Qut Toloc se había ganado la fama de lugar maldito en los días que siguieron al exterminio total de su población. Los viajeros que se detuvieron allí para encontrar un refugio o en busca de alimento, no encontraron más que montañas de huesos chamuscados, ganado muerto en las calles y un templo profanado. Las paredes estaban manchadas de sangre y los restos no ofrecían clave alguna que revelase el paradero de sus habitantes; lo único que parecía obvio era que su destino había sido repentino y violento. El sino del templo era otro misterio pues parecía inconcebible que la Orden Inmaculada hubiera abandonado uno de sus lugares sagrados. Y, sin embargo, ahí estaba la solitaria estructura; las puertas suspendidas de los goznes y los pájaros anidando en el santuario. No había monjes hacendosos reparando los daños, ni devotos rezando en los pasillos. Unos cuantos valientes osaron adentrarse hasta el corazón del templo, donde encontraron puertas despedazadas en el suelo de una tosca habitación y un desolado umbral que despedía un terrible hedor.
Pocos fueron los que se atrevieron a robar las reliquias del templo. Ninguno fue lo bastante estúpido para arriesgarse a entrar en la oscuridad. Todos contaron el horror que habían visto en Qut Toloc, y aquellos que escucharon su relato extendieron aún más la historia. Las mujeres prudentes y los hombres sensatos decidieron pasar de largo de aquellas ruinas en sus viajes. Los sabios cartógrafos modificaron también las rutas. Aquellos cuyos mapas habían sido tan detallados como para incluir la aldea, la borraron; los que la habían ignorado, la incluyeron como un lugar peligroso, maldito. Los sacerdotes itinerantes utilizaron la destrucción de Qut Toloc como objeto de sus enseñanzas en los sermones y los Mil Dioses giraron sus cabezas y se negaron a responder cuando se les preguntaba.
Y de esta manera, en pocos meses, Qut Toloc pasó de ser un lugar desértico del que sólo unos pocos habían oído hablar y muchos menos habían querido acordarse, a convertirse en un nombre conocido y divulgado por los cuentacuentos y bromistas de la Creación a lo largo y ancho del mundo. Acabó siendo un lugar que había que evitar y temer, una aldea cuyo nombre apestaba con el hedor a muerte.
Lo que, por supuesto, explica por qué los cazadores de tesoros encontraban el lugar irresistible. Esperaban encontrar bestias a las que aniquilar, reliquias de la Primera Edad que saquear riquezas y gloria diseminadas por las calles de la aldea como conchas en una playa arenosa.
Lo que, sin duda, nadie se esperaba era encontrar a Eliezer Wren emergiendo de la profunda oscuridad.
En el momento en que llegó a lo alto de las escaleras de caracol, Wren supo que no podría darse el baño con el que había estado soñando. La luz tenue y el hedor estancado impregnaban el aire mientras se aproximaba. Vio que las puertas que sellaban las catacumbas habían sido arrancadas de sus goznes por alguna fuerza rabiosa. Las manchas marrones de las paredes y el suelo sólo podían ser de sangre, y los profundos arañazos en la piedra atestiguaban que algo horrible había sucedido allí.
Wren se rascó la frente, pensativo. El oxígeno estaba menos viciado que en las catacumbas, pero hedía aún a podredumbre y animales. Los excrementos de los pájaros manchaban aquellos lugares donde no había sangre y en todas las esquinas había telarañas.
Wren sabía que si Kejak hubiera visto aquello, rodarían las cabezas de los monjes. Si el núcleo del templo estaba sumido en aquel desastre, sólo el Sol Invicto sabía en qué condiciones estaría lo demás.
Examinó el patrón de manchas de sangre que había en el suelo y frunció el entrecejo. Eran antiguas, mucho más de lo que hubiera esperado. A partir de las pisadas marcadas sobre la sangre reseca pudo reconstruir las batallas que se habían librado en aquella habitación y no le gustó lo que vio. Los arañazos en la piedra atestiguaban la ferocidad del combate. Una huella sangrienta impresa en una de las paredes lo hizo estremecer; el corte profundo que había tras ella lo decía todo.
—Esto está mal —susurró—. Alguien tendría que haber vuelto para consagrar el templo otra vez. Ocuparse de los muertos, como mínimo. Para cerrar las puertas de las catacumbas. —Miró por encima del hombro hacia la oscuridad que se extendía más allá. Como esperaba, nada se movía allí—. Si ningún miembro de la Orden ha estado aquí, debe ocurrir algo grave.
Wren decidió, mientras seguía un rastro de sangre por los pasillos, que no necesariamente era malo que no hubiera monjes en el templo. Aunque a la mayoría de los invitados, particularmente a los Inmaculados, se los trataba con hospitalidad dentro del templo, Wren estaba casi seguro de que su Exaltación no sería bien recibida. En el mejor de los casos, se vería obligado a responder a preguntas difíciles sobre el daiklave y sobre lo que había estado haciendo entre los muertos. En el peor, se hubiera organizado una Partida Salvaje improvisada en las habitaciones del templo.
En cualquier caso, estaba claro que debía tener cuidado, de modo que caminó con lentitud por los salones, deteniéndose de vez en cuando para examinar la carnicería. Vio los rastros que habían dejado tras de sí los saqueadores. Habían arrancado los candelabros de las paredes y habían destrozado o robado los braseros y tapices. La destrucción del templo estaba escrita por todas partes con sangre reseca; salpicada en las paredes o regada por el suelo.
Wren decidió que el causante había sido un hombre. Una pareja de pisadas pasaban de una a otra carnicería y los cortes y arañazos impresos en las paredes tenían todos un tamaño, una forma y una profundidad importante.
—Un hombre —murmuró y silbó. Recordó las interminables mañanas de entrenamiento en el patio; la elegancia y velocidad incomparables de sus compañeros e instructores. Que un solo hombre hubiera recorrido el templo y acabado con tantísimos monjes era algo casi inconcebible—. Cazarratas —susurró. Nadie más podría haberlo hecho. Tenía todas las de perder. El hombre que lo había hecho prisionero en las mazmorras del Príncipe de las Sombras se había cobrado una victoria sangrienta en la guerra contra los cielos que se había librado allí.
Una guerra, se percató, en la que también él combatía.
Se dio cuenta de que era mucho más que un soldado. De pronto todo tenía sentido. Aquello no era un juego, ni una de las maquinaciones de Kejak. Los poderes entre los que se movía eran fuertes y terribles; capaces de hacer milagros y cometer barbaries con la misma facilidad. Su mente se había negado a comprender lo que había hecho cuando rechazó la oferta del dios muerto. Tampoco Idli, el cruel y traicionero Idli, era fácil de entender, salvo cuando los golpes volaban y la urgencia del combate conseguía hacerle olvidar toda su filosofía.
Pero aquello era colmo. Cazarratas era quizá la peor criatura con la que había tenido la desgracia de cruzarse; una alimaña presumida, arrogante y sádica. Había bailado siguiendo el son tocado por el Príncipe, tramado con los demás sirvientes y aprovechado la primera oportunidad para deshacerse de todos aquellos Inmaculados devotos y entrenados.
Se estremeció al comprender qué clase de enemigo era Cazarratas. El duelo al que había sobrevivido en los aposentos de Flor Implacable le parecía ahora un chiste, una broma del Sol Invicto.
Y si el Sol Invicto no hubiese escogido aquel momento para Exaltarlo, también él estaría muerto. Habría quedado sometido a la rabia y poder del Anatema.
Ahora formaba parte de los Anatema. Lentamente y con suavidad había despertado el poder de su interior. Aunque parecía evidente que Cazarratas se había ido hacía tiempo, cabía la posibilidad de que regresara y la profundidad de los arañazos de las paredes le advertían que aquél no era el mejor momento para tentar a la suerte.
Continuó abriéndose paso hacia el inevitable santuario central. Sabía que no había necesidad de ir allí, pero sentía cierta curiosidad morbosa y una esperanza cansada. Tal vez Cazarratas hubiera ignorado el santuario. Quizá, se dijo, aún siguiera intacto.
Dobló el último recodo y estuvo a punto de caer de bruces por el impacto. El santuario, o lo que quedaba de él, se extendía delante de él. El tiempo no había jugado a su favor. Los pájaros habían anidado en el altar y en los aleros y sus excrementos salpicaban toda la habitación. Las viejas manchas que cubrían las paredes y el suelo eran de varias tonalidades diferentes de marrón y el fétido olor revelaba hasta qué punto había sido profanado el lugar. Todos los adornos habían desaparecido, bien robados o destruidos. Por los rastros alargados dejados en el suelo, pudo ver que habían sacado muchos cuerpos a rastras al exterior. Estaba claro que el santuario se había convertido en un matadero donde habían sido asesinados los sacerdotes y sus servidores.
Salió de allí sintiéndose enfermo. Quienes solían pronunciar tan a la ligera la palabra "abominación" tendrían que ir allí para comprender su verdadero significado. Aquélla sí que era una auténtica abominación y no en lo que él se había convertido. Allí estaba el verdadero horror. Por primera vez creyó comprender por qué un día en el oscuro y lejano pasado, Kejak y sus consejeros habían decidido que era necesario convocar a la primera Partida Salvaje.
No era del todo ajeno a la posibilidad de que la Partida lo juzgara alegremente autor de aquella devastación; es más, estaba convencido de que si alguien lo encontraba allí no vacilaría a la hora del acusarlo. De nada serviría que no tuviera motivo; las personas no eran demasiado lógicas cuando debían enfrentarse a cuestiones como los asesinatos masivos y los Exaltados.
Incluso él, admitió, había sido culpable de ello en alguna ocasión.
Pero ahora no era el momento de hacerse reproches, ni de pararse a pensar en la naturaleza irónica de las cosas. Una rápida ojeada le había informado de que no había cuerpos que necesitaran ser enterrados o almas a las que mostrar el camino. Aquello, por lo menos, era una bendición. Saldría del templo, buscaría provisiones y abandonaría la aldea. El peso de la espada a su espalda le recordó la deuda que debía a los fantasmas de las catacumbas que había debajo; la súbita sed era un recordatorio de una necesidad aún más inmediata.
Salió del santuario, corrió por los pasillos del templo y deseó, sin mucha convicción, encontrar una aldea en las proximidades.
Sintió una repentina calidez en la frente y cambió su deseo: tendría que ser una aldea habitada sólo por ciegos o ignorantes.
Se adivinaban aún los rastros de sangre en los escalones de entrada al templo cuando Wren emergió. La verdad, no había esperado otra cosa. Los elementos, sin embargo, habían ayudado a languidecer el recuerdo. Con el paso del tiempo, derrumbarían el techo y harían lo mismo en el interior del templo.
Wren vio que había existido allí una aldea. La mayoría de los edificios aún estaba en pie, aunque muchos mostraban evidencias de haber sido pasto de las llamas. Había unas dos docenas de casas, un establo, una herrería y otros edificios cuyo propósito no pudo adivinar; todos, en mayor o menor medida, sumidos en un estado de deterioro considerable. Algunos sólo se habían quemado parcialmente y otros hasta los cimientos.
En el centro de las cabañas había una rústica plaza y en el núcleo de la misma, una pila de huesos quemados. Los esqueletos de animales que había en las calles lo llevaron a pensar que los de la plaza debían pertenecer a los seres humanos. Sin duda los habitantes de la aldea y los que fueron arrastrados fuera del templo.
Las calles no hedían a muerte y dio gracias por ello. Allí no quedaba más que polvo y hollín, levantándose con cada una de sus pisadas. Miró tras de sí y vio cómo la brisa apartaba el polvo a un lado. Cualquiera que estuviera en el área se percataría de que había alguien allí y si no era tonto, sabría que estaba solo. El pensamiento hizo que se sintiera inseguro. Disminuyó la velocidad de su marcha y pisó con suavidad para que las nubéculas de polvo que levantaban sus pies al caminar fueran más disimuladas.
Llegó a la plaza del pueblo y vio que había sido pavimentada con adoquines. La mayor parte, salvo aquella acariciada por los vientos, estaba libre de polvo. La pila de huesos yacía en el centro de la plaza y, con un solo vistazo, Wren supo cuál había sido su función: una pira. Aquello no había formado parte de la carnicería. Más bien eran sus consecuencias. Después de todo, alguien había estado allí, había visto la destrucción y hecho lo que había podido por las víctimas. No mucho, pero sí lo suficiente para proteger los cadáveres de los muertos de los carroñeros y dar a las almas algún descanso.
¿Pero quién se había tomado la molestia? No podía dejar de formularse preguntas. Si habían sido los Inmaculados, ¿por qué no habían limpiado el templo también? ¿Y quién más podría haberlo hecho? Con toda seguridad los saqueadores no se habrían molestado. ¿Quizá los aldeanos mantenían buenas relaciones con los espíritus locales? Ninguna de las explicaciones lo convencía. Se acercó un paso a la pila de huesos chamuscados y frunció el ceño. «¿Acaso importa? —Se preguntó—. Después de todo, hace tiempo que han muerto».
El sonido de unos cascos interrumpió sus reflexiones. Con media docena de zancadas, Wren abandonó la plaza y se ocultó entre las sombras proyectadas por un par de chozas en relativo buen estado y cuyas paredes exteriores parecían capaces de resistir a una brisa fuerte sin desmoronarse.
Dos jinetes se aproximaron montando al paso. El líder tenía barba, era fornido y estaba bien armado. Vestía polainas de cuero gastadas y un collar con colmillos de gran tamaño. En sus anchas muñequeras se adivinaban cuchillos arrojadizos y otras herramientas de metal. Un sombrero de color rojo y cubierto por el polvo del camino descansaba sobre su cabeza y atada al muslo asomaba una peligrosa espada corta. Miró alrededor sin mucho interés, analizando la plaza de forma metódica.
A su lado había una mujer alta y delgada. La espantosa cicatriz que recorría su mejilla derecha la incluía sin remedio en el grupo de las feas. Llevaba el cabello negro suelto con un broche de plata y vestía unas polainas muy semejantes a las de su compañero. De su silla colgaba un único arco corto y tenía un carcaj repleto anudado a la espalda.
Wren frunció el ceño al verlos pasar. No entendía cómo no los había visto antes de oírlos. O como mínimo el polvo levantado por sus monturas.
A menos que ya estuvieran en la aldea cuando salió del templo.
—¿Hola? —el grito procedía de la plaza. Era un alarido profundo y ruidoso, de no muy buen talante. Wren no sintió deseos de responder.
—¿Hola? —repitió esta vez la mujer—. Sabemos que estás aquí. Sal y muéstrate y no te haremos daño.
Tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse de ese último comentario. ¿Que no le harían daño? Oh, podrían intentarlo, desde luego, pero independientemente de sus esfuerzos, estaba muy seguro de que no podrían conseguirlo. En cualquier caso permaneció en las sombras. Sentía curiosidad por saber qué sería lo que le dirían a continuación.
Fue el hombre el que volvió a hablar mientras montaba en círculos alrededor de los restos ennegrecidos de la pira. Parecía impaciente mientras que ella, tras él, adoptaba una actitud flemática y profesional. Wren decidió que era la más peligrosa de los dos.
—Mira, hay riquezas suficientes en ese templo para los tres. Sal y lo compartiremos contigo. Si continúas escondido no recibirás nada.
«Ah —pensó—, eso lo explica todo. Son cazadores de tesoros haciendo caso a los rumores de las riquezas del templo perdido. Bueno, a menos que tengan un comprador para un montón de mierda de paloma, creo que van a llevarse una gran decepción». Por un momento pensó en advertirlos acerca de lo que había en el interior, pero finalmente decidió no hacerlo. No tenía nada en contra de los cazadores de tesoros, saqueadores de tumbas u otros ladrones de los muertos porque él mismo había pertenecido a este grupo en más de una ocasión. Contra lo que sí tenía algunas cosas era la actitud homicida hacia intrusos, competidores, y testigos. Tenía la sospecha de que ambos lo atribuirían a alguna de estas categorías. Desde luego sería más creíble que la verdad, es decir, que era un Exaltado reciente y fugitivo que acababa de emerger del Inframundo después de desafiar a uno de sus regentes y de escapar de las mazmorras del Príncipe de las Sombras. Deseó poder suspirar pero se mantuvo en silencio y esperó. Con un poco de suerte, se aburrirían y se marcharían o entrarían en el templo. Entonces podría saquear su campamento de provisiones y desvanecerse. No pretendía llevarse mucho porque el duelo que había librado en las catacumbas lo había dejado extenuado y no estaba dispuesto a hacer grandes esfuerzos. Además, tampoco se veía capaz de esquivar flechas por el momento.
Fuera de la plaza, los sonidos de los cascos de los caballos sobre las losas desiguales cesaron repentinamente y Wren pudo oír cómo desmontaban.
—Si no sales —dijo el hombre— tendremos que buscarte. Y eso no te va a gustar.
Escuchó el sonido deslizante de una espada extraída de su vaina y el suave quejido del arco tensándose.
Wren maldijo para sus adentros. Estaban siendo muy testarudos. En silencio, volvió a ocultarse fuera de la plaza. Encontró una ventana y entró por ella dejándose caer de espaldas. Encontró una ventana y entró por ella dejándose caer de espaldas. Aterrizó sobre el sucio suelo cubierto de esteras de paja desgastadas y rotas. Crujieron cuando cayó sobre ellas y Wren deseó con todo su corazón que el sonido no hubiera sido tan escandaloso como a él le había parecido. Se escabulló de la ventana y quedó en cuclillas sobre el suelo. Respirando casi de forma inaudible, escuchó.
Fuera, en la callejuela, oyó pisadas sigilosas.
—Hay pisadas en el polvo —escuchó decir a la mujer.
—Serán tuyas o puede que mías —replicó el hombre.
En silencio, Wren aplaudió su comentario.
Hubo una pausa y entonces:
—¿Desde cuándo estamos descalzos?
El hombre maldijo en voz alta y se abalanzó sobre la pared con el gran cuchillo desenvainado. Antes de que el polvo se hubiera asentado, Wren ya estaba sobre él. Con una mano le arrebató el arma, y la arrojó a un lado. Con la otra le propinó un puñetazo en la base de la garganta. El hombre soltó un gorgoteo, intentó volverse y a continuación se desplomó.
Su instinto le aconsejó que se agachara y dio gracias cuando escuchó el silbido de una flecha justo sobre su cabeza. Se alejó rodando hasta la callejuela y se levantó justo a tiempo para esquivar otra.
La mujer estaba de pie, y se movía con la rapidez del agua cuando apuntaba, tensaba la cuerda, disparaba y sacaba otro proyectil. Wren admiró su figura durante un prolongado instante, antes de saltar creando un manto de luz brillante a su alrededor. Se elevó hasta caer sobre la choza opuesta. Otra flecha silbó al pasar, y se dejó caer de bruces sobre el techo, deseando que la llamarada de poder que lo rodeaba se fundiera en su interior.
—Cuervo Luminoso —llamó la mujer. Su mirada no se apartó un instante del tejado por el que Wren había desaparecido—, ¿estás bien? —La única respuesta fue un gruñido ininteligible—. Maldita sea —murmuró y buscó otra flecha en su carcaj—, está en el tejado.
Hubo una pausa en el diluvio de flechas y Wren aprovechó la oportunidad para escurrirse hacia el extremo del tejado con el propósito de comprobar si el siguiente edificio estaba al alcance de un salto. Lo estaba, o habría estado si hubiera conservado el tejado. Pero el fuego había destruido la mitad y los elementos se habían encargado del resto. Se dio cuenta de que, a menos que quisiera convertirse en un blanco fácil, estaba atrapado.
Escuchó un sonido amortiguado seguido por el chisporroteo de la paja al arder. Wren miró hacia arriba y vio una flecha con un trapo ardiendo atado. Las llamas habían empezado ya a extenderse.
—Oh, maldición —murmuró y saltó cuando las llamas se le acercaban.
Aterrizó de pie en la callejuela en el extremo contrario de la casa donde se encontraba su agresora con el arco. Levantó una nube de polvo al caer pero el sonido de sus talones golpeando el suelo quedó amortiguado por el rugido del fuego.
Pensó en correr. No tenía sentido prolongar el conflicto pero sí alejarse de allí tan rápido como fuera posible. No obstante, los intentos de la mujer por exterminarlo eran insultantes y la patosa fanfarronería de su compañero resultaba de lo más irritante. Ellos habían empezado esto, no él. No había nada malo en que lo terminara.
Se inclinó y cerró la mano en torno a un fragmento de cerámica. Era grueso y pesado y, en uno de los lados tenía pintado lo que parecía ser un diseño de grullas bailando. Wren lo miró un instante, decidió que era horrible y lo movió en su mano. El peso serviría a sus propósitos. En silencio, se deslizó hacia la derecha. A la izquierda estaba el centro de la aldea, un espacio demasiado descubierto para lo que pretendía hacer.
El fuego se estaba intensificando. El calor lo obligaba a alejarse de las paredes ardientes de la choza. Podía escuchar débilmente a la mujer llamando a su compañero desde el otro lado. Sonrió y continuó avanzando por el costado del edificio. Se tomó un momento para calibrar la distancia, y a continuación lanzó el fragmento hacia la entrada de la callejuela situada entre dos cabañas.
Era, desde luego, un truco muy viejo. Se trataba de crear una distracción en la derecha para poder ir hacia la izquierda. Wren, sin embargo, no tenía intención de seguir este rumbo. Estaba seguro de que la mujer advertiría la trampa y miraría hacia la izquierda con el arco preparado para agujerearlo en cuanto doblara la esquina. En lugar de eso, escogería el camino de la izquierda, siguiendo el recorrido de su proyectil improvisado, y la sorprendería.
Ésa, al menos, era la teoría, una teoría que encontró sorprendentemente gratificante y precisa cuando se deslizó doblando el recodo del edificio en llamas.
Allí estaba ella, dándole la espalda y apuntando una flecha hacia el extremo contrario de la callejuela. Wren sonrió y saltó. Su propósito era propinarle una sola patada en la nuca. En el peor de los casos, caería de bruces y soltaría el arco; en el mejor, la mataría.
Gritó y golpeó. Ella se giró a medias al oírlo, abrió la boca sorprendida e intentó bloquear el ataque con las manos. Su talón la golpeó en el costado del cuello con toda la fuerza de su peso y su salto.
Lo lógico hubiera sido que aquel golpe le rompiera el cuello y la lanzara hacia atrás con los brazos y las piernas sacudiéndose como los miembros de una muñeca de trapo hasta desplomarse en el suelo. Lo lógico es que aquel golpe la hubiera matado.
En lugar de ello, hubo un destello de luz pálida y un desagradable impacto que le recorrió la pierna. Soltó un jadeo, se recuperó y aterrizó junto al costado derecho de la mujer, justo entre las llamas y ella. Tenía la pierna derecha entumecida.
Ella terminó de dar el giro y esbozó una sonrisa sombría. Sus manos sostenían aún el arco corto; la cuerda sostenía aún una flecha. Sobre su pecho una pequeña piedra blanca pendía de una cadena dorada. Relucía con suavidad, y se maldijo por no haberla visto antes.
—Un encantamiento de la Primera Edad contra este tipo de maniobras —dijo, sonriendo con falsedad—. En nuestro trabajo se encuentran cientos.
—¿De verdad? —preguntó Wren, al tiempo que se arrojaba a la izquierda para esquivar una flecha que pasó silbando a su lado.
Rodó y la empuñadura de la espada se le clavó dolorosamente en su espalda a la vez que otra flecha se hundía en el lugar donde había estado sólo un instante antes. La mujer tensaba y disparaba con sencilla rapidez, y durante un breve instante, Wren se preguntó si habría recibido un entrenamiento Inmaculado. La distancia era demasiado escasa para que continuase fallando.
Su hombro rozó la pared de la choza en la que se había ocultado y se levantó como accionado por un resorte. Otra flecha zumbó por debajo de su barbilla y se inclinó hacia atrás para esquivarla.
—Aunque creo que no encontraremos ninguna aquí.
Se detuvo un instante para colocar otra flecha y en ese momento Wren atacó. Se inclinó hacia delante y de su puño surgió una llamarada de luz que dejaba tras de sí una estela.
Golpeó, pero no a la mujer, sino al arco. La madera estaba lacada y era recia, sin duda se trataba de una pieza finamente labrada. Pero al tocarla él, se quebró. La cuerda se soltó y le hizo un corte a la mujer en la cara. Chilló de dolor. Dando traspiés, atacó a ciegas con la flecha que tenía en la mano, pero Wren cogió el proyectil y ella lo dejó caer. Se revolvió para echar a correr, pero él recogió la flecha que caía y la lanzó hacia delante, en un vuelo rasante. La acertó en los tobillos y la derribó. En un instante estaba sobre ella, la flecha apuntando hacia el cuello y el rostro inmóvil contra el polvo del suelo.
—¿Sabes? —dijo con calma—. Nada de esto era necesario. No quería otra cosa que echarle una ojeada a un mapa y un sorbo de agua. Y, en cualquier caso, el templo está vacío. Oh, siempre podéis buscar algo en las catacumbas que hay debajo, pero no os lo recomiendo. Yo he estado allí, ¿sabes? ¿Dónde está vuestro campamento?
Ella escupió e intentó liberarse. Sin aspavientos, Wren le dio la vuelta a la flecha y la golpeó con los penachos en la espalda.
—Eso ha sido una estupidez. No tan grande como la de tu amigo que, por cierto, no creo que pueda volver a hablar. Pero ha sido una maniobra bastante absurda. No es necesario que me respondas. Ésta no es una aldea grande. Supongo que no tendré problemas para encontrarlo cuando te haya matado. Pero eso dependerá de ti, claro.
La mujer tosió.
—Fuiste tú el que hizo esto, ¿verdad? —le espetó con voz gangosa y la boca llena de polvo. Wren se preguntó si le habría arrancado algún diente.
—¿El qué? ¿La carnicería? Difícilmente. Yo estaba a medio mundo de distancia. Sin embargo, conozco al hombre que lo hizo y, si te hace sentir mejor, quiere matarme.
—¡Mentiroso!
—No, sólo sediento. Tenéis agua en el campamento, ¿verdad?
Ella se negó a responder y, encogiéndose de hombros, la golpeó con el astil de la flecha en los nervios del cuello. Dejó de retorcerse al quedar inconsciente y la arrastró hacia la choza donde yacía su aún gimiente compañero. Cogió la piedrecilla pero decidió no colgarse la cadena del cuello.
—Vigílala —dijo, una vez dentro—. Dudo que vayas a ser útil para otra cosa.
El hombre al que ella había llamado Cuervo Luminoso se encogió en una esquina y Wren le lanzó una mirada de disgusto. Estaba claro que el tipo era una desgracia para el gremio y posiblemente estuviera mejor muerto.
Se giró para marcharse.
—Quizás quieras moverla si el fuego sigue extendiéndose —añadió, mientras salía por la entrada improvisada que el hombre había abierto— y tal vez le convenga hacerlo cuanto antes.
Un sonido a su espalda le advirtió de que el hombre estaba siguiendo su consejo.
Los caballos estaban en la plaza. Echó una rápida mirada a las alforjas y comprobó que guardaban cuanto necesitaba. Agua, alimento, mapas; todo estaba a su disposición. Durante un momento consideró las implicaciones morales de dejar a Cuervo Luminoso y su compañera sin sus monturas o provisiones, pero descartó el pensamiento. Formaba parte del negocio. No tenía duda de que ellos se lo habrían hecho a otros y estaba seguro de que no habrían sido tan piadosos como él.
Montó y ató con una cuerda el segundo caballo, la montura del hombre, al suyo. Ambos eran sorprendentemente dóciles. Lo tomó como un buen presagio. Espoleó al caballo en los flancos y se encaminó hacia lo que el mapa señalaba como un camino.
Tras él, el fuego cobró fuerza. Lo ignoró.