Ninguno de los sirvientes restantes del Príncipe hizo un alto en su trabajo para ver marchar a Cazarratas. Marchó cabalgando en la oscuridad de un neblinoso anochecer, con sus dos compañeros y una pareja de animales de carga que los seguían como harapos atados a una cometa rota. Nadie salió de detrás de las macizas puertas de madera para cerrar la verja de la ciudadela, de modo que Hongo y Moho desmontaron y lo hicieron ellos mientras Cazarratas los observaba desde su montura. La puerta se cerró estrepitosamente y emitió el mismo sonido que haría un martillo sobre un yunque quebrado. Las dos figuras se apresuraron a volver a sus cabalgaduras. Cazarratas volvió la vista atrás una sola vez antes de partir a galope. Los otros, apartando las miradas con respeto, lo siguieron.
Cuando llevaban tres días de viaje, Cazarratas admitió finalmente para sí que no tenía idea de hacia dónde se dirigían. Estaban acampados en una pequeña cueva seca debajo de un saliente de piedra caliza. Observó a Hongo (¿o era Moho?) abrir con destreza una trampa en la que dos conejos desafortunados estaban empalados, mientras que su compañero traía agua a la cueva desde un arroyo cercano. Las monturas estaban atadas a un arbusto de ramas desnudas que había junto a la orilla del agua y, de cuando en cuando, alguna inclinaba la cabeza hacia el arroyo y bebía. Una delgada columna de humo describía una espiral desde las llamas y reptaba por el techo de la cueva, dejándose arrastrar hacia el exterior y dispersándose.
Cazarratas entornó los ojos.
—Tenemos que hacer algo con ese fuego. Alguien podría ver el humo.
Hongo levantó una mirada horrorizada de sus quehaceres.
—Oh, no, no podemos hacer nada. No hay nadie aquí que pueda verlo y, aunque lo hubiera, no se atrevería a atacar tu campamento.
—No has estado muy atento a mi pasado, ¿verdad? —dijo Cazarratas con amargura. Azuzó el fuego con un palo de punta rota. Una de las ascuas estalló en pequeñas chispas por el azuce y Hongo lanzó un dhillido de terror.
—Por favor, amo Cazarratas, deja el fuego tranquilo. Quemarás la cena.
—¿Quemar la cena? —Enarcó una ceja con lentitud. —Después de todo lo que me ha ocurrido, ¿crees de verdad que me importa una mierda que se queme la cena?
Sacó el palo del fuego y la punta brillaba roja como una cereza. Con el rostro impávido, se inclinó hacia delante hasta que la madera humeante estaba directamente debajo de la nariz de Hongo.
—No me importa si quemo la cena, ¿está claro? —Hongo abrió la boca, pero Cazarratas continuó—: No hables, sólo asiente.
Despacio y con mucho cuidado, Hongo asintió. Cazarratas sonrió.
—Muy bien. Ahora que han quedado claras mis prioridades, veamos si tienes respuesta a algunas preguntas que me han estado inquietando. Tratarás de darles respuesta, ¿verdad? —Hongo volvió a asentir. Sus ojos brillaban por el terror—. Bien —continuó con suavidad—. Esto no te dolerá si no quieres.
—Responderé a lo que quieras, amo Cazarratas. A cualquier cosa —la voz de Hongo era un chillido tan alto que apenas era inteligible.
—Eso dices —respondió Cazarratas—, pero me pregunto si realmente es verdad. Supongo que sólo hay una forma de averiguarlo. ¿A dónde vamos?
Hongo tragó con dificultad, su nuez sobresalía obscena al hacerlo. Sus ojos protuberantes e inyectados en sangre parpadearon al mismo tiempo que él aventuraba una respuesta entre tartamudeos.
—Al encontrar al Príncipe de las Sombras, claro. Estamos haciendo lo que te dijimos.
—Me temo que eso no es suficiente. —El palo, que ahora refulgía tenuemente, se aproximó al cuello del pequeño regordete—. ¿Dónde está el Príncipe? ¿A dónde me estáis llevando?
—Eh —Hongo volvió a tragar—, quizá te enojes con nosotros cuando te lo diga.
Cazarratas sonrió abiertamente.
—Oh, pero si ya estoy enfadado. ¿Por qué no me dices la verdad antes de enojarme aún más?
—Muy bien. Escúchame, te lo ruego. No te estamos llevando a donde está el Príncipe, amo Cazarratas.
—Ah. —Se reclinó y meditó la confesión durante un momento. Aprovechó la oportunidad para calentar otra vez la punta de la vara improvisada—. Lo sospechaba. Bien, hasta hace poco hubiera reaccionado ante esta confesión empalándote como a uno de tus queridos conejos. Quizá incluso te hubiera asado. Pero ahora soy un hombre diferente y he aprendido a reflexionar antes de actuar. Ésa es la razón por la que te voy a conceder un momento para que me expliques por qué me has mentido y a dónde me lleváis. Si tu explicación es lo bastante buena, tal vez te deje vivir. —Bostezó a propósito—. Lo pongo en duda, claro, pero donde hay vida hay esperanza, ¿no es así?
Hongo dejó caer la trampa y se postró.
—Si te complace, amo Cazarratas, no te llevamos a donde está el Príncipe porque el viaje es largo y para cuando hubiéramos llegado, él se hubiera marchado hace tiempo. En lugar de ello te estamos llevando a donde irá —miró tímido y suplicante entre los dedos nudosos.
—¿Y dónde está ese lugar?
El montón de palos dispuestos en el centro de la hoguera se derrumbó y Hongo se encogió al escuchar el estrépito.
—Es un lugar —dijo, al tiempo que aplastaba su cara contra el suelo de la cueva—. No me preguntes más porque no puedo decirte más.
—¿Estás seguro de eso? —Cazarratas empujó el palo suavemente y Hongo gimoteó cuando el olor a carne quemada inundó el aire—. ¿Seguro?
—No puede decírtelo, excelentísimo. —El hombre muerto alzó la mirada con pereza y vio a Moho en la entrada de la cueva con los brazos repletos de leña—. No se nos permite hacerlo y no importa cuánto deseamos hacerlo.
—¿Y lo deseáis?
—Desde luego, pero nuestros deseos importan muy poco.
Entró en la cueva, sorteó a su compañero, depositó y apiló con cuidado la leña junto al fuego.
—Al parecer mis deseos tampoco importan mucho —Cazarratas se levantó de pronto al sentirse muy disgustado. El palo cayó de su mano y rodó hasta el fuego, donde fue apresado por el hacendoso Moho y apilado junto al resto. Se marchó murmurando y poco después Moho escuchó el sonido del chapoteo en el agua.
Con lentitud Hongo descruzó los dedos y alzó la mirada.
—Ya pasó —le animó su compañero—. Se ha marchado de momento y mientras no esté satisfecho, tendrá que confiar en nosotros algo más de tiempo. Nos seguirá hasta que lleguemos al Sepulcro.
—Ojalá pudiera matarlo —respondió Hongo; la voz le temblaba—. Le vigilaré mientras duerma y soñaré con asesinarlo.
—No se nos permite. Lo sabes. Debemos obedecer. —El tono de Moho era tan impasible como si estuviera hablando acerca del clima.
—Lo sé. Y nos matará. —Hongo se incorporó despacio. Miró con temor hacia la entrada de la cueva. No había sombras amenazadoras allí.
Moho lo miró con reproche.
—Es lo que se supone que debe hacer, ¿recuerdas?
Hongo agachó la cabeza hacia el suelo.
—Lo recuerdo.
—Es suficiente. Vigila la cena. Se está quemando.
—Así lo haré —respondió Hongo y se inclinó para ocuparse de su tarea.