ESCENA SEGUNDA

La alcoba de DOÑA MARÍA. Es la prima noche. Una cama antigua, de nogal tallado y lustroso, se destaca en el fondo, entre cortinajes de damasco carmesí, que parece tener algo de litúrgico, tanto recuerda los viejos pendones parroquiales. Un Niño Jesús con túnica blanca bordada de plata parece volar sobre la consola, entre los floreros cargados de azucenas. En las losas de la plaza resuenan las herraduras de un caballo que se detiene piafando debajo del balcón. Han pulsado blandamente en los cristales. La señora se estremece y escucha: Sobre los labios marchitos zozobra el rezo. Están llamando otra vez y se oye el susurro de una voz. DOÑA MARÍA abre el balcón. De pie, sobre el rocín, con ambas manos en los hierros, aparece CARA DE PLATA.

CARA DE PLATA.— ¡Buenas noches, Doña María!

DOÑA MARÍA.— No escandalices, hijo.

CARA DE PLATA.— ¿Estaba usted dormida?

DOÑA MARÍA.— Estaba rezando. ¿Quién viene contigo?

CARA DE PLATA.— Vengo solo.

DOÑA MARÍA.— ¿Y tus hermanos?

CARA DE PLATA.— No los he visto.

DOÑA MARÍA.— De ti no temo nada. Has sido siempre un caballero, y confío que seguirás siéndolo. Pero no estés así sobre el caballo, que puedes matarte.

CARA DE PLATA.— ¡Qué más da un día que otro!

DOÑA MARÍA.— No digas locuras.

CARA DE PLATA.— Madre, vengo a despedirme de usted. Me voy con los carlistas[96].

DOÑA MARÍA.— ¡Válate Dios! ¿Tú necesitas dinero?

CARA DE PLATA.— Le digo a usted la verdad. Xavier Bradomín me ha convencido de que los hombres como yo, sólo tenemos ese camino en la vida. El día en que no podamos alzar partidas por un rey, tendremos que alzarlas por nosotros y robar en los montes. Ese será el final de mis hermanos.

DOÑA MARÍA.— ¡Calla! No puedo oírte. No me agoníes[97]. ¿Qué necesitas? ¿Qué quieres? ¡Si es preciso venderé hasta la última hilacha, pero no me digas que voy a dejar de verte para siempre!

CARA DE PLATA.— ¿Y quién asegura que no volveré? Yo también tengo siete vidas, como los gatos monteses y como mi señor padre.

DOÑA MARÍA.— Pero mis ojos no te verán.

DOÑA MARÍA tiende las manos hacia su hijo y le besa en la frente. CARA DE PLATA se descubre con respeto. A lo lejos, detrás de los cipreses, brilla el mar que parece ofrecer su manto de luces y de aventura, al mancebo segundón que se apresta a correr el mundo.

DOÑA MARÍA.— ¡Hágase la voluntad de Dios!

CARA DE PLATA.— Amén, señora madre.

DOÑA MARÍA.— ¿Cuándo te irás?

CARA DE PLATA.— Mañana mismo.

DOÑA MARÍA.— ¿Sin besarle la mano a tu padre?

CARA DE PLATA.— Temo que me reciba a tiros Don Juan Manuel.

DOÑA MARÍA.— Hijo mío, sé humilde, y solicita su bendición. Yo intercederé.

CARA DE PLATA.— ¡Señora, temblaba de decirlo, pero aun ayer pudo usted defendernos y no quiso o no supo!

DOÑA MARÍA.— ¡Y sabes las torturas de mi corazón!

CARA DE PLATA.— ¿Acaso no veo cómo el cariño lo hace cruel? Mi padre acusa a todos sus hijos y mi madre no sabe decirle que fue uno solo, quien entró en esta casa con la gavilla de Juan Quinto.

DOÑA MARÍA.— No ha sido ninguno.

CARA DE PLATA.— Ha sido Pedro.

DOÑA MARÍA.— ¿Y serás capaz de acusarle?

CARA DE PLATA.— Por eso creo mejor no recibir la bendición de mi amantísimo padre.

DOÑA MARÍA.— Hijo del alma, ten la de tu madre.

DOÑA MARÍA se inclina sobre el balcón. La mano, de albura lunar, traza una cruz en la noche y se posa en la arrogante y varonil cabeza del mancebo. CARA DE PLATA la besa con respeto, y se deja caer sobre la silla del rocín. DOÑA MARÍA solloza viéndole partir, y permanece en el balcón hasta que desaparece. Con una congoja, vuelve a entrar en la alcoba, se arrodilla y reza. EL NIÑO JESÚS, con túnica de lentejuelas y abalorios, sonríe bajo su fanal y tiende las manos cándidas, hacia la pobre madre que se queda sin hijo.