El tercer domingo libre me fui por la tarde a los porches del paseo de la Independencia. Lloviznaba. Me detuve cerca del puesto de Checa sin saber qué hacer. Las calumnias que había oído contra él no las creía, pero dejaban en mi oído un eco infausto y me acercaba con reservas y resistencias.
Los porches estaban llenos de gente. Los paseantes ordinarios y los que acudían escapando de la lluvia. A pesar de ser Zaragoza una ciudad grande, con más de un cuarto de millón de habitantes, tenía algunas costumbres de aldea y la gente, con lluvia o sin ella, iba cada día a pasear a los porches. Una multitud silenciosa iba hacia arriba y hacia abajo en dos corrientes paralelas y opuestas, como en una noria o en una cadena sin fin. Los jóvenes de sexo contrario se cambiaban miradas curiosas, tiernas, ávidas o indiferentes. De aquel paseo salían muchos noviazgos.
Veía Checa desfilar la multitud y, a veces, hacía un comentario corrosivo, en el fondo del cual había cierta benevolencia, sin embargo.
Aunque Checa amaba a la humanidad, parece que no sentía gran entusiasmo por sus componentes. Me miró y dijo la frase odiosa:
—Mancebo de botica. ¿No es eso? Entonces, ¿usted viene de familia humilde?
No sabía qué responder. Le expliqué mi situación y él me escuchaba irónico. Luego dijo:
—Yo no puedo quejarme. He sido mucho más pobre. Mi madre fue pobre y yo, naturalmente, conocí la escasez. No cualquier escasez, sino la verdadera, es decir, la indigencia, la penuria, la miseria.
—¿Tan pobre era usted?
—¡Ah, sí! De chico yo conocí el hambre, la desnudez, la piojera. Algunos compañeros míos han tenido y tienen lo que se llama un mal pasar, pero un pasar, más o menos. Yo y mi madre éramos mucho más pobres. Éramos dos menesterosos. El hambre y el frío eran nuestros únicos amigos.
Hacía una pausa y añadía, con los ojos iluminados:
—¡Grandes y poderosos amigos el hambre y el frío! Ellos me enseñaron a ser honrado, es decir, honrado a mi manera.
Pareció un momento confuso con sus propias palabras y como si se arrepintiera de hablarme en aquel tono, pero en lugar de rectificar siguió:
—Es importante eso. El hambre y el frío me dieron la fuerza que tengo hoy, si tengo alguna. —Como no estaba seguro de que yo le entendiera, añadió—: Nada hay en el mundo más poderoso que la inocencia del pobre. Sobre todo, cuando ha sido ofendida.
Yo seguía sin decir nada, y Checa continuó:
—Y la inocencia es ofendida siempre, con cada paso que da la gente, con cada mirada y con cada palabra.
Soltó a reír y, cambiando de tema, dijo otra vez las palabras intolerables:
—Mancebo de botica. No hay por qué avergonzarse. Todo trabajo es honrado. Además, ha habido mancebos de botica famosos, lbsen, por ejemplo.
Yo no sabía quién era Ibsen. Él me miró con ironía otra vez, luego se pasó la mano por la mejilla, la llevó hacia atrás, comprobó que su oreja estaba donde siempre y dijo:
—Tanto vale uno como otro, y nadie vale nada en resumen de cuentas.
Luego tomé una revista, la abrió y mostró una foto conmemorativa de la inauguración de un ferrocarril treinta años atrás, en 1887. La revista tenía una sección retrospectiva y Checa contemplaba la foto y decía:
—Mire usted esta gente. Aquí delante está el gobernador civil de entonces, con sombrero de copa y una banda terciada en el pecho. Este otro debe ser un diputado. Aquí el ministro de Fomento y Obras Públicas, más allá el arzobispo. El ministro acaba de soltar su discurso. Un buen discurso.
—¿Cómo lo sabe usted? Podría ser un discurso malo.
—No, no. Un ministro puede ser estúpido, pero no mal orador. La oratoria es como el traje. ¿Concibe usted un ministro mal vestido? Por lo mismo, no se puede concebir un ministro sin elocuencia. Este hombre con cara de memo acaba de hablar —y Checa tomé un tono rimbombante— de la ciencia redentora, del trabajo benemérito, del progreso hacia el mañana, de la voluntad de acción y de perpetuación y, finalmente, de los desvelos de su partido en general y de él personalmente en la tarea nunca bastante alabada de hacer patria. Los discursos políticos acaban con una alusión a la patria, así como los discursos de los obispos con una alusión a Dios. En lo único que piensa el ministro cuando habla de la patria, es en hacer buen efecto al rey y a los jefes de partido, para ascender en su carrera. Y el obispo, en sus riñones y en su hígado, que funcionan mal a fuerza de comer bien.
La multitud salía del cine, y yo le pregunté a Checa si no entraba alguna vez en el Salón Doré teniéndolo tan cerca.
—No. La gente —dijo con cierta gravedad— va al cine a hacerse la ilusión de que vive una vida intensa mezclándose en los problemas que le presentan en la pantalla. Yo no necesito ilusión alguna. Yo estoy en el centro de los tiempos y las edades. Bueno, entiéndeme. Tú tienes derecho a sentirte también situado en ese centro del universo. El núcleo de la noche y del día está en un motorcito por el que se rigen el cielo y la tierra. Y ese motorcito lo tengo yo aquí —señalaba su corazón—. También la gente va al cine para ver alguna mujer medio desnuda. No es fácil ver los muslos de la hembra sino en la alcoba o en la pantalla. Bien, yo prefiero la alcoba.
—¿Está casado?
—No, pero tengo mi mujer, es decir, mi compañera.
Este es —pensé yo— como Planchat, el de Reus. Mi amigo volvía a mostrarme la foto conmemorativa:
—¿Ve usted lo que pasa aquí? La mitad de la gente está satisfecha de ser lo que es. La otra mitad se sostiene por la envidia. Y es una envidia ridícula y sin base, porque los que parecen felices no lo son. ¿Qué tiene de envidiable el ser ministro, obispo o gobernador? Se dirá que esos han triunfado en la vida, pero no hay tal triunfo. ¿Quién los conoce hoy? ¿Quién recuerda siquiera su nombre? Y murieron hace sólo veinte años, tal vez.
Yo miraba la foto, abstraído, y Checa seguía:
—Los que no han llegado a la supuesta cumbre están rabiosos, y los que han llegado ya están sólo tristes con su sombrero de copa en la mano, viendo que aquello no valía la pena. Pero nadie es feliz. ¿Usted cree que alguno de esos es feliz?
—Hombre, según.
Yo pensaba que, con Valentina, en un palacio, en una choza de guardabosques podría ser feliz. Había cosas envidiables, deseables de veras.
—¿Qué cosas, por ejemplo? ¿Dinero?
—No, necesariamente. Pero estar solo con la mujer que uno quiere y tener un poco de independencia…
—Usted es muy joven —dijo Checa— y no seré yo quien le agüe la fiesta. Se ve que está usted enamorado. Tanto mejor para usted. Pero volvamos a la inauguración de este ferrocarril. ¿Ve a estos tipos tan seguros de sí? Pues ni uno solo de ellos vive. Ni uno solo está vivo ahora. Polvo en el polvo. Huesos y andrajos debajo de la tierra. Nosotros tampoco viviremos dentro de poco, ni usted ni yo.
Veía pasar la gente por los porches y había en su mirada una expresión de frío sarcasmo:
—Dentro de pocos años no vivirá ninguno de estos.
—¿Y qué? Muchos de estos quizá no merecen vivir.
La expresión de Checa cambió de pronto. Mostraba una especie de atención penetrante:
—Es verdad. No merecen vivir. Son todos —añadió con un ligero gesto de repugnancia— gente que sólo vive por su sistema digestivo. Gente digestiva. Hay que comer, claro, y descomer. Hasta que el hombre descubre esos dos placeres y los cultiva, por decirlo así, con fruición, hay la posibilidad de lograr algo del hombre. Después, hay que dejarle rumiar su comida como las vacas, y, como ellas, esperar su fin. Y además, hay que tener cuidado, porque por asegurarse la continuidad de esos dos placeres, ese hombre es capaz de las mayores bellaquerías, ¿no me entiendes? El hombre que lleva algo aquí —y señalaba su cabeza— no se da cuenta de las aficiones ni de los displaceres del cuerpo. Los tolera, pero no los cultiva.
Tenía miedo yo de parecerle a Checa una persona digestiva, y él se dio cuenta y me explicó:
—La gente como tú, digo, de tus años, suele ser honrada y limpia.
Mirábamos subir y bajar el río humano de los porches, y yo pensaba: «Esos deben ser los digestivos». Checa volvía a hablar de ellos.
—No vivirá mucho ninguno de ellos —añadió, pensativo.
Dentro de algunos años, todos estarán debajo de tierra con sus huesos fríos, amiguito. Si yo me pusiera encima de este cajón para hacerme más visible y les dijera: un momento, deténganse ustedes un momento. Se hace hora de ir a comer. Y pronto será hora de defecar. Miren el reloj. Pueden ir marchándose ya. Pero no olviden que dentro de unos años, que pasarán tan de prisa como pasaron los que han vivido, estarán ustedes con el sucio hocico contra una tabla podrida y nadie se acordará de ustedes. Habrán dejado menos huella que la que deja un pájaro en el aire. Si les dijera eso, saldrían aullando, espantados. Y algunos, tal vez, querrían matarme. Sin embargo, eso que yo les diría sería una verdad elemental como el a, b, c. Con las demás verdades, por ejemplo las verdades revolucionarias, pasa igual. Entretanto, mire usted aquel babieca con su sombrero de ala ancha y una chaqueta de terciopelo, que dice que es escultor, y que lo es dos horas cada día para los pobres diablos que vienen a pasear por los porches. Algunas chicas, también digestivas y culibajas, lo miran con arrobo y piensan que se parece al héroe de las películas que están dando ahora en el Doré. Antes de ir a dar con el hocico en la tabla de pino del ataúd, querrían que ese tontivano las manoseara un poco, y como no lo conseguirán, morirán de viejas, creyéndose fracasadas y haciendo ofrendas de su virginidad primera (ya perdida) al Espíritu Santo. Porque en eso del sexo, hasta al Espíritu Santo lo quieren engañar.
Sacó Checa dos cigarrillos, me dio uno, encendimos y continuó.
—Todos estos que pasan delante de nosotros no valen el cartucho que gastaríamos en matarlos. ¡Mire usted qué caras! Aburrimiento, envidia y sexo. Unos tienen sólo el recuerdo y otros la esperanza del sexo. Y entretanto, nada entre dos platos. ¿Sabe usted por qué? Porque muy pocos se acuestan con la mujer que aman. Cada cual se acuesta con la mujer que los acepta, con la que pueden conseguir por las buenas. Para tener la que querrían sería necesario matar seis o siete rivales, robar un banco, Imponerse por todos los medios al grupo social en el que viven. ¿Lo hacen? No. Pero con valentía o cobardía, el sexo pide lo suyo. Y entonces el acto amoroso se convierte en una evacuación más. Los americanos llaman al acto de orinar el número uno, al defecar el número dos. Habría que añadir el número tres. El amor, para el noventa por ciento de la gente, es una evacuación. Y el parto, otra. El número cuatro.
Hizo Checa un gesto de asco:
—Número uno, número dos, número tres y número cuatro. Y un día, la cabeza vacía contra el ataúd vacío: cloc. Los meten dentro, echan tierra encima y se acabó. Otro vendrá poco después a estos porches subiendo con la multitud y bajando con la multitud, la cara de frente y los ojos de soslayo. El sexo tiene su fiebrecita. Por lo menos, su curiosidad. Y los dos actos cruciales y capitales formando el eje de su pobre vida: Digestión y evacuación. Las cuatro evacuaciones. No son todos así. Hay algunos como yo y como usted, pero cuando tratan de hacer algo inteligente, a mitad de camino, ¡cloc!, dan con la cabezota en el ataúd. Al agujero. En la orilla de ese agujero, los curas han levantado misterios y fantasías. Los curas son los sacerdotes de esa humanidad digestiva que sirven a los del comer y descomer los sueños ya hechos para que no se molesten. Y les prometen una eternidad comiendo y defecando (y lo otro también) después de la resurrección de la carne. Porque los digestivos no podrían tolerar la religión si no les prometiera una eternidad, repitiendo las placenteras aptitudes que tienen ahora: número uno, dos y tres. Y suprimiendo, además, como hacen ahora si pueden, el número cuatro, que es un placer moral dudoso y un dolor verdadero. Entonces (después del valle de Josafat), no serán necesarios los anticoncepcionales.
Se le había apagado el cigarrillo a Checa y volvió a encenderlo. Llevaba un mechero pequeño de plata que revelaba de pronto alguna clase de sibaritismo en sus costumbres. Y seguía hablando:
—¡Pobre gente! Mírelos cómo pasan. Mire cómo aquella hembrita me mira y tuerce su lindo hocico.
—Para nosotros —dije yo— habrá también un ataúd y un ¡cloc! Eso no hay quien lo evite.
—Sí, claro, pero yo, como cualquier hombre que se estima, tendrá que hacer algo, empujar un poco a la gente hacia adelante, es decir, a un nivel donde se pueda ver tal como es y tratar de mejorarse. Yo haré algo para ellos, yo. Ya veremos lo que pasa. Algo pasará. En esos casos, siempre pasa algo.
Había que tratar de salvar a la gente, según Checa, de su falta de imaginación. De vez en cuando, sucedía en la historia un hecho escandaloso a través del cual se planteaba la redención de los digestivos. Algunos de esos hechos habían sido de veras grandiosos. La muerte de un inocente clavado en una cruz, por ejemplo. Pero los hombres digestivos tienen un don de perseverancia monstruoso y, poco a poco, han hecho que todo aquel sacrificio vaya a reforzar los antiguos patrones básicos de su vida: el placer número uno, el dos y el tres. Volvieron a llevar las aguas a su molino y hoy, en nombre del amor, se cultiva el odio; en nombre de la paz, se hace la guerra, y en nombre del sacrificio y de la modestia y continencia, veinte mil curas bien mantenidos, por ejemplo, comen a dos carrillos, fornican a calzón quitado y sueñan en la degollación de todos los hambrientos que no se resignan a la miseria propia ni a la de sus compañeros, y que discuten los privilegios de la Iglesia.
En aquel momento llegó un obrero con gorra de visera y bufanda Recogió un paquete de veinte ejemplares de Tierra y Libertad, que Checa arrolló y ató con una cuerda, y cambiaron algunas frases. El acento de Checa era diferente con él. El idioma, se diría, también que era otro.
—¿Qué hay, ciudadano? —preguntó Checa.
—Na.
—¿De na?
—De na. Y un día y otro día, una noche y otra noche. Y cada día ídem de lienzo. La vida es puerca.
—No. La vida está bien. Pero es de otros la vida.
—¿Y el sobrino?
—En la trena.
—¿Quince días?
—No; esta vez lo van a mandar al penal. Ha habido juicio y sentencia.
—A mí me iría bien un poco de esa música. El tiempo sobra en el penal. Entre nosotros, hay muchos que lo han aprendido todo en el penal. Y lo bueno que tiene estar en presidio es que ya no tiene uno miedo de que lo encierren. Tampoco los muertos deben tener miedo de morirse. Algo es algo.
—Pues ya lo sabes, la puerta está abierta para los hijos de puta y también para los hijos de banquero.
—Especialmente para los hijos de puta.
—Eso es. Como yo.
—Por mí no queda. Desde el caso del pavigallo, digo, desde que cayó el de la chaleca colorada.
Yo ponía atención y no entendía una palabra. Y el obrero de la gorra grasienta añadía:
—El de la puntilla en la manga. La cosa estuvo buena. Pam, para, pam. Y averigua quién te dio.
—El pavigallo —repitió Checa muy serio— recibió lo suyo. Después de Pascua Florida.
—La cosa ha traído cola. La genoveva siempre trae cola.
El obrero se había puesto el rollo de periódicos debajo del brazo, con un gesto que me pareció de ama de casa, y dijo:
—Cuando la hormiguita se sale de la procesión, es para hacer algo.
Aquel obrero se llamaba Lucas y no parecía un hombre fuerte. Su oficio era auxiliar de tapicero. Una temporada estuvo trabajando en un taller de muebles de época. Aprendió entonces a distinguir y hablaba, a veces de los muebles renacimiento y de los Victorianos y de los chipendale. Como digo, Lucas no era oficial, sino ayudante.
Toda su vida había sido ayudante de algo.
—Cuando la hormiguita se sale de la procesión —repetía con un guiño—, es para hacer alguna cosa memorable.
—Eso le decía aquí al joven.
Hasta aquel momento no nos había presentado Checa. Y Lucas se dirigió a mí:
—En Rusia el camarrupa gordo dio el espiche.
—Y aquí lo dará un día —dijo Checa—. Cuando llega la marca el agua sube en todas partes. E inunda las ciudades del interior.
—Como la nuestra.
—El gallipavo cayó a la puerta del palomar: para, pam, pam. Fue un buen trabajo aquel.
—Por lo que reza con menda, ese trabajo no me sienta bien. Al fin, la vida es la vida y la muerte es la muerte.
—La muerte sirve a la vida —dijo Checa volviendo al acento grave—. Todo sirve a la vida.
—A la puerca vida.
—No. La vida está bien. Sólo que es ajena. La picadura en el tobillo es algo. Y el gallipavo, a veces, cae con sus púrpuras. Entonces… la vida ha ganado algo. Todos hemos ganado algo.
Al oír esas palabras, creía descubrir que hablaban tal vez del cardenal Soldevilla, muerto a tiros por los sindicalistas recientemente como venganza —se decía— por el asesinato del jefe obrero catalán, Salvador Seguí. Aquello me intrigaba terriblemente. Pero se hacía tarde. Yo tenía ganas de marcharme y no quería irme solo. Recuerdo que en aquellos tiempos no sabía despedirme de la gente. Sabía cómo afrontarla, pero no cómo despedirme. Al ver que el obrero se marchaba, le pregunté hacia dónde iba y dije que yo llevaba la misma dirección. Nos despedimos de Checa y, como no era cosa de meterse en la corriente cansina de los digestivos, salimos de los porches. Una lluvia fina y casi imperceptible mojaba el menudo adoquín. El obrero protegió amorosamente su paquete de periódicos dentro de la chaqueta. Yo calzaba buenos zapatos y él sólo alpargatas de cáñamo, que con la lluvia se mojaban. Caminaba rápido y silencioso, echando los pies adelante con una especie de agilidad descoyuntada. Hablaba de Checa.
—Tiene buena cabeza —afirmó con verdadero entusiasmo—, pero tiene otras cosas más abajo que son tan buenas como la cabeza. Y esas cosas nunca estorban. Y menos, en los tiempos que corren.
Era Lucas un hombre enteco. Llevaba los hombros un poco levantados como si quisiera esconder entre ellos la cabeza, con un gesto de tortuga. Se veía que formaba parte de los resignados y de los vencidos. Pensé: «esas cosas de más abajo son las glándulas viriles, y no ha dicho el nombre vulgar por respeto a mí. ¿Qué respeto? Al fin y al cabo, yo no era una niña con quien había que cuidar las palabras». Dije yo el nombre vulgar para declarar enfáticamente que aquellas glándulas eran lo único importante en la vida. Lucas se apresuró a negar. ¿Qué hace un hombre con sólo glándulas viriles? El caballo tenía mucho más de eso que el hombre y, sin embargo, el hombre lo montaba y lo castigaba. Concluyó señalando su propia cabeza:
—El campanario es lo que cuenta.
Yo me preguntaba si Checa consideraba a Lucas o no entre los digestivos. Parece que no coincidían en todos sus puntos de vista. Más tarde supe que para Lucas el proletariado era lo único que contaba. Para Checa, era el pueblo y la humanidad entera. Circunscribir a los obreros manuales el destino del universo, era adulación demagógica. «Tú verás —le decía— en lo que acaba Rusia con su revolución proletaria y sus marxistas». Según Checa, los únicos que contaban en Rusia eran Kropotkin y Makno. Y estaban al habla. ¿Cómo sabía Checa si estaban al habla o no? Pero Checa, desde su pilastra de los porches frente al Salón Doré, parecía enterarse de todo lo que pasaba en el mundo. Es verdad que muchos revolucionarios que viajaban de Barcelona a Madrid o al revés, se acercaban a verlo. Últimamente había estado Wilkens de Asturias, que volvía de Rusia donde vio a Kropotkin y a Makno. Wilkens era un joven vivaz y andariego que se dedicaba a las tareas más irregulares para dar dinero a la revolución.
Escuchaba yo estas cosas asombrado, y Lucas seguía: «El puesto de Checa frente al cine es algo más que un puesto de periódicos». Y tomaba un aire de misterio para añadir:
—El padre de Checa acabó levantándose la tapa de los sesos. Hay quien dice que Checa se cargó a su padre, pero eso yo no lo creo. Era Checa entonces muy pequeño. Y se dicen mucha, cosas de Checa. Le han puesto fama y su nombre suena. Entonces le cuelgan todas las cosas tremendas que suceden, sean verdad o mentira. Y lo calumnian. Dicen de él todo lo que les pasa por la mollera. Como puerca es puerca, la gente. ¿No crees?
Yo recordaba a la multitud subiendo y bajando por los porches. Algunos, al llegar a la altura del puesto de Checa lo miraban, con una especie de curiosidad despegada, como diciendo: «Ya sabemos quién eres. Ten cuidado. Tú no eres como nosotros. Ten mucho cuidado». Checa devolvía terne la mirada y parecía responder: «Tened cuidado vosotros, los digestivos, que yo sé también quiénes sois».
Mientras caminábamos bajo la lluvia, hablaba Lucas de la revolución francesa, que era su fuerte. Le gustaba Robespierre, cuyo nombre pronunciaba con todas sus letras a la manera española. Pero yo no lo oía. Estaba pensando que tal vez yo tenía un hermano bastardo en el hospicio —si mi padre me hubiera demostrado su inocencia en aquella cuestión me habría decepcionado mucho— y que aquel hermanito mío probablemente vendería periódicos también un día como Checa.
—¿Es Checa miembro de alguna organización? —preguntaba—. ¿Sí? ¿Es el presidente? Allí donde está Checa, tiene que ser el primero. A mí me gustaría entrar en esa organización. Porque yo soy de los vuestros.
Lucas me miraba de reojo:
—Eso dicen algunas personas. Eso decía el jefe de policía los días de la huelga. Era de los nuestros, sólo que en teoría. Y en la práctica, pues nos sacudía cada vergazo que temblaba el misterio.
Iba yo con la mano en el bolsillo y contaba mis monedas haciendo cálculos.
—Te convido a un vaso de vino en alguna parte —dije.
Volvió Lucas la cabeza, alertado como un pájaro.
—¿Conoces la casa de Pascual? Vamos, que está cerca. Con esta lluvia, un poco de vino caerá bien.
Caminábamos de prisa y, cuando entramos en la taberna, que era bastante grande, nos sacudimos como perros mojados.
—Aquí el vino es más barato —dijo mi amigo, con una expresión de sordidez que me encogió el corazón.
Todas las mesas estaban ocupadas, y nos acercamos a un rincón donde había un tonel puesto de pie. Dejó encima su paquete de periódicos y fue al mostrador. Trajo dos vasos de vino, queso y pan. Los dejó encima del tonel y de pie fuimos comiendo y bebiendo. Pero, de pronto, Lucas hizo un gesto de dolor y, un poco encogido, fue a buscar una silla y la trajo. Se sentó y, un momento después, pareció sentirse aliviado.
—Tengo una hernia —dijo.
Sentado al lado del tonel y yo de pie, debíamos dar una impresión rara.
—Trabajo —dijo con una voz opaca—, pero no puedo hacer esfuerzos porque, si se me estrangula la hernia, lío el petate.
—¿Por qué no te operas?
—Es que en ese caso tendría que ir al ejército y cumplir los tres años de servicio. El remedio sería peor que la enfermedad. Esta es la cuestión entre nosotros, digo los pobres. Sufrimos bastantes miserias y luego no nos atrevemos a buscar el arreglo, porque cualquier cambio es siempre para peor. Miseria por miseria, bien estoy.
Añadió que, si no fuera por la hernia, sería oficial tapicero y ganaría más y tendría incluso una ocupación permanente. De momento no hacía más que chapuzas.
Alrededor de nosotros la gente hablaba de toros, de mujeres o de vinos, lo mismo que la burguesía. La gente humilde imitaba a la burguesía y esta a la aristocracia. En cuanto a la aristocracia, en sus círculos cerrados trataba de imitar a la plebe. Yo tendía la mirada alrededor, incómodo.
—Todos estos —dije con desdén— son gente digestiva.
No sabía Lucas lo que aquello quería decir, y yo comprobé con orgullo que Checa hablaba conmigo un lenguaje diferente que con él. Más tarde pude ver que Checa hablaba de modo distinto según las personas. Y lo hacía siempre con una extraña pericia y seguridad.
—Checa es pobre y jorobado —dijo Lucas—, pero lleva siempre su genoveva en el bolsillo y es lo que él dice: morir por morir, lo mismo me da una muerte que otra.
Bajando la voz, añadió:
—La policía le tiene miedo a Checa.
Entre tanto, yo calculaba los vasos que podíamos beber con mi dinero y Lucas iba y venía trayéndolos del mostrador. Mucho vino para mí. Andaría yo por el quinto vaso cuando le dije a Lucas que quería vengar al obrero muerto frente a mi casa. Yo lo vengaría. Yo, con mis manos.
—Las manos no bastan. Hay que tener algo más.
Saqué del bolsillo interior mi puñal y lo mostré disimuladamente. Pasó Lucas los dedos por la hoja amorosamente, luego acarició la larga empuñadura incrustada de nácar con las iniciales de mi padre, que eran iguales que las mías, grabadas en plata bajo los gavilanes. Lo volvió a su vaina y dijo:
—Buen empeño. En caso de necesidad, te darían cincuenta pesetas, como hay Dios.
No era la reacción que yo esperaba. Lucas era un vencido, un enfermo. Un héroe no empeña su arma. Aunque sólo fuera, en mi caso, un héroe potencial. Pero se acabó mi dinero y salimos. Pregunté a mi amigo qué podíamos hacer para vengar al obrero muerto, y Lucas suspiró y dijo:
—Por el momento, lo que hay que hacer es destruir el Estado.
¿Cómo se podría destruir el Estado? Yo llevaba en el bolsillo Germinal y pensaba leerlo al llegar a casa. Tal vez en aquel número, todavía fresco de tinta, se diría la manera de acabar con el Estado. Eso, «por el momento». ¿Y después, qué?
Vivía Lucas en el barrio de San Pablo y caminamos juntos hasta mi farmacia, que estaba cerrada, como todos los domingos. Abrí con mi llave el candado que cerraba la persiana de metal, mientras Lucas no acababa de salir de su asombro.
—¡Anda, la osa! ¡Eres un mancebo de botica!
Mientras yo me disponía a entrar añadió, codicioso:
—¿Podrías hacerme un favor? ¿Puedes darme una camiseta?
Era una petición extraña, pero, en fin, yo tenía camisetas en mi baúl, fui a buscar una y la saqué envuelta en un periódico. Lucas miraba el envoltorio sin comprender:
—¿Tan grande?
Lo que Lucas quería era un preservativo. Cuando se aclaró el equívoco, yo le recordé que aquello costaba dinero y no podía dárselo porque no era mío. El hecho de que me lo pidiera me chocaba bastante, aunque lo hiciera con un eufemismo: una camiseta. ¡Bah! Por aquel deseo de Lucas, mi amigo, yo me sentía un poco vejado. Todo se hacía de pronto incómodo en nuestra relación.
Lucas soltó la carcajada, me dio la mano y se fue, repitiendo: «Dice que no es suyo. No puede dármelo porque no es suyo». Y reía calle arriba, en las sombras de la noche. Yo pensaba ofendido:
«Debe de estar borracho, el pobre».
El incidente me hizo cavilar aquella noche. Tal vez yo debía habérselo dado. Sin embargo, recordando a los clásicos griegos, pensaba que la verdad no puede sufrir con su propio aumento (era una experiencia mental que hacía a veces) y trataba de ver adónde me llevaría mi obligación de dar un preservativo a cada revolucionario. Imaginaba una multitud de obreros esperando en fila delante de la farmacia para obtener un preservativo gratis, y no me parecía moral aquello. Si no estaba bien con diez mil, tampoco estaba bien con uno. Y Lucas había pedido «una camiseta». Bah, el eufemismo era ridículo. Yo le había mostrado mi amistad ofreciéndole una de las mías, y no era eso lo que quería. Bien. No era culpa mía.
Por otra parte, teóricamente yo podía argumentar que la revolución necesitaba soldados. No había que abusar de las camisetas.
Finalmente me acordaba de una vecina vieja que se pasaba el día en su balcón frente a los cristales de mi farmacia. Los ojos de aquella vecina ya vieja y seguramente enferma parecían vigilarme con una fijeza obstinada. Era fea, triste y denegrida. Yo la llamaba «la pioja». Y le tenía miedo. En invierno, detrás de los cristales. Más tarde, en verano, sentada en una silleta en el balcón, se estaba las horas muertas. No sonreía nunca. Debía estar medio paralítica, la pobre. Pero sus ojos eran sombríos y escrutadores. Era, «la pioja», como la imagen de la justicia burguesa que me espiaba.
Aquella noche en la rebotica, antes de acostarme, hice un experimento que había aprendido con Letux. Pulvericé una pastilla de clorato de potasa, la mezclé con unos cristalitos de permanganato, puse una pulgarada de azufre y luego con una varilla de cristal mojada en ácido sulfúrico dejé caer una gotita, apartándome prudentemente. Aunque se trataba de pequeñísimas cantidades, la explosión produjo una esfera de fuego blanco, bastante grande, que me socarró las cejas. En el corazón de aquella esfera había una luz purísima mucho más radiante —pensaba yo— que la del sol. Pero aquella luz duraba poco tiempo. Era deslumbradora, pero se extinguía en seguida. Un día descubrí que aquella misma luz la podía producir quemando oxígeno puro. Es decir, el oxígeno puro no ardía, pero proyectando un chorro de aquel gas sobre una cerilla encendida, esta tomaba las mismas cualidades luminosas que la explosión de permanganato y de clorato de potasa. El descubrimiento me pareció soberbio.
Teníamos nosotros un tanque de hierro cilíndrico, cargado de oxígeno y puesto de pie en un rincón. Y pensaba utilizarlo para producir a voluntad la luz de las auroras. Es decir, las auroras artificiales.
Entretanto, pasaban los días.
Me había hecho un poco amigo de las hijas del farmacéutico, especialmente de Felisa, la gordita. Esta suspiró un día en la sombra de la rebotica y retuvo mi mano cuando le di una cajita de glicerofosfatos de cal para su hermana. Yo la retiré, alarmado, sintiéndome un poco ridículo porque en el instituto, cuando se quería burlar un chico de la timidez sexual de otro, decía de él que era el casto José. Me aparté de Felisa torpemente, ofreciendo a Valentina el sacrificio de mi dignidad viril de mancebo de botica.
A pesar de mi rechazo, Felisa buscaba ocasiones de estar conmigo a solas. Pocos días después daban en el Salón Doré una película en colores con la vida de Cristo. Decidieron ir las dos hijas del boticario conmigo, por iniciativa de Felisa. El boticario se quedaría en la farmacia. Al salir con las dos muchachas vi en la casa de enfrente los ojos de «la pioja». Me miraban a mí y miraban a las hijas del boticario, indiferentes, lejanos y fríos. Yo me sentía culpable. Al llegar al cine, ellas querían pagar su entrada, pero yo me adelanté. Era un «caballero». Con mis tres duros mensuales de sueldo.
Como siempre, la vida de Jesús era conmovedora. Recuerdo especialmente la escena de la crucifixión, cuando queda clavado en la cruz sobre un cielo tormentoso, en agonía. En aquel momento la orquesta del cine tocaba la parte de Peer Gynt que se refiere a la muerte de Assa, y aquella melodía triste y dulcísima unida a la imagen de un hombre inocente crucificado, mientras el lienzo que cubría las ingles de Jesús se movía agitado por un céfiro natural, me impresionaba de veras. Aquel céfiro en los cendales daba a la escena un verismo tremendo. Yo había visto a Jesús crucificado en los grabados y las esculturas. Pero siempre inmóvil. Y, entonces, no sólo se movía un poco del lienzo, sino también su cabello ensangrentado. Y sus labios, diciendo algo. La música de Peer Gynt era angustiosa y dulce, amarga y acariciadora. De las dos chicas, la gorda, Felisa, lloraba y me cogía una mano. La flaca, refiriéndose al cuerpo estatuario y atlético de Jesús, me dijo:
—Ya ve usted. Si Jesús hubiera querido, con lo fuerte que era, no habrían bastado todos esos soldados romanos para sujetarlo. Pero no quiso.
Parecía Lorenza una chica razonadora y práctica.
—Es posible —dije retirando la mano que me había cogido Felisa y pensando en Valentina.
Me preguntaba yo si aquellas dos mujeres pertenecían o no al género digestivo. Checa lo sabría con la primera mirada. Pero cuando salimos (Felisa secándose aún los ojos húmedos de lágrimas, no sé si por mí o por Jesús), el puesto de periódicos estaba cerrado.
Volví a mi farmacia.
Sintiéndome desgraciado en aquella oscura rebotica, pensaba a veces en mi familia, pero nunca en mis padres, sino en mi abuelo, a quien no había visto hacía años. Pensaba escribirle una carta, pero no era mi abuelo esa clase de personas que recibe cartas hablando de afectos y otras cosas vanas. Para él, una carta era la noticia de una muerte o de un negocio —un contrato de compra—. Yo no le escribía pero, como digo, pensaba en él.
Su pueblo parecía, desde el balcón de mi cuarto, en la aldea, una bandada de becadas blancas posadas en la orilla.
No era el pueblo con cuyos chicos peleábamos a través del río, sino otro que había más arriba, es decir, cuatro o cinco kilómetros al norte.
Desde la rebotica oscura, el pueblo de mi abuelo me parecía una especie de lugar ideal adonde, sin embargo, no valía la pena ir, ya que Zaragoza era una ciudad grande con tranvías y automóviles y las calles mejor pavimentadas que muchas habitaciones interiores de mi aldea o de la de mi abuelo.
Cuando pensaba en mi abuelo, lo veía —cosa rara que algún día explicaré— con las manos en el aire y bailando el bolero. Un baile que ya no bailaba nadie. El bolero. ¡Bah! Pero ya digo que otro día lo explicaré.
El domingo siguiente me apresuré a ir a los porches. Con Checa estaba un hombre aburguesado hablando de cuestiones financieras. Le había comprado El Economista y cambiaban opiniones. Hablaba Checa del presupuesto nacional, que anunciaba inflación. Se veía que el cliente de El Economista tenía respeto por Checa. Y le pedía su consejo sobre algunas materias concretas.
Cuando ese cliente se marchó, mi amigo cerró su puesto de periódicos y me dijo que iba a alguna parte. «Le acompañaré», dije yo, alegremente.
Pero Checa me miró con gravedad y dejó caer estas palabras:
—Si vas conmigo por la calle, te fichará la policía. Y si la policía te ficha, te arrestarán cada vez que haya un motín en la calle.
Yo sentí cierta alarma y volví a la farmacia confuso, no por miedo a la policía, sino por la negativa de Checa. Me encerré en la rebotica y estuve pensando cosas deprimentes. Las relaciones mías de cada día eran con personas cuya frecuentación me causaba displacer y ninguna ventaja circunstancial. Trataba sólo con personas digestivas, como la familia del boticario, o amenazadas, como Lucas y Checa, de ir a la cárcel en cualquier momento.
Los «digestivos» me daban sólo tres duros de sueldo y los otros me ofrecían la perspectiva de ir a la cárcel. Ese camino no era el más adecuado para casarme un día con Valentina.
Pero ¿qué podía yo hacer para remediarlo?
Encima de la rebotica, en su cuarto, Lorenza tocaba el gramófono. Había entonces algunas fuertes emociones en mi vida ligadas a recuerdos musicales. Por ejemplo, el pasodoble de Moros y Cristianos me recordaba el muslo desnudo de Valentina en el carrusel del parque de Santa Engracia.
El pasaje de la muerte de Assa en Peer Gynt me recordaba a Jesús en la cruz y me conmovía también, aunque de otra manera. Para mí, Jesús había sido asesinado por los curas, ya que sus mayores enemigos habían sido los sacerdotes del templo de Jerusalén, vestidos también con sotana y solideo. (Como los de ahora).
Estas dos sensaciones eran las más fuertes —por el lado musical— en aquellos días. Y, sin saber cómo, ligaba la melodía de Peer Gynt al recuerdo de la sangre del obrero muerto en la calle. Los curas solían decir que la Iglesia era el cuerpo de Cristo. La Iglesia bendiciendo a los verdugos y adulando a los duques no podía ser el cuerpo de Cristo, que andaba por los caminos del mundo sin una piedra donde apoyar la cabeza. Los obispos tenían buenas almohadas de plumas en sus camas de alabastro con colchas de seda. El cuerpo de Cristo eran los hombres humildes, sobre cuyas espaldas inocentes pesaba el mundo entero. Jesús había sido uno de ellos. Era Jesús un hombre inocente al que aplastaba con todo su peso ominoso la sociedad de los digestivos.
Siempre pesa la creación entera sobre el hombre puro.
Aquel día estaba yo triste, porque había recibido una carta de Valentina donde me decía que mi hermana Maruja le había escrito desde Caspe revelándole pérfidamente que yo era un miserable mancebo de botica en Zaragoza. Y añadía Valentina que llamarme a mí mancebo de botica demostraba la ignorancia de Maruja. La pobre Valentina me creía a mí por encima del mundo entero y yo se lo agradecía mucho, aunque tenía que aceptar que Maruja estaba en lo justo.
Como mi padre me había dicho que acudiera a mosén Orencio si necesitaba algo, fui un día a pedirle veinticinco pesetas sólo por ver cómo reaccionaba (yo no tenía verdadera necesidad de ellas). Naturalmente, don Orencio me negó el dinero. Dijo que yo tenía las necesidades de la vida cubiertas.
—Las de la vida, sí. Pero no las otras.
—¿Cuáles son las otras?
Yo estaba indignado y dije, alzando la voz:
—La exterminación de los purpurados.
Estando reciente el asesinato del cardenal Soldevilla, mis palabras debían sonar bastante raras y alarmantes. Mosén Orencio me miró, confuso, y por fin vi que la luz de sus ojos iba tomando una dirección agresiva y venenosa.
—¡Miserable! —gruñó—. ¿Con qué granujas andas?
Acudía el ama y se quedaba en la puerta mirando como una gata asustada.
—Esas palabras te costarán caras —decía mi tío, rojo de ira— porque le escribiré a tu padre.
Había un gran Cristo en la pared y, por una asociación inconsciente, creí que se movía el lienzo que cubría las ingles de Jesús y también su cabello. Un céfiro imaginario entraba en el misterio de aquel cuadro y actuaba como en la pantalla del Salón Doré. Salí sin las veinticinco pesetas. Detrás, repetía mosén Orencio:
—Hoy mismo escribiré a tu padre: ¡Golfo! Tú vas a ser un día la vergüenza de la familia.
Por la tarde encontré a Lucas, quien me dijo que Checa no estaba en Zaragoza porque había ido a la Cartuja Baja, donde celebraban una reunión plenaria los comités de la federación local de sindicatos.
Una reunión clandestina, claro.
Decidí ir a la Cartuja yo, a pie y sin dinero. Pensaba que una vez allí, Checa y los suyos me recibirían amistosamente. No comprendo lo que yo buscaba en aquella aventura, como no fuera una protesta contra mosén Orencio y mi deseo de hacer algo esforzado.
Mi disposición al sacrificio. Al placentero sacrificio. Ir a pie a la Cartuja —veinte kilómetros—, era cosa seria.
El caso es que salí por la carretera del mediodía y anduve los veinte kilómetros sin detenerme un momento a descansar. Estuve una hora en la Cartuja, sin hallar a nadie en las tabernas ni en otros lugares a los que me asomé. Tuve cuidado de no preguntar en ninguna parte por Checa, y cuando me convencí de que había perdido el tiempo, volví sobre mis pasos. Hice otros veinte kilómetros al regreso, sin poner en mi pobre estómago otra cosa que un trago de agua de una fuente pública.
Mi fatiga me gustaba. Me consideraba un verdadero mártir de la causa. En mi bolsillo interior llevaba la daga florentina, damasquinada, de los siete filos.
Cuando llegué a Zaragoza y a la farmacia era cerca de medianoche Estaba tan fatigado, que me acosté sin acabar de desnudarme. En cuanto me quité las botas y me recosté en la cama, me quedé dormido. Al día siguiente tuvo que despertarme el boticario una hora después de la acostumbrada para abrir las puertas de la calle. Fuera, había algunas personas esperando. No entendía el boticario que yo durmiera vestido y cruzado en la cama.
Como he dicho otras veces, la farmacia era pobre. Y el boticario tenía pocos escrúpulos. «Si alguien viene a comprar cocaína o morfina —me dijo un día— y la paga bien, se la vendes. A seis pesetas el gramo». La cocaína pesa poco y un gramo era una cantidad no tan pequeña como se podría pensar. Formaba en la balanza de precisión un montoncito respetable. Pero así y todo, era cara. Los viciosos fueron enterándose y acudían. A veces venían de noche, a las dos o a las tres de la mañana. Era bastante incómodo. Una noche vino una mujer con el pelo amarillo, los párpados pintados, un perrito pequinés en el brazo y cierto aire sonambúlico.
Hablaba con acento extranjero y debía tener treinta o treinta y cinco años. La primera vez vino con un hombre de aire afable y un poco derrotado. Como yo había sido despertado en pleno sueño, salí con el cabello revuelto y la cara un poco congestionada. Ella me miraba en éxtasis, mientras yo ponía la cocaína en una bolsita de papel de seda y decía.
—Seis pesetas, señora.
—Seis millones de pesetas te daría yo a ti —y añadió un comentario absurdo—: Con el pelo alborotado parece una muchacha.
Yo la miré indignado, y el hombre que la acompañaba la disculpó con un gesto, como si dijera: está loca.
Aquella impertinente observación venía en fin de una mujer. Y la mirada de aquella hembra era tan amorosa para mí, por un motivo u otro, que no me atrevía a protestar. Además, según me había dicho el boticario, los cocainómanos eran gente degenerada e irresponsable.
Estaba bien. Podía decir lo que quisiera.
Aquella mujer debió haber sido hermosa, pero había en su rostro un detalle odioso. Su nariz parecía independiente del resto de su persona. Se inflamaba o disminuía, se ponía roja o blanca según estados de ánimo que sólo ella —la nariz— conocía. Aquella mujer, tal vez sorbía la cocaína por la nariz, y el contacto con aquel alcaloide había irritado e inflamado las mucosas. Hablaba como si estuviera resfriada y su pobre nariz, que en tiempos debió ser delicada y estilizada, parecía un apagavelas.
Y yo le parecía una muchacha. Y por eso le gustaba. Las cocainómanas eran así.
Algo había en ella de frágil y frustrado que reclamaba simpatía, a pesar de todo. Una noche que vino sola, mientras yo le ofrecía la bolsita de papel de soda, ella me acarició el rostro murmurando ternezas y diciendo que parecía, no una muchacha, sino un niño. Añadió, bajando la voz, que le gustaría pasar a descansar adentro. Yo me puse colorado y dije que no, y entonces ella, sin dejar de mirarme con ternura, preguntó:
—¿Quizá tiene novia mon beguin?
Yo afirmé con la cabeza y, ella se deshizo en exclamaciones de admiración por mi fidelidad. Con todo aquello me sentía bastante humillado. Yo tenía catorce años y ella podía ser mi madre, es verdad. Pero, frente a aquella hembra de la nariz autónoma, me sentía mucho más pequeño. Aquello me irritaba contra mí mismo. Otro día vino a la farmacia hacia el mediodía, cuando yo volvía del instituto, y se llevó la cocaína sin pagarla porque, según dijo, se había dejado el dinero en el hotel. Al marcharse se detuvo en la puerta un momento, deshaciéndose en gorgeos graciosos de pájaro mientras que la silenciosa vecina de enfrente —la pioja— miraba desde el balcón, impasible y atenta. Yo me quedé indeciso y confuso.
Vivía la cocainómana en un hotel-pensión del paseo de la Independencia que se llamaba Parisiana. El farmacéutico, al saber que yo le había dado crédito a aquella mujer, se puso furioso y me envió al hotel a cobrar.
—Además —dijo muy serio— no vuelvas a darle cocaína a nadie si no pagan a toca teja.
El hotel era un lugar donde se hospedaba gente bohemia y trashumante con algunos medios. Me dijeron cuál era el número del cuarto y allí fui, aunque no me hacía ilusiones sobre el resultado de la gestión.
Comprendía que aquella mujer de la nariz inflamada pagaría si tuviera dinero, pero no debía tenerlo nunca. Era honrada y lo deducía de aquella afabilidad suya, que era fatal e inevitable y revelaba alguna clase de miseria. Y de amor por mí. Una mujer que me quería tanto, tenía que merecer alguna clase de respeto.
El cuarto era grande y estaba desordenado y revuelto. Detrás de ella apareció el perrito ladrando. El enfado de aquel minúsculo ser gruñidor tenía gracia.
Dije a lo que iba y ella fue a la mesilla de noche, buscó en el fondo de un cestillo que había en la mesa. Entretanto me llamaba «mon chéri». Yo sabía que no hallaría nada. Por fin, dijo que su esposo no volvería hasta la noche. Al decir mi marido, decía «bi barido» y su pobre nariz inflamada resaltaba más. El perrito seguía gruñendo. El cuarto olía a cerrado, a perfumes agrios y creo yo (si la memoria no me engaña) que a orines viejos. Tenía ganas de marcharme y me fui por fin con las manos vacías, después de negarme a las invitaciones a «pasar y sentarme» que reiteró la mujer rubia una y otra vez. La nariz de aquella mujer me intimidaba.
Ya en la calle fui a ver a Checa y le dije lo que me pasaba.
—Esos son espías —dijo él—. Espías franceses. A esos pobres diablos los pagaba el kaiser con el dinero de los idiotas que compraban bonos de guerra, Se acabó el káiser, se acabaron los bonos de guerra y se acabaron los espías.
Si aquello era verdad, la mujer rubia de la nariz opulenta era una de las causas de la ruina de mi padre. Eso la hacía simpática para mí y a veces un poco siniestra. Checa decía algo sobre la iglesia, la policía, la falsa cultura, el militarismo, la guerra. Otra vez la guerra. Siempre la guerra en puerta. Mientras existiera el Estado, habría guerras y espías y gente como aquella.
Escuchaba yo, absorto. El desdén de aquel hombre para todas las cosas que los demás veneraban, me parecía admirable.
La gente digestiva no iba a los porches hasta media tarde. Por la mañana eran los porches una calle como las otras, con los comercios concurridos, y cuando el sol era fuerte, en verano, bajaban unas persianas de esterilla que cubrían los huecos de los arcos. Quedaba entonces aquel lugar sumido en una suave penumbra. Pero no era verano, entonces. Yo no podía resistir y le conté de pronto a Checa mi excursión a la Cartuja en busca suya.
—¿Por qué hizo usted eso? —preguntó muy grave.
—Lucas me dijo que estaban celebrando allí sus reuniones y quise ir a ofrecerme por si podía ser útil. Digo útil a la causa.
—A Lucas —dijo Checa sin oír lo de la causa— habrá que cortarle la lengua un día, porque no sabe callarse. Yo le enseñaré a callar, a Lucas.
Lo defendí y hablé de su pobreza y de su hernia.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Recordaba que Lucas no quería operarse por miedo al servicio militar. Entonces sus deficiencias de carácter debían ser culpa del Estado, también. Entretanto, pasaban algunas mujeres hermosas que nos miraban un momento distraídas.
—A tu edad —dijo Checa arrastrando perezosamente las palabras— tú no tienes por qué ser útil a la causa.
Pero Checa pareció arrepentido de hablar de aquel modo y cambió de conversación. Miraba los bastidores de propaganda del cine: Jesús atado a la columna, y dijo con aire soñador:
—Cristo era el anarquista más puro que ha conocido la historia. Los cristianos de la primera época eran buenos revolucionarios. ¿Sabes lo que decía san Pablo? Decía que el que no trabaja no tiene derecho a comer. Anda a repetir eso a la iglesia de San Gil en la misa de doce, con todos los digestivos y las digestivas vestidos de fiesta y llenos de joyas. Verás lo que te responden. Si no tienen derecho a vivir, porque sin comer no se puede vivir, toda esa gente que vive en las casas del paseo de la Independencia, los de un lado y los del otro, deberían ser ahorcados. En nombre de san Pablo, pues, podemos comenzar ahora mismo.
—¿Eh?
—En una misma noche los podríamos ahorcar a todos, según san Pablo, claro. Y según la ley natural.
Yo pensaba en ahorcar por el momento sólo a don Arturo. Hablé de los notarios y Checa dijo de ellos, ironizando, cosas tremendas. Luego conseguí que Checa hablara mal de los curas, de los gerentes de las casas de comercio como Fernández, de los boticarios, de todo el mundo. En cuanto a los profesores…
—Esos —dijo Checa con desdén— sirven al que les da el mendrugo. Los únicos intelectuales que merecen respeto son los que, desafiando al mundo, vienen a nuestro lado en plena batalla. Salvochea, Ferrer, Kropotkin, Reclús, Tolstoi, Zola, Proudhon, Max Netlau, Luisa Michel…
—¿Una mujer también?
—Una mujer. Ha habido muchas dulces criaturas que han venido a nuestro lado.
Yo pensaba en Valentina. Si ella venía a mi lado, todo sería mejor en el mundo, al menos para mí. Estaba claro que por el camino ideal de Checa mi relación con Valentina podía ser más fácil. Le dije a Checa que, con sus ideas y la destrucción del Estado, mi vida sería un edén, y Checa declaró que no había edén en parte alguna de la creación y que después de destruir el Estado habría sólo condiciones un poco más lógicas, pero nada más.
Cuando me separé de Checa, aquella mañana, iba pensando: ¿destruir el Estado? ¿Y después no habría edén alguno? Me perdí en un laberinto de hipótesis. Lo que pasa —decidí— es que Checa no quiere que nadie viva de ilusiones, y en eso tiene razón. Pero edén, lo habría. Vaya si lo habría.
Estuve algunos días recordando aquello con desánimo. Por un lado, para tener conmigo a Valentina tenía que estudiar diez años «con aprovechamiento», como decían los maestros. Por otro, había que destruir el ejército, la marina de guerra, la policía, la iglesia combatiente (no la orante), la universidad, los tribunales de justicia, las cárceles, los palacios de los nobles y algunas otras cosas como la hacienda pública y los bancos. Había que destruir todo aquello para hacer posible un estado de cosas más propicio que no sería todavía la felicidad. Aunque tuviera a Valentina. Pero en eso Checa se equivocaba. Había un edén. Claro que lo había. Lo único lamentable en todo aquello era que mi única arma para acabar con el Estado era el puñalito de nácar y ámbar de siete filos.
El futuro no se presentaba fácil para mi amor.
Contestando la carta de Valentina hice en el sobre, como otras veces, un recuadro con lápiz del tamaño de tres sellos de cinco céntimos, y escribí dentro: «Tu padre, Pilar y otros elementos digestivos deben ser ahorcados, según san Pablo». Luego me asusté un poco, rompí el sobre y escribí otro poniendo en el recuadro de los sellos: «Te beso en todo tu cuerpo bonito desde la frente a los pies». Pero volví a romperlo y escribí el tercero diciendo: «Mataré con cianuro a quien te aparte de mí». También me pareció excesivo y en el último, por fin, me limité a poner: «Sin ti yo no podría vivir, Valentina. Te envío muchos besos en los labios». Hasta entonces yo le había enviado besos, pero sin decir dónde. Diciendo «en tus labios» el aire se encendía a mi alrededor.
Luego pensé que, cuando estuviera a solas con Valentina, la besaría en los labios y en la espalda y en las rodillas y, algún día, en todo su cuerpo.
Un domingo por la mañana encontré en la calle a mosén Orencio, que iba con el manteo recogido y, a pesar de sus años, caminaba con alguna gracia torera. Cuando me vio se detuvo en seco. Yo no pude hacerme el desentendido. Mi tío se acercó, me tomó del brazo y me dijo:
—Te perdono tus impertinencias de la última visita. Al fin, eres mi sobrino y yo sé que no tenías intención ofensiva. Ven conmigo.
Me llevó a una reunión de las Conferencias de san Vicente de Paúl que se celebraba en una casa próxima. Había quince o veinte mujeres y dos o tres hombres, todos con un aire sórdido de beatos. Mi tío se sentó en la presidencia, hizo un discurso en tono menor y después un hombre pasó con una bolsa de terciopelo, y cada uno dejó caer en ella algún dinero. Yo no puse nada. Me parecía ridículo aquel sistema de recoger dinero para caridad, en una ciudad donde había tanto rico y donde todos ellos eran o declaraban ser católicos. Desde la presidencia, mi tío me vigilaba.
Alguien contó las monedas y se levantó a decir que la cantidad total era de catorce pesetas y treinta y cinco céntimos. Mi tío volvió a hablar, declaró que aquella organización de caridad me aceptaba a mí como uno de sus miembros (yo no lo había solicitado) y que lo que necesitaban precisamente era elementos jóvenes y, sobre todo, varones que infundieran energía y dinamicidad al ejercicio de la piedad cristiana. Luego, en mi nombre puso en la mesa una moneda de cinco pesetas, que sacó de su bolsillo. Yo lo miraba con ironía, porque sabía que era bastante tacaño. Cuando el acto terminó, pensé que mi tío me dejaría en paz, pero me cogió del brazo, me llevó a un cuarto próximo y me dijo, señalando con el gesto a un grupo de señoras:
—Vas a ir con este comité a distribuir los bonos.
Eran tres mujeres narigudas y negras como tres cuervos disecados. Él siguió diciendo, al ver que yo no comprendía:
Los bonos son unos vales con los cuales pueden comprar alimentos las familias pobres que vais a visitar.
Salimos todos juntos, pero mi tío se fue a su casa mientras nosotros entrábamos en otra de apariencia muy pobre. Yo pensaba que mi tío gastaba en vinos, al cabo del año, más de lo que la congregación de san Vicente de Paúl recogía en todo el distrito. Pero subía la escalera con los tres cuervos, lleno de curiosidad.
Apareció una mujer de unos cincuenta años, que seguramente en la vida ordinaria era agria e intemperante, pero que simulaba en aquel momento cierta dulzura.
El cuervo paulino más viejo hizo un pequeño discurso, preguntó por el padre que estaba enfermo, por el hijo (accidentado en la fábrica y herido, pero que acababa de salir del hospital), y al saber que este último caminaba ya, aunque con muletas, retiró una de los tres vales que habían sacado de la cartera donde los llevaba todos. Es decir, que iba a dar tres bonos, pero decidió dar sólo dos. Yo vi que uno de los vales era por la cantidad de cuarenta céntimos y el otro por treinta y cinco. Todo lo que podían comprar con aquello era un pan y medio litro de leche. Y la que parecía presidir a las paulinas volvió a hablar. No decía el nombre de Dios sin suspirar, como si la existencia de Dios en los cielos le causara a ella una gran fatiga.
Y solía decir en los pequeños apartes: «Somos míseras larvas del pecado». Ella parecía una larva de algún insecto grande, ya muerto y amortajado y puesto de pie sobre ruedas. Porque debajo de sus largas faldas parecía no tener pies.
Estaba yo abochornado y, por una rara tendencia compensatoria, tenía ganas de reír.
Al ver los vales, la mujer torció el gesto.
—¿Qué sucede? —preguntó la larva del pecado.
—Nada, señora. Ustedes son verdaderas santas, pero los tenderos son como son y quieren explotarnos, sabiendo que esto es una caridad de las señoras. El vale es poco, pero muchos pocos hacen algo, y ellos sólo se cuidan del interés del dinero. Así que nos dan en artículos menos de su valor.
La larva del pecado estaba dispuesta a defender la importancia de aquellos dos vales, con los cuales creía estar ganándose la vida eterna, pero se limitó a decir:
—Yo transmitiré su queja a la superioridad.
—No, no —dijo la mujer asustada—. Si no es queja ninguna. Eso lo decía porque pienso que a las señoras les gusta estar enteradas de lo que sucede con esa caridad que hacen. Y si nos dieran la limosna en dinero, sería mejor. Eso es.
Las tres urracas se levantaron. Yo no me movía del asiento. La larva del pecado se dirigió a mí:
—¿Viene usted?
—No, señora.
—¿Se puede preguntar por qué?
—Usted puede preguntar si ese es su gusto. Pero yo no estoy obligado a responderle.
—Tendré que dar conocimiento al capítulo.
Las mujeres estaban confusas por el hecho de que yo me quedara en aquella casa. Era como una deserción. Pero yo me sentía culpable delante de aquella pobre mujer, a quien se suponía que habíamos ido a ayudar. Salían las urracas y no querían salir sin mí.
—¿Viene usted, o no? ¿No? ¿Cómo se lo explicaremos a su tío don Orencio?
—Como ustedes quieran.
Todavía no se iban. Yo alcé la voz y dije, incorporándome a medias en la silla:
—¿Es que no saben marcharse? ¿Es que están clavadas en el suelo por sus pies sucios de beatas?
Entonces se fueron las larvas del pecado escaleras abajo, escandalizadas. Yo dije a la pobre mujer, señalando los bonos:
—¿Eso es todo lo que traen? ¿No es una miseria?
—Y que lo digo, ¡ah, las viejas putas! Mal rayo las parta.
Reímos de buena gana.
Le dije mi nombre y dónde vivía, le advertí que si necesitaba alguna medicina fueran a mi farmacia, pero que no tratara con el boticario sino conmigo, porque yo… Me contuve a tiempo, antes de decir que no les cobraría nada. Ella comprendió, sin embargo, y vi la gratitud en sus ojos. Más que las medicinas gratis, me agradecía que yo fuera un trabajador también y que renegara de los cuervos paulinos. Yo quería marcharme, pero no sabía cómo. En aquella edad mía, esa dificultad me confundió bastante durante algo más de dos años. No sabía cómo separarme de las personas. Por fin, le tomé a la mujer las dos manos, se las estreché con fuerza, y le hice apuntar mi nombre y el de mi farmacia. Luego me fui, un poco avergonzado a pesar de todo.
Suponía que mi tío mosén Orencio no querría saber más de mí cuando se enterara del incidente. Por otra parte, yo había observado algún cambio en su manera de tratarme. Al saber que ya no era hijo de familia sino un vulgar mancebo de botica, me trataba con desvío. Era posible que se sintiera disminuido por el descenso de su sobrino en la escala social. Así era él.
El segundo año en el instituto (que era el cuarto del bachillerato) fue como el anterior, más o menos. Cuando Lasheras, el vendedor de pastelitos de coco y quisquilla que se instalaba frente al instituto y escribía dramas, supo que yo trabajaba en una farmacia, pareció decepcionarse un poco, igual que mosén Orencio. Todos querían que yo fuera más importante, para recibir algún reflejo y brillo de mi importancia.
Más tarde supe que así suele ser siempre en la vida. En sus buenos tiempos, Lasheras había estado en Madrid y estrenado un pasillo cómico en un teatrillo de la calle de Carretas. Aquella era su gloria. Pero creía firmemente en sus dramas, que tenían, según pensaba, verdadera calidad y hacían reír a llorar al público.
—Por esa sola razón —decía altanero y misterioso— el artista se equipara con lo más alto.
Y lanzaba una mirada de reojo a las nubes.
Alguna de sus obras eran quizá casi tan buenas como las peores de Lope de Vega. Pero resultaban pastiches fuera de nuestro tiempo y no se representaban sino en el Centro de Obreros Ferroviarios, que tenía un teatrito adonde iban los domingos las familias de los socios con sus hijos. Naturalmente, Lasheras no cobraba derechos de autor, es decir, los cobraba en aplausos y otras satisfacciones de vanidad.
Los éxitos de Lasheras en aquel teatro eran disminuidos por el bajo nivel del público. Iban los obreros con sus hijos pequeños y esto irritaba a Lasheras, porque a veces algún bebé de pocos años lloraba o hacía observaciones en voz alta. Por ejemplo, cuando un traidor avanzaba con el puñal en el aire para herir en la espalda a su descuidado enemigo, nunca faltaba un niño de cuatro o cinco años que mostraba sus buenos sentimientos y avisaba a la víctima dando grandes voces. Como es natural, la gente reía.
Y con frecuencia, los efectos se frustraban. ¡Ah, la injusticia del destino con los hombres superiores! El público de obreros suponía que aquellos dramas no valían gran cosa, y de ser escritos en prosa no los habría tolerado, pero por respeto a la sonoridad del verso y recelo de su propia incultura, callaban y aplaudían.
Como se puede suponer, las obras de Lasheras estaban llenas de madres solteras, crímenes nocturnos, niños abandonados en noches de nieve y cosas parecidas. Había también reyes cazadores que se extraviaban en el bosque y llegaban a una pobre choza de leñadores. Los versos sonaban tan bien a veces como los de Calderón:
Cazando, el rastro perdí
por entre uno y otro roble
y como vi tan cansado
el caballo y me acordé
desta venta, en ella entré,
donde cebada me han dado…
Como se ve, a veces tenía anfibologías cómicas como esa tic la cebada, que no se sabía si la había comido el caballo o el jinete.
Era feliz, Lasheras, en un mundo donde tantos poderosos son desgraciados. Con su carrito de mercancía y sus dramas. Cuando el telón bajaba después del último acto, los aplausos eran más sonoros que el llanto o la risa de los bebés, y Lasheras salí al proscenio a saludar. Era un hombre pequeño y gris, de expresión bondadosa y tranquila. Su cara era descarnada y flaca de asceta o de muerto.
Al día siguiente, lunes, yo lo veía otra vez en la puerta de instituto con su carrito y un paquete de periódicos debajo de brazo.
—¿Qué hay, Lasheras?
—¿Qué ha de haber? —decía, indignado—. Aquí está la prensa local sin abrir el pico.
Le constaba que los críticos habían asistido al estreno e incluso habían aplaudido, pero no hablaban. Lasheras no los había visto, pero un bedel del instituto que se llamaba Guadalaxara (con x) y que no perdía un estreno de Lasheras, estuvo en la sala y los vio aplaudir, a los críticos. Ese no era necesariamente un argumento valioso. Guadalaxara era hombre de expresión seca y adusta, pero muy bondadoso y amable. Y a veces mentía por piedad.
Habían aplaudido los críticos, pero no escribían por envidia. En España, al talento se le niega el pan y la sal. Luego, Lasheras disparataba un poco y decía que le habían pedido del extranjero tal o cual obra para traducirla y representarla. Olvidaba pronto el desaire de los periódicos y sacaba un cuaderno escolar, impoluto y virgen, en cuya primera página escribía: «Acto primero. Escena primera». Y si no acudían compradores importunos, acababa aquella primera escena —en limpias redondillas— en menos tiempo del que tardo yo en decirlo.
Había entre los chicos de mi clase, como dije antes, un grandullón dos años más viejo. Se llamaba Luis —el de los ojos de yegua— que era un saco de rencores y malignidades. Llevaba su miseria al extremo de envidiar a Lasheras. Cuando este iba a estrenar un drama, el Centro Ferroviario imprimía carteles de anuncio. Aunque eran innecesarios porque al teatro sólo se podía entrar por invitación, Lasheras insistía mucho en ellos —quería ver su nombre en letras de imprenta— y no había más remedio que imprimirlos y pegarlos en las calles.
El mismo día que los pegaban, el nombre de Lasheras desaparecía de todos los carteles, porque Luis se tomaba la molestia de visitarlos uno por uno y cortar aquel nombre glorioso con una hoja de afeitar. Lasheras me decía, mostrando el cartel mutilado que había frente al instituto:
—¿Lo ves? Así los han dejado todos: sin mi nombre.
Desarrolló una manía persecutoria que en ningún caso ha estado más justificada. Yo no le dije quién era el autor de aquellas bellaquerías, porque supongo que Lasheras lo habría matado. Tal vez Lasheras habría hecho un acto de justicia, porque más tarde Luis fue un pobre ejemplo de degeneración. Entre los chicos había de todos los estilos. El peor era tal vez un tal López, hijo de comerciantes ricos que tenían una tienda de ropa blanca de lujo. Había tenido una enfermedad de pequeño y, aunque le hicieron varias operaciones, se quedó cojo y llevaba una bota peraltada.
Era agudo y vivaz, más que inteligente, y tenía formas extraña, de vanidad que otros chicos no comprendíamos. Por ejemplo, le parecía distinguido tener parientes franceses y decía que iría un día a París a estudiar. El objeto de sus estudios no lo había decidido.
Aquel chico tenía una facilidad extraña para envilecer a cualquiera, y después de su revelación escandalosa reía con una risa gutural, seca y corta. Era una risa muy espontánea y gozosa, con la cual —con aquel placer orgiástico— parecía poner el sello de la autenticidad a los disparates que decía. Estos eran a veces terribles. A uno de los profesores le engañaba la esposa, otro era homosexual, otro había asesinado a su suegra para heredarla…
Los vicios menores los distribuía generosamente entre los profesores auxiliares. Uno prestaba dinero con intereses usurarios, otro estafaba en el mercado de los libros de texto, los demás eran gentes de negocios no matriculados (profesión ilegal), o por lo menos tenían enfermedades venéreas. No dejaba a nadie sano. Atribuía perversiones y suciedades a toda la gente que no lo trataba a él con las consideraciones a las que creía tener derecho.
A ese individuo —que también parecía más viejo que los otros— yo le dije inocentemente que trabajaba en una farmacia, que conspiraba contra el orden monárquico y que tenía un puñal de siete filos. Como esto último no lo creía, se lo mostré. Le causó admiración.
López tenía algo faunesco, y a veces abrazaba una estatua de bronce que había en una fuente del patio del instituto. Era una estatua de una muchacha de tamaño natural con los hombros y los pechos desnudos. Llevaba un cantarito de agua en la cadera, inclinado, y de él caía un chorro en la taza de la fuente. Allí bebíamos, a veces.
Ponía López las manos en los pechos de la estatua, mientras hacía gestos lúbricos con los ojos en blanco para hacernos reír. Entre Luis y López había intereses sobrentendidos. No sé cuáles. Tal vez cierta solidaridad de comerciantes ricos. Luis se hizo médico y pediatra. Cada vez que oía yo decir eso de pediatra o pediatría relacionado con él, entendía algo como pederasta. Por ventura, llevaba en sí la clave de su fracaso, aunque a veces confundía ocasionalmente a algún tonto. Era un tipo de veras sórdido. Hice dos amigos nuevos, además de Gonzalvo y de Dolset. De mis dos nuevos amigos, uno era el hijo del profesor de griego de la universidad. Hombre respetable y respetado en el mundo académico. Se llamaba José María y tenía la pasión de la letra impresa. Quería hacerse editor profesional y promover talentos nuevos —decía gravemente—. También descubrir libros antiguos y hacer ediciones de lujo con reproducciones de códices viejos y palimpsestos. Esto último de los palimpsestos lo tomaba especialmente a pecho. Por el momento, hizo una revista de la cual me nombró a mí redactor. Yo recibí el nombramiento con asombro. Los amigos de José María teníamos que ser escritores o tratar al menos de serlo, porque, de otro modo, perdíamos su amistad.
Era un chico tranquilo, de inclinaciones nobles. A veces venía a mi farmacia y miraba todo aquello, admirado de que siendo tan joven pudiera yo tener a mi cargo la salud de todo el vecindario y ganarme la vida como un hombre. La multitud de tarros de porcelana, con letreros en latín, le sobrecogía.
—Chico —decía conmovido—. Tú eres el único de nosotros que sabe ganarse la vida.
Como prueba de gratitud, yo le contaba que Felisa, la hija gordita del farmacéutico, me hacía la corte cogiéndome a veces la mano en el cuarto oscuro al fondo de la rebotica, cuando por azar coincidíamos allí. Como es natural, yo no le hacía caso, pensando en Valentina. Estas cosas sólo se las contaba a José María, porque sabía que él podía apreciar el mérito de mi fidelidad a Valentina y no se burlaría de mí. Él me miraba de veras como a un ser superior.
Pero en el fondo, José María sólo se ocupaba de su revista. Se llamaba El Escolar. Tenía de todo. Anuncios —los de las casas proveedoras de su familia—, sátira social y política, crítica de libros y de teatro y otras secciones importantes. Aunque parezca raro, cubría los gastos de la impresión.
En el primer número —¡oh, justicia!— escribimos un artículo largo sobre el teatro de Lasheras cuya última obra, titulada La venganza fracasada o el perdón sin consecuencias, era una tragedia filosófica que nos dio mucho trabajo. Por fin, parafraseando a veces la crítica que Larra escribió sobre Los amantes de Teruel en el siglo pasado, llegamos a un fin decoroso. Ni que decir tiene, Lasheras compró la mayor parte de la edición para enviar ejemplares a las cortes europeas. Y me miraba a mí como a su salvador. Se aprendió gran parte de mi artículo de memoria, y solía repetir en éxtasis las siguientes líneas: «… y ese mismo amor que pudiera haber hecho dichosos a los amantes, es lo único que desbarata su felicidad». No sabía Lasheras que estaba citando a Mariano José de Larra, en lugar de citarme a mí. Es verdad que yo había firmado honestamente con un pseudónimo.
Confieso que aquel amigo mío con aficiones editoriales hizo mucho por inclinarme a las letras, y si no he sido escritor (aunque en realidad y a última hora lo soy, ya que estoy escribiendo estas páginas) no ha sido por su culpa. Yo adquirí en aquel tiempo, al lado de José María, un sentido romántico de la literatura y un respeto por la letra impresa que me han durado hasta hoy.
El otro amigo mío, militar en ciernes, era aficionado a decir agudezas. Tenía la nariz en la misma línea de la frente, como las estatuas griegas. Se llamaba Santandreu. Cuando vio que escribía en El Escolar, me dijo:
—Si vas a ser escritor no te envidio, porque al final de los artículos los escritores ponen «prohibida la reproducción». Eso es lo que no me gusta a mí de los escritores, que prohíben la reproducción.
Aquella broma le parecía muy atrevida, y reía satisfecho de su propio ingenio.
Santandreu esperaba ganar gloria con la espada. Tenía ya ese carácter profesional del ejército que parece hecho de inocencia y de una cierta brutalidad primitiva. Su posible grandeza consistía en el desprecio de la vida. Y no tenía enemigos. Pero no le faltaban problemas. Estaba enamorado de las cinco muchachas que asistían a las clases y que se sentaban en un banco aparte, frente a nosotros.
Estaba enamorado —decía muy serio— de la primera, porque tenía cara de fruta en sazón, de la segunda, porque tenía un perfil berebere, de la tercera, por lo que veía en sus piernas dulcemente torneadas, de la cuarta, por todo, y de la quinta, porque parecía la novia ideal de Bécquer. Lanzaba a cada una miradas adecuadas a la gradación de sus sentimientos. A veces, el profesor le hacía una pregunta y Santandreu respondía como el que despierta de un sueño.
Santandreu, José María y yo éramos amigos. Pero yo tenía mi mundo secreto, el de mi amistad con Checa, y en él me sentía (precisamente por el secreto) más poderoso y en cierto modo superior a todos los demás.
Llevé el primer número de El Escolar a Checa, quien lo ojeó y rehusó ponerlo en su puesto de periódicos porque, según dijo, «aquello no era serio». Para el segundo número escribí un artículo sobre Las memorias de un revolucionario, de Kropotkin, y puse un anuncio gratuito de aquel libro en El Escolar. José María no tenía prejuicios. Un libro bueno era para él nada más —y nada menos— que eso. Lo mismo publicaría un artículo sobre el papa de Roma y otro sobre el moro Muza mientras tuvieran calidad, según decía gravemente.
Mis opiniones sobre Kropotkin me dieron de pronto en el instituto una reputación de hombre peligroso. En aquel artículo sobre el príncipe ruso, yo decía: «No hay un hombre inteligente y honrado en el mundo que al leer el libro de Kropotkin no esté de acuerdo con el escritor. Los hombres más sabios y más honestos tendrán que darle la razón, desde Jesús de Galilea hasta Víctor Hugo, pasando por san Agustín, Cervantes y Espronceda. Y, sin embargo, ese hombre —Kropotkin— está proscrito de la sociedad. Algo hay en la sociedad que no anda bien». Me dijo José María que a su padre le había gustado mi artículo sobre Kropotkin.
También le gustó a Checa. En realidad yo lo escribí pensando en él, a quien agradecía su propósito de destruir el estado capitalista que tanto nos perjudicaba a Valentina y a mí en nuestros amores.
Armábamos los estudiantes grandes polémicas sobre las cosas más triviales. Por ejemplo, discutíamos con Luis y López y también con Gonzalvo sobre la extensión que la ciudad tenía cuando estaba en manos de los árabes. Luis creía que era muy pequeña, desde la Magdalena a la calle de Predicadores, siguiendo la orilla del río. Pero yo argumentaba que en tiempos del rey Marsilio y del romance de don Gaiferos debía ser Zaragoza tan grande como ahora, ya que uno de sus extremos estaba en La Seo y el otro en La Aljafería. Del uno al otro había una extensión fabulosa para una ciudad medieval. Los edificios que se conservaban de entonces no dejaban lugar a dudas.
Ninguno de nosotros había estado nunca dentro de la Aljafería, el hermoso alcázar árabe, y decidimos ir el jovial Santandreu, el reflexivo San Pío, Gonzalvo, movedizo e inquieto como el mercurio, y Luis, el pintoresco bellacón de los ojos grandes y muy parecidos a los de una yegua.
Leíamos en la clase de literatura el romance de don Gaiferos como espécimen carolingio, y sabíamos los versos donde Melisendra dice, desde la ventana de la Aljafería:
Caballero, si a Francia ides
por Gaiferos preguntad
y decidle que su esposa
se le envía a encomendar.
Y también la parte que comienza:
Medianoche era por filo
los gallos querían cantar
cuando el infante Gaiferos
salió de captividad.
Anduvimos alrededor de la Aljafería —no nos dejaron entrar— buscando la ventana donde estaba Melinsendra y por la cual, o por un balcón volado que no hallamos, debió la dulce enamorada, según la leyenda, descolgarse para caer en los brazos de don Gaiferos y huir a Francia nada menos que en el caballo de Roldan. Un caballo invulnerable e invencible.
No conseguíamos identificar los lugares. Como siempre, Luis estaba atento a envilecer el tema. Yo dije que muchas heroínas de la literatura antigua se llamaban con nombres alusivos a la dulzura, es decir, a la suavidad y armonía de carácter. Por ejemplo, Melibea, que quiere decir «dulce como la miel». De ahí venía también Dulcinea, la novia de don Quijote.
Y Melisendra, la esposa de don Gaiferos, con el mismo prefijo. Mis amigos celebraban aquella observación. Pero Luis revolvía sus ojos de caballo overo (no he visto en mi vida ojos como aquellos) y después de decir que mi observación era una tontería, cuando vio que todos se ponían de mi parte declaró que yo había leído aquello en una enciclopedia.
Vivía aquel sujeto en el paseo de la Independencia, cerca del hotel de los espías, y era un poco más viejo que nosotros. Era un «perdigón», es decir, uno que perdía el curso con frecuencia y andaba un poco retrasado.
—En una enciclopedia, no —dije, exasperado—. Lo he leído en el testamento que tu abuela le dejó al director del museo.
—¿Qué abuela?
—Tu abuela la tuerta.
—¿A qué director de museo?
—Al conde don Cornelio de la Pata de Cabra y del Rebuzno. Gonzalvo se retorcía de risa.
Entonces Luis dijo que estaba ofendiendo a su familia y quería que peleáramos. Yo me engallaba también, pero los amigos intervinieron y nos separaron.
Después dije a José María:
—Ha tenido suerte, porque en caso de pelea tal vez habría sacado yo la daga de siete filos.
Se la enseñé y mi amigo dijo, impresionado:
—Chico, no lleves eso encima.
Al preguntarle días más tarde el profesor de literatura a Luis algo sobre el Quijote falso de Avellaneda, el bellaco aprovechó la oportunidad para repetir textualmente mis observaciones sobre los nombres de las heroínas españolas de la antigüedad.
—Eso está muy bien —dijo el profesor—. ¿Dónde lo ha leído?
—Se me ha ocurrido a mí días pasados visitando la Aljafería.
Un estudiante preocupado por el paralelismo de aquellos nombres y yendo a ver solitario los grandes monumentos, no se veía cada día. El profesor buscó la lista de la clase, marcó algo al lado del nombre de Luis (sin duda una buena calificación) y le dijo además que si escribía dos páginas sobre aquella materia, él haría que se publicaran en una revista cervantina.
Después de la clase, todos felicitaban a Luis y le decían: «Estás aprobado aunque no abras un libro en el resto del curso».
Desde entonces, Luis evitaba encontrarse conmigo. Pero si tenía que afrontarme, lo hacía con la expresión de cinismo del que piensa: «Puedes llamarme belleco si quieres, pero mi truco me ha salido bien». Yo le di una patada en el trasero y él, perplejo, se llevó la mano al lugar ofendido y se quedó un momento sin saber qué hacer. Luego nos separaron. Gonzalvo desde entonces llamaba a Luis «el caballero de la mano en el culo».
El bedel Guadalaxara (con x), como dije antes, era hombre viejo, reseco y bondadoso. Era el único que creía en Lasheras y en su talento de autor dramático.
Tenía Guadalaxara el aspecto un poco arcaico.
Un día me contó cosas que valen la pena de recordarse. En su familia todos eran bedeles desde hacía siglos. Su padre, su abuelo, su tatarabuelo. En los registros de la universidad y del instituto, había Guadalaxaras hasta el siglo XV. Y su tatarabuelo, a fines del siglo XVIII, era un corchete de la policía universitaria y trataba de mala manera a los estudiantes. Estos, hartos de sus amenazas, arrestos y castigos, decidieron vengarse un día. Mejor dicho, una noche. Cayeron sobre él, lo amordazaron y lo llevaron hacia el llamado Quemadero, donde solían celebrarse los autos de fe de la Inquisición. Un poco más lejos y hacia el rio Huerva, había una explanada donde arrojaban los animales muertos. Un muladar.
Los estudiantes abrieron el vientre del cadáver de un caballo y encerraron dentro al corchete atado de pies y manos, de modo que su cabeza quedara fuera —para respirar— y debajo exactamente del rabo del caballo. Luego cosieron la piel del cadáver cuidadosamente, sin dejar de cantar el Dies Irae, y cuando terminaron, se fueron.
El pobre corchete quedó allí toda la noche, preso en la más extraña prisión que los hombres han podido imaginar.
Al amanecer, se acercaron algunos perros a comer carne muerta y viéndolos Guadalaxara, temeroso, comenzó a gritar: «¡Fuera de aquí, fuera de aquí, perros!». Llegaban más animales hambrientos, pero no se atrevían a meter los dientes en aquel caballo que hablaba palabras humanas por debajo de la cola.
En torno al pobre corchete se formó una regular asamblea de perros. Entretanto Guadalaxara, para tenerlos a raya, volvía a gritar: «¡Fuera, perros!». Y repetía aquello una y mil veces.
Acudió un notario del rey, que levantó acta y con ella fue al tribunal del Santo Oficio, quien mandó que las autoridades civiles llevaran el caballo ante el santo tribunal, y el animal muerto fue llevado en procesión a la casa de la Inquisición acompañado de beatas con cirios encendidos. El pobre Guadalaxara creía estar muerto y en el infierno, y de vez en cuando se unía a las oraciones de las beatas con gritos histéricos. La gente se santiguaba desde los balcones diciéndose: «Un caballo muerto que habla».
En la casa de la Inquisición llevaron el animal ante el tribunal, y entonces vieron al corchete y lo sacaron.
El bedel me contaba aquel episodio como otros refieren las hazañas militares de sus antepasados, y decía que desde aquel día los corchetes se acabaron en la universidad y los Guadalaxaras fueron pasando a ser bedeles. Y lo fueron de padres a hijos, sin que se interrumpiera la cadena de la cual mi amigo era el último eslabón.
Desde que yo supe todas aquellas cosas estupendas, miraba a Guadalaxara como a uno de los palimpsestos de los que hablaba José María San Pío. Parecía encuadernado en pergamino de caballo, aquel bedel.
En el instituto las cosas fueron de mal en peor. Los chicos de sexto año, los más grandes, se declararon en huelga, insultaron al director, agredieron al profesor de química en el laboratorio (aprovechando la oscuridad de un experimento con sales de plata) y se declaró la huelga. Abandonamos las clases, gritamos en los pasillos y abucheamos al director.
El incidente en el laboratorio de química tuvo gracia. El profesor era completamente calvo y uno de los estudiantes le dio una palmada de arriba a abajo en su cabeza monda. Una palmada que podía ser amistosa (según me dijo el que lo hizo) aunque, en todo caso, representaba una falta de respeto. Una especie de caricia de perro.
En la oscuridad, el profesor dijo, nervioso:
—Señores, hagan el favor de encender la luz, porque hay entre ustedes alguien que me quiere mal.
Y encendieron la luz.
Aquellos días yo me agitaba mucho y el director me echó la culpa a mí, tal vez porque hasta él había llegado mi reputación de secuaz y correligionario del príncipe Kropotkin. Eso me molestaba y me halagaba al mismo tiempo. Pero los desórdenes alcanzaron cierta gravedad. Un día asaltamos el tranvía donde acababa de montar el director y rompimos los cristales. El pobre director salió corriendo, hasta que pudo alcanzar un coche de alquiler. No pensábamos agredirle, sino sólo asustarlo.
Todos me echaban la culpa a mí, a causa de mi artículo sobre Kropotkin. Yo no había hecho sino secundar la huelga, cuya iniciativa salió de no sé dónde. En vano, el bedel Guadalaxara declaró ante el director en favor mío. Por fin, resuelta la huelga y vueltos a la normalidad, el director me llamó y me dijo que yo era el culpable de todo. Añadió que perdería los cursos y que podía trasladar la matrícula a otro instituto. Me negué, con lo cual debí tomar un aire de reto y desafío.
—Entonces —dijo el director, altivo—, aténgase a las consecuencias.
Perdí todos los cursos aquel año. Me suspendieron en todas las asignaturas. Creía José María que era una terrible injusticia y Santandreu hablaba de darle «un recorrido» al «boque». Así llamábamos al director, que tenía una barbichuela. El discreto Guadalaxara me decía que yo debía trasladar la matrícula al instituto de Teruel. Y se lamentaba de mi mala suerte más que yo mismo.
Todo esto me dio cierto prestigio con Checa, quien daba por sabido que yo era el agitador. No quise desengañarle, viendo que adquiría prestigio con él. Me invitaba a veces a una cerveza en un salón de billares que había en un rincón de la plaza de la Constitución. Todo era verde allí: los tapetes, los marcadores de tantos, las cortinas de las puertas, las pantallas de las lámparas y una visera que el encargado llevaba atada a la nuca con una goma. Yo iba algunos domingos por la tarde.
En el vestíbulo había un cerillero que vendía revistas y cigarros y también, bajo mano, postales iluminadas donde la pornografía tomaba aspectos tan faltos de gracia y tan nauseabundos que no se podía decir que hubiera en ellas ninguna incitación al vicio. Aquel sitio —La Perla— era uno de los más concurridos. Tenía una atmósfera aburguesada, grave, cómoda. Iban militares retirados o en activo de la escala de la reserva y, entre los jóvenes, algunos estudiantes de medicina. Los militares se apoyaban en los tacos de billar hablando de Africa y, los más viejos, de Filipinas y de Cuba.
A Checa, todos lo conocían allí, y lo trataban con familiaridad. Nunca lo vi jugar al billar. Generalmente, iba a llevar o a recoger algún recado o a citarse con alguien en alguna otra parte. Aquel lugar era para Checa un lugar de paso.
El primer día estuve tomando café con un cabo de artillería del regimiento ligero número 9, que era oficial de correos en la vida civil. Se llamaba Nicolás Godoy, su cuartel —el cuartel del Carmen— estaba en la calle de la Soberanía Nacional, y era hombre de cierta cultura. Los habituales de las mesas de billar eran muy diferentes del cabo Godoy. Sus diálogos me parecían ligeramente estúpidos:
—Las chavalitas tiernas para menda —decía un teniente retirado.
—El escarolero —apuntaba otro oficial.
—Por la banda, tú.
—¿Quién?
—Tururú. Limitada.
—Por tres llandas.
—Este se tira un lujo.
—Recodo, señores.
Aquella debía de ser gente digestiva de la más baja. Cuando el cabo Godoy se fue con Checa, yo me quedé solo y entré en una habitación misteriosa donde se tallaba monte. El suboficial que tallaba parecía un sacerdote de un rito antiguo, y aquello era como asistir a una misa. Las palabras que decía el suboficial —un veterano de Melilla— eran incomprensibles para mí, como las de los jugadores de billar:
—Hagan juego, señores.
—Juego.
—No va más —y con la baraja boca abajo, añadía—: Pago el entrés, la puerta, la pinta, la contrapinta, el elijan y el salto.
Yo alargué el brazo entre dos jugadores (la mesa estaba del todo ocupada) y puse una peseta al dos de copas. Los otros hacían sus puestas también en silencio.
Salió mi carta y, cuando me disponía a recoger mi ganancia, se me adelantó un viejo alférez.
—Eh —dije yo—. Ese dinero es mío.
El alférez volvió la cabeza a medias y gruñó:
—Señor, entre caballeros no se discute.
Y se guardó mi peseta y la que el tallador le había pagado.
Estaba yo indignado, pero nadie parecía prestar atención al hecho. Seguía el juego y yo me sentía en ridículo. Me incliné sobre el alférez y le dije al oído:
—Usted me ha robado dos pesetas. Es usted un ladrón.
Salí pisando recio como si con cada pisada dijera al alférez: «le espero ahí fuera». Me quedé en la puerta, esperándolo. El alférez no se movía.
—Ese muchacho —dijo mascando su cigarro— es templado. Tiene su geniecito.
Pero no me tomaba en serio. No me afeitaba aún. Es decir (y esto era peor) me afeitaba con una cerilla con la cual quemaba, pasándola sobre mis mejillas, una pelusa casi indiscernible.
En la sala de billares volví a ver a Checa hablando con otro cabo de artillería del mismo regimiento. Me presentó. El cabo se llamaba Antonio Peña y daba una impresión reposada e inteligente. Tampoco era profesional sino del cupo obligatorio, como Godoy. Y también parecía hombre culto.
Aquellos dos cabos eran muy amigos entre sí. Yo dije a Checa lo que me acababa de suceder, y el jorobado explicó con la mayor indiferencia:
—A eso le llaman levantar un muerto.
Checa esperaba a un sargento que estaba en los lavabos. En La Perla, mi amigo Checa hablaba con el estilo de los militares. A las dificultades les llamaba «pegas», a las misiones incómodas, «paquetes», el coronel era «el abuelo barbón». Recuerdo que ese coronel del regimiento 9 de artillería se llamaba Vicario, lo que hacía reír al cabo Godoy. A veces, los militares aludían al coronel sin nombrarlo, con el gesto de mesarse su propia barba inexistente e imaginaria. Checa lo hacía también ocasionalmente.
Salió el sargento de los lavabos hablando de la «espoleta» —la cabeza— y de si alguien había perdido o no el «estopín», es decir, la mente. Se refería al cerillero, con quien acababa de tener una discusión. Como digo, Checa hablaba el lenguaje de aquella gente, igual que un día había hablado el lenguaje financiero con el cliente que le compraba El Economista, y el lenguaje de los proletarios más miserables con Lucas. Conmigo hablaba el idioma de los estudiantes. ¡Cosa más rara! Pero esto no representaba ningún cambio interior. Por dentro, era Checa duro, firme y único. Eso era lo que me atraía en él. Aquel día, recuerdo que estuve hasta media tarde con Checa:
—¿Entonces, usted no juega a las cartas? ¿Ni bebe vino? —le pregunté.
—No, pero soy esclavo de otros vicios.
Y mostró el cigarro. Yo le dije que aquello no podía ser un vicio de importancia. Él respondió, torciendo el gesto:
—Lo es todo entre nosotros.
—¿Entre quienes?
Él no respondía. Por fin, me miró de arriba abajo y dejó caer las palabras siguientes:
—Los camaradas que se dedican a ciertas tareas deben ser puros de cuerpo y de alma. Intachables por su conducta, lo mismo que por su pensamiento.
Sentía yo algún misterio y calculé que aquellas «ciertas tareas» debían ser el terror. Según él, un terrorista debía ser puro como una virgen vestal de la antigüedad.
—¿Por qué tienen que ser tan puros? —insistía yo.
No le disgustaba a Checa hablar de aquello conmigo. Y respondió:
—Puros como los ángeles, si los ángeles existieran.
Yo no decía nada. Comprendía Checa que necesitaba oír más, y añadió:
—Son vidas que se sacrifican. Y las vidas que se dan al sacrificio, a cualquier clase de sacrificio, deben ser así, ¿comprendes?
Oyéndolo, yo pensaba en las religiones antiguas.
Checa me explicaba que, siendo el terror una actividad difícil de justificar moralmente, sus agentes debían ir a él limpios como una patena porque, de otro modo, a su acto se le podrían atribuir motivaciones que representaran alguna clase de degradación criminal.
—No es fácil encontrar hombres dignos de eso —concluía Checa.
—¿Usted puede distinguirlos de los demás, digo, identificarlos?
—A mí no me pasa desapercibido un hombre que reúne bastantes cualidades y virtudes para dedicarse al terror.
Yo pensaba en Juan de la «Quinta Julieta», que debía ser de ellos aunque de momento discrepara doctrinalmente de Checa.
Más tarde me estuve en mi rebotica pensando que el terrorista debía ser una especie de ángel exterminador. Como el arcángel del taller del hermano lego de Reus, con su dulzura sobrenatural y la espada levantada en el vacío. Además, según Checa, el terror purificaba todavía al terrorista. Es decir, que el ángel exterminador salía de su acto más angelical que nunca.
Así creía yo entender las palabras de Checa. Algunos domingos volvía a salir con Felipe Biescas. Un día me dijo que tenía que ir a la iglesia de San Pablo, que estaba cerca de mi farmacia. Me extrañó, porque no era Felipe amigo de ir a misa, y me dijo que iba a dejar allí una carta para su novia. Ella no podía recibirlas en su casa, y Felipe las dejaba hechas mil dobleces en un rinconcito entre la pila del agua bendita y el muro. Su novia iba a misa acompañada de su madre y, al tomar agua bendita, recogía la carta. Aquel truco de enamorado hizo crecer mucho a Felipe en mi estimación.
Yo había estado antes en San Pablo. Aquella iglesia me daba a mí la impresión de estar en otro país, y era algo así como el templo de los tesalónicos o los efesios a los que san Pablo escribía cartas, o como los templos que figuraban en El asno de oro, de Apuleyo. Este libro lo había leído en la biblioteca de la Universidad, de cabo a rabo. Las partes pornográficas en latín eran de veras escandalosas. Allí en la iglesia de San Pablo podía haber imágenes paganas como las de los santeros de Apuleyo, vueltas a consagrar y puestas en aquellos enormes nichos bárbaros.
A aquella parroquia, la gente la llamaba la parroquia del gancho, porque tenía en lo más alto de la torre mudéjar una media luna bizantina doblada por los siglos, que parecía un gancho. La parroquia del gancho, a la que se entraba, no subiendo escaleras, sino bajándolas —había, creo yo, dos o tres peldaños descendentes— tenía una nave central muy ancha y un poco chata, con una especie de vulgaridad antigua. La Seo olía a incienso y era noble. El Pilar olía a rosas y era confortable. San Gil olía a almizcle y era intrigante. La Magdalena a humedad y a ratas. San Pablo olía a sardinas y era, sin embargo, un olor religioso.
Entre mis nuevos amigos del instituto había un jovenzuelo espigado que se llamaba Gascón de Gotor, cuyo padre, don Anselmo, era un arqueólogo conocido. Aquel muchacho sabía cosas de arte y de historia por habérselas oído a su padre:
Al hablar un día de la iglesia de San Pablo me dijo: «Esa iglesia la han saqueado los curas. Han vendido pinturas y retablos que les han producido mucho más que los treinta dineros de Judas. Han desaparecido recientemente siete retablos: una Purísima Concepción, un san Martín partiendo la capa, el Santo Sepulcro, san Joaquín, un Ecce Horno, san Pablo, los niños de Tebas… en fin, que la administración de esa parroquia era hasta hace poco una merienda de negros».
—¿Cómo lo sabes?
—Mi padre me lo ha dicho.
Yo lo escuchaba un poco extrañado, porque su padre tenía fama de ser bastante religioso.
—¿No es tu padre… católico?
—Sí, pero los que hacen esas cosas —explicó, repitiendo sin duda también palabras de su padre— no representan a la Iglesia sino a la Bestia, digo a la bestia negra de Roma. Porque la Iglesia es el cuerpo de Jesús, según dicen, pero es también la bestia negra de Roma.
—¿Cómo son compatibles las dos cosas?
—Ah, ese es el gran problema. Yo he renunciado a entenderlo.
Aquel chico tenía un padre intelectual, y la vida de su familia se desarrollaba en una atmósfera hecha al sentido crítico de la realidad. Yo lo envidiaba. Gascón de Gotor y José María eran mis mejores amigos. Le envidiaba al primero aquel padre barbado, con gruesas gafas de concha, que escribía libros sobre las custodias procesionales y las catedrales, y que hablaba de la bestia negra de Roma sin dejar de ser religioso. Aquella contradicción me parecía explicar muchas cosas difíciles.
La iglesia de San Pablo me parecía a mí la sede natural de la bestia negra y, sin embargo, merecía alguna clase de respeto, no sabía cuál. Mi amigo Gascón de Gotor me había dicho: «Si vas a San Pablo algún día, pídele al sacristán que te deje bajar a la cripta».
—¿Qué hay en la cripta? —pregunté.
—No quiero decirte nada. Tú lo verás.
Mi amigo Felipe y yo fuimos aquel domingo y, así como él pensaba en la carta de su novia, yo tenía puesta la imaginación en la cripta misteriosa. El gran tamaño de los nichos, en los que estaban las capillas bajo un muro pardo y desnudo, me parecía que tenía algo que ver con las catacumbas romanas. La nave central era chata y honda. Se me ocurrió que algún día había sido aquel lugar una piscina pública romana —o tal vez musulmana— donde la gente depravada celebraba sus saturnalias.
Vimos al sacristán, que pasaba haciendo sonar con el roce sus pantalones de pana campesina bajo la sotana. Yo me acerqué y le pedí que nos permitiera visitar los subterráneos.
Esa no es cosa para que la vea cualquiera —dijo receloso—. ¿Quiénes son ustedes?
Felipe se apresuró a hablar de un abad de Miraflores que era tío suyo. El hecho de ser sobrino de todo el mundo le era muy útil a mi amigo. Por no ser menos, yo mentí declarándome sobrino de don Anselmo Gascón de Gotor, ya que no podía ser su hijo, lo que me habría parecido mejor. El sacristán hacía memoria:
—¿Ese señor de Gotor es el que escribe en los papeles? ¿Sí? ¿Y por qué quieren ver las momias?
¡Ah!, había momias. Felipe me miró lánguidamente (las momias le ponían mal cuerpo, según me dijo después) y yo, hallando un punto de apoyo para convencer al sacristán, dije:
—Mi tío me ha encargado que las contemos.
—Hay veintisiete —dijo el sacristán, con sequedad.
—¿Hombres? ¿Mujeres? Eso es lo que hay que averiguar.
Vacilaba el sacristán y preguntó nuestros nombres. Felipe dijo el suyo.
—¿El de la tienda de tejidos?
—Al por mayor y menor —explicó Felipe, mirando con ojos expertos la sotana raída del sacristán—. Yo tengo mis ideas sobre el negocio, que son muy distintas de las ideas de mi padre. Quiero decir que mis amigos tienen allí trato especial.
—¿Cómo? —preguntó el sacristán, percibiendo alguna clase de promesa—. ¿Qué trato especial?
—Hombre, usted lleva una sotana raída. Es decir, zurcida, porque a simple vista estoy contando los hilos del enrame del remiendo.
—¿Y qué?
—Pues que en mi tienda hay de todo. Estambres, alpaca, seda, lana, algodón, vicuña, paño de Béjar, orillo, cordoncillo, piezas enteras y retales con rebaja. Tenemos todo, desde el brocado hasta la estracilla y la pana. Desde el raso chorreado hasta la cretona estampada. Desde el piqué hasta el madapolán. Yo hago precios especiales para mis amigos, naturalmente, cuando no está mi padre en la tienda.
—Entonces ¿nos da la llave o no? —me impacienté.
—No es necesaria la llave, señores —dijo amistoso—. Pero cojan un cirio. No hay luz. Vengan por aquí.
Felipe se excusaba y decía que el único interesado era yo. Pero el sacristán insistía una y otra vez, lo cogió por el brazo, nos dio dos cirios encendidos y nos llevó a una capilla en cuyo fondo había un boquete a ras del suelo. Cuando bajamos y nos vimos Felipe y yo en un lugar que no era cripta sino un vulgar sótano de trastos viejos, yo dije:
—¿Por qué ese tío es tan agrio?
—Se emborracha los sábados y al día siguiente está con la cruda. Yo lo conozco.
Me di cuenta de que Felipe hablaba con los ojos cerrados. Yo pensé que tenía miedo a ver las momias. El sótano era una especie de aljibe seco y vuelto a llenar, no de agua, sino de aire frío y también de cajas y trapos mugrientos. Y de algo como grandes monos desnudos y secos. Algunos eran pequeños y parecían más bien ranas gigantescas. Había más de veinte. Eran al menos cuarenta y tenían todos largas pelambreras, de modo que por ellas no se podía saber si eran hombres o mujeres. Por la cara, tampoco. Todos tenían la boca abierta y se veían dentro sombras tremendas.
Yo dije pérfidamente: «Aquí no hay momia ninguna. Sólo hay muebles viejos». Y Felipe abrió los ojos y ahogó un grito. Luego se quedó con los ojos abiertos. Demasiado abiertos. Estábamos rodeados de momias.
La piel de aquellos seres, que a distancia parecían monos, debía ser gruesa y sonora como la de los tambores viejos. Algunas momias estaban desnudas del todo y yo miraba el lugar del sexo. No se podía deducir nada, porque en todas ellas había allí un agujero negro.
Un agujero polvoriento y negro.
Yo no tenía ganas de seguir allí, pero Felipe tenía menos, y eso me estimulaba a continuar, a pesar de todo, para molestarlo con mi falsa calma.
—¿Qué hacen estos muertos aquí? —preguntaba Felipe.
—No los dejaron entrar en el cielo ni en el infierno —dije yo.
Había muchas momias, con ataúd o sin él, acostadas o recostadas en el muro. Todas del mismo color negruzco de pergamino. El pelo parecía de una materia vegetal, como lino teñido. Algunas eran calvas. Otras necesitaban un corte de pelo desde hacía siglos. Pensaba: «Si estuviera yo aquí solo y tuviera que quedarme una noche entera, probablemente me volvería loco». Pero estando con Felipe, era capaz de defenderme de las momias pensando en el miedo de mi amigo. Una de las momias más completas estaba en un ataúd sin tapa, horizontal en el suelo, y dentro del ataúd había unas pequeñas vasijas de barro que contenían alguna sustancia. Felipe no podía poner los ojos en ningún lugar sin tropezar con restos humanos. Si uno de los dos hacía un movimiento y su sombra o la mía se movían en el muro o en el techo, algún cabello de nuestras cejas se ponía de punta. Como una defensa, yo me ponía a pensar en otras cosas.
Pensaba en don Orencio, en sus comilonas, en sus buenas botellas y sobre todo en su inmenso sentido práctico. Mi tío Orencio era estúpido en todo, menos en las cosas que se referían a su comodidad personal y física. En aquello era un genio.
Conseguía don Orencio lo que quería, casi siempre adulando en el justo momento a la persona adecuada. Al marqués de Urrea (de quien era amigo) o al arzobispo. O a un político local de fuste o, como decía él, «de ínfulas». Para él, todo era tener ínfulas o carecer de ellas. El obispo las tenía en las grandes misas de pontifical. Las ínfulas son las dos cintitas que flotan detrás de la mitra o de la tiara. Tal vez mi tío sospechaba que, eligiendo con cuidado los objetos de su adulación, podría llegar a tener ínfulas también. Tonto en todas las cosas, pero genial en las que se referían a su propio bienestar, era un fiel servidor de la bestia de Roma.
Luego, yo olvidaba a mosén Orencio y, recordando al pobre obrero muerto frente a mi casa, creía oír la melodía triste de Peer Gynt.
En un muro había una lápida con letras romanas que decían algo de san Blas. Ese es uno de mis nombres de pila. Tengo cuatro, y Blas es el tercero. San Blas era el abogado de las enfermedades de la garganta. Se lo dije a mi amigo, y Felipe carraspeó.
Allí en el sótano, mi amigo quería defenderse de las momias, tal vez, y me hablaba de Matilde. Al principio, yo no sabía quién era aquella Matilde, hasta que él me dijo que se llamaba así la mujer que iba por la «Quinta Julieta», la madre del niño ahogado en el estanque. Casi la había olvidado yo a Matilde. El nombre sugería una mujer de media edad, un poco gruesa (no gorda), alta, con el cabello color de cáñamo, ojos claros y un aspecto reposado y suave.
Matilde, la loca. ¿O no estaba loca? En realidad, no parecía estarlo, según Felipe, y nadie diría a primera vista que lo estuviera. Allí, delante de las momias, Felipe creía que Matilde no estaba loca.
Yo retrocedía de espaldas poco a poco hacia la puerta. Al darse cuenta, Felipe dio un salto y se puso detrás de mí. Aunque yo no tenía miedo, el pánico de Felipe me hizo sentir hormigueo en la nuca. En fin, salimos y vimos al sacristán que había cambiado de expresión y estaba sonriente.
—La momia más bonita —nos dijo— no está abajo, sino en una hornacina del altar mayor. Revestida con alba y casulla. ¿No quieren verla?
—Otro día —dijo Felipe, cuya cara había tomado un color verdoso.
—Ahora —dije yo, implacable.
Y echamos a andar detrás del sacristán, quien nos llevó delante de una caja de cristal dentro de la cual se veía un cuerpo bastante bien conservado. El rostro parecía curtido por el sol y tenía un aspecto sonriente y casi animado, es decir, vivo.
—Este —dije yo, recordando a Checa— debe ser del tiempo de los árabes y no tenía nada de digestivo. Este no era de los del número uno, ni dos, ni tres. No tenía nada evacuatorio. Por eso quizá lo van a canonizar un día.
Me miraban el sacristán y Felipe, como ofendidos. Yo dije: «Vámonos». Al vernos en la calle, Felipe y yo respiramos con delicia el aire de la mañana.
Mi luna de miel con la familia del boticario —si es que existió— había pasado. Yo creo que Lorenza, la hija delgada, me despreciaba un poco y hablaba mal de mí. O tal vez Felisa, a quien yo desairaba. Probablemente, hablaban mal de mí las dos. Aunque ¿qué podían decir? La mujer del boticario también había cambiado de maneras conmigo. Como tenían una vida retirada y sin accidentes, la madre creaba artificialmente esos accidentes con su pobre imaginación ratonil. Y me espiaba. Debió de pensar que les robaba, y su vigilancia fue tomando aspectos pintorescos. La idea de que yo robaba a aquella familia no me ofendía en sí misma, porque me parecía absurda.
La puerta de cristales de la farmacia tenía arriba un resorte y una campana, y por eso, cada vez que alguien abría, la mujer del boticario se enteraba muy bien desde su entresuelo. Cada dos veces que se oía la campana (al entrar y al salir), la boticaria enlutada y fisgona calculaba que había hecho yo una venta. Y, de vez en cuando, bajaba, y en el libro del mostrador, donde yo las apuntaba, las iba contando con el dedo índice. Cada dos golpes de campana una venta. A veces su cuenta coincidía con el libro y a veces no. Había personas que entraban y salían sin haber comprado nada. En esos casos, ella me miraba con una expresión de zorra recelosa y a mí me daba una risa incontenible.
Aquella mujer se pasaba el día en su habitación, sobre la puerta de la farmacia, contando los campanillazos.
Así como la mujer del boticario era toda orejas, Felisa, la hija gordita, era toda manos y ojos. Debía de ver en las sombras del fondo de la rebotica, como los gatos. Junto a la escalera que conducía a su casa me abrazó un día. Yo me disculpé diciendo que había gente esperando. Era desairada mi resistencia, pero estaba dispuesto a afrontarlo todo, incluso el ridículo.
—¡Cruel! —me dijo Felisa con acento romántico.
El primer domingo volví a los porches, pero había observado últimamente que el jorobado me evitaba. No como a un enemigo, sino simplemente como a un niño. Yo me sentía herido. Algunas mañanas, con el pretexto de asistir al instituto como oyente (ya que tenía derecho, según el convenio verbal con el farmacéutico), me iba de paseo. Generalmente iba a un lugar que llamaban el Campo Sepulcro. No el Campo del Sepulcro, lo que parecía más lógico, sino exactamente el Campo Sepulcro. Había allí tropas haciendo la instrucción, chicos jugando y, algunos días, vendedores ambulantes de caramelos, helados, quisquillas y pastelitos de coco.
Entre picaros y vagos había también algunos militares retirados, muy viejos, que comentaban los ejercicios de la tropa. Al grupo de esos militares retirados (todos con un gran bigote flotante y algunos con perilla o mosca) acudía a menudo un vagabundo con una guitarra. El número de fuerza de sus conciertos era una jota que llamaba «la jota de los sitios», y se refería al asedio de la ciudad por Napoleón. La guitarra describía los heroicos combates de aquellos tiempos. Primero redoblaban los tambores contra la madera sonora y, sin dejar de mantener el ritmo, se oían las trompetas en la cuerda prima. Aquellos toques de corneta los conocían los viejos muy bien. Alguno decía, al oírlos: artillería de plaza. O bien: caballería ligera. Otros aún: infantería.
Había dos viejos que discutían y que se molestaban el uno al otro, no se sabe si en serio o en broma.
—Usted es teniente, pero carlista, digo, de la puerta falsa.
—En la reserva, me dieron el grado de capitán. Usted era de los de la reina, pero sentó plaza como pipiolo.
—No digo que no.
—Y se reganchó por amor al chusco.
—Tampoco digo que no. Pero mire usted aquella línea atacando.
Entretanto, el guitarrista continuaba. La melodía de la jota se confundía con el zumbar de las granadas, que imitaba el buen hombre arrastrando el pulpejo de un dedo y haciendo vibrar la cuerda. Luego, con la muñeca contra la madera, imitaba el sonido de la explosión lejana y, al mismo tiempo, con otras cuerdas seguía la jota, unas veces cantada y otras bailada. El ritmo de esta última era más vivo. Yo escuchaba en éxtasis.
El guitarrista decía que se oía en la música la voz del general Palafox arengando a sus soldados. A mí me gustaba aquella jota de los sitios. Creía oír los mosquetes españoles y los franceses y los tambores de la infantería y hasta sentía el brillo de las bayonetas, cerrando los ojos, igual que le pasó a Prat cuando miraba a Marte por el telescopio, en Reus.
A veces creía oír también los gritos de los mamelucos de Napoleón que caían bajo nuestra metralla.
El pobre guitarrista recogía algunas monedas de cobre y se iba feliz.
—Los dos fuimos caloyos, compadre —decía uno de los viejos—. Yo, voluntario, y usted, de reemplazo. La única diferencia es que los cristinos beneficiaban plazas en rancho. ¿Caían siete en la línea? Pues en el papel seguían devengando haberes a beneficio del capitán.
—Ustedes corrían el campo mejor. Digo, los carlistas.
—De cabo de escuadra me tengo andadas algunas leguas. Con Cabrera me gané los galones de sargento.
—El tigre del Maestrazgo.
Una de aquellas mañanas encontré en el Campo Sepulcro (nombre que venía de los millares de inhumaciones que se habían hecho allí de soldados de Napoleón) nada menos que a Lucas, el de la hernia. Cuando me vio, vino a mi lado.
—¡Eh! ¿Has venido también a ver a Checa?
—¿A Checa?
—Sí, va a venir. ¿No lo has visto?
Llegó cuando las tropas que habían desplegado en guerrilla se recogían en un ala, formaban en orden cerrado y luego rompían filas para descansar.
En aquel momento apareció Checa y se fue con Lucas hacia un extremo del campo. Yo quise ir con ellos, pero Lucas me dijo: «Mira, más vale que te quedes donde estás. Espérame, que yo volveré».
Se oyó un toque de corneta. No era un toque de ordenanza, sino un sonido arbitrario y como en broma. Como si alguien estuviera soplando en el metal por capricho. Lucas alzó la cara y dijo:
—Ese es Pelegrín.
El corneta, con aquel toque, decía algo a Lucas y a Checa, quienes salieron de prisa en dirección a la orilla del Huerva. Poco después había allí —yo los veía desde lejos— un grupo de soldados y civiles jugando al tejo. Checa iba y venía y se le veía arrojar su tejuelo y reír con los otros.
—¡Eh, tú! —le decía a uno—. ¿Cuándo despellejamos la cabra?
Los otros reían. El cabo Godoy estaba allí y decía por lo bajo:
—Antes que entre la primavera.
—Un poco de pupila, leche —dijo un sargento malcarado—; si no, como hay Dios que nos la buscamos.
Checa lo miró de reojo y le respondió a la manera melillense:
—¡Rutina!
Seguían jugando. Yo me fui al lado de Lasheras, que estaba sentado junto a su carrito, sin perder de vista a mis amigos. Imitando las bromas de Checa, dije al vendedor ambulante y autor dramático:
—¡Eh, Calderón de la Barca!
Esto le ofendió, aunque poco después pareció olvidarlo.
Estaba escribiendo. Yo veía en su cuaderno una hoja llena de diálogo en verso sin una sola corrección y me asombraba un poco más de lo necesario, para desagraviarle. Él se sentía halagado y decía:
—Para mí, escribir en verso es tan natural como para los otros en prosa.
Luego servía un cucurucho de quisquillas a un soldado. Este lo abría, miraba dentro y decía que eran pocas. Lasheras torcía el gesto y echaba en el cucurucho tres quisquillas más.
Con su aire estoico de siempre, Lasheras me explicaba:
—La humanidad es así. Cuando un hombre lleva un arma, ya se sabe.
Era antimilitarista, al parecer.
—Lo que no comprendo —añadía, intrigado— es que Checa y otros hombres de luces vengan cada día a jugar con los soldados.
Por encima de su hombro yo leía:
Pedro.—… Felón, malvado, cornudo,
decidme vuestro apellido
si es que venís, como dudo,
de linaje conocido.
(Desenvainan las espadas).
Don Beltrán.—Yo os mostraré, majadero,
que no preciso decirlo,
dígalo por mí el acero
de vuestra sangre teñido
si es sangre de caballero.
(Riñen).
Trató de convencerme de las ventajas del oficio de dramaturgo y me reveló algunos secretos de la profesión. En el teatro, sólo había veintisiete situaciones dramáticas, que se venían repitiendo desde los orígenes de la humanidad. No recuerdo cuáles era esas situaciones, aunque él me dijo algunas.
Así estuvimos cerca de media hora. Luego se oyó un cornetín de órdenes. Lasheras dijo, sacando punta a su lápiz:
—Tocan llamada. Ahora van a volver a trabajar los soldados.
Me fui yo otra vez hacia el grupo donde el artista vagabundo tocaba la jota de los sitios, cuando vi que Lucas y Checa se acercaban despacio. Venían con dos o tres soldados, hablando y riendo alegremente, y no había duda de que simulaban ligereza de ánimo. Fui a su encuentro, y Lucas me dijo quiénes eran aquellos soldados. Uno se llamaba Pascual, otro Paulino y el tercero Valeriano. Este último dijo, mirándome:
—¿Este zagal es compañero?
Yo dije sinceramente: «Querría ser, pero no tengo merecimientos para tanto». Lo dije recordando lo que un día me había dicho Checa sobre la pureza de los revolucionarios. Pero Checa no quería hablar de aquello y cambió de tema. Los soldados fueron a sus unidades. Yo fui con Lucas y Checa hasta la plaza de Aragón, donde nos detuvimos, y Checa me dijo:
—¿No tienes otra cosa que hacer sino venir con nosotros?
—Está bien, me iré —dije yo, molesto.
—No lo tomes a mal, muchacho —añadió Checa, afable—. Es que lo digo por tu bien. A mí me gusta que vengas con nosotros, pero te puede perjudicar.
Me dio una palmada en la espalda y yo me fui despacio a mi farmacia, pensando otra vez que no tenía las condiciones necesarias de pureza para unirme a los ángeles destructores. Pero ¿qué ángeles eran aquellos? ¿Dónde estaban? Y ¿cuándo y dónde iban a comenzar su tarea destructora?
Pocos días después vino a verme Matilde, que era, como yo había imaginado, una graciosa hembra de media edad, color de miel.
Lo fantasmal de aquella mujer no era nada inquietante.
Había oído hablar tanto de ella, que me pareció una antigua amiga. Se dirigía a mí como a un hombre adulto. No pocas de las mujeres que venían a la farmacia me trataban así. A veces me decían que se habían casado sin amor, que el marido les había contagiado una enfermedad (de la que gracias a Dios estaban curadas), y me pedían consejos como a un médico o a un confesor. Venían también a veces a última hora de la noche prostitutas feas y viejas, algunas de las cuales se interesaban por mí y querían pasar a la rebotica con fines profesionales. Una vez más, yo me mostraba descortés y un poco ridículo, como José en casa del faraón.
Naturalmente, yo pensaba en Valentina. Pero ahora —es decir, aquel día de Matilde— pensaba también en la pureza de algunos amigos de Checa, a cuyo grupo me habría gustado pertenecer.
Lo primero que me dijo Matilde fue que quería marcharse de Zaragoza cuanto antes. Yo recordaba que ella viajaba de un lado a otro huyendo del mar, y le dije:
—¿Por qué? En Zaragoza no hay mar.
—No, pero hay tres ríos: el Gállego, el Ebro y el Huerva. Y todos los ríos van a dar en la mar. Además, hay anuncios de playas veraniegas, marineros con permiso que andan por las calles con su uniforme. Yo tengo que irme a otra parte. A Jaca, por ejemplo. Yo sé que usted tiene parientes en Jaca.
—Cerca de Jaca hay un pico que se llama Collarada. Desde lo alto de aquel pico —le dije, indiscreto— en los días claros, y con gemelos, se ve el mar por la parte de Fuenterrabía, el Cantábrico.
—¡Qué le parece! —dijo ella, asustada.
—Pero si va usted a Jaca, no necesita subir a Collarada.
—Eso es lo que usted cree. Yo necesito saber lo que pasa en las altas regiones. Digo en las del aire. En el valle siempre sucede lo mismo, es decir, que los hombres quieren tocarme y venir conmigo. Yo no diría que no, pero si tenemos un niño… ¿adónde ir sin que el mar nos alcance? Ese es el caso. Yo iré a Jaca y subiré a Collarada, y si desde allí se ve el mar, me iré hacia la Val de Onsera o de Arán o de Andorra.
—¿Y si no se ve?
—Si no se ve el mar —dijo ella, nerviosa— me quedaré en Jaca y me casaré con un montañés de esos que crían caballos. No lo conozco aún, a ese montañés, pero seguro que lo conoceré cuando vaya allí.
Miraba los grandes tarros de porcelana blanca que llenaban tres de los muros de la tienda. Y trataba de leer los letreros latinos en caracteres góticos de oro: «Extractas tebaicus», «Altea», «Citrus medicalis», «Eucaliptus globularins», etc.
—Yo he estado antes aquí —dijo soñadora— y he hablado con usted. En realidad, todos los hombres son antiguos conocidos míos.
Se rascaba el codo izquierdo y seguía:
—Hay gentes que creen que estoy loca. Eso decían delante del juez. Que yo estoy loca. Usted, ¿qué cree? Dígame la verdad. Yo he venido aquí a que me diga usted la verdad, porque Felipe Biescas me dijo que usted era el hombre más penetrante, sabio y honrado del mundo. Usted, ¿qué cree?
—Que no.
—¿No estoy loca?
—Digo que no soy el más honrado del mundo.
Tenía yo las dos manos apoyadas en el mostrador, y Matilde se inclinó y mojó mi mano derecha con saliva. Yo tuve el deseo de secarla contra mi blusa, pero no lo hice por cortesía, estando ella delante.
—Salivitas —dijo ella, sonriendo de un modo extraño.
Aquella era la manera que tenía de invitar de un modo inconsciente al beso.
—Es verdad —dije yo por decir algo—. Salivitas.
—Algunas personas se ríen de mí por eso.
—¿Cuando les moja la mano?
—Sí. Usted no se ríe. Ni pone cara de extrañeza.
—No. No me extraño. Aquí, en este mostrador, no se extraña uno de nada.
—Es decir, que viene gente de todas clases. Incluso alguna que está peor que yo. Júrelo. Mujeres peores que yo. Y sin embargo, no es fácil que haya mujeres peores que yo. Tuve un hijo y se me murió porque no supe defenderlo.
—¿De quién lo tuvo?
—¿De quién iba a tenerlo? ¡De mi marido!
—¿Dónde está su marido?
—En el fondo del mar.
—¿Y cómo no supo defender a su niño?
—En definitiva, un estanque es un mar pequeñito. El agua es el agua y es lo mismo. Todas esas aguas de los parques son parientes del agua grande de la mar.
Miraba un tarro de porcelana y leía con dificultad las letras góticas.
—Menta piperita. Yo he estado antes aquí pero ¿qué más le da a usted? Nada, claro. Usted con su vida, yo con la mía, cada cual con la suya. Nada. Pero el caso es que vivimos juntos en la misma ciudad y a veces nos visitamos.
No sabía yo entonces que aquella mujer, cuando no tenía amor ninguno, estaba bastante loca. Si tenía amor, ponía en él toda su locura y en las demás cosas era razonable y normal. Pero si no tenía amor, la locura se extendía por todos los accidentes de la vida ordinaria. Entonces, digo, en aquel momento, no debía tener amor.
—La vida es triste —dije yo, por decir.
—Será triste, pero es dulce como una tarta de bizcocho y chantilli. Hay pasteles que tienen en el centro una torreta y en lo alto de torreta hay una pareja de novios. Ella de blanco y él de negro. Allí estábamos mi novio y yo, en lo alto del pastel, pero nadie venía a la boda y se hacía tarde, muy tarde; ¿qué iba yo a hacer? Mi abuelo murió en el mar, mi padre también. Y mi marido. Entonces, yo escapé tierra adentro con el niño, y llevaba conmigo la parejita de novios de alfeñique blanco y de alfeñique negro. Digo, la que estaba en lo alto del pastel. La novia y el novio. ¿Cómo? ¿No lo cree? Se lo voy a probar ahora mismo.
Abrió el bolso de mano y sacó una cajita que parecía haber contenido una pluma estilográfica. Dentro, envueltos en algodón, estaban la novia y el novio de alfeñique. Ella, con su velo por encima de la cabeza y su hociquito color rosa.
El novio, vestido de frac como un caballerete, con los botones de la camisa pequeñísimos y brillantes.
Puso Matilde los muñequitos sobre el mostrador, de pie. Cada uno tenía debajo un alfiler agudo que se clavaba fácilmente en cualquier parte. Y ahí estaban, formalitos y serios. Yo los miraba, y ella los olvidaba de pronto y leía desde lejos el letrero latino de uno de los tarros blancos que parecían urnas cinerarias:
—Cannabis tenacissima.
—De ahí —dije yo por decir algo una vez más— sacan la esparteína.
—Y eso, ¿para qué sirve?
—Creo que es… para enfermedades del corazón.
—Todas las enfermedades son del corazón.
—Pues…
—Digo las mías. Yo salí del Ferrol con mi niño, primero en tren y luego en autobús. Vine a Zaragoza para estar a la misma distancia del Cantábrico y del Mediterráneo. Por el camino me decía mirando al bebé: a este no lo atrapará el mar. ¿Ha visto usted que el mar es baboso como un perro enfermo de rabia? Baboso y espumoso. A mi bebé no lo atraparía el mar puerco, todo espumas verdes. El mar que crece con la marea y se mete en todas partes. El criminal mar que todo lo traga. Cuando veía en el tren un periódico con una foto marinera y barcos, tiraba el periódico por la ventana. Cuando en la fonda veía un cuadro en la pared, con el mar, me marchaba. No es que lo odie. Yo creo que es mi amigo. A veces los amigos matan también, ¿verdad? Es el caso. Aquí, en Zaragoza, conocí a un hombre, pero aquel hombre se asustó cuando le puse escupitina en la mano. Usted dirá: ¿por qué hace eso? Es la prueba. La prueba de la humedad marinera. Si el individuo se seca la mano, eso denota que es hombre indiscreto y que tiene repugnancia. También puede indicar en algunos casos que ha sido, o es, o podría ser marinero. No se ría usted, que no es una tontería. Al marinero, la piel mojada le parece mucho más mojada que al hombre de tierra adentro. Para él todo debe ser sólido y seco, menos el mar. Bueno, yo conocí un hombre, es verdad. Y era un hombre hermoso que pensaba que estaba loca. Pero él no sabía, el pobre, que el amor es la locura o no es nada. Entonces, conocí a otro que no se asustó con las salivas y que me quería y quería al bebé. Pero un día descubrí que había marineros en su familia. ¿Por qué no me lo había dicho el primer día? ¡Ah!, eso era importante. Todas las cosas lo son, porque en la vida, el bien o el mal dependen sólo de alguna cosa pequeña. Por ejemplo, en el caso de la muerte del niño, todo dependió de los barquitos de los otros chicos. Había una brisa pequeña que rizaba el agua. Y uno de los barquitos de un mocosuelo que estaba cerca, se alejó de la orilla entrando a sotavento, como se suele decir entre los marineros. Mi niño gritaba y señalaba aquel barquito aventurero con la mano. Le digo la verdad, aquellos gritos de entusiasmo de mi niño me desgarraban el alma. Y el niño se fue detrás de su grito. Y se ahogó. Eso es.
Recogía la parejita de novios de alfeñique, los metía en su bolso como dispuesta a marcharse. Pero antes dijo:
—Ahora sólo quiero que me venda usted un buen somnífero. A eso vine en realidad.
—¿Qué somnífero?
—El más activo.
—¿Este?
—No. Ese ya lo conozco. Otro que se llama Morfical. ¡Cómo! ¿Que no se vende sin receta? Ya veo. También usted se asusta. ¿Cree que yo me voy a matar? ¿Sí? ¿Y en qué se basa usted para pensar una cosa como esa?
—Nunca hay una base para eso. Se hace y se acabó.
—… no se acabó. Nunca se acaba ya nada.
Mientras hablaba Matilde, yo veía en la calle, al otro lado de la vitrina, la nariz de la cocainómana rubia. Por lo visto, esperaba que se marchara Matilde, y esta no se iba. Me miraba Matilde y quería decir algo aún. Tal vez le pasaba como a mí, que no había aprendido a marcharse de los sitios. En ella era raro, porque debía tener doble edad que yo, al menos.
—Yo duermo sola —me dijo de pronto.
—Es natural.
—No es natural. Y tampoco duermo realmente sola, porque en la almohada tengo bordado el nombre de mi niño.
Dio dos pasos hacia atrás. Ahora sí que se marchaba. Me acordaba yo del busto blanco del hermano lego sobre el agua, en la columna de cemento gris de la «Quinta Julieta». Todavía en la puerta, Matilde —después de abrirla y hacer sonar la campana— se quedó indecisa. Miraba a la cocainómana y me miraba a mí. No se iba. Tampoco volvía a entrar. La cocainómana, impaciente, entró ladeada y sesgada con un gesto de disculpa, como el que suelen hacer en los pasillos del tren las mujeres para entrar en el lavabo, cuando hay un hombre junto a la puerta.
Contemplaba yo todo aquello impaciente.
Matilde salió a la calle, pero se quedó a su vez en la vitrina, mirando hacia adentro. Miraba a la cocainómana, cuya nariz debía haber llamado su atención. Enfrente, la mujer paralítica —la pioja— la miraba a ella desde su balcón. Y yo miraba a la mujer paralítica desde mi mostrador, a través de los cristales de la puerta.
La mujer de la nariz me pagó la última cocaína y me pidió otro gramo a crédito. Yo le dije que tenía instrucciones del farmacéutico y que no podía dárselo. Ella pareció dudar un momento. La nariz de aquella mujer me sonreía, independientemente del rostro.
—Un gramo sólo, mon chou.
Y, con aire resignado, se sacó un brazalete de oro y lo dejó sobre el mostrador.
—No, señora —dije yo, avergonzándome un poco.
Añadí que si la farmacia fuera mía, le daría lo que quisiera a crédito. Pero, por desgracia, no lo era. Estando en estas, oí al boticario que andaba por el interior y dije a mi cliente:
—Un momento.
Cogí la pulsera y entré en la rebotica. Dije a mi patrón lo que sucedía y él sopesó la alhaja, fue al frasco del ácido sulfúrico, le dio un toque con el tapón mojado, contemplé el metal un momento y luego dijo:
—Dale un gramo a crédito, conservando la pulsera como una prenda.
Salí yo y le dije la decisión del farmacéutico. Ella quería más de un gramo y, como aquello era cuestión mía, le guiñé un ojo y en lugar de un gramo pesé dos. Eso podía hacerlo yo, porque la decisión del boticario con la pulsera era una decisión de avaro. La pulsera valía mucho más.
Cuando tomó el sobrecito de papel de seda, ella me sujetó la mano con las dos suyas y la besó como si yo fuera un obispo.
Luego se fue. En la calle, Matilde y ella se miraron con curiosidad, y luego se fueron por caminos divergentes.
El verano iba pasando, vacío y lento.
Entré en el otoño con una sensación vaga de incertidumbre y fatiga. Pensaba en Valentina. Le escribí dos veces y no me contestó. La falta de respuesta me llenó de inquietudes. Era probable que no estuviera en la aldea. Tal vez la habían llevado por fin a un colegio interna. ¿A cuál? ¿O se había restablecido la censura postal en su casa? Si no me escribía, era porque no podía materialmente. ¿En qué consistía aquella materialidad?
Llegó diciembre con vendavales y fríos. Algunas tardes había lluvia semihelada, la incómoda garúa, y delante de mí farmacia se arremolinaban en el aire los pequeñísimos copos de nieve como granitos de azúcar. Yo no iba al instituto, no iba a la biblioteca de la universidad. ¿Para qué? Lo lamentaba sólo por mi hermana Concha, ya que su ilusión de que yo tuviera un título académico y pudiera, al final del bachillerato ser llamado don, se veía frustrada.
Peor para ella. A mí me daba lo mismo.
Estaba el farmacéutico contento conmigo. Me dejaba en la farmacia trabajando todo el día y parte de la noche, aunque —eso sí— sin aumento de sueldo. Yo no se lo reprochaba. La farmacia era un negocio miserable.
Buscaba a Checa los domingos, pero no lo encontraba, y si lo encontraba estaba distraído y lleno de quehaceres. Entonces me iba a un café que había al final de los porches. Un café inmenso que se llamaba Ambos Mundos y era un bosque de columnas, espejos, cajas esféricas de níquel (como yelmos de guerra) que había pegadas a las columnas y que se abrían y cerraban con un golpe seco. A veces, aquellos recipientes estaban entreabiertos y mostraban una boca boba.
El ruido de cristales y cucharitas me gustaba. Y la gente que concurría me parecía por algún motivo digna de admiración. He conservado toda mi vida la tendencia infantil a considerar mejores que yo a los hombres que veo y a quienes no conozco. Por fin, llegó una carta de Valentina. Todavía estaba con su familia, pero la iban a llevar al colegio del Sagrado Corazón, nada menos que en Madrid. Una escuela de lujo. Yo sentía que ella subía socialmente, mientras yo bajaba, y aquello me daba una especie de angustia secreta. La reflexión más angustiosa era la de que Valentina, teniéndome a mí por novio, desmerecía al lado de otras chicas de su edad, incluso de Pilar. Yo, como novio, era poco brillante. Un mancebo de botica. ¡Bah!
Valentina no me decía cuándo iban a llevarla. No lo sabía aún. Se alejaba de mí socialmente y moralmente, y también físicamente, en el espacio. Entretanto, mis horizontes eran más turbios cada día. En el café de Ambos Mundos conocí a un joven más viejo que yo, taciturno y melancólico. Parecía de origen social humilde. Pero —¡oh sorpresa de aquel mundo de columnas y esferas niqueladas!— era escritor y en ese oficio ganaba dinero.
Se llamaba Sánchez Bosqued y era el inventor de una serie de aventuras cómicas de dos detectives: Cocoliche y Tragavientos, que se encontraban en todos los puestos de periódicos menos en el de Checa, para quien aquello no era serio. Sánchez Bosqued escribía novelas como Lasheras, el del carrito de los helados escribía dramas, pero con la diferencia de que sus detectives se vendían y su autor no trataba de inquietar con su producción a las cortes europeas. Cuando mi amigo José María lo conoció, decidió que aquel género de literatura no iba con su gusto. Sánchez Bosqued suspiró al oír aquello y se marchó, silencioso como una sombra. Yo lo incorporé a la masa de los digestivos, aunque no estoy seguro de que lo fuera.
Siempre lo he recordado con respeto y con amistad.
A veces, estando solo en mi rebotica, me sentía deprimido y pensaba que parecía atraer a las personas bajas y de humilde condición. En sí mismo no me importaba. Pero en relación con Valentina me parecía un síntoma que podría serme funesto con el tiempo. Me hacía amigo fácilmente de la gente que por algún motivo era digna del desprecio de los «digestivos». Y los «digestivos» mandaban en el mundo.
El invierno estaba encima. Pasaron las Navidades sin cánticos mi fiestas, sin regalos ni calor de familia, yo solo en mi alcoba ciega y sin luz natural. No eché en falta la Navidad familiar y enero llegó frío, turbio, con cielo bajo. Cuando el tiempo estaba lluvioso, se diría que Zaragoza ganaba en belleza o al menos en trascendencia y en profundidad. El agua de lluvia le lavaba la cara a la urbe y ozonizaba el aire. El asfalto, los cristales, el metal de los faroles públicos, las muestras jaspeadas de la tienda, las cúpulas de las torres, los tejados de los palacios históricos, todo sacaba sus colores rosa, gris o rojo. Zaragoza llovida era un cuadro recién barnizado y fresco. Sin descontar sus peculiares misterios antiguos. A mí, los días turbios de invierno con cielo bajo, poca luz natural y los focos eléctricos de los comercios y los cafés encendidos me parecían impregnados de un extraño, lujoso y decadente —morbosamente gustoso—-romanticismo. Todavía era para mí romántica la apariencia externa de la civilización.
Llevaba ya más de tres semanas sin ver a Checa cuando un día, al abrir la farmacia por la mañana, sentí algo inusual en la calle de San Pablo. Había como un aire de extranjería en la luz. Era como si Zaragoza fuera de pronto Sebastopol, Rotterdam o Sidney, en la lejana Australia, Sin acabar de enterarme, volví a entrar en mi farmacia y me puse a preparar una receta de glicerofosfato de cal con óxido de hierro, para alguna persona anémica. En lugar de cincuenta grageas hice cien, y las sobrantes las puse en una estantería, al alcance de mi mano y para mi uso. Tomaba cada día un par de ellas.
Además de aquella costumbre, que tal vez me ayudó a entrar en la adolescencia sano y fuerte, solía fabricar refrescos químicos con bicarbonato y ácido cítrico y los tomaba de vez en cuando. También hice un licor con alcohol etílico, tintura de benjuí y sacarina. Ya entonces, en lugar de producir explosiones de permanganato y clorato que, pequeñas y todo, dejaban humo en el aire, abría la espita del tanque de oxígeno y encendía un cirio de llama larga. En la oscuridad de aquel rincón de la rebotica, donde estaba el tanque cilindrico vertical, las luces de la combustión eran nacaradas y puras y me sugerían las auroras boreales. El oxígeno lo usaba yo, además —es decir, lo respiraba—, como tonificante, de vez en cuando.
Cuando me sentía deprimido y triste, inhalaba quince o veinte bocanadas de oxígeno puro y me encontraba otra vez animado y activo. Pensaba: estas inhalaciones equivalen a un paseo de dos horas por un bosque después de una tormenta. El tanque de hierro era, pues, mi pinar y mi vacación de altura. Naturalmente, todas estas cosas las hacía a espaldas del farmacéutico.
Aquel día no necesitaba oxígeno para animarme. Algo sucedía en la ciudad y repercutía en mis nervios. El boticario solía bajar de su casa hacia las nueve y media, gris y deprimido como si hubiera tenido sueños extenuantes. Abría el cajón, sacaba todo el dinero (no más de cinco o seis pesetas), y se iba con él a la calle, al café. Era la única persona que había conocido en mi vida que fuera al café a una hora tan temprana.
Aquella mañana volvió en seguida y, contra su costumbre, lleno de noticias y de ganas de hablar. «Las tropas están acuarteladas —me decía moviendo su bigote escarchado— y no se han publicado periódicos». Era verdad. Ni el Heraldo, ni El Noticiero ni La Crónica habían salido. El boticario subía la escalera llamando a su hija predilecta:
—¡Lorenza!
Decía a voces que había que comprar víveres de reserva y que las mujeres no debían salir. Iría a comprarlos él. Al amanecer había sido declarado el estado de guerra y el capitán general, señor Ampudia, era el amo absoluto de la ciudad. Patrullas de caballería iban y venían.
La portera de la casa acudía constantemente con noticias, que supongo que fabricaba en sus concilios con las vecinas:
—Han volado el puente de piedra.
Un vecino dijo: «Han puesto una bomba en el templo del Pilar». Algunos aseguraban que habían matado al nuevo arzobispo, y yo pensaba: «¿Qué manía es esa con los arzobispos?». Más tarde vi que era mentira. Pero durante la mañana, las noticias que traía la portera, todas falsas, despertaban en mí un confuso sentimiento de culpabilidad. Según el farmacéutico, no había periódicos porque a medianoche había llegado a las imprentas de los diarios una patrulla de soldados con armas y ordenaron «en nombre del pueblo» que los obreros se fueran a sus casas. Patrullas parecidas fueron a la central de teléfonos y de telégrafos para impedir que salieran informaciones sobre lo que sucedía en la ciudad. También fueron a ocupar las tres estaciones de ferrocarril. Todo se hizo sin incidentes y cumpliendo las instrucciones de Checa. De mi amigo Angel Checa, el vendedor de periódicos. En cuanto a los obreros de algunos sindicatos, se habían declarado en huelga, y otros no. Lo que había sucedido, según supe después, era que el pleno de comités de la local de sindicatos no llegó a reunirse entero por la premura de la convocatoria. En aquella reunión incompleta, Checa exigió la huelga general sin decir para qué. Y, naturalmente, los delegados se resistían.
—Yo sé muy bien para qué —decía Checa—, y eso debía bastaros. Yo lo sé, y no puedo decirlo por ahora, por razones de conspiración.
—No es necesario que lo digas todo. Di el hecho sin dar pormenores.
—Pues bien —confesó Checa, excedido—. Se trata de la sublevación armada.
Hubo un silencio súbito y luego algunos rumores recelosos.
—¿Dónde están las armas? —preguntó con sorna un delegado.
—En los cuarteles —dijo secamente Checa
—La penetración en los cuarteles, por el momento, es imposible.
—Yo digo que no lo es —insistió Checa.
—Hay que jugarse la cabeza en eso.
—Jugársela y perderla —añadió Checa, riendo—. Pero así es como se hace la penetración en los cuarteles.
Y no hubo acuerdo de huelga general. Como Checa tenía prestigio y juró que él ponía la cabeza en la empresa y que la experiencia valía la pena, acordó el pleno dejar en libertad de acción a los sindicatos locales, de modo que según los acontecimientos, cada organización hiciera lo que le pareciera oportuno.
Así es que hubo huelga, pero no general.
A veces, desde la puerta de la farmacia y en el silencio de la ciudad, medio paralizada, se oían disparos lejanos. El farmacéutico, acariciándose los bigotes, repetía:
—Si los artilleros sublevados sacan los cañones y los llevan al cabezo de Buena Vista, sólo Dios sabe lo que nos puede suceder.
Toda la ciudad se quedaría, según él, a merced de los revolucionarios. Porque el cuartel de artillería ligera, en la calle de la Soberanía Nacional, tenía muchas baterías, y podía barrer Zaragoza de cabo a rabo en pocos minutos. Eso decía el boticario. Yo escuchaba esas noticias con la boca seca y deseando salir de la farmacia cuanto antes.
Al principio suponía todo el mundo que la sublevación del cuartel había sido completa y unánime. Alrededor de la medianoche, las autoridades de Zaragoza se creían perdidas y en manos de los revolucionarios. La alarma fue tal, que el gobernador no se atrevía a echar mano de otros regimientos, porque temía que todo el ejército estuviera contaminado. Ninguna de las autoridades civiles, militares ni religiosas de la ciudad durmió aquella noche.
Las cosas sucedieron de la siguiente manera: Checa, de acuerdo con dos cabos de la guardia, entró en el cuartel a las once de la noche, mató al oficial de guardia, que era un niño casi —el alférez Anselmo Berges— y al sargento Antonio Antón (también de guardia) que, aunque estaba comprometido, quiso resistir a última hora. Arrestó al capitán de cuartel, que era la autoridad suprema en aquel momento.
Dueño Checa de la guardia, mandó tocar asamblea y, reunidos los soldados, les arengó. Pero no los convenció a todos. Ni siquiera acudieron todos. Mientras Checa les hablaba, un grupo de sargentos comenzó a disparar desde una de las galerías que rodeaban el patio. Y la lucha se generalizó dentro del cuartel.
Muchos se pusieron de parte de Checa. Pero otros resistían, y algunos suboficiales y sargentos contrarios al movimiento fueron encarcelados. «A esos hijos de la gran cabra hay que apretarles el pasapán», decía Checa, y luego añadía, dirigiéndose a otros dos sindicalistas —un metalúrgico y Lucas— que le acompañaban: «¿Véis vosotros cómo se consigue la infiltración en un cuartel? Lo que hacemos aquí se puede hacer cualquier día en todos los demás cuarteles de Zaragoza. Y de España. Pero hay que dar la cara y jugárselo todo».
Mientras estuvieron dentro del cuartel, nunca llamó Checa a sus compañeros civiles por sus nombres, para que no pudieran identificarlos después. Los hizo salir antes de amanecer por la misma razón.
A medianoche el fuego se generalizaba. La guerra en el interior del edificio le parecía a Checa lamentable, aunque la había previsto. Y se dirigía a pecho descubierto a los focos que resistían, diciéndoles insultos y amenazas. Y sin disparar. Llevaba la pistola en la mano y no disparaba. No comprendía nadie cómo las balas lo respetaban.
El cuartel era un enorme edificio rectangular, aislado por los cuatro costados. Las ventanas enrejadas y la vigilancia ejercida desde algunas garitas y torreones impedía que nadie entrara ni saliera sino por la puerta principal.
La ocupación de los periódicos y de los centros de comunicación se hizo fácilmente. El resto de la noche lo dedicaron, las fuerzas de Checa, a reducir los focos dentro del cuartel y a enviar comunicaciones a los secretarios de los sindicatos para que declararan la huelga. «No hay tiempo —le decían—. Hay que reunir el comité». Algunos sindicatos que estaban ya advertidos declararon la huelga sin más.
La acción se desarrollaba en la madrugada, sin demasiadas complicaciones. Toda la noche se combatió en el cuartel, y el cabo Godoy fue herido de un balazo en el pecho y otro en el cuello. Los sindicalistas civiles huyeron por orden de Checa —uno de ellos, herido también— y se escondieron en la ciudad viendo la cosa perdida.
Al amanecer del día siguiente no se podía saber nada a ciencia cierta. Llegaban a la farmacia noticias de todos los orígenes y colores, y en vano trataba yo de obtener síntesis verosímiles y de componer a mi manera un panorama de conjunto. Imposible. Por un lado, las mentiras de la portera, y por otro mis nervios, me lo impedían.
El boticario se puso a analizar el agua de beber —la portera decía que la habían envenenado—, y en un descuido, yo me acerqué y eché dentro del tubo de ensayo un poco de arsénico. Al encontrarlo, el boticario llamó a su mujer y a sus hijas y comenzó a dar voces y a hacer grandes gestos. No había que beber el agua de la llave. Con una probeta cubierta con la cartulina donde había anotado sus resultados, fue a la tenencia de alcaldía del barrio y después al Ayuntamiento. Nadie le hacía caso. Se negaban a creer que las aguas estuvieran envenenadas, y el jefe del laboratorio municipal miró a mi farmacéutico como a un provocador.
Con eso de las aguas envenenadas estuve yo solo todo el día en la farmacia.
Se había declarado el estado de guerra, aunque no sacaban las tropas temiendo, como creo haber dicho, que estuvieran en parte o del todo dispuestas a hacer causa común con los rebeldes. Los que patrullaban por la ciudad eran los temibles guardias civiles. A caballo o a pie. Entretanto, en el cuartel del Carmen moría la gente. Por momentos el combate arreciaba, y la ciudad entera parecía escuchar el estruendo con la respiración contenida.
Duró aquella confusión no más de veinticuatro horas, al cabo de las cuales la vida de la ciudad volvió a sus cauces normales. Las primeras ediciones de los periódicos trajeron la información completa de los hechos. El Noticiero daba su información matizada de embustes. Decía que Checa, después de matar al alférez Anselmo Berges de un tiro en la cabeza, «lo había cosido a puñaladas». Mentira. Era incapaz Checa de una cosa así. Diciéndolo, El Noticiero confiaba en causar un efecto de indignación saludable en los oficiales que leyeran la noticia.
Pero ¡ah!, dos líneas más abajo aparecía de pronto un título con grandes letras negras que decía: «El jefe de la sedición muere en el patio del cuartel». Y ese jefe era, ni más ni menos, mi amigo Angel Checa. Ya no vivía. Lo había matado la guardia civil. Más tarde conocí la información completa y no la versión oficial.
Fue como sigue. Hacia la madrugada, cuando era evidente que la sublevación había fracasado, Lucas propuso a Checa retirarse y este soltó a reír.
—¿Tú no sabes que en nuestras batallas no hay retirada? ¿Dónde voy a retirarme? Sólo hay dos lugares para mí: el depósito de cadáveres o el sillón del gobernador.
—Pero esto está perdido. ¿Para qué continuar entonces?
—Para que aprendan los que vengan detrás. Aprenderán a evitar las faltas y yertos que hacemos nosotros. El caballo no tropieza dos veces en la misma piedra. El buen revolucionario tampoco.
Checa había sido en aquella empresa superior a sus compañeros civiles. Los militares que se habían comprometido con él eran valientes, con excepción del sargento de guardia, que a última hora se arrepintió y a quien tuvo Checa que matar.
Cuando Checa se sintió herido, hizo que lo llevaran al cuerpo de guardia y allí lo instalaron acostado en un diván. Cerca estaba el cadáver del oficial, y Checa hablaba dirigiéndose a él:
—Tu vida seguramente ha sido limpia como la mía. Perdona, muchacho. A los dos nos ha tocado la mala suerte y aquí estamos. Dentro de poco yo tampoco viviré y, en definitiva, tú y yo habremos sido víctimas de los otros, de los de arriba. España está mal y ni tú ni yo tenemos la culpa. Tú has dado la vida por ella, y yo voy a darla también. Por España. Muriendo tú, se elimina un obstáculo. Muriendo yo, se levanta un ejemplo. Los dos por un mundo mejor.
Añadió, dirigiéndose a los otros: «Yo he hecho mi parte y me voy tranquilo. A ver cómo hacéis vosotros la vuestra, y no tengáis miedo. Morir es poca cosa. Casi un juego de niños. Lo difícil y lo grave es vivir. A ver cómo lo hacéis vosotros, compañeros».
No tardó mucho en morir. Después de muerto, tenía una expresión plácida y serena. Algunos periódicos presentaban a Checa como un iluminado y decían que una vez herido dijo a sus compañeros: «Como veis, no es difícil dar el primer paso. Yo lo he dado y no ha salido mal. El que yo caiga no importa. Estaba previsto. Los que vengan después darán el segundo paso y espero que saldrá mejor». Lo que dijo realmente antes de morir fue esto: «Echadme a mí la culpa de todo, porque a mí ya no podrán hacerme nada». Fue, en fin, una muerte digna de él. Yo lo admiraba, pero allí con el periódico delante, me sentía acoquinado y sin aliento. En una foto se veía el cuerpo de Checa cubierto con una manta. Por un lado asomaba un pie calzado.
Me espantaba, hasta más no poder, la idea de haber sido amigo de aquel hombre cuyo nombre se imprimía en grandes letras en los diarios. Me sentía orgulloso y aterrorizado. Ahora, por el hecho de haber sido abatido a tiros, me parecía Checa —aunque sólo en pequeños paréntesis de confusión— culpable. Estaba yo secretamente acobardado y, en el fondo, aunque no creía las calumnias que se imprimían contra aquel hombre, estaba perplejo por el hecho de haber estrechado tantas veces la mano del héroe muerto que asomaba en la foto por debajo de la manta.
Cuando todo quedó en paz, se formó un tribunal de guerra que juzgó rápidamente a los más comprometidos. Dos días después de la muerte de Checa, el tribunal dictó sentencia. Había siete condenas de muerte y otras muchas de prisión. Cuando leí el periódico, se habían cumplido ya las ejecuciones. Leí la información ávidamente. Allí estaban los nombres de las víctimas, en una pequeña columna, con letras un poco mayores que las otras:
Cabo Nicolás Godoy, de veinticuatro años.
Cabo Antonio Peña, de veintitrés años.
Soldado Pascual Galve, de veinte años.
Soldado Francisco Oliva, de veintitrés.
Soldado Paulino Aubego, de veinticuatro.
Soldado Valeriano Aznar, de veintitrés.
Trompeta José Pelegrín, de veinte.
El Noticiero decía que antes de ser ejecutados, todos confesaron y tomaron la comunión devotamente. Los otros periódicos no decían nada de eso. Era mentira.
Yo sentía mi boca seca y bebía agua constantemente. Pensé que no podría comer pero la desgracia me aumentaba el apetito de una manera inexplicable —otras veces me ha sucedido en la vida— y comí como siempre. Después oí al boticario hablar con su hija Lorenza. Y esta decía extrañada, leyendo el periódico:
—¿Sólo siete penas de muerte?
En la reseña de las ejecuciones había un detalle odioso. El cabo Godoy, incapaz de caminar porque se encontraba gravemente herido, fue llevado al lugar de las ejecuciones sentado en una silla y atado a ella de pies y brazos. El otro cabo, Peña (con quien había yo también hablando una vez en los billares de La Perla), fue con su brazo en cabestrillo y arengó a los soldados antes de que estos dispararan. El periódico no reproducía sus palabras, pero más tarde supe que había dicho a los soldados del pelotón:
—Disparad contra los jefes, y ayudaréis a hacer una patria mejor para vuestros hijos.
Aquel día algo se desintegraba dentro de mí, como la luz al pasar por el prisma. Mi prisma era como aquel día turbio de enero con gotas de agua resbalando a veces por el cristal de la vitrina, despaciosamente. Algo dentro de mí maduraba, y una parte importante de mi conciencia se sentía escandalizada para siempre. Todavía lo está hoy. Tal vez hoy más que nunca. Yo había tenido contacto con aquellos hombres, y mi estado de ánimo de aquel día y mis sentimientos son fáciles de recordar, pero expresar mi pensamiento de entonces exigiría un esfuerzo de imaginación del que me siento incapaz por ahora.
Lo único que puedo decir es que no salí de la farmacia en muchos días. Hubo jornadas de cielo bajo, la lluvia persistente y fría. Había ramalazos de viento húmedo del Moncayo y los meteoros mismos que parecían llorar me separaban a mí del mundo. Pensaba constantemente en Checa, pero a veces tenía paréntesis de duda e incluso reservas mentales. ¿Morir yo? ¿Para qué? ¿No podría suceder que estuvieran equivocados mis amigos? Pero así y todo, el heroísmo es prestigioso y hay un nivel donde el reo de muerte siempre tiene razón, cualesquiera que hayan sido sus delitos. La lluvia en los cristales me invitaba a pensar las cosas más monstruosamente deprimentes. Pero mi resistencia a salir de la farmacia no era sólo desesperación, era también miedo. Un miedo que hasta entonces yo no había querido confesarme a mí mismo. ¿Cobardía? Creo que no. Yo, amigo superviviente de Checa y de sus compañeros, quedaba en la ciudad solo y sin defensa. Por no tener, ni siquiera familia tenía. Mientras que los otros tenían hermanos. Digo, los mismos revolucionarios. Checa tenía un hermano y una hermana, según los periódicos.
Estaban casi todos los revolucionarios en la cárcel. También Lucas estaba detenido, aunque sin cargos concretos. Pensaba que lo mismo podía estar yo, y me acordaba de aquel montañés amigo de Felipe el de Monflorite, que había acudido a ver la ejecución de su hijo. Mi padre tal vez se encargaría un traje nuevo para venir a presenciar mi fusilamiento, pensaba yo entonces con evidente injusticia. Aquellas reflexiones locas las hacía yo a solas, y con ellas me amedrentaba más. Pero no era cobardía.
El mismo día que murieron mis amigos, la multitud indiferente de las cinco de la tarde subía y bajaba por la «noria» de los porches del paseo de la Independencia, caminando en dos canales paralelos contrarios. Los digestivos. A todos los identificaba un conformismo de defensa, mientras mis amigos morían en el cuartel del Carmen. Los digestivos aún no habían dado con la cabeza contra el ataúd. Mientras fusilaban a los siete héroes, la multitud de vientres secretorios iba arriba y abajo, segura de sí, firme en sus bobos placeres número uno, dos y tres.
En aquellos momentos, no era que me diera miedo la muerte. No. Mi miedo venía de otro origen. Si hubiera podido hacer algo por Checa, lo habría hecho sin vacilar. Pero aquel súbito y escandaloso y brutal hecho de asomarse a la historia (eso creía yo entonces) como amigo de los héroes del cuartel del Carmen, me tenía perplejo. Los héroes ejecutados y muertos ya. Al jorobado del Salón Doré, después de su muerte, yo lo imaginaba condenado otra vez en otra parte, juzgado por otro tribunal de pobres diablos digestivos en el mundo de los espíritus puros. Y otra vez ejecutado para ser juzgado de nuevo en espíritu —en lo que quedara de espíritu vivo aún— en otra parte. Yo, desnudo, débil, infantil, tímido, impotente, ignorante y sobre todo solo, tenía un pánico cerval a mi propia cobardía, a que alguien la mostrara en público y la ofreciera a la consideración del mundo. Pero estoy seguro de que no era cobarde. Estaba escandalizado, y eso era todo.
El único refugio que me quedaba a mí por el momento era mi amor por Valentina. Tenía que verla cuanto antes. O por lo menos, escribirle. No me atrevía, sin embargo, a exponerle mis problemas por correo, sabiendo que mi correo podía estar vigilado por la policía desde los tiempos en que andaba con Checa. Además, en aquel momento yo no sabía dónde estaba Valentina, lo que aumentaba mi confusión.
Habría querido ver a Juan el de la «Quinta Julieta», pero estaba en Barcelona. Lucas, el tapicero, seguía en la cárcel. Y yo no salía de la farmacia. La idea de ir a los porches, ver el puesto de Checa cerrado, y contemplar a la gente digestiva subiendo y bajando, me producía la impresión inhibitoria de la que hablaba antes: una sensación vaga de riesgo y de culpa. Mi miedo no alteraba mis convicciones en lo más mínimo, lo que tiene cierto mérito si se piensa que aquella extraña gente de los porches parecía a veces tener razón en su instinto animal de sobrevivencia.
La lluvia en los cristales de la farmacia tenía algo de homenaje a mis amigos muertos. La familia del boticario me miraba con recelo —Lorenza con desdén— y en cuanto a Felisa, yo no la quería y eso la obligaba a ella a odiarme. Un día le dije:
—Tengo novia, Felisa. Por eso no puedo quererte a ti.
—¿Novia? ¿Qué novia será la tuya? ¡Me gustaría verla! Y rió con una gran altivez irónica.
A partir de aquello le tomé un gran odio y nuestro aborrecimiento se hizo recíproco, aunque el mío, por razones fáciles de comprender, era sólo defensivo. Veía yo que las mujeres digestivas podían ser violentas y decididas y tenían su lado tremendo. Por una razón ignorada, cuando decidí que Felisa era una «digestiva», la imaginaba siempre sentada en el retrete. Aquello acabó por hacérmela indiferente y odiosa. Otro día oí a Felisa decir la palabra fea —las cuatro letras— hablando con su hermana y refiriéndose —horror— a mi novia.
Caí, enfermo, con un catarro gripal que me duró dos semanas y me dejó muy débil. El boticario se portó bien. Atendió la farmacia y me cuidó a mí.
Pero yo tenía fiebre alta. Y al salir de mi enfermedad me sentía débil. Supongo que el boticario fue a ver a Fernández y este debió escribir a mi familia. Me invitaron a ir a reponerme a Caspe. Yo respondí que prefería ir a la aldea (pensaba en Valentina y en si la habían sacado o no de allí) y mi padre escribió a la tía Ignacia para que me cuidara hasta que me encontrara bien. El médico de la aldea, que era mi antiguo amigo, decidiría si yo estaba en condiciones o no de volver a la farmacia. Era esto, al menos, lo que decía mi padre. Pero yo me burlaba leyendo su carta. ¿A la farmacia? Ni la farmacia ni Zaragoza estaban en la ruta de mi futuro.
Necesitaba la ayuda de alguien, y ahora pensé seriamente en ir a la aldea y hablar con la tía Ignacia (que para mí era más importante que mi padre) y estar unos días cerca de Valentina, si estaba en la aldea.
En caso de que no estuviera, yo podría tal vez ir a ver a mi abuelo al pueblo próximo. Hacía años que no había estado allí y por eso mismo parecería más justificada la visita.
Lo que no podía hacer era seguir en Zaragoza.
Además, estaba realmente enfermo, yo. De veras enfermo. Y pensaba lo mismo (es decir, con la misma indiferencia) en curarme que en morirme.
Fui a la aldea muy deprimido, con los bolsillos llenos de recortes de periódicos en los que se hablaba de Checa, del cabo Godoy, de Pelegrín y de otros amigos o conocidos.
Cuando llegué y supe que Valentina no estaba, recibí una sorpresa tremenda. Me acosté en mi cama fría mientras oía a la tía Ignacia andar con sartenes y ollas y pensaba que lo mejor sería no levantarme ya nunca. A veces, decidía ir a casa de Valentina y pedir explicaciones a don Arturo y a doña Julia. Comprendía que esto sería absurdo, pero me resignaba a duras penas. Y entonces pensaba que lo mejor que podría hacer sería cazar otro jabalí, tal vez más de uno, y enviárselo a don Arturo. Tres jabalíes, una multitud de jabalíes vivos, llevándolos en rebaño al corral de don Arturo, que se los iría comiendo de dos en dos. Mientras pensaba estas cosas, la tía Ignacia me miraba flaco y pálido, y decía: «Para eso valen las ciudades, para matar a los hombres, en la flor de la edad». Oyéndola decir esto de la muerte, me asustaba yo un poco. Y ella añadía:
—¿Por qué no te acuestas abajo, en la cama de tu padre?
Yo fui bajando con movimientos diferidos, como si estuviera más enfermo de lo que realmente estaba. Fui al cuarto de mis padres, extrañado de que no se me hubiera ocurrido a mí instalarme allí desde el primer momento, aunque sólo fuera por facilitar los movimientos de la tía Ignacia, que tenía que subir y bajar escaleras. Sentía aún, de un modo inconsciente, cierto respeto por aquella habitación y aquella cama donde seguramente había nacido. Me dejé caer en ella sin desnudarme. La maternal tía Ignacia me cubrió las piernas y encendió fuego en la chimenea.
Al día siguiente vino el médico, me reconoció y me recetó bromoformo. Yo sabía que aquello era un desinfectante pulmonar, y me quedé dudando y pensando:
«¿Estaré tísico?».
Aquella noche nevó, y al día siguiente estaba todo blanco. La tía Ignacia llenaba la chimenea de bienoliente leña y prendía fuego. Aquel era el cuarto más caliente de la casa. El resto del enorme edificio —el caserón de los ecos, ahora— era una nevera.
Iba la tía Ignacia y venía enfadándose a veces consigo misma y diciendo palabras torpes para hacerme gracia. Se oían danzar las llamas, hervir el calderete de agua y reír a la tía Ignacia, con esa alegría comunicativa que da la contemplación de una buena fogata. Como otras veces, aquella mujer me decía cosas a un tiempo alegres y lúgubres. Me preguntaba de pronto:
—¿Qué cavilas? Siempre estás cavilando y no es bueno eso, digo yo.
Hablamos de las novedades de aquella casa vacía. Los gatos de algunos años atrás ya no estaban. La tía Ignacia me iba dando informes. Uno, el rubio, se murió. Es decir, debió matarlo un perro, porque desapareció y al limpiar el lagar más tarde, lo encontraron muerto, con una herida en la cabeza detrás de las orejas. Los otros «se extrañaron», según decía ella, es decir, se fueron a otra parte.
De los caballos, el viejo había muerto también de una manera no menos triste.
—¿Cómo? —pregunté yo, impaciente.
—Pues hijo, el pobre estaba viejo y enfermo y lo llevamos a nuestra cuadra, pero no valía para nada. Mi marido, después de marcharos vosotros y viendo que el animal consumía y no trabajaba, lo llevó al muladar y le dio una «cazada», es decir, un golpe con el cazo de la azada, en la cabeza. Allí lo dejó por muerto. Pero, al día siguiente, el pobre animal apareció en la puerta de nuestra casa otra vez. Caminaba que daba pena, cojeando y haciendo reverencias.
Yo no podía oír aquello y cambié el tema:
—¿Y don Joaquín? —pregunté—. Quiero ir a verlo.
—Tendrás que ir al cementerio, hijo mío. Falleció en la paz del Señor.
La tía Ignacia, creyendo que la muerte del capellán de Santa Clara no me importaba mucho, siguió hablando del pobre caballo viejo:
—El animal, que no se había muerto con la cazada, volvió a casa y yo le dije a mi marido: ahí está en la puerta. Anda, déjalo entrar al calor de la cuadra. Mi marido erre que erre. Que si no valía la paja que comía y menos la cebada. Por fin, pude yo más y llevé el animal al pesebre, le puse su pienso y allí se murió en tres días después.
—¡Pobre! —dije yo, a punto de lágrimas.
—Calla, hombre —dijo ella con los ojos húmedos también—. Hay animales que tienen más concencia que las personas. ¿Qué dirás tú que hizo el pobre caballo? Entró en la cuadra y allí se estuvo tres días y tres noches sin comer. Yo le llevé paja, pienso de hierba y alfalfa y hasta un mueso de azúcar. No comió nada, como si quisiera darle una lección al mostrenco de mi marido, o bien como si hubiera determinado morirse. Sólo bebía agua de vez en cuando.
Don Joaquín, el caballo, los gatos. Todos morían a mi alrededor. Unos como Checa, heroicamente, y otros lastimosamente. Todos menos yo. Y Valentina no estaba en el pueblo. Era como si me la hubieran robado o como si se hubiera muerto también. Mi aldea ya no era mi aldea, sino una población extraña en un país cualquiera. Fui a buscar un libro y me puse a leer al lado del fuego. La tía Ignacia fue a la farmacia con la receta del médico, y poco después me trajo el bromoformo. Lo olí y me pareció intolerable. Entonces lo arrojé al fuego, donde hizo una gran llamarada. La tía Ignacia me miraba, pensando que me parecía a mi abuelo paterno, el que, según malas lenguas, se jugó la mujer a las cartas.
Me puse a mirar por la ventana, y por encima de los tejados nevados de las cocheras veía un panorama blanco y extenso. Como yo no había dormido en aquella habitación, el paisaje me parecía nuevo.
Lo miraba, paseaba por el cuarto, iba al lado del fuego, leía un poco, volvía al balcón. El patio y los tejados de las cocheras estaban nevados. Más allá se veía otro patizuelo, este abierto por un lado sobre el camino. Todo nevado. Contra los ribazos se había acumulado una cantidad todavía mayor de nieve. En el segundo patizuelo estaba el aprisco de las cabras y corderos del tiempo de mis bisabuelos. Aquel lugar se había convertido más tarde en una fábrica de mosaicos vidriados, y aunque hacía más de cincuenta años que no producía nada, seguían llamándole así: la fábrica. Había en aquellos lugares la esterilidad de un olvido de muchos años.
Frente a la puerta de la «fábrica» se veían las herramientas de partir leña, tal como el marido de la tía Ignacia las había dejado allí el día anterior: un banquillo de serrar, una estraleta de mano —clavada en un tronco, con nieve en el mango—, algunos leños esparcidos aquí y allá. La tía Ignacia y su marido vivían allí, en una casa modesta de adobe y ladrillo al lado del patizuelo que se abría sobre la carretera. Esta se alejaba vacilante y desvalida entre dos filas de árboles sin hojas, con ramas esqueléticas y frías de las que la brisa hacía caer a veces un polvillo de nieve como harina.
El poste del telégrafo tenía su gorrito blanco de algodón, también.
En aquel segundo patizuelo y sobre el muro maestro de la casa de la tía Ignacia, había una especie de torreta de ladrillo rematada por un tubo de estufa con su caperuza cónica. El tubo era mucho más alto que la torreta y la choza, y lo sujetaban dos alambres para defenderlo del viento. A pesar de aquellos alambres —que se sujetaban en el tejado—, el tubo negro estaba bastante torcido. Salía por él un humo aborregado y denso.
Imaginaba yo dentro de la choza al marido de la tía Ignacia sentado al fuego, asando caracoles en el calivo —le gustaban mucho— y tratando de olvidar la muerte del caballo. Más lejos, sobre el extremo de los viejos apriscos, se veía otro tubo de estufa, pero sin humo. Aquellos tubos negros en medio de la nieve, daban al paisaje un tono de sordidez. No estaban allí cuando nosotros vivíamos en la aldea. El marido de la tía Ignacia los había sacado de los viejos sótanos donde había estufas, cunas de niño, lámparas rotas, maniquíes de mimbre y herramientas viejas.
No se alejaba el camino en línea recta, sino que cruzaba el paisaje y lo atravesaba para perderse al fondo hacia la izquierda. Por aquel camino habíamos ido varias veces al castillo de Sancho Abarca. Todo blanco, menos algún ribazo defendido de la nevada, que mostraba el ocre de la tierra húmeda.
No nevaba ya, pero el cielo era más oscuro que la tierra.
Vi a un hombre calzado de abarcas y envuelto en un tapabocas que lo cubría desde las rodillas a la cabeza. Pasó despacio por el segundo patizuelo, se acercó a la puerta de la choza, sacudió los pies contra el muro y llamó. Yo pensé: ese debe ser Escanilla, que va a preguntar al marido de la tía Ignacia si es verdad que yo he venido al pueblo y para qué. Era curioso, Escanilla.
No se veía su cara. Por entre los pliegues del tapabocas, que era grande como una manta, salía la fumarola de aliento.
Todo lo podía imaginar Escanilla, menos mi situación de ánimo, Yo quería lo que se dice dejar de vivir, dar con el hocico contra el ataúd como los vulgares y comunes individuos de la digestión y de las tres evacuaciones (yo sólo conocía dos). Por eso, de pronto me puse una chaqueta impermeable de mi padre que encontré en un armario y unas botas viejas y, sin nada en la cabeza, sin guantes y casi sin abrigo, salí a la calle. La verdad es que hacía demasiado frío. En uno de los bolsillos de la chaqueta impermeable había un par de calcetines nuevos de lana. De buena lana del Pirineo, amarillenta y peluda. Mi madre solía ponerlos en las chaquetas de caza, por si acaso, para una urgencia inesperada. Era incómodo y peligroso llevar los pies mojados.
Aquellos calcetines me recordaban que iba a pasar mucho frío y que necesitaba algo en mi estómago antes de salir de casa.
Al volver a mi cuarto encontré otra vez a la tía Ignacia que venía precisamente con una tortilla de patatas, jamón, tostadas y café con leche.
—De los que comen —dijo ella, alegre y lúgubre como siempre alguno se salva.
Comí de pie, yendo y viniendo del fuego al balcón. Veía el tubo de estufa echando humo sobre el cielo nuboso.
—Buen fuego tiene tu marido —le dije yo.
—¿Quién, ese? Un día va a quemar la casa. Nunca tiene bastante calor.
Se burlaba siempre en público de su marido, pero lo hacía para disimular los privilegios que el hecho de ser esposa de aquel hombre —el más guapo del pueblo— le daba. Le dije también que acababa de llegar alguien a verlo. Debía ser Escanilla. Ella se asomó y vio las huellas en la nieve. «No es Escanilla —dijo—, que él no calza abarcas. Debe ser el mediero de las corralizas de Gratal». Y añadió que cuando se reunían su marido y él, se «enzorraban como puercos».
Por la huella en la nieve sabía la tía Ignacia quién era el que llegaba a su casa. La abarca era un calzado de cuero hecho especialmente para los caminos mojados y para la nieve. Un calzado que sólo se hacía en los Pirineos. Si el castillo de Sancho Abarca se llamaba así, era porque aquel rey (Sancho Garcés, emparentado por matrimonio con los árabes y gran guerrero) había hecho calzar a sus tropas las clásicas abarcas para cruzar los Pirineos en invierno. Y le quedó el sobrenombre —Abarca— para siempre. Era, pues, Sancho Garcés Abarca. Y Escanilla no las usaba.
Después del almuerzo me sentí con fuerzas para desafiar al tiempo y salí dispuesto a todo. Las protestas de la tía Ignacia no bastaron para retenerme. Iba a buscar la pulmonía, como digo, y comencé a caminar por la nieve en dirección al campo. No tardé en alejarme del pueblo. Iba sin rumbo y en los ojos me dolía el ampo de la nieve.
Anduve hasta que se hizo de noche, lo que sucedió hacia las cuatro y media. El crepúsculo fue largo y de una languidez dramática, lleno de grises de diferente densidad.
Al cerrar la noche yo estaba bastante lejos del pueblo y en lugar de volver directamente fui hacia el río y traté de pasar al otro lado, pero el hielo era quebradizo y hacia el centro, donde la corriente era más viva, el agua no se había helado. Tuve que volver, y lo hice fuera de camino, gozando con mi propia desesperación y pensando en una Valentina lejana que, tal vez, cuando se quedaba sola, sentía añoranzas de su casa, es decir, de nuestra infancia, tan reciente aún.
Pasé cerca del cementerio y me detuve un momento a mirar desde la tapia, que en algunos lugares era muy baja. Allí estaba, según me había dicho la tía Ignacia, mi antigua profesor. Hacía más frío a la orilla del cementerio que a la orilla del río. Era como si la brisa se enfriara más entre las cruces. Pensé que me gustaría estar con don Joaquín, pero tal vez no estaba mi profesor en parte alguna. Tal vez después de morir, ninguno estaba en ninguna parte. Sobre la tumba crecía la hierba y sobre ella caía la nieve. Con ella iría cayendo también el olvido. Un olvido que hacía más frías las brisas del invierno.
El camposanto estaba desierto, es decir, habitado por las cruces con los brazos abiertos. Aquella soledad de las cruces nevadas me hacía daño, y me fui.
Me habría gustado saber si el pastor que ponía su vino a refrescar en su sepulcro antiguo vivía todavía o había muerto. Si murió, estaría enterrado en Ejea de los Caballeros, y yo no podía ir a visitar su tumba porque estaba demasiado lejos y no tenía coche ni caballo. Vi una bandada de tordos negros en los hilos del telégrafo, listos seguramente para emigrar a otras latitudes menos frías, porque los pájaros viajan de noche. Se irían a tierras andaluzas, de palmeras y olivares. Yo seguía caminando. Aquella intemperie desolada me parecía mejor que la de mi casa deshabitada y la de Valentina, sin ella. Con sus solanares y sus palomas, pero sin ella.
Es decir, sin nadie.
Caminaba a veces con nieve al tobillo y, de vez en cuando, con nieve hasta la rodilla. Estaba tentado de sentarme y ponerme aquellos calcetines de lana cruda de mi padre, cuyo contacto me confortaba dentro del bolsillo. Acabé por ponérmelos en las manos, sobre los guantes.
El blanco de la nieve hería mis ojos, aunque no tanto como durante el día. A veces, veía un pájaro negro en la nieve —otro tordo— y luego, por un fenómeno parecido al de la fotografía miraba a las sombras y veía aquel mismo pájaro, pero blanco. Tenía los pies mojados, las rodillas frías, en el pelo tenía nieve helada —que se había desprendido de algún árbol— y caminaba como un pobre animal cansino, pensando en mis amigos muertos, en el pobre caballo que, herido por su amo, volvía a la puerta, buscando un poco de amistad y de calor.
Pensaba también en Checa. Desde aquel lugar, Checa me parecía un caballero antiguo de las gestas medievales. No era obrero ni revolucionario, ni sindicalista ni anarquista. Era un héroe inclasificable. En el recuerdo, Checa no tenía joroba. ¿La había tenido alguna vez? Toda su presencia se concentraba en los ojos. Aquellos ojos me habían mirado a mí y se habían llevado a la sepultura, impresas en lo profundo, las siluetas de otros amigos y compañeros. La mía, entre ellas.
También mosén Joaquín y también el gato rubio y el pobre caballo. Mi imagen se congelaba en el fondo de aquellos ojos, donde había causado alguna impresión y debajo alguna huella. Y que estaban ahora cubiertos de tierra o de nieve en «ninguna parte» y para siempre jamás. También las aves que en aquel momento me miraban se llevarían mi imagen a alguna tierra menos fría. Todas las cosas mortales que me rodeaban se llevarían la memoria de mi ser físico y moral. La idea de que la imagen mía muriera un día (cuando todos aquellos hombres, animales, aves y hasta árboles y rocas se disolvieran en la nada) me parecía cómoda, en aquel momento. Lejos, en la torre mudéjar de Santa Clara, un cimbal helado también tocaba a oración.
Fin de «El mancebo y los héroes»
Añado estos versos porque parece que el autor los escribió pensando en el paisaje nevado con el que termina esta parte cuarta de sus curiosas memorias.
Nadie conocerá su propio regresar
porque en el universo todo es avanzar,
nieves para el regreso no las tiene el azar
que hasta el morir es una forma de comenzar.
Caminando en la nieve todo lo dejarás
después bajo la noche te arrodillarás
una por una tus dudas apagarás
al candelero del amor te acogerás.
Cada mentira es una parte de la verdad
y esta noche de nieve es la realidad
donde Dios mismo ignora si es una falsedad
o un hecho —o ambas cosas— su propia eternidad.
Si tú quieres, las manos de nieve del altar
los ángeles heridos que no pueden volar
y la niña que tiene miedo de comulgar
todos irán contigo después de despertar.
El camino en la nieve cada cual lo hallará
una voz de su herida abierta brotará
por esa voz amiga lo reconocerá
pero en el día infausto también se perderá.
Dime cuál es la cifra secreta de tu afán,
yo te confiaré el signo de mi clan y
la delicia donde aparejados van
la nieve con el fuego y el ángel con satán.