James 3

Pasas por recepción, saltas el mostrador, descuelgas la llave con el llavero número veintitrés, vuelves a deslizarte por encima del mostrador, y emprendes la ascensión por la escalera.

Subes de dos en dos, los peldaños que la conforman, mientras lo haces oyes la sirena del coche patrulla.

Supones que la han encendido para atraer la atención de aquellos bichos. A pesar de que estás seguro de que el Sheriff te ha identificado y sabe perfectamente quien eres, no sólo te ha dejado salir del coche, sino que te ofrece una distracción, que puede que te de una oportunidad de salvar el pellejo.

Oyes un fuerte estruendo, y la sirena deja de sonar, como si el coche hubiera chocado contra algo. Al estruendo, le precede un chirriar de frenos y el ruido de los neumáticos después de trazar un viraje, a toda velocidad, y quemar su superficie de caucho, por el roce contra el asfalto; y crees también haber oído, solapado por el estruendo, dos o tres disparos.

Esperas que estén bien, que hayan podido escapar.

Aunque sería bueno para todos que no volvieran.

Obviamente, no piensas esperarles, cuando encuentres a Vera. En cuando des con ella, ambos os largareis; después, claro, de volver al coche por el dinero del botín.

La habitación está en el segundo piso. De momento no te has cruzado con ninguna de aquellas cosas. Como las llamó el Sheriff: muertos vivientes. Sí, es una buena definición. Literalmente, parecen estar muertos.

Mientras caminas por las escaleras, antes entrar en el corredor que te llevará directo a la puerta veintitrés, donde debería estar Vera, esperándote, te das cuenta de que hueles a cloaca y que tanto tu camisa como tu chaqueta están echas un desastre: vómito, esquirlas de hueso, sangre, sesos y Dios sabe qué mas, permanecen esparcidos y adheridos al tejido…

Te quitas la chaqueta y la tiras. No crees que le importe a nadie. No has encontrado a un solo trabajador del motel. Es como si todo el mundo se hubiera largado de aquí, de pronto, dejándolo todo a medio hacer. Está pasando algo muy gordo, y tú necesitas saber si sólo es aquí, o esta mierda se está extendiendo por todo el mundo.

Por fin, la puerta veintitrés. Nada parece fuera de lo normal. Escuchas un momento, acercando la cara a la superficie de la puerta de madera. No se oye ruido alguno. Lo que no tiene por qué ser mala señal.

Vera es una mujer muy lista, seguro que está escondida, esperándote.

Metes la llave en la cerradura, y la giras. La puerta chirría al desplazarse. Sacas la llave y empujas con cuidado.

Entras, tratando de amortiguar tus pisadas. Debes permanecer atento. Podía pasar cualquier cosa. No bajes la guardia. Es solo cuestión de tiempo que todo termine.

En menos de dos horas estaréis fuera del condado.

La habitación está tal cual la dejaste. Que tú recuerdes, no ha cambiado nada. Pero ni rastro de Vera.

Tienes que buscarla.

«A lo mejor se asustó y se refugió en otra habitación», piensas. «O se ha marchado. Sí, puede que Peter viniera antes, y ambos se marcharan. Quizá esté en nuestra casa. Peter puede haber pensado que era lo mejor, dado como salió el atraco. Tiene que ser eso. Maldita sea, ahora tengo que volver otra vez a por el dinero. Solo. Bueno, no pasa nada. Sin Vera, me será más fácil cruzar las calles, solo tendré que preocuparme de que no se me lleven por delante a mí, y llegar hasta el coche donde guardo el dinero. Aghhh… Dios la pierna. Joder, no había sentido nada, desde que algo me desgarró la pierna. Ojalá no fuera el bebé. Aquellos seres tienen que ser un nido de infecciones».

Te dejas caer en la cama, después de cerrar la puerta, con la pierna herida en alto. De pronto, te encuentro muy mal. Tienes que limpiarte bien la herida y cambiarte de ropa, antes de volver a salir. Pero tampoco puedes perder mucho tiempo. Pronto los dos polis pueden estar de vuelta.

Te quitas el zapato y sacas el calcetín sucio, destrozado y húmedo. Sientes como se estira la piel. La herida se está pegando al calcetín. Tiras con fuerza y experimentas un dolor frío y agudo.

«Maldita sea», te lamentas. «Tengo la pierna echa polvo».

Parecen dientes…

«No puede ser», piensas. «Fue como si alguien me atrapara con las manos y me desgarrada con garras o uñas, no fue como un mordisco».

Las marcas pueden ser de los incisivos. Pero el niño no tenía más de un año…

«¿Con cuántos años empiezan a salirle los dientes a los críos?», te preguntas. «Y aunque los tuviera, no podía tener dientes tan fuertes».

La dentada es muy profunda. Puede que esa especie de infección le haya proporcionado dientes con los que poder alimentarse, puede que las personas infectadas no mueran, sino que muten.

«No», piensas, «no quiero ni pensarlo».

Necesitas pensar que aquel bebé estaba muerto antes de que le reventaras la cabeza. Si no te metes esa idea en la cabeza, no vas a poder pensar con claridad; y necesitas tener la mente despejada.

Te levantas y te acercas a la pila del lavabo. Levantas la pierna y apoyas el pie en el borde de la pila oxidada.

Giras la llave del agua. El grifo suena hueco. Un segundo después comienza a salir un chorro de agua, primero con un tono marrón, luego se va aclarando. Tuerces ligeramente el tobillo y metes el pie en la pila, para permitir que el chorro de agua riegue la herida.

Escuece bastante. Tratas de mantener aspecto de macho y no gritar, pero las lágrimas comienzan a aflorar; al igual que el sudor que exudas por los poros. Aprietas los dientes y tratas de contener el llanto.

A pesar del agua, la herida tiene un aspecto bastante asqueroso. Esperas que no se infecte. De pronto, oyes pasos en el piso superior.

«Quizá Vera haya subido ahí», piensas. «O puede que no sea ella, pero que haya alguien vivo, y en su sano juicio, a quien pueda preguntar si sabe algo de ella».

Decides arriesgarte a comprobarlo. Pero antes buscas debajo de la cama, y sacas una maleta con una muda limpia. Te aseas un poco y te cambias de ropa. Te miras en el espejo, y si no fuera por tu expresión desencajada, mientras tratas de calarte el sombrero, de forma sofisticada, te ves implacable, como un gángster elegante y peligroso.

«Bien, vamos a subir», piensas.

Antes de abandonar la habitación, rebuscas en la maleta y encuentras un revólver y varias cajas con munición. Vacías las cajas en los bolsillos de la chaqueta y llenas el tambor. Quién sabe lo que te puede estar esperando arriba.

«Por dios», piensas, «espero que sea Vera».

Sales de la habitación.

El pasillo aparece y desaparece al son que le marca el intermitente resplandor de la única bombilla que aún funciona y que produce un ruidito bastante molesto.

Alzas el arma y caminas hacia la derecha, en dirección a la escalera.

No piensas utilizar el ascensor; estarías demasiado expuesto y la luz se puede cortar en cualquier momento.

Así que asciendes, esta vez, peldaño a peldaño, con la espalda pegada a la pared, lejos de la barandilla de madera, tratando de obtener el mejor ángulo posible del siguiente tramo de escalera.

En el tercer piso no hay ni siquiera una mísera bombilla. La oscuridad despierta en ti una desagradable sensación de desasosiego. Te estás asustando de veras.

Esperas que no haya ningún incauto allá arriba, porque no sabes si vas a poder frenar el dedo, antes de que éste presione el gatillo, al menor sobresalto.

«Vamos», piensas. «Tranquilo. Sólo es oscuridad. Sigue».

Cuando alcanzas el umbral de la puerta que da a la tercera planta, la luz proveniente de la segunda planta se evapora.

«Atención», piensas. «Mantente alerta. No bajes la guardia. No te relajes».

Miras a izquierda y a derecha. No parece haber nadie.

Escuchas, en silencio, sin moverte. Te parece oír como un gorgojeo, pero puede que sea tu imaginación.

Como si necesitara quebrar el silencio que te envuelve, llamas a Vera, un par de veces, en voz alta, aún a sabiendas de que no responderá; a pesar de que puede que sea una acción demasiado imprudente.

Como pensabas, nadie contesta. Aún así, tienes la sensación de que hay alguien. Sientes una presencia tras la puerta.

Te detienes justo delante de la habitación, situada encima de la que compartíais Vera y tú, la habitación treinta y tres. Posas la palma de la mano, con sumo cuidado, y presionas la superficie de la puerta. Como imaginabas, ésta cede y se abre con un chirrido que te da dentera.

—Vera —vuelves a llamar—, ¿estás ahí?

«A la mierda», piensas cuando no te contestan. «No puedes perder más tiempo».

—¿Hay alguien ahí? —preguntas, mientras te adentras en la oscuridad y tratas de localizar el interruptor de la luz— No se preocupe, vengo a ayudar —dices, apuntando a la oscuridad de la habitación.

No eres capaz de encontrar el interruptor, así que decides olvidarte de la luz, y sigues avanzando, con la esperanza de que no sea una mala decisión.

Un ruido. A tú derecha. Vuelves la cabeza rápidamente en esa dirección. Nada. Tu corazón resuena en tu pecho como si estuviera a punto de reventar y tus manos tiemblan más de lo normal. Estás demasiado nervioso como para seguir soportando tanta tensión, así que tratas de convencerte de que algún idiota debió de dejarse la puerta abierta y que la impresión de que había una persona, aquí arriba, es cosa de tu cerebro, condicionado por la locura que estás viviendo.

«Me marcho de este lugar», piensas. «Me largo, mientras pueda. No quiero salir de aquí con los pies por delante».

Al darte la vuelta, algo te hiela los huesos. Un murmullo, como el ronroneo de un gato, acompañado de otro sonido casi imperceptible, como si algo se arrastrara por el suelo.

Te parece distinguir una respiración lenta y profusa.

Sí, como los estertores de un asmático. Además, el vello se te eriza cuando la impresión de que alguien está moviéndose a tu espalda se convierte en una certeza.

Respiras hondo y te giras, bruscamente, preparado para cualquier cosa; menos para lo que ves. Una sombra alargada se desliza fuera de la habitación, y tú jurarías que se trata de Vera.

Tardas unos segundos en reaccionar, y de pronto, echas a correr hacia allá, empuñando el arma, porque algo dentro de ti, te dice que las cosas no van bien.

Ya en el corredor, empiezas a dudar de tus sentidos, porque no encuentras a Vera por ningún sitio.

Instintivamente, te diriges a las escaleras, rezando para que los nervios no te hayan hecho ver algo que no estaba ahí. Cuando las alcanzas, oyes un golpe seco, justo detrás de ti.

Miras, por encima del hombro, al mismo tiempo que retrocedes sobre tus pasos.

Se trata de Vera…

Te acercas, dubitativo. Tu esposa está en medio del pasillo, envuelta por la oscuridad, con la cabeza ladeada y los ojos y parte de la cara ocultos tras el enmarañado y sucio cabello castaño; poco acostumbrado a estar tan descuidado.

Vera lleva puesto solamente el camisón, el cual se adhiere a su exuberante cuerpo, como una segunda piel.

Te fijas en sus manos, anormalmente rígidas, con los dedos engazados, y te viene a la cabeza la imagen de tu madre que padecía de artrosis.

Ella empieza a moverse, muy despacio. Mientras camina hacia ti, sólo puedes centrarte en el sonido de la tela de camisón al rozar con las piernas a cada paso.

Camina con la misma torpeza que lo hacían los muertos vivientes que te encontraste en el parque. Luchas por no desmoronarte. Tienes que ser fuerte.

—Vera —susurras—. Tú, no. Por favor, no me hagas esto.

Ella se dirige hacia donde te encuentras, sin mediar palabra. Y a medida que se acerca, descubres los pegotes de carne y sangre esparcidos por toda la pechera del camisón, como una niña pequeña que hubiese cenado macarrones con tomate.

Levantas el brazo, ignorando tus sentimientos, y le muestras el cañón del revolver, con la vana esperanza de que despierte de su pesadilla y vuelva a ser la Vera humana de la que te enamoraste perdidamente.

Necesitas que dé muestras de reconocerte. Tienes que ver sus ojos. Te bastaría un reflejo humano, miedo, ira, lo que sea, que indicara que Vera sigue siendo humana en alguna parte de sí.

Ella alza los brazos y pone las manos por delante.

Entonces, levanta la cabeza, y sientes que estás a un paso de la locura, cuando contemplas con creciente horror que buena parte de su frente está carcomida y que, del interior de la herida, se desprende una sustancia gelatinosa y putrefacta.

En su cara ves una ligera mueca de incomprensión, sí, mira como un niño enfermo, al que le ocurre algo malo, que no es capaz de entender.

—No puede estar pasando —balbuceas.

Es lo único que puedo decirle a Vera.

«Nada de esto puede estar pasando», piensas. «En una puta broma».

Vera mueve los brazos, a un palmo escaso de ti. La mueca de incomprensión desaparece, y su faz adopta una expresión crispada, más próxima a la de un animal que a la de un ser humano. Pero la incomprensión que has visto reflejada en sus ojos, te hace sudar, y dejas de apuntarle con el cañón del revolver.

Te das cuenta de que estás perdido. No tienes redaños para dispararla.

«Y si está enferma», piensas, mientras tu brazo languidece pegado a tu cadera. «Y si lo que le pasa, tiene cura. Dios, deja de decir estupideces. Cómo va a poder sobreponerse a un boquete en la frente. Si está expulsando masa encefálica por la herida».

Ella te rodea con los brazos y aprieta la yema de los dedos, con fuerza, contra los músculos de tu espalda.

Notas como las uñas tratan de atravesar el tejido de tu nueva chaqueta. Su cara se cobija en tu pecho, en un gesto que, si no fuera por el hedor a muerte que desprende, te resultaría encantador. El cabello se desprende de su cabeza. Entonces, descubres, con horror, que le falta media cabeza.

Puedes ver dentro de su cabeza.

Tiras hacia atrás del percutor, al mismo tiempo que aprietas el cañón contra el estomago de tu esposa. El vomito mana de tu boca cerrada.

Sientes la pestilencia en el paladar.

—Perdóname, Vera —dices entre lágrimas.

Vera sigue acurrucándose contra tu pecho y murmura algo incomprensible. Tú disparas cuatro o cinco veces, y el amor de tu vida se retuerce, grotescamente, con cada muevo impacto de bala.

La presión de sus dedos en tu espalda desaparece.

Sus brazos resbalan y quedan flácidos, mientras sus piernas se doblan y su cuerpo pierde la verticalidad. Antes de que se desplome, la sostienes, evitando que su cuerpo se estrelle contra el suelo.

Tumbas el cuerpo de Vera con suma delicadeza, boca arriba. Ocultas las horribles heridas de su cabeza, con el poco pelo que le queda. El aspecto de Vera adquiere, entonces, cierta humanidad. Ya no resulta tan repulsivo.

Intentas asimilar lo que acabas de hacer, mientras sientes escalofríos recorriéndote la espalda y te ves incapaz de dejar de tiritar.

«¿Qué he hecho'», sollozas. «Maldita sea. ¿Qué he hecho?».

Acaricias sus mejillas, frías como témpanos, y tus dedos se convierten en pinceles secos, esparciendo la sangre por un lienzo de carne, cuando se mueven y palpan cada músculo de su cara.

Bajas los párpados de tu prometida. Tratas de limpiar la sangre que embadurna su rostro rígido.

—Apártese de ella, idiota —dice una voz chillona, que en un primer momento piensas que es la de un niño, y luego, resulta ser la de un niño.

Oyes el ruido de pasos rápidos acercándose.

—No está muerta —sigue diciendo aquella voz aguda.

Alzas la mirada, y tus ojos se cruzan con la imagen de un niño desgarbado, de trece o catorce años, sosteniendo una escopeta. La escena es absurda. El niño es muy poca cosa, y la escopeta es enorme, antigua y aparatosa de llevar.