John 3

Alzas el cuerpo flácido, contusionado, roto y ensangrentado de Amy y cargas con ella hasta la casa, sosteniéndola entre tus brazos, de la misma forma que lo hiciste en vuestra primera noche de casados.

Intentas reírte de la nefasta comparación, pero no crees que vuelvas a sonreír en mucho tiempo; si es que alguna vez lo haces.

Te das cuenta de que actúas como un autómata. No te cabe la menor duda de que si te paras un momento a pensar, puede que te desmorones.

Así que mejor seguir con esa actitud, aunque hagas las cosas sin darte cuenta de qué estás haciendo.

Extenuando, asciendes por la escalerilla que lleva hasta el porche y entras dentro de la casa, empujando la puerta mosquitera con el hombro.

Una vez dentro, posas, con suma delicadeza, el cuerpo roto de Amy en la alfombra del salón, como si aún pudieras lastimarlo.

Subes al dormitorio y abres el pequeño armario, donde ella guarda la ropa de cama, después de subirte a una silla con la poca agilidad que se le presupone a un viejo.

Coges varías mantas de la balda superior.

Vuelves al salón y enrollas el cuerpo inerte de tu esposa con las mantas, mientras tratas de ignorar las cruentas heridas, que han borrado cualquier signo de lo que fue una faz hermosa, tras ser, literalmente, arrancada a mordiscos.

Una vez la cara de Amy desaparece, junto con su cuerpo, bajo los pliegues de las mantas, te incorporas y miras un instante el rollo de mantas que apenas dejan adivinar las formas del cuerpo de tu esposa.

Resulta irónico, basta hacer desaparecer la imagen de algo que duele de tu memoria, para que el dolor sea distinto, más llevadero. Aún así, sabes que, cuando termines, y no quede ya nada que hacer, es muy probable que te derrumbes. Y no tienes la menor idea de si podrás sobreponerte; y menos, si realmente quieres hacerlo.

Pero eso lo enfrentarás después, ahora hay mucho por hacer.

Sales de la casa y traes del trastero un pico, una pala, unos metros de cuerda y la vieja carretilla. Dejas la carretilla al pie de la escalera del porche, y entras de nuevo en la casa, sofocado por el esfuerzo.

A continuación, atas el rollo de mantas, con fuerza, y haces cuatro o cinco nudos. Lo último que quieres es que se deslice el cuerpo de Amy y éste salga de entre las mantas.

Te sorprende lo costoso que te resulta levantar las mantas enrolladas del suelo y sacarlas al porche, con el propósito de depositar el cadáver encima de la carretilla.

La memoria vuelve a jugarte una mala pasada, y recuerdas las calurosas tardes de verano, donde tu padre os enchufaba con la manguera, mientras ella, sentada en esta misma carretilla, y tú, empujándola, huíais despavoridos, entre risas y tropezones.

Vuestra vida en común ha terminado hoy. Ésta será la última imagen de ella que guardes en tu memoria. Por lo que rezas, para que no la recuerdes después de muerta y olvides todo lo que fue en vida.

Empujas la carretilla hasta el patio trasero, hasta la enorme sombra que provoca la copa, debajo del enorme árbol centenario, donde ella dijo que le gustaría descansar, si algún día fallecía. Tú le decías que hablar de la muerte trae mala suerte, y que como buenos cristianos que erais, ella debía tener un funeral como Dios manda. Pero en el preciso momento que viste desplomarse su cuerpo, supiste que harías lo que ella te pidió. Que en cierta forma, tenía razón, cuando decía que aquella era una forma de estar más cerca de la tierra, y por tanto, de Dios. No quería descansar en un lugar extraño, sino donde vivió y fue feliz.

Comienzas a cavar una tumba, y te percatas de que la tarea puede llevarte todo el día.

«No importa», piensas. «No tengo nada mejor que hacer».