La vida de estudiante en Zaragoza era como una anticipación de lo que iba a ser la sociedad con la gente adulta. Había tontos, locos, tontilocos, cerdos, vanidosos, delirantes pavos reales, pobres diablos y también algún chico inteligente y sensato. Como es de suponer, no eran precisamente estos los más frecuentes.
Aquel otoño acabó la guerra con la victoria de los aliados. Mi padre había perdido, entre los bonos de guerra alemanes y algunos negocios desdichados, más de ciento cincuenta mil pesetas. Con ese motivo se hizo taciturno, arisco y frecuentaba más la iglesia. No iba a La Seo porque mosén Orencio (que también era germanófilo) se alegraba, sin embargo, del desenlace de la guerra porque él no había perdido nada y mi padre sí.
Los católicos españoles más acendrados eran partidarios del kaiser (protestante) y de un pueblo como Alemania, pagano violento y enemigo clásico de Roma. Tal vez el odio a la Francia liberal, que hacía tiempo había quitado a los curas el derecho a mangonear en la cosa pública y en el presupuesto, los hacía darse al diablo.
Recordaba el entusiasmo de mi padre años atrás cuando, volviendo de misa, compraba un periódico y veía que los alemanes habían destruido tres ciudades de la católica Bélgica.
Decidí, por fin, que el catolicismo español, como tantas otras cosas, encubría una bárbara violencia de tribu en la defensa de alguna clase de privilegio social. A veces, ese privilegio era grande como en los millonarios, y a veces miserable y sórdido como en la pequeña burguesía. En mi padre era de una sordidez atenuada.
Los liberales exultaban de gozo con la victoria de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, el derrumbamiento del imperio ruso y la abdicación del kaiser mostachudo, arrogante y, según los bien enterados, bastante inferior al término medio de capacidad mental. Yo me sentía feliz a pesar de las pérdidas de mi padre, y a veces, precisamente por ellas. Ser un día pobre me parecía romántico. Lo mismo le pasaba a Concha. La novedad siempre es bien recibida por los niños aunque sea funesta.
Mi amigo Felipe era germanófilo, pero por oposición a su padre y por el gusto de coincidir conmigo se alegraba también del resultado de la guerra. Juan, el de la «Quinta Julieta», había profetizado aquella victoria de Francia, diciendo que el espíritu progresivo tendría que triunfar porque era la ley natural. Si ese espíritu no hubiera triunfado siempre a lo largo de los conflictos de la historia, haría muchos siglos que la humanidad se habría acabado. Como se ve, Juan era determinista a su modo. Tenía un amigo en los porches del paseo de la Independencia. Un vendedor de periódicos que se llamaba Angel Checa. Debía ser un hombre peligroso, al menos para la policía. Un día lo vi de lejos. Tenía los hombros altos, en forma de percha. Me pareció uno de esos hombres de dientes sucios que fuman medio cigarro puro y echan saliva amarilla al suelo de vez en cuando, haciendo una especie de inclinación cortesana. También uno de esos tipos silenciosos que juegan ruidosamente al dominó en el café. Luego vi que esto no era cierto.
Pero entonces yo no lo conocía aún a Checa. Juan el de la «Quinta Julieta» me había dicho un día: «Cómprale los periódicos a Angel Checa, que tiene el puesto frente al cine Doré». Yo todavía no se los compraba, pero miraba a nuestro héroe al pasar. Era jorobado y la ropa le colgaba de los hombros angulosos como en los espantapájaros. «Un amigo de Juan», pensaba yo, intrigado. «¿Por qué no ha de ser también un amigo mío?».
El ambiente de la ciudad era confortador. A pesar de sus templos, sus catedrales, era una ciudad progresiva, con diputados no sólo liberales, sino republicanos. En el siglo XVI se había significado Zaragoza como una ciudad liberal enemiga de Felipe II, encubriendo y salvando a Antonio Pérez, combatiendo por sus fueros y contra la Inquisición y mostrándose siempre ágil y levantisca. Pero no era sólo Zaragoza, sino todo Aragón, incluida su vieja aristocracia, como los condes de Ribagorza, los de Luna, los duques de Villahermosa.
En nuestros días, la ciudad seguía siendo liberal. Los periódicos más importantes, como Heraldo de Aragón y La Crónica, eran liberales. La opinión media de la gente era, pues, contraria a los alemanes.
Sólo era germanófilo El Noticiero, diario de la grey beata, que leía mi padre. Yo compraba los otros dos y los llevaba a casa de un modo ostensible.
En el instituto, las clases duraban desde las ocho hasta las doce. También había allí mayoría de chicos partidarios de la victoria de los aliados. Así, pues, mi atmósfera era de optimismo y alegría, al menos por la mañana. Por la tarde —en mi casa—, depresiva y sombría.
Los chicos de ideas germanófilas solían ir en dos filas, conducidos por frailes maristas. Tenían fama aquellos chicos de ser disciplinados, beatos y, por el simple hecho de la protección de los frailes, un poco afeminados.
Había otro colegio de religiosos que llevaba sus estudiantes al instituto, pero estos —creo que los corazonistas— iban siempre sin escolta ni protección y muchos de ellos eran furiosos anticlericales.
La gran mayoría no íbamos a ningún otro centro de enseñanza sino al instituto. Estudiábamos en nuestra casa y por nuestra cuenta, lo menos posible, es verdad.
A todos los profesores les habíamos puesto apodos, a veces malsonantes, y ellos, que seguramente lo sabían, nos odiaban y trataban como a casta maldita que había que exterminar.
En cada clase seríamos alrededor de ciento diez o ciento quince.
Como suele suceder, en los primeros días cada chico consideraba a su vecino más importante de lo que era. Todos andábamos curiosos y se establecían amistades por afinidad y a veces por discrepancia y contradicción.
Entre los mayores había picaros que blasfemaban, tenían a gala padecer alguna enfermedad venérea y jugaban terriblemente a las cartas. Solían ser cuatro o cinco años mayores que yo y violentos y desdeñosos.
Al entrar en la clase, algunos dejaban el cigarrillo apagado en lo alto de un zócalo que cubría la parte baja del muro. Al salir, se había consumido del todo, dejando una huella ocre en la madera.
Había en las paredes de los retretes escritas muchas obscenidades.
Desde el principio yo comprendí que el instituto no tenía interés. La cultura —si tal cosa existía— debía estar en otra parte. Todo era incómodo y falso. Nadie leía la lección ni ponía fe alguna en lo que estaba haciendo. Se trataba de engañar a los profesores.
La cosa no tenía el menor atractivo.
Estaba el instituto en el costado izquierdo de una vasta manzana de edificios, todos dedicados a la enseñanza. Por el frente principal que daba al Coso se entraba a la universidad (Facultades de Letras y Derecho). En un flanco hacia el río daban algunas clases de escuela Normal. En aquel lado había también un cuartelillo de policía.
La parte nuestra —el instituto— era limpia, moderna, bastante agradable. Los claustros de la planta baja o del piso superior alrededor de un vasto patio cuadrado, estaban cubiertos de cristales. En la primavera, cuando se sentía calor, abrían algunos paneles y entraba el aire perfumado por los árboles en flor.
A veces, yo me iba con otros dos chicos, que se llamaban Dolset y Gonzalvo, a pasear por las afueras en lugar de asistir a clase. Nuestros lugares predilectos eran las rondas con altas murallas defensivas, en las cuales se veía una lápida conmemorativa dedicada al general Palafox, héroe de la guerra contra Napoleón. Gozábamos del aire romántico de aquellos lugares. También íbamos a veces a la Puerta del Carmen, que mostraba en las nobles piedras labradas por los siglos las huellas de las balas de los mamelucos de Bonaparte.
Aquello me parecía a mí la realidad y la vida verdadera. En cambio, todo lo que se relacionaba con el instituto me parecía falso. Mi hermana Concha veía la cosa de otro modo: «Cuando termines el bachillerato tendrás tratamiento de don». Algo era.
Gonzalvo era un chico de maneras delicadas y facciones regulares y armoniosas. Era presumido y gustaba de vestir bien. Había en él algo depurado y decadente.
Dolset era, en cambio, feo y un poco brutal de apariencia, aunque de carácter suave y afable. Los tres juntos debíamos formar un grupo de veras incongruente. Gonzalvo, que tenía una voz fina y bien timbrada, quería dejar cuanto antes los estudios y hacerse tenor de ópera. Esto nos divertía a Dolset y a mí. No tenía Gonzalvo, aparte de sus ambiciones artísticas, interés definido por nada serio.
—Gonzalvo no valdrá para nada en la vida —le decía yo a Dolset.
Y mi amigo discrepaba:
—Estos son a veces los que valen para todo. Ya verás.
Gonzalvo parecía despreciar a la humanidad entera, que no tomaba en serio su talento precoz de cantante.
Dolset pensaba hacerse médico, y lo fue más tarde con cierta brillantez. La formación del trío Gonzalvo, Dolset y yo, no fue por elección espontánea, sino por azar. Dolset se sentaba a mi derecha y Gonzalvo a la izquierda, en una de las clases.
Entre los chicos había la manía sexual, claro. El único que no hablaba nunca de eso era Dolset, quizá porque se consideraba sin la menor probabilidad de éxito, tan feo era. Por esa misma razón, tomaba la vida más en serio. Era cuidadoso de su persona e iba siempre limpio y aseado.
Tuve algún otro amigo, casi siempre chicos nada brillantes e incluso mal vistos por los demás. Aquel año primero del instituto pensaba a veces que mis amigos no eran gente seria. No sabía yo escogerlos. Eran chicos un poco despreciados, cuya suerte yo compartía por el hecho de ir con ellos.
Eso no me daba tristeza alguna, pero sí una especie de miedo a mi propio destino, a veces.
En la clase, se sentaba detrás de mí un chico grandullón de ojos saltones negros y rasgados. Ojos de caballo o de yegua. Desde el primer momento aquel tipo, que se llamaba Luis, me fue desagradable. Buscaba muchachos más jóvenes que él y tenía un rasgo de carácter grotesco. Grande y caballuno como era, hablaba de su madre como un bebé. El hecho de que no tuviera padre le hacía referirse a ella constantemente. Ella le autorizaba o le negaba las cosas.
—Si mi madre me deja… —solía decir.
Eso resultaba chocante.
Al salir o al entrar en el instituto me detenía a veces un momento a ver lo que escribía en sus rodillas el vendedor de pasteles de coco y quisquillas, autor teatral, señor Lasheras. Tenía gran fluidez y apenas si se veían correcciones ni tachaduras en su cuaderno.
—Para mí, el diálogo en verso —me decía con una expresión de falsa modestia— es natural como el respirar.
Yo leía por encima de su hombro:
«Leonor. —(Suspirando). Nunca mi prez se mostrara condescendiente con vos …».
Y me alejaba con mis amigos haciendo comentarios. Yo respetaba a Lasheras. Dolset se burlaba de él. Gonzalvo, que no tomaba en serio la literatura, era cruel con Lasheras e improvisaba con una gran destreza versos que le recitaba por mofa:
En las glaucas lejanías
vislumbreo penumbreces
y fulgores
y las tristurancias mías
hacen llorar a los peces
de colores.
Lasheras lo miraba sin saber qué responder. Aquel género de poesía no era de Lasheras, es verdad. Los versos de Lasheras serían lo que se quisiera menos modernistas. No había «glaucas lejanías». Después, cuando Gonzalvo no estaba delante, el poeta dramático me decía: «Yo desprecio al vulgo ignorante, y más cuando se trata de un mariquita como Gonzalvo».
Era Gonzalvo hijo único y lo mimaban en su casa. No era un individuo equívoco, sino que lo parecía físicamente, aunque su manera de hablar y de conducirse era más bien atrevida y descarada. Un día que fui a su casa, vi que en ella y con sus parientes se conducía como un pobre niño convaleciente de alguna enfermedad que le daba derechos y preeminencias. Era un chico raro.
Yo no sabía cuál de sus personalidades era la verdadera. Conmigo usaba a veces un género de procacidad más o menos ingenioso, pero siempre de carácter sexual. Por ejemplo, me preguntaba:
—¿En qué se parece un bebé a un tapón de botella de champagne?
Y se respondía a sí mismo muy serio: «En que no puede volver a entrar por el lugar por donde ha salido».
Se atribuía las gracias ajenas, y como lo hacía con aquella expresión tan grave, a nadie le parecía mal. Decía en la clase de francés que había inventado la siguiente fórmula algebraica:
Pi * r / LN = BB
Había que pronunciarlo en francés: Pi-erre sur Ele-ene igual Bebé. Estas eran bromas inocentes. Tenía otras que es imposible referir.
Avanzaba el invierno sin que sucediera nada extraordinario. Poco a poco yo comprendí que había dos mundos opuestos y contrarios. El de la calle (incluido el instituto), y el de mi casa. Todo lo que oía en la calle o con mis amigos estaba prohibido en casa, es decir, nadie lo habría dicho nunca en casa.
Por ejemplo, en casa se hablaba de amor (sobre todo mi hermana Concha), pero era un amor angélico. Apasionado tal vez, pero siempre sin sexo. Sin la menor conciencia sexual. Qué diferente aquel amor del que obsesionaba a mis amigos y a mí mismo.
La ciudad aburría a mi padre. A veces no podía más y aprovechaba cualquier oportunidad para ir al pueblo a cazar con sus antiguos amigos.
Y me llevaba a mí, viéndome ya casi tan grande como él. La primera vez fue durante las vacaciones de Semana Santa. Por las ventanillas del tren se sentía la alegría contenida de la naturaleza en el vuelo ondulado de las cogujadas y en su manera de posarse, volver la cabecita y lanzar su breve canción:
—Ajuñir, ajuñir…
Eso decían las cojugadas, según Escanilla.
Aquel pequeño pájaro color de tierra daba órdenes a los labradores. «A juñir», quería decir «a emparejar». Es decir, a uncir las mulas con el yugo para salir al campo y comenzar la jornada. Porque aquellas voces apresuradas y agudas de pájaro madrugador eran las primeras que se oían en el alba.
Las ropas de cazador que vestía yo eran de mi padre, y me iban bien porque tenía ya el mismo cuerpo que él.
En aquellos días mi padre comprendía que yo no era ya un niño y tampoco un hombre. Se daba cuenta también de que nuestra enemistad, al entrar yo en la adolescencia, se convertía o se podía convertir en algo penoso y duradero. Nunca me preguntaba nada de mi vida de estudiante, que parecía tenerle sin cuidado.
Nuestra relación no había, pues, mejorado. Unas veces yo odiaba a mi padre y otras trataba de comprenderlo. Me llevaba a cazar, no porque quisiera proporcionarme aquel placer, sino por exhibirme con los otros cazadores, como diciendo: «Eh, vean ustedes qué hijo tengo».
Entonces yo no comprendía que ese orgullo era una forma de afecto para mí.
En aquella excursión cazadora hubo un incidente que hizo más difícil nuestra relación. A su tiempo lo contaré.
Nos apeamos en una estación que no era la de nuestro pueblo. Sólo bajábamos nosotros, allí. El camino hasta la Herradura —la finca del viejo primo de mi padre— lo hicimos a caballo. Ese segundo tío mío se llamaba don Hermógenes de la Cueva. Dos caballos nos esperaban atados a una reja en la parte trasera de la estación. Nosotros debíamos montarlos y dejarles la rienda floja. Ellos nos llevarían.
No se le ocurrió a mi padre preguntarme si yo sabía montar o no. Nadie aprende a montar en mi tierra. Se supone que cuando hay un caballo y una distancia larga, el menos experto se convierte en un jinete. Yo me sentía del todo seguro en mi montura. Cuando el caballo trotaba, el mismo movimiento del animal me obligaba a levantarme un poco de la silla y volver a sentarme cada dos pasos. Aquello era «montar a la inglesa», según decían los chicos. La cosa no podía ser más fácil. El galope era más cómodo que el trote. Ni yo me extrañé de mi habilidad, ni se extrañó mi padre.
Por el camino, mi padre fue hablándome de don Hermógenes, a quien yo había visto sólo una vez y por quien sentía amistad y simpatía. Era un hombre alto y ancho, todo huesos y sonreía fácilmente. La cara de don Hermógenes era juanetuda y tostada. Las córneas blancas de sus ojos se confundían a veces con las pupilas grises, según como venía la luz. Y aquel hombre tenía la inocencia y el candor de un niño. En un hombre tan grande y de apariencia tan masculina, aquel candor chocaba un poco.
Mi padre lo tomaba a broma. Quería burlarse de él, pero como don Hermógenes se burlaba de sí mismo, con frecuencia las bromas de mi padre se quedaban cortas como flechas con viento contrario.
A mí me gustaba don Hermógenes, y veía algo importante y noble a través de su ruidosa inocencia. La única vez que hablé con él me trató de igual a igual a pesar de mi corta edad. Y eso nunca lo olvida un niño. Tenía, aquel hombre tan grande, una voz engolada y alta.
La Herradura era una finca al pie de las estribaciones de Guara. El río hacía allí una gran curva en forma de arco morisco, y de allí venía el nombre de la finca. A veces, decía don Hermógenes que había recibido La Herradura en herencia de su padre, y que como no tenía más que una en vez de cuatro cojeaba un poco.
Mi padre veneraba a la madre de don Hermógenes, que era vieja y sorda, pero que tocaba muy bien el piano, usando para oírse a sí misma una bocina de goma cuyo extremo ponía dentro de la caja. Este detalle lo citaba siempre mi padre cuando hablaba de los méritos de pianista de aquella dama.
Los caballos nos llevaron directamente a La Herradura, a pesar de que uno de ellos tenía manifiestas ganas de aprovechar la ocasión para visitar a sus amigos de otras fincas. Mi padre, que conocía el camino, lo castigó cada vez que quiso tomarse libertades, y llegamos a media tarde a La Herradura. No había todavía en La Herradura sino algunos viejos criados. El que hacía de mayordomo era un hombre que no nos conocía porque era de otro pueblo.
—¿No está don Hermógenes? —preguntó mi padre, quitándose parte de su equipo de cazador, y sin esperar la respuesta, añadió—: ¿Hay ojeadores?
—Todo está dispuesto. La caza y la gracia de Dios es lo que no debe faltar, que lo demás está a punto.
Por la gracia de Dios entendía el mayordomo la habilidad de los cazadores y su buena puntería. En el corral se oían ladridos. Un perro bastante grande que andaba suelto dentro de la casa, se acercó y puso su enorme cabeza en mis rodillas.
—Este —explicó el mayordomo— es un perro muy campechano y en seguida se hace amigo de la gente.
Tenía el mayordomo una navajita en la mano. Y hablaba calmo y tranquilo, sin dejar de trabajar en la hebilla de un arnés que necesitaba reparación.
—¿Y los caballos? —preguntaba—. ¿Se portaron bien?
—Sí —dije yo—. El de mi padre quería campar por sus respetos y seguir su intención, pero no le valió.
Rió el mayordomo agriamente:
—Es un animal quimerista.
—Con esto no hay quimeras —dijo mi padre mostrando la fusta.
Luego, como si no quisiera malgastar sus palabras se levantó, se puso a recorrer la casa, anduvo fisgando por los armarios, cogió una botella y un vaso, sacó el corcho con los dientes, se sirvió vino, dejó caer el corcho al suelo —que vino rebotando hasta quedar junto a la pata de mi silla— y bebió.
—De salú sirva —dijo el mayordomo.
Mi padre salió del porche, fue al corral, estuvo viendo los perros y acariciándolos, y entretanto yo me quedé con el mayordomo, que acabó de arreglar la hebilla, se guardó la navajita y fue, según dijo, a poner los caballos en el establo. Yo lo acompañé y le ayudé a darles el pienso de la tarde. Íbamos hablando. Le pregunté si había caza en aquellos lugares.
—En esta parte y en esta época del año no falta nunca.
—¿Jabalíes?
—Sí. Don Hermógenes hace plantar panizo en unos cuadros que hay hacia la clamor de Artal, y lo deja sin cosechar todo el invierno. Entonces los chabalins —el mayordomo decía esa palabra a la manera montañesa— bajan a comer, sobre todo, en tiempo de nieve.
—¿Hay nieve todavía?
—¿Que si hay nieve? La vertiente norte está blanca como en el mes de enero.
—¿Y los venados?
—Ah, esos no vienen a la clamor. Son muy temerosos.
—¿De los cazadores?
—De los lobos.
—¿Y los jabalíes? ¿No tienen miedo los jabalíes?
Era una pregunta inexperta. El mayordomo me miró extrañado, debió pensar que yo era más joven de lo que parecía y dijo:
—No. Los chabalins no tienen miedo de nadie. Llevan a cada lado del hocico dos colmillos como navajas, y tiran cada viaje que no hay lobo que se les pueda poner delante.
—Entonces los perros servirán de poco, digo, contra el jabalí.
—Sí que sirven, porque en la caza lo más importante es el rastreo. Primero los ojeadores a caballo, levantando clamor. Al lado, los rastreadores y los perros con su buena nariz. Ustedes aguardarán los chabalins a pie llano en los apostaderos. Eso es lo que harán sus mercedes, si a mano viene. El venado abunda más que el chabalin, pero la caza está prohibida cuando hay nieve. En tiempo de nieve es muy fácil cazar, porque los animales dejan tanto rastro que habría que estar ciego para no encontrarlos. El Gobierno sabe lo que hace, porque si estuviera permitido cazar en tiempo de nieve, hace muchos años que se habría acabado la caza. Eso es.
Me hablaba con el placer con que los campesinos hablan a los niños y les muestran su propio saber y experiencia.
—Entonces no cazaremos venados. Me alegro. Yo no puedo matar un ciervo —declaré.
—¿Por qué?
—Puedo matar un jabalí o un lobo. Son animales feos de veras y peligrosos, pero creo que no podría matar a un inocente venado.
—Como guapo lo es el venado. Pero la gracia del venado se la debe al lobo. Gracias a la guerra que el lobo le hace, el venado está siempre alerta y se hace nervioso, brincador y fino de cabos. Es el miedo al lobo lo que lo hace tan lindo de mirar. El chabalin es feo, en eso le doy la razón. Pero si por la fealdad se matara a los animales, hace años que habría yo matado a mi suegra.
El mayordomo y yo reímos más de lo que se requería.
—También el jabalí es sabroso —dije yo.
—Más que la suegra, desde luego.
—Yo —dije mintiendo— maté dos lobos con rifle el año pasado. En el Moncayo.
—Ah —y me miró como si pensara que debía tomarme más en serio—. Su padre de usted está enfadado conmigo porque no lo he conocido. ¿Cómo voy a conocerlo si no lo he visto nunca? ¿Cuál es la gracia de su mercé?
—Garcés. Y yo me llamo igual que mi padre: José Garcés.
Dijo el mayordomo que conocía el nombre. Tal vez mentía. Con los campesinos nunca se sabe. Acabamos de dar el pienso a los caballos y fuimos a la cocina, donde ardía un gran fuego. Olía a lentisco y retama, de la que había gran cantidad medio quemada alrededor de los troncos.
Aquella casa estaba deshabitada la mayor parte del año. Muchos detalles a nuestro alrededor revelaban el abandono. Había un reloj de pared que no funcionaba. Los fuelles del hogar tampoco servían. Las cerraduras y picaportes ajustaban mal. Mi padre estaba hablando con un campesino —uno de los ojeadores de la cacería— sobre los venados. Decía el campesino que «había ciervos a manta» y cazarlos sería fácil, aunque por el momento fuera ilegal a causa de la veda y de la nieve.
Aquel campesino era un poco bufón. Para hacernos reír, decía que prefería quedarse en el pueblo al amor de la lumbre y de las faldas de su mujer.
—Cada cual tiene su hembra —dijo el mayordomo.
—Pero no como la mía.
Quería mi padre tirarle de la lengua:
—¿Qué le pasa a la tuya?
—Cuando me casé, todo el pueblo decía: se casa con la moza más fea. Y a lo mejor decían la verdad. Pero ella supo atraparme bien, como hay Dios, porque tiene mucho gancho y es la más puteta del pueblo.
Todos soltamos a reír, y el mayordomo salió a la defensa del campesino:
—Al decir puteta, quiere decir lista y de mucha trastienda. ¿Verdad?
Viendo yo la manera de escuchar mi padre a los campesinos, pensé que prefería ir a cazar venados. Ya digo que nunca he podido concebir que se mate a un animal dulce e inofensivo como el ciervo. Los pobres ciervos que había visto en dibujos, estampas, juguetes de Navidad y sobre quienes había leído cuentos conmovedores, eran mis amigos.
Uno de los primeros libros que había ojeado en mi vida —cuando tenía seis o siete años— era un libro grueso, de viajes. En un grabado había un hombre desnudo, pequeñito y con un manojo de flechas en la mano. La estampa era en colores. Y debajo decía: un pigmeo. Aquel pigmeo me miraba de frente y su mirada me alucinaba. Un pigmeo. El hallar de pronto seres humanos que habían dado lugar a calificativos denigrantes, me parecía interesantísimo. Más adelante había un zulú. Y más todavía, hacia el final, un beduino. Yo había oído a veces decir a mi padre, refiriéndose a alguna persona:
—Es un beduino.
Otras veces: «Un zulú. O un pigmeo». Y allí estaban. El pigmeo tenía frente estrecha, pelo rizado y patas cortas. Era pequeño y, sin embargo, su pelo blanqueaba ya.
En otra estampa del mismo libro había un hombre del norte, un lapón, con mandíbula colgante y bocio. Al lado, un venadito muerto. Y al pie de la estampa decía: «Un cretino». Desde entonces, era para mí un acto de cretinismo matar un ciervo. Y esta noción tenía la inmensa autoridad de la letra impresa en un libro encuadernado en tela.
Hacía mi padre más preguntas sobre los ciervos a los campesinos.
Y comenzaron a llegar los otros cazadores. Venían a caballo y entraban con la ruidosa algazara de los hombres que llevan armas y que se reúnen solos (sin mujeres) para alguna clase de aventura.
Con ellos llegó don Hermógenes. Era un hombre grande, de voz y de gestos generosos. El más frecuente de estos consistía en abrir los brazos y alzar los hombros para disculparse de algo. Yo no podía entenderlo, porque estoy seguro de que aquel hombre tenía siempre razón. Luego comprendí que se disculpaba de eso: de tenerla.
La cacería iba a durar dos días y el campo de operaciones se extendía por un valle muy vasto. Yo me hice desde el primer momento la idea de ponerme cerca de don Hermógenes, quien me había dicho:
—No se aparte mucho de mí, si quiere tirar sobre seguro.
A veces me hablaba de tú como a un niño, y otras de usted.
Se pusieron a ultimar los detalles del plan. Pero mi padre tenía su idea. Con frecuencia mi padre tenía su manera de hacer las cosas contra la opinión de la mayoría. Y aquel día quería matar venados.
Don Hermógenes se oponía, no porque fuera tiempo de veda —no tenía mucho respeto por la ley—, sino porque en aquella época del año la carne de ciervo era correosa y dura a causa de los malos pastos y de las carreras salvajes que tenía que dar el pobre animal para salvarse del lobo.
Yo veía a mi padre en un grabado antiguo con su ciervo muerto al pie, como el lapón del álbum. Como el lapón cretino. Mi padre sería un cretino cazador con su ciervo caído al pie. Aquello me parecía perfecto.
Tuve una reflexión infantil, como me sucedía, a pesar de todo, muchas veces. «Llamar a mi padre cretino es un pecado que tendré que confesar con mosén Orencio». Sin embargo, en aquello había una circunstancia amable. Don Orencio se alegraría de que yo llamara cretino a mi padre, porque no se llevaban bien. La falta de amistad entre ellos era recíproca y el cura disimulaba. Y cuando yo decía algo contra él en el confesionario, me reprendía, pero no dejaba de percibir en su acento una íntima complacencia. Don Orencio seguramente se confesaba aquella complacencia con otro cura, digo yo.
Algunos cazadores se acostaron temprano para madrugar. Mi padre, don Hermógenes y otros dos se quedaron bebiendo a los lados del hogar, sentados en enormes cadieras cubiertas con pieles de cordero.
A mí me mandaron a dormir. Yo me disculpé diciendo que no sabía dónde estaba mi cuarto, y el mismo don Hermógenes me condujo (alumbrando con un candil) a un habitáculo misterioso que olía a perro y donde en lugar de cama había un montón de pieles curtidas.
—Para un cazador como tú —dijo don Hermógenes dándome un golpe en la espalda—, este es un dormitorio adecuado. Aquí duerme en verano el tuerto de Banastás.
Ese tuerto era el mejor rifle de la comarca, según decían.
Era verdad que me gustaba aquel lugar. La campana de la chimenea pasaba por allí, formando medio cono enorme sobre el muro y calentado el cuarto. Por un pequeño tragaluz junto a la chimenea, se podían ver los cazadores en la cocina. Con aquella ventana abierta se les oía hablar. Todo lo que dijo mi padre aquella noche, lo oí yo.
Hablaron de mujeres, de caballos y de vinos. Don Hermógenes era solterón. En España un solterón, para ser simpático, tiene que ser o parecer un poco libertino. La gente quiere al solterón ligero de costumbres. Además, en todas partes los libertinos suelen ser buenas personas.
Don Hermógenes no fumaba y apenas si bebía vino. Uno de los cazadores, alcalde de Lascellas, al servir vino dijo:
—Ese no es el vicio de don Hermógenes. Si se pierde, hay que buscarlo por otro camino.
El alcalde hablaba poco y parecía adormecido mientras no hablaba. A veces despertaba a medias, guiñaba el ojo y decía un refrán, casi siempre en verso. Don Hermógenes recogió la alusión:
—La gente exagera —dijo—. Me gustan las mujeres. ¿Qué hay de malo en eso? ¿A quién no le gustan las mujeres?
El alcalde de Lascellas tragó el buche de vino que tenía en la boca e inició la canción de una zarzuela popular:
Me gustan todas,
me gustan todas, en general…
Y luego soltó uno de sus refranes:
Entre santa y santo
pared, cal y canto.
—Yo, señores —confesó—, debo declarar que tampoco soy un esposo modelo.
El médico de Terreu, que era uno de los cazadores, comentó:
—¡Un esposo modelo! ¿Quién se atrevería a decir tanto?
Aquel médico tenía fama de anticlerical, pero sólo por rivalidad profesional con el cura. «Si curo un enfermo —decía con humor amargo— lo atribuyen a la Virgen María. Si se muere, me echan la culpa a mí». El cura de su pueblo le robaba los éxitos profesionales.
El alcalde de Lascellas no se permitía libertades en su pueblo, pero hacía viajes de tapadillo a la capital de la provincia.
El donjuanismo en las aldeas era arriesgado. Había que andar con pies de plomo. Pero en la ciudad las cosas eran diferentes. Y los tres se quedaron mirando a mi padre, entre adulatorios y expectantes. Mi padre vivía en la ciudad. ¡Ah!, y a mi padre no le disgustaba la expectación de sus amigos, pero por el momento callaba. El médico, que bebía más que los otros (decía que aquello le iba bien al corazón), contó un cuento de sus tiempos de estudiante. Un cuento sucio, claro. Yo alzaba las orejas en mi escondite, pensando: las personas mayores se divierten contando cochinerías. Me gustaba oírlo y, al mismo tiempo, me sentía envilecido y culpable por escuchar. He aquí el cuento: un chico de catorce años fue a un prostíbulo y pidió una mujer que estuviera enferma de gonorrea para acostarse con ella. Pero, hombre, ¿qué capricho es ese?, le preguntaban. Y él insistía. A fuerza de preguntas consiguieron las mujeres hacerle hablar. «Es que yo quiero padecer la gonorrea —dijo— por razones muy particulares. Cuando me contagie yo, se las pasaré a la cocinera de mi casa, con la que me acuesto a veces. Ella se las transmitirá a mi padre, mi padre contaminará a mi madre, como es natural, y mi madre al profesor mío de latín. ¡A ese es al que yo quiero atrapar!».
Todos reían. El alcalde rió tanto, que la risa le dio hipo. Y para hacer cesar el hipo, se puso a beber más.
—Los que viven en la ciudad, como don José —insinuó el alcalde cuando pudo hablar—, esos son los que gozan de la vida.
Pero mi padre callaba. El alcalde añadió, dando a su voz un tono misterioso, que si la capital de una provincia era un lugar de disimulo, en cambio Zaragoza, la capital de la región, era una verdadera Babilonia. Y allí vivía don José, mi padre. Con eso, el alcalde no quería decir nada. Todos miraron a mi padre, quien callaba, reflexivo. Desde mi escondite, en los momentos de silencio, oía alentar el fuego y chascar alguna rama verde. Yo tenía miedo de que hablara mi padre. El alcalde, tal vez para estimular las confidencias, contó una aventura que le había sucedido.
—Pero ¿cuándo? —preguntó mi padre, mirando el estómago abultado del aldeano.
—¡Oh!, hace ya quince años.
Añadió que podía, sin embargo, haberle sucedido la semana anterior, porque en el hombre lo importante no era la edad, sino el empuje.
—Y las onzas —dijo el médico, burlón.
Mi padre no creía que las onzas fueran necesarias. Él no tenía experiencias galantes que contar, pero vivía en el mundo y tenía ojos y oídos. Veía lo que pasaba y escuchaba lo que le contaban. Sabía el caso de un amigo suyo que tenía en casa una doncella muy linda. El amigo le hizo la corte. Siempre es una comodidad tener la aventura en casa. (Estas palabras levantaron sospechas). Le hizo la corte y la muchacha le dijo: «Yo soy pobre. Conmigo eso es cuestión de dinero».
—Una romántica —comentó el médico en broma.
Pero mi padre seguía refiriendo la historia. El amigo se sintió honesto y le dijo a la doncellita: «No me gusta mezclar el dinero con el amor. Si es por cariño, bien. Si no, ¿qué le vamos a hacer?». Oyendo aquello, yo creía ver a la muchacha bonita, la cocinera que teníamos cuando vivíamos en la calle de Don Juan de Aragón, con su figura juvenil, esbelto talle y busto atrevido. No quiero con esto acusar a mi padre. Tampoco digo que fuera culpable. Pero la imaginación tiene sus leyes. Y mi padre hablaba y yo seguía viendo a la sirvienta que salió de casa embarazada.
—¡La venadita! ¿Era fina de tobillos? —preguntó el alcalde.
—Lo era.
—Así me gustan a mí.
Yo escuchaba con el aliento contenido, y mi padre hizo una larga pausa para dar énfasis a su revelación, encendió el cigarrillo con una ramita ardiente que tomó del hogar, echó el humo al aire y dijo por fin:
—Pues al fin resultó una romántica. Se entregó sin dinero.
¡La venada!, dijo entre convulsiones de gozo el alcalde.
—Lo malo del caso —añadió mí padre— es que resultó embarazada. Mi amigo se encontró con un problema grave. En aquella situación, no podía seguir la sirvienta bajo el mismo techo que la esposa, ustedes comprenden. Y la pobre se desgració y fue a parar a una casa de mala nota. Lamentable. Mi amigo es un hombre honrado, pero la fatalidad le hizo caer en una debilidad de veras miserable.
El alcalde de Lascellas dijo con una expresión caprina:
—Me parece que lo conozco yo a su amigo.
Mi padre juró que se trataba de un amigo suyo y que tampoco había que culparle únicamente a él, porque la chica tenía relaciones al mismo tiempo con un militar. Yo pensé, ruborizándome: «Es la cocinera nuestra». Y el militar era el soldado de quien me había hablado un día Baltasar. El alcalde de Lascellas exclamó, con el vaso en la mano y en las mejillas el brillo de un viejo fauno:
—Conozco el género.
Don Hermógenes alzó la cara y dijo, con una expresión cómicamente desolada:
—De lo que se deduce, señores, que a los hombres no hay por dónde cogernos. Somos unos cerdos.
Yo pensé en aquel momento que no se podía justificar una confidencia como aquella (suponiendo que fuera mi padre el galán) sino como una estúpida manifestación de vanidad. Pero no creo que mi padre fuera culpable. En aquel momento lo creía, pero más tarde no. Hoy no lo creo.
En absoluto.
—¡Todos somos iguales! —sentenció el médico.
Mi padre lo miró de reojo y los otros volvieron a reír, especialmente el alcalde, quien había decidido que todo lo que se decía aquella noche tenía un doble fondo grotesco. Mi padre dijo que, para pecar, el hombre necesitaba a la mujer, y que había, por lo tanto, el mismo número de culpables masculinos y femeninos. Entonces los hombres eran unos cerdos, pero las mujeres pertenecían al género femenino de la misma especie. Y el médico aprobó con entusiasmo. El alcalde, sin dejar de reír e intercalando sus palabras entre los vanos de la risa, dijo:
—Así era el mundo cuando yo nací, y así será después de que me muera.
Mi padre tomaba acentos nobles para disculpar todavía a su amigo. Como digo, yo no dudaba entonces de que mi padre era culpable. Y ese hecho cambiaba el orden de las cosas a mi alrededor, las hacía mejores para mí. Me envolvía en una aureola romántica. La cocinera que salió de casa de mala manera, como gustaba decir Baltasar, había tenido un hijo.
Aquel hijo podía ser, es decir, era mi hermano, y a la procacidad, al pecado (que era además un delito común) había que añadir la vergüenza de dar al mundo una vida inocente sin nombre, sin padre conocido. Un «borde», como decían los campesinos. Un bastardo, un expósito, un inclusero, como decía la gente educada. Un cunero, un hijo de tal, un desgraciado. Y sería hermano mío. Aquello me encantaba y me escandalizaba al mismo tiempo. Yo me veía buscando por el mundo a aquel hermano y haciendo las dos cosas memorables en la historia. Desde mi conversación con el pastor del castillo de Sancho Garcés, ligaba la idea de la bastardía con la del valor físico. Tendría que buscar a aquel hermano entre los incluseros, a quienes ponían usualmente por nombre Gracia, Expósito y de la Cruz. Sería difícil, pero no imposible encontrarlo. Tenía yo que hallarlo y ser su amigo, aunque sólo fuera por afrentar a mi padre. Despreciaba a mi padre y le agradecía, sin embargo, que me diera motivo para aquel desprecio.
Como suele suceder, aquel escándalo pareció justificar de pronto todas las posibles miserias mías. Si fracasaba en los exámenes, si la gente y el mundo entero me creían un individuo inútil y nocivo, no importaba. La bellaquería de mi padre tenía la culpa, y pensándolo me avergonzaba y me enorgullecía a un tiempo. Quedaba abierta la puerta de las cosas prohibidas.
Comprendía de pronto que todo lo que las personas mayores decían sobre la necesidad de ser honrado, era falso y sin base. Y, aliviado por esta reflexión, me acosté en mi guarida, pero estaba seguro de que no podría dormir. La violencia de todo aquello me tenía despierto. Por otra parte, la perspectiva de una «cacería mayor» —así llamaban las de ciervos, jabalíes y lobos—, me excitaba. Mi padre —pensaba yo— se ha cubierto prudentemente hablando de «un amigo», pero asoma debajo de la piel de cordero la oreja del lobo. Pensando que en la inclusa tenía yo un hermanito, me compadecía a veces a mí mismo y al mismo tiempo me sentía más importante que antes. Este sentimiento, que era gustoso de veras, se lo debía a mi padre, a quien creía odiar en aquel momento. Ya digo que más tarde supe que mi padre era inocente. De momento, la contradicción me impedía dormir. La vida era complicada.
Pero yo era joven, y el sueño pudo más que todas las complejidades. Me dormí, y entre sueños oía a los cazadores, cuyas risas duraron algún tiempo. Por fin se marcharon, y la cocina quedó en silencio. Por el ventanuco de mi cubil palpitaban los reflejos del fuego proyectados sobre el techo.
Lejos de los corrales aullaba un lobo. Le respondía un perro de nuestra jauría. Tal vez el lobo los venteaba a los perros. Los lobos no saben ladrar. El ladrido lo han aprendido en cautividad, es decir, desde que sirven al hombre y viven con él como perros. Pensaba en esas cosas y en los deslices de mi padre y me sentía feliz, en el duermevela.
Por fin, me dormí del todo.
Cuando desperté, amanecía. Habían llegado más cazadores, entre ellos algunos de nuestro pueblo que se alegraron de vernos a mi padre y a mí.
Salí yo vestido y equipado para la caza. Al verme entre la gente, comprendí que la revelación de la noche anterior no era tan escandalosa. Por la mañana, mi sensibilidad moral era diferente, y al aire libre menos exigente que bajo techado. Casi disculpaba a mi padre. Todos los reyes habían tenido hijos bastardos, y por eso no dejaron de ser reyes. Veía a mi padre ir y venir, y no le guardaba rencor. Tampoco le tenía respeto, es verdad. Y no dudaba un momento de que tenía la culpa de la desgracia de nuestra linda cocinera.
Mi padre quería ir a cazar ciervos, y don Hermógenes insistía en los jabalíes. Había, en la obstinación de mi padre, alguna malignidad contra don Hermógenes. Igual que el notario, había sido nuestro anfitrión partidario de Francia en la guerra. Mi padre pidió ojeadores de ciervos, y cuatro o cinco de los invitados que preferían también aquella clase de caza fueron con él, tomando todos un extraño aire de desertores.
Era don Hermógenes demasiado amable para forzar la voluntad de sus invitados. Así, pues, permitió que se formaran dos expediciones. Y si había multas que pagar (por la veda del ciervo), cada cual respondería individualmente con su bolsillo.
Nadie creía que aquello sucediera.
Mi padre quería que yo fuera con él, y me llamó y comenzó a darme órdenes. Debía ir con un ojeador por la vertiente norte, siguiendo las huellas de los ciervos en la nieve.
—Pero todo eso está fuera de lugar —le dije cuando terminó—. Porque yo no quiero matar ciervos.
Tuvo de pronto mi padre la revelación de mi secreto desprecio. Palideció y después de una pausa preguntó:
—¿Te rebelas contra tu padre?
Hasta aquel momento mi padre creía que tenía derechos de vida y muerte sobre mí. ¿De dónde sacaba aquello? Desde las revelaciones de la noche anterior, esos derechos me parecían más infundados que nunca. Mi padre me miró lentamente y dijo:
—Está bien. Más tarde hablaremos.
No hablamos más tarde. Y no porque mi padre lo olvidara, sino porque deliberadamente lo evitó. No éramos ya un hombre y un niño, sino dos hombres que no podían estar de acuerdo. Se fue mi padre a los ciervos y nosotros, con don Hermógenes, a los chabalins, como decía el mayordomo.
No me tomaba nadie en serio como cazador. Veían en mí un niño todavía. Sin embargo, la providencia que vela por los humildes hizo que el primer jabalí lo matara yo, después de habérsele escapado a don Hermógenes, que lo esperaba en su apostadero. Todavía no he salido de mi asombro. Cuando disparé sobre el jabalí un cartucho de postas, es decir, cargado con balines gordos, lo hice sin apuntar y más por hacer ruido y espantar al animal que con la esperanza de herirlo. Sin embargo, la descarga le dio de lleno y se levantó del cuerpo del animal una gran polvareda. Tenía la piel cubierta de tierra. Y allí quedó, revolcándose en su sangre. Los ojeadores lo cargaron en un mulo mirándome a mí con respeto.
Al atardecer vi que mi padre no había matado nada y estaba rendido de fatiga y disgustado. Nosotros matamos tres jabalíes. El primero —el que maté yo— era grande y feo. Su cabeza enorme mostraba dos colmillos sucios y afilados. Lo llevaban dos hombres colgado por las patas en un grueso palo, y alrededor suyo brincaban y ladraban los perros.
Para llegar al radio de acción de mi rifle, el jabalí tuvo que pasar a muy poca distancia del lugar donde estaba emboscado don Hermógenes. ¿Cómo no disparó él? Don Hermógenes; contestaba, haciendo revelaciones de veras sensacionales:
—Cuanto más pienso en eso, menos lo comprendo. Lo único que puedo decir es lo siguiente. Estaba yo en el apostadero, con mi rifle, y mentiría si dijera que estaba del todo tranquilo. Mi puesto carecía de defensa, digo de parapeto. Estaba emboscado en un romeral, metido entre los arbustos, y tenía mis nervios como las cuerdas de una bandurria. El jabalí, como saben ustedes, señores, es un animal de quien los lobos y los osos huyen. En África las hienas, según he oído decir, le huyen también. Un animal agresivo y valiente, el jabalí. Y yo estaba allí esperándolo. El mayordomo, con los ojeadores, trataban de enviarme a mí el primer animal que saltara. Y así fue, porque cuando comenzaba a aburrirme sentí en el suelo como un redoble lejano de tambor. Bueno, lejano, eso era lo que yo creía. Pero apenas si me recogí y eché mano al rifle, cuando vi que delante de mí las matas de romero se separaban con violencia y apareció, a menos de diez pasos de distancia, la cabeza del jabalí. Como yo estaba acostado en el suelo, aquel animal me pareció mucho más grande, digo más alto. Un cabezón enorme, tremendo, hirsuto. Y venía derecho sobre mí. Tan derecho que yo no sabía qué hacer. Era como en la guerra cuando viene una granada sobre un soldado. Todo lo que puede hacer es encogerse y meter la cabeza entre los hombros. El animal venía sobre mí. No comprendo cómo no tropezó conmigo. Pero me vio y gruñó. Saltó por encima de mí o se ladeó, aunque esto último no lo creo, porque a la velocidad que llevaba le habría sido imposible.
—¿Y no disparó usted? —pregunté yo.
—Imposible. Absolutamente imposible, señor don Pepe. Definitiva y verdaderamente imposible. Mi estado de ánimo no me lo permitía. De mi estado de ánimo en aquel momento te darás cuenta y se darán cuenta ustedes, señores, si les digo que (aquí bajó la voz y miró a las puertas como si temiera que pudieran aparecer señoras) si les digo que me oriné en los pantalones. Palabra. Me oriné en los pantalones. No creo que sea yo especialmente cobarde, y, sin embargo, confieso que en aquel momento algo sucedió en mi vejiga y el líquido renal salió, él solo.
Eso del líquido renal divertía al médico, y como si su risa fuera una señal, rieron todos también a coro. Naturalmente, más tarde he pensado que el jabalí se le escapó a don Hermógenes sin que este pudiera evitarlo, pero el vergonzoso detalle lo inventaba él, tal vez para hacer mi victoria más halagüeña.
Por ser yo quien lo había matado, la cabeza de jabalí me correspondía a mí, y regalé la mitad a don Hermógenes.
Mi padre, que en otra ocasión se habría alegrado de mi brillante bautismo de cazador, aquel día parecía indiferente. Entre él y yo se había levantado un muro de hielo. En lo alto de ese muro estaba el enorme jabalí y al pie la cocinera prostituida. En el centro colgados los calzones mojados de don Hermógenes.
El mayordomo despedazaba los jabalíes y envolvía la segunda mitad de la cabeza del mío en hojas de helecho, para enviarla a casa de don Arturo Ventura, de mi parte, como yo dije.
Iba y venía exultante de orgullo, pensando en la sorpresa de don Arturo y en la rabia de Pilar. Y también, naturalmente, en la alegría de Valentina y de su madre.
Dormimos aquella noche como la anterior. Los perros ladraban en el hondo silencio de la noche.
Al día siguiente nos levantamos con el sol ya luciendo por el valle.
Mi padre quería volver directamente a Zaragoza, pero yo fui a nuestro pueblo en el mismo caballo en que había ido a la cacería. Quería gozar de mis laureles. Me acompañó don Hermógenes una parte del camino.
—Tu padre está enfadado conmigo —me dijo sonriente—, pero no importa. ¿Sabes cuánto ha pesado tu jabalí en bruto? Más de doscientos kilos. Diecinueve arrobas justas. ¡Hermoso animal!
Yo sentía simpatía por don Hermógenes porque le había dicho varias veces a mi padre —años atrás—, que le gustaría que yo fuera su hijo.
En el cruce de caminos, nos despedimos desde nuestros caballos.
Llegué al pueblo y fui a casa de Valentina. Entré con el caballo en el jardín, pero, oh, desgracia, Valentina no estaba y me recibió la cocinera secándose las manos en un mandil. Dijo que la señora y las señoritas estaban en misa. Pilar tampoco estaba. Menos mal. La perspectiva de un diálogo malintencionado con Pilar no me parecía atrayente.
—Ahí tengo —dijo la cocinera— la cabeza del guarro salvaje que le has traído de Zaragoza al señor. ¡Y bien cara que te habrá costado!
—¡Idiota! —le dije de veras ofendido—. ¡No la he comprado!
—¿La ha comprado tu padre?
La miré con los ojos fuera de las órbitas y le dije que el jabalí lo había matado yo. Ella se rió, incrédula, y se metió en la cocina.
Como he dicho otras veces, don Arturo tenía la oficina y los archivos notariales en su misma vivienda, y estaba allí Con sus escribientes. Ocupaba tres habitaciones del lado principal de la casa, que tenía un balcón volado sobre la calle mayor.
Yo me acerqué a la cocina dispuesto a convencer a la cocinen de que el jabalí había sido mi víctima, y allí encontré la media cabeza envuelta en anchas y caladas hojas de helecho. Pensaba que desde los orígenes de la humanidad, aquella pieza de caza y aquel arbusto habían andado asociados. No en vano leía yo mis textos de prehistoria. El jabalí aparece en las pinturas rupestres, y el helecho era una planta que existía en el terciario.
La cocinera, sentada en una silla baja, picaba cebollas y decía:
—El puerco, como feo lo es.
—Lo maté yo.
Ella no lo creía, porque se acordaba de mí cuando yo era pequeño.
—Pero ¿por qué no puedo yo matar un jabalí?
—Pues tú lo sabes mejor que yo, mira este. ¡Si antier como quien dice eras un crío!
—¿Ah, sí? Acuéstate conmigo y verás si soy un crío o no.
Ella se puso colorada. Yo también. Nos quedamos un momento sin saber qué decir. En aquel silencio se oyeron los pasos de don Arturo que se acercaba. Por las mañanas vestía pantalón con polainas y zapatos duros. Pero llevaba un batín de seda azul claro que le parecía el colmo de la distinción, con sus anchas solapas y su cordón franciscano en la cintura. Así recibía a sus clientes. Los empleados, en cambio, iban rigurosamente vestidos de negro.
No debió verme don Arturo, porque yo estaba sentado en la sombra del rincón que daba a la despensa. Se acercó a la cabeza del jabalí, la descubrió, volvió a cubrirla, preguntó si el horno estaba a punto, habló de nueces, setas, clavo y otras cosas indispensables para la salsa. Y preguntó si había vuelto la señora, a pesar de que era una pregunta innecesaria porque saltaba a la vista que no. Cuando iba a retirarse, me vio y se sobresaltó.
—Hombre, Pepe, ¿qué haces ahí? ¿Cómo es que no decías nada?
Se veía que estaba agradecido por mi regalo.
—Lo veía a usted muy ocupado, don Arturo.
Mi suegro me invitó a comer. Como es natural, acepté. Pero lo mismo que la cocinera, don Arturo no acababa de dar crédito a sus ojos.
—Este jabalí lo matasteis don Hermógenes y tú, ¿no es cierto?
—No. Este lo maté yo solo. Yo solo, de un tiro con mi escopeta.
Conté lo que le había sucedido a don Hermógenes, en los mismos términos en que lo había hecho él. Al oír el desenlace, don Arturo no podía comprender y me hizo repetir mis palabras. Luego soltó una carcajada. Con la risa, se ponía su calva roja como un gran tomate. Cuando don Arturo volvió riendo a su oficina, me dijo la cocinera muy alarmada:
—No sé por qué dices eso de don Hermógenes. Aunque sea verdad, no es decente. Es una vergüenza grandísima, digo un borrón en la familia. Sólo un niño pequeño habla de estas cosas. Un niño pequeño como tú.
—¿Por qué no duermes conmigo para ver si soy niño o no?
Ella había decidido ser valiente también. Y venciendo su rubor, dijo mirándome a la cara cínicamente:
—Eso harías tú conmigo en la cama: dormir.
—Haz la prueba.
Callaba la cocinera y yo salí al jardín, vencedor. Mi caballo seguía con la silla puesta, las riendas en el cuello y el rifle enfundado y colgando del arzón. Yo quería que cuando llegara Valentina lo viera así, en equipo de campaña, heroico y aguerrido.
Tenía el animal una cicatriz en un brazuelo, y decidí que habría sido causada por un jabalí en una cacería anterior. Pero don Arturo venía al jardín porque había olvidado ser amable conmigo.
—Las palomas mensajeras —me dijo entre receloso y agradecido— llegaron siempre a tiempo, ¿oyes? Con las cartas. Cada una con su carta en la pata.
Yo no supe qué decir y me quedé mirándolo como un bobo, lo que sin duda le gustó a mi suegro. Él callaba también, y yo veía en sus ojos y en su silencio esta reflexión: «Soy el padre de Valentina. Tú sabes que lo soy y piensas un día ser mi yerno. A mí eso no me parece bien. Por lo menos, es muy prematuro, Pero me has traído media cabeza de jabalí y no vamos a discutir. Especialmente, si tú te, abstienes de hablarle a mi hija de las ventajas del amor libre». Eso me decía con su silencio. Yo le hablé de la victoria de los aliados y, recordando a Juan de la «Quinta Julieta», insistí en las buenas consecuencias que aquel triunfo iba a tener para el progreso de la humanidad. Don Arturo no se dejaba conquistar tan fácilmente.
—Todo eso es verdad, pero ¿por qué escribías las cartas en clave? En mi vida he escrito yo una carta en clave. ¿Por qué tanto misterio?
—Porque alguien violaba nuestra correspondencia.
Viendo que el rostro de don Arturo se ensombrecía, añadí: «Alguna sirvienta de su casa, creo». Don Arturo dijo a media voz, con cierto énfasis: «Tú no tienes personalidad jurídica. Mientras seáis menores de edad la ley no protege el secreto de vuestras cartas. ¿No lo sabes, eso?». Y me miraba en silencio. Por si no estaba bastante claro, añadió
—Ni las cartas tuyas ni las de ella.
Yo veía que quería llamarme «mocoso» —me estaba aplicando ese calificativo en su imaginación—, pero la cabeza de jabalí se lo impedía. Recuperó su humor jovial y, antes de volver la espalda para marcharse a la oficina, me puso la mano en el hombro:
—Bien, al menos mi tesis doctoral os servía el año pasado para cifrar las cartas. Y para alimentar a las cabras. ¿No es eso? Algo es algo.
Me golpeó la espalda y se marchó.
Entretanto, Valentina estaba en la iglesia, tal vez leyendo las palabras del alma enamorada y pensando en mí.
Até el caballo a la reja de la ventana de la cocina. Poco después llegaban doña Julia y sus dos hijas.
Valentina se quedó muda algún rato, porque esa era la manera de demostrar su asombro. Doña Julia hablaba por las dos, Pilar respondió a mi saludo con un gruñido y se metió en la casa.
—Yo sabía que Pepe estaba cazando con don Hermógenes, le pedí a la Virgen de Sancho Abarca que viniera a vernos. Y míralo, madre. Ahí está.
—Un milagro, hija mía —dijo la madre, risueña.
Sin quitarse el velo, Valentina corría a agasajar al caballo. Le trajo agua en un cubo que pesaba demasiado. Tuve que ayudarla y lo dejamos en el suelo bajo el hocico del animal, que bebió sin sed y como por cortesía. Creía Valentina que dar agua al caballo de su novio era una obligación de toda novia que se estimaba. Sobre todo, cuando su novio volvía de una cacería o de la guerra.
Me miraba en silencio, me ayudaba en lo que estaba haciendo y sonreía como siempre produciendo dos hoyuelos, uno en cada mejilla. Había desarrollado alguna pequeña costumbre nueva. Por ejemplo, una cierta coquetería inconsciente que consistía en abrir y cerrar los ojos. Parpadeaba con sus largas pestañas y miraba en silencio.
—Pepe —decía su madre—, ya sé que tu jabalí es el más grande que se ha visto en esta comarca en muchos años, y que lo mataste tú.
—De un solo tiro.
—El mayordomo me lo dijo. Lo encontramos en la calle. Por cierto que te andaba buscando.
Me miraba Valentina con las mejillas encendidas por la fatiga del cubo del caballo. Se veía que las caricias y atenciones que dedicaba a mi caballo eran dirigidas a mí. Y Valentina me decía que la cabeza de jabalí era lo que más le gustaba a su padre. Añadió que aquel mismo día la servirían a la mesa, porque el día siguiente era viernes, no se podía comer carne y su padre había dicho que si no la cocían, es decir —corrigió—, si no la asaban en seguida, comenzaría a descomponerse. ¿No era aquello exactamente lo que había dicho don Arturo? —preguntaba a su madre.
Era Valentina más esbelta aún y debajo de su vestido se insinuaban las dulces combas de las caderas. Sintiéndome obligado a hablar, porque el silencio y los párpados batientes de Valentina me confundían, dije:
—Yo no he comido nunca jabalí.
—Yo tampoco —declaró doña Julia.
—Ni yo —añadió Valentina.
El único que conocía el sabor era don Arturo, quien decía haberlo comido «en gelatina».
Una vez más la madre nos dejó solos en el jardín. Yo recordaba los tiempos en que los grillos vivían allí como en un paraíso.
—Hace fresco —dijo Valentina.
Pero no se nos ocurrió entrar en la casa, donde estaba la pérfida Pilar, que ahora comenzaba a parecer una mujer con sus pechos y que a mí me intimidaba porque me hacía pensar en las estimulantes dobles planas de las revistas galantes. No podía tolerar que la rubia Pilar fuera deseable.
Valentina era la misma de siempre, con su piel trigueña que en las mejillas se hacía color ladrillo cuando se fatigaba. En lugar de entrar en la cocina donde estaba Pilar, tuvo la idea de subir al solanar donde (justificando el nombre) daba el sol matinal de lleno. Yo la seguí. Apoyados en la baranda, mirábamos el caballo.
—Vaya si hace fresco —repitió ella soplándose las manos.
No nos habíamos besado aquella vez al encontrarnos. La presencia de Pilar tenía la culpa, porque ella solía sonreír con el rincón de los labios como si supiera del amor, y sobre todo de Valentina y de mí, más que nosotros mismos. Sonreía Pilar con una ironía altiva y odiosa.
Valentina me miraba y decía:
—Eres más grande que cuando volviste de Reus. Yo te llego al hombro. ¿No has visto que te llego al hombro?
Luego me mostró dos álbumes que tenía en el solanar. Uno era de los baños de Luchón en Francia (se lo había dado yo) y tenía fotos de picos nevados y de puentes sobre ríos muy hondos. También me mostró un libro de aventuras de París que le había regalado su primo y que se titulaba La máscara de los dientes blancos. Había dibujos y fotografías, y yo me parecía en aquel momento a la «máscara de los dientes blancos». Ella miraba mis dientes. Desde que yo había comenzado a tener conciencia viril, me lavaba los dientes cada día y no necesitaba que me lo recordara mi madre. Sabía que entre los recursos de galantería, los dientes limpios tenían primerísima importancia. He aquí, pues, que la providencia me premiaba mi higiénica costumbre, y Valentina me llamaba «la máscara de los dientes blancos» con un acento de entusiasmo.
—Tú —le dije yo— creces como una espiga y eres la más bonita del mundo.
—Ya me gustaría que eso fuera verdad —dijo ella— ahora que soy tu novia.
Parecían llegar las palabras a sus labios sin pasar por su entendimiento. Para lo único que necesitaba su entendimiento, al parecer, era para leer sus lecciones y para descifrar mis cartas en clave. Se acordaba de ellas y también del día que cazábamos palomas escondidos allí y hablando de gigantes. Parecía creer en los gigantes todavía, y eso me chocó un poco. Se lo dije, y ella se apresuró a explicar:
—Sólo creo en los gigantes de madera y de cartón. Desde que vi los gigantes en Zaragoza, tan pacíficos y tan patosos, ya no les tengo miedo. Siquiera los cabezudos que acompañan a los gigantes con sus enormes cabezas y corren detrás de los chicos y les dan con sus zurriagas en las piernas, esos sí que son temibles.
—¿Tú crees?
—La verdad, Pepe, estaba muy contenta de verlos desde el balcón. A mi balcón no podían subir los cabezudos. Y yo los veía dar a los chicos con el látigo y decía: ahí me las den todas.
Yo conocía a aquellos cabezudos de las fiestas del Pilar. Los más populares eran el Boticario, que llevaba un gorro redondo con una borla, el Verrugón, que llevaba un sombrero de tres picos, y una mujer con un nombre ominoso. Los chicos gritaban desde lejos:
Al Verrugón
le picaban los mosquitos…
El cabezudo más popular era, sin embargo, la mujer, a quien llamaban la Putica. Una mujer con un moño enorme sobre su cabeza de cartón. Era la que pegaba más fuerte. Naturalmente, el que se metía dentro de aquel disfraz era un hombre como los otros. Parece que al sentirse llamado «Putica» se enfadaba más, y daba cada golpe que levantaba ronchas.
Oyendo hablar a Valentina de los cabezudos, no podía yo menos de recordar a la Putica y a los chicos que gritaban aquel nombre objecionable y echaban a correr. No me gustaba que Valentina hubiera oído aquella palabra fea. Cuando más ofendido estaba por la hipótesis, Valentina dijo como la cosa más natural del mundo:
—El cabezudo que llamaban la Putica era el peor, ¿verdad?
Estoy seguro de que ella no sabía lo que quería decir aquella palabra, pero la había dicho. Y por un momento pensé que Valentina era diferente de los demás y por eso debía vivir en un lugar adonde no pudieran llegar las voces de los críos corretones y malhablados.
La Putica, ¡bah!
El sucio mundo no la merecía a Valentina, y para ella debía haber un lugar adecuado más alto que la Tierra.
La misma cosa han debido pensar alguna vez todos los adolescentes enamorados que en el mundo han sido. Y luego, con el tiempo, han tenido que cambiar de parecer. Ese es uno de los pequeños dramas de la adaptación a la realidad. La abdicación de una especie de limpidez sobrenatural.
Quería yo advertir a Valentina que no debía decir aquella palabra, pero no sabía cómo.
Casi siempre era yo el que llevaba la iniciativa de la conversación, pero aquella mañana hablaba tanto Valentina, con la alegría del encuentro, que a veces el ritmo de sus palabras no estaba de acuerdo con su respiración y le faltaba el aliento. Entonces, se interrumpía en medio de una frase y a veces de una palabra respiraba hondo, y decía:
—Huy, qué tonta.
No siempre era fácil para ella, ni para mí, hablar. Mientras hablábamos, acodados en el barandal, todo iba bien, pero a veces nos mirábamos de frente y las palabras perdían sentido. Veía yo sus pestañas largas y combadas, su nariz pequeña con las aletas finas, sus labios gordezuelos y sobre todo su expresión toda serenidad y confianza. Entonces yo sentía la elasticidad de la sangre en mis venas. No era exactamente deseo viril, sino presentimiento de una especie de plenitud secreta y difícil. Entretanto, el padre de Valentina podía besar a su hija, doña Julia también. Hasta Pilar la besaba por obligación y sin amor ninguno, todos los días antes de irse a dormir. Podía besarla yo, claro. Pero sospechaba que ahora mis besos tendrían que ser furtivos. Valentina, por otra parte, era de una naturalidad tan directa que a veces me cohibía. Cuando nos mirábamos de frente y sin hablar, ella recibía la influencia de mi perplejidad (como otras veces la de mi alegría, o mi impaciencia, o mi tristeza) y se quedaba también muda y con los ojos muy abiertos, parpadeando.
Yo recordaba los coros de ángeles (las dominaciones, tal como me lo explicó el hermano lego). Y cada ángel podría representar uno de los encantos de Valentina. Uno, la voz. Otro, la luminosidad de sus ojos, otro, la pureza de su rodilla, otro, la gracia de movimientos, porque Valentina no parecía andar sobre el suelo, sino el suelo ponerse debajo de ella. Otro, sus pestañas batientes, otro, su silencio, la inflexión de su voz cuando preguntaba. Otro, su impaciencia si alguien que no era yo le hablaba estando yo delante. Y cada una de aquellas circunstancias tenía una dimensión para la cual no había palabras. Pensaba yo estas cosas y la veía a ella parpadear.
Había otros ángeles, el del olfato, del sabor, del tacto, del oído, del avanzar, del regresar. El de la verticalidad, el horizontal, el durmiente, el insomne. Cada uno tan hermoso como Valentina, e igual que ella, aunque otro. Y cada uno, con su dimensión inefable también. Cuando ella me miraba de frente y muy cerca (como aquella mañana en el solanar), todos los ángeles hablaban a un tiempo y yo me mareaba. O me miraban en silencio, todos, y era peor.
Sentía en aquellos momentos emociones semirreligiosas. El dios mío no tenía forma concreta, pero vivía y respiraba en cada uno de los ángeles de Valentina y en todos ellos juntos. Es decir, en aquellas cosas que merecían mi amor. Dios es (pensaba yo a veces) la suma de todo aquello que amamos: la novia, la gloria, el bien, la belleza, el poder (también el poder), la ilusión, la dulce esperanza, la pierna de Valentina que había querido besar yo en el carrusel y no me atreví, aunque la rocé con mi mejilla. También era Dios el vaso de agua de nuestra sed y el rayo solar en la nube.
Y también estaba Dios en las partes íntimas del cuerpo de Valentina. Yo no podía sino adivinarlas y me parecían hechas de la substancia misma de los ángeles, una substancia en la que Dios ponía lo mejor de su inventiva. Un día, hacía tiempo, había jugado con Valentina a las canicas, e hice un pequeño descubrimiento. Recuerdo que aquel día las cosas tenían halos amarillos alrededor. Yo no pude jugar, es decir no pude acabar la partida. Tenía una rodilla en tierra y la otra en el aire, lo mismo que Valentina. Y las canicas en el suelo formaban una figura geométrica romboidal con tres más alargándose desde un ángulo en línea recta. Muy parecido aquello a la disposición de las estrellas en la Osa Menor.
Era para mí una sorpresa descubrir que Valentina, además de ser única y angélica, tenía también promesas de voluptuosidad. Miraba yo con los labios entreabiertos y secos y en mi mano temblaba la canica de vidrio con espirales interiores de colores: amarillas, rojas, verdes. Todas las cosas placenteras en forma de recuerdo o esperanza estaban presentes en aquel momento: los aromas del agua de colonia de Valentina en el verano, contra los mosquitos que se afanaban y formaban, algunos atardeceres, pequeños enjambres bajo el signo estelar de Géminis.
Otras muchas cosas, como la brisa sobre la piel mojada cuando yo iba a nadar y salía del estanque de la ermita, todo desnudo.
El zureo de las palomas temprano, en la mañanita, aquellos días del verano sin escuela y durmiendo tarde.
La hora de la siesta, cuando el aire de mi cuarto en sombras era atravesado por un delgado rayo de sol que ponía un circulito de oro en el muro, y venía la graciosa niñera que olía a sudor y a hierbabuena y me hacía caricias muy íntimas y luego me decía: no lo digas, porque si lo dices haré san Miguel.
«Hacer san Miguel» era marcharse o ser despedida por los amos. Pero yo tenía una estampa de san Miguel con enagüillas, rodillas desnudas, montado en un caballo rubio.
Había otro san Miguel en la Iglesia, con alas, cara de niña y una espada levantada sobre el dragón.
Hacer san Miguel era perder el empleo, porque el día de san Miguel se hacían los reajustes de la servidumbre en todas partes. Para mí, hacer san Miguel era entonces vestirse de gala con encajes en el muslo y alas postizas a la espalda. Me habría gustado ver a la niñera así. Haciendo san Miguel a la hora de la siesta a solas conmigo en mi cuarto.
Yo no me atrevía a decir a mis padres las cosas que hacía la niñera y decirlo habría sido necesario para que la niñera hiciera san Miguel. (Es decir, se vistiera de enagüillas con espejito en el vientre). Lástima.
Sin embargo, yo veía a Valentina con alas en la espalda y encajitos en el espacio breve que separaba (o unía) los dos muslos. Presente en aquel momento el cimbal vibrador de la torre mudéjar de las monjas clarisas. (Cuando jugábamos a las canicas).
Y las alondras madrugadoras decían siempre, según Escanilla «a juñir, a juñir». Sobre todo, en las mañanas con escarcha en los hierros de mi balcón.
Había otras cosas que eran Dios y eran Valentina. Por ejemplo, el humo soñoliento de las fogatas de hojas secas.
La voz de la gata grande llamando a sus gatitos —que era parecida al arrullo de las palomas—, y a veces llamándome a mí o saludándome al encontrarnos.
El sonido de la gota de agua en el aljibe, después de una tormenta de verano con la luna grande otra vez sobre la barda.
Los juguetes de la noche de Reyes en el balcón, y el sonido de las caramellas que creía oír desde la cama.
La rosa del mes de junio, cuando mi padre miraba una de talle largo y repetía entre dientes, como enfadado: perfecta.
La luz filtrada por las vidrieras de colores de la iglesia de Santa Clara. El iris que reflejaban los vasos de agua sobre el mantel los días de cumpleaños con el violeta en un lado y el rojo en el otro. La luz devuelta por el agua del baño contra el techo en enjambres tembladores.
La mano hábil de la tía Ignacia alrededor de la cintura, vistiéndonos o desnudándonos y tal vez diciendo: ¡no hinches!, porque todos hinchábamos nuestra barriga cuando nos abrochaba.
El pecho suavísimo de la doncella que se casó y poco después era nodriza de mi hermano pequeño, y se desabrochaba y se mostraba rubia y fresca como un tulipán de miel.
Aquel resplandor dorado que ya de noche —después de haberse puesto el sol— se veía a veces en mi cuarto viniendo de no sé dónde.
Todas aquellas cosas rezumaban algún placer en mi memoria. Y los juegos del verano, cuando después de bañarnos en una tina de agua soleada, nos mirábamos los dedos con los pulpejos arrugados, riendo tontamente.
Pero además de estas emociones y otras muchas que se podrían sugerir difícilmente, había algunas imposibles de expresar. La vida era prodigiosa y había que merecerla. No podía imaginar cómo, pero suponía que habría esfuerzo heroico y sangre. También aquella sangre me parecía bien.
No se vertía la sangre para matar, sino para propiciar alguna clase de gloria detrás de la cual estaban los muslos de las muchachas.
Mi inclinación hacia el misterio de aquella carne dulcísima me parecía entonces culpable. No podía comprender que las mujeres, pobres de ellas, nos sufrieran en nuestras ansiedades y deseos a nosotros, brutales y feos.
Todas las mujeres me parecían entonces puras y nosotros (todos los hombres), codiciosos y canibalescos. Yo tendría que evitar mostrarme así con Valentina, y para eso debía sonreírle y decirle «amor mío». Pero no sabía yo decir esas cosas. Y disimulaba y palidecía.
Por el momento, allí en el suelo estaban las canicas vidriadas formando una figura como la Osa Menor. Yo la conocía muy bien la Osa, de los tiempos en que me interesaba por la astronomía y estaba largas horas sentado en el tejado, contra la chimenea, con los gemelos en la mano.
Miraba la Osa en el suelo y sólo veía los muslos de Valentina color ladrillo, pero mucho más claros que los brazos. Entre los dos muslos y en el lugar donde se reunían, había un delicado lenzuelo azul con dos encajes estrechitos, uno a cada lado. Es decir, aquellos no se llamaban encajes, sino entredoses. Mi hermana Concha hablaba de entredoses, vainicas, cenefas y otras importantes cosas.
Allí estaba yo con la rodilla en tierra, sin poder disparar mi canica (que me hacía daño en los dedos) y sin ver sino aquellos entredoses bajo la sombra de su falda. El contacto con aquellos encajes u otros parecidos es el primero, tal vez, que experimentamos al venir al mundo, dormidos en el lecho natal contra el pecho de nuestra madre. Y allí estaban los muslos de Valentina. Frente a ellos, en el suelo, siete canicas distribuidas en forma de Osa Menor.
—Pepe, ¿qué esperas?
Entre ella y yo pasó entonces una abeja zumbadora pequeña flotante. Su zumbido resonaba dentro de nosotros en el sol de la siesta. La tía Ignacia sonreía en una ventana baja y gritaba: «¡Que han venido a buscarte, criatura!».
Pero ahora estábamos callados en el solanar, apoyados en la baranda. Llevábamos un rato callados, y yo miraba abajo un cuadro de coles azulencas y otro de coliflores, y en el aire las palomas y atado a la reja el caballo. El sol nos daba en la cara. Entre las hojas exteriores de las coles se veían cristalitos de la escarcha, luminosos.
Y pensaba cosas raras. Cosas tristes. No comprendo por qué se me ocurrían en aquel momento cosas tan deprimentes. Un día, ya no viviríamos ella ni yo. Tampoco las palomas ni los pájaros pequeños ni las cosas. Aquel solanar, aquella casa de Valentina, se acabarían. Desaparecerían, y la tierra sería igualada encima como si nunca hubiera construido nadie casa ninguna allí. Y llovería como suele llover encima de las tumbas del cementerio. Pero mirábamos al cielo. Había dos grandes nubes grises en forma de globo, con los bordes muy blancos. Valentina decía que siendo pequeña (ya no se consideraba tal) había visto a su abuela muerta en una nube como aquella. Tenía su cofia de encajes blancos y abría y cerraba la boca.
—¿Por qué? —pregunté yo sin comprender.
—Eso yo no puedo decirlo. No lo sé. Aquel día hacía viento y el viento arrastraba despacio las nubes que eran así como algodón. Y ella abría y cerraba la boca.
Había visto Valentina a la otra abuela, la del lado paterno, en otra nube, y esta no cerraba y abría la boca, sino la mano con sus mitones blancos. Porque aquella abuela estaba siempre bordando o escribiendo cartas, y cuando se le engarabitaban los dedos se ponía a abrir y cerrar la mano en el aire. Con los mitones blancos, que tenía siempre puestos, y luego murió y Valentina la veía abrir y cerrar las manos en una nube.
Aquello no lo olvidaba Valentina, porque las cosas que hacían los demás le parecían a ella muy raras. Las nuestras, en cambio no podían ser más naturales.
Pensaba yo en aquel momento que besar a Valentina en los labios debía ser una gran delicia. Pero don Arturo daba grandes voces en la cocina. Hacía visitas para inspeccionar el proceso de cocción del jabalí. Y se apasionaba y alzaba la voz como en un informe forense. A través de aquellas voces de don Arturo yo me sentía victorioso en la vida. «Pero si sale don Arturo y nos ve ¿qué dirá?». Don Arturo no diría una palabra entonces, porque su estómago estaba lleno de jugos anticipados. Y Valentina hablaba. Nunca me había hablado tanto, Valentina. En el aire zumbaba otra abeja que se acercaba a veces al cabello de Valentina, toda dorada en el sol, con dos de sus patitas colgantes como si se fueran a desprender.
En el solanar se arrullaban las palomas mensajeras que habían llevado mis cartas de amor.
Nos sacó de nuestra gloria silenciosa la voz del mayordomo de don Hermógenes, que se presentó con su caballo en la puerta del jardín. Le acompañaba un perro joven de largas orejas. Lo dejó conmigo (para que no peleara con los del pueblo), dijo que vendría a buscarme a mi casa (donde yo iba a dormir aquella noche) al día siguiente temprano, y que si me parecía iríamos después a la estación cazando por la ribera derecha del río con otros dos amigos. Hablaba el mayordomo desde la puerta del jardín sin entrar, y cuando se fue dejó el perro con nosotros. El animalito se llamaba Napoleón, a pesar de lo cual tenía una expresión humilde y al menor signo de atención mía se arrojaba a mis pies con las cuatro patas en el aire. Entonces se veía su vientre rosado y alguna pulga pasando rápida para esconderse otra vez en el pelaje.
La presencia del perro nos sacó a Valentina y a mí de nuestro arrobo y cambiamos opiniones, noticias y recuerdos de la visita de mi novia a Zaragoza. Luego me enseñó un reloj de sol que había construido su padre allí en el solanar y que, según dijo, estaba descompuesto. Yo no comprendía cómo se podía descomponer un reloj de sol, pero si ella lo decía, debía ser verdad.
Llegada la hora de comer, doña Julia nos llamó. Presidía la mesa como siempre la humanidad obesa del notario, quien me preguntó por mi padre y por sus hazañas de cazador. Yo me apresuré a decir con cierta fruición que la cacería había sido para él un completo fracaso.
Al darse cuenta don Arturo de que yo gozaba hablando mal de mi padre, me hizo otras preguntas insidiosas a ver hasta dónde llegaba, pero yo comprendía que se ponía en juego la dignidad familiar y me contuve, aunque difícilmente. El notario pareció al mismo tiempo decepcionado y satisfecho de mí.
Entonces, don Arturo se puso a contar la aventura de don Hermógenes con todo el realismo con que se la había contado yo. Valentina se reía como una loca, su madre sonreía nada más y Pilar cerraba su hocico de gato rubio, miraba a otra parte y parecía pensar: «¡Qué mala suerte tener un padre tan ordinario!». Cuando tenía don Arturo una ocasión para burlarse de alguien, la aprovechaba en seguida como un chico mal educado. Tal vez, pienso ahora, se trataba de un deseo de venganza de hombre demasiado gordo.
La cabeza de jabalí —la mitad, cortada longitudinalmente— se presentó en la mesa en su chocante naturaleza original, y eso permitió a don Arturo hacer alardes de maestresala, trinchándola y sirviéndonos a los demás. Él se reservó un trozo enorme que sacó de detrás de la oreja. A Valentina no le gustaba ver en la mesa la cabeza del animal con algunos de sus detalles anatómicos, pero disimulaba.
—Es un cerdo —decía abriendo mucho los ojos.
—Un cerdo salvaje —corregía don Arturo, sirviéndose vino.
Yo añadí:
—Con colmillos así de largos.
Y mostraba el cuchillo. Como la mandíbula inferior no la habían sacado a la mesa —¡lástima!—, nadie me contradijo. Valentina tragaba un bocado con dificultad y bebía agua.
—Es verdad, que yo los he visto —decía.
Al repetir esta frase enfáticamente, se oyó dentro de la boca del notario un leve chasquido. Se levantó mi suegro encogido sobre un lado y se fue al cuarto de baño. Pero después, volvió con una bolita de plomo blindado en la mano izquierda y con otra en la mejilla.
—Creo —dijo muy dramático— que me he quebrado un diente.
Cuando las relaciones con mi suegro parecían entrar en la vía propicia y amistosa, tenía que romperse un diente contra un balín de mi rifle. El destino me era contrario, Pero las contrariedades del mundo eran pocas para oponerse a la voracidad de don Arturo, quien dejó el balín en la mesa y suspiró. La verdad es que don Arturo no se había roto diente alguno. Miró a su alrededor los platos servidos y se detuvo a contemplar el de Valentina, que estaba casi sin tocar:
—¿Por qué no comes?
Valentina tomaba el tenedor con un gesto heroico, pero sin el menor deseo de hacer uso de él. Mirando los restos de la cabeza de jabalí, dijo:
—Tiene nariz.
—Claro que tiene nariz. ¿Por dónde iba a respirar el animal si no tuviera nariz? ¿No la tienes tú?
Aquello era peor. Valentina miraba la del jabalí arrugando un poco la suya.
—Y algunos pelos —añadió—. No lo han afeitado muy bien que digamos. ¿Verdad, Pepe?
Su madre le retiraba el plato a Valentina y ordenaba a la cocinera que le hiciera una tortilla francesa. A mí tampoco me gustaba mucho el jabalí, pero comí. Hay platos exquisitos que sólo nos gustan cuando llegamos a la madurez.
A medida que comía, don Arturo iba enrojeciendo en los pómulos, luego en la frente y en la nariz. Finalmente, en las orejas. Parecía difícil que se pudiera poner más rojo, pero todavía la sangre enviaba nuevas oleadas cuando reía, cuando hablaba demasiado o cuando se indignaba. La indignación contra mi balín había sido cancelada. Miraba el balín limpio al lado de su plato sobre el mantel, y explicaba que aquel era el que había matado al animal, dado el lugar donde se alojaba. Cuando hablaba así, Valentina volvía a arrugar su naricita.
Yo me puse a hacer elogios de la inteligencia del jabalí, animal de la familia del elefante. Sin citar mis fuentes (que en este caso eran las palabras que Escanilla nos dijo un día desde el pescante del coche), declaré que el cerdo es el más inteligente de los animales domésticos. Después de él venía la cabra, luego el gato, después el perro, tal vez después el burro, luego el caballo…
—¿El burro delante del caballo? ¡Lo dudo! —gritaba don Arturo.
Valentina dijo enfáticamente que ella había visto carros llevados por una fila de tres caballos o mulos y delante de ellos enganchado, y para señalar el camino, iba un borriquito. «Eso quiere decir, papá —añadió muy segura de sí— que el borriquito puede ser el jefe del caballo, ¿verdad?».
Don Arturo ya no escuchaba. Metía en su boca tres alcaparras en vinagre, que tomaba de un plato de entremeses, cogiéndolas por los rabitos. Yo me abstuve, como era natural, de situar a la mujer en orden de méritos con los animales. Y por mantener la iniciativa del diálogo, me puse a hablar de las plantas sensitivas que acuden a donde está el hombre y cambian con nuestra vecindad.
Cité a Félix de Azara, el marino y naturalista aragonés del siglo XVIII. Trataba de atraer la atención de don Arturo, pero este sólo se interesaba en su plato y me respondían doña Julia y Valentina. Recordaba yo para mí lo que había oído decir en mi casa sobre doña Julia y su marido. Parecía que este había tenido dificultades de dinero en sus tiempos de estudiante antes de terminar la carrera, y su novia doña Julia le ayudó y gracias a ella pudo hacer las oposiciones a notarías. Según mi hermana Concha, don Arturo había estado muy enamorado de otra mujer antes de conocer a la suya. El verdadero amor de don Arturo había sido otra mujer, que lo abandonó con traición y engaño. Así como otros enamorados en ese caso se suicidan o se entregan al alcohol o a otros vicios extenuantes, don Arturo decidió entregarse al código civil, cuyas trescientas páginas aprendió de memoria. Y, al lado de aquella orgía intelectual, desarrolló un apetito insaciable. Un apetito de carne y salsas y buen vino.
Por eso, tal vez, cuando don Arturo había comido y bebido a su gusto, se enternecía y llamaba a su esposa «mi ángel tutelar».
Acabada la comida, el notario se fue a su estudio a dormitar en un diván, la madre salió a regar las flores. Pilar se puso a leer una revista y Valentina y yo discutimos sobre materias graves. Una de ellas —nada menos— la iglesia donde nos casaríamos un día. Estábamos de acuerdo en que el amor libre no estaba bien y era necesario el matrimonio. Así, pues, nos casaría mosén Joaquín y, puestos a elegir la iglesia, después de nombrar todas las del pueblo, propuse yo la ermita de San Cosme y San Damián, antigua y de bastante fama, que estaba precisamente cerca de la Herradura. Valentina aprobó mi idea con entusiasmo.
—Estando tan lejos la ermita —decía razonable como siempre— sólo se molestarán en venir a la boda los amigos verdaderos.
No gustaba ella de la gente hipócrita, como Pilar, por ejemplo. Yo tampoco. La cocinera, al oír lo de San Cosme y San Damián soltó a reír con un fondo maligno que yo no sabía cómo entender. Se asomaba a la puerta y me miraba con sorna. Yo despreciaba en todo caso el mundo de las cocineras. Pero ella volvía con sus risas. Más tarde supe que aquella ermita era la que preferían para casarse las campesinas que no habían tenido paciencia para esperar o no habían podido resistir la impaciencia del novio. Es decir, que las mujeres que se casaban allí estaban visiblemente encintas. Solía suceder entre campesinos y gente humilde. La cocinera representaba, una vez más, la procaz realidad interfiriendo en nuestro sentido angélico de las cosas.
Aquel día doña Julia me recordó un hecho notable. Me recordó que yo tenía tres años cuando fui a su casa a celebrar con otros niños la fiesta del bautizo de Valentina. Lo decía doña Julia con la regadera en la mano, porque volvía del jardín. ¿No te acuerdas?, me preguntaba. El día del bautizo de Valentina, yo estaba en su casa con otros niños y tuvimos chocolate y picatostes y agua gaseosa con un azucarillo color rosa metido en el vaso. Un azucarillo como una esponja, grande, que se disolvía.
Yo creo recordar aún hoy la canastilla con lazos de seda color rosa, en la que se veía la carita de Valentina y su boquita plegada en forma de punta de flecha, los ojos dormidos y los dos puños con uñas pequeñísimas cerrados uno a cada lado del rostro. La besé, sin perder de vista los jarabes de colores ni el pastel que había en la mesa. Creo recordar también que había una niñera muy joven de doce o trece años, cerca de la cuna, vestida de blanco. Yo, según doña Julia, miraba al bebé como un objeto precioso. En realidad, lo había sido para mí, Valentina, siempre.
Volvimos a hablar de Zaragoza y de nuestras memorias de aquella ciudad. La «Quinta Julieta» había hecho en Valentina menos impresión que en mí, pero se acordaba muy bien del busto de Bizancio, del cuervo parlante y de las ranas que lanzaban por la boca chorros de agua a una gran altura. También se acordaba de Juan, el hombre que hablaba con las plantas.
Mi despedida de Valentina no fue triste. No había nada triste entre nosotros, ni siquiera las despedidas. Era sólo un cambio de condiciones en nuestra gozosa relación. «Ahora —parecía pensar ella sonriendo con los ojos— Pepe se marcha y la conversación se acaba, pero estaremos pensando el uno en el otro y enviándonos cartas con palomas mensajeras o por correo ordinario».
Antes de separarnos le dije que, en el futuro, cuando recibiera una carta mía, levantara el sello de correos con cuidado porque debajo, en el sobre, yo escribiría algo muy secreto, tal vez algo que nadie más que ella debía leer. Lo escribiría con letra muy pequeña, pero ella podría leerlo en todo caso con una lupa. Al mismo tiempo yo pensaba qué cosas terribles podría haber en nuestra vida que necesitaran ser dichas de aquel inquietante modo.
Fui a dormir en mi antigua casa y, por primera vez, comprendí lo que es la soledad en una enorme mansión desierta. Todo era rumores y ruidos y chasquidos de muebles. Creí, algunas veces, que llamaban a la puerta de mi cuarto, oía pasos por la escalera. Por fin me dormí, ya muy tarde.
Y me despertaron los aldabonazos de los cazadores de don Hermógenes. Poco después salía yo también a caballo y marchamos por la ribera hacia la lejana estación. Los otros tres jinetes me dejaron a mí un extremo, como se suele hacer con el cazador más joven. Yo seguía con la imagen de Valentina en mi recuerdo, y comenzaba a sentir tristeza por la separación.
Íbamos entre la carretera y el río, por una ancha faja de más de un kilómetro, donde poco a poco los plantíos se hacían raros hasta desaparecer y convertirse todo en retama y mata baja.
—Esta tierra —habló el mayordomo— rezuma agua salobre.
—No es salobre —dijo otro—, pero aunque sea agua dulce se aguachinan los plantíos y todo se malmete.
Yo dije, al azar, recordando el álbum del pigmeo donde había leído nociones de agricultura:
—Tal vez sería buena esta tierra para arroz.
Me miraron extrañados, porque nadie cultivaba arroz en la región y no tenían la menor idea de lo que aquello podía ser. Pero la verdad es que unos años después los campesinos plantaron arroz en aquellos terrenos, y algunos se hicieron ricos.
El mayordomo hablaba todavía de los jabalíes muertos dos días antes, cuando vimos una liebre avanzando delante de nosotros a grandes saltos. Los perros que llevábamos no eran buenos para las liebres (eran más bien perdigueros) y había que contar sólo con los caballos y las escopetas. Yo disparé, pero la liebre estaba lejos. Mi disparo levantó una bandada de doce o quince perdices a poca distancia, con un fragor parecido al que podía hacer un motor de aviación. Aquello nos asustó a todos, incluidos los perros y los caballos. No dio tiempo a nadie a disparar, porque el vuelo de la perdiz es muy rápido.
A partir de aquel incidente la caza tomó un aire grotesco y risible. El mayordomo culpaba a los perros de negligencia, y le lanzó a uno de ellos un rebencazo, alcanzándolo en el lomo. Resentido, el animal se negó a cazar. Se adelantaba tanto que si levantaba algún pájaro era a una distancia muy superior a alcance de nuestras escopetas. Parecía hacerlo a propósito. El otro perro hizo causa común. Se conducía con una inteligencia superior a lo que se podía esperar de dos animales, y a veces se juntaban y parecían hablarse al oído un momento. Luego miraba hacia atrás y avanzaban corriendo, para ponerse fuera de nuestro alcance. A mí, todo aquello me hacía reír, pero el mayordomo juraba que los iba a matar y los ofendía insultando gravemente a sus madres.
Saltaron dos perdices más y disparamos todos sin consecuencias. Lo curioso fue que mientras cargábamos otra vez las armas, volaron tres más y nadie tuvo ocasión de tirar. Lejos, los perros parecían reírse de nosotros.
Nunca habíamos visto más caza, ni cazado menos.
Como digo, todos reíamos de nuestra torpeza, menos el mayordomo, que acusaba a los perros, como él decía, de «mala leche».
Íbamos a cruzar el río para acercarnos al coto de Ramírez, donde tenía que dar el mayordomo un recado en relación con la invernada de los ganados. Nos metimos en el agua y los perros se quedaron atrás sin decidirse a seguirnos. Miraban pensando que tal vez volveríamos, por lo cual no valía la pena molestarse en vadear el río. Cuando vieron que seguíamos tierra adentro, uno de ellos pareció dispuesto a nadar, pero se quedó con una mano dentro del agua y la otra levantada en el aire mirando a su compañero. Por la expresión, los perros parecían estar diciéndose: «¿Adónde van esos imbéciles?». El mayordomo estaba fuera de sí y les arrojó dos o tres pedradas sin alcanzarlos. Los perros buscaron algunas lajas secas para avanzar lo más posible a pie enjuto. Desde lejos, y viendo aquellas precauciones, el mayordomo llamaba a los perros «maricas» y «daosportal». Por fin, los perros nadaron con la barba sobre el agua, gimiendo para llamar nuestra atención sobre el sacrificio que hacían sin que nosotros, ingratos e ineficientes cazadores, lo mereciéramos.
Al llegar a la orilla se sacudieron, arañaron el suelo con las patas traseras y avanzaron mateando, resueltos, al parecer, a ocupar su puesto de exploración.
Yo hallé en el morral restos de la comida de la cacería anterior y arrojé a los perros un trozo de pan que estaba mojado conjugo de carne asada. Iban los animales golosamente a comerlo, cuando el mayordomo les arrojó el caballo encima:
—¿Qué hace usted? —me dijo escandalizado—. ¿No sabe que si comen pierden el olfato y no cazarán?
Conocía muy bien lo que sucedía con los perros de caza porque había sido sotamontero en casa de Ramírez, siendo joven. Se apeó, los alejó con el rebenque y cogiendo el pan lo dio a comer al caballo. Los perros, decepcionados, corrieron hacia nuestra vanguardia y siguieron mateando, pero demasiado lejos otra vez.
Cuando poco después saltó otra liebre, uno de los perros se quedó mirándola con las orejas nerviosas y el otro alzó la pata sobre un romero, visiblemente dispuestos a exasperarnos a todos. Luego salió corriendo para ponerse otra vez fuera de nuestro alcance. Yo los disculpaba:
—Son perdigueros. ¿Qué quiere usted que hagan con una liebre?
—Su obligación —gritaba el mayordomo— es seguir el rastro ¿Cuándo se ha visto a un perro ponerse a mear cuando salta la liebre?
Yo disimulaba la risa, para no exasperarle.
No cazamos nada, y a las dos de la tarde estábamos muertos de hambre. Cuando llegábamos al coto de Ramírez nos salió a encuentro una mujer de mala apariencia. Era la guardesa y dijo que estaba sola.
—La paz de Dios —dijo el mayordomo con cierto retintín.
—Así sea.
—Traemos más hambre que una caravana de gitanos.
—Lo siento —dijo ella—. Esto no es una fonda y, además, hoy es viernes de cuaresma.
Descabalgamos. El mayordomo se acercó a la guardesa y le dijo:
—Vamos, Marta. ¿Es que no nos conoce? Somos cuatro hombres con las tripas vacías.
—Hay maneras y maneras. Digo de acercarse a mi casa.
—¿Tiene jamón?
—No —dijo ella mintiendo—. No hay jamón.
—¿No tiene carne en adobo? Buenas conservas de tocino debe tener y buenos perniles colgados.
—Aunque los tuviera, ya digo que no es día para comer carne en tierra de cristianos. Y no se come carne debajo del techo de mi casa.
—La comeremos aquí afuera, digo, en el cobertizo si es por eso. Tengo dispensa del papa.
—¿Dónde?
—En el forro de los calzones.
Acababa de decir esto el mayoral, cuando en el corral de la casa se oyeron dos tiros de escopeta y un fuerte alboroto de gallinas Casi al mismo tiempo, salió otro cazador con tres de ellas colgadas de las patas.
La guardesa puso el grito en el cielo. De vez en cuando, decía entre dientes palabrotas terribles. El mayordomo le respondía muy cortés, pero empleando palabras igualmente malsonantes. Los demás aguantaban la risa.
En un momento las gallinas estuvieron limpias, descuartizadas y puestas en dos grandes sartenes sobre el fuego del hogar. El aceite comenzó a hervir y a mezclarse con la grasa amarilla. La guardesa iba y venía murmurando:
—¡En viernes de Pasión! ¡Y las tres mejores gallinas del corral que me han matado!
—Usted disimule, señora Marta —decía el mayordomo guiñándonos un ojo—. Se pagarán en lo que valen y en otro tanto.
Yo, a la sombra de un árbol, sentía en mis piernas la flaqueza del hambre.
La señora Marta, mujer de pelo gris y de anchas caderas, iba y venía rezongando todavía entre dientes. Un pastor que se había acostado en la cadiera de la cocina la veía atenta a su faena. De vez en cuando, con una cuchara de madera, la vieja sacaba un poco de caldo y lo probaba. Luego añadía sal, aceite o vino blanco. Cuando parecía que la carne estaba ya a punto, la vieja cocinera sacó medio higadito, lo probó y lo comió. Luego sacó otro medio y tres riñones. Al ver que los comía también, el pastor se levantó despacio, salió a la puerta y dijo:
—Eh, vengan pronto, porque esta vieja nos va a acabar de emporcar el Viernes Santo.
Nos acercamos y fuimos instalándonos en la cocina. El campesino pone su decoro en la lentitud de los movimientos que se relacionan con el comer. Comimos y bebimos, reposamos la comida media hora, pagamos y volvimos a montar a caballo. La guardesa no quería recibir sino la mitad del dinero que le ofrecía el mayordomo, y por esa pintoresca razón volvieron a pelear. Al final el mayordomo cogió el dinero que ella le devolvía y montamos todos a caballo.
Los perros nos habían abandonado. Nosotros, sin perros y con el estómago lleno, tampoco teníamos ganas de cazar. La guardesa rezongaba a nuestras espaldas sobre el pecado que habíamos cometido y el mayordomo le gritó alegremente:
—Abur, en el infierno nos encontraremos un día.
En la estación devolví el caballo al mayordomo. También la escopeta y las municiones. Nos despedimos y me quedé solo en el andén. No había ningún otro viajero. Tal vez tampoco bajaría nadie del tren en aquella estación. El hecho de que el tren se detuviera sólo para mí, halagaba un poco mi vanidad.
Fui a sentarme en un banco que había debajo del gran reloj, pero me dolían los huesos. La falta de costumbre del caballo. Me costó algún trabajo sentarme. Y después, levantarme, también.
Ya en el tren, pensaba que Valentina y yo podríamos vivir en la casa de la guardesa —yo guarda y ella mi mujer—. Ni ella ni yo necesitaríamos más. Pero la gente se había puesto de acuerdo para que yo tuviera que estudiar ocho o diez años lejos de ella, solo, aburrido y triste. Al parecer, la sociedad no necesitaba enamorados, sino ingenieros, abogados, médicos, etc. Una vez más, el mundo de los mayores era incongruente. Y aquella incongruencia resultaba abyecta. Mi padre, por ejemplo, haciendo revelaciones «en tercera persona» a sus amigos. Y habiendo permitido que un hijo suyo natural (yo me negaba entonces a aceptar que pudiera mi padre ser inocente) creciera sin nombre en un hospicio público. Un día encontraría yo a aquel pobre muchacho y nos miraríamos sin conocernos. Aquello me parecía a un tiempo criminal, diabólico, triste y vagamente confortable.
A veces pensaba que mi padre era de veras mi enemigo, pero la verdadera enemistad vino más tarde.
Al llegar a Zaragoza me dediqué a estudiar porque se acercaban los exámenes. Mi sistema de estudiar consistía en familiarizarme con los sumarios y los índices de los textos y atrapar lo sustancial de los dos o tres capítulos principales. Pasé sin pena ni gloria.
Había mucha agitación obrera aquellos días en Zaragoza, y de pronto se declaró la huelga general revolucionaria, La temible huelga general. Zaragoza respondía a los estímulos de Madrid y la vida de la nación estaba casi paralizada. Yo, lleno de curiosidad, iba y venía por Zaragoza queriendo verlo todo.
Como al iniciarse la huelga general se había declarado el estado de guerra, las tropas patrullaban por las calles. En la plaza de la Constitución, frente al hotel Europa, había un escuadrón de caballería, y yo pensaba en mi amigo Baltasar que había vuelto al pueblo y oía por fin cantar los pajaricos en las huertas.
El escuadrón, con los soldados montados, esperaba inmóvil allí horas y horas. Esperaban órdenes para cargar sobre la multitud, si esa multitud aparecía. Felipe no creía que llegara el caso. Según él, sacaban las tropas sólo para asustar a la gente. Y Felipe no estaba asustado. Yo tampoco. Sólo se asustaban nuestros padres.
Felipe tenía novia. Ni más ni menos que yo. Aquella era la razón de que nos viéramos menos. Yo le pregunté si la quería mucho, y él dijo que sí aunque «no para casarse». En eso se diferenciaba de mí. Fuimos juntos a ver el escuadrón destacado frente al hotel Europa. Los caballos habían ensuciado mucho aquel lugar, antes tan limpio, y su estiércol se acumulaba, lo que daba de pronto a aquel rincón civilizado un aire muy aldeano y agreste.
Moscas grandes zumbaban alrededor, y en aquellas moscas sentía yo lo bárbaro y terrible de la guerra.
La plaza estaba desierta. Los comercios cerrados y los que tenían que estar abiertos por obligación, como las farmacias, las panaderías y algunos otros, tenían las puertas entornadas.
No circulaban coches ni tranvías.
La huelga había sido completa y la vida de la ciudad estaba paralizada. Yo salía de casa continuamente, con el pretexto de comprar periódicos si llegaban de Madrid, pero ni los periódicos habían sido impresos ni los trenes circulaban.
El paro había sido general, no sólo en Zaragoza, sino en toda España.
Pasaba yo largas horas en el balcón que daba al Coso. La placa de la compañía de seguros sujeta con grapas de hierro en la barandilla misma y con fuertes tirantes de acero que se empotraban en distintos lugares del muro, era como un parapeto. Salía yo con mis gemelos y en el Coso desierto, en las patrullas vigilantes, en el silencio de la ciudad y en la arena amarilla que habían arrojado sobre las amplias aceras, en todo aquello veía la presencia de una arriesgada y amenazadora aventura. Nunca había visto nada igual, y lo excepcional de la situación me hacía feliz.
Buscaba ansiosamente alguna clase de violencia y de tragedia, y la encontré donde menos la esperaba.
En aquel lugar del Coso, adonde afluían callejuelas de todas partes, principalmente de barrios humildes, obreros y artesanos, aparecieron de pronto algunos grupos de trabajadores. Al principio no parecían tener relación entre sí, pero de pronto se unieron y formaron una masa considerable. Al mismo tiempo, se oyó un cornetín de órdenes con el toque de atención y, sin dar lugar a más, sonaron seis o siete disparos de fusil.
Habían disparado los soldados de una patrulla de caballería con sus cortas tercerolas. Los grupos se disolvieron y quedó en tierra, sobre el asfalto, en medio de la calle, un herido. Al principio yo creí que estaba muerto, pero lo vi incorporarse y volver a caer. Perdía sangre y estaba muy pálido. Yo dejé el balcón.
—¿Adónde vas? —preguntó mi padre.
—Hay un herido abajo.
—¿Y qué vas a hacer tú? Hay equipos sanitarios para eso.
Yo me asomé otra vez al balcón. Y dije:
—Los sanitarios no acuden y el herido se mira las manos llenas de sangre y no sabe qué hacer.
Propuse bajar y traer al herido al portal de nuestra casa. Allí le auxiliaríamos.
—Te he dicho —repitió mi padre irritado— que no te metas en lo que no te importa. El caso de ese hombre es lamentable, pero él se lo ha buscado.
Entretanto, frente a mi casa se desangraba el herido y los vecinos no querían saber nada. Mi padre tampoco. Detrás de los balcones de un entresuelo vivía el empresario de la plaza de toros. Su hija debía estar, como las mujeres de mi casa, en las habitaciones interiores, asustada por los disparos. Era una figurita de marfil, delicada y perfecta. Encima, vivía una mujer de rostro grave y gran trasero. Había cerrado las maderas de sus balcones.
En mi casa todo estaba cerrado también menos el balcón donde yo vigilaba. Volví al interior y pedí a mi padre una vez más que me dejara bajar. Mi padre negaba:
—Figúrate que el herido muriera en nuestras manos —decía—. La ley es fría y compleja. Habría declaraciones y complicaciones legales.
—¿Qué importa eso? ¿Qué le importa la ley al hombre que se está muriendo?
—Soy tu padre y te ordeno que te estés quieto en casa.
Me quedé un momento indeciso en la escalera y luego eché a correr hacia abajo. Cuando estaba en el rellano del piso inferior, mi padre se asomó a la barandilla diciendo algo que no entendí. Luego oí el golpe de la puerta al cerrarse con violencia. Corrí a la calle. Al llegar al lado del herido, este estaba muerto y yo miraba con recelo las casas de alrededor cerradas y frías como un enorme anfiteatro vacío. Comprendí por primera vez en mi vida que la calle es un lugar de intemperie y riesgo. Al comprobar que el pobre hombre había muerto, no me atreví a tocarlo. Un muerto ya no es un hombre, sino esa cosa terrible y sin lógica alguna que la gente mete en un hoyo en la tierra y sobre el cual se arrojan flores y oraciones y se dicen palabras elogiosas. Es admirable y esforzado morir, y la gente habla bien del que ha muerto. Mi generosidad de niño tropezaba con aquellos ojos abiertos y empañados. Otras veces, en algún caso parecido, había sido mi crueldad también de niño, es decir, arbitraria y sin normas. Me separé despacio del cadáver y volví a mi casa.
Todo el día estuvo el pobre hombre allí. No sé cuándo lo recogieron ni quién se lo llevó.
Mi padre evitaba cruzar conmigo la mirada.
La huelga duró varios días, al cabo de los cuales se reanudó la vida normal poco a poco. La prensa daba noticias sensacionales y hablaba de violencias en Madrid y en Barcelona. Sobre el hombre muerto en el Coso, frente a nuestra casa, no decía nada. En vano buscaba yo la noticia en los periódicos. De ese hecho deduje que habían sucedido otras violencias como aquella, de las que tampoco hablaba la prensa.
Poco después fui a la Quinta Julieta y supe que Juan estaba en la cárcel como preso gubernativo. Más tarde lo pusieron en libertad, y cuando lo vi me habló de las cosas de la vida ordinaria como si no le hubiera sucedido nada. Le conté lo del obrero muerto con una indignación sincera, y él me preguntó:
—¿No conoces todavía a Checa? Digo a ese que tiene un puesto de periódicos frente al Salón Doré.
—No. No he ido a verlo aún.
Me disculpé con mi trabajo de estudiante. Deseaba acercarme a Checa y al mismo tiempo tenía miedo. Suponía que desde el momento en que lo conociera mi vida cambiaría, para bien o para mal. Y repito que tenía miedo.
Como si la providencia quisiera aligerar la atmósfera dramática de aquellos días con cosas grotescas y risibles, el viejo Escanilla, que no había estado nunca en Zaragoza, llegó con el propósito de conseguir un soto de mi padre para trabajarlo «a medias». Llamaban soto a una tierra de regadío junto al río, y el buen viejo contaba ocurrencias cómicas que decía que le habían pasado a él. Se daba cuenta de que nos caía en gracia y, sin perder su aire cachazudo, hacía un poco el bufón.
Mi padre, sin dejar de reír, decía:
—Ese Escanilla sale a los suyos. Todos han sido en su familia farsantes y embusteros.
Yo creo que le dio el soto a Escanilla por aquellas bromas. Y más tarde, Escanilla nos mandaba cestos de frutas mucho mejores que las de la ciudad.
Al volver Escanilla al pueblo yo le di una larga carta destinada a Valentina, donde le informaba de la huelga general y de mi intervención para salvar la vida del obrero herido. «Esfuerzo baldío —añadía— por desgracia». El mismo día escribí otra carta y la eché al correo. En ella prevenía a Valentina sobre la que debía entregarle Escanilla, para que no se la robara su hermana Pilar. En una esquina del sobre escribí con letra muy menuda: «¡Viva la revolución!». Cubrí ese grito subversivo con el sello, que mostraba sobre fondo azul la mueca borbónica de Alfonso.
En aquellos días mi padre comprendió que yo no le tenía respeto alguno. Cada día nuestros altercados eran peores. Pero hay algo más grave que las discusiones agrias: los silencios. Un día me dijo, de pronto:
—Estoy harto de tus silencios de doble intención. ¡Lo quieras o no, soy tu padre!
—Y yo tu hijo. Tu hijo legítimo, menos mal.
—¿Qué quieres decir? ¿No tienes el valor de tus opiniones? ¿Qué quieres decir?
Callaba yo y callaba mi padre, y el diálogo quedaba cortado de un modo absurdo y dejaba entre los dos un gran espacio vacío que cada cual llenaba con su imaginación.
Los negocios de mi padre iban mal, y el malestar y la irritabilidad que aquello le causaba agravaba nuestras relaciones. El día que mi padre comprendió la causa de mis reservas —las confidencias de la Herradura— comenzó a odiarme, según creo. Su odio era secreto también y mucho peor que el que se produce a veces entre personas extrañas. Al parecer, se sentía culpable, aunque ya digo que probablemente no tuvo nada que ver en el desgraciado incidente de la cocinera. Mi reacción no fue de rencor, sino de indiferencia, desdén y alejamiento.
Naturalmente, era peor.
Aquel verano, un amigo de la familia, que se llamaba Fernández, compañero de mi padre en desventuras financieras —había perdido también dinero con los bonos alemanes—, que era director de una empresa de droguería, farmacia, fotografía, perfumería y ortopedia, vino a comer a casa y después de la comida me llamó aparte y hablamos. Era un hombre grande, hermoso, muy parecido a lo que los americanos consideraban el modelo de belleza viril. Hablaba de un modo lento, aplomado, seguro de sí. Escuchándose, un poco.
La manía de aquel hombre consistía en meterse en las vidas ajenas y arreglar los asuntos de los demás. Algunos conocidos nuestros debían a su intervención favores especiales que a menudo tenían algo que ver con la armonía interior de la familia. Yo sentía cierta admiración física por aquel hombre. Parecía un atleta griego. Pero había alguna razón —tal vez su ocasional solemnidad— por la cual yo no llegaba a tomarlo del todo en serio.
—A tu padre —dijo echándose atrás en el sillón y mirando al techo— le han ofrecido para el otoño un puesto de cierta importancia fuera de Zaragoza. Está pensando en dejar sus negocios y aceptar. Es el puesto de secretario del ayuntamiento de Caspe. No es Caspe una aldea ni una ciudad de poco más o menos. Es una población grande con gloriosa historia. Si tu padre acepta, no me extrañará lo más mínimo que toda la familia vaya a vivir allí.
—¿Y la compañía de Seguros en la cual trabaja ahora?
—Va a ser disuelta y su cartera de pólizas asimilada por otra compañía: La Catalana.
Mi padre llevaba meses diciendo de un modo ligero y amenazador que La Catalana —compañía rival— se iría a pique y que la empresa suya le compraría su «cartera de pólizas». Sucedía exactamente lo contrario y yo me alegraba.
Fernández seguía hablando y, a través de sus palabras, entre las cuales sonaban como graves campanadas las frases rituales —la juventud reflexiva, las responsabilidades del ciudadano y del hijo mayor, mi futuro, los reveses económicos de mi padre, el honor de la familia— a través de sus palabras, digo, yo pensaba en la histórica ciudad de Caspe. La ciudad del Compromiso. ¿El Compromiso? ¿En qué consistía el famoso compromiso? En la Edad Media se trataba de coronar un rey. Andaba a todo el mundo en facciones y peleas. Fue por cierto aquella la época —hacia el año 1313— cuando las ordenanzas del castillo de Sancho Garcés fueron escritas (digo las que encontramos en los subterráneos y copié de memoria más o menos fielmente en el primero de estos cuadernos). Me habría gustado saber en aquel momento de parte de qué bando estaban los señores del castillo de Sancho Garcés Abarca, pero habría tenido que buscar libros de historia y esa no era mi inclinación. Oyendo hablar a Fernández, pensaba sin embargo en todo eso.
—En esas circunstancias peculiares —decía Fernández— tu padre aceptaría sin duda el nombramiento. Si acepta, será para ir allí en octubre. ¿Te gustaría a ti quedarte aquí, en Zaragoza, y seguir yendo al instituto? Tu padre no va a pagar el internado en los jesuítas y menos la pensión de una casa de huéspedes, que son centros de corrupción. Pero si este verano vienes a mi farmacia, en dos o tres meses aprenderás bastante, y en octubre me comprometo a encontrarte empleo aquí en Zaragoza. Podrías entonces trabajar interno en una farmacia y acudir a las clases y tener además un pequeño sueldo. Todo de un modo razonable y decoroso. ¿Eh?
—Durante estos tres meses de verano, ¿qué seré yo en su farmacia?
—¿Qué vas a ser? Un aprendiz. ¿Es que quieres entrar como ingeniero jefe de laboratorios?
La empresa tenía laboratorios donde fabricaban varios específicos contra el reuma, las enfermedades del hígado y riñones y el estómago.
«¿Laboratorios?», me dije yo entre dientes sugestionado.
Aquella palabra —laboratorios— me sonaba bien. Yo no sería un aprendiz de comercio, sino un hombre de ciencia como Lavoisier, de quien nos habían hablado en el instituto. Con una bata blanca y mis preparaciones para el microscopio. Me dejaría crecer la barba cuando la tuviera, porque eso hace bien en un sabio. Vigilaría las cristalizaciones, trabajaría en silencio por el bien de la pobre humanidad irredenta. Y Valentina sería mi adorable auxiliar. Aquello era distinto. Entre Valentina y yo redimiríamos del dolor a la pobre humanidad.
Acepté y Fernández se levantó, puso su mano en mi hombro, me miró con la satisfacción de su victoria y añadió:
—Puedes ir a la farmacia cualquier día. Por ejemplo, el lunes de la semana próxima a las ocho de la mañana.
—Está bien.
Cuando se marchó Fernández y me quedé solo, tuve de pronto la impresión de haber sido engañado y estuve pensando si debía o no presentarme el lunes en la farmacia. Concha me preguntó:
—¿Es de veras que vas de aprendiz a una droguería?
—No. Voy a trabajar a un laboratorio químico.
Busqué libros y leí en dos días muchas cosas sobre mineralogía y química orgánica que me permitirían hacer un buen papel en la farmacia el lunes, según pensaba. Además, hice una exploración discreta del lugar adonde iría a trabajar. Me acerqué a la farmacia por el arco de Cinegio y después por la amplia calle de Don Jaime, que también se llamaba calle de San Gil porque estaba allí la parroquia de ese nombre. Y estuve investigando de lejos, otra vez de lejos. La casa hacia esquina. Tenía grandes puertas que daban a la calle de Don Jaime. Aquellas eran las puertas de la droguería donde vendían, no sólo productos para las farmacias de toda la provincia, sino también sulfato de cobre para las viñas y desinfectantes para los establos. Allí estaba la parte gruesa y vulgar del negocio. En el mismo edificio, pero en lugares distintos, había tres departamentos: la perfumería, en la que trabajaban dos muchachas bastante lindas con vitrinas llenas de poéticos anuncios, la fotografía, que era atendida por un joven pariente de los dueños y que tenía cámaras alemanas con objetivos muy complejos, televisores como el que decía tener Planibell (y nosotros no habíamos visto), carretes de film y otras cosas. También recibían allí negativos para revelar. En una esquina estaba la tienda para ortopedia y prótesis, con piernas articuladas y bragueros para herniados. Aquello, digo tenía un aspecto más decoroso, es decir, menos comercial.
Pero la farmacia era todavía mejor. Ni siquiera había un lugar abierto al público ni el horrible mostrador para apoyar las manos mientras se decía al cliente: ¿qué desea, señor? Para decir eso había que tener la cara pasiva, fría y atenta de los comerciantes. Por otra parte, era necesario discutir y regatear con los clientes sin irritarlos, porque los clientes tienen razón. El lugar donde entraba el público era un gabinecito tapizado lindamente, con un diván de terciopelo azul y dos sillones. Todo en una dulce media luz. La puerta que daba a la calle tenía grabado en los cristales el caduceo de Mercurio, es decir, la varilla rematada en dos alas con dos culebras enroscadas en direcciones contrarias.
Todo resultaba más técnico que mercantil. Era como la antesala de un doctor o de un dentista próspero. Había siempre revistas para entretener la espera. Y nosotros, es decir, los empleados, no teníamos necesidad de salir de allí, porque había en uno de los muros dos taquillas pequeñas, bastante separadas entre sí. En una de ellas se recibía la receta del médico y se tasaba. Mientras la preparaban los empleados, el cliente aguardaba leyendo una revista y cuando recibía la medicina iba a la segunda ventanilla y pagaba. Todo en una manera bastante impersonal. La providencia velaba por mí.
El saloncito tenía otras cosas delicadas. Entre las dos taquillas había una palmera enana con una cinta azul celeste. En esa cinta estaba escrito con letras góticas un proverbio de Hipócrates sobre la salud. Aquella palmera estaba siempre verde, y una vez que se puso enferma la curaron con productos de la farmacia como si fuera una persona. Yo decía: lo que necesita es sol. Pero los otros decían que necesitaba nitrógeno.
Los primeros días anduve por allí lleno de curiosidades. Había un encargado de más de cuarenta años con cara de actor dramático, un poco gordo, pero ágil de movimientos. Me recibió extrañado. Se llamaba Linares. Había otros dos dependientes, maduros ya. Olvidaba decir que había también un aprendiz. Un chico más pequeño que yo, aunque de mi edad misma, con pelo rubio de panocha, cara pecosa, boca ancha y burlona y perfil de picardía. Mis lecturas sobre mineralogía no me sirvieron para nada, con él. Era vivo y movedizo como un mono de la selva africana, aunque con pelo rubio. Yo me decía, mirándolos de uno en uno a todos: menos mal, ninguno tiene aspecto de comerciante. Y repasaba mentalmente mis nociones de química mineral o de química orgánica. Y pensaba en las sales, los ácidos, los álcalis, los alcaloides, etc. A veces, decía al azar la fórmula del ácido nítrico, pero nadie me hacía caso.
Llamaban al otro aprendiz por el nombre de su pueblo. Letux. Era atento, trabajador, activo. Su aire de pícaro quedaba desmentido en seguida por su conducta. Era uno de los chicos más responsables que he visto en mi vida. Me recibió con simpatía.
—¿Entras con sueldo? —me preguntó—. ¿No? Yo tengo tres duros mensuales de salario.
El primer día no sabía qué hacer. Hablando al desgaire con el jefe, le dije otras fórmulas de ácidos y él me respondió:
—Puedes distraerte mirando los frascos en las estanterías y aprender su colocación, para saber dónde hallarlos cuando sean necesarios.
Yo buscaba en vano las redomas misteriosas, los cristalitos de las preparaciones, los microscopios. El laboratorio, en fin. No veía sino una larga mesa de mármol blanco, separada en dos a lo largo por una doble estantería e infinitos frascos con tapón de cristal: tinturas de yodo, de benjuí, de belladona, de acónito, de genciana, etc. Algunos frascos tenían debajo del letrero una calavera y dos tibias. Venenos. Aquellas calaveras me sonreían a mí y yo pasaba revista a las hileras de frascos, botellas, tarros, redomas —millares de ellos— como un capitán a sus ejércitos. Aquellos frascos no eran soldados, pero la mayor parte podían causar la muerte.
Eso daba a mi presencia en aquel lugar un cierto aire trascendental. Tenía al alcance de la mano mi muerte y la de otras muchas personas. Menos mal. La humanidad debía agradecerme que no hiciera uso de mi poder.
Cuando aquella noche volví a casa, fue lo primero que dije. Concha me miraba con admiración y decía que yo olía a farmacia y que aquel olor le parecía importante. «Entonces —le dije yo en broma— no debes decir que huelo, sino que trasciendo».
Por la noche leí otra vez mis libros de química. Al día siguiente, volví a la farmacia y hacia media mañana estaba diciéndole al jefe Linares la fórmula del agua oxigenada y el nombre científico del benzonaftol, que era un producto de la clase de los metabenzamido-semicarbácidos (lo había aprendido de memoria), cuando el buen Linares me dijo, señalando un fregadero lleno de morteros y espátulas sucias, que había que limpiar todo aquello. Yo no sabía qué responder cuando Letux, con los brazos remangados, se puso a la tarea sonriéndome con su ancha boca, que podía ser burlona, pero conmigo era bondadosa y noble.
—En un momento lo limpio yo todo, ya verás.
Estaba Letux contento de sí mismo, pero más aún de tenerme a mí a su lado. A mí, que era más alto y que sin embargo necesitaba ser instruido en mil cosas importantes que él sabía aunque era más pequeño. Yo le dije la fórmula del agua oxigenada, pero él volvió a sonreír y dijo con aire protector:
—Eso aquí no vale. Eso es bueno para la consultas de los médicos importantes, cuando un obispo o cosa así se muere.
—¡Oh!
Fregó Letux con una pericia admirable todos aquellos cacharros, los puso en orden y después me llevó al almacén que había en la parte trasera del edificio. Aquel local había sido algunos años antes un cine. El primer cine que hubo en Zaragoza. Tenía el escenario lleno de sacos de bicarbonato de sosa, la sala de butacas (sin asientos en el centro, pero sí a los lados) ocupada con mil materias distintas apiladas de modo que formaban calles, las gradas superiores de la entrada general con millares de cajas y frascos de aspirina, fenacetina, antipirina. Yo miraba todo aquello y pensaba: «A pesar de lo que dice Letux, por esta parte del edificio deben estar los laboratorios y los hombres de ciencia». Aquellos hombres con barba, entre los cuales era necesario saber las fórmulas de los productos.
Resultó que los laboratorios no estaban allí, sino fuera de la ciudad, y en ellos trabajaban sólo ingenieros químicos o simples obreros. Nosotros, como dijo Letux con orgullo, estábamos en un plano intermedio. Y añadía filosóficamente:
—En la vida es lo mejor, ¿no te parece?
Yo no respondía. Prefería pensar en mí mismo como hombre de ciencia. Y le dije que el benzonaftol era un metabenzamidose-micarbácido. Letux abrió grandes ojos y no dijo nada.
Al cerrar la farmacia por la noche, Letux salía con un palo de hierro que tenía al final un gancho sesgado. Con aquel gancho había que atrapar las hembrillas de los cierres metálicos y bajarlos con grande estruendo sobre las ventanas y las puertas. Me invitó a salir con él para aprender. Le seguí receloso. Letux bajó algunos cierres y luego me ofreció el palo a mí, como un caballero podía ofrecer a otro la lanza en un torneo.
—No, gracias —le dije mirando a un lado y al otro, receloso de que pudiera verme alguna muchacha conocida.
—Pero es fácil. No hay más que engancharlo arriba y tirar.
No podía imaginar Letux que aquello fuera para nadie un motivo de humillación. Yo, después de recordar a Juan el de la «Quinta Julieta» y sobre todo al obrero que murió heroicamente frente a mi casa, tomé el palo, enganché la hembrilla de la persiana y la hice bajar de un golpe. El ruido me ensordeció un momento.
—¿Ves? —repetía Letux orgulloso de mí—. Ya te dije que es fácil.
Pero me humillaba todavía la idea de que una mujer como doña Julia, por ejemplo, me viera dedicado a aquella tarea.
Comprendía, sin embargo, que el trabajo en la farmacia tenía dignidad. Allí estaba el admirable Letux, sonriente, altivo, rubio, en su limpia blusa yendo y viniendo como una rata blanca siempre ocupado y siempre gozoso. Le daban el nombre de su pueblo, como a los héroes antiguos. Como a los filósofos griegos: Tales de Mileto, Zenón de Citio. Y así. A veces me decía Letux, refiriéndose a Linares con un gran respeto.
—Ahí donde lo ves, gana cincuenta duros mensuales.
No había para Letux en el mundo un rey ni un pontífice que se pudieran igualar a Linares con sus cincuenta duros. Y un día, tal vez Letux sería como él. No podía pensarlo porque se mareaba. Eso decía el buen Letux.
En la farmacia estábamos siempre de pie. No había sillones ni sillas. Había sólo dos o tres taburetes y tan altos como los de los bares, de asiento pequeño y redondo. Cuando Linares, que como he dicho era un poco gordo, no podía más, se sentaba allí, respiraba hondo y se frotaba lentamente los muslos. Solía sentarse, no sólo para descansar, sino para fumar. Con los párpados entornados y cierto escepticismo de hombre que se acerca a la vejez y no tiene grandes esperanzas, chupaba su cigarrillo largamente y miraba salir el humo con voluptuosidad. Tenía observaciones originales como, por ejemplo, cuando decía que de noche no podía fumar en la oscuridad porque necesitaba ver salir el humo para disfrutar de su cigarrillo.
Cuando terminaba de fumar, iba a la estantería próxima, tomaba un tarro grande, sacaba una pastilla verde de mentol y la arrojaba a su boca. Letux, si estaba cerca, solía imitarle y me decía muy grave, ofreciéndome el tarro destapado: «Esto es muy bueno para las fosas nasales».
Los otros dos empleados adultos iban y venían silenciosos. Uno escribía versos y el otro, que era alto, espigado, muy blanco de piel y muy negro de pelo, tenía parientes aristócratas. Los dos se consideraban muy por encima de su trabajo.
Letux tenía ciertas reservas sobre ellos. El que escribía versos admiraba a Valle-Inclán. Le había recitado a Letux algunos poemas de Valle-Inclán de memoria. Se llamaba Mélida y era llamado, por Linares, Mérida. Esto no le gustaba al poeta, quien se lo corregía pacientemente una vez y otra. Me dijo Letux que el otro auxiliar se llamaba Beltrán de Urrea y era de origen noble. Lo compadecía porque estaba enamorado de una mujer de mala vida. Y concretaba:
—De una dueña de una casa pública. Como lo oyes.
Luego añadía detalles. «Una casa de cierto lujo, según dicen, que yo no sé dónde está. Yo no voy a esos sitios». Lo decía alzando las cejas, importante. Y añadía bajando la voz: «Yo no voy nunca. ¿Para qué? Entras en una casa de esas, te descuidas y si a mano viene te dan un sifilazo».
Palabras nuevas: un sifilazo. Y mi imaginación se ponía a trabajar laboriosa y barroca. Un sifilazo. Yo imaginaba a la dueña del prostíbulo detrás de una puerta con una escoba impregnada en una materia llena de bacilos, que al entrar Letux le refregaba aquella escoba por la cara hasta que, no pudiendo ya contener la respiración, Letux aspiraba verdaderas procesiones de microbios, todos ellos silbando mientras se instalaban en sus lugares predilectos. Porque sifilazo me parecía a mí una palabra pariente próxima de «silbido». Y los bacilos debían entrar silbando. Y corrían sin dejar de silbar por todos los canales y vías urinarias. Mientras yo pensaba en esas complejas asociaciones, Letux añadía:
—A veces, don Beltrán se lleva un frasquito de permanganato y también otras cosas, para su querida. El señor Linares lo ve y no le dice nada. Es muy señor, Linares, como te decía. Además entre amigos hay que ayudarse. Y son productos baratos, tú sabes. El señor Linares es el mejor jefe posible, para un empleado como yo. No, lo que es eso, yo he tenido suerte en la vida.
Luego veía una pirámide de morteros, matracas, tarros y probetas en el fregadero y corría una vez más a hacer la incómoda tarea. Desde su lugar de trabajo, Letux me llamaba, me daba dos paños blancos y me decía:
—Tú seca las espátulas, si quieres.
Lo hacía por tenerme a su lado y seguir la conversación. Y también para que los otros vieran que compartía con él las faenas bajas. Letux hablaba:
—Don Beltrán bebe los vientos por su prójima.
Bajando más la voz, añadía: «La mayor parte de las noches duerme en la casa de niñas. ¿No ves las ojeras que trae por la mañana?». Para Letux, las ojeras eran un signo de haber pasado la noche en una casa de prostitución junto a la escoba de los sifilazos.
Yo secaba las espátulas, cuidadoso, pensando en los metabemamidos-enlicarbácidos. Y notablemente decepcionado, como se puede pensar. No alcanzaba a ver un solo microscopio por parte alguna. En su lugar, pirámides de morteros de cristal sucios, de pomadas, emplastos y vaselinas.
Yo no cobraba sueldo y se suponía que me pagaban con los conocimientos que adquiría. Pero nadie me enseñaba nada más que Letux. Recuerdo que al preparar un jarabe de quinina, me pidió que pesara el polvo de una balancita de precisión y que lo pusiera en un frasco de agua destilada. Yo agitaba el frasco en vano. La quinina no se mezclaba ni se disolvía. Entonces Letux vino, grave e importante, tomó una varilla de cristal, la metió en un frasco de ácido sulfúrico, alzó la varilla sobre mi botella, dejó caer en ella una gota y la quinina se disolvió como por arte de magia. Luego puso el tapón, lo cubrió con un poco de papel de estaño, escribió la etiqueta, la pegó en el frasco y me miró triunfador.
Mélida era perezoso y a menudo llamaba a Letux para hacerle preparar sus recetas. A veces Mélida recitaba versos (suyos o de Valle-Inclán) y no decía quién era el autor. En la confusión salía ganando. Yo le oí decir los siguientes, que aprendí de memoria:
Era una reina de raza maya,
era un bosque de calisaya
y era de noche, daba el bulbul
sobre mi frente su melodía
y en los laureles que enciende el día
daba mi alma su grito azul.
Me hice amigo de Mélida y escuché sus versos y los de Valle-Inclán. Ponía la mayor atención.
—¿Qué es un bosque de calisaya? —le preguntaba.
Y él decía que había recitado aquel poema porque precisamente tenía relación con la quinina, y tomándome del brazo me llevaba frente a una fila de anchos tarros de porcelana. En uno de ellos había un letrero que decía: «Quina calisaya». Eran hayas de aquel árbol, que al parecer se produce en la América Central.
Y Mélida añadía, luminoso:
—¿Ves? Era en un bosque de calisaya.
Yo creía que aquellos versos eran suyos. Nadie le regateaba la gloria allí, entre nosotros.
Iba Mélida absorto en sus consonantes y sus ritmos. Un día me dijo de pronto, con una espátula llena de pomada mercurial en la mano:
—¿Sabes? No hay consonante para la palabra indio.
Con la espátula en el aire se respondió a sí mismo:
—Se podría formar una consonante con dos palabras. Por ejemplo, «la última nota que el violín-dio».
Y puso la pomada en una cajita redonda, advirtiéndome: «Esto es para las ladillas». Yo no sabía lo que eran las ladillas y tuve que acudir a Letux, quien me lo explicaba con aire doctoral.
Cuando volvía a casa por la noche, observaba que mi trabajo me daba algún prestigio con mi familia, lo que no dejó de extrañarme. Dispuesto a cultivar aquella disposición, hablaba de los orígenes de la quinina y de la manera de disolverla en agua. Algunas noches escribía a Valentina diciéndole que trabajaba en los laboratorios de química más importantes de la ciudad y que manejaba venenos muy activos. Le copiaba algunos versos de amor que me dio Mélida y que no puedo poner aquí porque no los recuerdo. Naturalmente, yo decía que eran míos.
Debajo del sello, en el sobre, ponía: «Tuyo hasta más allá de la muerte». Otras veces: «Te doy mil millones de millones de besos». Y al día siguiente volvía al trabajo, y la necesidad de llegar a hora fija me daba una sensación de orden y de ciudadanía adulta.
Sin embargo, don Beltrán, Mélida y yo nos considerábamos superiores al ambiente. Los únicos que estaban en su elemento eran Linares y Letux, es decir, el jefe y el aprendiz. Más tarde, vi en la vida que los españoles suelen pensar siempre en otra cosa de la que hacen. Pero en aquel momento yo hacía preguntas en relación con el poema de Valle-Inclán que Mélida volvía a recitar:
—¿Qué es bulbul?
—Ah, ese es el nombre que los indios mayas dan al ruiseñor. En Guatemala.
Y añadió, muy seguro de sí:
—Guatemala cae lejos. No estoy seguro, pero es por las islas Filipinas, más o menos.
Linares el gordo era una buena persona. Admitía la superioridad de Mérida (así seguía llamándolo) en materia de arte poética. Y la de don Beltrán en materia nobiliaria. El único que no le era superior en nada era Letux. Pero admiraba también su agilidad de ardilla y su disposición siempre alegre. Estaba Letux tan agradecido al destino, por el simple hecho de haber nacido, que a veces se reía a solas consigo mismo mientras trabajaba.
Ocasionalmente iba yo a llevar alguna medicina a algún enfermo importante. Y si pasaba cerca del Salón Doré, miraba el puesto pero todavía no me atrevía a acercarme.
En la farmacia, Linares nos contaba a Letux y a mí algún cuento en relación con la farmacia y sus tareas. Aunque el trabajo en las reboticas se había modernizado un poco, había algunas cosas que seguían haciéndose a la manera antigua. Una de ellas era la emulsión de aceite de hígado de bacalao con glicerofosfatos de cal y de sodio. Para llegar a conseguir la mezcla había que estar algunos días dando vueltas tenazmente a una masa amarillenta en un gran mortero.
Como se puede suponer, Letux tenía a su cargo aquella misión. Era una tarea torpe, desairada y de veras fatigante. La única faena de la cual escapaba Letux si podía. Linares nos contó que una vez un aprendiz estaba preparando aquella emulsión y cada dos o tres horas iba muy cansado al lado del farmacéutico y le decía «creo que ya está». Sin molestarse en mirarla, el farmacéutico decía que no. Y el chico seguía dándole al mortero. Después de seis horas de no hacer otra cosa, llamó al boticario y le pidió que fuera a ver la emulsión.
—¿Está ya? —preguntó esperanzado.
—No, no.
—¿Cuándo estará?
Por decir algo el farmacéutico dijo:
—Cuando huela a ajo.
El aprendiz estuvo el resto del día dándole al mortero y oliendo con frecuencia aquella mezcla que, naturalmente, no tenía por qué oler a ajo. Cuando por la noche fue a su casa, cogió algunos ajos en la cocina y al día siguiente los llevó a la farmacia, los machacó y los vertió en la mezcla. Agitó un poco la masa y fue contento a llevarle la buena nueva al boticario:
—Ahora huele a ajo.
El buen hombre fue a ver, extrañado, comprobó que era verdad y dándose cuenta de lo ocurrido dijo:
—Bien, pues ahora hay que seguir agitándola hasta que el olor a ajo desaparezca.
Lo que ocupó al aprendiz durante un par de meses.
Linares se acercaba a veces a Letux cuando preparaba alguna emulsión un poco difícil, y le decía:
—Qué, ¿huele a ajo?
A veces, Letux nos hacía un refresco con bicarbonato de sodio y ácido cítrico. Mientras lo tomábamos nos hablaba con entusiasmo de sus padres, gente campesina que esperaba mucho de él.
Me llamaba la atención en un estante un gran tarro oscuro que tenía un letrero misterioso: Maná. ¿El maná que Dios envió a los israelitas en el desierto? Un día destapé el tarro. Había una mezcla extraña de colores: negro, rojizo o gris, no del todo trabados. La pasta tampoco era homogénea y parecía a veces algo así como saltamontes machacados hasta formar una pulpa viscosa. Esto de los saltamontes era una sugestión que acudía a mi mente después de haber leído en algún lugar que el famoso maná había sido una nube de langostas que cayó sobre los judíos (ellos comían esos insectos con delicia) cuando estaban a punto de morir de hambre.
Cada vez que miraba aquella pasta (que se empleaba como vehículo para diversas medicinas), me convencía más de que la relación del maná con los saltamontes era cierta.
Un día lo dije y todos, Linares, Beltrán, Mélida y Letux se mostraron de acuerdo en que la religión católica era un engañabobos. Creían en Dios, pero los curas eran para ellos una patulea de simples o de pillos. Más bien pillos. La facilidad con que todos se mostraron de acuerdo sin discutir una cosa tan obvia, me dejó de veras impresionado. El mundo de fuera de mi casa era un mundo nuevo. Estaba inclinado a pensar que aquellas buenas gentes que trabajaban para vivir tenían razón. Sin darme cuenta, me hice anticlerical, también. Y cuando me di cuenta, tuve la impresión de haber crecido.
Iba los domingos a la «Quinta Julieta» yo solo (ya no salía con mi hermana casi nunca) y hablaba con Juan. Él me preguntaba:
—¿Has visto a Checa?
—No. No tengo tiempo.
Le expliqué lo que hacía y añadí que los trabajadores eran la única gente noble de la creación.
—¿Noble? No hay nadie noble en la creación. Ni siquiera los obreros.
Me prestó un libro: Memorias de un revolucionario, de Kropotkin. Y me dijo una vez más que si quería leer prensa de veras interesante, debía acudir a buscarla al puesto de periódicos de Checa.
Yo iba a veces al Salón Doré, que estaba de moda. Al entrar o al salir miraba a Checa de reojo y pensaba: ese hombre será pronto amigo mío. Porque estaba decidido a acercarme a él, aunque no sabía cuándo. Por el momento, no me atrevía.
Las puertas del Salón Doré eran doradas y había un alarde de oralina por todas partes que justificaba el título. A veces, ponían a los lados bastidores de cartón con muñecos gigantescos que representaban a los protagonistas de las películas. Eran grandes estafermos con mandíbula cuadrada como Fernández, y bigotito engomado.
Tenía el Salón Doré focos luminosos que hacían destacar la portada barroca, y cuando los muñecos de anuncio eran altos, el techo de los porches parecía más bajo.
Enfrente de aquel pórtico de oro había una columna gruesa como la pilastra de un puente romano. Y como digo, allí estaba el puesto de periódicos del jorobado Angel Checa, que tenía una cara pálida y larga, un poco febril.
Por fin, un día fui a verlo.
Tres de los frentes de su columna estaban cubiertos de revistas y periódicos. Había también folletos de cubierta llamativa. Y otros que no exhibía Checa y guardaba de la pública curiosidad en un cajón. No muy limpio, el cajón. Yo miraba aquel cajón, intrigado, por una de cuyas hendiduras vi salir un día una cucaracha.
Vestía Checa discretamente, como un empleado de oficina, y tenía su joroba en la espalda un poco desviada hacia el lado derecho. El pecho, abombado también. Se veía que si hubiera podido erguirse sobre su cintura, habría sido un hombre alto. De este modo resultaba pequeño, aunque no demasiado. En sus ojos lucía una especie de nerviosa impaciencia. Tenía una cabeza impresionante de veras, de una extraña nobleza.
Yo le dije que era amigo de Juan el de la «Quinta Julieta». Pero aquel no parecía impresionado. Me respondía sin mirarme:
—¿Ah, sí? ¿Continúa Juan hablando con las flores y con las cebollas? Yo no atiendo a nadie por ser amigo de este o enemigo de aquel. Aunque a Juan lo estimo, es verdad. Lo estimaría más si no fuera un sindicalista podrido de reformismo.
Seguía mirándome y después de un largo silencio preguntó:
—¿Por qué ha venido usted a verme? ¿Se puede saber lo que quiere usted de mí?
—Prensa revolucionaria. L’Esquella de la Torratxa y El Socialista, de Madrid.
Sonreía, irónico, Checa.
—¿A eso llama usted prensa revolucionaria?
Se extendía la sonrisa hasta mostrar una doble hilera de dientes blancos y firmes, con el colmillo izquierdo superior cubierto de oro.
—Bien —dije yo un poco aturdido—. El socialismo es el socialismo. ¿No cree?
—El socialismo estatal —corrigió Checa gravemente— es más reaccionario que el partido maurista, los requetés y la Acción Ciudadana. ¿Son estos los periódicos que le recomienda Juan?
Yo veía desplegados allí: El Motín, Gcminal, Talión. Checa preguntaba:
—¿Tiene usted principios? ¿Lee usted prensa ácrata?
Yo no sabía lo que aquella palabra significaba. Dije al azar que en aquellos días estaba leyendo a Kropotkin, y eso hizo cambiar a Checa de opinión sobre mí. Diciéndolo, yo recordaba que tenía el libro escondido en casa.
—Parece usted hijo de burgueses.
Lo decía como si me llamara «hijo de perra».
—¿Eso está mal?
Mientras acomodaba un periódico en su sitio —colgado de una cuerda— me respondió sin mirarme:
—Ni mal ni bien.
No era fácil tratar con él. A veces parecía inferior a mí y de pronto se revelaba tan superior, con sus ojos sombríos y su cara de Cristo, que me quedaba sin aliento. Vi que usaba botas con elásticos, botas pequeñas con dos tiras de tejido elástico. Hasta entonces, yo sólo había visto aquella clase de botas en los militares retirados y en los bailarines profesionales andaluces. Dos clases de personas que me parecían poco dignas de estima.
Pero llegaban otros clientes y yo me alejé con mis tres periódicos. El Talión, que se imprimía en Huesca y llevaba un título a toda plana diciendo: «Sr. Melquíades Alvarez, vaya usted a hacer puñetas», otro semanario titulado Germinal, que se imprimía en Zaragoza, y Tierra y Libertad, de Barcelona. Tuve la tentación de comprar El Motín, pero en la cubierta había un dibujo demasiado escandaloso: una monja embarazada mirando al suelo ruborosa y a su lado un cura gordo diciéndole finezas. Yo pensaba que aquel periódico no podía llevarlo a casa.
En aquellos días la historia política del mundo se desarrollaba muy de prisa. Algunos meses antes se había producido la caída de la monarquía rusa y la proclamación de la república en Moscú y en San Petersburgo. Poco después vino el triunfo del bolchevismo. Luego, con el fin de la guerra, se hundió el kaiser en medio de grandes conmociones sociales. Todo aquello a mí me parecía excitante, pero mi temprana edad y mi falta de cultura me impedían apreciar su significación.
Fui a casa con mis periódicos. La familia estaba dividida en relación conmigo. Mi hermana Concha me miraba como a un hombre de ciencia. El olor de farmacia que llevaba en mis ropas le gustaba y le parecía intrigante y prestigioso. Nunca me hablaba de la farmacia, sino de «los laboratorios».
Mi madre veía con respeto mi cambio de vida. Maruja y Luisa decían que yo era «mancebo de botica», pero Luisa lo decía sin malignidad. Mi padre no hablaba de aquello para bien ni para mal. Tampoco me hablaba de otras cosas.
Yo, sospechando que a mi padre le gustaba verme desgraciado e insatisfecho, le negaba ese placer, mostrándome siempre contento. Cada día sus reacciones me interesaban menos. Llevando conmigo los periódicos revolucionarios, el sentido de las cosas cambiaba un poco en torno mío y mi padre resultaba anticuado y sin interés.
Cuando encontraba a Biescas, paseábamos juntos como siempre. Al pasar un día cerca del puesto de periódicos de Checa, el jorobado y yo nos cambiamos un saludo y Felipe, alarmado, me dijo que aquel vendedor de periódicos ponía bombas al paso de los trenes y también —esto no lo creía, pero lo había oído decir— se acostaba con su propia hermana. Estas palabras de Felipe me causaron repugnancia y una cierta inhibición, pero pocos días después decidí que eran mentira y mi reacción en favor de Checa fue apasionada y cálida.
Yo admiraba de veras a aquel hombre contrahecho que iba frecuentemente a la cárcel y de quien la gente decía tantas barbaridades. Ir a la cárcel sin haber robado ni matado a nadie me resultaba heroico. Y dar lugar al odio de los tontos no me parecía lamentable, ni mucho menos.
Comprendía que mi simpatía por el obrero muerto no tenía mérito para Checa. Cuando le hablé de aquello, me miró con indiferencia y se limitó a decir: «Ya veo». Mis protestas le parecían obvias y triviales. Iba poco por la «Quinta Julieta». No tenía tiempo, entonces. A veces, pensaba en el busto del hermano lego proyectándose en el agua rizada por la brisa como si aquellos fueran los signos de otra vida, de una especie de paraíso perdido.
La lectura de los periódicos revolucionarios no me decía nada realmente nuevo. Podía decir, como Escanilla después de oír al predicador de la cuaresma: «Eso ya quería decirlo yo». Pero los artículos más serios —los editoriales— no los entendía del todo y la primera impresión fue de desaliento. Al parecer, ya había cometido dos ligerezas con Checa. Una, considerar revolucionarios a los socialistas estatales. Otra, hablar de mi amor por los obreros —exclusivamente— y no por la humanidad. Yo no entendía aquello.
Recordando al obrero herido que se vació de sangre delante de mi casa, yo me creía capaz de todo. De combatir y de matar o morir en la lucha. Pero la necesidad de leer libros —que me parecían abstrusos— para entender el «reformismo sindicalista» o el socialismo estatal o la dictadura de clase como tendencias reaccionarias, no lo acababa de comprender. Detrás de las diferencias entre los obreros y la humanidad y de aquellas pasiones de Checa, se me presentaron hileras de libros que había de leer.
Eso me descorazonaba.
Sólo leía con gusto «La Novela Corta», que por cinco céntimos me daba una obra completa de algún escritor famoso. Aquellas novelas con su diversidad de tonos, desde Valle-Inclán a Hoyos y Vinent pasando por Eugenio Noel y por Sellés y otros autores menores como Insúa o Unamuno, me ofrecían una gama rica de acentos, estilos y formas de sensibilidad. Devoraba todo aquello y evitaba acercarme de nuevo a Checa. Era capaz yo de morir en un choque callejero con la policía —pensaba—, pero no de discutir sobre el reformismo sindicalista.
Algunas obras de «La Novela Corta» eran de un decadentismo enfermizo. Otras, de un decadentismo embriagador (las de Valle-Inclán). Lo leía todo, y cuando algún autor no me gustaba, lo atribuía a ignorancia mía y a falta de educación literaria. Porque la letra impresa fuera de los libros de texto me parecía entonces ungida de divinidad. Mis conversaciones con Mélida no hacían sino avivar más esa devoción.
En mi casa acudía con frecuencia a las Memorias de Kropotkin, que escondía debajo del colchón. Mi hermana Concha andaba escasa de libros y había hecho dos descubrimientos muy dispares: Juliano el Apóstata, de Merekhovski, y El coche número trece, de Javier de Montepin. Los dos la encantaban, aunque —advertía prudentemente—, por razones muy distintas. A veces tomaba prestado (de debajo de mi colchón) el libro de Kropotkin. La pobre tenía una gran confusión en su mente. El libro le parecía bien. La atmósfera de la familia del príncipe le gustaba. No sabía ella que hubiera otros príncipes que los de sangre real en Rusia, y creyendo que Kropotkin lo era, sus hechos tomaban mucho más relieve. Su rebeldía la deslumbraba sin entenderla. Tampoco entendía que en un libro tan gordo —decía ella— no se hablara de amor.
—¿Y eso qué importa? —decía yo.
—Hijo, ni siquiera se entera uno cuando se casa. En una página aparece soltero. En la siguiente dice que está casado y se acabó. ¡Qué corazón de piedra!
Mi hermana, que no podía resignarse a aquella indiferencia, me hacía preguntas tratando de comprender, y yo creí hallar una explicación convincente:
—Hablar de su amor en un libro que se entrega al público, sería como vender por tres pesetas los secretos más dulces de su corazón.
Ella se quedaba satisfecha.
Yo le hablaba de la ruina próxima de nuestra familia, insistiendo en los tonos sombríos, y ella me oía, suspiraba y pensaba en los Smart Brothers, que debían estar tal vez en Madagascar saltando de un trapecio al otro y visitando en sus horas libres las oficinas del Palacio de Justicia.
Por entonces, mi hermana no tenía flirt alguno y estaba un poco melancólica. Se vestía de oscuro e iba a misa con frecuencia, pero el rosario se convertía en un brazalete, el velo le iba bien y lo llevaba caído por delante hasta la nariz, lo que daba al brillo de los ojos un cierto misterio. Es decir, que la religiosidad no excluía la coquetería.
Me había hecho atrás yo en mis tendencias rebeldes, por pereza. La sabia naturaleza ha dispuesto que los años de la adolescencia, años de pasión y de ciegos impulsos, vayan acompañados de la pereza física. Nuestros huesos crecen cada noche, nuestros músculos tardan en adaptarse a ellos y con frecuencia los impulsos más arrebatados concluyen en la indecisión, la vaguedad y el desperezo. De otro modo una gran parte de los adolescentes acabarían de mala manera.
Iba cada día a la farmacia. Don Beltrán, que llevaba una sortija antigua de los tiempos románticos, me daba la impresión de ser un tipo raro capaz de suicidarse. Tal vez llevaba en aquella sortija tan grande un veneno. Robado de la farmacia, claro.
En aquellos días recibí una carta de Valentina en la que me decía que la iban a mandar a un colegio interna, pero no a Zaragoza, sino más lejos. Eso me llenó de alarmas y temores. Le escribí una carta triste, patética, con todas las ardientes locuras de un chico de buena imaginación. Debajo del sello, en el lugar secreto, puse la fórmula química del cianuro de mercurio (que busqué en un libro). Y debajo, un corazón atravesado por una flecha. Aquello quería decir que estaba dispuesto a matar con veneno o puñal a quien tratara de separarnos.
A ella le pareció muy natural, y en su respuesta puso debajo del sello el mismo corazón atravesado por una flecha.
En la farmacia estaba ya familiarizado con el orden de los frascos. Había una solución de cianuro potásico que era tan activa que bastaba con una gota en el ojo de un buey para matarlo en pocos minutos. Aquello de la gota en el ojo del buey me impresionaba de veras. Y cuando veía un buey me acordaba del cianuro.
Yo no hacía en la farmacia sino ayudar a preparar algunas fórmulas. Es verdad que aprendía bastante gracias al sonriente Letux. Y al poeta Mélida.
En aquel trabajo, como en todos, el problema era el de la familiaridad y confianza con el embeleco profesional. Nadie es buen operario si no llega a sentirse dueño de sí y del objeto de su actividad. Y, en ese sentido, tres meses me dieron alguna capacidad, aunque no toda la que necesitaba para afrontar el día en que tuviera a mi cargo una farmacia. Esto es precisamente lo que sucedió en el otoño, cuando mi familia se fue a Caspe, la ciudad del Compromiso.
Yo no había creído que ese día llegara. En mi familia no se hablaba de Caspe y yo estaba lejos de sentirme capaz de regentar una farmacia. Pero a fines de septiembre el señor Fernández me llamó a su oficina y tuvimos el siguiente diálogo:
—¿Te gusta tu trabajo?
—Peor sería cargar maletas en la estación —respondí. Me miré fijamente y dijo con desdén:
—Ya me había figurado que eras desagradecido. Y no sólo conmigo, sino con tu padre.
—¿Por qué he de estarle agradecido a mi padre?
—Por haberte dado el ser.
—Yo no tenía interés en que nadie me diera el ser.
Esto hizo sonreír a Fernández y aquella sonrisa le dio de pronto una expresión inteligente. Pero volvió a aparecer en su cara la máscara congelada:
—Tu padre dice que eres cínico y tozudo. También dice que hay que quebrarte la voluntad.
Oyendo a Fernández tenía la impresión de que lo que quería era quebrarme la columna dorsal. Y sentía una mezcla de horror y de ira primitiva viéndome jorobado como Checa. Pero Fernández seguía:
—En estos tres meses te has capacitado para ganarte la vida. Y no se trata de ir a la estación a cargar maletas, sino de un trabajo limpio y respetable que además te dejará tiempo para estudiar.
La cabeza de Fernández era noble. Mi hermana Concha le habría encontrado una gran belleza. Para mí, era sólo un hombre que tenía la manía de disponer de la vida de los demás. Y seguía hablando:
—¿Qué edad tienes?
—Catorce años.
—¿Quieres ir a Caspe?
—No.
Eso pareció gustarle a Fernández. Dijo que tenía un empleo para mí en Zaragoza. Conocía Fernández muchas farmacias, con cuyos dueños tenía relaciones a lo largo y a lo ancho de la provincia. Podía darme un empleo en las cumbres de los Pirineos o en los hondos valles del caudaloso Ebro.
—Depende del sueldo —dije yo.
Fernández sonrió esta vez fríamente. Abrió la mano y su sortija golpeó por azar el pie de una lámpara de escritorio haciendo un ruidito. ¿Cómo me atrevía yo a poner condiciones? Yo debía tener confianza en él. Si aceptaba el empleo, pasaría a vivir interno en una farmacia con la comida, la habitación y tres duros mensuales. Todo aquello representaba un sueldo casi de persona mayor.
Teniendo en cuenta que saldría por las mañanas para asistir a las clases del instituto en tiempo académico.
—¿Qué farmacia es? —pregunté.
Cerrando un momento los ojos, Fernández me dijo que yo carecía de libertad, de iniciativa, que estaba sometido a la «patria potestad» a causa de mi menor edad y que tenía que aceptar ciegamente lo que quisieran darme.
—Cuando hayas aceptado —concluyó— te diré el nombre de la farmacia. ¿Aceptas? Bien. La farmacia es la de don Ignacio de Villanueva y Reinosa, en el número diez de la calle de San Pablo, entrando a la derecha. Cerca de la calle de Escuelas Pías. Un buen lugar, una buena familia, un buen empleo. A tu edad habría querido yo una colocación tan buena.
Yo me sentía íntimamente halagado. Me gustaba descender en la escala social. Con el último número de Germinal en el bolsillo, no sólo me parecía noble descender y ser un obrero más sino que podía también discrepar y ser en cierto modo como un pirata o un pretendiente al trono de un país imaginario.
Aquel día, al salir del trabajo me fui a dar una vuelta por la calle de San Pablo. El emplazamiento de mi lugar de trabajo me parecía muy importante. Iba calculando: dos reales diarios de sueldo. En la farmacia no voy a gastar nada y el domingo por la tarde, que estaré libre, podré gastar tres pesetas cincuenta ¿Qué hacer con ellas? Ah, era complicado gastar dinero.
En mi casa no se ocupaban mucho de mí, atareados con la preparación del viaje. La única que parecía darse cuenta de la importancia de aquel cambio en mi vida era mi madre, quien me miraba con tristeza. Un día me dijo que desde aquel momento yo iba a ser un estudiante pobre. A mi hermana Concha le parecía romántico que fuera yo un estudiante pobre y me hablaba de casos como el mío que había visto en algunas novelas. Los estudiantes pobres hacían siempre cosas extraordinarias.
Mi madre me compró dos blusas blancas como las de los doctores que trabajan en los laboratorios. Esas blusas de sabios se abrochaban atrás. Las de los comerciantes, delante. Había que distinguir. Además, mi madre me regaló cincuenta pesetas. Mi padre, el día mismo que salía la familia para Caspe, me hizo un largo discurso sobre los deberes morales de un «hombre» en la sociedad y me preguntó si quería algo de él. Yo sabía que podía pedirle alguna cosa y que me la daría. Había visto en una vitrina de cosas raras en la sala de recibir, un puñalito con funda de cuero y nácar que tenía el mango muy largo y la hoja muy corta. El mango era de una materia como jaspe oscuro con incrustaciones de ámbar y la hoja, de acero deslumbrador como cristal, no era plana, sino poliédrica y con estrías a lo largo. Contando aquellas estrías, un día resolví que eran siete.
Y desde entonces decía a mis amigos que en mi casa había un puñal de siete filos. Los gavilanes, muy elaborados, eran de plata.
Yo codiciaba aquel objeto más que ningún otro en el mundo. Y cuando mi padre me preguntó si quería algo, dije:
—Me gustaría que me regalaras el puñalito de los siete filos.
Mi padre estaba perplejo:
—¿Para qué? ¿A quién quieres matar? ¿A nadie, dices? Entonces ¿para qué quieres ese puñal?
—Como recuerdo de familia.
Me miraba mi padre, curioso y extrañado. Sombras vacilantes pasaban por sus ojos y yo creí advertir que a mi padre no le importaría mucho que yo hiciera alguna barbaridad. Comprendo ahora que esa reflexión era un poco monstruosa, pero no estaba ni mucho menos fuera de lugar en aquel momento, ya que yo tenía la impresión de que querían deshacerse de mí. El caso es que mi padre fue a buscar el puñalito, me lo entregó con las dos manos como si fuera un objeto religioso y dijo:
—El señor Fernández y mosén Orencio tienen el encargo, de velar por ti. Acude a ellos si tienes alguna necesidad.
Luego me abrazó sin amistad alguna.
Veía yo mi cambio de fortuna pensando en La vida es sueño. Aquel mismo día fui a la farmacia con una pequeña maleta en la que llevaba mi ropa interior, las dos blusas blancas y el puñalito. Sin pena ni gloria. Recuerdo que por el camino entré en un zaguán para sacar de la maleta el puñal y guardármelo en el bolsillo interior de mi chaqueta. Lo hice porque la maleta podía extraviarse o ser robada. Todo podía concebirlo yo en el mundo menos la pérdida de aquella preciosa daga. «Una daga florentina», había dicho mi padre un día.
Al principio, la farmacia me pareció muy triste. En la rebotica había necesidad de tener luz encendida todo el día, lo que al cabo de una semana era deprimente.
La familia del boticario vivía encima de la farmacia, en el entresuelo de la misma casa, al que se podía entrar por una escalera oscura en la rebotica. La familia estaba formada por el matrimonio y dos hijas solteras. El boticario me hablaba pocas veces de cosas que no tuvieran relación con el trabajo. Y cuando me hablaba, era para mostrar su infinito escepticismo. No era el escepticismo de un hombre fuerte, sino más bien de un enfermo, aunque no podía imaginar yo cuál era su enfermedad ni creo que tuviera ninguna. Era alto, gris, con bigote blanco que parecía despegársele del labio. A mí me miraba a veces como si pensara: pobre muchacho ¿Qué culpa tienes tú de que te hayan traído también a esta vida absurda y sin lógica? Era un hombre liberal pero lo que dominaba en su carácter era la fatiga moral y el escepticismo.
Con el menor pretexto se escapaba y me dejaba a mí solo en lo farmacia todo el día.
Creía el boticario que las mujeres eran animales ridículos y que la creación entera había sido un error. Una vez su mujer, que parecía una ratita negra de hocico intrigante y fisgón, le habló de ir a confesar y comulgar y de la vida eterna, y el boticario poniendo una gota de láudano en un terrón de azúcar para su hija Lorenza (le dolían las tripas), dijo:
—Yo no quiero vida eterna ninguna. He tenido bastante con esta, y espero que cuando estire la pata se acabe la función para siempre.
Aquello representaba cierta valentía que me gustó. No tenía miedo a la muerte y ni siquiera a la «muerte eterna». Yo le miraba desde entonces con simpatía, pero nunca entablamos amistad alguna —tampoco tenía el boticario amigos fuera de casa— y el pobre hombre iba y venía como una sombra elusiva y amarga.
El primer domingo fui a buscar a Felipe y pasamos la tarde juntos, sin que yo le dijera nada de mi nueva vida. Cuando volví a la farmacia y no a mi casa, el hijo del comerciante se quedó viendo visiones. Estábamos junto a la gran vitrina que tenía un Mercurio volador con el caduceo y las dos serpientes en lo alto.
—Chico —dijo él—. Siempre estás mudándote.
—No. Ahora no vivo con mi familia, sino solo.
Miraba Felipe la casa de arriba abajo, tratando de comprender.
—Es que estudio química —añadí— y necesito cierta práctica. Para eso vengo a esta farmacia. Mi familia se marchó y ahora estoy solo. Más vale estar solo que mal acompañado.
Supuso Felipe que yo había peleado con mi familia, y me miraba con entusiasmo. Pero quería saber más.
—¿Manejas las medicinas, digo todas las cosas necesarias para sanar a las personas?
Yo le dije algunas fórmulas de ácidos y el metabenzamido…, etc., que lo dejó asombrado. Añadí lo de la gota de cianuro en el ojo de un buey. Felipe no veía necesidad alguna de matar bueyes con gotas de cianuro en los ojos, pero seguía rendido de admiración. Yo disimulaba mi verdadera situación de mancebo de botica, no sólo por vanidad, sino principalmente para no decepcionarlo, ya que me admiraba tanto.
No le había dicho a Felipe nada de la horrible aventura del obrero muerto frente a mi casa, ni tampoco de los periódicos que compraba en el puesto de Checa. Tampoco le había mostrado el puñalito de siete filos. La daga «damasquinada y florentina» que recordaba las del Renacimiento y que formaba parte de mi vida secreta. Esos secretos daban a mi persona fuerza y relieve ante mí mismo.
La farmacia era en su parte exterior destinada al público, muy limpia, brillante, con anchos escaparates. Parecía todavía más luminosa por la multitud de grandes tarros de porcelana que cubrían tres de los muros. El mostrador pequeño, en el centro, con más aspecto de tribuna de orador que de lugar de transacciones. Detrás, una puerta con cortinas verdes comunicaba con la rebotica oscura donde, como dije, había luz artificial todo el día. Más adentro, la rebotica adquiría cierta claridad bajo un tragaluz de cristales. Aquel tragaluz consistía en el pavimento de un patio formado con losetas cuadradas de vidrio. Bajo el lucernario había una mesa de comedor y varias sillas.
Tres veces al día me traían una bandeja con comida. Por la calidad de la comida —bastante buena— y algunos detalles del servicio (cubiertos de plata y servilletas frescas) yo deduje que aquella familia debía pertenecer a la burguesía acomodada. Eran de Asturias y debían tener fortuna porque la farmacia sola no les habría permitido vivir.
La mujer del boticario era amarilla, reseca y entrometida. Pero buena persona. Tenía sus manías como cada cual, pero un fondo bondadoso. De las dos hijas, una gordita se llamaba Felisa y otra más delgada, Lorenza. Esta solía estar enferma a menudo. Las dos, ni bonitas ni feas, Felisa me miró desde el principio con buenos ojos. Lorenza era la niña mimada de su papá y despreciaba a todo el mundo.
Como dije, el boticario escapaba siempre que podía y me dejaba solo. Cuando las clases comenzaron en el instituto, no tenía más remedio que quedarse en la farmacia por las mañanas y cuando yo volvía se marchaba hasta el día siguiente. La salud de todo el vecindario del barrio quedaba en mis manos inexpertas. No puedo recordarlo ahora sin una sensación de culpabilidad.
Dormía en un cuarto que tampoco tenía luz natural, en la rebotica. A veces, en la madrugada sonaba el timbre nocturno y tenía que levantarme a preparar alguna receta.
Escribí una carta a Valentina bastante ridícula, cuyo recuerdo me avergüenza todavía ahora:
«Inolvidable Valentina: Grandes noticias. Ahora vivo solo y trato de capacitarme y ser un día útil a la humanidad. También trato de estar en condiciones de afrontar la lucha por la existencia. Tal vez me capacito para dar días de gloria a la ciencia. No lo sé. Aunque lo supiera, no sería yo la persona indicada para decirlo, tú comprendes.
»Mi última visita a tu familia, con motivo de la cacería, fue de veras encantadora. Tu padre casi se reconcilió conmigo. Tu madre, como siempre. De Pilar no digo nada ahora, sino que es linfática y escrofulosa y le convendría poner una gota de yodo en la sopa cada día en el almuerzo.
»También tu padre podría adelgazar si suprimiera hidratos de carbono. En cuanto a tu madre y a ti misma, sois las dos únicas personas de veras saludables y, como decía Hipócrates, mens sana in corpore sano.
»Estoy bien en mi nueva vida de investigador de los secretos de la naturaleza. Aunque siendo un poco oscuro mi dormitorio, estoy a veces triste y veo los adoquines de la calle mojados por la lluvia, pensando en lo que hablábamos aquella mañana del solanar, el día del jabalí.
»A propósito de la vida humana, tengo en mi mano la de centenares de personas. Al alcance de mi mano hay pequeñitos frascos que… (aquí repetía lo del ojo de buey).
»A veces, mientras yo trabajo con el microscopio, dos vecinas que se llaman Lorenza y Felisa ponen música en su gramófono y hay un disco que dice:
Catalina, yo te adoro…
»Desde donde yo estoy, parece que dice Valentina y no Catalina. Y la voz se parece a la mía. Entonces yo dejo el microscopio y escucho.
»En el instituto, los chicos de este año parecen más pequeños, pero es porque yo he crecido. Un día acabaré la carrera y entonces nos casaremos, pero entretanto, todo se pone en contra de los verdaderos enamorados en este mundo, es decir, en contra mía.
»El año pasado oí decir que iban a traerte a las Paulas, interna. Por un lado, me alegré, y por otro creí que debía lamentarlo. Las chicas internas en ese colegio están encerradas como en una cárcel. Pensar que para vernos tendrías tú que ir al dentista y sufrir las molestias relativas a esa determinación, me parece bastante triste. Más tarde me dijiste que no vienes a las Paulas, sino que te llevan a otra parte. ¿Cuándo? ¿Dónde? Dime lo que sepas, por favor, porque como tú comprendes, en estas cosas lo peor es la incertidumbre. A veces pienso que podría haber una solución para nosotros, aunque parezca un poco utópica. Por ejemplo, podría haber una epidemia y morirse la humanidad entera. Entonces nos quedaríamos solos, solos y juntos tú y yo Pero ¡ay!, la farsa de la vida se opone.
»Di a tu madre que …».
Al llegar aquí alcé la pluma y el rostro. Estaba en la rebotica, junto al gran libro con folios numerados donde se apuntaban las recetas, y mis ojos se fijaron una vez más en el estante de las calaveras y las dos tibias (arsénico, estricnina, sublimado corrosivo, cianuros de varias clases). Como la imaginación es libre, yo pensé por un momento que con los venenos existentes en el mundo podía llevarse a cabo la difícil empresa en la que soñaba poco antes. Pero era —me repetía a mí mismo— una utopía. Esta palabra la había aprendido recientemente y estaba yo todavía en mi luna de miel con ella.
Entre los muertos había incluido, sin darme cuenta, a doña Julia, y eso me produjo luego cierto sentimiento de vergüenza.
Sonó el timbre de la puerta y salí. Un cliente. Era una señora de unos treinta años. Me hizo confidencias extrañas sobre su vida íntima, como si yo fuera un doctor (la mitad de lo que dijo no lo entendí) y me pidió un somnífero. Se fue y yo volví a mi carta, de veras satisfecho de mí mismo.
»Di a tu madre —escribí— que pienso mucho en ella y que ella y tú sois las únicas personas a quienes quiero de verdad en mi vida. Siento reverencia por ella y amor por ti. A veces la imaginación vuela, loca. Valentina mía, ¿qué hacer?
»Si por casualidad tus padres decidieran otra vez enviarte a las Paulas, no dejes de decírmelo con tiempo para ir a la estación. Yo dejaría las clases y el trabajo del laboratorio para ir y ser el primero en decirte: Bienvenida a esta histórica urbe, para iluminar la vida de este pobre trabajador de la ciencia». Esta última frase me pareció un hallazgo, porque todo lo que decía era verdad, y, sin embargo, reflejaba prestigio y grandeza.
Terminaba diciendo: «Tuyo que no te olvidará nunca. —Pepe».
Ya no ponía posdatas. Mi estilo epistolar iba madurando, pero era, como suele suceder en la adolescencia, rígido e inferior a mi estilo verbal.
En el sobre hice con cuatro rayas finísimas de lápiz un pequeño rectángulo del tamaño del sello de correos. Y en aquel rectángulo escribí con letra muy menuda: «Mi amor por ti es como un torrente de luz que puede oscurecer la del sol». Luego puse con todo cuidado el sello encima y vi que quedaba cubierto. Aquello no lo descubrirían ni Pilar ni don Arturo aunque estuvieran espiándonos. En las cuatro esquinas del rectángulo puse cuatro estrellitas. Cada una era un beso.
La próxima vez pensé que sería mejor poner tres sellos de cinco céntimos en lugar de uno de quince. Así tendría tres veces más espacio.
Entre semana no salía casi nunca de la farmacia. Alguna vez iba al lugar donde había trabajado antes como aprendiz a buscar algún producto raro que no teníamos. Y charlaba con Letux, quien, al verme a mí «tan bien colocado», se sentía preterido. Y tenía razón. Él sabía más de farmacia que yo.