En este sexto cuaderno trata el autor de reconstruir el tiempo que pasó en aquella pequeña e irregular ciudad olivarera del Bajo Aragón, edificada a los dos lados de una cañada o torrentera.
Era una ciudad atareada que tenía un castillo, como cada población española que se estima. Allí, lo mismo que en otras partes, el castillo era la cumbre de la colina, la cima alta desde donde se vigilan leguas de perspectiva gris, verde, azulenca.
Yo lo conozco bien, ese castillo. Es un castillo del año mil, y no es una manera de hablar, sino un hecho, va que en el siglo XII era conocido y figura en los códices de la época como castillo de Alcannit, nombre musulmán de la ciudad. Alcannit era una alusión a la forma de la ciudad, alargada al pie de la colina, con castro y formada casi exclusivamente por una calle descendiendo en calcárea cañada por donde los días de lluvia bajaba un torrente, lavando el pavimento de canto rodado. Por esta cañada debió subir el Cid, camino de Valencia. El Cid, hijo bastardo de Diego Laínez:
… y aquel que bastardo era
era el buen Cid castellano.
Rescató la fortaleza de los moros Alfonso I el Batallador, hombre seco de catadura y mal hablado, cubierto de mallas de acero, oliendo a caballo sudado y cuero y moho de hierro. El castillo fue más tarde sede y residencia de la orden de Calatrava, por donación de Alfonso II.
Sáleselo a recibir
el maestre de Calatrava,
caballero en yegua negra
que ese día bien ganara…
En el panteón granítico del castillo descansan los restos de Juan de Lanuza. Los muros agrietados y mutilados, las torres no ofrecen mucha seguridad. Otras torres
a su gran pesadumbre se rindieron
pero esas no se habían rendido aún, entonces.
Sepulcro de sepulcros, dice un cronista, orgulloso de las piedras labradas de su país. Y sigue diciendo, más o menos: El palacio, la sala de armas, dormitorios y otras dependencias por donde pasaban con sus jubones de piel de corza los Téllez de Girán y mucho antes los capitanes del Cid, se desmoronan, pero en cambio continúan en pie, suntuosos, devotos y sombríos a un tiempo —que son cualidades de la arquitectura románica— el templo calatravense, la torre del homenaje, el sarcófago del virrey de Aragón, la gran cisterna, las puertas románicas (bajas y labradas, donde la humilde emoción religiosa sustituye a la arrogancia guerrera) y casi todo el palacete del infante don Felipe, que era de esos con torres de piedra y escudo real en la puerta, más alcázar que castillo y más retiro de amantes que alcázar.
El cuerpo central del castillo es de estilo aragonés. En la arquitectura, como en el cuerpo físico, los aragoneses son macizos, recios (palabra que parece hecha para ellos), bien trabados de osamenta. La cabeza pequeña y el cuello ancho al nivel de las orejas y del vértice del maxilar.
Si hay arcos son de acomodo románico, más firmes que voladores. Aunque hay también uno gótico, más reciente —siglos XV y XVI— en la torre del homenaje, y muchas ojivas.
Las pinturas de la torre del homenaje y del claustro, y sobre todo algunos bajorrelieves, son como excrecencias de la piedra.
Las puertas tapiadas tienen estilos graciosos y permiten imaginar un conjunto como un decorado románico de ópera.
El rey don Jaime, convencido, dice un cronista, por las reflexiones que le hicieron sus capitanes Ñuño, Fodalguer y don Vasco, resolvió intentar la conquista de Valencia y antes de comenzar la guerra recibió las banderas, que fueron bendecidas allí. Más testimonios romanceados:
Cubierta de oro y seda
y guarnecida de damas,
está la antigua Alcannit,
sus terrados y ventanas
ocupados por doncellas
y las calles y las plazas
sembradas de caballeros
con sus empresas y cañas.
La iglesia del castillo de Alcannit fue consagrada en el siglo XII a santa María Magdalena, la antigua hetaira que se enamoró de Jesús como nosotros, es decir, nosotros en espíritu y ella, tal vez, en carne también, que las mujeres sólo aceptan la virtud si la piel y los ojos le adscriben alguna clase de gozo. De otro modo, se desentienden y, tal vez, hacen bien.
El cementerio es uno de los lugares más amenos del castillo. España ha sido siempre una de las naciones del orbe donde hay más maneras de morir, ya que no de vivir. Pocos países han rendido tanto homenaje y servidumbre a las parcas. Ocho siglos de guerras constantes contra los moros, sin contar las anteriores y las que vinieron después. Esos cementerios tienen una intemperie igual a la del Juicio Final en el valle de Josafat, Todos los enamorados donceles iban a ver a sus damas cuando
en el medio del camino
oyen doblar las campanas…
Todo era muerte y amor en España. El amor es la circunstancia más alta e intensa de la vida, y desde ella se ve la vertiente del otro lado con las riberas cenicientas del Leteo.
El cementerio del castillo es un lugar de privilegio. Para ser enterrado allí había que ser guerrero o fraile y haber vivido en los tiempos del cuero y la loriga oxidada. En el tiempo de las aljamas, de las albardas de cuero (mudéjares) y de las adargas con enseñas pintadas. Tiene el cementerio, alrededor, arcos desnudos tan bajos, que parecen bóvedas de cripta.
El castillo ocupa la cima del cerro, en cuya ladera norte se extiende la población olivarera y artesana o industrial, o más bien industriosa, descendiente civil y pacífica de la que vio tantas gestas y hechos de sangre.
La vaguada y torrentera de la loma es la calle principal. En el centro de la población está la plaza del Ayuntamiento y la Casa Consistorial con porches de arquería gótica y nervaturas delicadas. En forma de rectángulo irregular, el otro extremo de la plaza lo ocupa la Colegiata, pero sesgada de modo que no da frente al Ayuntamiento, como si desdeñara el mundo civil y municipal.
No es ahora el castillo una verdadera fortaleza, sino más bien un palacio con reliquias históricas de los siglos XI y XII, vides, almorávides sectarios, verdugos al servicio del señor, sayones y carrascos en el nombre sacrosanto de Dios. Los sepulcros han sido profanados muchas veces por los que buscaban en la muerte ayudas de costa para la vida. Pero en vano, que el oro andaba escaso en los tiempos heroicos y hacía falta para pagar mesnadas y comprar espías. Sin embargo, algunos merodeadores de las noches sin luna hallaron tal vez rosarios en las muñecas de aquellas momias, engastados en oro con un diamante en la crucerita y los padrenuestros en marfil y en turquesa azul. Arrancar aquellos rosarios de la muñeca de una momia requería tanto valor como arrancar el pendón de la mano del alférez moro. No maltratemos, pues, a aquellos ladrones.
Dentro, los muertos vagan aún por las escalerillas estrechas y los vastos salones de corte. Hay de pronto muestras de grandeza brutal mística o guerrera que desdicen del alcázar propiamente dicho. Por ejemplo, la puerta dovelada del siglo XIII, entre dos cubos bajo matacán y saeteras que se conservan como el primer día. Esa puerta es anterior al alcázar, que se construyó más tarde para albergar a las diputaciones del Reino (es decir, de los tres reinos), las mismas que en Caspe, luego, celebraron la asamblea famosa y acordaron el no menos famoso compromiso. Documentos firmados con el refrendo de la espada y el puñal en el Cinto y con una letra vacilante y graciosamente iletrada.
Es más viejo y misterioso el recinto recatado de la capilla. En ella se cometieron deslealtades sangrientas, y los viejos curas de mula y parasol, que antes fueron de rocín y, adarga, se veían y se deseaban para dar absoluciones a tanto notable granuja. De ellos vienen casi todos los pobladores de Alcannit, que gracias a la paz y a la buena vida de los valles aceiteros, han prosperado en salud, moral y en buenas y civiles virtudes de vecindad. En tiempo de guerras la violencia, la astucia y la perfidia son inevitables. Lo que es pecado en la paz, es virtud, o al menos necesidad, en la guerra. Los hechos de sangre se celebran con alegría:
Míralo por dónde viene
el infante vengador,
caballero a la jineta
en un potro corredor,
ensangrentada la mano
de la sangre de un traidor
y en la otra, enristrado
un venablo cortador…
Los Lunas del lado de Pepe Garcés eran parientes de don Martín. No se saca grande gloria siendo descendiente de aquellos tipos reñidores toscos, incultos y ambiciosos que vivían del sudor de los pobres y que no dejaron en la historia sino piedras labradas y sepulturas. Pero son los únicos testimonios que nos quedan del pasado y no estimamos su parentesco por grandeza, sino por lejanía comprobada, es decir, por una dimensión poética.
Mediodía era por filo
las doce daba el reló
comiendo está con los suyos
el infante de Aragón…
Como ha dicho Pepe Garcés, son los Luna gente ganadera y de montaña. Probablemente vienen de los que fueron degollados en cadalsos o sitiados en castillos. En aquella ciudad del Bajo Aragón se encontraba Pepe trabajando como mancebo de botica otra vez y pensando en Valentina, que veraneaba con su madre en las alturas pirenaicas.
He hablado yo del castillo —repito— porque Pepe apenas si lo nombra. Parece que no le interesaban sino sus propios problemas, que ya no eran entonces infantiles ni mucho menos, como verá —¡ay!— el que leyere.
Cuando Pepe Garcés escribía este cuaderno en el campo de concentración francés, se daba cuenta de que se acercaba el fin. A veces escribía con una serenidad de alucinado angélico, a veces con una pasión de hombre enloquecido por aquella fiebre que había de matarlo poco después.
Quiero advertir que con este cuaderno recogí algunas notas del autor hechas al correr de los recuerdos. Una dice: «El color de la piel de las gentes de esta ciudad es más diáfano y rosado porque toman mucho aceite de oliva, que es bueno para el hígado, donde el vino del Alto Aragón produce la amarillez o la motenez hepática».
En otro lugar: «La chica de costumbres ligeras es desprestigiada y despreciada en tierra montañosa, pero puede prosperar y hacer carrera en la tierra baja (volver a trazar el carácter de Isabelita acercándose más a la realidad). Es cuestión de oportunidad y de rehabilitarse por el dinero».
«En los castillos roqueros del Alto Aragón, a veces viven raposas o gerifaltes y águilas, y se encuentran leyendas de fantasmas que se aparecen por la noche con la propia cabeza bajo el brazo. En los castillos de la tierra baja sólo suelen encontrarse detritos fecales. Es una manera de entender la democracia, el ir a aligerar el vientre a aquellos históricos lugares».
Otras notas son más vagas: «Etimología prerromana de Alcannit, pero alterada por los árabes. Ver diccionario de…».
Naturalmente, en el campo de concentración no había diccionarios. Lástima. A Pepe le gustaban las etimologías. Un día escribe: «Vienen perros. Vienen y se acercan a las alambradas del campo. Miran desde fuera y no pueden entender que los hombres sean tratados tan mal y vivan peor que ellos. Esos perros de la mirada reflexiva no son perros, sino canes. Porque cuando los romanos fueron a las Galias y, sobre todo a España, encontraron los perros guardianes y cabañeros indígenas con el nombre ibérico —perros—, pero los romanos y, sobre todo, las romanas traían canes perfumados y rizados. Así, pues, hubo desde entonces un perro culto que se llamaba can y otro inculto e indígena que se llamaba “perro”».
En otro lugar de sus notas vuelve al tema: «… los derivados de can (cínico, por ejemplo, o canino) no son tan denigratorios como lo es el calificativo perruno».
Pongo aquí estos versos asombrado, una vez más, de tanta serenidad en días tan agitados por el peor de los presentimientos:
Los ciegos ignoraban
que había alondras nuevas
entre los olivares y las glebas.
Entre mi sombra y ella
había la presencia
de las alondras de la providencia.
La alondra presurosa
de la terraza abierta
iba a una luna no del todo muerta.
En el sueño sentía
la pluma adolescente
de la alondra rozándome la frente.
El incienso se iba
sobre los promontorios
con las alondras de los ofertorios.
Cuántas cruces entonces
alzando en los ribazos
de las alondras sus paganos brazos.
Al ras de los cipreses
de la oscura avenida
¡cuánta alondra en su voz entretenida!
Por el alba vidriosa
la alondra de los vados
ensayaba sus vuelos ondulados.
Las alondras inquietas
aún adormiladas,
eran en el espejo reveladas.
En filo del tejado
—delicada rareza—
la alondra con la flor de la cereza.
El cielo quiere estrellas y el alma esperanza
y el niño esa luna redonda que no alcanza
y el ave de los días la consabida granza
y el odio quiere sangre y el amore probanza.
Por entre estas páginas andan las alondras y dan su reflejo y su fresca humedad las aguas de los altos ventisqueros.
Escucha el ibón, ibón,
¿de dónde traes tus caudales?
Vienen de los barandales
dales, dales, de Olorón.