ESCENA TERCERA
Un atrio. En el fondo la Colegiata. Anochece. Al abrigo de la tapia se pasean DON ROSENDO, DON GONZALITO, DON MAURO y DON FARRUQUIÑO. Los cuatro son hijos de EL MAYORAZGO. DON FARRUQUIÑO lleva manteo y tricornio, clásica vestimenta que aún conservan los seminaristas en Viana del Prior.
DON GONZALITO.— ¡Tengo ansiedad por saber!…
DON MAURO.— Yo, ninguna.
DON GONZALITO.— ¿Conseguirá mi madre convencer al viejo?
DON MAURO.— No lo espero.
DON FARRUQUIÑO.— Grande es el poder de la elocuencia, hermanos míos. Doña María sacará el Cristo.
DON MAURO.— No creo en los milagros. Tengo por seguro que nos quedaremos como estamos.
DON GONZALITO.— Si eso piensas, te lo callas.
DON MAURO.— Sería preciso que alguien me pusiese la mano en la boca, y aún no ha nacido.
DON GONZALITO.— La mano no, pero el puño…
DON MAURO.— Ni la mano, ni el puño, ni el aire. Yo digo aquello que mejor me parece, y quien no guste de oírlo se camina a otra parte.
DON ROSENDO.— Tengamos paz.
DON FARRUQUIÑO.— Paz y concordia entre los príncipes cristianos.
Los cuatro hermanos dan algunos paseos en silencio. DON MAURO es alto, cenceño[72], apuesto. Tiene los ojos duros y el corvar de la nariz soberbio. Sus palabras son siempre breves, y hay en ellas tal ánimo imperioso, que sin hacerse amar se hace obedecer. Los cuatro hermanos se parecen.
DON GONZALITO.— El Capellán quedó en traer noticias de lo que hubiese.
DON ROSENDO.— ¿Con quién habló?
DON GONZALITO.— Conmigo. Nos citamos aquí.
DON ROSENDO.— ¿A qué hora?
DON GONZALITO.— Al anochecer.
DON ROSENDO.— Pues ya tarda.
DON MAURO.— Se habrá detenido en alguna taberna.
DON FARRUQUIÑO.— Santuario se dice, hermano.
DON GONZALITO.— Mi madre llevaba escrito el testamento, donde nos reparte sus bienes en legítimas iguales. Hay una manda de luto para los criados y otra manda para el Capellán. Sus alhajas se las lleva al convento, y con ellas pagará la estancia como señora de piso.
DON FARRUQUIÑO.— ¿Es muy grande la manda del Capellán?
DON GONZALITO.— Una misa de seis reales mientras viva. Queda encomendado a nuestra conciencia el pagársela, y mi madre nos hace sobre esto grandes recomendaciones, y hasta nos amenaza con la excomunión.
DON FARRUQUIÑO.— Los legos no pueden excomulgar.
DON GONZALITO.— Pues me quitas un gran peso de encima del alma. Con excomunión o sin ella, yo nunca he creído que debiésemos cumplir esa manda. Son debilidades de mi madre, que vive dominada por la gente de sacristía.
DON FARRUQUIÑO.— Esa manda debía dejármela a mí para cuando cantase misa. Pero con tales desengaños, casi me entran tentaciones de ahorcar la beca.
DON ROSENDO.— Me parece que cobrarías tú lo mismo que el Capellán.
DON FARRUQUIÑO.— ¡Quién sabe!
DON ROSENDO.— No riñamos por eso.
DON FARRUQUIÑO.— ¡Tuviera la gloria tan segura! Tengo yo un lindo reclamo para vosotros. ¿Que aflojabais los dineros? Pues en la hora de mi muerte, ya se sabe para quiénes habían de ser los cuatro terrones que dejase. ¿Que no los aflojabais? ¡Pues testamento en favor del ama!
EL CAPELLÁN entra en el atrio y los segundones van a su encuentro, todavía celebrando los donaires del menor.
DON MAURO.— Mal gesto trae. El viejo se niega.
DON GONZALITO.— ¿Buenas noticias?
EL CAPELLÁN.— Está que no hay quien le hable.
DON ROSENDO.— ¿Por qué?
EL CAPELLÁN.— Por el intento del robo…
DON ROSENDO.— ¿Nos culpa a todos?
EL CAPELLÁN.— A todos.
DON MAURO.— ¿Y mi madre no le ha dicho…?
EL CAPELLÁN.— ¿Qué podía decirle?
DON MAURO.— Que no hemos sido nosotros… Decirle quién ha sido.
EL CAPELLÁN.— ¿Cómo acusar a ninguno de sus hijos?
DON MAURO.— Para defender a los otros que están sin culpa. Yo mañana me presento en casa de mi padre y a voces proclamo la verdad.
EL CAPELLÁN.— ¿Tú la sabes?…
DON MAURO.— Yo la sé. Fue mi hermano Pedro. A mí me habló y me negué.
DON ROSENDO.— Y todos nos negamos.
EL CAPELLÁN.— Y, sin embargo, sois cómplices de ello. ¿Por ventura habéis cumplido con vuestro deber de hijos previniendo a Don Juan Manuel? ¿Qué hicisteis, sacrílegos? Maniatar al único de entre vosotros que se opuso y amenazó con decírselo.
DON MAURO.— Esas son mentiras de Cara de Plata.
EL CAPELLÁN.— Yo a nadie he nombrado. Por lo demás, tampoco os conviene olvidar lo que ayer os dijo vuestra madre: El Caín que acuse a su hermano será desheredado. Y tened en cuenta que, tal vez, aún consiga algo de lo que pretendéis.
DON ROSENDO.— ¿No se ha vuelto mi madre a Flavia?
EL CAPELLÁN.— Don Juan Manuel le rogó que se quedase, y se ha impuesto ese sacrificio. Mañana volverá a insistir.
DON ROSENDO.— Esperemos a mañana.
DON MAURO.— Mi padre se negará. Es preciso que sepa quién quiso robarle. No tenemos por qué cargar con culpas de otro.
DON FARRUQUIÑO.— ¡Cierto! Las nuestras nos bastan y nos sobran.
Jinete en un caballo montaraz, de lanudo pelaje y enmarañada crin, entra en el atrio otro hijo de EL MAYORAZGO: Se llama DON MIGUEL, y, por la hermosura de su rostro, en la villa y toda su tierra le dicen CARA DE PLATA. Jugador y mujeriego, vive todavía en mayor pobreza que sus hermanos, y tan cargado de deudas, que, para huir la persecución de sus acreedores, anda siempre a caballo por las calles de Viana del Prior. Pero aun en la estrechez a que sus devociones le han llevado, acierta siempre a mostrar un ánimo caballeroso y liberal.
CARA DE PLATA.— ¿Qué noticias?
DON MAURO.— Pleito perdido.
DON GONZALITO.— Todavía no.
EL CAPELLÁN.— Mañana se decidirá.
CARA DE PLATA.— Yo le cedo mi herencia al que hoy me entregue una onza[73].
DON GONZALITO.— ¿Tú también desconfías?
CARA DE PLATA.— Yo, ni confío ni desconfío. Esta noche compro una cuerda y me ahorco.
DON FARRUQUIÑO.— ¡Feliz tú que aún tienes para comprar la cuerda!
CARA DE PLATA.— O no compro la cuerda, y me ahorco con las riendas del caballo.
DON FARRUQUIÑO.— Tengo una empresa que proponerte.
CARA DE PLATA.— ¿Hay dinero de por medio?
DON FARRUQUIÑO.— Una onza para los dos.
CARA DE PLATA.— ¿Cuándo se cobra?
DON FARRUQUIÑO.— Ten paciencia, hermano. Ya hablaremos.
CARA DE PLATA.— ¿A qué hora te cierran el Seminario?
DON FARRUQUIÑO.— A las ocho… Pero a las nueve salgo por una ventana.
CARA DE PLATA.— Entonces, la noche que quieras nos vemos en casa de la Pichona. Si no he llegado, espérame. Por allí asoma un judío a quien le debo dinero. ¡Adiós!
Volviendo grupas hinca las espuelas al caballo y sale al galope, atropellando a un viejo con antiparras y sombrero de copa, que camina apoyado en una caña de Indias[74].
CARA DE PLATA.— ¡Apártese a un lado, mi querido señor Ginero! ¡Este maldito caballo tiene la boca de hierro! ¡No puedo detenerle!…
EL SEÑOR GINERO.— ¡Un rayo te parta, hijo de Faraón! ¡Como me has dejado sin dinero quieres dejarme sin vida! ¡Ni aun respetas mis canas! ¡Tramposo!
DON ROSENDO.— Cuidado con lo que se dice, señor Ginero.
EL SEÑOR GINERO.— ¿No ha visto cómo he sido atropellado?
DON FARRUQUIÑO.— ¿Quién le atropelló? El caballo. Pues maldiga del caballo, señor Ginero.
EL SEÑOR GINERO.— ¡No cobraré nunca lo que me debe!
DON MAURO.— ¿Para qué lo necesita usted, estando con los pies para la cueva?
EL SEÑOR GINERO.— ¡Aún he de enterrar a muchos que son jóvenes!
DON FARRUQUIÑO.— Yo tengo el espíritu profético, señor Ginero. Usted morirá bajo el caballo de mi hermano, como un moro bajo el caballo del Apóstol.
EL SEÑOR GINERO.— ¡Yo soy cristiano viejo[75], y aunque no tenga escudo soy hidalgo!… ¡He perdido mi dinero, ya lo sé! Paga mejor un pobre que un señor… ¡Ríanse, búrlense!… Todos esos fueros de soberbia son humo, y lo serán más. Se abajan los adarves[76] y se alzan los muladares. ¡Raza de furiosos, raza de déspotas, raza de locos, ya veréis al final que os espera, Montenegros!
El viejo penetra en la iglesia entre las burlas de los segundones, a quienes EL CAPELLÁN aconseja con prudentes y tímidas palabras, que no escandalicen a las puertas de Dios. DON MAURO le responde de mal talante, y los otros, sin parar mientes, se alejan y tornan a platicar del caso que les ha reunido. SABELITA cruza el atrio rebozada en su mantilla. Es ya de noche, y los segundones no reconocen a la barragana de su padre.