respeto que se tienen entre sí, en el bosque, los animales de una misma especie. No tenía vida afectiva, y si la tenía, la disimulaba de tal forma que nadie esperaba de él una mirada tierna, y mucho menos una palabra dulce. Estaba satisfecho de sí, de su casa, de su familia, de su pasado, no esperaba nada de su futuro. Y exigía a los demás que estuvieran a un tiempo satisfechos y desesperanzados, también. «Ni miedo ni esperanza», como decía el clásico latino.
En la casa de mis abuelos había otras cosas que ver. Entre las aves del corral había un pato que había incubado Agueda, la mujer del pastor, llevando siempre el huevo en la mano cerrada (con el calor natural). En el momento en que el pato nació, tenía ella el huevo entre las manos. Lo primero que el animalito vio al nacer fue a aquella mujer, y sin duda creía que era su madre.
La seguía por todas partes y entraba en la cocina, a veces. La mujer se quedaba mirando al pato y decía:
—Mucho he visto en este mundo, pero todavía me faltaba verte a ti.
El pato movía el rabo y seguía detrás.
Otras veces he dicho que aunque aquel pueblo era vecino del mío, la divisoria del río parecía equivaler a, cientos de kilómetros de separación. En el pueblo de mi abuelo las costumbres eran de monte, es decir, de tierra alta.
Los santos que tenían importancia allí y a los que la gente rezaba, eran santos visigóticos o romanos. Por ejemplo, la fiesta de la Candelaria en mi pueblo no era nada y en el de mi abuelo mucho. Santa Petronila y santa Orosia, que en mi pueblo eran ignoradas, al pasar el río tomaban importancia. Lo mismo se podría decir de santa Nonila y santa Alodia.
En el lado izquierdo del río abundaban los castillos, y en el lado derecho no los había o eran más bien viejas almunias y casas de labor fortificadas.
En nuestro lado —es decir, el de mi abuelo— la arquitectura histórica era románica, con piedra de granito tallada tosca, pero inspiradamente. En el derecho, era más bien mudéjar, con mucho ladrillo rojizo que con el tiempo se había hecho gris, pero que con la lluvia tomaba matices rosáceos.
El carnaval tenía importancia en el pueblo de mi abuelo, y no tenía ninguna en el mío. También en el de mi abuelo se conservaban algunas costumbres antiguas, como las pirámides de hombres engalanados el día de la fiesta y los dances, con recitados en verso, mejor que en el mío. Mi pueblo era más rico y más civilizado, y el otro, más pintoresco.
Del pueblo de mi abuelo emigraba gente a América, pero no del mío. En el mío era una vergüenza tenerse que marchar a las Américas, y aunque el emigrado volviera con dinero, todo el mundo lo compadecía. Yo había estado antes en el pueblo de mi abuelo, pero no pude darme cuenta de estas cosas hasta entonces, porque era demasiado pequeño y mi pueblo o el de al lado o el del moro Muza me habrían parecido iguales.
Escribí mi última carta a Esteban, el herniado amigo de Checa, a Zaragoza, pero la volví a leer y decidí romperla, porque sospechaba que en las estafetas de correos de aquellos pueblos abrían las cartas que les inspiraban curiosidad y las leían. Lo mismo hice con otras cartas que escribí a otras personas, incluso una al hermano lego del convento de Reus.
Las únicas que guardaba después de haberlas escrito y decidido no echarlas, eran las que iban dirigidas a Valentina. Para mí, en aquellos días el recuerdo de Valentina comenzaba a ser el de una criatura irreal en un mundo también irreal, donde todas las cosas habían sido mejores. Eran tan buenas, que tal vez yo no las merecía, y por eso las había perdido o estaba perdiéndolas. Pero otros días pensaba que las merecía y que un día volvería a encontrar a mi novia y a ser feliz a su lado.
Cuando pensaba en Valentina y en mi amor y relacionaba mis sentimientos con los de otras personas por sus esposas —por ejemplo, mi abuelo—, tenía la impresión de que todos se habían equivocado en la vida, y que sólo yo y Valentina teníamos razón. Todos habían hecho alguna gran tontería cuyas consecuencias estaban pagando, menos yo. Yo sería en el mundo el primero que acertaría con mi amor y mi matrimonio. Quién sabe. Tal vez, en el fondo, era verdad que mi amor y el de Valentina eran el amor ideal y más o menos utópico que la naturaleza reservaba para alguna clase de meritoria pareja excepcional. Nosotros éramos aquella pareja. Pensaba todo esto serena y tranquilamente, y lo creía de veras.
A pesar de la monotonía de la vida en la aldea (intolerable para cualquiera menos para los aldeanos), yo me encontraba a gusto. Al lado de mi abuelo, la vida tenía sentido y dirección.
En un viejo desván donde había periódicos atrasados y cartas con matasellos de 1860, encontré un libro, una novela de Pérez Escrich, titulada Amparo. La leí en dos o tres sesiones. Me pareció bastante amena y, recordando que la mujer que tenía el estanco del pueblo me había pedido que le prestara libros, le llevé aquel. No sé qué le sucedía a aquella buena mujer, a quien se le había puesto cara de lagarto después de algunos años de viudedad, pero cuando me veía ponía los ojos en blanco y refiriéndose a la novela decía:
—Todo es amor y todo es señorío.
Aunque a mí me habían divertido aquellas aventuras de un artista y un caballero noble, que coinciden en su amor por la misma mujer y que en lugar de matarse trataban de aceptar virtuosamente los hechos, hasta renunciar prácticamente a su amada el artista y morir víctima de su renuncia, mientras que el noble victorioso se dedica a difundir la obra del muerto y a enaltecer su memoria, yo comprendía que el libro valía poco o nada.
Aquella manera de entender el mundo era ridícula, y mi abuelo habría dicho que eran garambainas y ganas de malgastar el tiempo y el papel. No comprendía yo quién había llevado aquel libro a casa de mi abuelo. Tal vez mi abuela, en el fondo, era una romántica.
Después de leerlo, la estanquera aparecía detrás del mostrador con su gran cabellera suelta y un prendido de falsos diamantes en la oreja. Suspiraba y me decía frases delicadas como:
—La manera de opinar del autor me hace pensar en un mundo lleno de doradas sugestiones.
Entretanto, a fuerza de ver al pobre Benito (el doble asesino) en la calle, acabé por acostumbrarme a él. Me llevó a su casa varias veces. Vivía con su prima Vicenta, yo creo que como marido y mujer. El día que me contó sus miserables hazañas lo hizo sin recatarse de Vicenta, que entraba y salía. Cuando terminó, le pregunté:
—¿No tienes miedo ahora?
—Sí que tengo miedo. Mi prima Vicenta dice que mi hermano Juan y el perro y las dos mujeres y mi madre, es decir, los cinco muertos, vienen a llorar a la puerta del corral. Algunas noches no duermo, sino que agarro una bota de vino, me voy el cementerio y me siento en la tumba de mi madre. Allí me la paso bebiendo hasta que amanece. La gente cree que estoy un poco tocado, pero me siento solo en el pueblo y busco el arrimo de mi madre. ¿Qué tiene de particular? Allí está mi madre, en el cementerio, y allí voy yo.
—Lo que hay en el cementerio ya no es sino un puñado de harapos y de huesos —le dije yo, cruelmente—. Eso es todo lo que queda de tu madre. Pero tal vez el cementerio es un lugar a propósito para ti. Contaste tus crímenes a tu madre, a Vicenta y a mi abuelo y a mí. ¿Por qué no se los cuentas también a la guardia civil? Eres un criminal, Benito. Peor. Un puerco. Eso eres: un cerdo.
Probablemente para amedrentarme, sacó una navaja y la abrió despacio:
—Algunos me insultan, y hacen mal. Debían pensar que lo mismo pagaré por haber matado a dos que a tres.
Se puso a limpiarse las uñas. Yo pensaba: este tío es un peligro público, tal vez está loco. Se lo dije a mi abuelo y él negó: «No está loco, sino que lo aparenta por si acaso».
Pocos días después, encontré otra vez en la plaza a Benito, quien se me acercó y siguió hablando como si fuera la misma conversación del día anterior:
—Los días de aire quieto y llovizna —dijo, con aire fatigado— se me pone el cuerpo mejor, y por la noche duermo. Pero hay días secos y con viento, y esos días todo cambia. El aire revoca el humo de la chimenea para adentro, y yo te digo que el diablo me entra en el cuerpo. Me dan ganas de mugir como las vacas cuando llaman a sus terneros.
Iba a su casa, y aunque yo creía que se había despedido, volvía a salir con la almud en las manos:
—Todo comenzó con esa almud —me decía.
Es verdad que siempre aparece en el centro de las tragedias un objeto grotesco, alrededor del cual se forma y agita el remolino de la sangre. Benito, bajando la voz, añadió:
—Todos me pueden insultar. Sólo hay uno en el pueblo a quien yo le sacaría los hígados de buena gana. Yo, con la punta de la navaja.
—¿Quién es?
—El Bronco. A ese, más vale que no lo mientes, si hemos de ser amigos.
Cuando iba al cementerio y se sentaba en la sepultura de su madre, aparecía el Bronco, se apoyaba de bruces en el muro, que por aquel lugar era bastante bajo, y se estaba mirándolo horas y horas sin decir nada.
—Como un juez —decía Benito, fuera de sí—. ¿Cuándo se ha visto que un borde que no conoció a su padre se dé tantos aires?
Algunos días, la pareja de la guardia civil, con su comandante —cabo— iba y venía por las afueras para amedrentar a los cazadores y leñadores furtivos.
No tardé en encontrar al Bronco. Estaba aquel día en la plazuela y me miraba de un modo feroz y al mismo tiempo indeciso. Era un joven de unos veinte años. Por fin, le saludé con un gesto y él dijo, como el cuervo de la «Quinta Julieta»:
—Hola.
Tenía algo de pajarraco funesto.
Se acercó y me mostró una cicatriz apartándose los pelos de la cabeza. Luego me mostró otra encima de la oreja:
—¿Las has visto? —yo afirmé—. Pues me las hiciste tú. Dos peñazos con onda desde la otra orilla del río.
—Hombre, yo…
—Sí, tú, con un cantal de media libra.
Un momento sospeché que quería vengarse y reñir, pero fue todo lo contrario. Aquello era un antecedente ideal para la amistad, al parecer.
El Bronco era, como dije, oficial de la carretería de Sixto, que tenía el taller en la plaza y estaba siempre atareado construyendo o reparando arados, trillos, volquetes, carros. A veces yo pasaba por la plaza y veía al Bronco en el taller sosteniendo con largas tenazas un ato de hierro calentado al rojo —rusiente, decía él—, para sujetar el timón del arado nuevo.
Había en aquel taller también un chico de mi edad, que solía estar frotando con papel de lija los teleros alineados contra un muro. Teleros son los palos que sostienen a los lados del carro la lona que los cubre.
El trabajo en aquel taller tenía la misma gravedad ritual que solía tener, según dicen, entre los artesanos de la Edad Media.
Tendría el Bronco cinco o seis años más que yo, era oscuro de piel, como un mulato, tétrico y mohíno, con nariz de trompa, donde los sonidos tomaban una rara y profunda sonoridad. La mancha oscura de su cara (con dos cejas tremendas que se unían) se aclaraba un momento cuando alzaba los ojos para mirar a alguien, y entonces el claro azul de las córneas y el brillo de la retina negra eran como un relámpago.
La voz del Bronco sonaba demasiado sorda. Más tarde he visto la misma voz en algunos jorobados.
—A ese —decía refiriéndose a Benito— habrá que aplicarle la ley, pero por detrás del juzgado.
Al Bronco le interesaban otras cosas mucho más que Benito. Le interesaban las mujeres. A todas las consideraba enemigas suyas, pero sin dejar de odiarlas con el rencor más venenoso, un día elegiría a alguna de ellas para casarse. De noche la tendría en la cama a su alcance. De día le daría de palos. Porque la mujer seguiría siendo su enemiga, al parecer, hasta la muerte. ¡Cosa más rara!
Yo no entendía aquello ni otras cosas que decía, pero las dos cicatrices de pedradas mías le daban derecho a ser amigo mío, y con frecuencia íbamos juntos. Además, mi abuelo no lo miraba mal al Bronco. Ni bien ni mal.
Cuando vi que el Bronco recelaba de mi abuelo y no se atrevía a entrar en mi casa, yo le dije:
—Mi abuelo te tiene amistad, Bronco.
—Es que yo me hago valer con él. Todo consiste en eso.
No era tonto, pero su astucia era animal, como la de un raposo escarmentado. Más de una vez pude darme cuenta de que penetraba fácilmente en las intenciones de los demás. Como he dicho, el Bronco tenía miedo del «viejo Luna», a pesar de todo. Un día, estando yo con mi abuelo en la puerta de casa, vino el Bronco a decirme algo, pero se quedó a una prudente distancia. Así y todo, cuando mi abuelo se volvió a mirarle, el Bronco dio un salto atrás poniéndose a la defensiva.
—Bronco —dijo mi abuelo con acento tutelar—. Tú estás mal enseñao conmigo. Yo te tengo ley
—La ley de la verga del buey —dijo el Bronco apartándose más.
—Bien —dijo mi abuelo—. Peor para ti, escuerzo del demonio.
Entonces —cosa rara—, el Bronco se acercó a mi abuelo y le dijo sin recelo alguno:
—¿Cuándo me prestará el trabuco?
Mi abuelo tenía un trabuco cargado con un par de kilos de cabezas de clavos, balas loberas y otras municiones a la cabecera de la cama. De vez en cuando lo daba a disparar a alguien, y por la molestia le pagaba dos o tres reales. Luego, lo cargaba otra vez y lo dejaba en un rincón de su alcoba.
—Eres tú poco hombre para eso. De un culatazo te rompería el esternón.
Se alejaba el Bronco receloso, mascullando entre dientes una canción procaz. Todas sus canciones eran procaces y obscenas.
El Bronco, por el hecho de ser llamado así, trataba a veces de desmentir a la gente y mostrarse afable. Al menos conmigo no era nada bronco.
Se obstinaba en que las pedradas que lo hirieron en la cabeza durante las batallas en el río las había lanzado yo. Eso me parecía absurdo.
Cuando estábamos solos me hablaba de mujeres. Para mi amigo, la mujer era sencillamente un aborto del infierno. Y, sin embargo, no sólo era deseable, sino indispensable. No las miraba nunca de frente, sino de reojo, y cuando habían pasado se volvía a ver cómo balanceaban las falditas a un lado y otro —él decía cómo meneaban el solomillo— y decía entre dientes cosas raras con un miserable acento gutural. A veces solía cantar monótonamente —como un zumbido de moscardón— una canción descriptiva muy larga, donde hablaba de las aventuras de una hembra y un macho tan extraños como el mismo Bronco.
La verdad es que si uno pensaba en cómo se crió el Bronco (hambriento, medio abandonado, insultado, rencoroso y silvestre), resultaba meritorio que hubiera salido tan bien, es decir, tan relativamente civilizado. Pero la barbarie se traslucía en su deseo de sorprender y decir cosas inusuales, a veces en prosa y otras en verso y con música. Me refiero a su canción de siempre. En aquella canción descriptiva, la hembra tenía todas las iniciativas del pecado, como se puede suponer.
Cantaba el Bronco sin abrir los labios, que eran finos y movedizos —cosa rara— y que se plegaban a veces con una insinuación de perfidia. La voz tomaba sonoridad en la trompa de las narices. En hórridos versos, decía que una señora le había invitado a subir a su casa y que subían, ella delante y él detrás, primero por los branquiles y después por la escalera. El Bronco era —cosa rara— inocente, según el estribillo, que se repetía con cierta frecuencia. Subían, pero ¿para qué?
No sé para qué sí
ni para qué no,
ella bien lo sabía
pero yo, no.
En la canción, la mujer lo hacía entrar en un cuarto y cerraba la puerta. Desde luego, en el cuarto había una cama y debajo de la cama estaba el fantasma de Ramonillo, el trabucaire, que fue amante de aquella hembra antes de que lo matara la guardia civil, y que entraba por la chimenea —según decía— los viernes.
El fantasma del trabucaire intervenía también, y al referirse a él, la canción cambiaba un poco de ritmo:
Yel fantasma debajo de la cama
le decía,
así le clamaba:
torontaina,
sácame el caracol de la vaina.
¿Qué caracol? ¿Qué vaina? Aquella irracionalidad me molestaba, y acababa por no prestar atención. Le daba un cigarrillo para que se callara, y se lo encendía. Era un curioso fumador. A la segunda bocanada le cambiaba el color de la piel, que se hacía un poco amarillento en la frente. Y me miraba como ebrio. Entonces decía:
—Lo que necesitas tú es una buena moza rocera, de las que yo conozco.
A veces decía cosas tremendas sobre algunas mujeres de la aldea. La romántica estanquera, por ejemplo, se dejaba las uñas largas y en punta como navajas, con una intención oculta. Siempre, en lo que hacían las mujeres, había una segunda intención peligrosa. En este caso se afilaba las uñas con una lima porque, cuando el hombre estaba en lo mejor, ella rompía delicadamente el conducto seminal y le hacía verter fuera. Así no quedaba embarazada.
—¡Son muy secretas y falsas las hembras!
Por eso él les miraba las manos antes de tomar una decisión.
Yo estaba seguro de que el Bronco no había tenido nunca una mujer en los brazos.
Un día pasó a nuestro lado una muchacha y le dijo algo, entre amistosa e irónica. El Bronco, con su voz más sorda, murmuró:
—¡Mira que si a mano viene, te echo un brinco sin gramar, cardelina!
Un brinco sin gramar (sin bramar, sin advertirla). Era una bestia apocalíptica el Bronco.
Hablaba con admiración de mi abuelo. Si mi abuelo lo insultaba, tomaba el insulto como un airón de gloria. Parece que mi abuelo le dijo un día:
Cállate tú, Bronco, borde; hijo de un revolvino.
Aquello de revolvino (una de las ocurrencias raras de mi abuelo) le gustó al Bronco. Mi abuelo quería decir un remolino de polvo, de esos que se forman en días tormentosos.
Siendo chico solía decir el Bronco que su padre era un bucardo del monte. Había quien creía que el Bronco barruntaba las tormentas, y como no reía nunca, imitando sin duda la taciturnidad de mi abuelo, algunos le tenían miedo, realmente. Yo no, porque el Bronco me distinguía con su confianza y me había dicho un día: «Tengo un carácter atravesado y lo aparento peor todavía, porque el día que no me tenga miedo la gente, se reirá de mí y me tratará como al palillo de la gaita, Si eso llega, ¿tú sabes qué sucederá? ¿No? Pues yo sí que lo sé, y más vale que no lo diga». Yo pensé que si se reían de él, tendría que matar a alguno para restablecer el crédito. El Bronco era así.
Los dos pueblos vecinos se odiaban. En cada lado del río inventaban cosas los unos contra los otros. Contaba el Bronco que en la cúpula de la iglesia de mi pueblo había crecido una mata de hierba. Y como cada día se hacía más grande y no sabían cómo remediarlo, se nos ocurrió construir un andamio y levantar con poleas y cinchas un burro hasta la cúpula, para que el animal se comiera la mata de hierba.
Y se la comió. Eso decían en el pueblo. El Bronco añadía, por si acaso:
—No es que yo tenga tirria a los de tu pueblo, y menos a ti.
No quería comprometer una amistad que había comenzado tan bien, como la nuestra, es decir, con dos pedradas en la cabeza y derramamiento de sangre.
En mi pueblo, la última cosa que se decía contra los vecinos era un poco cruel y tenía relación con el triste caso del hijo mayor de la Barona. Juan se arrojó a un precipicio, adonde no podían bajar a auxiliarle y de donde no podía salir. Se mató al caer, pero contaban en mi pueblo que el pobre Juan quedó con vida dos o tres días y que, compadecidos, llevaron al cura para que lo confesara desde la orilla del precipicio a grandes voces.
Y una vez confesado, le preguntaron si se arrepentía, lo absolvieron, le pegaron un tiro por piedad, después se santiguaron y volvieron al pueblo.
Las soluciones de un lado y de otro no eran inteligentes, pero sí bastante originales. En la calumnia, nosotros éramos más sanguinarios, y ellos más humorísticos e inocentes.
Otras veces, sin embargo, era al revés.
A juzgar por lo que recitaba o cantaba el Bronco sobre las mujeres, el sexo debía ser una fatalidad horrenda, pero afortunadamente las mocicas que pasaban con el cántaro en la cabeza o en el anca, parecían más angelicales que otra cosa.
Algunos domingos, el Bronco se marchaba al campo con una espuerta, se metía en los brazales con el agua a las rodillas y se ponía a pescar ranas con las manos. Las mataba de un golpe contra el borde del cesto, y se veían luego las entrañas asomando por la boca abierta. Cuando había cazado cien, las llevaba a la taberna, y el Manco se las compraba para freír los muslos y servirlos como aperitivo. Luego, el Bronco mismo se las volvía a comprar fritas al tabernero y, comiendo y bebiendo, se emborrachaba.
Una vez borracho, volvía a las andadas, es decir, a la larga canción descriptiva donde el fantasma del trabucaire, Ramonillo, decía debajo de la cama:
Torontaina,
sácame el caracol de la vaina.
Me hice amigo del cura párroco del pueblo, que era un hombre de media edad, de aire sencillo. Cuando le hablé del caso de Benito, me dijo un poco impaciente:
—Tu abuelo era alcalde cuando pasó la desgracia de la Paula y la Prisca. Pregúntale a él.
Parecía un hombre bondadoso el cura. Pero odiaba al coadjutor y este le pagaba en la misma moneda. Jesús dijo: «Amad a vuestros enemigos». Pero no dijo: «Arriad a vuestros colegas de trabajo», ni «a vuestros amigos». En público, se trataban con una deferencia obsequiosa. Se veía que habían hecho propósito de enmienda cada día, al levantarse, pero su inquina era más fuerte que todas las reflexiones.
La verdad es que, con el tiempo, les unía la costumbre de su odio, como a otros les une la amistad.
El cura y yo nos llevábamos bien porque había sido muy amigo de mosén Joaquín, cuya memoria veneraba. Hablábamos de él. Por este cura (que tenía el raro nombre de Espiridión) supe que mosén Joaquín había estado orgulloso de mí.
Dije a mosén Espiridión que el año último había seguido mis estudios trabajando al mismo tiempo como práctico de farmacia y que pensaba ir a Teruel, pero no sabía cómo. El cura recordó que en un pueblo de la provincia de Teruel había un colegio de escolapios, cuyo director era amigo suyo. Y había farmacias en el pueblo. A aquel colegio iban los profesores de Teruel a examinar a los estudiantes, y si yo quería, escribiría a su amigo y tal vez habría para mí un empleo en una farmacia. Yo no había hecho decisión alguna, pero dije que sí.
La idea de estudiar estaba entonces, sin embargo, lejos de mí. Si no había de casarme con Valentina, ¿qué sentido tenía estudiar o hacer nada práctico en la vida?
El Bronco no iba nunca a misa. Mosén Espiridión me dijo que era un pobre ser despreciable.
—¿Le parece a usted mejor Benito? —le pregunté inocentemente.
—Dios lo tenga de su mano a Benito. Se confesó, y de un modo u otro está purgando su crimen.
La gente miraba a Benito y unos decían que tenía cara de cerdo y otros de mochuelo albino. Yo creía que se parecía a la cara de la gaita cuando, para las fiestas, cubrían la zoqueta plana de madera con una caperuza de raso blanco.
Muchos creían que la cara de Benito había tomado el carauter —así decían algunos— de la máscara por intervención del diablo, y eso daba a los crímenes un aura sobrenatural. Algunas mujeres se santiguaban al verlo. Otras volvían sobre sus pasos en la calle para no cruzarse con él.
Todos los años, para las fiestas, el cura hacía un sermón recordando el desafío del castillo del moro, que tan trágicas consecuencias tuvo, y de paso hablaba de los crímenes que muchos hombres llevan escondidos en la conciencia, por los cuales pagan de maneras indirectas que sólo Dios entiende.
La gente miraba a Benito, que seguía de pie con su cara inmóvil, inexpresiva y dos rosetas en las mejillas. El pelo comenzaba a blanquearle y recordaba el tufo de estopa que llevaba la máscara de carnaval. El coadjutor suspiraba y pensaba desde el presbiterio: milagro. Pero el párroco era partidario de la erisipela. Creía que Benito padecía esa enfermedad.
A veces estaba en la iglesia el cabo de la guardia civil, quien miraba también a Benito como los demás, pero sin comprender las alusiones. Era una de las tres personas del pueblo que no sabían lo que había hecho Benito. Él y los otros dos guardias. Benito los saludaba tristemente al pasar.
Benito solía ir a la taberna del Manco, bebía y hablaba recordando el tolondrón de los cencerros y la escoba y la bota llena de vino blanco (del color de la orina) que vertía en un vaso para darlo a beber. Y estando yo en la taberna del Manco, una tarde, Benito comenzó a recordar aquellos sórdidos hechos cuando llegó el Bronco.
—¿Qué hablas ahí, zopenco? —le dijo.
Se disculpó Benito diciendo que en todo caso la broma del vino blanco había sido una pasada de mala crianza. El Manco contaba las monedas de cobre y las dejaba caer al cajón por una rendija del mostrador, cuando nosotros tres salimos. Ya en la calle, el aire del atardecer estaba turbio de niebla. Benito quiso echarle el brazo por la espalda al Bronco, pero este lo impidió con un movimiento.
—Poco a poco —dijo, amoscado—. Nosotros no hemos comido nunca en la misma mesa. Tú les debes la vida a todos en el pueblo, hasta al perro que ladra en la esquina. ¿Qué vale un hombre como tú, que no tiene el garguero en el cepo porque todos, hasta el más miserable, te tienen lástima y guardan el secreto? ¿Eh? ¡Hasta Martín el de las cabras! Hasta los hijos de puta del vecindario.
—Yo no he dicho que tú lo seas. Lo es el Salmuera.
—Bien, el hijo del Salmuera —añadió el Bronco, implacable— te dio un soplamocos. ¿Se lo has devuelto? Un hijo de la Barona que no devuelve los soplamocos, es qué está muerto. Los muertos se van solos a la fuesa.
Sin despedirse de Benito echó el Bronco a andar conmigo cantando por lo bajo el sonsonete del fantasma del trabucaire:
… Torontaina
sácale el caracol de la vaina
Quedó detrás Benito, hablando y manoteando en el vacío. Luego, lo oímos dirigirse a su casa. El Bronco me decía:
—¿Tú ves cómo le he cantado las cuarenta? Pero no lo denunciamos porque los guardias son forasteros y hablan como en la ciudad y cobran del Gobierno y no tienen por qué saber lo que hacen los vecinos del pueblo. Hay otras razones menos aparentes. Por ejemplo, la de tu abuelo. Él tiene sus motivos. Ah, lo que es eso… Tu abuelo es muy secreto y no dice nada a nadie. Pero yo lo sé. Yo sé por qué no denuncia a Benito, pero no me preguntes, porque no te diré más. Si te lo dijera, pelearías conmigo, y eres el único amigo que tengo en el pueblo. Fíjate que no digo el mejor, sino el único. Y es lo que yo digo, no vamos a pelear por una pamplina. Es que tu abuelo tiene su interés. La gente dice: sería una vergüenza, pero tu abuelo se calla y piensa lo que piensa. Honrado es lo que piensa, no te digo que no.
Le di otro cigarrillo y se lo encendí (él no tenía nunca tabaco ni cerillas). Comenzó a fumar y a ponerse amarillo.
Mientras hablábamos, pasó una aldeana ya madura que tenía fama de rica.
—¿Sabes cómo hizo el dinero? —dijo el Bronco—. En Barcelona en una casa de niñas.
Lo sabía todo, el Bronco, en la aldea. Sus ojos de mochuelo pardo —no albino— lo veían todo. Y callaba.
Pocos días después resultó que a Benito lo encontraron en el cementerio echando espuma por la boca y caído en tierra. Lo llevaron a su casa.
Cuando pudo hablar, contó que, estando sentado en la sepultura de su madre, oyó cantar a una lechuza y fue a marcharse, porque creía ver ojos de gatos o de fantasmas alrededor, y cuando se levantó, alguien le agarró de la chaqueta y lo retuvo, y entonces perdió el conocimiento. Allí lo encontraron.
Según Benito, era su madre que lo llamaba a la tumba. La verdad es que en la losa había dos candelabros de hierro forjado incrustados y atornillados. Y el forro de la chaqueta de Benito se enganchó en uno de ellos y, cuando fue a levantarse, tuvo la sensación de que lo agarraban. La chaqueta estaba rota, y él creía que la habían roto las uñas de su madre que lo llamaba desde la tierra.
No había quien lo sacara de eso.
El carácter de Benito cambió en aquellos días, y se hizo llorón y bondadoso. Ahora pienso que cuando iba a pasar la noche a la sepultura de su madre, lo que hacía era desvivirse en el real sentido de la palabra, y quería volver inconscientemente al útero de su madre y desaparecer «hacia atrás» en el tiempo, sabiendo que hacia adelante todo habría de serle funesto. Quería, en suma, anular y borrar su propio nacimiento, si podía.
Yo fui a verlo un día a su casa y lo encontré a cuatro manos en el suelo, frente a un agujero del muro. Al verme se puso el dedo en los labios reclamando silencio, y luego me explicó que había una ratita preñada que estaba preparando el nido para dar a luz, y que le había robado un calcetín viejo. Se veía el calcetín metido a medias en el agujero.
—La ratita está preñada —repetía.
Llevó cerca del agujero algunos trozos de estopa y de borra, para ayudar al animal a formarse el nido.
Aquello sonaba a manía y a locura.
Por entonces comenzó un período de sequía que alarmaba a los labradores, precisamente cerca de la primavera y cuando los sembrados necesitaban más el agua. Se hablaba de hacer rogativas públicas, que consistían en una novena en la iglesia y después una procesión sacando el Cristo. El cura párroco no era partidario de molestar al Cristo pidiéndole milagros con demasiada frecuencia, pero el coadjutor insistía en eso. La discusión se alargaba y pasaban las semanas sin llegar a un acuerdo.
Un día, iba yo con el Bronco cuando pasó a nuestro lado un joven acompañando a una labradora hermosa. Yo creía conocerlos de vista. El Bronco saludó con un gesto y dijo:
—Vaya bueno, Martín y la compañía.
Era Martín el donato, el de las bromas de las fiestas. El Bronco bajó la voz para hacerme una confidencia:
—Va a casarse, pero su madrastra fue a avisar a la novia.
—¿A avisarla de qué?
—De que no puede casarse Martín —respondió el Bronco hurgándose el oído con el dedo meñique—. No tiene cosa, hombre. De veras que no tiene. Cuando era pequeño se l’en comió el tocino, la cosa.
Aquella expresión del Bronco («se l’en comió el tocino») con toda su barbarie natural, era para mí un reflejo bastante directo y franco (y cruel) de lo que, en el fondo de aquellas aldeas de apariencia tan idílica, se escondía a veces. Lo cierto es que Martín se casó más tarde y tuvo hijos.
Pasaban los días y el cura y el coadjutor no se ponían de acuerdo sobre las rogativas. La sequía aumentaba, entretanto. Mi abuelo salía a la calle y venteaba el aire como un animal antiguo.
Yo iba haciéndome el confidente de mi abuelo, quien me mostraba poco a poco el mundo de sus afectos. Quería bastante a mi madre, no tanto al hijo casado, que estaba en la tierra baja con los ganados, y nada o casi nada a mosén Orencio. Para él, la vida era un juego de necesidades.
O el hombre vence a las necesidades, o las necesidades lo vencen a él. Todo lo demás era broma y ganas de hablar.
Mi abuelo había vencido a las necesidades hacía tiempo.
La boda de su hija —mi madre— con mi padre no le produjo entusiasmo, pero la familia de los Lunas era montañesa y la de los Garcés era ribereña. Y un refrán altoaragonés dice:
Muller d’arriba con home d’abaixo
casa arriba.
Me hacía preguntas sobre mi familia y, como se puede suponer, yo no hablaba mal de mi padre, porque aquello le habría parecido irreverente a mi abuelo. Él podía hablar como quisiera de su yerno y delante de mí se contenía, sin embargo, y sólo censuraba aquellas formas de conducta de mi padre que eran comunes a otras gentes.
Ni él ni yo decíamos nada que pudiera rebajar o envilecer a mi padre.
Al ver que yo me lamentaba de la vida en la farmacia, mi abuelo alzaba las cejas:
—Al parecer ya no estás allí. ¿Dónde estás ahora? ¿No estás a gusto? ¿Sí? Pues ya lo sabes. Aquí tendrás siempre cama, vestido, un plato a la mesa tres veces al día y un puesto al lado del fuego en invierno. Dinero, no. Eso te lo tienes que ganar tú, dentro de mi casa igual que fuera. La vida es la vida, y eso de pescar truchas a calzón seco no es razonable.
En mi casa de la aldea próxima había dejado ropa interior y algunos libros, que la tía Ignacia me envió con un propio. Cuando vio los libros, mi abuelo me miró de reojo, con sorna. Creía que tenían que ver con mi trabajo en la farmacia, y que esa —la farmacia— era mi cartera. Cuando me veía protestar contra la farmacia y sin embargo estudiar en alguno de mis textos del bachillerato, le parecía mi conducta contradictoria. Yo no trataba de explicarle su error. Al principio había pensado hacer la vida del campo, salir a caballo, ir a las cabañas del valle a ver a mi tío. Pero sentía pereza.
No era muy religioso mi abuelo, y se burlaba un poco de las rogativas de los curas para pedir la lluvia. Sin embargo, cuando era alcalde puso una multa a un vecino ateo que, al pasar la procesión con el Cristo, abrió un paraguas aunque el ciclo estaba raso. Aquello era una burla y una provocación contra la fe de los otros. Mi abuelo respetaba y hacia respetar la fe.
—Ante todo —solía decir— hay que procurar que las cosas marchen como es debido.
En aquellos días escribí más cartas a Valentina, que tampoco echaba al correo. (No tenía la dirección de mi novia).
No pongo aquí ninguna de aquellas cartas porque no las recuerdo bien y, además, eran demasiado tristes.
Me di cuenta de un hecho curioso. A medida que avanzaba la primavera, las impresiones terribles de mi vida en Zaragoza (el Checa, sus amigos muertos) se iban haciendo más ligeras. Era como si la vida me dijera: ya pasó todo, olvídalo y alégrate ahora que los árboles se cubren de hojas y los pájaros cantan.
Había una gran chopera verde entre el pueblo y el río, que al atardecer se poblaba de pájaros. Algunas tardes fui allí, y con el puñalito de gavilanes de plata grabé las iniciales de Valentina en un tronco. Luego miraba el puñal y me burlaba de mí mismo y de mi romanticismo, pensando en el sólido buen sentido de mi abuelo.
También me pareció que mis preocupaciones en relación con Valentina y su familia eran exageradas. Un día decidí ir a ver a doña Julia y averiguar por ella la dirección de mi novia, la fecha en que saldría del colegio y otros datos que podrían interesarme. Sabía que doña Julia me recibiría con gusto. Como cualquier madre, ella quería a los que querían a su niña.
Pero estaba por medio don Arturo, el notario. Era como un dragón con el vientre hinchado y lleno de leyes.
Decidí pedir prestada la escopeta a mi abuelo, montar a caballo y dirigirme cazando hacia la casa de Valentina. Si cazaba algo que valiera la pena, se lo regalaría a don Arturo. Si no cazaba nada, volvería a casa de mi abuelo sin haber visto a la familia de Valentina.
Yo debía salir de casa al punto del día, es decir, a las cinco y media. Mi abuelo sacó una licencia de caza para mí pidiéndola al secretario del Ayuntamiento, que me la envió con su hijo el horrible violinista.
A todo esto, en la aldea no se decidían aún a hacer las rogativas, y el párroco y el coadjutor discutían durante el paseo diario por el soto de Abenoza. Paseaban de dos a cuatro durante el invierno. El lugar donde pasean los curas suele ser el mejor de la aldea. En invierno, un arrabal orientado al mediodía, bien soleado, con el camino de los cierzos del norte interceptado por altas tapias o por densas arboledas. En verano, paseaban de seis a ocho por la parte que llamaban el trinquete, donde había un frontón para jugar a la pelota. Era un lugar donde no daba el sol, abierto a un paisaje montañoso y nórdico. Desde allí se veía muy bien el «salto de Roldán».
Con los curas solían pasear el boticario y el secretario del Ayuntamiento. También iba el maestro, que representaba en la aldea las luces liberales, pero no siempre. El maestro no era hombre polémico ni provocador en sus opiniones, pero todos sabían que recibía El Liberal de Madrid. El cura párroco lo trataba con respeto, admirándose a sí mismo por su tolerancia.
El coadjutor, en cambio, no lo saludaba. Creía que no había que contemporizar con el liberalismo corruptor.
El grupo de paseadores del verano era un poco menos intransigente, porque en los meses del calor solía haber algún veraneante de Barcelona, generalmente amigo o pariente de los administradores del duque. Y eran, sin excepción, gente de ideas progresivas. Los curas se las toleraban porque eran personas con medios económicos y respetuosas con la iglesia. El liberalismo de invierno, encarnado por el maestro y por algún amigo suyo, les parecía intolerable.
Yo fui una tarde a pasear por el soto de Abenoza, con la tertulia de invierno. Por entonces no había entrado todavía en relación con el liberal y corruptor maestro, y ese hecho me hacía simpático ante los curas y el boticario. En cuanto al médico era, según decían, peor que el maestro. «Es tan materialista —solía repetir el coadjutor sin darse cuenta de su contradicción—, que en su casa invoca a los espíritus con un velador».
El médico era amigo de mi abuelo. También lo era del administrador del duque. Gran cazador, tenía perros muy buenos. Era viudo y había cortejado a la hija del administrador, bonita y presumida, pero veinticinco años de diferencia eran muchos y aunque nadie sabía exactamente lo que pasó, las relaciones se rompieron sin dejar de seguir siendo el médico amigo de la familia de la chica.
Ese médico era hombre de decisiones súbitas. A veces estaba con un grupo en la plaza y sin más, decía: «Bueno, me voy» y se iba dejando a su interlocutor con la palabra en la boca. Rápido, vivaz, inesperado, parecía moverse por secretas corrientes eléctricas. Por si eso no bastaba, se llamaba Indalecio y los campesinos lo llamaban Andalocio (extraña palabra que era el nombre que la gente inculta daba al relámpago), Andalocio. Y como los campesinos lo hacían inocentemente, el médico no se enfadaba.
La hija del administrador del duque era hermosa, en un estilo delicado. Tenía una doncella con un nombre raro, que al Bronco le parecía excitante: Cristeta. Las dos últimas sílabas le parecían sugestivas a él, probablemente, como a mí. Yo creo que el Bronco estaba un poco enamorado de ella. Se notaba en el mal humor con que respondía a sus saludos en la calle, porque ella no pasaba nunca a su lado sin decirle algo. Eran hermanos de leche, es decir, que la madre del Bronco había sido nodriza de ella.
Cuando Cristeta pasaba cerca de nosotros y le decía algo, el Bronco respondía con un gruñido. Un día Cristeta, irguiendo el busto le gritó, sin detenerse:
—Cuando más te enfadas me gustas más, Bronco.
Y mi amigo respondió, de un modo montaraz y torpe:
—¡Mal se te cueza la cena!
En fin, yo acudí al paseo de los curas. Estaban con ellos el secretario y el veterinario. Quería averiguar yo cuál era la opinión de aquellos cuatro hombres sobre Benito y, especialmente, sobre aquella manera que tenía el pueblo de encubrir sus crímenes. Pero parecía difícil plantear ningún tema el primer día, porque estarían los cuatro alerta y recelosos conmigo. Iba yo a decirle a mosén Espiridión que habían llegado a casa dos docenas de plantones de almendros-desmayos, para el huerto de su abadía. Los había encargado mosén Espiridión al cura de Alquézar, que había inventado aquel injerto para proteger las flores tempranas del almendro, tan sensitivas al viento y al frío. A mi abuelo le había traído los plantones el recadero de los ganados de la tierra baja.
Mosén Espiridión me preguntó:
—¿No conoce usted a estos amigos?
Era de mal gusto responder, cuando le hacían a uno esa pregunta, con el no seco con que respondemos hoy. En fin, yo dije, como solía decir mi abuelo:
—No los conozco sino para servirlos.
Íbamos en una ancha fila, yo en un extremo al lado del coadjutor. Luego el secretario del Ayuntamiento, después el párroco y al otro extremo el veterinario.
—¿Quién trajo los plantones? ¿Baltasar?
Yo no sabía quién era Baltasar y, según lo que dijo el cura, resultó que era mi amigo el soldado de caballería que conocí en Zaragoza.
Con cierta alegría les dije que en la capital íbamos Baltasar y yo juntos muchas veces, y al oírme hablar de las añoranzas de aquel soldado y de las ganas que tenía de «sentir cantar los pajaricos en la ribera», el veterinario sonrió. Dijo que conocía a la familia y que eran gentes de buen pasar.
Siempre que se habla de alguien entre los campesinos de cualquier parte, sobre todo en Aragón, se suele decir antes que ninguna otra circunstancia su nivel económico: gente de buen pasar. O gente rica. O bien que aparenta y no tiene. O que no se dejaría ahorcar por veinte mil duros. O que vive al día, o que tiene el riñón cubierto. Las fórmulas son infinitas.
Yo iba a dirigir la conversación hacia Benito y sus crímenes cuando el secretario, que parecía astuto y ladino, me preguntó:
—¿No estudias para farmacéutico? Al menos, trabajabas en una farmacia.
Sin esperar la respuesta, se puso a decir que en un plantío del administrador del duque se había producido cornezuelo de centeno. He aquí por dónde aquella enfermedad del centeno que arruinaba la cosecha, iba a valerle a su dueño buen dinerito, porque la onza de cornezuelo se pagaba a tres pesetas y se empleaba para ayudar a parir a las mujeres, porque producía contracciones espasmódicas en la matriz. El veterinario dijo que también se usaba con los animales, especialmente las vacas.
—Los campesinos —decía el veterinario— pagan medicinas caras para sus animales, más a gusto y mejor que para las personas.
Yo pensaba: una vaca vale dinero, pero una hija, por ejemplo, no. Y ellos son pobres y es natural. Saqué a colación el tema de Benito, pero el secretario se puso a hablar de cosas políticas. Era el único en el grupo que recibía periódicos de la corte, entre ellos La Gaceta de Madrid, con los decretos y las reales órdenes de cada día. Se interesaba en la marcha del mundo. Por cierto que se puso a contar que un niño suyo de cinco años que comenzaba a deletrear, lo hacía con los errores naturales, y el título del diario oficial lo pronunciaba así: «La caqueta de Madrid». El secretario, que en otras cosas era retorcido y agudo, no podía comprender que las gracias de su bebé no les interesaran a sus amigos. Preguntó luego si sacarían el Cristo en la procesión y si pondrían alfombras en los lugares donde la imagen iba a pasar. Eran simples sábanas, una detrás de otra, cubriendo el pavimento. Sobre aquellas sábanas echaban hojas de laurel y mirto.
En aquel momento el coadjutor sacaba la «suegra» —así llamaban los curas al breviario de lectura diaria obligatoria— y se apartaba un poco, musitando sus rezos en voz baja. El secretario del ayuntamiento y yo nos separamos también del grupo, acortando el paso para quedarnos detrás. El secretario sorbió aire por la nariz dos veces ruidosamente, y bajó la voz: tengo algo que decirte. Ha llegado al municipio una comunicación de Zaragoza en relación contigo. ¿Qué has hecho en Zaragoza?
—Nada —respondí.
Luego comprendí que era la respuesta de los niños culpables. El secretario no me creía. Me preguntó la edad y, al saber que acababa de cumplir los quince, torció el gesto y dijo:
—Vaya. El hecho es que la policía se interesa por ti.
—Más valdrá que guarde el secreto, porque mi abuelo no comprendería esas cosas —dije, tratando de disculparme—. Es decir, las entendería mal.
Reía el secretario con un gesto torcido de hemipléjico:
—Yo, en tu caso no me preocuparía por tu abuelo. Estoy seguro de que el viejo se sentiría orgulloso si supiera que la policía te tiene entre cejas. Yo lo conozco, a tu abuelo.
—Así y todo. La policía suele perseguir a los criminales —dije naturalmente preocupado.
Aproveché aquella ocasión para hablarle de los crímenes de Benito.
—¿Qué crímenes? —preguntó él extrañado—. Es verdad que Benito se acusa a sí mismo, pero no sería el primer caso de un hombre que se acusa de crímenes que no ha cometido. Hacen falta testigos, pruebas, evidencias.
Se puso a hablar de mi abuelo. El secretario había ejercido su empleo siendo mi abuelo alcalde. Y no hubo entonces un solo campesino castigado —ni siquiera multado— durante su alcaldía. La guardia civil le llevaba denuncias escritas por hacer leña ilegalmente, por cazar con trampa, por riñas, por violaciones, y mi abuelo rompía el papel en las narices de la guardia civil sin leerlo y luego decía:
—Ahora fuera de aquí.
El secretario parecía no querer hablar de los crímenes de Benito delante de mí. Y seguía contando cosas de cuando mi abuelo era alcalde:
—Después de echar a los guardias a la calle llamaba a los interesados y les calentaba las orejas diciéndoles las verdades más crudas. Al que había violado una chica lo hacía casarse con ella y a los que cometían pequeños hurtos por ser pobres, les decía: «Que no vuelva a suceder esto de que te descubren los guardias. Hay que hacer esas cosas por la noche y cuando no hay luna». Luego les daba un duro y los echaba a la calle.
Seguíamos paseando. El secretario y yo íbamos los últimos. Delante iban el párroco y el boticario. Se veía que el cura era comodón y voluptuoso, con sus zapatos anchos que echaba un poco hacia afuera. El boticario era un poco encorvado, alto de hombros, la mirada baja y anchos brazos gesticulantes de maníaco.
A un lado, concentrado a medias en la lectura, el coadjutor con su «suegra». Era hombre seco y pegado a sus cánones y a sus sacramentos. Y detrás iba el veterinario con el párroco, soplando en la pipa vacía.
Aquellos hombres eran algo así como los purgadores universales. El veterinario daba purgas a los caballos y a las vacas, el boticario a las personas. El cura purgaba las almas, amenazando con el infierno, que era su fuerte en los sermones, y el coadjutor prometiendo el cielo a través del purgatorio (es decir, una purga post mortem) y evitando el uso de la amenaza del infierno, en el que no creía, tal vez por llevarle la contraria a su jefe. Todavía estaba el secretario, que parecía el más civilizado de los cinco, con sus secretos y su risa un poco hemipléjica que inspiraba un vago respeto.
También purgaba a la gente, con multas y tributos…
Le pregunté por Jaime, el niño que había pasado años antes alguna temporada en el pueblo.
—Creo —dijo, vacilante— que ha ingresado en la escuela de huérfanos de la Armada o algo así. Una escuela de nobles.
Yo creía que aquel hombre sería capaz de guardar mi secreto digo: el de la policía de Zaragoza. Eso me tranquilizaba.
Volví a casa. Cuando pasaba por el patio frente al salón recordé a mi abuelo bailando el bolero para mí, y pensaba: ahora no lo haría porque soy demasiado grande para presenciar una cosa así, y tal vez él demasiado viejo para bailar.
Aunque esto último lo dudo.
En todo caso, yo no le pedí nunca que bailara. A veces iba al salón y me acercaba a la caja de música e incluso le daba dos o tres vueltas a la manivela. El bolero era lo único que sonaba con afinación.
Las rogativas se organizaron. El párroco accedió por fin, pero había pequeños problemas de detalle. Durante la procesión tenía que andar de espaldas incesando al Cristo. Como la alfombra que cubría el trayecto tenía arrugas y desniveles en los lugares donde una sábana se juntaba con otra, era fácil tropezar. Se unía a la fatiga de caminar de espaldas el riesgo de caer (no sería la primera vez), y era una perspectiva que no le hacía feliz. Había otra costumbre cuando sacaban el Cristo. Un campesino, que hacía de Longinos en la procesión del Jueves Santo, iba montado en una yegua blanca y vestido de centurión romano. La yegua caminaba de espaldas, de modo que Longinos fuera dando frente al Cristo crucificado. El mérito estaba en que aquel campesino llevaba una lanza en la mano con la que apuntaba al costado de Jesús, y la punta debía estar todo el tiempo a algunos centímetros de la imagen. Pero, naturalmente, sin tocarla.
Tenía el campesino el brazo derecho muy fuerte, y aguantaba toda la procesión en aquella actitud, con la pesada lanza en el aire. El caballo estaba, por su parte, bien adiestrado y caminaba hacia atrás.
El cura párroco dudaba entre ir con el incienso o llamar a Longinos. Si acudía Longinos, el cura llevaría la custodia, es decir, que no tendría que incensar ni caminar de espaldas. La custodia pesaba bastante, pero le ayudaba a sostenerla un cordón que le colgaba del cuello.
En fin, optaron por Longinos.
El día de la procesión, los niños de las escuelas fueron en dos filas con cirios encendidos. De vez en cuando gritaban a coro dos o tres veces seguidas mirando al cielo: «¡Agua!». Luego cantaban. Al oírles repetir «¡agua!», yo pensaba: quizá Dios la concederá para que lo dejen en paz, es decir, para que los niños no le molesten más. Porque era como cuando piden algo en casa a la madre.
Desde que comenzó a salir la procesión, el cielo pareció encapotarse por oriente, y poco después se alzó una ligera brisa y las esperanzas del cura párroco crecieron. Por fin, el coadjutor vio en las botas amarillas del farmacéutico una manera de pisar (con la punta hacia adentro) que era toda una revelación.
Detrás de las mujeres penitentes venía otra imagen en su peana: la Virgen de Sancho Garcés Abarca, es decir, no la legítima sitio una copia.
Yo tenía alguna esperanza puesta en ella. Aunque me parecía irracional obtener la lluvia por aquellos medios, mi alma ha estado siempre abierta al milagro y en el fondo de todo aquel soberbio espectáculo con Longinos y su caballo andando hacia atrás, la lanza alzada contra el costado herido de Jesús, esperaba que podría suceder algo. Sin dejar de considerar a la gente supersticiosa, deseaba el milagro.
Lo que sucedió rebasó todas las previsiones y fue de veras lamentable. La tormenta estalló cuando la procesión regresaba a la iglesia. Pero en lugar de agua cayó granizo. Había en la plaza charcos de granizo blanquísimos.
Las rogativas dieron resultado, pero no de acuerdo con las circunstancias. Algunos decían que aquello había sucedido porque Longinos tocó con la punta de la lanza el costado de la imagen y esta se enfadó, pero Longinos juró que no había tocado el cuerpo de Jesús y muchos vecinos testificaron en su favor.
En fin, la procesión ni fue un fracaso ni tampoco exactamente lo que se dice un éxito.
Benito se había presentado como miembro de la cofradía para llevar la peana según costumbre, pero le dijeron que no era preciso porque estaban apalabrados ya los cuatro. Benito comprendió que no lo querían ni como cargador de la peana y ni siquiera como uno de los fieles que iban en fila con el cirio en la mano. Sospechaban que su presencia sería contraproducente. Se quedó vestido de fiesta con el chaleco rameado en el atrio de la iglesia. «Más valdría —se decía, amargo— que yo hubiera sido cuando nací un lobo peludo y que mi hermano me hubiera pegado un tiro, como quería».
Estaba yo intrigado pensando si los que fueron a la procesión creían de veras en lo que estaban haciendo.
Me encontré al Bronco y a Benito en la plaza cuando todo había terminado. El Bronco miraba en su mano algunos granizos, y decía que cada uno tenía dentro un pelo, y que cuando era chico le dijeron que era un pelo del diablo.
El domingo siguiente fue dulce y soleado. Uno de aquellos domingos en que los hombres se vestían de nuevo, se rasuraban y luego no sabían qué hacer. Se presentía el verano en todas las cosas, pero no era el verano aún.
Encima de la plaza, el azul del cielo era como el de los adas de la escuela. A veces sobre aquel fondo azul pasaba un ave toda bañada en sol tardío.
Las partidas de birlas eran a media tarde. Perico, el de la plaza, ganaba aquel día y los otros le decían: «¿Qué, Pedro, salió furo el toro?». Era una broma antigua. Pedro fue un año a las fiestas de Huesos a comprar un toro para la vacada de su padre, quien le dio ciento quince duros. Los mismos que Pedro se jugó y perdió.
Volvió a casa sin toro y, a las preguntas de su padre, respondía, alzándose de hombros:
—Salió furo y se escapó.
El padre le dio una paliza con las riendas del caballo que lo dejó medio muerto.
El Bronco quería pasear y salimos hacia las afueras. Encontramos a Benito y el Bronco lo invitó a acompañarnos. Era raro aquello, porque el Bronco no quería a Benito. Salimos los tres a las afueras por el callejón del Horno.
Aparecieron tres mocitas vivaces y una le sonrió al Bronco. La otra no quiso mirar. Las dejamos adelantarse y, viéndolas de espaldas, el Bronco comentó:
—Saben muy bien mover el traste las perdiganicas. Y es que las madres les enseñan.
Como las mozas llevaban varias faldas superpuestas había el riesgo de que quedaran colgadas desairadamente, como en una percha. Y desde niñas las madres les enseñaban a caminar de modo que las faldas fueran a un ladito y luego al otro, graciosamente. Y mantenían el ritmo. Un ritmo decente y sugestivo. El Bronco decía:
—Los enseñan para engancharnos y echarnos el yugo al cuello.
Cuando yo comparaba el estilo que tenía el Bronco de desear a las mujeres y el que tenía yo de querer a Valentina, me quedaba confuso, sin saber a qué atribuir una diferencia tan monstruosa.
Aquella tarde me aburría y me volví a casa, dejando solos al Bronco y a Benito.
Parece que el Bronco estuvo ofreciéndole a Benito una cuerda encerada que tenía y diciéndole: «No es que yo quiera que te ahorques, pero por un si acaso».
Al día siguiente el Bronco le envió la cuerda a Benito a su casa. Contándomelo se reía de un modo siniestro y decía: «Ya sabe por qué se la envío». Repetí una vez más que había que denunciarlo a la guardia civil, y el Bronco me dijo que en aquel caso la justicia se incautaría de la mayor parte de los bienes del reo, y eso tendría que perjudicarle a alguien.
Más tarde repetí esas palabras en mi casa y pregunté a mi abuelo a quién perjudicaría, pero mi abuelo cambió de tema.
Por entonces, Benito volvió a su antigua costumbre de ir con una bota de vino a sentarse en la tumba de su madre. Parece que el Bronco iba también y se estaba acodado en la tapia horas y horas sin decir nada. Benito, enervado y fuera de sí, le preguntaba:
—¿Qué pasa? ¿Qué haces ahí?
—Te miro a ti, hijo de la Barona.
—De la señora Barona —corrigió Benito.
—De la excelentísima señora Barona —repitió en broma el Bronco—. ¿Te parece bien?
—¿Y qué sacas con mirar?
—Como sacar no saco nada.
—¿No has visto nunca un hombre?
—Como tú, no.
—¿Qué me pasa a mí?
—Eso digo yo. ¿Qué te pasa a ti, Benito? Ni la horca te quiere.
El de la cara inflamada no decía nada, y el Bronco pensaba en la cuerda y se ponía a gruñir por lo bajo. Luego cruzaba los brazos, se apoyaba en la tapia que por aquel lugar estaba muy baja y seguía mirando. Lo que le interesaba al Bronco era ver cómo un hombre de buena familia y con su hacienda saneada, como Benito, iba entonteciendo y degenerando.
Planeaba yo mi excursión al pueblo natal para ver a la tía Ignacia y a otros viejos amigos, pero sobre todo para ir a casa de Valentina. Iba dejándolo siempre de un día para otro, pensando que cuanto más tardara más se acercaría el tiempo de las vacaciones de mi novia, pero supe algo que me hizo anticipar los planes. Me dijo el secretario que don Arturo había sido ascendido en su cartera, después de unas oposiciones que hizo en Madrid cuando llevó a Valentina al colegio, y que a consecuencia de aquello se iría pronto con su familia a Bilbao. El secretario, rendido de admiración, añadía:
—Un notario en Bilbao gana sus dos o tres millones al año. Digo y me quedo corto.
La situación se complicaba. Al día siguiente ensillé el caballo de mi abuelo e iba a salir cuando llegó una mula montañesa en la que cabalgaba nada menos que Baltasar, el soldado de Zaragoza. Traía varios paquetes y recados para mi abuelo, y al saber que yo iba al pueblo, dijo:
—Espérame y nos iremos juntos.
En cuanto salimos comenzó a hablarme de sus amigos y conocidos de Zaragoza. Primero me dijo que la cocinera que salió embarazada de mi casa había ido a Barcelona, lo que no quería decir que prosperara, porque ir a una ciudad mayor no representaba necesariamente una mejora. Pero podía ser que la muchacha, a pesar de todo, hiciera dinero porque no era tonta. Yo comprendí que entre los campesinos cualquier manera de hacer fortuna tenía prestigio y merecía respeto. Incluso para Baltasar, que parecía tan honrado y discreto. Yo quería salir de dudas:
—¿Quién dirías tú que es el padre del hijo que tuvo nuestra cocinera? Yo creo que es mi padre —dije bajando la voz.
Salíamos del pueblo, yo en mi caballo y él en su mula.
—Podría ser. Es lo que yo digo: el señor y el criado, ante la mujer son lo mismo. Ante la hembra y ante la muerte, no hay categorías. Además, el tenerla en casa a la mujer es un aliciente que no es para despreciar. Pero como te digo, podría ser y podría no ser. Además, casos he visto de un hombre honrado que de pronto ha quedado entrampillado por una buena lagarta. Y ya digo que yo no soy de esos, porque sé resistir.
—¿Tienes novia?
—De esas cosas más vale no hablar. El querer es como el agua en una cesta, y la boda entre la casa y la iglesia se deshace, y yo conozco de pasada un pariente tuyo que en el mismo altar dijo que no. Tú dirás: ¿por qué llevó la novia hasta el altar si iba a decir que no? Pues a la novia se le enganchó un encaje del vestido en un banco de la iglesia y se desgarró un poco. Ella hizo un gesto que fue como si sacara a relucir su carácter verdadero, digo el que tenía escondido. Y es lo que pensó tu pariente: si el día de la boda, por una tontería como esa mi novia tiene ese gesto, ¿qué pasará en la vida ordinaria? Y dijo que no, y allí mismo se deshizo la boda. Un hermano de la novia anduvo algún tiempo diciendo que iba a matar a tu pariente.
Yo lo sabía. Era un tío mío por el lado paterno, que vivía en Barcelona, soltero. Baltasar insistía:
Más te valdrá callar y respetar a tu padre. Peores casos son los de los recién nacidos que no van al hospicio, digo, como el Bronco y el Salmuera. Siquiera en mi pueblo no hay bordes.
Llegamos a la orilla del río y seguimos hacia abajo, buscando un vado, Baltasar decía:
—Tampoco hay crímenes. En nuestro pueblo hace años que no se ha cometido un crimen.
—Es verdad.
—Eso va a rachas. Además, en nuestro pueblo hay más tierra de regadío y todos tienen su pasar. Cuando el hombre come y bebe y calza cuero, no tiene ganas de matar a nadie. Benito no ha pagado sus crímenes y tu abuelo es el que tiene interés en que no pague, según he oído decir. Es posible que unos piensen blanco y otros negro, porque así es la gente, pero lo que yo digo es que aunque tu abuelo no diga nada, cada uno en el pueblo conoce su interés.
Seguíamos nuestro camino paralelo al río. Mi caballo tenía el humor andarín y obligaba a la mula a avivar el paso. A mí me gustaba oír la voz honrada de Baltasar:
—¿Cuándo se ha visto —decía— que un hijo tenga razón contra su padre? Yo en tu caso no diría nada, porque lo de tu padre pudo ser y pudo no ser. Y tu padre es tu padre y tu abuelo es tu abuelo. Y tampoco quiero hablarte a ti de manera que tú puedas levantar fantasías en tu magín. Eso no. Ni contra el uno ni contra el otro.
Llegamos a un lugar con badinas y juncos donde a veces, según Baltasar, saltaban patos y becadas pescadoras. Preparé la escopeta, pero Baltasar seguía hablando:
—En el pueblo de tu abuelo la guardia civil no saca nada en limpio cuando hay una muerte. La gente que declara dice siempre lo mismo: el que lo mató fue un forastero que se fue por el camino de Francia. Entretanto, Benito va y viene con la cabeza como una devanadera y por la noche los pies se le van solos al camposanto. Pero hasta los muertos se sobresaltan, digo yo. Además, su hermanico Miguel se quiere casar, según he oído. Con el sueldo de sargento no hay para mantener familia, ¿verdad? Algo tiene que pasar en el pueblo para arreglar ese asunto, y eso lo saben hasta las ratas.
—¿Tú lo conoces, a Miguel?
—Carne y uña, somos. En la ciudad él era sargento y yo soldado, Miguel es templao y ligero de genio y no le gusta la milicia ni tampoco la ciudad, pero es lo que él dice: ¿qué va a hacer en el pueblo el hijo tercero de una familia mediana de labranza, sino ir a trabajar al jornal? Y él no es persona para vivir de jornalero, eso no.
Desde mi caballo yo veía mi pueblo al otro lado del río. Se veía la torre y entre las casas aparecían tufos de árboles con el verde jugoso de la primavera. Había llovido desde el día de las rogativas un par de veces y todo estaba fragante.
Cuando nos acercábamos al vado para cruzar el río saltó una becada y yo apronté la escopeta y disparé. Pero mi caballo no estaba acostumbrado y se encabritó. Caí en la glera, y el animal saltó como un bucardo y escapó hacia el pueblo. Baltasar me miraba desde su mula, y yo, sentado en el suelo, miraba la becada que huía ilesa por el aire con su vuelo blando de ave pescadora.
—¿Te has hecho mal? —preguntó Baltasar—. Por el caballo no te apures, que conoce muy bien el camino del establo. Anda, sube y vamos a volver.
Me parecía desairado regresar a casa desmontado, pero Baltasar insistía porque al ver llegar el caballo sin jinete mi abuelo pensaría que me había pasado algo y movilizaría a la gente para venir en mi busca. Tomamos la dirección del pueblo. Iba yo explicando que la escopeta tenía los gatillos muy sensitivos y que no hice más que tocarlos y salió el tiro.
—Los tiros —corrigió Baltasar—. Porque salieron los dos.
Abrí la escopeta y vi que tenía razón. Los dos cartuchos quemados.
—Ahora comprendo el tremendo culatazo que me dio.
Con eso quería justificar que la becada se escapara ilesa. Baltasar, por otra parte, me ayudaba diciendo que el caballo es un animal sensitivo. El disparo desde la silla se transmite a los oídos del animal por el aire, pero también por el cuerpo, es decir, a través del cuerpo del jinete y del suyo. Así es que el caballo oye el estampido dos veces. Esto lo había aprendido Baltasar en el cuartel. Y un caballo que no está entrenado y acostumbrado a los tiros, es peligroso. A los caballos del regimiento los acostumbraban a oír disparos de rifle y de cañón y las explosiones de granadas, para que se les quitara el resabio.
—Además —concluyó— ese animal está muy consentido. Y es güito.
Güito es igual que furo. Aunque la distancia entre mi pueblo y el de mi abuelo no era grande, había alguna diferencia en la manera de hablar. El pueblo de mi abuelo tenía cierta tendencia a las formas montañesas. Así en mi pueblo un caballo salvaje era güito, y en el de al lado era furo. Es decir, rebelde.
Regresamos al pueblo con el aire mustio de la decepción.
Mi abuela salió, extrañada. El caballo no había vuelto aún. Por la manera de explicarse Baltasar, comprendí que me llevaba a casa, más por mostrarse oficioso y hacer méritos con mis abuelos que por acompañarme a mí.
En aquel momento vi llegar a dos campesinos trayendo de las riendas al caballo piafante. Venían alarmados y cuando mi abuelo les dijo que el jinete era yo, los campesinos que se habían acostumbrado a la idea de que hubiera un accidente, parecieron un poco decepcionados. También se mostraban oficiosos por mi abuelo más que por mí. Me miraron un momento con cierta sorna.
Mi abuelo me advirtió que debía haber llevado la yegua negra, que era mejor para la caza. «Ella misma —añadió— corre detrás de las liebres como un galgo». Luego entró en la casa conmigo y me llevó a un cuarto donde solía hacer las cuentas y pagar a los peones. Entornó la puerta, se sentó y me invitó a sentarme a mí. Luego me dijo:
—¿Qué clase de amistad tienes tú con el Bronco? Quiero decir, si le das confianzas.
—Él se las toma, a veces.
—Ya veo. No serán muchas, porque él tiene miedo a la sombra de esta casa. ¿Tú sabes que Benito ha ido a entregarse a la guardia civil? Ahora vas a ir tú a casa de Benito y le preguntarás lo que pasó en el cuartelillo, y vendrás a decírmelo punto por punto. Como Benito se lo contará también al Bronco, irás más tarde a ver si hay diferencia entre lo que te ha dicho a ti y a él, ¿oyes?
Me levanté y fui saliendo. Encontré a Benito en el umbral de su casa y en cuanto me vio comenzó a hablarme, excitado, y me invitó a entrar. Sobre la mesa de la cocina estaba la almud. En un rincón vi a Vicenta, llorosa.
—¿Qué le pasa? —dije.
Ella miró a Benito:
—Nada. Es que mi primo ha ido a entregarse.
—¿A entregarse adónde? —pregunté haciéndome el tonto.
Lo que había sucedido, según me contaron los dos quitándose a veces la palabra de la boca el uno al otro, fue lo siguiente: Benito salió de casa con la almud y Vicenta le dijo que no le convenía salir aquel día, porque tenía cara de pazguato o de memo. Vicenta solía decir cosas como aquellas. No tenía respeto por su primo. Oyendo aquellas cosas, yo reía.
Salió Benito con la almud pendiente de la mano. Se presentó en el cuartelillo y preguntó por el cabo, a quien le dijo:
—Soy Benito García Barón, y vengo a entregarme.
El cabo lo miró extrañado y miró también la almud. Benito dijo:
—Esta almud tuvo la culpa de todo.
Entonces contó lo sucedido con todas las circunstancias y el cabo miró la almud y metió dentro la mano, como si buscara algo.
—La miel se secó con los años —dijo Benito— y las onzas las gasté. Las seis onzas. Porque eran seis.
El cabo le devolvió la almud y le dijo:
—Si quiere que yo tome en cuenta esa confesión, tiene que traer a dos testigos que firmen para llevar la denuncia al juzgado.
—Los asesinatos no se hacen con testigos, cabo.
—No, pero tiene que traer a dos vecinos del pueblo que respondan por usted.
Benito se marchó, desconcertado. Tres minutos después sabía eso el alcalde, pero el cabo de la guardia civil sospechaba que Benito estaba loco. Sabía que por la noche se oían en su casa gritos, voces de Vicenta y ruidos de muebles arrastrados. Eso, las noches que Benito se quedaba en casa, es decir, que no iba al cementerio. Eso del cementerio también parecía locura.
Algunos decían que Benito había querido matar a su prima.
La guardia civil preguntó al médico, y este fue a ver a Benito y habló con Vicenta, quien se negó a decir lo que sucedía en las noches cuando se oían ruidos. El médico fue después a ver a mi abuelo y le dije que sólo podía asegurar que Benito se conducía como un loco, pero no sabía si lo era o no.
—¿En qué se conoce que un loco lo está? —preguntó mi abuelo.
—Pues en lo que hace, pero hay personas cuerdas que hacen locuras también.
La cosa quedó en el aire, y Benito no hallaba testigos que quisieran firmar diciendo que estaba cuerdo ni tampoco que estaba loco. Benito fue al Bronco a pedirle que firmara, y él dijo que como no tenía todavía diecinueve años, su firma no valía para cosas de justicia. Luego el Bronco me dijo a mí una vez más:
—Nadie firmará por Benito, porque es el interés de tu abuelo.
Es decir, no decía el interés, sino la interés.
Al Bronco le había dicho Benito que en el cuartel confesó sus crímenes y que el cabo escribió en un papel todo lo que Benito dijo y luego le pidió que firmara. Entonces Benito se arrepintió y negó, y ahora el cabo andaba buscando dos firmas de vecinos para que la denuncia tuviera valor. Nadie quería firmar.
Cuando yo conté a mi abuelo las dos versiones (tan diferentes) mi abuelo se levantó, cogió el bastón y el sombrero y me pidió que lo acompañara. Por la calle iba hablando solo. Fuimos al cuartelillo y preguntó al cabo si había recibido la confesión de Benito.
—Sí, señor, ¿viene usted a firmar por él?
—Según. Veamos ese escrito.
El cabo lo tomó de la mesa y se lo ofreció. Mi abuelo, según su costumbre con los papeles de justicia, lo rompió sin querer darse cuenta del gesto de protesta del cabo. Luego dijo: «Benito está loco, es un peligro para el vecindario y habrá que enviarlo al manicomio de Lérida».
Dijo estas palabras tres veces. Una en el cuartelillo y dos en la calle a los que le preguntaron. El mismo día repetía aquello el pueblo entero. Cuando salió del cuartelillo, mi abuelo y yo nos cruzarnos con Cristeta. Yo me volví a mirarla, sonriente, y mi abuelo se dio cuenta y dijo:
—¡Buena moza! ¡Ah, si yo tuviera veinte años menos!
Calculé que con veinte años menos mi abuelo tendría setenta y dos.
Entretanto, Benito iba y venía pidiendo a las gentes que firmaran denunciando sus crímenes a la guardia civil.
Nadie le hacía caso.
Había ido varias veces al cuartelillo y, la última vez, el cabo lo echó de mala manera.
El criminal fue al cura y este le dijo que habiendo recibido en confesión la noticia de los crímenes, no podía ir a denunciarlos a la guardia civil, porque sería tanto como violar el secreto, que era sagrado.
El Bronco me decía que Benito se había arrodillado el día anterior en medio de la plaza y gritando: «Yo las maté y le prendí fuego a la casa. Yo». Viéndolo con aquel aire alucinado, no sólo no le hacían caso, sino que algunos se reían en sus narices. Otros lo miraban con una perplejidad temerosa.
Luego el Bronco añadió:
—Anoche quiso estrangular a la Vicenta.
—¿Te lo ha dicho ella?
—En el manicomio de Lérida —seguía sin contestarme— los locos están en jaulas como los monos, uno en cada jaula, y así hasta trescientos. Cuando gritan todos juntos es como en las grandes tronadas de agosto, y entonces el capellán, que está loco también, se desnuda y va en cueros por delante de las jaulas rezando el trisagio.
El trisagio lo rezaban en la aldea cuando había tormenta.
El Bronco, al hablar de la locura de Benito, era feliz porque creía que aquello convenía a mi abuelo. Benito venía a vernos y decía: «no estoy loco, lo que pasa es que el Bronco quiere que me ahorque».
Aquellos días veía entrar al médico en mi casa y a mi abuelo encerrarse con él. Luego salían los dos hablando muy animados, y el médico, con un cigarro habano encendido y oliendo a coñac. A todo esto, ni el médico firmaba nada, ni Benito encontraba testigos, ni lo arrestaba la guardia civil, ni lo llevaba nadie al manicomio de Huesca ni al de Lérida.
Y, por la noche, Benito se iba todavía al cementerio. Las noches frías llevaba una manta.
Según la Vicenta, llevaba también un revólver, por si alguien quería asomarse al fosal a molestarle. Eso decía, pero el revólver iba sin cargar, porque Benito no tenía balas. Por la mañanita temprano, Benito volvía a su casa, friolento, con la manta sobre la cabeza como una pobre mujer. Destemplado por el relente se detenía en la taberna del Manco y bebía tres o cuatro copas de aguardiente para entrar en calor. Entonces se quitaba la manta y comenzaba a hablar mal de todo el pueblo, que no quería poner su firma al pie de la denuncia.
El campo estaba en plena y temprana floración y yo supe de pronto la gran noticia: Valentina había vuelto a su casa, aunque no había llegado aún la época de las vacaciones. Ensillé la yegua negra y me fui corriendo a mi pueblo. Pasé el puente al galope y me dirigí a mi antigua casa. La tía Ignacia y su marido me vieron llegar con alegría. Viendo la yegua sudorosa, el marido de la tía Ignacia exclamó, tomando las riendas:
—¡Dios me valga! ¿A quién ha encorrido usted por esos montes?
En mi pueblo decían «encorrer» por perseguir. La tía Ignacia le respondió por mí:
—Al mismo diablo, ha encorrido. Y lo ha enganchado por el rabo. Y no será la primera vez.
Hablaba ella feliz, mirándome de arriba a abajo:
—Yo no te pregunto a qué vienes, porque eso lo están pregonando las calandrias de poste en poste del telégrafo.
La miraba escrutador y ella se daba cuenta y añadía, bajando la voz:
—Anda, ladrón de caminos reales, que el gordo de las polainas no está.
—¿Cómo? —dije yo, iluminado.
—Se ha ido a Bilbao porque va a poner allí su oficina, según dicen. Anda, que allí está Valentina, toda para ti.
Salí sacando chispas de las pedreñas del suelo (así decía la tía Ignacia, después). Llegué en un instante a casa de Valentina, y ella salió a abrirme porque me vio desde el balcón. Valentina había crecido, parecía otra, pero en seguida comprendí que era la misma, que había pensado en mí y que me esperaba.
—¿Por qué no me escribiste? —le pregunté, después de besarla en la mejilla.
—Te escribí y me devolvieron las cartas.
Viendo que no estaba don Arturo, yo no acababa de creer en mi suerte. (Hay un Dios para los enamorados, pensaba). En un pasillo había varios cajones clavados y cerrados para enviar por ferrocarril, y uno abierto y mediado de libros: colecciones legislativas, enciclopedias, la Alcubilla; en fin, lo más indispensable de la biblioteca de don Arturo.
Doña Julia tardaba discretamente en aparecer, quizá para dar tiempo a nuestras efusiones, y abracé a Valentina y la besé en los labios suave y dulcemente. Dos veces sentí su respiración tibia contra el labio superior, porque el beso duró el tiempo de dos inhalaciones.
Al oír los pasos de doña Julia me separé, muy pálido. Valentina estaba, en cambio, roja como una manzanita.
Doña Julia, a pesar de su ánimo cordial y tutelar, no pudo evitar sin embargo una sombra de inquietud. Pero viendo a Valentina ir hacia ella, sonrió con una larga sonrisa que era para los dos: para Valentina y para mí.
Parecía pensar: «ya sé que peleas con tu padre con motivo o sin él, y que es posible que un día no seas el marido ideal para mi hija. Pero recuerdo que en la fiesta del bautizo de Valentina tu beso fue el primero y el único que recibió mi niña de una persona extraña. Aquel beso te da derechos, creo yo. Y esos derechos, Dios los bendiga. Hay cosas hermosas en la vida, pero no para todos. Sólo son para los que las merecen, de modo que mucho cuidado».
Todo eso creía ver en los ojos de doña Julia.
La dicha no podía ser completa y apareció Pilar. «Hola», me dijo, como si nos hubiéramos visto poco antes. Por decir algo yo le pregunté:
—¿Qué te parece eso de irte a Bilbao? Yo siento que vayáis a vivir allí. Cae lejos, Bilbao. ¿Cómo veré yo a Valentina?
—Vendremos los veranos, ¿verdad, mamá? —preguntó mi novia.
La madre no contestó y su silencio me dio mala espina. Pilar fingía buscar algo, lo encontró (un cestito de labor), protestó porque la casa andaba revuelta y ninguna cosa estaba en su sitio, y salió del cuarto. Yo estaba contento. El optimismo me rebosaba y todo el mundo me parecía digno de amor, hasta la misma Pilar. Le habría dado un beso en cada mejilla a Pilar y otro a la cocinera.
Como esperaba, doña Julia me invitó a comer.
Y nos dejó otra vez solos. Tenía que hacer y no quiso que la ayudáramos. Ella, Pilar y un empleado de la notaría iban apilando libros y poniéndolos en cajas.
Yo era otro. Veía de nuevo mi vida diáfana y clara. Todo era fácil. Aunque los chicos no solían acabar el bachillerato hasta los diecisiete años y yo sólo tenía quince y además me faltaban unas diez asignaturas que aprobar (todas las de los cursos quinto y sexto), dije a Valentina:
—Para septiembre habré aprobado el último año.
Estaba radiante, Valentina, y fue a decirlo a su madre. Oí a doña Julia que preguntaba:
—¿Pero no lo suspendieron en Zaragoza?
Y Valentina respondía muy segura:
—Eso decía Maruja en su carta, pero ¿sabes lo que te digo? ¡Que no creas una sola palabra de lo que dice Maruja! Tiene el pelo rojo. Y hay un refrán que dice: «Ni perro ni gato de aquel color».
Yo, al oírlo, recordé que Pilar era pelirroja y pensé que, seguramente había oído las palabras de Valentina. Esperé con el aliento contenido y sólo pude oír el ruido de un martillo contra un cajón de madera. Valentina iba a buscar sus cartas y volvía con ellas. Estaban atadas con una cinta y olían muy bien: «¿Sabes? Están perfumadas porque las guardo en una caja que ha tenido pastillas de jabón».
Yo, viéndola tan alta, pensaba: «ahora ya no iríamos al carrusel aunque estuviéramos en Zaragoza, ni ella descubriría su muslo ni yo lo rozaría con mi mejilla». Cada año las cosas cambiaban.
Me consideraba insolidario de los demás miembros de su familia. Al fin —pensaba— gente digestiva. El más digestivo era sin duda don Arturo. Después seguía Pilar y luego, en una manera más atenuada pero no menos real y verdadera, doña Julia. Ella una digestiva bienoliente. El notario y Pilar, no.
La desgracia de Valentina por haber nacido en el seno de aquella familia de gente digestiva, tenía que compensarla yo a fuerza de amor.
En aquellos días, si pensaba en los hechos sangrientos de Zaragoza, comenzaba a juzgar las cosas de otro modo. Checa era un iluminado objecionable, pero merecía respeto porque pagó con su propia vida. Y me avergonzaba yo (novio de Valentina) de haber sido su amigo, sin dejar de admirarlo. De pronto y sin transición, recordaba las cosas que Checa me había dicho de los burgueses en general, y no podía menos de sentirme agradecido y feliz. Entonces me ponía a pensar que si Valentina se hiciera anarquista como Luisa Michel, mis problemas quedarían resueltos. Me tomaría de la mano y saldríamos de su casa cualquier día juntos para siempre. Valentina dormiría a mi lado, yo sentiría su aliento en mi piel desnuda. No querría ni podría dormir de pura felicidad, para no perder un minuto de la inmensa gloria de ver y sentir a Valentina en mis brazos. Cuando mis ideaciones llegaban a este punto, cerraba los ojos y trataba de distraerme, porque me mareaba.
Así, pues, mi recuerdo de Checa por un lado era amargo y casi vergonzoso, y por otro, eficaz y casi glorioso.
Me prometí a mí mismo acabar el bachillerato en septiembre. Como fuera y donde fuera. Tal vez tendría que pactar con mi padre (que me odiaba sin duda o que yo creía que me odiaba). O quizá volver a casa de mi abuelo. En todo caso, yo debía demostrar a los demás y probarme a mí mismo que si me ponía a hacer las cosas en serio, podría hacerlas mejor que los otros y con menos esfuerzo. No estaba seguro de mi superioridad sobre mi padre, pero sí sobre el notario. En cuanto a mi abuelo, él pertenecía a otro mundo. No nos podíamos comparar. Él era como un viejo dios que en secreto bailaba el bolero para mí.
Valentina y yo íbamos y veníamos, y la cocinera nos miraba con una luz de ironía en sus ojos. Adivinaba yo que estaba pensando en la ermita de San Cosme, donde sólo se casaban las campesinas que estaban embarazadas. La mirada de la cocinera envilecía un poco mi amor, como lo habría envilecido la presencia del Bronco. O el nombre sólo del Bronco. Más valía no pensar en él.
Sin embargo, mirando a Valentina me decía: «No debo verla como un ángel, sino como un ser humano. Ni pensar que estamos en el cielo, sino en la tierra con todas sus impurezas». Y en aquellos momentos me sentía orgulloso de mi relación con Checa y con el Bronco, y de los secretos que conocía de la vida de Benito. Pensaba que podría hablar de aquello a todo el mundo, porque aquello era la vida. A todo el mundo, incluso a mi novia. Y también podría hablarles de mis discrepancias con mi padre (cuya frivolidad y cuyos errores en materia política y económica me parecían de pronto casi respetables).
A todo esto teniendo a Valentina a mi lado no se me ocurría preguntarle por su vida en Madrid. Cuando por fin le pregunté, ella me dijo:
—Todos creen que estuve en Madrid, pero estuve nada más en Chamartín de la Rosa, con mi tía la madre Rosaura.
No sabía Valentina que Chamartín de la Rosa es un barrio de Madrid, un barrio exterior.
Como las dos mujeres necesitaban ayuda, me quité la chaqueta y me puse a ayudarlas. Valentina, también. Yo acarreaba libros, me sentaba encima de las cajas para ayudar a clavarlas, preguntaba a mi suegra dónde debía poner tal o cual carpeta de papeles. Y todos trabajábamos.
Pilar era la única que parecía incómoda con nuestra presencia, pero no tanto como otras veces. Iba con un martillo y, como le gustaba clavetear y hacer ruido, ponía algunos clavos extras en las cajas que habían sido ya cerradas por el empleado de la notaría, un hombre de media edad que se había quitado la chaqueta, pero no el chaleco, y que llevaba gemelos con piedras relucientes.
Pilar se dio un golpe en un dedo, tiró la herramienta y se llevó el dedo a la boca. Yo dije, queriendo hacerme el gracioso:
—¡No sabes tú lo que molesta eso, Pilar!
Ella me miró de un modo inolvidable. Con un rencor antiguo y fermentado:
—Eres malo, tú —dijo muy convencida.
Me gustó la manera infantil de decirlo. Como una niña pequeña, lo dijo. Yo comprendí que mis palabras habían sido crueles. Pero me sentía feliz, y la gente feliz es o puede ser cruel.
Cuando recibía un paquete de libros de doña Julia, a veces le cogía las manos. Cuando me encontraba con Valentina a solas en la biblioteca, la besaba a hurtadillas y ella reía como un pajarito, y los dos teníamos la impresión de hacer algo prohibido y gustoso. Valentina aprendió a buscar pretextos para que nuestro encuentro se repitiera con frecuencia. Y me decía, muy extraña, abriendo grandes ojos:
—¿Sabes que me gusta que me beses, Pepe? ¡Quién iba a pensarlo!
Oh, la vida era gustosa y fácil. Y mía. Volvía a ser mía, la vida.
Algunos libros los tiraban a un rincón y mi suegra me dijo que se los daban al empleado de la notaría, a quien llamaban don Néstor. Uno de los libros era un compendio de derecho foral aragonés y otro un manual jurídico moderno, y como yo tenía en el sexto año de bachillerato un curso de derecho, dije a Valentina que me convenía leerlos. Valentina, sin más, los cogió y fue a ponerlos en la bolsa forrajera que mi caballo tenía al lado de la silla.
Luego vino a mi lado y nos reímos muy a gusto, porque todo lo que fuera tener ella y yo secretos nos parecía como en los tiempos de nuestra lejana infancia.
Los tomos del Alcubilla los ponía todos juntos y por eso había que advertir al dárselos a mi novia:
—Alcubilla.
Y Valentina los daba a su madre repitiendo la palabra deliberadamente mal. En lugar de Alcubilla —nombre del autor— decía «alcobilla» o «alcobita» y se reía ella sola, con eso. Su madre se reía también, contagiada.
Seguía Pilar con el dedo en la boca, y yo le dije desde mi escalera que si lo ponía en vinagre se le reduciría la inflamación. Me extrañó ver que me hacía caso y que se iba a la cocina.
Detrás de una fila de libros apareció una ratonera, una jaulita de alambres. Dentro había un ratoncito vivo y escuálido. El pobre debería llevar allí algún tiempo. Di a Valentina la ratonera, con un gesto de secreta inteligencia, y ella se la dio a su madre, diciendo:
—Alcubilla.
La madre se llevó un gran susto. Yo dije que el animalito debía tener hambre y sed, y la madre me miró como si estuviera loco. Nadie quería tocar la ratonera y yo la llevé al jardín. Allí abrí la trampilla y el ratoncito salió alegremente y se escapó. Valentina, al oír hablar de la sed del ratón se acordó de mi caballo y fue a buscar el cubo. Nos entretuvimos en aquella tarea. Cuando oímos a la madre gritar nuestros nombres, fuimos corriendo. Valentina se disculpaba:
—Es que estábamos dándole agua.
—¿Al ratón?
—No, al caballo.
—¡Mira tú que darle agua a un ratón! —decía Pilar, acabando de vendarse el dedo—. ¡Y con un cubo!
—No es verdad —dijo Valentina.
—¡Yo lo he visto!
—Era al caballo —protestaba Valentina.
Estuvimos trabajando toda la mañana. A la hora de comer, don Néstor se lavó las manos, se puso la chaqueta, dijo que volvería después de la siesta y se marchó haciendo una inclinación grave para doña Julia.
Poco después fuimos a comer.
Había que lavarse las manos, y en el baño estuvimos Valentina y yo juntándolas en el agua y jugando con una pastilla de jabón que se nos escapaba entre los dedos. En aquellos contactos resbaladizos había cierta voluptuosidad.
Seguía riendo Valentina con el menor pretexto, cosa rara porque solía ser reflexiva y silenciosa. Yo veía que su madre se alegraba también con aquellas risas sin motivo de su niña. Es decir ¿sin motivo? El motivo era yo.
Por mi parte me sentía tan dueño de mí y tan liberado que durante la comida decidí ser del todo franco y contarles a aquellas mujeres mi vida en Zaragoza, ocultando sólo mis relaciones con Checa y sus amigos. Declaré paladinamente que era práctico de farmacia (la expresión mancebo de botica, aunque estuve a punto de decirla varias veces, no fui bastante valiente para dejarla salir de mi pecho) y que podía vivir sin ayuda de mi padre. Confesé que mi familia había bajado de nivel a causa de los malos negocios de mi padre (a quien me permití proteger diciendo que era demasiado generoso y que le faltaba —esta era una frase de Felipe Biescas— duplicidad y astucia). Yo haría mi carrera solo y sin ayuda de nadie. Cuando más enfática era mi voz, se oyó la de Pilar:
—De esas cosas, la verdad, no se habla en la mesa. ¿Verdad, mamá?
—¿De qué cosas? —decía doña Julia, extrañada.
Yo entonces seguí hablando de las aventuras en el instituto de Zaragoza, de las huelgas que no había organizado, pero me hicieron pagar a mí y, en definitiva, de lo poco que me importaban las medidas disciplinarias, porque (repetía una vez más) terminaría el bachillerato cuando quisiera. Pilar no me creía, su madre quería creerme y Valentina me miraba con sus grandes ojos, orgullosa de mí y esperando que dijera más cosas, fueran o no verosímiles, para darle ocasiones de estar de acuerdo conmigo.
Dije entonces que había estado enfermo en Zaragoza y que preferí ir a reponerme en casa de mi abuelo, me puse a hablar del pueblo vecino como si fuera un lugar remoto de la India o del Turquestán. La verdad es que se trataba, como he dicho, de un pueblo muy diferente del nuestro.
Conté que mi abuelo tenía noventa y tantos años y todavía hacía la vida ordinaria y habitual. Estuve pensando si contar o no que había bailado el bolero para mí cuando yo era un niño, pero decidí callarme.
Hablé largamente de otras cosas, incluso del boticario con sus botas amarillas, que crujían de un modo u otro para anunciar la lluvia. Me escuchaban todos, hasta Pilar. La doncella, a veces, en lugar de irse a la cocina con los platos, se quedaba en la puerta para oír el final de una frase mía.
Pregunté a mi suegra si mi abuelo era cliente de don Arturo, y ella me dijo que todo el mundo en la comarca lo era, porque no podía haber más que un notario y a él tenían que acudir todos. Mi abuelo había ido dos o tres veces a hacer escrituras de compra de tierras para pastos. Siempre a comprar y nunca a vender.
Valentina decía cosas que no eran ya infantiles. Por ejemplo, yo había hablado de la máscara de Benito, es decir, de la mascareta de carnaval, y Valentina decía que si era milagro no veía cuál era la utilidad (es decir, el carácter y significado del castigo). La cara del criminal se convertía en la máscara misma del carnaval, pero ¿para qué? El hecho de cambiársele a él la forma de la cara no era una denuncia. Así, pues, ¿por qué aquella transformación?
Doña Julia me quitó la palabra de la boca, diciéndole:
—Es un castigo para que se acuerde y sufra y se arrepienta.
Yo decía que si mosén Joaquín viviera, nos explicaría el caso mejor, y miraba a mi novia, que no podía comprender que el arrepentimiento pudiera ser una expiación, porque tampoco podía entender el crimen. Ningún crimen. Yo dije que todo aquello había sucedido antes de nacer Valentina, y por eso no podía comprenderlo. Después de estar ella en el mundo, las cosas eran diferentes y no podían suceder monstruosidades como aquellas. Su madre me miró conmovida. El tema, en todo caso, resultaba incómodo. Por eso tal vez doña Julia cambió de conversación y dijo que en el colegio de Chamartín de la Rosa había tenido Valentina calificaciones muy buenas.
—Eso es verdad —saltó Pilar— pero a su edad no tiene importancia, porque no estudian todavía en serio.
Decía Valentina que Bilbao era una ciudad grande con tranvías y barcos y submarinos que andaban por las calles. Doña Julia intervino:
—Vamos, Valentina.
—Confundes —dijo Pilar— Bilbao con Venecia. Y has tenido buenas notas en Geografía. Así va el mundo.
Aquella expresión de Pilar —«así va el mundo»— me pareció graciosa.
—Yo he visto fotos de Bilbao —dije, y era mentira— con mástiles de barcos entre las casas. Porque allí está la ría que entra en la ciudad y da la vuelta entre los distintos barrios, y en la ría hay barcos anclados, de modo que si tú no lo sabes, Pilar, lo siento por ti, pero lo que dice Valentina es verdad. Los barcos andan por dentro de la ciudad, digo, en Bilbao.
En el silencio que sucedió a mis palabras se oyó a la cocinera que decía a la doncella, refiriéndose a mí:
—Se enfada ya como un señorico.
Yo me ruboricé, y todos se dieron cuenta. Pilar me miraba de reojo, burlona, y yo pensé: «Ojalá te cases con un tipo como el Bronco». Ella volvía a mostrar los dientes:
—Es que tú, Pepe, vienes con unas conversaciones que se diría que eres una persona de mal vivir. Que si los crímenes de Zaragoza, que si los de Benito, que si la máscara, que si está loco o no lo está. A nosotros ¿qué nos importa eso?
—En casa de un abogado no creo que esas conversaciones estén fuera de lugar —dije.
—Los notarios —explicó Pilar, altiva— no se ocupan de problemas penales, sino civiles.
Yo me sentía poderoso y deseaba mostrar mi poder. Lo mejor sería exagerar la nota en el sentido del «mal vivir», para molestar a Pilar. Bien, yo hablaba, no sólo de los crímenes de Benito y de la mascareta de carnaval, sino de los sucesos del cuartel del Carmen de Zaragoza. Y sintiéndome un poco fuera de mí y sin control, conté lo sucedido con todos los pormenores y dije que conocía a los fusilados. Saqué recortes de periódicos (porque vi que Pilar no me creía) los mostré y leí algunos.
—Un loco —dijo Pilar, refiriéndose al Checa—. Como era jorobado, odiaba a la humanidad. Eso es lo que yo leí en el periódico.
—Eso dices ahora, pero si la sublevación hubiera triunfado, como en Alemania o en Rusia ¿qué dirías? Dirías que Checa era un genio y que, a pesar de su joroba, era hermoso. Pues bien, yo lo digo en todos los casos, porque era un hombre inteligente y puro. Para hacer ciertas cosas, hay que ser un hombre o una mujer puros. Tú, por ejemplo, no podrías nunca compararte con Luisa Michel.
Valentina añadía, feliz:
—¡Claro que no!
Miraba doña Julia a Valentina, extrañada de que conociera aquel nombre, y yo continué y dije todas las cosas que normalmente debería haber callado. No comprendo ahora por qué hablé tanto y tan inadecuadamente. Tal vez porque de un modo inconsciente quería reducir a alguna clase de congruente unidad mi vida contradictoria de aquellos días. Y hablé del príncipe Kropotkin y de otros grandes hombres de cultura superior que pensaban como yo. El príncipe Kropotkin, sobre quien yo había escrito y publicado un artículo en Zaragoza. Era alguien aquel príncipe, era amigo del emperador de Rusia, y sin embargo prefirió la amistad de los pobres y los revolucionarios.
—Al emperador de Rusia y a su familia los han asesinado —dijo Pilar.
—Es lamentable —dije yo—, pero ¿qué otra cosa podían hacer los revolucionarios?
—Claro —dijo Valentina—, los mataron y bien muertos están. Es lamentable, pero ¿qué se le va a hacer?
La madre palideció un momento. Pilar se quedó con la boca abierta y yo volví a hablar para cubrir el asombro de ellas:
—Lamentable, pero inevitable, como dice muy bien Valentina. Kropotkin era un hombre superior y un hombre puro. Si Pilar no lo sabe, tanto peor para ella, que ignora también lo que es la ría de Bilbao. A mí me suspendieron en Zaragoza en las cuatro asignaturas del curso quinto porque había escrito un artículo en favor de Kropotkin (lo saqué del bolsillo y lo puse en la mesa, dando un golpe). Entonces entré en relación con Checa y los suyos, que eran personas muy superiores a las que trata Pilar y entre las cuales Pilar sería un cero a la izquierda. Y si intervino o no intervine en la sublevación, es cosa que yo sé y nadie más, y no voy a decirla a todo el mundo con la excepción de Valentina y doña Julia, que merecen mi confianza.
Pilar se levantaba de la mesa:
—¡Tu confianza, bah! ¿Quién te ha pedido a ti tu confianza? —y hacía un gesto de supremo desdén.
Yo también me levanté.
—No pidiendo mi confianza demuestras ser muy prudente, Pilar.
Doña Julia me miraba como a un ser verdaderamente peligroso —era lo que yo buscaba— y decía, con una voz tranquila:
—Puesto que al parecer merezco yo tu confianza, dime, Pepe. ¿Interviniste de veras en la sublevación?
—No, al menos en nada importante. Pero la policía cree otra cosa.
—¡La policía! —gruñó Pilar, incrédula—. La policía no pierde el tiempo con niños.
Yo alcé la voz:
—En el ayuntamiento de este pueblo y en el de al lado hay comunicaciones secretas de la policía de Zaragoza en relación conmigo. El secretario me lo dijo y a mí no me extraña. Así, pues, se diría que estoy escondido en casa de mi abuelo esperando que amaine el temporal para ir a Teruel a terminar mi bachillerato y a hacer después lo que yo tenga por conveniente. Porque en Teruel, como en todas partes, hay mucho quehacer. No son las conferencias de san Vicente de Paúl las que resolverán el problema social. No son esas viejas urracas, larvas del pecado, sino hombres valientes como Checa y otros. Eso es. Y si soy un niño todavía, como dice Pilar, pues en ese caso puedo decir que la policía se ocupa de los niños y a veces les tiene miedo la policía.
El silencio que siguió a mis palabras me impresionó a mí mismo. Y quise poner el toque final:
—Porque Jesús era anarquista. El primer anarquista que ha habido en el mundo. Y muchos que lo veneran en la iglesia lo volverían a crucificar si lo encontraran en la calle.
—Hijo ¿qué dices de Jesús? —preguntaba doña Julia.
—Jesús era anarquista.
—Yo también lo soy —dijo Valentina, con una especie de condescendencia.
Pilar había salido del comedor y yo alzaba la voz para que llegara hasta ella dondequiera que se encontrara. «Además san Pablo, a quien las beatas veneran, escribió y así está en la Biblia, que el que no trabaja no tiene derecho a comer». Como el almuerzo había terminado, doña Julia quiso aprovechar aquella oportunidad para liquidar el escándalo:
—Pepe, eso me recuerda que tenemos que seguir poniendo libros en las cajas. Si san Pablo tenía razón, hay que obedecerle ahora mismo.
Se levantó y salí con ella. Doña Julia trataba de tomar las cosas a broma, pero no lo conseguía del todo. Mientras íbamos a la biblioteca, me tomó del brazo y me dijo, muy seria:
—¿Eso que dices de la policía es verdad? ¿Sí? Pero hijo, eso es grave.
—Todo es grave o leve, según como se mire.
—Yo tengo que mirarlo como madre de Valentina que soy.
—No se preocupe, porque para hacer feliz a la mujer que uno quiere —añadí muy inspirado— no es preciso encerrarse entre cuatro paredes a acumular dinero y a comer a dos carrillos, ni tener vientre, ni calzar polainas. La mujer es feliz con el hombre, lo mismo en un país extraño y en el exilio que en la prisión.
Ella suspiraba y decía: «Es posible, pero tienes suerte, Pepe, de que no está mi esposo en casa. La verdad es que te habría roto un hueso. Y yo te curaría pensando en mi fuero interno que don Arturo tenía razón». Yo pensaba: «Claro, doña Julia es una esposa fiel y no puede hablar de otra manera en ausencia de su marido». Pero fingí no haber oído y me puse a trabajar. Valentina discutía en el comedor con Pilar. Entretanto, doña Julia y yo íbamos empaquetando libros y hablando de otras cosas. Ella sacaba temas diferentes, pero yo volvía siempre a lo mismo.
Las mujeres juzgan a los hombres al margen de la circunstancia social, es decir, como en los lejanos tiempos de las cavernas o de la selva virgen.
Y doña Julia me miraba —anarquista o no— con cierto respeto involuntario. Era lo que yo buscaba. Al cambiar de tema, doña Julia dijo:
—Tus viejos amigos se mueren, Pepe. ¿Te acuerdas de Clara la del callejón de las Monjas? Pues se murió ayer, Dios la tenga en su gloria.
Yo dejé un paquete de libros en las manos de doña Julia y me quedé contemplándola:
—¿Murió Clara, la prima del obispo? ¿Lo sabe Valentina?
—Sí, ella fue quien me lo dijo anoche.
Valentina no me había dicho nada porque, al parecer, cuando mi novia y yo nos encontrábamos olvidaba todo lo que no fuéramos ella y yo. Olvidaba hasta la muerte de Clara.
La gente de mi infancia moría igual que habían muerto los gatos de mi casa y el caballo viejo. Entre los pájaros que me veían en el jardín del notario, quizá no había uno solo de los dulces tiempos de nuestra infancia.
Eso me daba tristeza, pero después de haber hablado de la policía y de mis aventuras, me sentía más fuerte que mis nostalgias.
Llegó el empleado de la notaría y, mientras se quitaba la chaqueta, dijo:
—La gente está acudiendo al callejón de las Monjas para ver a Clara muerta. Generalmente, a las mujeres de edad avanzada, aunque sean solteras las entierran con ataúd negro ¿no es verdad? Pues yo vi que llevaban a casa de la Clara un ataúd blanco lleno de sedas rizadas y de cristalinos colgantes y cintas. Y me han dicho que ella lo dispuso así en su testamento.
El ataúd blanco era el ataúd de las vírgenes.
Doña Julia sonrió y dijo: «La Clara, siempre la misma. La verdad es que cada uno muere como ha vivido. ¡Ataúd blanco! ¡Qué te parece, a sus años!».
Yo pensé que debíamos ir al entierro. La Clara había dicho cosas amables al vernos pasar a Valentina y a mí cogidos de la mano. Ella, desde su balcón, con la flor en el pelo. Nunca olvidaba yo aquella voz conmovida y tierna con que exclamaba para sí: «¡Míralos, que parecen dos tortolitos!». Otras veces decía: «Dos esposarios en pequeño». Llamaba esposarios a los novios comprometidos para casarse.
Más que las palabras, lo que recordaba yo era la entonación llena de natural amistad y complacencia. Era como un arrullo de paloma. Cuando hablaba mal de mi padre y decía que le robaba parte del dinero de su pensión, parecía un poco loca, la pobre.
Fui a ver a Valentina, que seguía en el comedor ayudando a Pilar a limpiar cubiertos de plata, y le dije:
—Creo que deberíamos ir mañana al entierro de Clara.
Valentina tenía algún recelo:
—Pilar dice que Clara era una bruja.
Declaré que aquello era una boba superstición, fuimos en busca de su madre y le expuse el caso.
—Pero, hijos. Comenzáis a ser demasiado grandes para ir solos.
—Puede venir la doncella —dijo Valentina—, porque yo le oí decir que le gustaría ir al entierro.
La doncella acudía secándose las manos:
—Yo dije que me gustaría ir, para estar segura de que metían en su sepulcro a la Clara y no podía salir volando en una escoba.
—Bueno, en todo caso —decidió doña Julia—, mañana a las nueve irá usted con Valentina al entierro.
—¿Nos quedaremos a los funerales? —preguntó la doncella—. Porque a lo mejor, como era prima del obispo, tendrá funerales.
—No sé. Haga como digan los chicos.
Mi suegra me llevó aparte y me dijo:
—Mira, Pepe, tú estarías bien si no fueras tan extravagante. Allí donde estás te significas por una razón u otra, y a los pocos minutos todo el mundo mira en tu dirección. Y cuando todo el mundo espera que digas o hagas algo notable, lo único que se te ocurre es decir que Jesús era anarquista y que los demás, es decir, todos menos Valentina y tú, son gente digestiva.
—Usted tampoco lo es.
—Gracias, pero ¿por qué no tratas de pasar desapercibido en la vida?
En aquello podía tener razón.
—Es que la vida… —comencé otra vez, con el aire de quien tiene muchas cosas todavía que decir.
Ella hizo un gesto de desesperación. Comprendí que debía gratitud a mi suegra y me callé. Aunque parezca raro, el hecho de estar con Valentina no me daba valor físico, sino que me debilitaba de algún modo. Me daba valor, Valentina, en su ausencia. Pensando en ella, sería capaz de hacer alguna proeza difícil. Estando juntos, me sentía sólo enamorado e inerme. Es verdad que la mujer que amamos nos quita energías en un sentido, aunque nos las da en otro. Tal vez es así con todas las cosas de la vida.
Pasé el resto de la tarde con ellas y por la noche fui a dormir a mi casa vacía. Me acosté en la cama grande y estuve viendo arder el fuego de la chimenea.
Tardé en dormirme. Me levanté dos o tres veces. Vi desde la ventana las estrellas de la Osa Mayor, que me recordaron las intimidades de Valentina (el día de nuestros juegos a las canicas), y al oír rumores en la escalera, salí a investigar. Valientemente.
Debían de ser las ratas. Estando Valentina en el pueblo y habiendo yo pasado el día con ella, no tenía miedo. Los fantasmas de la noche podían hacer crujir los muebles, el viento podía gemir en lo alto de la chimenea, los gatos hacerse la corte en los tejados y las ratas buscar calcetines viejos para sus nidos. Me dormí dulcemente pensando en mi novia.
Desperté hacia las siete, con la impresión de que tenía que hacer algo importante y divertido. Por una razón u otra, la muerte y el entierro de Clara no tenían para mí dramatismo alguno.
La circunstancia de que Clara fuera pariente del obispo, me hacía pensar que no tendría graves dificultades en el otro mundo.
Tal vez habría para ella un balconcito con tiestos floridos donde el sol del más allá luciría ni frío ni caliente. Yo creía entonces, como creo ahora, que hay un más allá donde las luces son como las de nuestros sueños, unas luces no justificadas por ninguna estrella, salidas del fondo de nuestros recuerdos o de nuestras esperanzas. Una luz como esas que vemos a veces en el atardecer, los días de tormenta, cuando todas las cosas producen sombras que no son negras, sino de un gris ligeramente plateado.
A las ocho y media fui a buscar a Valentina, y la encontré ya vestida esperándome. Pilar y su madre llevaban dos horas trabajando con los libros de don Arturo.
Era una mañana plácida, con un gran cielo azul y olores de primavera en el aire.
La doncella y yo nos tratábamos como personas adultas. Y los dos hablábamos a Valentina sin darnos cuenta como si fuera una niña, es decir, con cierta dulzura protectora.
Para Valentina igual que para mí, el entierro de Clara era un juego y una diversión. No podíamos disimular nuestro gozo. Ahora pienso que todo aquello era posible por ser blanco el ataúd. Si hubiera sido negro, tal vez no habríamos ido.
Caminábamos de prisa como si nos faltara tiempo. En el pueblo había un silencio matinal de domingo y de vez en cuando se oía el cimbal grande de Santa Clara que daba una campanada larga y vibradora. Después, cuando la vibración cesaba, se oía el cimbal pequeño que daba dos campanadas ligeras y secas. La torre de Santa Clara tocaba a muerto y después, cuando llevaran a nuestra amiga a la parroquia grande, tocarían las campanas de la alta torre que se oían a más de quince kilómetros de distancia. Yo creía haberlas oído desde la torre de Sancho Abarca, pero no lo juraría porque mis oídos y mis ojos obedecían entonces a mi fantasía más que a la realidad exterior.
De la torre llegaba aquel indeciso y tímido doblar que realmente parecía una alusión a la muerte, pero una alusión sin dramatismo. Escribiendo ahora estas notas, recuerdo que aquellas alusiones a la muerte (de la torre de Santa Clara) eran ligeras y poéticas. Era como si los ángeles de las potestades cantaran a coro:
quando caeli movendi sunt et terrae
con los labios distendidos por la sonrisa. Ya es sabido que cuando la gente habla o canta al mismo tiempo que sonríe, lo que dice toma una tonalidad diferente.
Así cantaban las potestades para Clara.
Y así tocaban las campanas. Cuando llegamos al callejón de las Monjas, vimos mucha gente esperando. Nos abrimos paso. La doncella no tenía ganas de entrar en la casa y se quedó fuera.
En el patio, en el que no habíamos estado nunca, había, como suele suceder cuando alguno se muere, una mesita con un tintero, una pluma y dos o tres pliegos grandes de papel que se iban llenando de firmas. Como es de suponer, la mayor parte de la gente que acudía al entierro no lo hacía por Clara, sino por dar una prueba de respeto y estimación al obispo.
Valentina hablaba en voz baja y miraba con grandes ojos, un poco asustada. Escribió su nombre, luego tomé la pluma de su mano y escribí yo el mío. Tenía entretanto la impresión de que estaba Clara detrás de mí, mirando nuestras firmas por encima de mi hombro y riendo como siempre para decir:
—Con lo que a mí me roban de la pensión de mi primo el obispo, le han hecho por fin al galancico pantalones largos.
Estábamos al pie de la escalera y no sabíamos si subir o no. En el aire había un olor de flores marchitas, en el cual yo sentía la presencia del misterio.
En los ojos de Valentina había el temor de que fuera necesario subir y ver a la Clara tendida y amortajada. La verdad es que a mí tampoco me gustaba y cuando íbamos a salir a la calle, vimos que bajaba la vecina viuda (la que solía sacar a la terraza las ropas del difunto marido cuando soplaba viento del norte). Iba enlutada y aunque no lloraba, llevaba un pañuelo en la mano.
Al vernos, se nos acercó y dijo, con una expresión de satisfecha condolencia:
—Subid, hijos míos. La pobre Clara parece que tiene veinte años menos.
Subimos y en lo alto de la escalera, en el mismo rellano sobre dos banquillos, estaba el ataúd destapado. Junto a él, en el suelo, se veía la cubierta blanca. Todo era blanco: la cruz forrada de seda, las franjas que colgaban alrededor con flequitos rizados, las cintas, el pequeño bastidor del que salían cuatro palos horizontales para los que iban a llevar el ataúd. Todo blanco. A un lado del féretro había tres mujeres enlutadas sentadas en un sofá. Al otro lado, dos hombres en sillas de respaldo alto. Parientes y vecinos: el duelo.
Valentina y yo no esperábamos hallar el cuerpo de Clara tan cerca ni tan pronto, y nos quedamos un momento confusos. Es verdad que Clara parecía una doncellita. Vestida de blanco, tenía las manos juntas y en ellas una rosa natural. En cuanto a su expresión, era de una placidez impresionante. «Lástima —pensé yo— que no haya subido la doncella de Valentina porque, si viera a Clara muerta, no volvería a pensar que era bruja».
Parecía una muñeca grande, un poco demasiado grande para jugar con ella.
Hice lo que vi hacer a otros. Me incliné un poco ante las personas del duelo y dije la frase habitual:
—Les acompaño a ustedes en el sentimiento.
—Gracias —dijeron a coro ellas y ellos.
Quiso Valentina repetir mis palabras, pero lo dijo aturdida:
—Yo también acompaño a ustedes en el pensamiento.
Y luego quiso rectificar pero decidió que no valía la pena, porque le habían dado también las gracias igual que a mí.
Fuimos bajando y tuvimos que hacernos a un lado para dejar pasar a cuatro hombres enlutados que subían. Eran los portadores del féretro. Uno de ellos llevaba un atornillador en la mano. Cuando pasaron, Valentina me dijo, con los ojos muy abiertos:
—¿Has visto? Llevan un atornillador.
Yo dije que era para ajustarle los tornillos a la pobre Clara, pero me apresuré a aclarar:
—Digo, los tornillos del ataúd ¿comprendes?
No ponían clavos, sino tornillos, porque de ese modo no había que clavetear con un martillo, lo que siempre resultaba un poco irrespetuoso para el muerto.
Al salir, encontramos a la doncella que esperaba, aburrida. Valentina, un poco ebria de su propio atrevimiento, dijo que había subido, que la Clara parecía estar dormida, era más bonita que nunca y sonreía dulcemente.
—Ya lo sé, ya lo sé —decía la doncella— pero a mí esa sonrisa de los muertos me escama. ¿Puede alguno alegrarse de haberse muerto? Ah, que no me vengan a mí con esas.
Propuso la doncella ir a la iglesia y esperar allí a la comitiva. Se veía que no le gustaba la idea de ir detrás del ataúd por las calles, mezclada con la masa de los campesinos. Valentina me miró buscando una respuesta, y yo dije que iríamos acompañando a la pobre Clara, con la demás gente.
La doncella se apoyaba en un pie o en el otro, resignada. Llegaba más gente. Al lado de la puerta se veía un hombre grande, cargado de espaldas, con la expresión de no haber dormido bastante o de haberse emborrachado la noche anterior. Aquel hombre llevaba un trombón enorme, reluciente y limpio.
—¡Qué te parece! —dijo la doncella extraña—. Le dan a la Clara entierro de piporro.
Aquella distinción no la tenía todo el mundo.
Por fin llegaron dos curas precedidos por un sacristán con sotana y roquete, que llevaba una cruz alzada. Los curas iban también con los ornamentos del caso, y los dos monaguillos con la cubeta del agua bendita y el hisopo.
Al llegar a la casa, los curas comenzaron a rezar a coro. Luego se oyeron murmullos dentro y la doncella dijo en voz baja, muy excitada.
—Ya la sacan.
Estábamos los tres apoyados en el muro de enfrente, que daba por cierto al corral exterior de mi casa. Entre nosotros y la casa de Clara se instalaban en semicírculo los curas con el sacristán y los monaguillos. El hombre del trombón acomodaba el instrumento y parecía prepararse a soplar.
Apareció el ataúd llevado por cuatro hombres. En aquel momento los curas comenzaron a cantar a coro. El trombón los acompañaba dando crudas notas que en la callejuela sonaban como los bramidos de un dragón. Los hombres se quitaron los sombreros.
De un modo espontáneo se organizó la marcha. Delante, el sacristán con la cruz alzada y un monaguillo al lado. Detrás, el féretro. Habían elegido mal a los portadores, que eran de estaturas diferentes, y el ataúd iba un poco desnivelado. La pobre Clara debía llevar los pies más altos que la cabeza, y tal vez estaba dando con ella contra la madera.
Iban detrás los hombres que habíamos visto en el rellano poco antes. Parientes de Clara. Luego, los curas revestidos y el segundo monaguillo con el cubo y el hisopo.
El hombre del trombón acompañaba con sus bramidos la canción de los curas. Estos daban poco volumen a la masa de sus voces y el trompón con sus po-po-po se acomodaba más o menos a la melodía. Al oír el trombón, acudían por las calles transversales algunas personas, corriendo. Apareció también delante de un grupo una oca desorientada, que se puso a caminar detrás de las personas que formaban el duelo. Ver la oca sola caminando en medio de la calle con una gran solemnidad y delante de los curas era de veras gracioso.
Blanca la oca como el ataúd de Clara, parecía haber sido puesta allí a propósito.
La doncella miraba al hombre del trombón como si envidiara aquella distinción a la Clara. «Todo eso por una miserable brujas», parecía pensar.
No lejos de mí vi a la antigua niñera mía que solía venir a mi cuarto a abrir la ventana o a cerrarla, y se acercaba a mi cama y me hacía caricias muy íntimas cuando yo era pequeño. Era la que me decía después: «No lo digas a nadie porque si lo dices haré san Miguel».
Como dije en otra ocasión, yo no sabía lo que era hacer san Miguel y la imaginaba con alas y una espada en alto y un pie desnudo sobre el vientre del dragón.
Ver aquella muchacha tan cerca y casada y con su marido me producía una impresión rara, en el fondo de la cual había como un secreto escándalo.
Naturalmente yo pensaba: «Ahora ella es mayor y yo también, y si estuviéramos solos como entonces nos conduciríamos de una manera bien distinta». No niego que esa posibilidad me halagaba, pero al mismo tiempo me hacía sentirme culpable teniendo al lado a Valentina. Pensando que si alguien me hacía caricias como aquellas debía ser Valentina, la miraba y ella sonreía con una expresión familiar y sumisa, parpadeando por coquetería.
La idea de que Valentina me hiciera aquellas caricias me parecía lejana e irreal. Hubo un tiempo en que pensaba en Valentina como en las imágenes de las dobles planas de las revistas galantes, y eso me parecía encantador e intolerable. Quizá por la costumbre de ver identificado el amor carnal con los niveles canallas de la vida, Valentina no debía mezclarse en aquellas cosas. Aquel día pensaba que si Valentina se mezclaba en ellas, entonces el llamado vicio se convertiría en una circunstancia no sólo virtuosa sino divina.
Nada podía ser canalla si intervenía Valentina. La palabra canalla venía probablemente de canis, de perro. (Yo sabía mi latín). Cuando Valentina acariciaba a un animal, cualquiera que fuera, este quedaba ungido de alguna cualidad celestial.
En el entierro de la Clara y bajo los bramidos del hombre del trombón, la presencia de la san Miguelita parecía un raro epigrama.
Seguía solemnemente la oca detrás del cortejo y, de vez en cuando, estimulada quizá por el hombre del trombón, daba también su cuá-cuá. Valentina reía a carcajadas y apoyaba su cabecita en mi brazo.
Pero no fue ese el único incidente pintoresco. Al llegar a la calle Mayor sucedió algo inesperado. Una parte de la gente que seguía detrás del ataúd echó a correr en distintas direcciones al mismo tiempo que una voz alarmada gritaba: «¡Quietos! Esténse quietos». Valentina y yo nos quedamos donde estábamos, sin saber lo que sucedía. La doncella también, aunque pálida de emoción y dispuesta a correr al menor indicio. Alguien dijo a nuestro lado: «Un toro de la Ripamilán, que anda suelto». La ganadería de la Ripamilán era de toros bravos de lidia. Y apareció el animal negro en el centro de la calle y no lejos de donde estábamos nosotros, en medio del claro dejado por los fugitivos. La doncella decía que aquello era una brujería que hacía la Clara después de muerta.
Casi toda la gente del entierro había huido. Quedaban los cuatro hombres con el ataúd blanco, y los curas y los monaguillos y el sacristán y la cruz alzada.
Nosotros nos apartamos poco a poco hasta quedar pegados al muro. Valentina muy cerca de mí. El toro estaba a menos distancia del ataúd que de nosotros, y por fortuna no miraba en nuestra dirección. Es decir, miró una vez y yo cubrí con mi hombro a Valentina.
La calle, que era muy ancha, estaba del todo desierta, con excepción de los portadores del ataúd blanco y las personas del servicio religioso.
—¡Quietos! —gritaba otra vez alguien desde no sé dónde.
Los toros acuden a todo lo que se mueve. Estábamos inmóviles como estatuas y la doncella dijo:
—Ya sabía yo que tenía que pasar algún desavío.
Los del ataúd blanco estaban atentos a vigilar el toro. El ataúd se desnivelaba y cayó un ramo de flores al suelo. Este movimiento llamó la atención del animal. El hombre del piporro había dejado de soplar. ¿Cuánto tiempo estuvo el animal (piel negra, ojos negros, pezuñas negras, cuernos negros, un poco más claros en los extremos) mirando al ataúd de Clara y a sus portadores?
Valentina se apretaba contra el muro como si quisiera incrustarse en él. La doncella quería salir corriendo. Yo le dije en voz baja: «Por mucho que corras, el toro corre más y te alcanzaría antes de llegar a la esquina». Pensaba entretanto que si tuviera una capa, un trapo como defensa, todo podría ser más fácil —en caso de que el animal se fijara en nosotros—. Pregunté a la doncella, siempre en voz muy baja: «¿Cuántas faldas llevas?». Ella preguntó a su vez, extrañada: «¿Y eso qué tiene que ver?». Yo repetí y ella dijo impaciente: «Otra que moler, las que llevo mías son». Yo, sin quitar la vista del toro, dije: «Si tienes más de una falda, quítate la de encima y dámela». Ella se sentía ofendida: «Otra qué rediosla, es una basquiña nueva que estrené el día de Sancho Abarca».
No había solución por aquel lado. La doncella estaba dispuesta a dar la vida antes que la falda nueva.
En aquel momento, la voz que nos mandaba estarnos quietos volvió a sonar mucho más cerca. El que hablaba iba a caballo y se quedó esperando en la bocacalle. Poco después se oyeron cencerros lejanos y el jinete dijo:
—Son los cabestros, pero no se muevan que el animal no hará nada.
De espaldas al toro los del ataúd parecían congelados. El cura, el vicario, los monaguillos y el sacristán tenían la misma actitud de estatuas. Un mismo pánico nos inmovilizaba. En lo alto sonaban las campanas doblando a muerto. Yo vi que el sacristán cambiaba de posición, dispuesto probablemente a usar la cruz como defensa si el caso llegaba.
La criada murmuraba algo todavía en defensa de sus faldas.
El toro oía los cencerros de los mansos cada vez más cerca, pero, seguía interesado en el ataúd. Y comenzó a caminar tranquilamente en la dirección de los curas. En aquel momento, el jinete se alzó en los estribos y gritó:
—¡Toro! ¡Eh, toro!
El animal se detuvo y volvió la cabeza. Por la manera de sonar los cencerros se podía deducir que los cabestros llegaban corriendo y estaban ya cerca.
Algo sucedió entre nosotros y el toro se volvió en redondo, con una rapidez que a mí me sorprendió porque no parecía que fuera tan ágil. La doncella ahogó un grito y yo cubrí con mi cuerpo el de Valentina. El toro nos miraba a los dos y avanzó un poco en la dirección de la doncella, pero evidentemente no por ella, sino porque oyendo los cencerros, hacía movimientos desorientados y al azar.
Los cabestros tienen sobre los toros un poder y una influencia de veras misteriosos. En cuanto aparece un cabestro, el toro bravo pierde su pugnacidad y se hace inofensivo. Todo lo que quiere el toro es pegar su flanco al del cabestro y marchar con él, pacíficamente. Fue por fortuna lo que sucedió. El toro lanzó un mugido que hizo estremecerse a Valentina detrás de mí, y salió decidido al encuentro de sus hermanos tutelares, trotando.
Una cosa ocurrió que compensó la dramática aparición del toro: la oca. En la confusión se la vio aparecer de nuevo, un poco atropellada por la comitiva del entierro. Los curas volvieron a cantar con un acento tembloroso y flojo, y el hombre del piporro a soplar también, ahora a pleno pulmón.
Ya tranquila, nuestra doncella recomenzó con su cantilena: la Clara había tenido suerte, si no en su vida, por lo menos en el entierro.
Cuando nos acercábamos a la plaza, una viejecita gritó desde una esquina, con un acento que podía ser de risa o de llanto:
—Adiós, Clara, que bien fachendosa fuiste siempre. Dios me valga, que todos salen a verte, hasta el toro malo de la Ripamilana. Si a mano viene, tu buen clavel llevas en el moño, y con los cuatro ramplones en las ansas de la caja, vaya que se diría que eres una muerta de suposición.
El entierro se había detenido un momento, para que los curas rezaran sus motetes y dieran al ataúd un asperges más. La vieja de la esquina continuaba:
—Prima del obispo, llevas buena pallada de gentío. Raro se me hace que no resucites de gozo. Yo no tardaré en seguirte por el mismo camino, que aunque soy más joven nunca tuve tu remango, pero bien seguro que no llevaré cruz alzada ni piporro, bendita sea la Virgen de Sancho Abarca, que nunca tuve yo rentas de la mitra ni del mitro.
Había vuelto el entierro a ponerse en marcha, y la viejuca seguía por un lado de la calle mirando al ataúd y hablando como si la pobre Clara pudiera oírla:
—Muchas canciones, pero no veo las velas encendidas ni los hachones del caso. Yo prefiero echar los cuatro cuartos en cera bendita, que el humo sube al cielo y favorece a las ánimas del purgatorio. Dios me perdone, amén.
Yo preguntaba a la doncella: «¿Por qué dice que llevan a la Clara cuatro ramplones?». La doncella me decía que en el pueblo de aquella mujer (que no era el nuestro) decían «ramplones» a los varones importantes y bien vestidos. Una distancia de cinco kilómetros bastaba para hacer usos diferentes y nuevos. En nuestro pueblo, ramplón quería decir raído y miserable.
Soplaba tan fuerte el hombre del piporro, que la oca debió asustarse y huyó escandalizada.
Valentina me había cogido de la mano y no hablaba. Estaba todavía asustada también y pensando en el toro.
En estas, el entierro llegó a la plaza.
Las campanas de la iglesia mayor eran de una rara solemnidad, que no le iba bien a la Clara ni a su alegre ataúd lleno de espejitos y cintas rizadas.
El entierro llegaba a la iglesia y yo apretaba la mano de Valentina, evitando mirar a la san Miguelica —mi antigua niñera— porque si la miraba la deseaba, sin remedio. Aquel deseo mío seguía pareciéndome culpable y, sin embargo, era difícil de evitar.
La vida es compleja.
Al llegar a la iglesia dejaron el ataúd sobre un túmulo negro que había frente al altar mayor. Los hombres que lo llevaban quedaron de pie, dos o cada lado.
La doncella, cuando vio que cuatro muchachas se acercaban al ataúd y quedaban a los dos lados tomando cada una la cinta de seda que pendía del costado más próximo, dijo: «Esas chicas están ahí porque van a desembrujar a Clara antes de presentarse ante Dios. El cura rezará oraciones especiales, para eso».
La doncella tenía fama de embustera en los dos lados del río, es decir, en los pueblos de una ribera y de la otra.
Había misa de réquiem y alguien cantaba el Dies Irae con acompañamiento del famoso trombón. Mi antiguo adversario Carrasco solía cantar los dos primeros versos del Dies Irae con una letra burlesca e indecente. En la oquedad del templo, el trombón resonaba de tal forma que hacía oscilar las llamas de los cirios. Buen instrumento, el trombón, para decirle adiós a la vida. La voz de Clara diciendo adiós sin trombón apenas se habría oído, entre nosotros.
Cuando los curas dejaron de cantar, el hombre del trombón hizo un solo impresionante con la melodía del miserere de «El Trovador». Aquel hombre no suplicaba la clemencia de Dios, sino que la exigía de un modo perentorio, inmediato y amenazador. La doncella, visiblemente aburrida, tarareaba entre dientes y, cuando el trombón terminó, chascó la lengua y repitió una vez más:
—¡Vaya la Clara, que la entierran a pedir de boca!
Veía yo algunos santos alrededor. Junto a las columnas y en sus pedestales de oralina parecían mirar el túmulo y el ataúd. San Juan, en un gesto de baile y el dedo índice levantado, parecía interesarse en la Clara, lo mismo que san Antón, que estaba enfrente y tenía a sus pies un pequeño cerdo. Los santos con animales siempre me han parecido más humanos que los otros.
En la columna siguiente estaba san Roque con su perrito sentado. Un perrito foxterrier (así los llaman ahora, pero en español son ratoneros). Los aldeanos tenían un dicho para san Roque y el perro, pero no lo recordaba yo exactamente, y sólo sabía que solían decir que las cosas más frías de tocar eran las narices del perro de san Roque y el trasero de la mujer del sacristán.
Valentina rezaba a mi lado. Yo no tenía ganas de rezar, y buscaba otros santos con tradición folclórica. La Magdalena estaba en una hornacina, no lejos de san Juan, y yo recordaba las albadas que los campesinos cantaban y que, aunque piadosas, venían de los tiempos ibéricos y paganos anteriores al cristianismo. Al amanecer, algunos grupos de campesinos, según el turno de la hermandad, iban a cantar albadas a las esquinas de las calles. Algunos decían «acudir pastores con vuestro vellón —que está sin vestidos— nuestro Redentor».
Pero otras veces, sobre todo en el verano, que era tiempo de paganías y faunalias, yo los oía cantar cosas referentes a san Juan y a la Magdalena que eran inocentemente procaces:
San Juan y la Magdalena
iban a comer melones…
Lo que hacían, además de comer melones, era poco edificante. Y a veces, aquellos cofrades le cantaban también alguna picardía a Clara, en la esquina de su callizo.
Uno de los que llevaban el ataúd era cofrade de la hermandad de las albadas y sabía inventar coplas picantes. Sin embargo, allí estaba rindiendo homenaje a la mujer de quien tantas veces se burló.
Valentina seguía rezando y la doncella miraba de reojo a las personas más próximas. Me dijo en voz baja: «Ha venido hasta el sargento de la guardia civil».
Estábamos en las sillas de la familia del notario, que tenían sus iniciales marcadas con clavitos dorados. Yo ocupaba la de don Arturo, con las letras A. V. Valentina, la suya propia, marcada V. V. Y la doncella ocupaba la de su señora, marcada J. V. Aquellas sillas de iglesia con respaldo alto y asiento tapizado las llamaban reclinatorios. Valentina dijo que estaba recitando la oración del alma enamorada porque la sabía de memoria. En cambio yo no había aprendido mi parte, es decir, las respuestas de Dios.
Añadió Valentina que si yo me muriera, ella se metería monja y allí, en el convento, esperaría recitando las voces del alma enamorada hasta el día de su muerte. «El convento de santa Clara es casi como el cielo, y a las que mueren las entierran con una palma blanca encima y sin piporro alguno. Esa música a mí no me gusta. ¿Y a ti?».
—Tampoco. Parece de circo.
La doncella decía: «El hombre que sopla cobra cinco duros con misa y dos sin ella, y tiene que ganárselos. Que sople recio, el ladrón». Parece que aquella música no gustaba realmente a nadie, pero si no se oía en un entierro, la gente pensaba que la familia del muerto era «tacaña». El músico no era eclesiástico ni sacristán, pero lo mandaban llamar como chantre cuando había misas de mucho vuelo, porque tenía una gran voz de bajo.
Valentina me preguntó qué haría yo si ella se muriera. Le respondí muy convencido:
—No. Tú no puedes morirte.
De verdad, era algo que no podía imaginar. ¿Se puede concebir que se apague el sol, que desaparezca la tierra bajo nuestros pies? Para mí, aquella criatura era de veras inmortal. Ella decía:
—Casos se han dado de chicas de mi edad que se han muerto. Y más jóvenes.
—Si tú murieras, yo me mataría —dije, lenta y serenamente—. Te lo digo aquí, delante de Dios.
—No, eso no, porque cometerías un pecado y luego no podríamos estar juntos en el cielo. ¡Tú no te das cuenta, Pepe!
Yo no estaba seguro de creer en el cielo. Valentina repetía:
—Si tú murieras, yo estaría en el convento de santa Clara pensando en ti. La verdad es que tendría tantos recuerdos de ti, que no habría bastante tiempo en toda mi vida para recordarte del todo. Porque hemos tenido una vida más llena de ocurrencias que muchas personas mayores. ¡Mira que desde el día de mi bautizo hasta ahora! ¡Los millares de veces que hemos estado juntos! Pues ¿y en Zaragoza?
Volvió su cabecita hacia mí:
—¿Piensas volver a casa de tu abuelo?
—Hoy mismo, Valentina. Me esperan.
—¿Me escribirás desde allí?
—Sí, pero no creo que haya correo. Está demasiado cerca para que haya correo. En todo caso, yo vendré a verte. Tardo menos en venir que en escribirte.
—Más vale que me escribas también. Así yo esperaré al cartero por las mañanas en el balcón. ¿Qué te parece? Pilar se pondrá furiosa, porque ella no recibe cartas nunca.
En aquel momento alzaban la hostia y nos arrodillábamos. El hombre del trombón tocaba la marcha real. A veces le fallaba una nota, y el error era más disonante bajo las bóvedas. Cuando terminó, nos levantamos, y en el silencio se oía al hombre abrir y cerrar la llave del trombón para hacer salir el agua de su aliento condensado.
En aquel momento alguien me tiró de la chaqueta por detrás, y al volverme vi al Bronco.
—¿Has venido al entierro? —le pregunté.
—No. Es que tu abuelo me ha mandao a echar una carta al correo.
—¿Por qué al correo de este pueblo?
—Esas cosas yo no las pregunto. Ni debes preguntarlas tú tampoco.
Miraba a la doncella —que estaba de espaldas— con curiosidad y añadía, bajando la voz: «Esa sigue de criada en casa del notario y su madre era de mi pueblo. Las llamaban las perdiganas. Yo tengo jugado muchas veces con una hermanica de ella».
No me gustaba ver que el Bronco y Valentina respiraban el mismo aire, aunque fuera el de la iglesia, que todo lo purifica:
—Márchate —le dije— y espérame en la plaza. Nosotros iremos al cementerio y luego yo te buscaré. ¿Para quién era la carta de mi abuelo?
—Yo no miré la dirección.
Mentía, evidentemente, pero seguí preguntando:
—¿No sería para mi padre?
—No, de eso estoy seguro. Tú comprendes que si fuera para tu padre o tu madre él no tendría por qué disimular.
Se marchó sin decirme más.
Los parientes de la muerta se ponían en una ancha fila delante del féretro. Quería decir con aquello que no irían al cementerio. Unas dos docenas de personas pasaron y fueron dando la mano a los cinco. Luego se marcharon y sólo nos quedamos los que íbamos a acompañar a Clara hasta su sepultura.
El trombón se oía fuera de la iglesia. Los cuatro hombres ocuparon sus puestos a los dos lados del ataúd. El túmulo sobre el cual estaba el féretro tenía abajo, cerca del suelo, grandes calaveras pintadas. Uno de los hombres encogió la pierna y se rascó el tobillo un poco asustado, como si alguna de aquellas calaveras de grandes dientes le hubiera mordido.
Las muchachas que tomaban las cintas blancas eran cuatro, y yo conocía a dos de ellas de vista. Me sonrieron con timidez, como si sospecharan que la sonrisa en aquel momento y al lado del ataúd fuera irreverente.
Aquel templo no era el nuestro (Valentina y yo solíamos ir al de santa Clara), pero allí nos habían bautizado a los dos y no pude menos de pensarlo al pasar junto al baptisterio. Valentina sabía todos los nombres que tenía yo: José, Blas, Antonio y Rafael, este último para que el arcángel famoso fuera mi custodio en los viajes. Los nombres de Valentina eran también cuatro: Valentina, Fernanda, Julia y Sanchoabarca o bien Abarca, como solían decir las que llevaban aquel nombre. Algunas campesinas, sin embargo, preferían llamarse Sancha y Sanchica. Yo oía con recelo ese nombre desde que leí el Quijote y supe que a Sanchica, la hija de Sancho Panza, se le fueron las aguas cuando supo que su padre era gobernador.
Pero estábamos otra vez en la plaza. La doncella se resignó a ir hasta el cementerio, aunque pensando que estaba haciéndole un gran honor a la Clara. Vi lejos al Bronco. El hombre del trombón iba más de prisa (todos parecían querer llegar cuanto antes al cementerio) y acomodaba el ritmo de la música al de sus pies.
Sobre la plaza pasaron las sombras azules de dos aves: las cigüeñas. La llegada de las cigüeñas a la aldea era cada año al final de la primavera, y, a veces, un poco antes. Los campesinos recibían la pareja de cigüeñas con alegría, y los chicos salían de la escuela alborotando (el día que llegaban las cigüeñas el maestro daba vacación). Al ver el entierro los chicos dejaban de gritar y se quitaban la gorra.
El cementerio no estaba lejos.
Llegamos. Cuando echaron las primeras paletadas de tierra sobre el féretro, comenzamos a salir. Valentina tenía las pestañas húmedas porque había llorado un poquito al ver bajar el ataúd al hoyo.
Fuimos a su casa, desayunamos y yo me despedí de mi novia, monté en el caballo y volví a la plaza en busca del Bronco, quien me esperaba en la puerta de la taberna. Desmonté y le di un cigarrillo. Aspiró la primera bocanada poniéndose, como siempre, un poco amarillo, y dijo:
—Mañana irás a otro entierro en mi pueblo.
Lo miraba yo sin decir nombre alguno, un poco alarmado.
—¿Benito?
Afirmó el Bronco, muy satisfecho, y como explicación hizo el gesto del que se pone una cuerda alrededor del cuello.
—Precisamente la sogueta estaba bien encerada y se la di yo. ¿No te acuerdas? Hace dos o tres semanas, se la di. Eso me va a valer a mí algunos machacantes.
—Entonces —dije reflexivo— la carta de mi abuelo era para Miguel. ¿No es eso?
—Ni más ni menos —afirmó el Bronco—. Tu abuelo mira por su sangre —añadió que la cuerda del ahorcado era suya y que la partiría en tres y vendería cada pedazo en un buen puñado de duros. Me prometía convidarme.
Monté otra vez a caballo y me dirigí al pueblo. Encontré a mi abuelo con una expresión de calma satisfecha. Me dijo: «Miguel el de la Barona va a venir a Zaragoza. Espero que seréis buenos amigos». Sólo eso.
—Parece que hay entierro mañana —dije.
—No; como se ha ahorcado, el cura no quiere darle sepultura cristiana, así es que no hay entierro ninguno.
La hacienda de los Barones pasaba entera a Miguel. Mi abuela me dijo: «Tu abuelo, ahí donde lo ves, es más blando que un pedazo de pan». Él sonreía, suspiraba y decía, como si hablara consigo mismo: «Ahora las cosas son cabales. Ahora es diferente».
Yo veía en sus ojos una reflexión que no era nueva en él: «La vida es un asunto serio y difícil».
Cuando yo me detengo en plena primavera
(en esa hora en que la sombra crece)
inmóvil, como suelen las figuras de cera,
observo que en mi alma se enardece
una geometría de rosas y de pájaros.
Pero podría ser que un poquito más tarde,
cuando el cielo se viste de Ecce Homo
apagada por fin la colina que arde,
se derrumbara mi optimismo, como
esa sombra que cae sin ruido en la laguna.
Aunque a mi edad de entonces —esa edad en que canta
el ángel rubio de las potestades—
la fe era nueva, y ahora cada uno se espanta
de ver que en el azar de las edades
está prevista toda la luz de los vivientes.
Y me retiro un poco a contemplar el llanto
de los niños en la de ayer vereda,
y en todos esos niños resucita el encanto
de mi niñez, en la que sólo queda
la yegua de mi abuelo trotando por la orilla.
Eso será bastante hasta el Dies Illa
si consigo en el centro de la estancia
del castillo interior, junto con la Sibila
y el espanto prudente de mi infancia,
la exactitud de los cristales de la nieve.
Valentina, en el centro de la memoria mía
me mira y parpadea confiando
en el Dios uno y trino, el de la alegoría
que conociendo el cómo y el cuándo
se calla y se alimenta con nuestra incertidumbre.
Y el abuelo nonagenario y bailador
pasa por mi recuerdo repitiendo
que la vida es difícil y que a su alrededor
la sangre y el puñal iban abriendo
las perspectivas de un mañana necesario.
Sólo mi pobre abuela tal vez lo conoció
y era contrario a lo que parecía,
débil como tú mismo, lector, o como yo,
pero en secretos de su varonía
fiel a su propia sangre como la luz al fuego.