Me pregunto en cuál de estos árboles se ocultó Wren.

Cazarratas avanzaba a caballo con lentitud entre los apretados pinos y laureles de montañas. Moho y Hongo venían tras él, lanzando miradas incómodas en todas direcciones. Aquí y allá, raíces que salían del suelo amenazaban con enredarse a los tobillos de sus monturas y dificultaban su avance. Más de una vez, Cazarratas se había visto obligado a cortar el follaje que les bloqueaba el paso y al hacerlo había tenido la impresión de que el bosque se estremecía.

—Podríamos haber rodeado el bosque, oh amo —sugirió Moho con voz indecisa, pero Cazarratas desechó sus palabras con un ademán.

—Ya casi hemos llegado —dijo—. Puedo sentirlo.

Espoleó a su montura con cuidado. El caballo avanzó por una suave ladera y entonces, de improviso, cruzó la línea de los árboles. Parpadeando, Cazarratas tiró de las riendas y esperó a que el resto de su séquito lo alcanzara. Podía oírlos, resollando y resoplando entre los árboles, y un momentáneo acceso de repugnancia le encogió las entrañas. ¿Qué había hecho, cuánto había caído para tener sirvientes como aquéllos?

La sensación pasó, tal como había hecho las innumerables veces que la había experimentado con anterioridad. Para distraerse, apartó la mirada del bosque y la posó sobre la escena de su primera humillación a manos de Wren.

Vio que había cambiado. El arroyo que pasaba antes por allí no era ya nada más que un recuerdo y su lecho arenoso estaba siendo colonizado poco a poco por hierbas y raíces. Pero la senda que los demás y él habían seguido estaba todavía allí y la ruta hacia el Sepulcro de Talat continuaba en sentido contrario a la corriente.

Desde donde se encontraba podía verla, una estrecha vereda que discurría paralela al seco arroyo. Imaginó lo que debía de haber sido para Wren ver la alargada columna de figuras armadas pasando con estruendo junto a él en medio de la oscuridad.

—Idiotas. —Cazarratas se dio un puñetazo en el muslo—. Deja de soñar despierto. Se alegró de veros y se alegró más aún de ver cómo os metíais en su trampa. Probablemente estuvo aquí riéndose hasta que se puso enfermo. —Irritado consigo mismo, se volvió y vio que las dos rechonchas figuras montadas sobre sendas mulas salían de los árboles—. ¡Ya era hora, malditos seáis!

—Mis disculpas, noble señor —resolló Hongo y Moho asintió para mostrar su conformidad con aquellas palabras—. ¿Vamos a parar aquí?

—¡NO! —La respuesta fue un poco más brusca de lo que el propio Cazarratas había pretendido y los dos criados intercambiaron una mirada de preocupación—. Casi hemos llegado al Sepulcro. Pararemos allí.

—Como digáis, amo Cazarratas —dijo Moho con voz dubitativa. Hongo se limitó a asentir.

Cazarratas no desperdició una palabra más con ellos. Con un grito, espoleó a su caballo hacia el lecho del arroyo y lo que había más allá.

Moho y Hongo lo miraron mientras se alejaba.

—Todo termina aquí, ¿no?

Moho lo había dicho con tono neutro pero su voz transpiraba desesperación.

—Para algunos, hermano. Para algunos. —Hongo alargó la mano y le dio una palmadita en la mano—. Hemos servido a nuestro propósito. Consuélate pensando en eso.

—Todas las noches lo hago, hermano —replicó Moho, pero su voz crepitaba de miedo—. Vamos a morir sin conocer siquiera nuestros nombres. Esto… me perturba.

Hongo asintió con aire meditabundo.

—Todo forma parte del trato. Ahora, cabalguemos. No podemos dejar que se nos adelante demasiado. —Una suave sonrisa se dibujó en sus hinchados labios—. Si nosotros, podría hacerse daño.

—Viene alguien.

Wren levantó la mirada y dejó por un instante lo que estaba haciendo. A pesar del frío que hacía estaba empapado de sudor. Se encontraba de pie, de nuevo desnudo de cintura para arriba, y sus manos descansaban en una enorme roca que estaba tratando de hacer rodar colina abajo. Con la ayuda de Yushuv, había hecho los que confiaba que fueran progresos significativos en la destrucción del túmulo que cubría la prisión de Rhadanthos. En los tres días que llevaban juntos, se habían acomodado a un ritmo inconsciente. Wren sacaba las piedras y se ocupaba del campamento mientras Yushuv cazaba, lo ayudaba en lo que podía y montaba guardia. Todas las noches desde su llegada, Wren había sentido la presencia de la Buena Gente, pero no habían hecho ningún intento de acercarse a ellos.

—Están esperando algo —había dicho Yushuv y Wren creía que estaba en lo cierto.

El muchacho, por su parte, estaba sentado en lo que todavía quedaba de la ladera, con el arco en las rodillas y los restos de una expresión aburrida en el rostro.

—Caballos —dijo—. ¿Los oyes?

—No si sigues hablando —bufó Wren, pero dejó de empujar la roca y escuchó—. Un caballo —lo corrigió—. O algo que se le parece mucho. Vete al otro lado de la colina.

—Puedo disparar mejor desde aquí —objetó Yushuv mientras se ponía en pie.

—Aún no sabemos a qué tendrías que dispararle —replicó Wren—. Vamos.

Sin esperar a ver si lo seguía, Wren se escondió detrás de la cresta de la loma. A regañadientes, Yushuv lo siguió y se acurrucó a su lado.

—Sea quien sea ese hombre, se está acercando —dijo el niño.

—O esa mujer —lo corrigió Wren—. Y alguien lo sigue.

—Son dos —dijo Yushuv, un poco tenso.

—Tienes razón —asintió Wren—. Es una suerte que el sonido se transmita tan bien por el lecho del arroyo. De lo contrario, nunca los habríamos oído llegar.

—Puede que no. —Pero tampoco parecía demasiado convencido. Wren abrió la boca para replicar pero su joven compañero lo acalló—. Ahí viene.

Moviéndose en silencio, Wren avanzó ligeramente y se asomó por encima de la cresta. El sonido de los cascos era ahora más claro y se estaba acercando.

—En cualquier momento —susurró Wren para sus adentros y se encontró deseando tener el arco de Yushuv entre las manos—. En cualquier momento.

Y entonces la figura apareció y de repente Eliezer Wren se encontró deseando algo completamente diferente.

Cazarratas percibió el olor antes que el sonido. Era el tufo de la vegetación podrida y el agua estancada y, considerando el estado de sequedad del lecho del arroyo, supuso una cierta sorpresa.

—En el nombre del infierno… —dijo y entonces estuvo a punto de caer de la silla cuando los cascos de su montura se hundieron en el suave y húmedo barro. Mantuvo el equilibrio por poco, desmontó por propia voluntad y avanzó con cuidado. Se hundía hasta los tobillos y el peso de la armadura contribuía a sumergirlo un poco más en el barro a cada paso que daba.

Otro medio paso convenció a Cazarratas de que si continuaba hacia el extraño túmulo que había en el centro del pantano, se hundiría mucho antes de llegar. Como no confiaba en que Moho y Hongo llegaran a tiempo de rescatarlo, empezó a desandar sus pasos con todo cuidado hacia donde su caballo lo esperaba, paciente. La forma del Sepulcro se erguía en la distancia recordándole cuál era su verdadero objetivo, y de repente sintió  deseos de encontrarse muy lejos de aquel pantano miserable y lóbrego. Tras lanzar una mirada de soslayo al extraño montículo central, retrocedió un paso y luego otro. Oía el sonido de las mulas de sus sirvientes a su espalda, acercándose. En cuestión de un instante estarían allí, él sería libre de aquel pantano y podrían seguir su camino. Pensó en ellos, en sus caras enrojecidas y sus ojos esquivos, y decidió que ya había tenido suficiente. Suficiente de sus miradas maliciosas, suficiente de sus medias verdades, suficiente de sus juegos que estaban tratando de jugar con él. Se había acabado y ya era hora de que lo supieran.

Tras aspirar hondo para poder recibirlos con el bramido que se merecían, se volvió. Allí estaban, Moho con aire pensativo y Hongo preocupado, y disfrutó pensando en las miradas de terror que iban a dibujarse en sus gruesas caras.

Y entonces vio la camisa de Wren, colgada de la rama de un árbol.

—¡Dispara, chico, dispara! —Wren siseó la orden mientras se echaba atrás—. ¡No hagas preguntas, dispara sin más!

—¿Quién es? —preguntó Yushuv.

—Es tu amigo de las catacumbas. Maldición, maldición, ¿dónde he puesto la espada de Pandeimos? —Wren se miró las manos con aire de impotencia y a continuación alargó el brazo y recogió una roca del tamaño de su puño.

Una máscara de odio cubrió el rostro de Yushuv.

—Él mató a mi padre, ¿sabes? —dijo, y se incorporó, con el arco preparado. Más allá de la loma, vio la figura acorazada de Cazarratas y al instante reconoció el arrogante porte de su enemigo. Un parpadeo le bastó para apuntar y dejó volar la flecha. Mientras atravesaba el aire, sus dedos estaban ya cerrándose sobre los penachos de la siguiente, sacándola del carcaj y colocándola en la cuerda.

»Una flecha sería casi demasiado rápida —dijo Yushuv y volvió a disparar.

Puede que fuera el zumbido de una pluma suelta en los penachos de la primera flecha lo que alertara a Cazarratas. Claro que también es posible que fuera el susurro de la punta al atravesar el aire o el tenue teñido de la cuerda del arco, o acaso las tres cosas a la vez. El propio Cazarratas no lo sabía, ni tampoco perdió tiempo preguntándoselo.

En lugar de hacerlo, en un solo movimiento fluido se llevó la mano a la espalda y desenvainó la espada y a continuación colocó la hoja delante de su cara. Por un breve instante pudo ver sus ojos reflejados en la negra y lustrosa superficie de metal y entonces ésta se estremeció, golpeada por la flecha. Hubo un sonido como el tañido de una campana del templo y una explosión de astillas atravesó el aire. Sin perder un instante en sorprenderse, Cazarratas movió la hoja la distancia de una mano y sintió el impacto de una segunda flecha.

—¡Señor! —gritó Hongo mientras corría como alma que lleva el diablo por el seco lecho del arroyo, hacia él. Moho lo seguía a poca distancia, profiriendo un extraño grito ululante:

—¡Allí, sobre la colina!

Cazarratas lanzó un gruñido como respuesta y movió de nuevo la espada para detener una tercera flecha.

—Ya lo veo —dijo mientras observaba cómo pasaba otro proyectil por encima de su cabeza. Alzando su espada como desafío, se preparó para cargar colina arriba cuando el repentino thwok de una flecha al hacer blanco llenó el aire. Se volvió.

Hongo estaba allí sentado, con una flecha de penachos grises clavada en la garganta. La sujetó frenéticamente un instante, y entonces resbaló con lentitud de la silla y se desplomó.

—Per… donad… me —gorgoteó, y quedó inmóvil.

Por un instante el tiempo pareció detenerse. Todos los colores se volvieron demasiado brillantes: la roja fuente que brotaba de la boca de Hongo, el verde desafiante de las plantas del suelo, el iridiscente negro del barro. Y también los sonidos eran demasiado estruendosos: el grito de angustia de Moho, el sonido de sus pisadas después de que se dejara caer de la mula, el zumbido de una nueva flecha que al mismo tiempo volaba en pos de su objetivo. Cazarratas parpadeó y tardó una eternidad en hacerlo. Hasta aquel momento, nada de todo aquello le había parecido real. Su impía resurrección, los torpes esfuerzos de sus dos guías por conducirlo… todo se le había antojado un juego. Por primera vez se daba cuenta de que honestamente no había creído que todo aquello condujera a ninguna parte y que de una manera extraña se había contentado con vagabundear por el mundo sin tener dioses muertos o amos vivos mirándole por encima del hombro. Pero aquello había pasado ya y ahora estaba librando una batalla de verdad.

No tardó ni un latido en comprenderlo y entonces abandonó la silla dando un salto lateral. Dio una voltereta en el aire y cayó pesadamente sobre los pies. El sonido del impacto se vio enmascarado por el ruido pesado de tres flechas que se clavaban en el flanco del caballo. El animal pifió una vez, un sonido agudo y horripilante, y entonces se desplomó. Pero antes de que terminara de caer, Cazarratas estaba ya en movimiento, volando de nuevo en un gran salto mientras varias flechas pasaban por debajo de él y se clavaban en el barro.

Por primera vez, pudo ver a su adversario. La figura que se agazapaba en lo lato de la colina con un arco era menuda, de huesos finos y rostro sombrío. Una mujer o un niño, según parecía. Ataviada de cuero y plumas, de ojos y cabello negro. Un niño, decidió mientras empezaba a correr ladra arriba con la espada en alto, preparada para atacar.

El muchacho levantó la mirada y clavó los ojos en los de Cazarratas. Había odio desnudo en ellos y también un reconocimiento terrible.

No era un niño. Era el niño.

Cazarratas sintió que sus labios se contraían en una sonrisa salvaje. El viento zumbó en sus oídos mientras caía sobre él como un mensajero de muerte enviado por los cielos. El niño, el mismo niño al que había dado por muerto en los túneles de Qut Toloc, lo miró desde abajo. Sus manos tantearon en busca de una flecha pero tanto Cazarratas como él sabían que no tendría tiempo. El primer atisbo del miedo floreció en los ojos del muchacho y Cazarratas golpeó.

Y Eliezer Wren se interpuso entre la espada y el muchacho y lo apartó de un empujón. Yushuv chocó contra el suelo y sus flechas volaron en todas direcciones. Mientras rodaba ladera abajo, sus manos trataron de encontrar algún asidero. A su espalda, Wren se revolvió desesperadamente en el aire mientras la espada de Cazarratas descendía. Pasó a un dedo de él, siguió adelante y se hundió profundamente en la roca en la que el chico había estado apoyado mientras el hombre que la empuñaba aterrizaba al fin con un estruendo metálico. Las manos de Wren tocaron el suelo primero, se hizo un ovillo y rodó en un movimiento del que logró salir de alguna manera de pie, colina abajo, con la frente envuelta en luz ardiente y el ánima refulgiendo a su espalda.

Cazarratas sacó la espada de la piedra sin esfuerzo y se volvió. Más abajo, el muchacho estaba tendido sobre un montón de fango, con las manos ensangrentadas y las flechas desparramadas. Una figura sin camisa se encontraba a su lado, de pie, crepitando de luz y con las manos alzadas en una de las posturas clásicas de las artes marciales de los Inmaculados. La figura tenía el pelo revuelto y el rostro hundido pero su silueta era inconfundible…

—¿Eliezer Wren? —susurró con voz queda—. ¿Los dos en un mismo sitio? Oh, éste va a ser un gran día, después de todo.

—Ojalá pudiera decir que estoy sorprendido —dijo el antiguo sacerdote con voz sombría. Añadió para el muchacho—. Yushuv, ve a por la espada, defiéndete si es necesario, pero déjamelo a mí.

—¡Él mató a mi padre!

El rostro de Yushuv era una máscara de angustia mientras se ponía en pie.

—Y también te matará a ti. Ve a buscar la maldita espada. Defiéndete si me mata, pero no te metas en esto. A mí me debe tanto como a ti.

—Puedo matarlo —insistió Yushuv mientras recogía un puñado de flechas.

—Lo sé —dijo Wren en voz baja—. Eso es lo que temo.

Con la mirada en el suelo, Yushuv echó a correr. Cazarratas lo observó mientras se alejaba.

—Muy conmovedor, Wren. No sabía que conocieras al niño.

—Tienes un don para unir a la gente —replicó Wren y movió los pies ligeramente—. ¿Vas a quedarte ahí toda la noche?

—Pensé que podrías venir tú a buscarme —dijo el muerto mientras hacía un molinete con la espada—. He aprendido algunas cosas desde la última vez que nos vimos y ahora Flor Implacable no está aquí para salvarte.

Wren recogió un guijarro con dos dedos.

—No recordamos aquella pelea de la misma manera —dijo con voz animada y arrojó la piedra al aire. Dio varias vueltas y volvió a caer en su mano—. Si no lo he olvidado, Flor Implacable no te puso un dedo encima mientras yo estuve allí, aunque no me sorprende que no se sintiera nada contenta después de lo que le hiciste a su astrario.

Volvió a lanzar la piedra y asumió de nuevo una pose de espera.

—Estás tratando de ganar tiempo para el niño —dijo Cazarratas con voz templada—. No servirá de nada.

Alzó la espada y, en lugar de cargar, le dio una patada a la piedra en la que había estado clavada. Se partió por la mitad y un pedazo que superaba con creces el tamaño de un ser humano rodó ladera abajo hacia Wren. Otras piedras más pequeñas la siguieron, rodando y traqueteando.

Wren la esquivó saltando a la izquierda y se echó a reír.

—¿Eso es lo mejor que puedes hacer? Pandeimos opuso más resistencia.

El pálido rostro de Cazarratas enrojeció.

—No se te ocurra compararme con él. ¡Nunca!

Dio una patada a otra piedra y Wren saltó sobre ella mientras avanzaba colina arriba.

—Pues gánatelo —replicó.

Cazarratas profirió un aullido de rabia sin palabras y dio un gran salto, mientras su espada cortaba el aire y parecía absorber la luz del atardecer. Wren esperó hasta el último instante y entonces lanzó el guijarro a los ojos de su adversario. Involuntariamente, el muerto levantó las manos para bloquearla, arrastrando la espada con ellas, y en ese instante Wren se abalanzó sobre él, encorvado. Sus hombros golpearon la rodilla de Cazarratas y los dos cayeron al suelo.

Yushuv entró corriendo en el bosque y se dirigió al escondrijo en el que había guardado la espada. Con la daga en la mano, avanzó por la tosca senda que Pandeimos y sus secuaces habían abierto entre los árboles. Sabía que no estaba lejos, apenas a treinta pasos de allí. La había atado a una rama de árbol, a baja altura, envuelta en un puñado de ramitas y hojas para camuflarla. Llevarla encima mientras ayudaba a Wren resultaba poco práctico pero tampoco quería dejarla en el suelo sin más, de modo que aquella solución le había servido como compromiso. Cada noche, un buen rato antes de la puesta de sol y de la aparición de la Buena Gente, la recogía. Ahora se maldijo por haberla escondido tan bien.

Dobló el último codo del camino que precedía al árbol que había escogido como escondrijo, un cedro partido por el relámpago, dos veces más ancho que el torso de Wren y rodeado por una gruesa maraña de raíces. La espada estaba atada con unas hebras de cuero a una rama partida, a la altura suficiente para estar a salvo de los animales pero no tanta como para que él no pudiera alcanzarla.

Jadeando de fatiga, avistó al fin el árbol. Tras agacharse bajo el ramaje, rodeó el tronco en tres pasos rápidos y levantó la mirada. La rama estaba allí. La espada no.

Yushuv se quedó boquiabierto un instante y entonces dio un salto. Se encaramó a la rama mientras la espada atravesaba silbando el aire que su cabeza acababa de abandonar. Al mirar abajo vio algo casi cómico. Había un hombrecillo gordo allí, jadeando de fatiga y con la espada en las manos. Tenía el rostro enrojecido pero en sus ojos brillaba un fulgor implacable.

—Creo que estás buscando esto —dijo el hombre, y volvió a atacar con la misma torpeza. Yushuv se hizo a un lado en la rama pero comprendió demasiado tarde que el ataque no estaba dirigido contra él. En su lugar, la espada cortó la gruesa madera de la rama y ésta cayó al suelo junto con el propio Yushuv. De algún modo, el muchacho fue primero y la rama cayó sobre él. Su peso le arrebató todo el aire de los pulmones y lo dejó inmovilizado en el suelo.

El hombre lo miró y asintió con tristeza.

—Deberías quedarte ahí —dijo—. Así no te harás daño.

A continuación se volvió y echó a correr tan deprisa como sus gruesas piernas le permitieron en dirección al lugar en el que Wren y Cazarratas estaban librando su batalla.

El impulso de Cazarratas le hizo caer de bruces cuando Wren le golpeó las rodillas. Salió despedido y rodó colina abajo. Aterrizó con fuerza sobre el hombro derecho y el impacto estuvo a punto de arrancarle la espada de la mano. Resistiendo el impulso de hacerse un ovillo y rodar sobre sí mismo, giró y cayó sobre el vientre, mientras a su lado la espada chocaba contra el suelo. Con un gruñido de rabia se incorporó de un salto y entonces descubrió que Wren se había lanzado hacia él con los pies por delante. Recibió el golpe en el pecho y salió despedido. Su espada levantó chispas entre las piedras y salió despedido. Su espada levantó chispas entre las piedras mientras él rodaba colina abajo, seguido de cerca por Wren.

Fue a detenerse al pie de la colina, con los pies en el aire y la espada todavía en la mano. Con un grito de furia y un enorme esfuerzo, dio un giro en el aire y cayó fuera de la ladera. Wren llegó a su lado, meneando las manos en una intrincada danza de luz. Se miraron el uno al otro un momento.

—Deberíamos terminar esto en el Sepulcro —dijo Wren con voz animada.

—¿Para que pudiera acabar como esa zorra de Corazón de Arena? No, gracias —respondió Cazarratas con una sonrisa—. Por lo que veo, también has matado a Pandeimos. Apilar piedras era un trabajo digno de su talento. El Príncipe debería estarte agradecido por limpiar su séquito de paja.

—Entonces lo estará aún más cuando haya acabado contigo. —Con una gran sonrisa, Wren hizo una finta alta y lanzó una patada baja contra la rodilla de Cazarratas. Éste la esquivó con facilidad y lanzó un silbante tajo ascendente con la espada que, de haber hecho blanco en Wren, le hubiera abierto el cráneo por la mitad. Wren, sin embargo, no estaba ya allí para recibir la bendición de Cazarratas y se había agachado mientras la espada chillaba sobre él.

—Me aseguraré de recordarle a tu fantasma eso que has dicho.

Con un gruñido, Cazarratas revertió el movimiento y lanzó el pomo de la espada hacia la cabeza de Wren. El antiguo sacerdote lo vio venir y trató de apartarse, pero no logró esquivarlo del todo y recibió un golpe en un lado de la cabeza. Retrocedió tambaleándose, ayudado por Cazarratas, que le plantó un pie en el pecho y dio un empujón.

Wren cayó sobre la base de la colina, con un reguero de sangre en la frente. Cazarratas se irguió frente a él como un titán, con la espada en alto.

—Adiós, Eliezer Wren —dijo, y golpeó.

Wren se agachó, rodó hacia delante y, de alguna manera, logró pasar entre las piernas de Cazarratas. La espada descendió tras él, mordió profundamente la piedra y se quedó allí encallada. Cazarratas maldijo en voz alta y le dio un tirón, pero mientras lo hacía Wren se incorporó y le propinó una patada giratoria en la nuca. Cazarratas se tambaleó, recibió una nueva patada y volvió a tambalearse. Aflojó los dedos y perdió la empuñadura de la espada. Se volvió a medias en un intento por defenderse y Wren volvió a atacar y le propinó una salvaje patada en plena mandíbula.

Retrocedió sacudiendo la cabeza. Wren no fue tras él. En lugar de hacerlo, se detuvo y puso la mano en la empuñadura de la espada de Cazarratas. sin apenas esfuerzo visible, la arrancó de la roca. Cazarratas se abalanzó hacia él pero tuvo que frenar en seco cuando se encontró con la hoja de su propia espada apuntándole a la garganta.

—Creo —dijo Wren— que ahora soy yo el que tiene ventaja.

Decir que Yushuv se quitó la rama de encima sería inapropiado. Más bien pareció explotar y desintegrarse en una nube de astillas mientras éste volaba. Diminutas dagas de madera se clavaron en los árboles y desgarraron las hojas antes de caer al suelo convertidas en una llovizna de serrín. De la rama no quedaba ni rastro.

Para cuando terminó de posarse el polvo, Yushuv había desaparecido. Unos rayos dispersos de energía extraviada marcaban su paso, pequeñas chispas que refulgían entre los troncos de los árboles o serpenteaban por el suelo antes de extinguirse. El sonido de sus pasos fue apagándose mientras corría hacia la colina. Su ánima se retorcía y bailaba a su espalda mientras la marca de su frente se encendía y cobraba nueva vida.

Algunos pasos por delante de él, un hombrecillo gordo que llevaba la espada robada escuchó el tronar del paso de Yushuv. Por un instante se volvió para mirar. Entonces, con renovada determinación, bajó la cabeza y corrió como nunca lo había hecho.

—Creo que la lucha será más justa sin esto —dijo Wren mientras arrojaba a un lado la espada de Cazarratas. El arma de cabeza de áspid rebotó con un tintineo metálico entre las rocas antes de detenerse con la punta clavada en el suelo. Se balanceó en el sitio durante un momento y Wren se limpió las manos.

—No la necesito para matarte —gruñó Cazarratas—. Sigue con tus trucos. Ya me los conozco todos. He visto cosas en las profundidades del Inframundo que no podrías ni imaginar.

Wren esbozo una sonrisa desprovista de alegría.

—Ponme a prueba —dijo y saltó al ataque. Cazarratas esquivó su primera patada, se agachó hacia un lado y propinó a Wren un sólido golpe con un puño blindado en el costado. El antiguo sacerdote rodó por el suelo, aterrizó sobre sus talones y se apartó de un salto mientras Cazarratas trataba de sacar partido a su ventaja. El puño del muerto golpeó sólo una roca y la redujo a un millar de fragmentos de bordes afilados. Cayeron como una lluvia sobre su armadura y, mientras se apartaba, Wren le propinó una bofetada en un lado de la cabeza. Cazarratas retrocedió tambaleándose mientras Wren insistía en sus ataques. De alguna manera, casi a ciegas, Cazarratas logró pararlos todos, bien con las grebas o bien con los antebrazos desnudos.

—Sólo… tienes que… fallar… una vez —gruñó Wren mientras seguía atacando sin descanso, cada golpe más rápido que el anterior.

—Lo mismo que tú.

De improviso, Cazarratas se dejó caer, confiando su suerte a que su cabeza no chocara con una roca. Wren vio la maniobra demasiado tarde, cuando ya había iniciado el golpe siguiente y estaba ligeramente desequilibrado.

Cazarratas no necesitó más. Con las dos piernas lanzó una patada hacia arriba. El golpe hizo blanco en el vientre de Wren y lo lanzó hacia atrás. Antes de que cayera al suelo, Cazarratas estaba ya de pie.

—La armadura resulta útil en momentos como éste, Wren —dijo, y avanzó. Media docena de pasos más allá, Wren cayó al suelo con un ruido sordo.

Cazarratas escuchó un gruñido grave y descubrió con sorpresa que brotaba de su propia garganta. En dos pasos alcanzó a Wren y levantó los puños para propinarle un golpe demoledor.

En el último instante, Wren rodó hacia la izquierda. Los puños de Cazarratas cayeron sobre la piedra que había tras él y la redujeron a polvo al mismo tiempo que el antiguo Inmaculado derribaba al muerto con un movimiento de tijera. Cazarratas cayó estruendosamente, sacudiendo los brazos. Partió más piedras al chocar de bruces contra el suelo y Wren se incorporó con dificultades.

Antes de que Cazarratas pudiera reaccionar, le golpeó la mano extendida con el talón de su pie izquierdo. Hubo un crujido nauseabundo a pesar del guantelete de metal, y Cazarratas profirió un aullido.

—¿Te refieres a eso, Cazarratas? —dijo Wren con tono sombrío mientras levantaba el pie para lanzar otro golpe—. Pensaba que, para variar, tal vez pudieras tú aprender algo sobre el dolor.

—El estudiante no debería tratar de darle clases al maestro. —Con su mano sana, Cazarratas sacó una piedra de la fangosa ladera y se la arrojó a Wren. El antiguo Inmaculado la esquivó pero Cazarratas aprovechó la oportunidad para rodar colina abajo tratando de derribar a su oponente. Wren dio un salto para evitarlo pero comprendió demasiado tarde que las acciones de su enemigo habían desestabilizado la ladera entera. Aterrizó entre un montón de piedras que rodaban y barro que se deslizaba. Por un instante logró conservar el equilibrio y entonces resbaló y cayó.

Cazarratas levantó la mirada mientras rodaba y profirió un grito de triunfo al ver caer a Wren entre las rocas. Entonces cayó barro suave sobre su hombro —¿No era esta colina más alta?— y las piedras que habían derribado a Wren cayeron también sobre él.

Moho corría. Tras él venía la muerte, tan implacable como el odio de un niño, así que corría. El daiklave era demasiado largo y demasiado pesado para que pudiera llevarlo con comodidad, de modo que se lo había guardado bajo el brazo izquierdo mientras corría. Le dolían los músculos por el peso y respiraba con dificultad, pero el ruido de los pasos que lo seguían borraba de sus pensamientos la idea de descansar.

Al principio había pensado robar la espada para llevársela a Cazarratas pero de alguna manera las cosas se habían torcido en el interior laberíntico de los bosques. Ahora se encontraba perdido, arrastrándose por una vereda que se esfumaba y desaparecía de acuerdo a su propio capricho.

Delante de él, el camino se bifurcaba al llegar a un grueso tocón de cedro que había sido destrozado por un rayo. El tocón le resultaba familiar: estaba seguro de que había pasado por allí pero igualmente estaba seguro de que no había visto ninguna bifurcación en la vereda.

—Debe de haber muchos cedros en este bosque —resolló, y eligió al azar el camino de la izquierda. Era el más tenebroso de los dos y casi ningún rayo de sol lograba atravesar el dosel de hojas para iluminarlo.

Dos pasos después del cedro muerto, la luz se extinguió. Hongo se encontró sumido en una oscuridad completa. Tropezó, apenas tuvo tiempo de sujetarse sumido en una oscuridad completa. Tropezó, apenas tuvo tiempo de sujetarse a una rama de árbol y el daiklave estuvo a punto de caérsele al hacerlo. Se detuvo, aferrando con las dos manos su preciada carga y con la respiración entrecortada.

—Calma, calma —se dijo—. Date un momento y tus ojos se ajustarán a la oscuridad. Sólo un momento.

Una flecha atravesó las hojas justo por encima de su cabeza, dejando tras de sí un rastro de pura llama blanca. Se clavó en un tronco muy cerca de donde Hongo se encontraba y se estremeció durante unos instantes antes de que las llamas lo consumieran. Pequeños trozos de madera quemada cayeron al suelo del bosque, donde empezaron a despedir finas espirales de humo acre.

Moho lanzó una mirada al lugar en el que se había clavado la flecha, con la boca abierta en un gesto de absoluta sorpresa.

—Oh —dijo, y empezó a gritar.

Otra flecha pasó zumbando, tan próxima que pudo sentir su calor antes de que se perdiera entre el follaje. Hongo se mordió la lengua para no gritar. Podía sentir el extraño sabor metálico de la sangre en la boca, notaba que los músculos le pedían permiso para volverse tan rígidos que no pudiera ni moverse. El animal instinto de quedarse paralizado con la esperanza de que el peligro lo ignorara resultaba casi abrumador.

En lugar de ceder, echó a correr. Avistó la oscura senda a la tenue luz reinante, corrió hacia ella lo más rápido posible. Su primer paso pisó unas hojas, el segundo la tierra del camino y el tercero se hundió bajo una raíz que sobresalía. Con un agudo chillido, cayó de bruces, con las manos extendidas para protegerse. El daiklave rebotó con estrépito contra el suelo mientras él caía.

Y al mismo tiempo, una docena de flechas pasaban aullando por donde acababa de estar.

Moho comprendió de repente que, de no haber caído, lo habrían atravesado en seis lugares diferentes, y estuvo a punto de sollozar de miedo. Con los ojos abiertos como platos, avanzó a rastras, una mano extendida tras otra para tratar de reclamar la preciada espada, mientras por encima de él pasaba con un agudo restallar una auténtica tormenta de flechas.

—¡No podrás esconderte de mí para siempre!

La voz que gritó estas palabras era aguda y juvenil y sin embargo estaba preñada de amenaza. La última de ellas coincidió con otra flecha, ésta simplemente afilada como una aguja, que se clavó en el tronco del árbol donde Moho se ocultaba.

«Oh, sí, mi pequeño niño, sí tengo que hacerlo», pensó Moho. Su mano encontró la empuñadura del daiklave y, lenta, cuidadosamente, lo levantó.

—No brilles —le susurró—. Aquí no, no brilles.

Para gran alivio suyo, ni un solo rayo de sol atravesó el dosel de las copas de los árboles para reflejarse en la hoja dorada del arma. Con mucha precaución, se puso en cuclillas y, tras guardarse el daiklave debajo del brazo, corrió para alejarse del camino y se perdió entre la espesura. Ahora las flechas venían con menos frecuencia y Moho supuso que se le estarían acabando. Eso lo animó un poco y siguió adelante, mientras detrás de él, los gritos de furia y frustración se hacían cada vez más ruidosos. En aquel lugar, el bosque era sorprendentemente denso para aquella época del año. Unas hojas de asombroso verdor invitaban a buscar cobijo entre ellas. Con una mirada asustada a la vereda, se entregó a su abrazo.

A su alrededor no había más que un follaje de imposible espesura, tan denso que la luz casi no podía penetrarlo. Los árboles se alzaban hasta alturas imposibles, alturas que desde el exterior no se veían y las trepadoras lo envolvían todo en un verde exuberante, increíble.

—No puede ser… —dijo, mientras dejaba que el daiklave cayera de punta al suelo.

—Tienes razón —dijo una voz, mientras una figura se separaba del follaje—. Y no lo es.

Moho no tuvo tiempo de levantar el arma antes de que la figura estuviera sobre él pero tuvo tiempo de sobra para gritar.

Yushuv estaba inmóvil, hundido hasta las rodillas en helechos moribundos y con el ceño fruncido. No le había costado encontrar el rastro del gordo ladronzuelo. El hombre había dado una docena de pasos hacia el lugar en el que habían dejado a Wren y luego, de repente, había cambiado de dirección y se había adentrado en la parte más densa del bosque. Corría a toda velocidad entre ramas y zarzas viejas y secas, con tanta seguridad y determinación que Yushuv pensó por un instante que había encontrado un camino antiguo. Pero no, allí no había más que vegetación, viva y muerta, y el ladrón había corrido por ella como una piedra arrojada por una máquina de asedio.

Tras él, oía que los sonidos del combate iban perdiendo intensidad. Se había detenido en parte porque no quería separarse demasiado de Wren y en parte porque creía haber visto el resplandor del daiklave un poco más adelante. Había disparado una flecha tras otra en un intento por abatir al ladrón pero el sonido que esperaba, el ruido sólido de una flecha al hundirse en la carne, no había llegado. Cansado, permitió que el arco bajara un poco y escudriñó los bosques a derecha e izquierda. El rastro era evidente. El ladrón no sabía nada de bosques —un ciego podría haberlo seguido con facilidad— pero de repente, sin saber por qué, Yushuv se encontraba terriblemente cansado. El bosque era oscuro y silencioso y Yushuv se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Lo dejó escapar de manera explosiva y dio un paso al frente.

Entonces oyó el grito. Fue muy breve, cortado en seco apenas un instante más tarde y reemplazado por un extraño gorgoteo estrangulado. Una bandada de aves, sobresaltada por el ruido, echó a volar desde las ramas. Yushuv levantó el arco y apuntó con él al trecho de bosque desde el que había venido el grito, mientras el resto de su cuerpo se quedaba completamente inmóvil. Esperó.

—Sal —dijo. Dio un paso al frente—. Sal donde pueda verte.

A unos pasos de él, los matorrales explotaron. Era el hombre gordo, con el daiklave alzado sobre la cabeza. Incluso a aquella distancia, Yushuv se dio cuenta de que había demencia en su mirada.

El chico soltó su flecha. Se clavó en el pecho del ladrón, justo por debajo del omóplato. Éste se tambaleó, bajó la mirada, y a continuación volvió a cargar. Yushuv asintió, sacó otra flecha y disparó. Otro blanco, pero el hombre apenas titubeó. Alarmado, Yushuv retrocedió un paso y disparó de nuevo. Esta vez acertó a su enemigo en el muslo. El hombre lanzó un aullido, tropezó y cayó, pero volvió a levantarse. Manaba sangre de sus heridas pero a pesar de ello siguió adelante. Ahora se encontraba a apenas diez pasos y seguía avanzando.

Yushuv echó una mano a la espalda y contó a tientas las flechas que le quedaban. Todavía conservaba seis y tenía tiempo de disparar una antes de que la tambaleante figura cayera sobre él. Puede que pudiera recuperar algunas en el bosque, pero todo el que perdiera ahora sería tiempo que no tendría para ayudar a Wren. No podía hacerlo. Tenía que acabar con aquello ahora. Sintiendo el poder de su ánima a su alrededor, sacó una flecha y le insufló su energía. Crepitando de poder, el proyectil voló desde la cuerda del arco mientras un grito de furia primaria brotaba de la garganta de Yushuv.

La flecha se clavó en la garganta de Moho con tal fuerza que se lo llevó volando. Cayó de espaldas sobre los matorrales, aferrando todavía el daiklave. Sacudió las piernas débilmente en el aire mientras trataba de incorporarse, luchando contra el dolor de la flecha que tenía clavada.

Yushuv sacó la daga y corrió hacia el enemigo caído. El hombre estaba tirado de espaldas, aferrando posesivamente la espada con las manos mientras un reguero de espuma roja brotaba de sus labios. Levantó la mirada y sus ojos enrocaron a Yushuv.

—No es para ti —susurro—. No debería ser para ti.

—Es mía —dijo Yushuv y se la arrebató.

Un grito de desolación resonó por el bosque y, entre los matorrales y en lugares oscuros, la Buena Gente respondió con sus carcajadas.