ESCENA CUARTA
Una antesala grande y desmantelada. SABELITA deja la luz sobre un arcón y tiene que sentarse, cerrando los ojos como si fuese a desmayarse. EL CABALLERO la mira amenazador y bajo el pañuelo que le amordaza aún ruge con la voz sofocada y confusa.
EL CABALLERO.— ¡He de cortarte las manos!
SABELITA.— ¡Perdóneme!
EL CABALLERO.— ¡Perra salida!
SABELITA.— ¡Tuve miedo!
EL CAPITÁN.— Señor Don Juan Manuel, no queremos hacerle daño, pero es preciso que nos diga dónde guarda las onzas.
DON JUAN MANUEL permanece mudo. EL CAPITÁN con un gesto manda quitarle el pañuelo que le amordaza la boca. EL CABALLERO se ha detenido en medio de la sala: Tiene las manos atadas y está pálido de cólera, con los ojos violentos y fieros fulgurando bajo el cano entrecejo. EL CAPITÁN de los ladrones le habla.
EL CAPITÁN.— ¿Señor Don Juan Manuel, quiere responder ahora?
EL CABALLERO.— Soltadme las manos.
EL CAPITÁN.— Ya se las soltaremos. Primero responda.
EL CABALLERO.— ¿Qué queréis saber?
EL CAPITÁN.— ¿Dónde guarda el dinero?
EL CABALLERO.— No tengo dinero.
EL CAPITÁN.— Hace pocos días ha vendido dos parejas de ganado en la feria de Barbanzón[19].
EL CABALLERO.— Y me han robado otros ladrones como vosotros.
EL CAPITÁN.— ¡Mentira, señor Don Juan Manuel!
EL CABALLERO.— ¡Soltadme las manos y os diré si es mentira, hijos de una zorra!
El grupo de los ladrones se revuelve y se encrespa con violento son de armas y denuestos. El enmascarado alza la voz imponiendo silencio. En aquellos rostros tiznados los ojos brillan con extraña ferocidad, y un sordo y temeroso rosmar[20] estremece todas las bocas. EL CAPITÁN llega donde está SABELITA.
EL CAPITÁN.— Señora, no se haga la muerta, y tenga la bondad de guiarnos.
SABELITA.— No sé… No tenemos dinero…
EL CAPITÁN.— Está bien. Vamos a registrar la casa y usted nos alumbrará.
Al mismo tiempo la obliga a levantarse, asiéndola brutalmente de los hombros. SABELITA reprime un grito y se pasa muchas veces las manos por la frente, con tanto miedo de aquel hombre como del viejo hidalgo, a quien no osa mirar. Quiere acercársele humilde. EL CAPITÁN se lo impide cortés y rufianesco, acompañando las palabras con una sonrisa de su cara tiznada.
EL CAPITÁN.— Usted delante alumbrándonos, hermosa.
SABELITA.— ¡No!… ¡No!…
EL CABALLERO.— Acompáñalos, Isabel.
SABELITA.— ¿Está herido?
EL CABALLERO.— No.
SABELITA.— ¡Perdóneme!
EL CABALLERO.— Acompáñalos.
La barragana, temblando, coge la luz y sale. Los ladrones la siguen con un rumor de pasos cautelosos, y cuando han desaparecido en el fondo del corredor, se alza llena de imperio la voz del hidalgo.
EL CABALLERO.— ¡Sabelita, apaga el velón!
EL CAPITÁN.— ¡Cuidado, señora!
EL ENMASCARADO.— ¡Maldito viejo!
SABELITA se ha estremecido bajo la ráfaga de aquella voz despótica, y casi inconsciente, como bajo una fuerza sobrenatural, sopla la luz y huye en la oscuridad antes de que puedan estorbarlo los ladrones. EL CABALLERO pide auxilio desde la ventana, y sus voces corren en la noche perseguidas por el ladrido de los perros.
EL CABALLERO.— ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Socorro!…
UN VECINO.— ¿Dónde es el fuego?
EL CABALLERO.— ¡En mi casa! ¡En casa de Don Juan Manuel!
Temeroso de que sean ladrones, EL VECINO abre a medias su puerta, y confirmado en sus recelos al no ver las llamas cierra cauteloso y prudente. Los ladrones corren hacia donde sonó la voz, y hallan la ventana abierta y sola, sobre el cielo estrellado y profundo. DON JUAN MANUEL ha desaparecido. La luna penetra en la sala y esclarece débilmente. Reunidos en el fondo, bajo el argentado reflejo, los ladrones se hablan en voz baja.
UN LADRÓN.— ¿Qué hacemos?
EL CAPITÁN.— ¡Maldita suerte!
OTRO LADRÓN.— Si acuden, podemos escapar saltando las tapias del huerto…
OTRO LADRÓN.— ¿Lo dejamos?
EL ENMASCARADO.— Dejarlo, no. ¡Escuchad!…
Callan y atienden. Llegan apagadas las voces de los criados, que piden socorro, y los ladrones se dispersan explorando por las estancias oscuras.