ESCENA TERCERA
SABELITA está sentada a la sombra de unas piedras célticas, doradas por líquenes milenarios. Desde el umbral de la casa se la divisa aguardando una vaca, en lo alto de la colina druídica[127] que tiene la forma de un seno de mujer. SABELITA ha cambiado tanto que apenas evoca su recuerdo. Lleva ahora atavíos de aldeana, camisa de estopa, refajo remendado y madreñas. La vaca, una vaca marela[128], alarga el yugo mordisqueando la yerba, que brota en la sombra de aquellas piedras sagradas. De pronto, por entre unas breñas aparecen dos perros: Son los galgos que en el zaguán de la casa infanzona suelen verse atados de una cadena. SABELITA palidece al reconocerlos, y otea hacia el camino con ojos asustados, mientras los perros retozones y saltantes, acuden con ladridos de júbilo a lamerle las manos. Un hombre sube por la falda de la colina: Es DON GALÁN que llega acezando.
DON GALÁN.— ¡Alabado sea Dios! Vengo en una carrera desde la villa.
SABELITA.— ¡Qué susto me han dado los perros!
DON GALÁN.— ¡Jujú! ¿Cuidó sin duda, que venía el señor Don Juan Manuel? ¿Maginóse que yo le había contado cómo, por un casual, teníala visto en la ribera del río?
SABELITA.— ¡Lo que temí, no sé!
DON GALÁN.— La señora mi ama es quien viene a visitarla.
SABELITA.— ¿Tú le has dicho dónde yo me ocultaba?
DON GALÁN.— ¡Así muerto me entierren, si palabra le dije!
SABELITA.— ¿Y cómo lo supo?
DON GALÁN.— ¡Mía fe, que no lo discierno! Presumo que habrá tenido revelación, porque muy de mañana me llamó y me dijo de esta conformidad: Don Galán, tú has visto a mi ahijada, y es preciso que me lleves a donde está, para que mi alma se libre de un gran pecado. Anda y avisa que aparejen la pollina. ¡Jujú! Yo quédeme maginando si sería revelación de un ángel o cuento de Micaela. La gran raposa habíame estado sonsacando, y diome torrijas del yantar del amo, y subió de la cueva por me desatar la lengua, un jarro de vino de la Amela[129].
SABELITA.— ¡Y tú, necio, se lo has contado todo!
DON GALÁN.— ¡Jujú! Contóselo el jarro. Pero no suspire, que ningún mal habrá de venirle por esa visita. Doña María viene para llevársela consigo, y sacarla de guardar la vaca y comer caldo de unto. ¡Jujú!
SABELITA.— Es preciso que no me vea.
DON GALÁN sentado sobre la yerba, mueve la cabeza con gravedad lenta y triste. Después descuelga el zurrón que trae a la espalda, y se lo presenta a SABELITA. En los ojos del bufón hay una llama de tímida y amorosa ternura.
DON GALÁN.— Cordera, aquí le traigo un pichón estofado que da gloria. ¡Jujú! Un abade no lo toma mejor. También le traigo dos manzanas de sangre, las primeras que se cogen este año. ¡Mírelas qué lindas!
SABELITA.— Es preciso que no me vea Doña María.
DON GALÁN.— Paloma del palomar del rey, no eres nacida para comer caldo de unto.
SABELITA calla suspirando, y lentamente sus ojos se arrasan de lágrimas. DON GALÁN extiende una servilleta sobre la yerba, y saca del zurrón la vianda.
SABELITA.— Vuelve a guardar todo eso, y lleva la vaca a su establo, que yo voy al encuentro de mi madrina.
DON GALÁN.— No desprecie el don de un pobre, Doña Sabelita. Tome tan siquiera esta manzana.
SABELITA toma una manzana encendida como las rosas, y suspira gozando aquel aroma de bálsamo y de flor. Después sus ojos se detienen amorosos en la vaca marela que pace a su lado arrastrando el ronzal.
SABELITA.— ¡Si pudiese no pensar en las tristezas de mi vida, y ser como tú, pobre Marela!… Llévala a su dueño, Don Galán.
DON GALÁN se enrolla a la muñeca el ronzal de la vaca, y alarga el belfo vinoso para beberse una lágrima. SABELITA se aleja por un sendero entre maizales que bajan a la orilla del río, y en sus manos pálidas, la manzana de sangre parece un corazón.