Deberías levantarte —le aconsejó la voz—. Los dioses muertos te esperan.

Cazarratas abrió los ojos. Ante él se extendía una habitación vacía de piedra negra veteada de hebras turquesas y grises. Estaba en penumbra pero podía ver perfectamente las enormes columnas y gigantescas estatuas que sostenían el techo arqueado.

Podía ver perfectamente.

—MIs ojos —dijo y se incorporó—. ¡Mis ojos!

Sus manos, sus suaves manos, volaron hacia su rostro por la sorpresa. Su piel estaba intacta y los rasgos seguían siendo los mismos que recordaba. Miró hacia abajo y vio su cuerpo, desnudo e incólume. La piedra que había bajo él estaba placenteramente fría y lo que sentía no era dolor sino la sensación de encontrarse a una temperatura perfecta.

Por primera vez en los dioses sabían cuánto, no sentía dolor.

—¿Dónde estoy? —inquirió sabiendo que era una pregunta absurda pero incapaz de contenerse.

—Sabes dónde estás —respondió la voz y su propietario se dejó ver—, pero puedes preguntar si eso te hace sentir mejor.

La criatura poseía la apariencia de un humano, de la misma forma que la tiene un espantapájaros o la muñeca de trapo de una niña. Unos harapos cubrían su desnudez y se enredaban con los jirones de carne que pendían de sus huesos putrefactos. En la cuenca de uno de sus ojos asomaban gusanos retorcidos que serpenteaban, goteaban y caían al suelo. El otro ojo era perfecto y hermoso, de un color azul brillante en la oscuridad. Su barbilla y sus rasgos eran afilados y su cabello fino y largo. Era un varón; su miembro se dejaba entrever entre los harapos, pero su voz era más aflautada y femenina de lo que cabría esperar. La figura se movía con elegancia y Cazarratas podía percibir el poder que emanaba de él. Se dio cuenta de que estaba conteniéndose y se sintió agradecido por ello.

—Sé que es mejor que preguntar quién eres —dijo con precaución.

La criatura asintió y sonrió.

—Ya veo que has aprendido. Soy un mensajero; date por satisfecho y no hagas más preguntas. Ahora levántate, levántate. Ya has descansado lo suficiente. Levántate, Cazarratas. Tienes cosas que hacer en otro lugar.

Se levantó lenta y torpemente. Se percató de que esperaba la punzada de dolor, esperaba la agonía en los miembros que el sacerdote Inmaculado había hecho añicos o en sus arruinados ojos. Pero no hubo dolor, sólo la fuerza y el poder que había perdido en aquella noche lluviosa y lejana cuando disgustó por primera vez a su señor.

Rió entonces y el sonido persiguió a su propio eco entre las paredes de la cámara. Jugó a embestir y parar, con una espada imaginaria que estaba afilada y brillaba aún en su recuerdo. Cada movimiento era grácil y sencillo; los músculos de su cuerpo se adelantaban a maniobras que ya conocían desde hacía tiempo.

—¡Sí! —exclamó y se movió con mayor seguridad. El guía lo observó e incluso aplaudió con cortesía después de un movimiento especialmente complicado.

Cazarratas, avergonzado, se detuvo y dejó caer las manos a los costados.

—Perdóname —dijo—, dijiste que teníamos que marcharnos…

La criatura asintió.

—Y así haremos, pero creo que también había tiempo para esto. Te ayudará a escoger más tarde.

—¿Más tarde? —repitió Cazarratas.

—Más tarde —asintió, y lo guió fuera de la habitación.

Caminaron durante mucho tiempo, pero Cazarratas no sentía hambre ni sed. El aire resultaba agradable y fresco sobre su piel desnuda, y disfrutó de cada una de las pisadas sobre la piedra, la suave tierra o el oxidado y cálido metal. Atravesaron pasillos que habían sido construidos por manos laboriosas y otros que, semejantes en su forma a gusanos, habían sido excavados en la tierra. Cada uno estaba iluminado con una placentera penumbra y todos ellos guiaban sutil e irremediablemente hacia abajo.

Cazarratas lo aceptó, incluso a sabiendas de que era poco probable que volviera a recorrer el camino de regreso. Pocos lo hacían. Muy pocos.

Finalmente llegaron a un acantilado de piedra gris desgastada que se proyectaba sobre un abismo vasto y oscuro. De casi la misma anchura que un hombre, se arqueaba de manera inaudita sobre las tinieblas, y los vientos de las profundidades aullaban por encima de él y a su través. Sin quererlo Cazarratas se echó a temblar y su guía sonrió.

Caminó hasta la base del precipicio, miró más allá del borde y luego a Cazarratas que estaba a varios pasos de distancia.

—Tienes frío —dijo.

—Sí.

—Así debe ser. Los sientes a ellos. Si sólo fuera frío, no sentirías nada. No en este lugar estando como estás. Pero el frío que ellos te causan es diferente, ¿verdad? —La criatura sonrió, sus putrefactas encías de brillante color rojo sobre los dientes perfectos—. Están esperándote ahí abajo, ¿sabes? Impacientemente, pero lo están haciendo.

—¿A mí?

Se dio cuenta de que no podía apartar la mirada del vacío. ¿Había luz en las profundidades? Creyó ver algo que brillaba muy débilmente, una luz blanquecina como la estela de las estrellas fugaces recortándose contra el cielo nocturno. Estaba fascinado y siguió mirando. La luz tenía una forma, estaba seguro, una que casi podía discernir. Sólo un momento y podría ver…

Con un grito se apartó del borde del precipicio, arañando la piedra con manos y pies. El viento del vacío se volvió más fuerte y frío cuando lo hizo, y buscó asideros en la piedra a los que poder agarrarse si las ráfagas intentaban llevárselo.

No los había. Durante un momento se sintió presa del pánico, pero la risa de su guía lo devolvió a la realidad.

—Oh, Cazarratas, eres afortunado. Los has visto, ¿verdad? Eso no es algo que concedan a todos sus pequeñuelos. —Su risa se transformó en tos, pero el regocijo seguía siendo evidente en su ojo sano—. Y lo has encajado bien. Fuiste una buena elección.

Cazarratas abrió la boca para responder, pero la bestia levantó una mano para evitarlo.

—Conozco tus preguntas mejor que tú mismo. Permíteme que hable durante un momento y que sea yo quien formule las preguntas. Entonces quizás llegues a la conclusión de qué es lo que deseas saber. O necesitas saber. Quizá incluso ambas. ¿Te parece bien?

Se acuclilló despacio y asintió, sombrío.

—No es que tenga otras alternativas.

—Oh, siempre hay otra alternativas —respondió y señaló el abismo con un movimiento de la cabeza—. Aunque sospecho que no es eso a lo que te referías. ¿Estoy en lo cierto? Excelente. Entonces déjame que empiece con el interrogatorio. Tú, a menos que me hayan informado mal, deseas saber qué se espera de ti y por qué estás aquí.

Se volvió a medias y la cabeza inclinada en actitud de escucha respondió afirmativamente.

—Sí. —Cazarratas se mordió el labio—. Yo no debería estar aquí. Debería estar… —Calló, sumiéndose en un estado de perplejidad y dolor.

—¿Muerto? Sí. Y lo estás. —La risa de la criatura era un seco resuello—. Pero ésta no es la clase de muerte que esperabas, ¿verdad? Y eso es lo que te confunde.

—Sí —repitió y se arrodilló. No sabía por qué lo había hecho, parecía lo más apropiado, y se sintió feliz al comprobar que el ser sonreía con benevolencia  al contemplar el gesto—. Debería estar en otro lugar. He fracasado. He fracasado en demasiadas ocasiones. No merezco —alzó las manos y las miró— esto.

—¿Y qué es esto? ¿Conoces todo cuanto ha de acontecerte en este lugar? No busques un dolor que todavía no existe, Cazarratas. —Su larga lengua serpenteó nerviosa entre los labios—. ¿Crees entonces que deberías ser castigado? ¿Castigado por tus fracasos? ¿Azotado con las picaduras de los escorpiones y despellejado con los colmillos de una serpiente? Pobre, pobre idiota.

Cazarratas levantó la cabeza, confuso.

—No entiendo —dijo—. Cuando fallé al Príncipe de las Sombras, me castigó. Estoy convencido de haber fallado también a esos que moran en las sombras. ¿No debería ser castigado también por ellos?

Inesperadamente, el guía hizo una mueca.

—¿Es eso todo lo que has aprendido? No me extraña que no seas más que una herramienta —dijo, escupiendo gusanos al suelo—. No creas saber cuál es la voluntad de los dioses muertos ni decidas si deben o no estar satisfechos contigo. El siervo al que se le azota demasiado, acaba siendo miedoso y no obediente. La diferencia es importante.

—Entiendo.

—Quizá sea así, aunque lo dudo. No tiene importancia y no la tendrá hasta que tú tengas tus propios siervos. Si es que —continuó con rapidez— los llegas a tener. Pero éste no es un asunto del que debamos hablar hoy. Lo que debemos discutir es tu servicio. Ésa es la razón por la que te bajamos del lugar de tu tormento y trajimos tu espíritu hasta aquí. Estás aquí para que juzguemos tus fracasos y aciertos. Tal vez sea necesario que realices un sacrificio. Puede que seas recompensado. Es posible que seas destruido por completo. No depende de mí. Sólo soy tu guía y tutor. La decisión final la tienen aquellos que residen en el interior del abismo.

—Soy su siervo.

—Sí y todos son conscientes de ello. —Cogió su mano entre las suyas, putrefactas, y tiró de él hasta obligarlo a ponerse en pie—. Acompáñame.

Caminó hasta la base del tentáculo pétreo que sobresalía por encima de la oscuridad.

—Ve —susurró—. El lugar en el que debes ser juzgado está justo al final. Vamos, ve.

Cazarratas caminó, asustado. «Mantén la vista en alto —se dijo a sí mismo—. No mires abajo. O, mejor dicho, no vuelvas a mirar abajo». Se arrastró temeroso por el travesaño; sus pies buscaban asidero en la fría y resbaladiza piedra.

—Un poco más lejos —dijo el guía.

No había ya alegría en su voz. Cazarratas pensó que si su guía hubiera querido hacerle algún mal, habría aprovechado cualquier oportunidad anterior para hacerlo. Pero recordó los juegos sádicos y agónicos que se desarrollaban ante la mirada del Príncipe de las Sombras y no pudo evitar sentirse nervioso. Dio un pasito, luego otro y, de repente, los dedos de sus pies pendieron del vacío y se irguió desnudo contra el viento.

Debajo la luz cobró intensidad y el color cambió del blanco a un furioso morado oscuro. Podía percibir la presión sobre su piel y durante un momento pensó que lo levantaría y se lo llevaría en volandas. La luz se hizo más brillante, tanto que tuvo que cerrar los ojos y la fuerza contra su piel se hizo irresistible. Sintió que sus pies resbalaban y gritó, se abalanzó entonces sobre la piedra para aferrarla con ambos brazos. Al hacerlo, percibió un temblor y supo que el promontorio de piedra al que se agarraba con fuerza estaba cediendo. Pese a tener los ojos cerrados, la luz lo cegaba y quemaba, y entonces se sintió caer abrazado todavía al bloque de fría piedra y sin esperanzas de llegar nunca al fondo.

«Perdóname, mi Príncipe», se descubrió pensando y dejó de pensar.

Despertó, una vez más, frente al pútrido gesto sonriente de su guía.

—Bienvenido —dijo—. Han estado debatiendo mucho tiempo. Horas, quizá días. Es posible que incluso años. El tiempo no transcurre aquí como en otras partes.

Cazarratas gruñó.

—Caí —dijo—. Recuerdo haber caído…

El guía asintió.

—Desde luego. Aunque no de la misma manera que una hoja de un árbol. De hecho, te cogieron y te acercaron a donde se encontraban. Sentían curiosidad, ¿sabes? Mucha curiosidad.

Se incorporó; le dolía la cabeza.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Me han juzgado?

La criatura lo miró con expresión burlona.

—¿Existes aún?

Cazarratas se miró el cuerpo. Seguía como antes, incólume y pálido, musculoso.

—Sí, eso parece.

—Te han juzgado, sí, y han debido de encontrarte valioso, al menos parcialmente.

—¿De veras? —Se le hizo imposible ocultar el alivio que sentía. Debía reflejarlo también su rostro porque el guía le sonrió con su horripilante sonrisa.

—Así es. Escucha el fallo de los dioses muertos. Dice así: "nos has servido mal y al hacerlo, lo has hecho bien."

Cazarratas parpadeó y se mordió la lengua para no decir ninguna tontería.

—¿Cómo? —Era lo único que se permitió preguntar. El rostro del mensajero estaba retorcido por el dolor, la voz que emergía de sus labios no era la suya.

—Has fracasado en todas las tareas que se te han encomendado y en tus fracasos nos has revelado los propósitos de nuestros enemigos. Localizaste al chiquillo, la esperanza de la luz, pero no pudiste apresarlo. Llevaste una espada a tu señor, pero la robó su siervo de mayor confianza y, sin embargo, también esto servía a nuestros deseos. Has luchado con los elegidos del sol y has perdido, y al hacerlo has descubierto la debilidad de tus enemigos. Nos has enseñado que debemos perseguir a Retón, cuya protección hacia el niño ya no podemos negar. Has cumplido todas estas tareas, sacrificando tus miembros, tu carne y tus ojos. Éstos te los renovamos. Vete ahora si lo que buscas es vengarte. Vete con nuestras bendiciones y haznos un sacrificio de sangre. Haz que los ríos olviden que el agua una vez fluyó en sus bancos y consigue que el mar pinte, con las mareas, las costas de fresco carmesí.

»O, si lo deseas, puedes ir en busca del olvido y el tormento. Lo que más te plazca. Te lo concederemos porque tus fracasos son nuestra gloria. Escoge.

Cazarratas se mojó los labios con nerviosismo. Renacer en su cuerpo y obedecer una orden de asesinar. ¡Aquello tenía que ser una bendición! Podía oír los gritos, oler el humo y la sangre caliente. No tendría que acatar más recados absurdos, no tendría que ir a buscar y traer cosas, podía prestar servicio a los dioses muertos sin temor a ser enviado en busca de un sacerdote errabundo o un niño llorica.

El olvido podía ser muy dulce, pensó. La nada, el fin del padecimiento. Quizá cuando hubiera terminado su trabajo. Pero ahora había llegado la hora de la venganza. Se habían reído de él, lo habían humillado y apaleado. Los sacerdotes, los niños y las mujeres ancianas aprenderían con quién habían estado jugando. Aprenderían antes de que los matara.

—Escojo la resurrección —dijo en un excitado hilo de voz—. Escojo la sangre y el pillaje por vuestra gloria y os dedicaré grandes sacrificios cuando haya renacido.

—Que así sea.

El guía extendió la mano sobre el suelo y murmuró una palabra que Cazarratas no pudo oír, y a continuación se apartó. De la tierra brotaron unos peldaños forjados en negro acero y piedra aún más negra. Un fiero enrejado puntiagudo rodeaba las escaleras. Las púas de las picas estaban manchadas de óxido.

—Ése es el camino que debes seguir —dijo el mensajero con su voz. Sonó vacía, hueca y triste, y, durante un momento, Cazarratas lo compadeció—. Encontrarás una puerta al final de la escalera, una puerta que te conducirá a un lugar familiar. Estará abierta para ti. Tu espada y armadura te estarán aguardando en el umbral y habrá siervos allí que se aprestarán para la batalla. Vuelve a tu antiguo servicio, pues también esto es voluntad de los dioses muertos, acude junto a tu Príncipe. Te necesita.

Cazarratas hizo una reverencia humildemente.

—Así lo haré y con alegría.

Situó un pie sobre el primer peldaño y comprobó que podía soportar su peso. Parecía sólido, de modo que ascendió al siguiente.

Algo frío y húmedo lo agarró del codo. Se giró, la mano del guía lo tenía apresado.

—Y… Cazarratas —siseó—, encuentra a Wren. Encuéntralo y mátalo. Serás bien recompensado por ello.

Sonrió.

—¿Es ése también un deseo de los dioses muertos?

—No —dijo el guía—, es mi deseo y ellos están de acuerdo.

—¿Y quién eres tú para que los dioses se muestren conformes con tus anhelos?

El guía hizo una reverencia burlona.

—Me llaman Idli. Dale recuerdos a Wren antes de matarlo. Yo lo haré después.

—Entiendo —dijo Cazarratas—. Cuenta las horas hasta que te envíe su alma. —Y diciendo esto, ascendió hacia la oscuridad.

Idli observó su marcha con cierto interés. El juicio lo había sorprendido de la misma manera que lo habían hecho las revelaciones de los dioses muertos. Pero ahora se sentía renovado. Transformado. Puede que incluso eficaz.

Decidió, después de un momento de reflexión, que podría haberse compadecido de Eliezer Wren si estuviera en su naturaleza apiadarse de cualquier cosa.

—Te volveré a ver, sacerdote —susurró al aire—. Te veré muy pronto.