ESCENA SEGUNDA

DON JUAN MANUEL yace en su lecho convaleciente de tantas heridas como recibió aquella noche, y a su puerta duerme el criado que cuida de los hurones y de los galgos. Un criado que llaman por burlas DON GALÁN: Es viejo y feo, embustero y miedoso, sabe muchas historias, que cuenta con malicia, y en la casa de su amo hace también oficios de bufón. Canta un gallo.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán!

DON GALÁN.— ¡Abriéronse las velaciones[23]!

EL CABALLERO.— ¿Qué dices?

DON GALÁN.— Que estaba en la compañía de Dios Nuestro Señor.

EL CABALLERO.— ¿Raya el día?

DON GALÁN.— Los gallos cantan, pero aún hay estrellas.

EL CABALLERO.— ¡No puedo dormir!

DON GALÁN.— ¡Y a mí no me dejan! ¿Mandaba alguna otra cosa, mi amo?

EL CABALLERO.— Que te vayas al Infierno.

DON GALÁN.— ¡Jujú[24]!… Aguardaré a que mi amo tome otro criado, para no dejarle solo.

EL CABALLERO.— Cuéntame, en tanto, alguna mentira, Don Galán.

DON GALÁN.— Por el mar andan las liebres, por el monte las anguilas.

EL CABALLERO.— ¡Calla, imbécil!

DON GALÁN.— Callado me estaba.

El bufón bosteza abriendo una boca enorme, y se echa debajo de la mesa, dispuesto a reanudar el sueño.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán!

DON GALÁN.— Mande, mi amo.

EL CABALLERO.— ¡Juraría que maté a uno de los ladrones!

DON GALÁN.— De ése se dice que ha resucitado.

EL CABALLERO.— ¡Yo le vi caer!

DON GALÁN.— Fue con el susto, mi amo.

EL CABALLERO.— ¡Fue de un pistoletazo! Pero los compañeros se han llevado el cadáver porque al ser reconocido no los delatase.

DON GALÁN.— Yo vide cómo le soplaron en el rabo con una paja, y echó a correr. ¡Jujú!

EL CABALLERO.— ¡Calla, necio!

DON GALÁN.— Callado me estaba.

La luz del alba raya en las ventanas. En el fondo de la estancia se esboza la cama antigua, de nogal tallado y lustroso. Sobre las almohadas yace la cabeza del hidalgo con los ojos abiertos bajo los párpados de cera, y una venda ensangrentada ceñida a la frente. El bufón ronca debajo de la mesa.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán!

DON GALÁN.— Mande, mi amo.

EL CABALLERO.— ¿Y no se murmura por la villa quiénes eran los bandidos que quisieron robarnos?

DON GALÁN.— Se murmura que no eran bandidos, sino los hijos de mi amo. ¡Esas voces corren por la villa!

EL CABALLERO.— ¡Calla, insolente!

DON GALÁN.— Callado me estaba.

DON GALÁN, debajo de la mesa, infla los carrillos con mueca bufonesca, mientras el amo suspira con los ojos cerrados, sintiendo que lentamente se le arrasan de lágrimas. Al cabo de un momento, pasando sobre ellos su mano descarnada, también ríe, y su risa es de una fiereza irónica que exprime amargura.

EL CABALLERO.— ¿Don Galán, qué hacemos con unos hijos que conspiran para robarnos?

DON GALÁN.— Repartirles la facienda, para que nos dejen morir en santa paz.

EL CABALLERO.— ¿Y después?

DON GALÁN.— ¡Jujú!… Después pediremos limosna.

EL CABALLERO.— Tienes sangre villana, Don Galán. Después nos tocaría robarles a ellos.

DON GALÁN.— Mejor sería irnos a un convento.

EL CABALLERO.— Eso cuentan las historias que hizo, al despojarse de su grandeza, el Emperador Carlos V.

DON GALÁN.— Y por las noches saldríamos de mozas con los hábitos arremangados.

EL CABALLERO.— Habrá que pensarlo, Don Galán. Ahora abre la ventana y mira si raya el alba.

DON GALÁN.— Raya, sí señor.

EL CABALLERO.— ¿Amanece sereno?

DON GALÁN.— Amanece que es una gloria.

SABELITA y la vieja criada vuelven de la iglesia. Las dos asoman en la puerta de la alcoba. SABELITA se acerca con amorosa timidez.

SABELITA.— ¿Cómo se ha despertado tan temprano, padrino?

EL CABALLERO.— ¡Qué noche!… Dudo si he soñado o si estuve en vela… ¡Ni aun ahora lo sé! ¿Soñamos o estamos despiertos, Don Galán?

DON GALÁN.— Yo solamente sé que estoy sentado, mi amo, y que así descanso de andar por el mundo. ¡Cuántos años hace que vamos por él, mi amo!

EL CABALLERO.— No, no basta estar sentado para descansar, ni basta estar dormido… Es preciso estar muerto. El pensamiento vuela de día y de noche… El mío vuela y realiza todo lo que mis manos no pueden realizar porque me las ata la vejez, como me las ataron aquellos miserables. Si estas manos fuesen con mi pensamiento, ya los había ahorcado a todos.

SABELITA.— ¿Por qué se exalta? ¿Por qué no me dice sus penas, padrino?

EL CABALLERO.— Yo no tengo penas, y si alguna tuviese me la espantaría Don Galán. ¿Por qué lloras, Isabel? Si no sabes reír como ese necio, ve a enjugar tus lágrimas donde yo no te vea. Don Galán, avisa que dispongan mi desayuno.

DON GALÁN.— ¿Qué desea?

EL CABALLERO.— Pregunta si hay leche cuajada y borona tierna. Antes he de tomar unas torrijas en vino blanco, que me las hagan bien doradas, y me subes de la bodega un jarro de vino del Condado. Si han puesto las gallinas, que me sirvan primero una buena tortilla.

DON GALÁN.— ¡Y si no han puesto las gallinas, nos comeremos el gallo por mal cumplidor! ¡Jujú!

DON GALÁN, ya en la puerta, hace una cabriola y ríe con su risa pícara y grotesca, la gran risa de una careta de cartón. El sol matinal penetra en la alcoba dorando los cristales de la ventana: Suben hasta ella, mecidos por el viento, los pámpanos de una parra, y se ve a los gorriones en bandadas picotear los racimos en agraz.