Timothy 2
Sientes un fuerte dolor de cabeza y una especie de molesto pitido resuena en tu cráneo. Abres los ojos, y al desplegar los párpados, los sientes viscosos y pesados. Respiras con dificultad, te duele todo el cuerpo y estás bastante mareado.
Intentas ubicarte, saber dónde estás, y tratas de mirar en derredor. Cuando lo haces, experimentas un desagradable pinchazo en el cuello y te das cuenta de que no puedes mover bien la cabeza, ya que ésta parece estar tan atascada como el resto de tu cuerpo.
Recuerdas el volantazo y como el coche comenzó a dar vueltas de campana. Te das cuenta de que tu mente comienza a emerger de la oscuridad.
Procuras girarte y darte la vuelta, pero tienes que encoger tanto las piernas y maniobrar en un espacio tan reducido, que la acción te provoca verdaderos quebraderos de cabeza.
Ves por el rabillo del ojo a Roy. No se mueve, está completamente inmóvil.
«Oh, Dios», piensas apesadumbrado. «Qué he hecho».
Muy a tu pesar, tomas conciencia de que sigues teniendo un grave problema en lo que respecta a controlar la ira. Había más formas de conseguir que Roy se detuviese. En ese momento no se te ocurrieron, pero estás convencido de que las había. Sentiste pánico, y así es como reaccionas cuando te asustas. Sólo sabes arreglar lo que está estropeado, estropeándolo más aún si cabe.
«Si hubieras tenido más paciencia», piensas, «Roy hubiese entrado en razón».
Tienes que sacarlo de ahí, cuánto antes, y comprobar si aún respira. Puede que moverlo no sea una buena idea, pero si salta alguna chispa y entra en contacto con el combustible, el coche explotará. Y eso, es lo último que deseas. No podrías soportar que Roy volase en pedazos, mientras tú buscas una ayuda que no sabes si vas a encontrar.
Te olvidas de tu amigo, por un instante, y tiras con fuerza del tirador de la portezuela. Descubres que está atascado. Insistes, varias veces, de forma infructuosa.
Entonces, doblando tanto la muñeca, que sientes que ésta pueda partirse en algún momento, comienzas a girar la manivela, con la intención de bajar la ventanilla lo suficiente como para que pueda pasar tu cuerpo. También está atorada. Sigues apretando con todas tus fuerzas, hasta que te quedas con un trozo de la manivela en mano. Lo tiras con furia contra el parabrisas, mientras ruges de impotencia.
No se te ocurre ninguna otra forma de salir, que no sea pateando la ventanilla hasta reventarla. Puede que te lleve mucho tiempo, y no sabes si vas a ser capaz, pero qué otra cosa puedes hacer. Quizá el cristal esté resquebrajado ya, y basten dos o tres patadas para que se parta.
—Jack —te parece oír, a tu espalda—. Siento algo extraño… por dentro. En el estómago, creo. Y me cuesta respirar.
La voz pertenece a Roy. Está vivo.
—Tranquilo, Roy —dices, mientras pegas las rodillas al pecho y colocas las suelas de tus zapatos en paralelo, con los talones rozándote el culo—. Enseguida estaremos fuera de aquí.
Coceas como un caballo encabritado, con toda la potencia que te permite el corto espacio existente entre tu pecho y el parabrisas. Izquierda, derecha, izquierda, otra vez derecha…
—Duele mucho, Jack —murmura Roy de forma angustiosa. Intentas no mirarle. Debe de estar muy malherido. Imaginas que Roy tiene que haberse desgarrado algo por dentro.
—Tienes que aguantar, Roy —le instas, mientras sientes que el cansancio comienza a hacer mella en ti—. Necesito que seas fuerte, y no te rindas.
Sigues dado patadas, y a medida que tus golpes disminuyen su intensidad y el cristal de la ventanilla sigue intacto, sin tan siquiera hundirse, tus esperanzas de escapar se van evaporando, con la misma celeridad con la que lo hacen tus fuerzas.
Te da igual. Tienes que seguir pateando el cristal hasta que se parta. Entonces, te das cuenta de que la respiración de Roy ha cambiado. Ya no jadea angustiosamente; ahora, respira lenta y profundamente.
Giras la cabeza y le miras, boca abajo. Él sigue estando en la misma indecorosa postura en la que estaba, pero ya no se lamenta de nada.
Imaginas que habrá perdido el conocimiento.
Olisqueas, extrañado por el olor, apenas perceptible, que penetra por tus fosas nasales. Tardas unos segundo en darte cuenta de lo que va a pasar, pero tu cuerpo reacciona, por instinto, antes incluso de que tu cerebro desentrañe el misterio. Huele a quemado. Algún fallo eléctrico ha hecho brotar la chispa que no querías que se encendiese. Contemplas, sobrecogido, como el capó comienza a ennegrecerse y a retorcerse. Las llamas asoman entre las juntas de la carrocería.
Poseído por una cólera incontrolable, sigues pateando la superficie acristalada de la ventanilla, consciente de que basta que el fuego contacte con la gasolina para que el automóvil estalle en pedazos, con vosotros dos dentro.
No vas a rendirte, esta vez no. Vas a morir luchando.