Billy 1
Conduces en silencio, pendiente siempre de la carretera y de cualquier circunstancia que pueda producirse. No quieres cometer ningún error; al menos, delante del jefe. Bastante tienes con disimular que estás centrado en tu labor, y no hecho un manojo de nervios, como es el caso.
Desde que todo este lío comenzó, has querido decirle a tu suegro que estás harto de servir al condado. Que es absurdo. Consideras que es inútil continuar esforzándose en hacer cumplir la ley, como si nada hubiese cambiado.
No sabes qué le estará pasando por la cabeza al Sheriff. Pero tienes muy claro lo que está pasando por la tuya: quieres mandarlo todo a hacer puñetas, e irte a buscar a Rachel. No entiendes por qué seguís fingiendo normalidad, cuando es una obviedad que el mundo se ha ido al infierno.
A pesar de que tratas de mantener la concentración, el hecho de que la carretera discurra por una extensa zona de cultivo, su superficie sea plana y su trazado recto, provoca que, de forma inconsciente, comiences a pensar en cosas que nada tienen que ver con la conducción.
Recuerdas que después de una desagradable discusión con su padre, de la cual no sólo fuiste el motivo detonante, sino que tuviste que estar presente sin poder decir esta boca es mía, mientras padre e hija se tiraban los trastos a la cabeza y hablaban de ti como si no estuvieras, Rachel te confesó que, a veces, tenía la impresión de que a su padre le preocupaban mucho más los contribuyentes que su propia familia. Y con el tiempo, te has dado cuenta de que no estaba del todo equivocada. Aunque tú trataste de quitarle hierro al asunto y le dijiste que lo que decía no era más que consecuencia de la tensión y el estrés, que cuando llegara a casa, le prepararías un baño caliente y se olvidaría de todo.
Creíste que era buena idea no alentar sus sospechas, pero a ella no le sentó nada bien tu comentario y se paso todo el trayecto de vuelta a casa intentando enfadarse también contigo y empezar una discusión. Luego aceptó el baño y, al día siguiente, se comportó como si no hubiera discutido ni con su padre ni contigo. Y a ti, la verdad es que no te importó.
Tú siempre has preferido perdonar a tener que pelearte con alguien a quien quieres. Las discusiones te vienen grandes. Bastante tuviste ya durante tu infancia y adolescencia, con tus padres, como para ser infeliz discutiendo todo el día. Además, nunca se te ha dado bien. Eres incapaz de mantener tu posición a capa y espada, como Rachel y su padre acostumbran a hacer. A la mínima tensión, abandonas tu posición y le das la razón a tu oponente. En cómo son cuando discuten, sí que se nota que Rachel y Michael son padre e hija. Ambos son incapaces, aunque se den cuenta de que se están equivocando.
El Sheriff ama a su esposa, siente absoluta adoración por su hija y, aunque la mayoría de las veces no lo parezca, también, imaginas que, con su peculiar manera de demostrarlo, también debe quererte a ti un poco. Pero según ha transcurrido el tiempo y has ido conociéndole, es cierto que has empezado a pensar que Rachel, a pesar de aquel día hablase desde el rencor y la impotencia, tenía bastante razón. Donde el jefe se siente realmente cómodo es dentro de un coche patrulla o en la comisaría.
Cuando está en casa o en cualquier otro sitio que no sea en el trabajo, da la impresión de asistir como un mero espectador. Está siempre en medio, estorbando, como alguien que realmente no quiere estar, pero que es consciente de que debe dejarse notar, para que los demás sepan que está y no puedan echarle nada en cara.
Michael siempre ha sido un cascarrabias, poco dado a mostrarse cariñoso con los suyos. Aún recuerdas lo insoportable que fueron los primeros años de convivencia con tu esposa Rachel, gracias a las constantes idas y venidas de él. No le caíste en gracia al Sheriff. Tu suegra te trata como a un hijo. Pero el jefe, cuando te veía como un crío insignificante que, de buenas a primeras, se presentaba en su casa y tenía el valor de pedirle la mano de su hija, de su pequeña Rachel, con el fin de arrebatársela y alejarla de él. Y por eso mismo, se pasaba el tiempo siendo condescendiente contigo y soltando ironías que en su boca poco sofisticada se convertían en sarcasmos de lo más sangrantes.
Aún así, no puedes quejarte de cómo te ha tratado.
Incluso, en los últimos años, parece algo menos exigente que de costumbre. Te sigue poniendo en tela de juicio constantemente, pero ya no grita ni se pone como un basilisco, cuando metes la pata; que es la mayoría de las veces, en tu humilde opinión.
Cuando perdiste tu empleo como cajero en el supermercado, Michael movió cielo y tierra para convertirte en su ayudante, después de que rechazaras su dinero. Tú nunca quisiste el empleo. Te horrorizaban las armas. Todavía hoy, te da pánico pensar que un día tu vida y la de otros dependan de tu sangre fría y de lo diestro que seas con un revolver. Pero era aceptar el trabajo de ayudante del Sheriff, o la misericordia, en forma de talón, de tus suegros. Y no querías que sus padres terminasen de pagaros la casa. No, aquello era como firmar un contrato con el mismísimo Fausto.
Después de todo, piensas que no te ha ido tan mal.
No te puedes quejar de cómo te ha ido la vida. Has aprendido a apreciar al jefe más de lo que jamás te hubieras imaginado. Incluso habéis establecido un extraño vínculo de afecto, gracias a la cantidad de horas que compartís a lo largo de la jornada. Tarde o temprano, habías tenido que poner de tu parte para que la relación fuera cordial entre vosotros. No te quedaba otro remedio, si querías que tu matrimonio fuera bien.
Rachel es lo mejor que te ha ocurrido en la vida, y su padre no es más que una pequeña carga que estás obligado a soportar sólo durante el resto de tu vida. Además, si comparas lo feliz que te hace tu mujer, con lo infeliz que te hace tu suegro; de momento, merece la pena seguir casado con Rachel.
Quién iba a imaginar que te saldrías con la tuya, y acabarías casado con la chica más guapa del instituto.
Todavía recuerdas los malos tragos que pasabas, cuando la veías colgada del brazo de ese estúpido quarterback.
Su novio del instituto, Timothy era el típico abusón creído, que pensaba que, por ser una estrella del fútbol, podía hacer lo que le viniera en gana.
Sólo disfrutaba haciéndole la vida imposible a todo aquel que no llevara una horrible chaqueta deportiva, con las iniciales del instituto grabadas en el pecho. Cuánto le odiabais quienes no pertenecíais a su círculo y teníais que aguantar sus collejas y sus bromas de mal gusto. No entendías cómo Rachel, una chica tan guapa e inteligente, se dejaba ningunear por ese desgraciado.
Todos sabíamos que la engañaba siempre que podía con alguna de sus amigas o con cualquier muchacha en la que pusiera sus ojos. Pero un día, de la noche a la mañana, rompieron. Tienes miedo de la respuesta que te pueda dar si le preguntas por el motivo de su ruptura.
Pero sientes curiosidad, porque Rachel jamás te habló de ello. Tampoco te dijo por qué después de ignorarte durante dos años, comenzó a tontear contigo y decidió darte una oportunidad, a pesar de que eso le supusiera ganarse el rechazo de sus antiguas amigas y abandonar la élite del instituto, para convertirse en un mero componente de la pandilla de los fracasados y marginados que, según ellos, «formábamos mis amigos y yo».
Si no fuera porque temes defraudar al viejo y también porque eres un poco cobarde, saldrías pitando del condado, mientras aún estás a tiempo y te irías a buscar a Rachel y a su madre.
«Toda esta pandemia», piensas, «debería ser asunto de los militares. ¡Qué se encarguen ellos! Tú no eres más que un funcionario, al que paga la ciudad por ponerse un traje y enfundarse un revólver».
Además, crees que no es justo que todo el mundo trate de acudir junto a su familia y tú tengas que esperar, guardando el fuerte, hasta que algún idiota del gobierno te diga que ya puedes largarte a comprobar si tu esposa y tu suegra están a salvo.
—Oh, Dios mío —masculla Michael—. Detén el coche, Billy.
Tú viras a la derecha y aparcas el coche patrulla en la cuneta, al lado de una cochambrosa furgoneta que, si no te equivocas, es propiedad de John. No necesitas que Michael te explique por qué paráis. Ves una columna de humo, detrás de un terraplén de tierra, situado a unos seis o siete metros de la carretera.
Michael no te espera, en cuando detienes el vehículo, sale disparado del coche, llevándose una mano a la culata del revolver todavía enfundado.
Tú le sigues, después de comprobar si dentro de la furgoneta hay alguien.
Al pisar el asfalto, miras hacia abajo y te das cuenta de que el caucho de los neumáticos marca perfectamente la dirección trazada por el vehículo siniestrado. Te sorprende que alguien pueda salirse en este tramo. Tiene una visibilidad magnífica y hace poco tiempo que fue asfaltada por los operarios del ayuntamiento. El accidente sólo puede haber sido como consecuencia de un descuido por parte del conductor. Debía ir haciendo cualquier otra cosa, en lugar de estar pendiente de la carretera. Ésa es la única manera de que un vehículo pueda salir despedido de esa manera, más allá del terraplén.
Probablemente John se dirigía hacia la comisaría, cuando vio la columna de humo. Sí, John es un buen tipo, que ha tenido bastante mala fortuna en los últimos tiempos. Las otras posibles hipótesis, tanto la del robo del vehículo, como la del asesinato o suicidio, no quieres ni planteártelas.
Al llegar al la sima del terraplén, por fin, puedes ver lo que está ocurriendo dentro la espesa humareda.
John y la nueva vecina intentan arrastrar, a través de la ventanilla destrozada, a un hombre moribundo. El coche está ardiendo. No crees que sea prudente acercarte. En cualquier momento va a saltar por los aires.
Michael ya está descendiendo el terraplén. Estás convencido de que ni siquiera se ha planteado que puede morir, si el coche explota. Le miras y la admiración y el enfado pugnan por ocupar un lugar destacado en tu mente. Aún te sorprende lo ágil que es el jefe. Debe rondar sesenta años, y se mueve con más destreza que tú.
Decides seguir a Michael, aunque no te guste la idea de exponerte a la ligera a una muerte cruenta. Pero qué otra cosa puedes hacer. No te queda más remedio que intentar ayudarle. Sólo hay una cosa que te dé más miedo que la propia muerte, y es tener que explicarle a Rachel que su padre murió quemado mientras tú te limitabas a mantenerte a una distancia prudencial.
Corres, terraplén abajo, con los pies en paralelo y las brazos separados del cuerpo, tratando de mantener el equilibro y no enredarte o tropezarte y rodar pendiente abajo. Alcanzas al Sheriff, con más facilidad de la que te veías capaz, y no puedes evitar disfrutar viendo su cara de circunstancias, cuando te sitúas a su altura.
Acostumbrado como estás, al fracaso y a ponerte demasiado a menudo en evidencia, los escasos momentos de gloria profesional te hacen sentir exultante de felicidad. Jamás lo confesarías en voz alta, pero te gusta derrotar a tu suegro; cosa que ocurre en contadas ocasiones.
Demostrarle que no es infalible, darle una buena cura de humildad. Sientes vergüenza de ti mismo, al paladear algo tan liviano como esto, igual que si hubieras ganado una medalla olímpica.
«Pero así somos los fracasados», piensas. «Danos un éxito, por menor que sea, y lo sentiremos como la mayor de las hazañas. Quizá sea la falta de costumbre. Uno suele acostumbrarse a ser un perdedor o un zoquete».
Tu felicidad dura poco. Basta mirar hacia delante y sentir cómo el humo comienza a penetrar por tu garganta, para darte cuenta de que estáis metidos en una situación delicada. Así que intentas olvidar todas tus tonterías, y centrarte en lo que estás haciendo.
Michael se acuclilla junto a la ventanilla y mete medio cuerpo dentro, mientras le dice algo a John que tú no puedes oír por el rugir de las llamas.
Tú agarras del brazo por el que tira la nueva vecina, quien parece estar a punto de desmayarse del esfuerzo, pues no es normal la forma tan agónica con la que respira. Mientras te das cuenta de que la víctima está trabada, les dices a los dos civiles que tenéis que tirar todos al mismo tiempo, cuando tú les digas, porque si no, será imposible sacar al herido.
John y la nueva vecina asienten con la cabeza.
En cualquier momento una repentina deflagración puede abrasaros a todos. Te sorprende sentirte tan entero, en medio del caos que te rodea. Lo normal sería que los nervios te estuvieran consumiendo. Nunca antes has estado envuelto en un accidente de tráfico tan aparatoso. En esta pequeña ciudad, no es que no exista el crimen, es que apenas se producen accidentes de tráfico; y en su mayoría, se quedan en sustos, sin consecuencias, que normalmente tienen más que ver con la cantidad de alcohol en sangre del conductor, que con cualquier otro motivo. Pero algo dentro de ti, mantiene la mente serena. Tienes el pálpito de que si tú no estás tranquilo, John, y sobre todo, la nueva vecina, quien parece mucho más alterada y agotada, tanto física como mentalmente, pueden entrar en estado de pánico y para sacar a la víctima vas a necesitar toda la ayuda que te puedan ofrecer. Pues no es que seas precisamente un hombre fuerte.
Cuando ves que Michael rodea con sus brazos la cintura de la víctima, cuyo rostro, bajo las quemaduras y el hollín, por fin, logras reconocer. Pues no se trata de otro, más que de Timothy.
«Qué cabrón suele ser el destino», piensas desconcertado. «Después de años de humillaciones, tengo que salvarle la vida, poniendo la mía en juego. Si le dejara morir, conozco mucha gente que se alegraría. Lástima no tener estomago para dejar morir a nadie».
Justo cuando sacáis a Timothy, el humo se dispersa ligeramente, y te das cuenta de que hay una segunda víctima que salvar, sentada en el asiento del conductor. Y este sí que te importa de veras. Se trata de Roy, el hermano pequeño de uno de tus mejores amigos, Kenny, que murió cuando sólo contabais con catorce años, tras sufrir una terrible enfermedad degenerativa, cuyo nombre ni siquiera eres capaz de recordar. Da igual que después de que su hermano muriera, tú dejarás de ver a Roy, y éste se convirtiera en una especie de versión reducida y grotesca de Timothy. No te extraña nada que, cuando Roy entró a trabajar en la gasolinera, hiciera buenas migas con Timothy, y se convirtieran en compañeros de borracheras y escándalos. Sin ellos dos, crees que Ted se hubiera evitado un montón de quebraderos de cabeza, y ya de paso, de gastos extras en reponer botellas, taburetes y mesas de billar.
«Pero sea como sea», piensas, decidido. «Tengo que salvarle, aunque solo sea por Kenny».