Timothy 1

Es medio día, tu turno acabará en menos de veinte minutos. Estás harto del trabajo que llevas desempeñado durante algo más de diez años.

Siempre creíste que valías para algo más que llenar depósitos y limpiar automóviles en una apestosa gasolinera; de hecho, no fuiste el único en pensar de ese modo.

Si no fuera porque la pereza te lo impide, cogerías ahora mismo todos tus tratos y te marcharías en busca de una vida mejor. Pero no lo harás.

Nunca fuiste tan valiente como aparentabas ser; ni antes ni ahora. Los cambios te aterran. En el pasado dejaste escapar un montón de oportunidades, por miedo a fracasar. Y lo más curioso, es que el mismo pánico a ser vencido, y por lo tanto, humillado a ojos de los demás, fue lo que te llevo a perderlo todo.

Aún recuerdas con nostalgia tus gloriosos años de instituto —aquella vida sí que era gratificante—, cuando eras el capitán del equipo de fútbol y las animadoras se peleaban por pasar una noche contigo.

Nunca fuiste, lo que se dice, una lumbrera para los estudios, y acumulabas tantos suspensos en tu boletín de notas, como certeros pases dabas a tus compañeros de equipo. Pero gracias precisamente a eso, a lo bueno que eras jugando al fútbol, y a tu entrenador, claro, pudiste, a duras penas, graduarte en el instituto y aspirar a la universidad.

Todos creían que te convertirías en un jugador profesional, después de que abandonaras el instituto y jugaras unos pocos años en alguna de las universidades que se disputaban tu elección. Tu entrenador y tu padre tenían depositadas en ti grandes esperanzas. Tú mismo te veías jugando contra los mejores, rodeado de chicas, coches y dinero. Más que un sueño inalcanzable, lo sentías como una realidad que se gestaría a su debido tiempo.

«Sí», te decías a ti mismo, «eres un triunfador. Es sólo cuestión de tiempo que el resto del mundo se dé cuenta».

Entonces, el último año, creyendo que la beca para jugar en una de las mejores universidades del Estado estaba asegurada, decidiste que ya era hora de bajar un poco el ritmo y disfrutar de los éxitos cosechados.

Pensaste que no pasaría nada por relajarse un poco.

A partir de ese momento, tu juego empeoró significativamente, y tu implicación en los entrenamientos se redujo considerablemente. Estabas demasiado distraído cepillándote todo lo que tuviese faldas, bebiendo y fumando, como si el mundo se fuera a acabar mañana, para darte cuenta de que la frontera entre el éxito y el fracaso es más endeble de lo que jamás pudiste imaginar.

Tu cuerpo se empezó a resentir de la falta de entrenamiento y del castigo diario al que lo sometías fuera de los terrenos de juego. Pretendías rendir en el campo, como un deportista de élite, mientras tratabas tu cuerpo como el de un drogadicto.

Pronto pasaste a la suplencia, y la beca se esfumó en cuestión de semanas. Tu padre perdió la ilusión y se encabezonó en mandarte a una escuela militar, aconsejado por tu tío, como si la probabilidad de vivir del fútbol jamás hubiese sido una opción.

Aprobaste las asignaturas de aquel año —que apenas podías recordar por culpa de los excesos— porque el entrenador medió con el resto de los profesores y consiguió que fueran benévolos contigo.

Aún recuerdas cuando lo encontraste llorando, después de tú último entrenamiento, y te dijo que lloraba porque tu fracaso era el suyo. También te dijo que podías haber tocado el cielo, si te hubieras cuidado un poco, y que te arrepentirías el resto de tu vida, por pensar más con la polla que con la cabeza.

Sobre todo, dijo el entrenador, mientras tú solo podías mirar embobado como le palpitaba la vena del cuello, cuando estuvieras viendo los partidos por la televisión en algún antro de mala muerte, consciente de que tu vida era una mierda, porque, tú solito, sin ayuda de nadie, decidiste, un buen día, echarlo todo a perder y desaprovechar la única oportunidad que ibas a tener de ser alguien, siendo como eras, un medio retrasado, que sólo podría aspirar a los peores trabajos.

Cuánta razón tenía el entrenador, ¿verdad?

Aquel mismo verano, después de acabadas las clases, empezaste a trabajar con tu padre en la gasolinera, supuestamente, de forma temporal. Pero cuando te expulsaron de la escuela militar, por dar una soberana paliza a un mando superior, que tuvo la mala fortuna de insinuar que eras un poco cortito, volviste con el rabo entre las piernas; y hasta hoy, no has parado de trabajar en la gasolinera en la que ibas a estar sólo un tiempo.

Si no fuera por las revistas y las cervezas gratis, no podrías aguantar parte de la noche y del día despierto. Ya te costaba cuando sólo trabajabas ocho horas en tu turno de noche. Así que, ahora, doblando turno, el trabajo es todo un suplicio. No por el esfuerzo físico. Apenas tienes que hacer nada más que estar de cuerpo presente, por si algún despistado decide pasar por la gasolinera a repostar o a descansar. El jefe se conforma con que la gasolinera no esté demasiado sucia.

Pero las horas sin hacer nada te están empezando a pasar factura.

Demasiado tiempo para pensar. Siempre creíste que nadie debería tener tanto tiempo para darle vueltas a la cabeza, que no era sano.

«Pensar nos complica la vida», aprovechas para decirle a Roy, cada vez que sale el tema a colación.

En un principio, lo de doblar turno iba a ser algo temporal; eso fue hace más de medio año. Jason, el viejo Jason —quien ya trabajaba en la gasolinera antes incluso de que empleasen a tu padre—, sufrió una parada cardiaca y tu jefe os dobló el turno a Roy y a ti, aludiendo que pronto contrataría a otra persona, para que sustituyera a Jason e hiciera su turno de mañana. Pero su promesa debió olvidársele por completo, porque, medio año después, seguíais siendo dos para llevar la gasolinera.

«¡Bah!», piensas. «Ya estás divagando otra vez. Déjate de gilipolleces. Eres un tío duro, y eso basta. Qué alguien se le ocurra llamarme subnormal o fracasado. ¡Venga! ¡¡¡Qué se atreva!!!».

Sientes una necesidad perentoria de beber otra cerveza; ya has perdido la cuenta de cuántas van. Abres una botella, después de lanzar varias combinaciones de crochés, ganchos y cintas, como si fueras un boxeador disputando un combate por el título mundial de los pesos pesados. Entonces, te sientas en el bordillo de la acera, cerca del surtidor de gasolina. Contemplas que el cielo comienza a cubrirse de nubes color ceniza; hoy caerá una buena.

«Mejor», piensas. Harto de la humedad y del calor del último mes y medio.

También llama tu atención una especie de neblina fina, casi imperceptible, de tonalidades verdosas, que se adelanta a los bancos nubosos, y parece extenderse ya, entre los contorno de los edificios de tres y cuatro plantas que pueblan la ciudad en la que naciste; situada ésta a varios kilómetros de la gasolinera.

«Quizá aquel hombre de la tele tenía razón y nos estamos cargando el planeta», piensas, sorprendido, no por lo que acabas de decir, sino por acordarte, después de la cogorza que llevabas encima, de lo que habían dicho en la tele.

No tienes sueño. Por lo que piensas que sería un error irte a dormir solo a casa.

«¿Dónde estará Roy?», te preguntas. «Ya debería haber llegado».

Crees que, cuando él venga, lo mejor será ir directamente a casa de Ellen.

«Sí, esa es una gran idea, tío», piensas orgulloso.

«Su marido está de viaje y ella siempre está dispuesta a abrirse de piernas, da igual a la hora que sea».

—Roy… ¡Joder! —exclamas en voz alta—. ¿Dónde diablos te has metido?

«Ah, por fin», piensas, cuando ves su coche dirigirse hacia la gasolinera.

—Joder, Roy, cómo te pasas —dices, sorprendido, mientras apuras la cerveza hasta su última gota de un largo trago, y te abres otra.

Te parece muy raro que Roy conduzca su coche como un kamikaze. A punto está de salirse en un par de curvas, bastante pronunciadas, debido al exceso de velocidad y a lo mal que entra en la trazada.

«Algo le pasa», piensas. «No es normal que vaya así. Roy es demasiado prudente como para correr. Pero va dejando una polvareda detrás, de cojones, como si huyera del mismísimo diablo. Qué le pasará a ese cabronazo para jugársela de ese modo».

Te incorporas y das un par de pasos al frente, mientras tratas de entender lo que sucede.

Cuando el coche alcanza el terreno polvoriento que ocupa la pequeña gasolinera, derrapa bruscamente y a punto está de estrellarse contra uno de los surtidores.

—¡Roy, estás loco! —le increpas, consciente de que si llega a llevarse por delante el surtidor, probablemente, ambos hubierais volado por los aires.

—Tim —dice Roy, mientras baja la ventanilla a toda prisa y asoma la cabeza—. ¡Tenemos que marcharnos de este maldito lugar!

—Pero ¿qué pasa? —preguntas, con cierto escepticismo—. No te entiendo, Roy. ¿A qué viene tanto dramatismo?

—Confía en mí —responde Roy, sacando la lengua entre una palabra y la siguiente, como un perro agotado—. ¡Métete en el coche!, y te lo contaré todo. ¡Lo juro por Dios, Tim!

Con tal de que se calle, te metes en el coche. Cuando Roy arranca y sale haciendo ruedas, al mismo tiempo que vira bruscamente, a izquierda y derecha, te das cuenta de que nadie va estar atendiendo la gasolinera, si Roy y tú os vais.

—¿Y la gasolinera, Roy? —preguntas.

—¡A tomar por el culo la gasolinera! —responde Roy, sin quitarle ojo a la estrecha y mal asfaltada carretera.

Empiezas a pensar que la idea de meterte en el coche, quizá no haya sido muy acertada. Más, cuando ves como Roy traza peor cada nueva curva que le sale al paso.

Llegada la intersección, gira bruscamente, en el sentido contrario al que tú esperabas, levantando una enorme polvareda, sin aminorar un ápice la velocidad del vehículo. Por un segundo, estás convencido de que vais a volcar. Pero no es así. Al final Roy consigue controlar la trazada —más por suerte que por destreza—, y tras enderezar la dirección, sigue avanzando.

No pensabas que pudiera decir en serio lo de huir de la ciudad, pero ahora no te cabe la menor duda. Miras por el retrovisor, reprochándote haber sido tan imbécil de hacerle caso y entrar en el coche, y distingues los contornos difusos de la ciudad, que va quedándose atrás a medida que avanzáis temerariamente.

—Estaba viendo el desfile con Amanda —dice Roy—. Creí que hoy iba a dejarme meterle mano por debajo del jersey… Y si conseguía eso, tal vez me dejaría seguir hasta el final…

—Roy… —tratas de interrumpirle—. Esto es una locura —le dices con toda la calma que puedes—. Tienes que parar el coche. No podemos dejar sola la gasolinera. El señor William va a matarnos, si se entera. Acuérdate de cómo se puso cuando encontró a mi padre en el bar de Ted en horas de trabajo.

—No te preocupes por eso —dice Roy, con una sonrisa sarcástica dibujada en su boca—. Ya no creo que le importe. El señor William probablemente esté muerto; o algo peor.

—¡Pero qué dices! —farfullas, mientras empiezas a pensar que Roy no está en sus cabales—. Empieza por el principio… Joder, no pillo nada de lo que dices.

—Vale —dice él—. El caso, es que estaba lleno de gente. El desfile, ya sabes. Y de pronto, empezó a formarse una especie de neblina verde en el aire, casi transparente, y se oyeron gritos y disparos; y la gente empezó a correr en todas direcciones. Como nadie sabía hacia dónde iba, ni de qué huía exactamente, empezaron a empujarse, caerse y pisarse los unos a los otros. El Sheriff Cuesta intentó organizar a la gente… pero todo se había salido de madre. Además, con la mierda de la huelga, casi no había polis. Aunque no creo que tener más efectivos, o el apoyo de la policía estatal, le hubiera servido de mucho al Sheriff. Nadie obedecía sus órdenes. Joder, nunca había visto a tanta gente comportándose de manera tan salvaje. Parecían bestias.

»Y allí estaba yo, con Amanda, subidos los dos en lo alto del techo del coche, para poder ver el desfile mejor. Cuando vimos lo que pasaba, la bajé corriendo y nos metimos dentro. No sabía que otra cosa podía hacer, tío. La gente comenzó a golpear las ventanas del coche. No me atrevía a bajar las ventanillas. Estaban como poseídos. Amanda rompió a llorar. Joder, daba miedo. Nunca había visto llorar a nadie así. Parecía que se iba a morir, como si no fuera capaz de respirar. Ya sabes, jadeaba, como mi tía Tina, la asmática. Y temblaba como un flan. Le abracé, pero Amanda tenía la cara desencajada y no paraba de decir que la sacara de allí. Yo no sabía qué hacer. Bajé los seguros y arranqué. No se quitaban, Tim. Tocaba la bocina y les gritaba que se marcharán.

»Pero nadie me hacía caso. Entonces, el coche comenzó a balancearse. Dios, creí que iban a volcarlo. Lo estaban empujando y golpeando… No sabía por qué hacían lo que hacían… pero me cagué de miedo, tío, y pisé el acelerador a fondo. Arrollé a un montón de gente, te lo juro Tim. Tienes que entenderme, estaba nervioso. Creí que iban a destrozar el coche y sacarnos arrastras de ahí. La cara de una niña chocó contra el parabrisas y explotó como una puta calabaza. Y otros, en lugar de apartarse, se colgaban del capó, y cuando se resbalaban, quedaban atrapados entre el suelo y el guardabarros, hasta que las ruedas lo pasaban por encima. No sé cuánta gente he podido matar hoy, Tim…

Roy comienza a llorar de forma descontrolada, mientras se aferra al volante con la mano derecha y golpea el centro del mismo con el puño cerrado de la otra.

—¿Dónde está Amanda, Roy? —preguntas, temiéndote lo peor.

—Ella… —balbucea Roy— empezó a cambiar, tío. Cuando salimos de ahí… Tuve que hacerlo… No me quedó más remedio…

—Tienes que tranquilizarte, Roy —dices, intentando parecer sensato—. Detén el coche, y veamos qué podemos a hacer.

—¡No, Tim! —grita furioso—. ¡No has entendido nada! ¡Tenemos que huir de aquí cagando leches, mientras aún estemos a tiempo!

Lo que te acaba de contar Roy no tiene ni pies ni cabeza, pero algo gordo ha pasado en la ciudad, eso seguro.

—Tú no viste sus caras —murmura Roy, como si se hubiera dado cuenta de tu escepticismo—. Cuando Amanda también cambió, su rostro… su rostro… No sé cómo explicarlo…

—Roy, frena —dices intentando no parecer demasiado enfadado—. Estás demasiado nervioso para conducir. Para, y hablemos.

Roy no sólo no se detiene, sino que acelera. Miras por la ventanilla y ves pasar el horizonte a toda velocidad, mientras te das cuenta de que el coche va demasiado revolucionado y la dirección no está bien equilibrada.

—No voy a frenar Jack —dice, mientras se limpia los mocos y la baba con el dorso de la mano—. Estoy tratando de salvar nuestras vidas.

—Roy —insistes, bastante más enfado—. Dame cinco minutos. No te pido más. ¡Venga, para el coche!

—No, Tim —responde él—. No voy a parar este coche, no hasta que no estemos muy lejos de esta maldita ciudad.

—¡Para el coche, te digo! —bramas, como un energúmeno, harto ya de él y sus lloriqueos, mientras empiezas a sentir la acuciante necesidad de detener el coche por todos los medios que estén a tu alcance. Si Roy sigue conduciendo de esa manera, os estrellareis—. ¡No entiendes que estás actuando como un puto demente, gilipollas!

—Tim —dice, mientras te mira con una trascendencia inhabitual en él—, tuve que matar a Amanda a golpes… No sabes lo que es golpear a alguien hasta que dejar de moverse…

Mientras oyes eso, tu memoria retrocede. Recuerdas el incidente con tu superior. Cómo dejó de moverse, por un segundo, mientras le molías a palos. Qué miedo pasaste hasta que por fin se retorció en el suelo, y tú echaste a correr como un crío asustado. Al día siguiente, cuando vinieron a sacarte de tu casa, todavía das gracias a Dios de que —debido a la mediación de tu tío— las cosas no fueran a mayores; y se finiquitara, simplemente, con una expulsión de la escuela militar.

—Dios, Roy —te lamentas—. ¿Qué has hecho?

—¡No me juzgues! —grita—. ¡No se te ocurra juzgarme! ¡Tú, en mi lugar, hubieras hecho lo mismo! ¡Ya no era ella!

—Tienes que entregarte —le dices—. Iremos a la comisaría, y hablaremos con el Sheriff.

—Es que todavía no lo entiendes —dice Roy—. No tenemos tiempo. Debemos conducir todo el día y la noche. Alejarnos todo lo que podamos de este infierno.

—¡Cabrón! —dices—. ¡Por qué me haces esto!

Agarras con fuerza el volante y lo giras bruscamente hacia la izquierda. Esperas que Roy se asuste y suelte el volante. Pero Roy forcejea contigo y en lugar de levantar el pie del acelerador, pisa de golpe el freno. El coche zigzaguea y, tras un trombo, sale despedido, por encima de un terraplén, situado a uno, o dos metros de la orilla izquierda de la carretera, y empieza a dar vueltas de campana.

Amy 1

Sales al porche delantero de la casa —donde has vivido, junto con John, tu marido, ¿cuánto?, treinta, treinta y cinco años—, y te sientas en la mecedora, como llevas haciendo desde hace más de un año, desde que conociste, de boca de aquellos amables hombres de uniforme, la fatídica noticia de la desaparición de tu único hijo: George.

Por sus caras de circunstancias y sus prolongados silencios entre una frase y la siguiente, como si cuidasen con mimo cada palabra que saliera de su boca, como si no quisieran que su explicación pudiera resultar confusa o malinterpretarse, comprendiste, de inmediato, que desaparecido, simplemente, significa que aún no han podido encontrar o identificar el cuerpo.

Te alegraste mucho de que los oficiales que envió el ejército para comunicaros lo ocurrido, no fueran condescendientes con vosotros. Parecían hombres curtidos, acostumbrados a bregar con ese tipo de situaciones desagradables.

Se limitaron a comportarse con suma amabilidad y tacto, e intentaron daros toda la información que necesitabais, sin saltarse los protocolos de seguridad nacional, claro, con el fin de que pudieseis comprender lo mejor posible lo que había sucedido; así, como lo que iba a suceder a partir de ese momento.

En ningún momento se compadecieron de ti y tu marido. No os dieron palmaditas en la espalda, ni falsas esperanzas. Tampoco subrayaron lo desgraciados y desafortunados que habíais sido los dos, usando artificiales palabras de consuelo; las cuales solían doler mucho más que la mayor de las indiferencias.

No es bueno etiquetar a la gente, ¿verdad?

De niña lloraste muchas noches de rabia y de impotencia, al ver cómo los vecinos te reconocían por ser la pobrecita que había perdido a sus padres, y a su hermano mayor poco después, que no tenía familiares con quienes irse a vivir y que tuvo que dejar el colegio para ponerse a limpiar y a fregar en la vieja fábrica, con el fin de seguir pagando las deudas contraídas por tu padre, y no perder así, la casa donde vivíais, tú y tus dos hermanas pequeñas: Jean y Angela.

Cuánto hubieras deseado romperles los morros a aquellas señoras que te miraban como quien miran a un perro que va a ser sacrificado, mientras te hablaban como si fueras la niña más desgraciada del mundo.

Puedes aceptar que alguien te dé una mala noticia, pero no que sienta lastima de ti y te trate como si fueras una vieja tonta, incapaz de entender algo tan básico como que tu hijo había desaparecido y que, probablemente, estaría muerto.

No eres tonta; y John, tampoco. Al contrario, él es un hombre culto. Siempre lo ha sido. Puede que tú seas un poco menos espabilada. Pero John siempre ha sido un intelectual, aunque no haya salido de este condado jamás, excepto para combatir en Europa. Sí, tu marido ha sido profesor aquí, durante más de veinte años. Varias generaciones le tratan con respeto y veneración.

Pudo haberse marchado a dar clases a la universidad, cuando se sacó el título, pero decidió quedarse y devolver a la comunidad lo que pensó que ésta le había dado a él.

Ambos entendisteis que George había desaparecido en una misión rutinaria en una isla del Pacífico de nombre impronunciable, y que existían indicios para pensar que podían haber caído en una emboscada urdida por tropas japonesas. Ni siquiera sabían si, en caso de que hubiera muerto, iban a encontrar su cadáver o la etiqueta de perro que llevaban colgado al cuello todos los soldados.

Nunca creíste que sobrevivirías a tu único hijo.

Ninguna madre quiere siquiera plantearse la remota posibilidad de que llegue el día que tenga que enterrar a su querido vástago y seguir con su vida.

Tus ojos se mantienen fijos en el horizonte, a pesar de que el sol —asomado entre los resquicios que le dejan las nubes— sigue impidiéndote ver con claridad. Pasan las horas, y la quietud es la nota predominante durante toda la mañana. Hoy tampoco podrás conciliar el sueño, como Dios manda.

En el preciso instante que decides darte por vencida, te parece distinguir algo más allá de los campos de cultivo. Podría tratarse de una persona acercándose por el camino de tierra, hacia la casa. Te echas hacia delante en la mecedora, e intentas afinar la vista. La luminosidad del sol te deslumbra y te sigue impidiendo ver con claridad. Guiñas un poco los ojos y pones la palma de la mano en la frente, por encima de los ojos.

Por mucho que fuerzas la vista, no distingues un alma. Fuera lo que fuese que viste, lo has perdido o nunca ha existido. Todo está en calma ahora. Nada se mueve. Ni siquiera los pájaros vuelan sobre el manto ceniza del cielo. Lo habrás imaginado.

Decides entrar en la casa, se está haciendo tarde, y tienes que hacer la comida. Sientes escalofríos por todo el cuerpo y la cabeza comienza a dolerte, como si hubiera cambiado la presión atmosférica. Experimentas la misma sensación que el día anterior a una tormenta. Mientras te pones de pie, enfadada por moverte tan torpemente, te viene a la cabeza que lleva muchísimo tiempo sin llover.

«¿Cuántos días habrán pasado desde las última vez que lo hizo?», te preguntas.

—¡Dios bendito, qué tonta soy! —exclamas.

Pues eres incapaz de recordar cuándo fue la última vez que llovió. No es habitual que no llueva a esas alturas de año. El tiempo está muy raro, últimamente. Estamos en época de lluvias, y no cae una mísera gota. Las cosechas se echarán a perder pronto, si no empiezan a caer chuzos de punta.

Todo es tan confuso en tu mente. Tu memoria nunca te había jugado tantas malas pasadas. No es normal que falle con semejante asiduidad. Tu lucidez era una de las pocas cosas de las cuales podías alardear, cuando te juntabas a echar la partida de cartas con Thelma y Melissa los domingos por la mañana. Ahora tu cerebro parece estar tan marchito como tu cuerpo; como si hubiera envejecido más en un año, de lo que lo hizo en los veinte años anteriores a que tu hijo se alistase en el ejército.

Mientras intentas pensar en algo banal, tu mente te trae recuerdos dolorosos que no deseas rememorar, pero que constantemente asaltan tus pensamientos. Vienen a tu cabeza imágenes de cuando John y tú tuvisteis que viajar por primera vez en avión, con el propósito de identificar dos cuerpos distintos, que bien podían haber sido el de George, pero que luego resultaron no serlo, porque habían expatriado varios soldados muertos en combate que no llevaban la Etiqueta de perro.

Aunque la segunda vez que entrasteis en aquel lugar infecto, nunca podrás quitártela de la cabeza. Después de pasar una noche funesta en un motel, donde John y tú os dijisteis cosas horribles y discutisteis por tonterías, hasta que vuestros cuerpos, rotos de cansancio, decidieron dar por concluido un enfrentamiento dialéctico que, ni vosotros mismos sabíais ya cómo detener, volvisteis a recorrer los pasillos fríos y desagradables del tanatorio militar, por segunda vez, hasta alcanzar la planta en la cual se apiñaban las camillas con todos los soldados muertos, todavía sin identificar. Y una vez dentro, tuvisteis la desgracia de ponerle un nombre y una cara a quien yacía bajo las sábanas blancas, aunque no se tratara del cadáver de vuestro hijo. Dios, cómo lloraste. Se trataba del pequeño Spike, el único hijo de los Sheldon, vuestros queridos vecinos.

Spike había sido, desde siempre, el mejor amigo de vuestro hijo. Él y George se habían alistado, sin que ninguno de los padres os enteraseis de lo que habían estado tramando durante todo el verano. Aunque luego John te confesaría que se había enterado un poco antes que tú.

El cuerpo del muchacho que tantas veces había merendado y jugado en tu casa, y a quien querías casi como a un hijo, yacía inerte, como una cáscara vacía, encima de aquella horrible y fría camilla de metal. No había el menor signo de vida en sus facciones.

Recuerdas que rezaste, con todas tus fuerzas, para que el alma de aquel chiquillo hubiera partido al cielo, y estuviese en paz, y no atrapado en aquel cuerpo destrozado por la metralla; a duras penas, disimulada por el maquillaje y las prótesis.

Recorrer el metro escaso que separa la puerta mosquitera y la mecedora se torna la peor de las torturas imaginables. Te sientes muy cansada.

Tu cuerpo ha empezado a envejecer, también a marchas forzadas, como tu mente, y éste nunca disfrutó de buena salud que digamos. Siempre te dolieron los riñones y las piernas.

Hubo días, ya desde niña, que el solo hecho de levantarte de la cama, te dejaba molida.

Pero cuando se viven tantos años sintiendo dolor físico, uno acaba por acostumbrarse, y lo que para otros sería un infierno, se convierte en un lastre más con el que cargar día sí, día también.

Antes de abandonar el porche y meterte dentro de la casa, miras por encima del hombro y te quedas ensimismada. «La guerra está destrozando a las madres de este país», piensas. «Y tú no serás ninguna excepción».

El dolor está empezando a cincelar tu rostro con demasiada premura. Siempre te has considerado una mujer hermosa, mucho más bonita de lo que eras de joven. Pero la pena acabará por hundirte y aniquilar cualquier signo de belleza.

En tu mirada no hay rastro alguno de felicidad, y tu faz parece estar contagiándose del permanente estado de melancolía que se ha adueñado de tu mirada.

También creías que eras una mujer dura, capaz de aguantar cualquier cosa. No has tenido una vida fácil. Las penurias han sido una constante.

Por eso, te creías preparada. Pero también te equivocabas.

Antes, luchabas con uñas y dientes, porque sentías que valía la pena. Tenías a John y a George a tu lado.

Pero, ahora, solo puedes preguntarte, cada vez que amanece, qué razón hay para seguir soportando aquel calvario.

No te quedan fuerzas. Nunca pensaste que el dolor pudiera ser tan profundo, tan sangrante. Está enquistado en lo más hondo de tu corazón; casi te cuesta respirar de tanto que te duele.

Necesitas una confirmación oficial cuanto antes. Ni si quiera tienen por qué recuperar el cuerpo. Basta con que lo declaren muerto. No puedes seguir con esta angustia.

Necesitas empezar el duelo cuanto antes. La incertidumbre te está matando. No logras conciliar el sueño, y cuando lo haces, las pesadillas provocan que te despiertes en medio de la noche, completamente empapada de sudor.

Su padre y tú no podéis soportarlo más. Si no se cierra esta espiral de sufrimiento, pronto, os vais a hacer la vida imposible el uno al otro.

John ha sido el único hombre de tu vida, pero ver su rostro es como ver el de George. No puedes estar a su lado, sin echar de menos a tu hijo y juzgarle a él. Él pudo haberle retenido. Pero ni siquiera intentó hacerle cambiar de idea, a pesar de que le desagradaba la idea tanto como a ti.

Piensas que si le hubiera dicho que no fuera, George no hubiese ido. Porque hacía todo lo que le decía su padre. Lo adoraba, ¿verdad? Sentía autentica devoción por su progenitor.

«No es justo», piensas. «Los niños no tienen por qué implicarse en guerras de adultos».

Estás segura de que John también tiene que sentirse culpable. Ha entrado en una especie de trance permanente. La mayor parte del tiempo se la pasa obnubilado, con la mirada perdida, pensando Dios sabe qué. Se limita a trabajar, desde que se levanta hasta que se acuesta. Nunca habla contigo, no sabes qué siente; y tampoco os tocáis. Su expresión es siempre triste y cabizbaja.

Si tuvierais algo real, físico. Un trozo de papel, un documento oficial. La identificación de perro. Lo que fuera que diese carpetazo a este infierno.

Podrías tratar de sanar, de curaros mutuamente.

Si puedes aceptar que tu hijo está muerto, quizá haya esperanzas para salvar vuestro matrimonio. Si la espera se alarga, John y tú acabareis haciéndoos más daño del que jamás os imaginaríais que podríais llegar a haceros.

Justo cuando empiezas a girar la cara, por el rabil o del ojo, ves una silueta ondulante esbozada contra la luz.

«Es un hombre», piensas. «Estoy segura».

Te vuelves, y te acercas a la barandilla del porche.

«Mi hijo», insistes. «Por Dios, no puede ser ningún otro. Mi hijo vuelve a casa. Ha conseguido sobrevivir… De algún modo, se ha mantenido vivo».

Sabes en lo más hondo de tu ser que te estás agarrando a un clavo ardiendo, que tu hijo está muerto.

Pero tus pies bajan los peldaños del porche y se mueven, veloces, mientras tu cuerpo no le va a la zaga, alimentado por un subidón de adrenalina.

Tu marido deja la faena, y alza la mirada, extrañado, cuando te ve correr como una chiquilla. Le gritas que George ha vuelto. Él no parece oírte, pues sigue ligeramente reclinado sobre la azada, mirándote, como si pensara que los peores pronósticos se han hecho realidad y has perdido la cabeza.

Te da igual lo que pueda pensar John. La idea de que tu hijo ha vuelto es lo único que te importa en estos momentos.

Sigues corriendo. Comienzas ha atragantarte con tu propia saliva. La adrenalina no hace milagros. Un cuerpo enfermo sigue enfermo a pesar de que tu mente se olvide de que es así.

A cada nueva zancada, tienes mayores dificultades para respirar. A medida que te acercas al extraño, que tú estás convencida de que es tu hijo, sientes como tus sienes laten desbocadas y que tu corazón late, también, mucho más rápido de lo que sería aconsejable.

La visión se te está volviendo cada vez más borrosa.

Pero nada de eso te importa ya. Piensas que tu hijo está ahí, caminando hacia ti; y eso es lo único que te preocupa ahora.

Por fin comienzas a vislumbrar al joven que camina dando tumbos, pegado a la orilla de la vereda.

«Es extraño», piensas. «Camina como si estuviera a punto de desplomarse. Quizá esté malherido. Sí, puede ser».

Aumentas el ritmo de tu carrera.

De pronto, te detienes y le observas, detenidamente, como quien se da cuenta de que algo no está yendo bien.

La persona que se acerca a ti, camina de forma rocambolesca, como si no supiera andar o tuviera algún tipo de discapacidad. Sus zancadas son tan irregulares como toscas. Tropieza constantemente. Sus brazos no se mueven al compás de sus piernas. Da tumbos, como aquel chiquillo retrasado que murió arrollado por el camión del señor Thomas.

Dudas un instante, pero después emprendes de nuevo el paso.

«Da igual», te dices a ti misma. «Sabes que es George. Debe de estar exhausto. Habrá venido andando desde el pueblo».

Le gritas que no se preocupe, pero él no da signos de reconocer tu voz estrangulada por la emoción.

La luz comienza a proporcionar cierta nitidez a las facciones de su rostro…

«¡Dios, su cara!», piensas horrorizada. «¡Qué le pasa a su cara!».

No lo sabes con certeza, pero parece como si la piel de su rostro estuviera parcialmente desprendida y podrida. «Eso no puede ser mi hijo», piensas.

—¡John! —vociferas aterrada.

Te das cuenta de que detrás de sí, va dejando un reguero de sangre. Tiene destrozado el pecho, como si lo hubieran abierto las costillas de dentro a fuera. Sus intestinos cuelgan, parcialmente, como una especie de péndulo visceral.

—¡John! —vuelves a llamar—. ¡Ven aquí!

«Por Dios», piensas, sin poder apartar la vista de aquel hombre que parece que le han dado, literalmente, la vuelta a la piel.

Miras por encima del hombro, tratando de localizar a tu marido. Lo ves correr hacia ti. Quisiera hacer lo mismo, pero te das cuenta de que estás completamente paralizada.

John corre como un energúmeno, con la azada sujeta por encima de la cabeza. El ojo de aquel monstruo, desnudo de párpado, supura una sustancia repugnante, mientras sigue caminando a tu encuentro. Pero no te mira en ningún momento. Está a un metro de ti, y da la impresión de que no te ve.

John te grita que te alejes. Tú rompes a llorar.

Oyes un chapoteo, y le miras, incrédula. El hombre que viene hacia a ti, se descompone a cada paso.

La voz quebrada por la desesperación de tu marido te llega desde lejos.

La cosa alza los brazos y los acerca a tus hombros.

Tanto sus brazos, como su yugular, están roídos hasta el hueso.

—Por Dios, John —susurras, siendo consciente de que vas a morir—. Sácame de aquí.

La boca de aquella cosa, con forma de hombre a medio hacer, se abre, como las fauces indigestas de un depredador, a un palmo de tu cara. El hedor de su aliento es insoportable.

«Hijo», piensas. «Pronto estaremos juntos».

James 2

Llegas a las inmediaciones del motel, con el coche que robaste después de huir del banco. Vera debería estar dentro. Pasas por delante y luego te diriges a un parque que has visto mientras venías de camino, situado a un kilómetro o así, donde estacionas el automóvil.

No sabes que diablos está pasando. Pero prefieres ser precavido. Caminas intentando pasar inadvertido.

Cosa bastante sencilla, ya que las calles están desiertas de viandantes.

Aún así, decides atravesar el parque, en lugar de rodearlo.

Dentro del parque, te parece oír un ruido. Te detienes y escuchas con atención. Hojas, crujiendo y moviéndose.

Pisadas.

Te acercas a hurtadillas, y te asomas con cuidado, oculto entre la maleza y las sombras. Estabas en lo cierto.

Hay cuatro o cinco personas. No puedes distinguirles con claridad.

«¿Qué están haciendo?», te preguntas, mientras la curiosidad provoca que te acerques furtivamente y te parapetes detrás del grueso tronco de un árbol situado cerca de donde se hallan los extraños.

Ahora puedes verlos bastante mejor. Todos están arrodillados en torno a algo.

«Hijos de puta», piensas con repugnancia. «Se están comiendo un perro».

Te da tanto asco que, antes de que puedas darte cuenta de que quizá no sea una buena idea exponerte de esa forma, descubres tu presencia y te aproximas a ellos, empuñando el revolver, con gesto amenazador.

—¡¿Qué coño estáis haciendo?! —bramas, realmente enfadado.

Ni siquiera te miran. Siguen devorando las tripas del perro, sin prestarte más atención que a los árboles que os rodean.

—¡Dejad el puto perro! —ordenas.

Uno de ellos alza un poco la cabeza, y te mira por encima del hombro. No puedes evitar dar un paso hacia atrás, pues nunca antes habías visto nada medianamente parecido. Aquel hombre rollizo, que rondará los cuarenta o cincuenta años, tiene media cara desgajada, como si se hubieran descosido las costuras y literalmente le colgara la piel. Además, la otra mitad de su cara está plagada de llagas. Y toda su faz, agrietada, contusionada y llena de heridas, supura constantemente un reguero negruzco.

A pesar de que te revuelve el estomago, como ocurre cuando pasas al lado de un accidente, no puedes apartar los ojos de aquella monstruosidad. El hombre con la cara destrozada, separa los labios, tan finos, que en la comisura de los labios puede atisbarse lo que crees que es la superficie blanquecina, parcialmente teñida por los fluidos negruzcos que corren por su faz, de los huesos de la mandíbula.

El hombre rollizo empieza a emitir un gruñido intermitente y disonante.

Miras directamente a sus ojos, intentando mostrarte implacable, y meterle miedo en el cuerpo; pero sus ojos no te devuelven nada: parecen los botones de un peluche.

Bajo el cielo ceniza, los estudias detenidamente, intentando encontrar en su porte o vestimenta algún indicio de por qué se comportan así.

—Sois peores que animales —farfullas.

El que mantiene la mirada fija en ti, lleva puesto un elegante traje que, si no fuera por la suciedad adherida a él, y por los restos gelatinosos que le cuelgan por toda la pechera, le conferirían un aspecto distinguido, tanto, que uno podría confundirlo con un importante hombre de negocios.

A duras penas, comienza a levantarse de forma torpe y antinatural. A punto está de dar un traspiés y estamparse de bruces contra la hierba. En ningún momento deja de mirarte mientras se incorpora y comienza a avanzar hacia ti.

Mantiene aquellos ojos indiferentes fijos en ti. Parece que el revolver no le asusta.

Echas hacia atrás el percutor. No vas a dejar que se acerque ni un palmo más.

Cuando se retira del lugar que ocupaba entre los grotescos comensales, te das cuenta de que, al menos uno de sus acompañantes, no es adulto.

«Por Dios», piensas. «No puede ser…»

Una niña de poco más de cinco añitos, está devorando y royendo, inclinada sobre su presa, como un depredador hambriento, los pellejos y huesos astillados del cuello del animal. No te mira, concentrada como está en rebañar los restos del animal.

Te resulta dantesco darte cuenta de que la niña aún lleva puesto un vestidito, con volantes, de color azul. Su carita infantil está menos destrozada que la del que, probablemente, sea su progenitor; solo que su tez es tan blanca como la de una muñeca. Lo que le da un halo menos humano, más aterrador.

Su progenitor está a menos de un metro de ti.

«Dios, qué torpe es», piensas, entre divertido y horrorizado, mientras se levanta te viene a la memoria el pequeño Tom, aquel amigo retrasado de la infancia, que se pasaba las tardes enteras dando vueltas sobre sí mismo, y luego trataba de caminar en línea recta, hasta que se caía de culo y el cabrón de Ben se reía hasta que se le salían los mocos por la nariz o se orinaba en los pantalones.

«Joder», piensas. «Deben de estar drogados o bebidos».

—¡No des un paso más, gilipollas! —vociferas, mientras estiras el brazo, apuntándole con el cañón del revolver entre los ojos vacíos.

Rezas para que aquel demente comprenda que no vas a dudar en apretar el gatillo, en caso de que dé un paso más. Que no te importa cargarte a un tío capaz de comerse un perro crudo.

—¿Por qué, coño, hacéis eso? —preguntas—. ¿Os habéis vuelto locos de remate?

No te escucha o no se toma en serio tus amenazas.

Porque sigue avanzando.

—Último aviso, cabrón —le espetas, al mismo tiempo que te lamentas de haber tomado la mala decisión de emerger de entre las sombras e implicarte en una situación que se está complicando a medida que transcurre el tiempo—. Párate, o te pego un tiro…

«Mierda», piensas. «Le he dejado acercarse demasiado. Si alarga el brazo, podría alcanzarme».

Aprietas el gatillo. Tres estruendos, acompañados del mismo número de fogonazos. Los impactos en las inmediaciones del pecho provocan que el tipo pierda el equilibrio y caiga de forma aparatosa, hacia atrás. Sus pies se han levantado del suelo, y la nuca ha soportado todo el peso de su cuerpo. Si no le han matado los disparos, seguramente la caída lo habrá hecho.

No dejas de pensar en que has sido un estúpido por haberte metido en este fregado, pudiendo haberlo evitado, simplemente, siguiendo tu camino. Ellos no se habían enterado de tu presencia, fuiste tú quien te descubriste y la hiciste notar. Por culpa de tu extraño sentido del honor y tus absurdos principios morales, ahora, quizá tengas que matarlos a todos.

«Solo era un perro. Un maldito perro», piensas, decepcionado contigo mismo. «Incluso, puede que fuera su propio perro».

Vera debe de estar muy asustada y preocupada.

Tienes que llegar al piso franco cuanto antes. Además, Peter te lleva algo de ventaja, y tiene que estar ahí. Y no quieres que esté a solas con ella, hasta que no te cuente con pelos y señales qué pasó exactamente en el banco.

«Joder, y Frank… Maldita sea», piensas. «Espera, espera un momento. Deja de darle vueltas a eso. Tienes cosas más importantes entre manos con las que lidiar».

Miras a los otros. Crees que son tres, no cuatro.

Jurarías que habías visto cinco figuras en torno al perro.

Da igual. Déjalo. Se están moviendo. Tienes qué hacer algo.

El estruendo y la luz de los disparos debe de haberles llamado la atención. Cada vez que miras a la niña se te revuelven las tripas.

Se están levantando. Del perro no quedan apenas más que huesos. Lo han devorado en cuestión de minutos.

«¡Hijos de puta!», piensas.

Vuelves a levantar el revolver y los apuntas, pasando de uno a otro, con el fin de que todos se den por aludidos.

Aunque encañonas durante más tiempo a aquel que osa acercarse más a ti.

Un gorgoteo. Sí, puedes oírlo. Suena aceitoso. Como si algo entre sólido y líquido se desparramase.

«Espera», piensas, «en el suelo, el tipo que le faltaba media cara, brega por incorporarse».

—¿Qué cojones sois? —exclamas.

Los otros tres te están rodeando de forma poco sutil.

Además, de la niñita y el tipo de media cara, hay una mujer de unos treinta o cuarenta años, a quien parecen haberle comido el brazo hasta el codo; y un chaval, de catorce o quince años, con una gorra de los Yanquis, que camina con la cabeza exageradamente ladeada, como si tuviera fracturado el cuello.

Están menos destrozados que el tío que acabas de derribar a balazos, pero sus heridas, junto con el hecho de que parezcan una familia grotescamente feliz, les proporciona un aspecto mucho más turbador de lo que te gustaría.

El hombre de media cara, se queda sentado, mientras intenta echar su cuerpo hacia delante y hace palanca con las piernas. Una de las balas le ha atravesado el pómulo de abajo arriba y ha provocado que los escasos tejidos que quedaban parezcan más las tiras de un filete grasoso pegado a la cara, que la piel de un ser humano.

Dejas de mirarlo. Hay cosas más apremiantes que resolver ahora. La familia feliz viene hacia ti, como si caminaran sobre una pista de hielo.

No crees que puedan cogerte, si sales cagando leches de ahí. Y tampoco parecen muy organizados.

Simplemente te rodean, por instinto.

«Que se encargue otro imbécil de ellos», piensas.

«Me marcho. Decidido».

Disparas al aire, y los tres retroceden, desorientados.

Aprovechas su confusión para penetrar por el pasillo que se abre momentáneamente entre ellos. Corres lo más deprisa que te permiten tus piernas. De pronto, notas como si tu tobillo se desgarrase y te ves yendo de boca hacia el manto de hierba, sin tiempo de protegerte con las manos.

La violencia del impacto, provoca que te retumbe la cabeza, como si dentro de ella golpeasen un gong.

Inmediatamente, separas la cara de la hierba, y miras por encima del hombro, imaginando que ha sido el cabronazo al que disparaste, quien te ha enganchado, pero tus ojos te demuestran que te equivocas de pleno.

Había otro más, sólo que entre las sombras no pudiste verlo con claridad y le perdiste el rastro. Está enganchado a tu pierna y trata de morderte por segunda vez.

«¡Dios, es casi un bebé!», piensas, mientras tratas de defenderte de su brutal acometida. «¡Joder, qué voy hacer! ¡No puedo dispararle!».

Tratas de desembarazarte de él, empujándolo con las manos y sacudiendo la pierna a la que se aferra, mientras tratas de darte la vuelta.

Consigues girarte, y separar su reducido cuerpo lo suficiente para que dejes de notar la presión de sus yemas de los dedos. Entonces, levantas su pequeña barbilla, empujándola con una de sus manos, cuando ves que se dispone a clavar sus anómalos dientes en tu pierna, con cuidado de que no te coma los dedos.

El bebé está completamente desfigurado. Sientes ganas de vomitar.

«¡Cómo puede tener tanta fuerza!», piensas. «¡Es imposible!».

Su supuesta familia se encamina otra vez hacia ti, y hay algo más. Sí, una especie de murmullo o cántico gutural. Tiene que haber más cosas de esas pululando por el parque.

«Lo siento, chico», piensas, mientras mete el cañón del arma en la boca del bebé y aprietas el gatillo.

Su cabeza estalla en cientos de pedazos, como reventaría una sandia a la que han colocado un petardo en su interior, al mismo tiempo que una lluvia de hueso, sangre y carne se cierne sobre tu cara crispada por el horror de lo que acabas de hacer.

Como consecuencia del disparo, el niño sale despedido hacia atrás. No le miras. No quieres ver cómo ha quedado. Sólo tienes que correr. Huir.

«Me da igual a cuantos de estos cabrones tenga que llevarme por delante para reunirme con Vera», piensas, fruto de la ira y el miedo que se entremezclan en tu corazón.

«El dinero, joder», recuerdas. «Tengo que haber dejado caer la bolsa en medio de todo el caos».

Miras al suelo. No está.

«¿Qué ha pasado con el dinero?», te preguntas.

«Espera, espera… creo que no llegué a sacarlo del coche».

Tienes que regresar. Después de lo que has pasado, no puedes volver con las manos vacías. Es vuestra única manera de prosperar. De salir de este maldito agujero y dejar de jugarte la vida o la cárcel por sacar unos sucios pavos.

«No habrá más robos», le prometiste a Vera. «No más trapicheos».

Está decidido. Te da igual que el parque esté repleto de monstruos, y que los murmullos vengan de la misma dirección de donde se encuentra el coche.

Regresas, corriendo entre aquellas parodias de vida, y te das cuenta que, de alguna manera, han aprendido.

No necesitas apretar el gatillo para que retrocedan. Basta con hacer ademán de disparar, y dudan, lo suficiente para permitirte el paso.

Corres, iluminado sólo por los escasos haces de luz que logran atravesar las nubes color ceniza y las frondosas copas de los árboles. Saltando arbustos y bancos para seguir en línea recta.

Miras en derredor, sin detenerte, y te das cuenta de que otra vez te están rodeando. Debe de haber más de una decena de aquellos bichos grotescos. Pequeños destellos, quizá el reflejo de sus ojos, tal vez cualquier objeto metálico que lleven, delata su presencia. El murmullo se convierte en una especie de gruñido coral, cuando se acercan los unos a los otros.

No crees que puedan comunicarse, pero esa especie de desagradable sonido gutural parece una especie de lenguaje ancestral.

Menos mal que son tan lentos, sino estarías de mierda hasta las trancas. Atento. No te desconcentres… mira lo que pasó con el bebé.

«Joder», te lamentas, «he matado a un recién nacido. No creo que pueda perdonármelo nunca. Me importa una mierda que fuera él o yo. Le disparé a bocajarro. No podré olvidar esa imagen mientras viva. El mundo debe estar muy jodido para que pasen estas cosas».

Céntrate; ahí está el coche.

Sales del parque, y al llegar a la acera, de la nada, aparece un monstruo, que se abalanza como una cobra.

«Cómo pueden ser tan lentos para desplazarse y tan rápidos para echársete encima», te preguntas.

Giras sobre ti mismo.

«Dios, éste está podrido», piensas. «Parece que llevara muerto semanas. Espera, joder. No me quedan balas…».

Le golpeas violentamente con la culata del revólver.

Pero antes de que caiga, sientes la presencia de otro, detrás de ti. Te giras, cuán rápido eres capaz, y apenas consigues interponer el antebrazo, debajo de su mandíbula, para evitar que su boca se acerque lo suficiente como para poder morderte.

Forcejeáis. Estas cosas son mucho más fuertes de lo que aparentan. Le estampas contra la valla metálica del parque, y por un momento crees que ambos vais a perder la verticalidad. Pero en el último momento, eres capaz de estabilizar tu posición.

Él trata de morderte, constantemente; más pendiente de alcanzarte que de coordinar su cuerpo. Tú sigues empujándole contra la valla y buscando una oportunidad de apartarlo lo suficiente, como para poder echar a correr.

Miras por el rabillo del ojo, cuando el desagradable sonido gutural aumenta de volumen. Hay un montón de bichos rodeándote.

«Qué coño sois, hijos de puta», piensas.

Todos parecen estar en bastante peor estado que la familia que encontraste en el parque. Amputaciones, pústulas, quemaduras, fracturas, contusiones, vísceras y sangre… sobre todo sangre.

Algunos tienen tan poca epidermis cubriéndoles, que parece que alguien les hubiera dado la vuelta… puestos del revés. Es asqueroso. Y el hedor que desprenden es tan repulsivo, que tienes que hacer de tripas corazón para no echar hasta la última papilla.

No crees que puedas salir de ésta. Te están rodeando. No sabes si lo hacen de forma consciente o no, pero se están interponiendo entre el coche y tú.

Miras al ser grotesco con el que luchas y no puedes evitar fijarte en que su boca es hogar de gusanos y otras cosas repugnantes que no logras identificar.

Cada vez están más cerca. Te tienen bien cogido.

Estás en clara desventaja. Se te van a comer vivo.

De pronto, oyes un estruendo y la cabeza de tu oponente revienta, mientras tú miras, perplejo, y te preguntas si llegará el momento en que no te sorprenda cómo estallan.

John 1

Amy está a punto de morir, a menos de diez yardas de donde te encuentras, y tú eres incapaz de seguir corriendo.

«Olvida el dolor que te oprime el pecho», piensas. «La vida de tu mujer está en juego. No puedes perderla; así, no».

Eres consciente de que Amy es lo más preciado que tienes en tu vida, aparte de tu hijo, esté muerto o vivo. Es la única mujer con la que has estado en toda tu vida. No hubo ninguna otra, porque supiste que te casarías con ella, desde el preciso instante en que la viste aparecer de hombros de su padre, cuando su familia se mudó a esta zona del país.

«Tu pecho no tiene por qué explotar», te dices.

«Basta con que te tranquilices, y trates de acompasar la respiración. Afloja la tensión un poco. Deja de apretarte, con las puntas de los dedos de tus manazas, la zona del esternón».

Si sigues tan alterado, no vas a la lograr salir de ésta.

Y si no sales de ésta, si no reaccionas, y haces algo por impedir lo que está a punto de pasar, entonces, sí, que será mejor que tu corazón deje de latir. Porque de seguir viviendo, dudas que puedas superar la muerte de tu esposa; y menos, en estas circunstancias.

«¡Vamos! ¡Levántate! ¡Corre!», tratas de arengarte.

«Si te sientes mejor así, llora como un chiquillo; haz lo que te dé la gana, pero lucha, maldita sea», piensas. «Las lágrimas no tienen porque ser malas. Pero no te des por vencido, hasta que sea inevitable. No hagas eso, no se te ocurra esconder la cabeza entre los hombros y acurrucarte a la espera de que el mundo vuelva a la normalidad por arte de magia».

Tu existencia acaba de entrar en una espiral de locura, de la que solo tú puedes bajarte. No pudiste hacer nada por tu hijo, si quieres sentir, ahora, la misma frustración e impotencia que sentiste entonces, quédate de brazos cruzados. El dolor nunca te ha maniatado.

Siempre has sido capaz de sobreponerte. Aunque resulte insoportable, debes vencerlo. Reponte, maldita sea. Deja de jadear y céntrate.

Ponte en pie. Postrado y jadeando como un animal apaleado no vas a salvar la vida de tu esposa. Y sin ella a tu lado, tu vida tiene el mismo valor que un jarrón roto en pedazos. Ella forma parte de tu alma.

Fíjate en tus ojos, mira como se resisten a entregarse a la derrota que parece haber asumido el resto de tu cuerpo, como contemplan, ávidos, a pesar de lo borroso de las imágenes que llegan a tu confuso cerebro.

Eso es, despacio, intenta tomar aire, recuperar fuerzas suficientes como para ponerte otra vez de pie.

Puedes conseguirlo. Sientes como con cada nueva bocanada de aire, un tropel de agujas descendieran por tu garganta.

Gritas, y tu voz se quiebra por la rabia.

Tienes la impresión de que tu cuerpo está ardiendo, pero sabes que es fruto de la tensión a la que estás sometiéndolo. Sigue, no pienses en lo que pueda pasarte si sobrepasas el límite. Además, si mueres, habrás muerto intentando salvar lo que más quieres en este mundo, tu razón de existir. Si hay alguna posibilidad de evitar lo que, en lo más hondo de ti, sabes que va suceder, debes, al menos, intentarlo.

Sabes lo que está pasando, ¿verdad? Una maldita angina de pecho. Eso es lo que está pasando.

Quizá, Amy hubiera agradecido que le hubieses contando lo que pasó el verano que George decidió marcharse al ejército, cuando ella visitaba a su hermana y el pobre George te encontró, tirado en el suelo del salón, retorciéndote como un animal herido, esperando la muerte.

A una madre le gusta saber que puede que el hecho de que, de repente, su hijo haya decido alistarse en el ejército, e irse a jugarse la vida al otro lado del planeta, tal vez tenga algo que ver con que su padre le defraudase.

Resulta muy duro aceptar que tu padre es tan imperfecto como cualquier otro individuo.

Nunca te dijo por qué se alistó, pero hasta aquella noche jamás había mostrado el menor interés por la vida militar. Más bien al contrario, pues le encantaba pronunciarse como pacifista.

George tuvo que llamar al doctor Morrison. Cuando éste se presentó, ya me sentía mejor. «Él me hizo un chequeo completo y me comentó que el ataque que había sufrido podía haber sido consecuencia de padecer una angina de pecho».

Cuando el doctor se marchó, enfadado, porque dijiste que no te ibas a hacer ninguna prueba médica ni a tener más cuidado, que hasta entonces; que dejarías este mundo cuando Dios decidiese que era el momento y no cuando lo dijera un médico, le rogaste a George que te guardara el secreto y que no le contara a su madre lo que había visto. Le insististe en que sólo había sido un susto, que no tenía importancia, que si lo hacía, si no guardaba el secreto, Amy, su madre, no le dejaría seguir trabajando en el campo; y eso era algo que todavía no se podían permitir. Después de haberse jubilado, el campo era lo único que le hacía sentirse útil.

Además, le dijiste que su madre te acabaría matando si te pasabas todo el día dentro de casa, que era mejor morir a manos de la naturaleza que tras un leñazo con la sartén.

A George no le hizo ninguna gracia tu broma y por primera vez en su vida, le viste totalmente fuera de sí.

Creíste que se te partiría el alma, y quisiste abrazarlo, como no habías hecho desde que tenía doce años. Él se apartó, eludió tu abrazo, te rechazó, dándote el empujón más doloroso de tu vida; no por la fuerza, sino por lo que significaba.

No quería de ti amor, John, sólo que mostrases el sentido común que se le presupone a un adulto.

George se marchó, al igual que el doctor, enfadado, muy enfadado; pero, al contrario que el doctor, y como cualquier muchacho haría, dejó constancia de sus sentimientos dando un portazo y jurando que iba a contárselo todo a su madre.

Tú te quedaste sentado en el sofá, llorando, no porque se lo fuera a decir, sino por el miedo que habías visto en los ojos de tu hijo. Por primera vez el hijo veía flaquear al padre, y el padre no podía proteger al hijo.

De pronto, sientes una fuerte punzada de dolor en tu brazo izquierdo y una presión inhumana en el pecho, y tu cuerpo se niega a seguir corriendo. Caes, y tus rodillas golpean la tierra de cultivo.

Tomas conciencia de que Amy va a morir.

Sientes como tus dedos se aferran a la tierra, fruto de la furia y la impotencia que te corroe por dentro.

Ves cómo el cuerpo de Amy se sacude con vehemencia, antes de que sus piernas se doblen y ella caiga y tú sepas que ya está muerta.