Los tocones de los arbustos de laurel de montaña seguían en el mismo lugar cuando Wren llegó al camino. El arroyo que había flanqueado, no. Allí donde una vez hubo un flujo de agua fangoso y generoso, quedaba ahora un barranco plano y vacío, cuyo suelo estaba formado de barro agrietado y sembrado de piedras. Juncos secos y amarillentos crecían allí donde había llegado la línea del agua y algunos hierbajos de mayor reciedumbre se habían abierto paso hasta el mismo canal.
Parecían, pensó Wren, los últimos pedazos de carne en un esqueleto bien roído. Pasó rápidamente junto a los juncos y llegó hasta el lecho del arroyo. Hincó una rodilla en el suelo y examinó el polvo del suelo entre sus dedos. Estaba reseco y se desmenuzaba fácilmente. Un polvillo de color de un pálido pergamino se dejó llevar por los aires en una brisa. Frunció el ceño. Todavía con el ceño fruncido, se dirigió a una piedra cercana y le dio la vuelta. La tierra que había bajo ella también estaba seca y curiosamente vacía de los pequeños animales reptantes que uno esperaría encontrar.
—Esto es muy extraño —se murmuró y ladeó la cabeza para escuchar.
Sobre su cabeza, el sol se elevaba en un cielo despejado. Soplaba una brisa constante desde el oeste, meciendo las hojas y hierbas secas al pasar. Pero no había otro sonido. No había insectos zumbando en los arbustos, ni pájaros piando en las copas de los árboles y tampoco había ranas croando desde los huecos bajo las piedras.
El arroyo y todo lo que había vivido en él había desaparecido.
Wren se levantó emitiendo un sonido leve de disgusto. Miró tras él, pero no había otra cosa que más polvo iluminado por el débil sol invernal. Caminaría río arriba, encontraría allí las respuestas que andaba buscando y, con suerte, también a Rhadanthos.
Una hora después, una mirada expectante habría visto a un Eliezer Wren frustrado, sentado en una piedra en medio del lecho de un arroyo vacío, maldiciendo de una manera impía y rebuscando en su mochila una pieza de fruta seca que había comprado la semana antes. El recorrido río arriba no le había proporcionado ninguna respuesta, sólo un misterio aún más profundo dispuesto entre piedras manchadas por algas muertas. No había señal del agua en ninguna parte. No había ni una gota y, según sus estimaciones, había sido así desde hacía algún tiempo. Una vieja erosión se adivinaba en algunos de los diseños dibujados por los sedimentos, pero ni siquiera en los estanques más profundos había signos de humedad. Lo que fuera que había secado el arroyo, lo había hecho a conciencia. Es más, lo había llevado a cabo hacía algún tiempo. Las hierbas acuáticas y musgo hacía tiempo que habían desaparecido, como ocurría también con los cadáveres de los peces que podían haber morado allí. Las conchas abarrotadas de arena evidenciaban que habían vivido allí crustáceos y caracoles de agua dulce, pero ya no quedaba ni uno.
Wren había examinado la tierra a determinados intervalos. En todas partes era igual: fina, seca y que se desmenuzaba con facilidad. Las respuestas no se manifestaban por arte de magia y tampoco había voces susurrando la historia de lo que había acontecido allí. Sólo había un lecho seco y ni una señal de aquéllos, naturales o sobrenaturales, que habían vivido en él.
Frunció el ceño. Al cabo de un rato encontró la bolsa de cuero en la que guardaba la fruta. Los dátiles estaban resecos y duros, las tiras de manzana mucho peor y, después de unos bocados sufrió un acceso de tos. Escupió unos pedazos de lo que, en otra época, podría haber sido una raíz. Encontró el pellejo de agua y bebió un largo sorbo de él.
Se dio cuenta de que estaba casi vacío y eso era un problema. Había contado con poder rellenarlo en el arroyo y si no encontraba agua pronto, tendría serias dificultades. Una mirada al cielo le recordó que no recibiría ayuda por esa parte; las pocas nubes que habían cubierto el cielo temprano, se habían evaporado y dejado al sol sonriente dominar los cielos.
—Menuda ayuda —farfulló y bebió otro sorbo de su pellejo.
Sufrió otro acceso de tos y el agua salió disparada desde sus labios. Aterrizó sobre el suelo dibujando oscuras tracerías y, disgustado consigo mismo, Wren cerró el pellejo y se giró para guardarlo.
No llegó a hacerlo porque algo en el suelo llamó su atención.
El agua que había perdido de forma accidental, esas gotas escasas y valiosas, no permanecían en el lugar en el que habían caído. En lugar de ello, se deslizaron y unieron, formando un estanque diminuto y estirándose hasta formar una sola palabra que decía:
—Socorro.
Wren miró la palabra fijamente durante un largo instante. Luego, con un siseo, el suelo absorbió el agua que desapareció.
Se acercó al suelo y pasó la yema del dedo por donde la humedad había estado sólo un instante antes. Estaba, como esperaba, absolutamente seco.
Llevaba todavía en la mano izquierda el casi vacío pellejo de agua. Lo miró y pensó que podría disponer de agua suficiente durante otro día si cuidaba mucho el consumo y hasta de dos días si soportaba la penuria. Volvió a mirar al suelo y decidió.
Destapó el pellejo, lo giró boca abajo y vertió su provisión de agua en el lecho reseco. Salpicó, gorgoteó y formó remolinos sobre el polvo.
Cuando las últimas gotas se dispersaron, Wren cayó de rodillas y, apoyándose sobre las manos, susurró tajante:
—¿Dónde estás? ¡Dime dónde estás o no podré ayudarte!
El agua resplandeció, luego giró. Un remolino en miniatura se formó en el pequeño charco.
—¡Dímelo!
«Debajo de las piedras —deletreó el agua glifo a glifo—. Me encontrarás debajo de las piedras». Dejó caer el pellejo de agua vacío y las palabras se desvanecieron como si nunca hubieran existido.
Encontró las piedras de marras yendo río arriba y lanzó un débil silbido al verlas.
La última vez que había estado allí, el arroyo brotaba de un manantial burbujeante y más o menos generoso. Frías como el hielo y transparentes, las aguas manaban de la entrada de una pequeña cueva. Ahora la cueva y el manantial habían desaparecido.
Alguien se había tomado muchas molestias para enterrar el arroyo y su manantial. Un gran montículo, de unas seis varas de altura, hecho de piedras y tierra, ocupaba ahora el lugar donde solía brotar el manantial. Algunas piedras igualaban en tamaño a una persona adulta y mostraban signos de haber sido cortadas con urgencia de la cara de algún acantilado. Las más pequeñas llenaban los huecos entre las grandes y alguien había procurado cubrirlo todo con tierra. No obstante, no lo había logrado por completo, pero daba la sensación de que la tierra estuviera intentando trepar para devolver a su seno el monolito improvisado.
Al acercarse, se dio cuenta de que la base del montículo no era tan firme como parecía. Quizá la fuente estuviera enterrada pero no estaba completamente ahogada porque la zona que rodeaba la extraña colina estaba fangosa y húmeda. Las cañas asomaban en los charcos intermitentes y un chapoteo acompañaba cada una de sus pisadas. Había parches dispersos de tierra increíblemente seca y apelotonada como el resto del lecho del río, pero situada muy cerca de charcos sin fondo aparente y pozas repletas de barro farragoso. Un fuego fatuo, más ambicioso que sus compañeros, resplandeció sobre la porquería durante un instante antes de apagarse.
Se detuvo para rescatar el pie de un terreno especialmente fangoso y se lamentó por no haber comprado (o robado) un calzado mejor. El barro ya le cubría los pies y las pantorrillas y el leve picor era sólo un heraldo de la molestia que estaba por llegar. También había moscas y el elevado croar procedente de algún lugar cercano le hizo pensar que las ranas no estaban poniendo el corazón en ello.
En la distancia podía ver la amenazadora forma del Sepulcro de Talat. La cima de la colina había desaparecido en alguna catástrofe desconocida pero, a pesar de ello, su silueta era inconfundible. En esa colina no crecían los árboles, de hecho, desde donde estaba, no podía ver ningún signo de vida. Pero no le sorprendía. Aquél era un lugar muerto, propiedad de las cosas muertas y Wren se encontró deseando con fervor no tener que volver a poner un pie allí.
La última que estuvo se había ganado la enemistad de Cazarratas y de su señor, el Príncipe de las Sombras, y eso lo había llevado a las entrañas del Inframundo y más allá.
Su vida hubiera sido más fácil si hubiera sido capaz de controlar su necesidad de parecer ingenioso. En lugar de hacerlo, había sembrado la tumba vacía (que, para su consternación, sólo contenía una moneda y que daba la impresión de ser una broma inmensa creada para jugar una mala pasada a los ladrones de tumbas como él) de trampas de diversa peligrosidad. Una de ellas había prendido a una súbdita del Príncipe y éste, bastante disgustado, había enviado a Cazarratas para que lo persiguiera.
Lo que siguió, recordó sombrío, no había sido agradable. Terminó de rescatar su pie del barro y, no sabiendo qué otra cosa hacer, empezó a escalar el montículo bajo el que se suponía que estaba enterrado Rhadanthos. Después de una subida difícil, alcanzó la cima y se percató de lo complicado que le iba a resultar aquella tarea. Las piedras por las que había trepado eran inmensas, demasiado grandes para moverlas él solo. Incluso con el poder que ahora tenía, no sería capaz de mover la mitad de las piedras que formaban la prisión de Rhadanthos y le pareció poco probable que los habitantes de cualquier aldea cercana estuvieran dispuestos a ayudarle.
Sintiéndose confuso, se sentó. La tarde era bastante agradable. Una brisa fría soplaba desde las cimas ocultas tras el Sepulcro. El sol se escondía despacio y Wren se encontró examinando las cercanías en busca de un lugar adecuado en el que acampar. Recordaba de su última visita que había lobos y otras cosas aún peores en los bosques y no sentía deseos de encontrárselos. El problema del encierro de Rhadanthos quizá fuera más fácil de resolver por la mañana, pero no si pasaba la noche esquivando a los fantasmas y enseñándole a los depredadores dolorosas lecciones.
Fue el silencio repentino de las ranas el que lo despertó de sus ensoñaciones. Algo enorme se deslizaba ruidosamente por la maleza que había en los bosques a su izquierda. Lo que fuera era lento y torpe, y no sentía ningún deseo de que lo viera. Bajó del montón de piedras, manteniéndolo siempre entre aquel ruido y él. Escuchó.
Se dio cuenta de que el sonido eran andares con pasos pesados, muchos de ellos. El paso era lento, pero en la frecuencia se adivinaba una gran cantidad y, sobre el estrépito, Wren pudo oír la voz de un hombre ladrando órdenes con el acento vulgar y profano de los muelles de Nexo.
Se deslizó hacia su derecha y espió por el extremo de la colina. Hubo un instante en el que no pudo ver nada y entonces la fuente del escándalo emergió del bosque. Era una columna de figuras temblorosas que arrastraban los pies y vestían prendas hechas jirones. Llevaban impregnado el hedor de la tumba e, incluso en la distancia, Wren pudo ver lugares en los que el pálido hueso resplandecía a través de los agujeros en la piel aún más pálida. Parecían casi fantasmales en la luz del anochecer. Cada uno llevaba sobre la espalda una caña con sendos cubos en los extremos. En ellos llevaban fango casi líquido que salpicaba detrás de cada una de las figuras tambaleantes y caía sobre el suave barro.
—Muertos andantes —susurró Wren—. ¿Es esto trabajo suyo?
Mientras observaba, salió otra figura de entre los árboles. Ésta estaba considerablemente más animada que los cadáveres que arrastraban los pies. La figura estaba vestida con una resplandeciente armadura negra. Era una figura con forma de barril y con unas espinas y excrecencias que relucían con brillo aceitoso. Durante un instante, Wren pensó que estaba mirando a algún tipo de escarabajo monstruoso y, de pronto, se acordó. Había visto aquella figura antes, hacía mucho tiempo. Desde su escondite en el bosque al sur del riachuelo de Rhadanthos, había visto a aquel hombre en el séquito del Príncipe de las Sombras.
Un segundo vistazo le brindó más información. La figura era achaparrada. Sus amigos lo hubieran calificado como fornido; sus enemigos lo hubieran llamado gordo. Se movía despacio y con pesadez, y el sonido de la articulación de su armadura resonaba en el pantano como el crujido de las mandíbulas de cientos de insectos.
No era Cazarratas, sino uno de sus amigos. Wren asintió. De alguna forma había esperado encontrarse aquí con su antiguo enemigo y era casi una conmoción toparse con otro de los sirvientes del Príncipe. En cualquier caso, no era probable que alguien a su servicio fuera débil o cobarde. La figura en forma de escarabajo, quienquiera que fuera, era sin duda un enemigo a tener en cuenta.
¿Estaba el Príncipe todavía aquí? No lo creía posible. Apilar piedras era algo que el soberano confiaría a un sirviente y no a uno brillante. No recordaba que este hombre fuera especialmente ingenioso y con toda seguridad había sido por ello escogido para permanecer aquí y cumplir la voluntad del Príncipe. Que el soberano hubiera incluido el encierro de Rhadanthos era una sorpresa más importante y preocupante.
Por fin, se detuvo la larga columna de figuras emergiendo del bosque. Wren contó a una docena, además del jefe y se dio cuenta, alarmado, de que se dirigían hacia él. En silencio, se regañó, ¡por supuesto que se dirigían hacia él! ¿Qué otro motivo habría para hacer cargar a un cadáver con cantidades muy pesadas de tierra? Era la hora de retirarse. Los muertos andantes no suponían un problema tan grande para él como para otras personas, pero sí lo era la presencia del sicario del Príncipe. Wren no quería tener nada que ver con él, por ahora. No hasta que tuviera una idea más aproximada de cuáles eran sus habilidades. Asintió para sí e inició un lento y silencioso descenso del montón de piedras en el que estaba subido.
Oyó tras él un gruñido. Volvió la cabeza y no pudo por menos que preguntar silenciosamente a los cielos:
—¿Por qué?
Había un lobo sentado en la base de la columna de piedras. Su piel desigual surcada por las cicatrices. Tenía los ojos de color azul claro y miraban directamente a los suyos con algo más que astucia animal.
—Buen perro —dijo Wren, mientras trataba de recordar desesperadamente si había guardado o no algo de carne seca en sus provisiones. No creía haberlo hecho.
El lobo gruñó desde lo más profundo de su garganta y mostró su impresionante palizada de dientes. Sostuvo la mirada al antiguo sacerdote como retándolo a realizar cualquier movimiento.
Con una lentitud agónica, Wren giró la mano izquierda para apoyar la palma sobre la superficie de la piedra. El lobo no era por sí solo un problema. La ayuda que un aullido podría atraer, sí. Y, por si no tenía bastante con ello, el chapoteo de los muertos cada vez estaba más cerca.
Extendió los dedos con cuidado para buscar una piedra que el cupiera exactamente en la mano. Su mano se cerró en torno a un montículo de barro seco que estalló por la presión y se transformó en una aglomeración de piedrecitas sueltas.
—Perro bonito —dijo, con más urgencia.
Se adelantó un paso. Al otro lado de la colina, el hombre vestido con la armadura negra gritó algo acerca de ir más deprisa.
Wren se movió con rapidez. Extendió la mano derecha y encontró otro montículo de esquisto del tamaño de su puño escondido en una red formada por el barro seco y la hierba. El lobo dio un salto hacia delante, hacia la base de la colina y lo miró.
Liberó la piedra. Desde aquella posición tan complicada, no disfrutaba de tan buena perspectiva como hubiera deseado, pero fue suficiente para atinar al lobo en la mandíbula y convertir lo que hubiera sido un aullido bien alto en un gemido de dolor. La bestia se sacudió al tiempo que la piedra caía salpicando en el barro y, en ese instante, Wren saltó para bajar de la colina.
El animal apenas tuvo tiempo para volver la cabeza mientras el antiguo monje descendía, le propinaba una patada en la nuca y hundía su cabeza en el fango. Hubo un crujido agudo y terrible, y la luz despareció de la mirada del lobo. Movió la cola una sola vez antes de morir definitivamente.
Con cuidado, Wren bajó del cuello roto sintiéndose bastante orgulloso de sí. No saltaron otros lobos de entre los juncos o la maleza para atacarlo y tampoco éste había tenido tiempo de dar la alarma. Ahora todo lo que tenía que hacer era franquear la complicada ciénaga que rodeaba el lugar de descanso de Rhadanthos sin llamar la atención y esconderse hasta la mañana siguiente con la esperanza de que entonces se le presentaran mejores opciones. Con pies de plomo, se adelantó hacia unas matas que crecían en lo que parecía tierra firme.
Algo se movió en la hierba. Percibió un destello verde y sintió un dolor agudo y punzante en el talón. Levantó el pie y vio que la sangre manaba de dos pequeñas punciones gemelas. Una cola delgada como un lazo se sumergió entre las hierbas más profundas y Wren sintió cómo la sangre se le helaba por el temor. Estaba casi seguro de que a esas alturas del año no había serpientes, de modo que volvió a bajar el pie al suelo con sumo cuidado. Nada más lo hirió y con cierto temor se decidió a apoyar el peso en la herida.
Gritó sin poder evitarlo. Sentía una agonía intensa e indescriptible. El pie le ardía. El dolor se extendía por la planta del pie hasta los dedos y subía por la pantorrilla. Casi cayó de bruces, pero logró mantener el equilibrio y permanecer de pie.
El sonido de unas pisadas apresuradas en la ciénaga poco profunda le advirtió de que su grito no había pasado desapercibido. Dio otro paso y apretó los dientes para no chillar de agonía. El veneno se había extendido y el dolor le recorría ahora toda la pierna.
Un coro de gemidos suaves le llegó desde el otro lado de la colina y aparecieron los muertos andantes. Se movían bastante rápido a pesar de su condición. Dejaron caer sus yugos y se movieron tambaleantes con las manos extendidas frente a ellos. Tras ellos caminaba su señor armado con apariencia de escarabajo, que los exhortaba y gritaba más en beneficio propio que en el de sus súbditos.
Wren dio otro paso y casi se desplomó en el barro. Al dar otros pocos pasos medio saltando se dio cuenta de que huir había dejado de ser una opción. Detrás de él, los cadáveres se aproximaban. Su hedor se filtraba hasta el cerebro.
Con el rostro transformado en una máscara sombría, cojeó a un pequeño montículo y se arrodilló en él. Dobló la pierna mala debajo y se apoyó en la buena. Sacó el daiklave de la vaina que pendía a su espalda, enseñó los dientes en una mueca que cualquier lobo hubiera envidiado y esperó. Se dio cuenta con asombro de que tres de sus perseguidores se habían parado para arrancar pedazos de carne del animal muerto con sus dedos putrefactos. Su jefe pasó junto a ellos, golpeándolos con la parte plana de su espada y urgiéndoles a continuar, pero no le prestaron atención.
—Necesitas esclavos mejores —gritó Wren y meció el daiklave en un arco ancho y plano.
Acertó al primero de los cadáveres en la mitad del tronco, lo envió hacia atrás en una voltereta con los intestinos medio putrefactos colgando de la herida en el estómago. Los sostuvo con sus lentos dedos y los miró estupefacto mientras caían al suelo. Otro embistió desde la izquierda y Wren revirtió el giro del arma. Sufrió un momento de agonía al apoyar un peso indebido en su pierna herida, pero el golpe fue certero. Acertó a la figura justo por encima de las rodillas, cercenándole una pierna y parte de la otra. El cadáver cayó de costado como el juguete olvidado de un niño. El muerto continuó moviendo los brazos, frenético.
—¡Seguid, malditos seáis, seguid! —ladró el hombre—. Es sólo un hombre y está herido.
Caminaba arriba y abajo de la línea de sus secuaces, blandiendo una pesada espada curva con empuñadura de cazoleta y, sin embargo, no parecía decidido a enfrentarse contra Wren.
El antiguo sacerdote, por su parte, no contaba con el tiempo necesario para analizar aquel extraño comportamiento porque estaba luchando para salvar la vida. Uno de los cuerpos buscó bajo la superficie de un charco y extrajo un pedazo de madera que goteaba agua y que podría servirle como una porra. Alzó el arma improvisada y Wren le amputó el brazo a la altura del codo. Entre tanto, otro se apresuró hacia delante y recibió un duro golpe en el estómago con la empuñadura de la espada. Se arañó el rostro con las sucias garras y se doblaba por algo parecido al dolor. El monje aprovechó el momento para asestarle un golpe definitivo. Dos más convergieron frente a él, y mientras los mantenía a raya, un tercero se arrastró tras él, levantó las manos entrelazadas sobre su cabeza e intentó propinarle un golpe que le aplastara el cráneo. Wren invirtió la forma en la que sujetaba el arma y embistió directamente hacia atrás entre el brazo y el torso. El daiklave golpeó contra algo que posiblemente fuera una costilla y el sacerdote lo giró bruscamente hacia la izquierda. Los huesos putrefactos se rompieron y luego liberó la espada antes de que los dos que estaban delante se aprovecharan.
Al final, cayeron todos. Wren miró a su rival por encima de un mar de pedazos cercenados y miembros amputados. Algunos de ellos se movían aún a ciegas y sin explicación. Le ardía todo el costado pero, por suerte, tenía la pierna entumecida. La agonía se había extendido desde el hombro hasta el brazo e ignoraba durante cuánto más podría sostener el daiklave.
Tenía la esperanza de que su oponente tampoco lo supiera.
—Puedes echar a correr ahora —gritó, tratando de no reflejar en su voz el dolor.
Tenía en la mejilla una herida sangrante infligida por las afiladas uñas de uno de los muertos andantes y tenía las piernas mojadas por encima de la rodilla. La vieja sangre negra goteaba de uno de los extremos del daiklave, salpicando, gota a gota, en un charco.
—Yo puedo. Tú no —respondió, también a gritos, el hombre y avanzó. Su espada se movía rápidamente y era casi un borrón en la luz tenue del anochecer. Su zumbido al cortar el aire era una molestia constante en los oídos de Wren—. Tu espada es muy grande para ser tan pequeño.
—Y tu boca es muy grande para ser un hombre que se oculta tras unos cadáveres.
Wren lanzó un golpe de prueba que resonó, sin causar daño alguno, en la coraza del hombre. Como respuesta, este último embistió con la espada propinando un golpe a dos manos, uno que casi le arrebató el daiklave de las manos al antiguo monje.
—Te cortaré una segunda sonrisa y entonces podremos comparar —se recreó—. Puedes decirles a los otros fantasmas que te envía Pandeimos y verás que no te falta compañía.
Volvió a atacar y, otra vez, Wren apenas pudo pararlo. La fuerza del golpe era asombrosa. Estaba a punto de recibir un golpe en la cabeza cuando se agachó y el hombre le pisó con la bota en la muñeca. El sacerdote gritó, giró la muñeca y el daiklave cayó plano sobre el suelo. Antes de poderlo recuperar, el sonriente Pandeimos volvió a bajar el pie y pisó la espada. Se hundió profundamente en el fango bajo su peso y Wren se vio incapaz de liberarla.
—¿Tienes problemas con la espada? —el hombre meció su espada una sola vez, de manera algo teatral y luego la clavó con la punta hacia abajo en el barro.
Se rió de su propia broma y levantó la visera del yelmo dejando ver una cara ancha que podría haber sido rubicunda si no estuviera sufriendo las primeras etapas de descomposición. Un cabello negro que se estaba tornando gris enmarcaba un rostro bañado en una humedad que podría haber sido sudor. Conservaba, como atestiguaba su sonrisa, la mayoría de los dientes.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó—. Odio matar a las personas que no conozco. Hace aburridas las historias después. —Flexionó los dedos, el metal de sus guanteletes crujió con suavidad.
Wren volvió a tirar con disimulo de la espada, pero no se movió. El dolor del costado le hacía sentir como si sus músculos se hubieran transformado en agua. Decidió que sólo podría hacer una cosa.
—Mi nombre —dijo— es Eliezer Wren.
Causó el efecto deseado.
—¿Tú? —dijo Pandeimos con voz entrecortada y apoyó el peso en la otra pierna.
El antiguo monje también cambió el suyo, se echó hacia atrás y deseó que el poder de su interior hiciera algo, cualquier cosa, para curar aquel terrible dolor. Liberó el daiklave con el movimiento, describió un arco con él y erró el golpe dirigido a la parte inferior de la mandíbula de Pandeimos cuando el hombre se inclinó para esquivarlo.
Wren aterrizó sobre la espalda y rodó. La calidez fluía por su cuerpo, no el poder ardiente y amenazador del veneno, sino más bien la suave calidez de la que iba acompañada la curación. Se levantó, cubierto de barro pero sonriente. Sostenía el daiklave frente a él sin vacilar. Una capa de luz hecha jirones formaba una estela tras él, prendiéndose y chisporroteando en la brisa invisible.
Para sorpresa de Pandeimos, no había tardado mucho en recuperarse.
—El Príncipe se sentirá muy complacido cuando sepa que te he matado —gruñó y embistió. Sin darse cuenta, su yelmo cayó en el fango.
Wren apuntó bajo, cuando su rival detuvo el golpe, subió el daiklave en un arco lento que tenía como diana la cabeza del hombre. Pandeimos volvió a pararlo y el sacerdote aprovechó la oportunidad para asestarle una brusca y violenta patada en el centro del pecho.
El hombretón reculó emitiendo un elevado gruñido y cayó de espaldas en el pequeño montículo que Wren había defendido contra los cadáveres. Adelantó la espada en un arco salvaje que le hubiera amputado la oreja, si el monje no hubiera ladeado la cabeza hacia la izquierda movido por su instinto. El sirviente del Príncipe lanzó otro golpe fuerte con una mano, mientras plantaba la otra en el suelo e intentaba ponerse en pie.
Wren lo vio venir, esquivó el arco descrito por el arma y propinó un golpe en la juntura del codo de la armadura. La punta penetró y, con un siseo, Pandeimos volvió a caer al suelo. Wren sacó el daiklave, la punta estaba manchada de sangre y la subió para desviar otro porrazo salvaje. Éste fue errado y aprovechó para asestar una patada en la barbilla de su enemigo.
—No es tan divertido cuando tú eres el que está en el suelo, ¿verdad? —preguntó al tiempo que la espada se escurría entre los dedos de Pandeimos. Se inclinó hacia delante y apoyó la punta del daiklave en la garganta del hombre—. Tengo una pregunta que hacerte.
El hombre emitió una gangosa y medio ahogada carcajada.
—No te responderé.
—Oh, ¿y por qué no? —Wren clavó el arma un poco más y la sangre negruzca empezó a manar.
—Porque todo lo que puedes hacer es matarme y eso no tiene importancia. Volveré a buscarte, Wren, y también le diré al Príncipe que estuviste aquí. Te veré en uno de los infiernos.
Y, diciendo esto, se arrojó hacia delante clavándose la espada más allá de la tráquea. Hubo un crujido breve y enfermizo, y luego nada más.
Le llevó tres intentos sacar el daiklave de la garganta de Pandeimos. De alguna forma había quedado atrapado entre las vértebras del cuello y no parecía muy dispuesto a dejar ir la presa. Al final, Wren tuvo que plantar uno de sus pies manchados de barro sobre el rostro del cadáver y tirar del arma.
Limpió la espada con cuidado en los juncos más altos que pudo encontrar y luego la metió de nuevo en la vaina. Reunió los cuerpos y los dejó más abajo, en el canal, con la esperanza de distraer a los lobos que quisieran acercarse a él por la noche. Encontró muy poca agua fresca. La mayoría de los charcos y pozas estaban sucias. El sol se estaba ocultando y, tras los ejercicios del atardecer, ya no era un buen momento para buscar alguna fuente bebible. Al final, en un arrebato de desesperación, excavó un agujero en la tierra y lo forró con jirones de sus ropas con la esperanza de que sirvieran como un filtro. Luego, más cansado de lo que jamás había estado, con la herida latiéndole todavía donde lo había mordido la serpiente, Wren escaló hasta la cima del monolito que tenía atrapado a Rhadanthos y se tumbó para dormir unas horas.