Pepe deja la casa vacía y fría de sus padres y se va a la de los abuelos maternos en el pueblo próximo, al otro lado del río. Esta segunda aldea, cuyo nombre no pone el autor, pero sería fácil identificar, ya no es la aldea idílica de Crónica del alba.

Desde lejos, aquella aldea próxima parecía un lugar tranquilo y paradisíaco —una bandada de palomas blancas posadas en el alcor—, pero de cerca era muy diferente. Pepe iba pensando en Checa, que quería mejorar el mundo con alguna clase de esfuerzo abierto o secreto, legal o clandestino, pacífico o sangriento.

También Pepe quería cambiarlo, el mundo, pero matar y morir como Checa le parecía un escándalo innecesario. Él había conocido y asimilado la verdad de Checa sin violencia. Tal vez todos los hombres podían llegar a lo mismo de la misma manera. Acongojado por los terribles hechos de Zaragoza, caminaba en la tarde hacia la casa de sus abuelos. Creía que iba allí para evitarle molestias a la tía Ignacia y para alejarse de sus padres, que lo llamaban. En realidad, iba a salvarse de las noches interminables con crujidos de muebles, ruidos extraños y temores que a un tiempo le inquietaban y le avergonzaban. Y buscando alguna energía nueva a la sombra del viejo Luna.

A pesar de todo, no debemos olvidar que Pepe tenía catorce años. Es decir, iba a cumplir quince. Ridícula edad, los quince, para un hombre.

En la soledad de aquellas noches —en la vieja casa paterna— conoció por vez primera el insomnio que más tarde había de torturarle tanto. En la casa del abuelo esperaba dormir bien, bajo el ala oscura y protectora del anciano, que era todavía, y a pesar de todo, un ala de águila.

Creo que este poema hallado entre los papeles del autor va bien aquí:

Los vencidos en sangre van siguiendo

por filo de la noche hacia la vana

y general idea del mañana.

Un jorobado en su perfil incierto

de granadas de plata coronado

y el pecho encanecido descubierto

nos habla aún de sus eternidades

sobre los ampos de la nieve nueva,

y por debajo de las soledades

del caminar, los ríos van pasando

llenos de sangre aún y aves heridas.

El cielo crece y la ilusión se puebla

de miradas de espanto y exterminios

que lucen en la comba de la niebla.

Checa ha muerto y tú quedas en la mustia

alameda de los supervivientes

a solas con tu muerte y con tu angustia,

sin Vatentina que se fue muy lejos

aunque tal ve, te espera en la penumbra

solar y equinoccial de los espejos.

Regresas al solar de tus abuelos

con tus ojos desnudos como nunca

(en tu memoria aquellos caramelos

de la infancia, color de la grosella,

y el cascabel del látigo que silba

y la oruga con cara de doncella).

Tal vez el Checa resucitará,

pero tu mano en la de ayer culpable

realidad sin gozo se estará.

Otros te encontrarán en el impuro

tiempo en que estás aún, insobornable,

con más memorias tristes que futuro,

enamorado, gozador e inerte,

jugando a las crueldades sin sazón

para la vida ni para la muerte,

(diciendo tu blasfemia o tu oración

con una vaga placidez culpable

y una grande fatiga amortizable).

No había querido Pepe contestar las cartas que su padre le escribió ordenándole que fuera con su familia. En cambio, se fue al pueblo de al lado, caminando por la nieve y pensando, no sin cierta dulce resignación, que tal vez enfermaría gravemente —una neumonía— y moriría en algunos días. O bien —todo era posible en un mundo tan extraño— caería también sangrientamente y su nombre se incorporaría a la inmortalidad de los seres como Checa, a quienes la prensa dedicaba páginas enteras, y tenía miedo y no sabía si aquellas formas de inmortalidad eran un castigo o un premio para su nombre de joven enamorado, que llamaba a la vida y veía acudir a la muerte.

A veces suponía que lo dramático de su situación lo hacía más merecedor del amor de Valentina.

La casa de su abuelo era un refugio para los tiempos tempestuosos, su abuelo era la única persona de la familia que lo había querido sin tratar de comprenderlo. Iba a su casa con la seguridad de dar una gran alegría a aquel hombre viejo, aunque también estaba seguro de que esa alegría no la manifestaría el abuelo, que era grande, indiferente y frío.

Si había algún calor en sus entusiasmos, no solía demostrarlo con palabras, sino con largos silencios y con una especie de atención sostenida. Era su abuelo un viejo raro y magnífico. A su lado se sentía Pepe un poco mejor.

Al viejo Luna —así lo llamaban en la aldea— no le asustaba nada en la vida, y si llegaba el caso y se enteraba de las extrañas relaciones que Pepe había tenido en Zaragoza, no le haría la menor objeción.

La muerte de Checa le parecía entonces a Pepe una puerta dorada y más grande que la del Salón Doré, llena de estampidos y de sangre vertida. Una puerta que daba a ninguna parte.