CUARTA PARTE: La reina de los condenados
i.
Alas remueven el polvo iluminado por el sol
de la catedral donde
el Pasado está enterrado
en mármol hasta el mentón.
STAN RICE
de «Poema al meterse en la cama: amargura»
Cuerpo de trabajo (1983)
ii.
En el reluciente verdor del seto,
de la hiedra
y de las fresas no comestibles,
las azucenas son blancas, remotas, extremas.
¡Si fueran nuestros guardianes!
Son bárbaras.
STAN RICE
de «Fragmentos griegos»
Cuerpo de trabajo (1983)
Estaba sentada en la cabecera de la mesa, esperándolos; tan quieta, tan plácida, con el vestido magenta que en la luz del fuego proporcionaba a su piel un profundo fulgor carnal.
El contorno de su rostro quedaba dorado por el resplandor de las llamas, y el cristal oscuro de la pared la reflejaba vivamente, como un espejo perfecto, como si la imagen fuera lo real, flotando en el exterior, en la noche transparente.
Temiendo. Temiendo por ellos y por mí. Y, extrañamente, por ella misma. El presagio era como un escalofrío. Para ella. Para la que podía destruir todo lo que yo siempre amé.
En la puerta, me volví y besé de nuevo a Gabrielle. Sentí que su cuerpo se desplomaba en el mío un instante; luego su atención se centró en Akasha. Cuando tocó mi rostro sentí el leve temblor en sus manos. Miré a Louis, a mi aparentemente frágil Louis con su aparentemente invencible compostura; y a Armand, el chico con cara de ángel. En definitiva, aquellos a quienes uno ama no son otra cosa que... aquellos a quienes uno ama.
Marius, al hacer su entrada en la sala, se mostró tenso de ira; nada pudo disimularlo. Me lanzó una mirada encendida, a mí, el que había aniquilado aquellos pobres e indefensos mortales y los había dejado esparcidos por la montaña. El lo sabía, ¿no? Ni toda la nieve del mundo podría encubrirlo.
«Te necesito, Marius. Te necesitamos.»
Su mente estaba velada; todas las mentes estaban veladas. ¿Podrían ocultar sus secretos a Akasha?
Mientras ellos iban entrando en fila en la sala, yo me dirigí a la derecha de Akasha, como ella quería. Y porque yo sabía que era dónde debía estar. Hice una señal a Gabrielle y a Louis para que se sentaran enfrente, cerca, donde pudiera verlos. La expresión del rostro de Louis, tan resignada, tan apenada, me sacudió el corazón.
La pelirroja, la vieja llamada Maharet, se sentó en el extremo opuesto de la mesa, el más próximo a la puerta. Marius y Armand se hallaban a su derecha. Y a su izquierda estaba la joven pelirroja, Jesse. Maharet aparentaba una pasividad total, un sosiego completo, como si nada pudiera alarmarla. Pero era bastante fácil ver por qué. Akasha no podía herir a esa criatura; ni al otro muy viejo, a Khayman, quien ahora se sentó a mi derecha.
El que se llamaba Eric estaba aterrorizado. Sólo con grandes recelos se sentó en la mesa.
Mael también tenía miedo, pero eso lo enfurecía. Lanzaba miradas airadas a Akasha, como si no le importase nada demostrar abiertamente su animosidad.
Y Pandora, la bella de ojos pardos Pandora, aparentaba una total despreocupación cuando tomó asiento junto a Marius. Ni siquiera dirigió una mirada a Akasha. Contempló, a través de las paredes de cristal, el exterior, desplazando los ojos lentamente, encantadoramente, siguiendo con la vista los árboles del bosque, las capas y capas de bosque nebuloso, con sus oscuras tiras de corteza de secoya y de verde punzante.
Otro que no estaba ansioso era Daniel. A éste también lo había visto en el concierto. ¡Nunca me hubiera imaginado que Armand lo acompañase! Ni siquiera había captado la más leve señal de que Armand estaba allí. Y pensar que todo lo que nos pudimos haber dicho estaba ahora perdido para siempre. Pero entonces pareció que eso no podía ser, ¿no? Pareció que tendríamos nuestro momento juntos, Armand y yo, todos nosotros. Daniel lo sabía, hermoso Daniel, el reportero y su pequeño magnetófono que en una habitación en Divisadero Street con Louis había empezado aquello. Por eso miraba con tanta serenidad a Akasha; por eso lo exploraba todo sin perder un detalle.
Miré al de pelo negro, Santino, un ser más bien regio, que me estaba evaluando de un modo calculador. Tampoco tenía miedo. Pero estaba interesado hasta la desesperación por lo que ocurría allí. Cuando volvió la vista hacia Akasha quedó impresionado por su belleza; tocó alguna profunda herida en su interior. La vieja fe llameó por un momento, la fe que había significado más que la supervivencia para él, la fe que se había consumido amargamente.
No había tiempo para comprenderlos a todos, para calibrar los eslabones que los unían, para preguntar el significado de aquella extraña imagen: las dos mujeres pelirrojas y el cadáver de la madre, que de nuevo vi en una imagen fugaz al fijar mis ojos en Jesse.
Me preguntaba si podrían registrar mi mente y encontrar todos los pensamientos que me esforzaba en ocultar; los pensamientos que inconscientemente me ocultaba a mí mismo.
Ahora la expresión de Gabrielle era ilegible. Sus ojos se habían entornado y se habían vuelto grises, como cerrándose a la luz y al color; me miró a mí y luego otra vez a Akasha, como si intentara descifrar algo.
Una súbita sensación de terror subió por mi espinazo. Quizás el terror había estado agazapado allí todo el tiempo. Ellos, éstos, nunca se rendirían. Algo inveterado lo impediría; así había ocurrido conmigo. Y una resolución fatal tendría lugar antes de que saliéramos de aquella sala.
Quedé paralizado un momento. Extendí el brazo y tomé la mano de Akasha. Sentí que sus dedos se cerraban delicadamente en los míos.
—Tranquilo, mi príncipe —dijo, muy discreta y muy amable—. Lo que percibes en esta sala es la muerte, pero es la muerte de las creencias y de los prejuicios. Nada más. —Dirigió la mirada a Maharet—. La muerte de los sueños, tal vez —dijo—, de los sueños que deberían haber muerto hace ya mucho tiempo.
Maharet aparentaba estar sin vida, pasiva, tan pasiva como pueda aparentar un ser vivo. Sus ojos violeta estaban fatigados, inyectados de sangre. De pronto me di cuenta de por qué. Eran unos ojos humanos. Estaban muriendo en su cabeza. Con la sangre les insuflaba vida una y otra vez, pero no duraba. Demasiados de los diminutos nervios de sus cuerpos estaban muertos.
Vislumbré de nuevo la visión del sueño. Las gemelas, el cadáver ante ellas. ¿Cuál era la relación?
—No es nada —susurró Akasha—. Algo olvidado hace ya mucho tiempo; porque ahora las respuestas no están en la historia. Hemos trascendido la historia. La historia está cimentada en errores; vamos a empezar con la verdad.
Marius replicó de inmediato:
—¿No hay nada que pueda convencerte de que te detengas? —Su tono fue infinitamente más sumiso de lo que yo había esperado. Estaba sentado, inclinado hacia delante, con las manos cruzadas, en la actitud de uno que se esfuerza por ser razonable—. ¿Qué podemos decir? Queremos que ceses tus apariciones. Queremos que no intervengas.
Los dedos de Akasha apretaron los míos. La mujer pelirroja me miraba ahora fijamente con sus ojos violeta inyectados de sangre.
—Akasha, te lo pido —dijo Marius—. Pon fin a esta rebelión. No te vuelvas a aparecer a los mortales; no des ninguna orden más.
Akasha rió suavemente.
—¿Y por qué no, Marius? ¿Porque trastorna tu precioso mundo, el mundo que has estado observando durante dos mil años, observándolo del modo en que vosotros los romanos observabais la vida y la muerte en la arena, como si tales cosas fueran un espectáculo o una obra de teatro, como si no tuviera la menor consecuencia, como si los hechos palpables del sufrimiento y de la muerte no importaran mientras uno estuviese entretenido?
—Me doy perfecta cuenta de lo que intentas hacer —repuso Marius—. Akasha, no tienes derecho.
—Marius, tu alumno aquí presente me ha ofrecido esos viejos argumentos —respondió ella. Su tono era ahora más calmado, de manifiesta paciencia, como el de él—. Pero, con más trascendencia, yo me los he ofrecido mil veces a mí misma. ¿Cuánto tiempo crees que hace que escucho las plegarias del mundo y que medito acerca de un modo de terminar con el infinito ciclo de violencia humana? Ya es hora de que escuchéis lo que tengo que decir.
—¿Vamos a jugar algún papel en esto? —preguntó Santino—. ¿O seremos destruidos como los demás? —Sus modales fueron más impulsivos que arrogantes.
Por primera vez, la mujer pelirroja manifestó un tenuísimo parpadeo de emoción; sus ojos cansados se clavaron en él de inmediato y sus labios se tensaron.
—Seréis mis ángeles —respondió Akasha dirigiéndole la mirada con ternura—. Seréis mis dioses. Si no decidís seguirme, os destruiré. En cuanto a los viejos, a los cuales no puedo despachar tan fácilmente —y volvió a mirar a Khayman y a Maharet—, si se vuelven contra mí, serán como los diablos opuestos a mí, y toda la humanidad los perseguirá hasta darles caza; y su oposición me será utilísima para mis planes. Pero, lo que teníais hasta ahora (un mundo por el que errar a escondidas), no lo volveréis a tener nunca.
Pareció que Eric estaba perdiendo su batalla silenciosa contra el miedo. Hizo un movimiento como si fuera a levantarse y a salir de la sala.
—Paciencia —dijo Maharet, lanzándole una mirada. Y volvió la vista de nuevo hacia Akasha.
Akasha sonrió.
—¿Cómo es posible —preguntó Maharet en voz muy baja—, romper un ciclo de violencia con más violencia, con violencia desenfrenada? Estás destruyendo a los varones de la especie humana. ¿Cuál puede ser el resultado de un acto de tal brutalidad?
—Sabes tan bien como yo el resultado —dijo Akasha—. Es demasiado simple y demasiado evidente para no ser comprendido. Había sido inimaginable hasta ahora. Todos esos siglos permanecí sentada en mi trono, en la cripta de Marius; soñé que la tierra era un jardín, un mundo en que los seres vivían sin el tormento que continuamente oía, percibía. Soñé en pueblos consiguiendo la paz sin tiranía. Y entonces, la absoluta simplicidad del plan me sorprendió; fue como la llegada de la aurora. Quienes pueden llevar a cabo un sueño así son las mujeres; pero sólo si se retira a todos los hombres, o a casi todos los hombres.
»En épocas anteriores, una revolución semejante no habría funcionado. Pero ahora es fácil; hay una vasta tecnología en que apoyarse. Después de la purga inicial, el sexo de los bebés podrá ser seleccionado; los fetos no deseados podrán abortarse piadosamente, como ya hoy en día se abortan muchos de ambos sexos. Pero en realidad no hay necesidad de discutir esos detalles. No sois tontos, ninguno de vosotros, por más que algunos seáis muy emotivos o impetuosos.
«Vosotros sabéis tan bien como yo que la paz universal quedará garantizada si la población masculina queda limitada a uno por cada cien mujeres. O sea que todas las formas de violencia gratuita desaparecerán.
»El reino de la paz será algo como el mundo no ha conocido nunca. Posteriormente, la población masculina podrá ser incrementada de forma gradual. Pero para que la estructura ideológica se transforme, los varones deben desaparecer. ¿Quién puede discutirlo? Quizá ni siquiera sea necesario mantener a uno de cada cien. Pero se hará como un gesto de generosidad. Por eso lo voy a permitir. Al menos para empezar.
Me percaté de que Gabrielle estaba a punto de hablar. Intenté hacerle un gesto para que callase, pero no me prestó atención.
—De acuerdo, los efectos son obvios —dijo—. Pero si hablas en términos de exterminio en masa, la palabra paz es una ridiculez. Liquidas a una mitad de la población mundial. Si los hombres y mujeres nacieran sin brazos y sin piernas, también podría llegarse a un mundo igual de pacífico.
—Los hombres merecen lo que les va a pasar. Como especie, recogerán lo que han sembrado. Y recuerda, estoy hablando de una purificación temporal, un retiro, por decirlo de algún modo. Es la simplicidad del plan lo que lo hace bello. Colectivamente las vidas de esos hombres no igualan las vidas de las mujeres que los hombres han matado en el transcurso de los siglos. Tú lo sabes y yo lo sé. Ahora, dime, ¿cuántos hombres en el transcurso de los siglos han caído muertos por manos femeninas? Si volvieses a la vida a todos los hombres muertos por mujeres, ¿crees que su número llegaría a llenar esta casa?
»Pero bien, esos detalles no tienen importancia. Repito, sabemos que lo que digo es verdad. Lo que importa, lo que es relevante, e incluso más exquisito que la misma proposición, es que ahora tenemos los métodos para hacer que suceda. Soy indestructible. Vosotros tenéis poderes para ser mis ángeles. Y no hay nadie que se nos pueda oponer y pueda vencernos.
—Eso no es cierto —dijo Maharet.
Un pequeño destello de cólera enrojeció las mejillas de Akasha; un glorioso rubor rojo que se desvaneció de inmediato dejándola con la misma apariencia inhumana de antes.
—¿Tratas de decir que tú puedes detenerme? —interrogó con cierta rigidez en los labios—. Eres muy imprudente al sugerirlo. ¿Sufrirías la muerte de Eric, Mael y Jessica, por poner un ejemplo?
Maharet no respondió. Mael estaba excitado, pero no de miedo sino de ira. Mael miró a Jesse, después a Maharet y por fin a mí. En mi piel pude sentir su odio.
Akasha continuó con la vista fija en Maharet.
—Oh, te conozco, créeme —prosiguió Akasha, suavizando levemente la voz—. Sé que has sobrevivido al paso de los años sin cambiar. Te he visto miles de veces a través de los ojos de otros; sé que sueñas que tu hermana vive. Y tal vez sea cierto, de algún modo penoso. Sé que tu odio hacia mí sólo se ha agudizado; y buscas en tu mente, retrocedes en el recuerdo, hacia el mismo principio, como si allí pudieras encontrar sentido a lo que está ocurriendo ahora. Pero, como tú misma me dijiste hace mucho tiempo en el palacio de ladrillos de barro a orillas del río Nilo, no hay sentido, no hay razón. ¡No hay nada! Hay seres visibles e invisibles; y cosas horribles que pueden acaecer al más inocente de todos. ¿No te das cuenta?, esto es tan crucial para lo que voy a hacer ahora como todo lo demás.
De nuevo Maharet permaneció sin responder. Estaba sentada tiesa; sólo sus ojos oscuramente hermosos mostraban un tenue destello de lo que podía haber sido dolor.
—Yo crearé el sentido y la razón —dijo Akasha en un trance de odio—. Yo crearé el futuro; yo definiré la bondad; yo definiré la paz. Y no invocaré a dioses o diosas míticos o a espíritus para justificar mis acciones, no invocaré moralidades abstractas. ¡Tampoco invocaré la historia! ¡No buscaré el cerebro y el corazón de mi madre entre el polvo!
Un escalofrío recorrió a los demás. Una leve sonrisa amarga se esbozó en los labios de Santino. Y como protectoramente, Louis dirigió su mirada hacia la muda figura de Maharet.
Marius estaba angustiado de que aquello prosiguiese.
—Akasha —dijo como en una súplica—, aunque pudiera realizarse, aun suponiendo que la población mortal no se rebelase contra ti y que los hombres no encontrasen algún medio de destruirte antes de que pudieras llevar a término este plan...
—Marius, o eres un estúpido o crees que lo soy yo. ¿No crees que sé de lo que es capaz el mundo? ¿Que no sé qué absurda mezcla de salvajismo y de astucia tecnológica conforma la mente del hombre actual?
—Mi Reina, ¡no creo que lo sepas! —replicó Marius—. De verdad, no lo creo. No creo que tu mente pueda abarcar la concepción total de lo que es el mundo. Nadie de nosotros puede; es demasiado variado, demasiado inmenso; tratamos de ponerlo a nuestro alcance con la razón; pero no lo logramos. Uno conoce un mundo, pero no es el mundo; es el mundo que ha seleccionado de una docena de otros mundos por razones personales.
Akasha sacudió la cabeza: otro destello de rabia.
—No pongas a prueba mi paciencia, Marius —dijo—. Te perdoné la vida por una razón muy simple. Porque Lestat te quería vivo. Y porque eres fuerte y puedes ser de gran ayuda para mí. Pero eso es todo, Marius. Anda con tiento.
Un silencio se hizo entre ellos. Con toda seguridad, Marius había advertido que ella mentía. Yo lo advertí. Akasha lo amaba y este amor la humillaba; por eso intentó herirlo. Y lo consiguió. En silencio, Marius se tragó su rabia.
—Aunque pudiera llegarse a realizar —insistió con amabilidad—, ¿puedes decir honestamente que los seres humanos lo han hecho tan mal que merezcan un castigo semejante?
Una sensación de alivio inundó mi cuerpo. Sabía que tendría valor, sabía que encontraría algún medio para ponerla en apuros, por mucho que lo amenazase; él diría todo lo que yo había luchado por decir.
—Ah, me aburres, Marius —respondió ella.
—Akasha, durante dos mil años he estado observando —prosiguió él—. Llámame en romano en la arena si lo deseas y cuéntame las historias de las épocas anteriores. Las historias de cuando me arrodillaba a tus pies y te suplicaba que me dieses tus conocimientos. Pero lo que he presenciado en este corto lapso de tiempo me ha llenado de devoción y de amor por todas las cosas mortales; he visto revoluciones en pensamiento y en filosofía que creía imposibles. ¿No se dirige la raza humana hacia la verdadera época de paz que tu describes?
El rostro de ella era la viva imagen del desprecio.
—Marius —contestó Akasha—, este siglo pasará a la historia como el siglo más sangriento de la humanidad. ¿De qué revoluciones hablas, cuando una sola y pequeña nación europea ha exterminado a millones de personas por el capricho de un loco, cuando las bombas han reducido al olvido a ciudades enteras? ¿Cuando los niños de los desérticos países de Oriente luchan contra otros niños en nombre de un dios antiguo y despótico? Marius, mujeres del mundo entero lavan los frutos de su vientre en las cloacas públicas. Los gritos de los famélicos son ensordecedores, pero los ricos que viven retozando en ciudadelas tecnológicas hacen oídos sordos a ellos; las enfermedades aumentan a marchas forzadas entre los hambrientos de continentes enteros, mientras enfermos en hospitales palaciegos gastan la riqueza del mundo en cosmética y promesas de la vida eterna por medio de píldoras y frascos medicinales. —Rió con suavidad—. ¿Sonaron nunca tan clamorosamente, en los oídos de aquellos de nosotros que los pueden oír, los gritos de los moribundos? ¿Se ha derramado nunca tanta sangre?
Pude sentir la frustración de Marius. Pude sentir la pasión que le hacía cerrar el puño con fuerza y revolver su alma en busca de argumentos adecuados.
—Hay algo que no puedes ver —dijo finalmente—. Hay algo que no llegas a comprender.
—No, querido mío. No hay nada defectuoso en mi visión. Nunca lo hubo. Eres tú quien no llega a ver claro. Quien nunca ha visto claro.
—¡Mira afuera, al bosque! —exclamó Marius, señalando las paredes de cristal a nuestro alrededor—. Elige un árbol; descríbelo a voluntad en términos de lo que destruye, de lo que desafía y de lo que no llega a realizar y tendrás un monstruo de raíces codiciosas e irresistible empuje, que se come la luz de las otras plantas, sus alimentos, su aire. Pero esta no es la verdad del árbol. No es la verdad entera cuando se lo observa como formando parte de la naturaleza, y por naturaleza no me refiero a nada sagrado, me refiero sólo al tapiz completo, Akasha, me refiero sólo a la entidad mayor que lo abarca todo.
—Así pues, vas en busca de causas para el optimismo —repuso ella—, como siempre. Venga, hombre. Examina ante mí las ciudades occidentales, donde incluso los pobres reciben fuentes de carne y vegetales a diario y dime que el hambre ya no existe. Pues bien, tu alumno aquí presente ya me ha torturado lo suficiente con tal sarta de tonterías, las estúpidas tonterías en que se ha basado siempre la complacencia de los ricos. El mundo se hunde en la depravación y el caos; como siempre, o peor.
—Oh, no, no —dijo inflexible—. Hombres y mujeres son animales en proceso de aprendizaje. Si no te das cuenta de lo que han aprendido, es que estás ciega. Son seres siempre cambiantes, que siempre mejoran, que siempre engrandecen su visión y las capacidades de sus corazones. No dices toda la verdad cuando hablas del siglo más sangriento; no ves la luz que brilla con más intensidad, por contraste con la oscuridad; ¡no ves la evolución del alma humana!
Marius se levantó de su sitio en la mesa y, por la izquierda, dio la vuelta hacia donde se encontraba ella. Se sentó en la silla que quedaba libre entre ella y Gabrielle. Extendió la mano y levantó la de Akasha.
Me dio miedo mirarlo. Temí que ella no le permitiría tocarla; pero pareció que aquel gesto le agradaba; sólo sonrió.
—Es cierto lo que dices acerca de la guerra —prosiguió en tono de súplica, y luchando por mantener su dignidad al mismo tiempo—. Sí, y los gritos de los moribundos, yo también los he oído; todos los hemos oído, en todas las décadas; incluso ahora, las noticias diarias de conflicto armado azotan al mundo. Pero el clamor de protesta contra estos horrores es la luz de la que estoy hablando; hablo de actitudes que nunca fueron posibles en el pasado. Es la intolerancia de los hombres y mujeres pensantes en el poder que, por primera vez en la historia de la raza humana, quieren verdaderamente poner fin a la injusticia en todas sus formas.
—Hablas de actitudes intelectuales de unos pocos.
—No —repuso—. Hablo de la filosofía del cambio; hablo del idealismo del cual nacerán auténticas realidades. Akasha, por muchos defectos que tengan, han de tener tiempo para perfeccionar sus propios sueños, ¿no te das cuenta?
—¡Sí! —Fue Louis quien intervino.
Mi corazón se hundió. ¡Tan vulnerable! ¿Dirigiría ella su odio hacia él? Pero con sus maneras pausadas y refinadas, prosiguió:
—Es su mundo, no el nuestro —dijo con humildad—. Seguramente lo perdimos cuando perdimos nuestra mortalidad. No tenemos derecho a interrumpir su lucha. ¡No podemos robarles las victorias que les han costado tanto! En los últimos siglos, sus progresos han sido milagrosos; han rectificado errores que la humanidad creía inevitables; por primera vez han desarrollado el concepto de la verdadera familia humana.
—Me conmueves con tu sinceridad —respondió ella—. Has salvado la vida sólo porque Lestat te quería. Ahora me doy cuenta de la razón de este amor. ¡Cuánto valor has necesitado para hablarme con sinceridad! Y sin embargo eres el mayor depredador de todos los inmortales aquí reunidos. Matas sin consideración a la edad, el sexo o la voluntad de vivir.
—¡Entonces mátame! —explotó él—. Desearía que ya lo hubieses hecho. ¡Pero no mates a los seres humanos! No interfieras en su vida. ¡Aunque se maten entre ellos! Dales tiempo para que lleguen a ver este nuevo futuro realizado, a las ciudades occidentales, aunque sean muy corruptas, tiempo de llevar sus ideales a un mundo destrozado, a un mundo que sufre.
—Tiempo —dijo Maharet—. Quizá sea esto lo que pedimos. Tiempo. Y es lo que está en tus manos darnos.
Hubo una pausa.
Akasha no quería volver a mirar a aquella mujer; no quería escucharla. Sentí que se replegaba. Retiró la mano que le cogía Marius; clavó los ojos en Louis durante un largo momento y luego se volvió hacia Maharet como si no pudiera evitarlo, y su rostro se puso rígido y casi cruel.
Pero Maharet prosiguió:
—Durante siglos has meditado en silencio acerca de tus soluciones. ¿Qué son cien años más? Seguro que no discutirás que el último siglo de esta Tierra estaba más allá de toda predicción o imaginación, y que los avances tecnológicos de este siglo pueden concebiblemente proporcionar comida, refugio y salud a todos los pueblos de la Tierra.
—¿Seguro que es así? —fue la contestación de Akasha. Un profundo odio se agitó en su interior, un odio que encendió su sonrisa al hablar—. He aquí lo que los avances tecnológicos han dado al mundo. Le han dado gas venenoso, enfermedades producidas en laboratorios y bombas que pueden destruir el planeta entero. Han dado al mundo desastres nucleares que han contaminado comida y bebida de continentes enteros. Y los ejércitos hacen lo que han hecho siempre, con moderna eficacia. La aristocracia de un pueblo masacrada en una hora en un bosque nevado; la inteligencia de una nación, incluidos los que llevan gafas, fusilados por sistema. En el Sudán las mujeres continúan mutilándose habitualmente para complacer a sus maridos; en Irán, los niños caen bajo los disparos de los fusiles.
—No puede ser que lo único que hayas visto sea esto —dijo Marius—. No lo creo. Akasha, mírame. Sé comprensiva conmigo, y escucha lo que trato de decirte.
—¡No tiene ninguna importancia que lo creas o no! —dijo con el mismo odio del principio—. No has aceptado lo que yo estoy tratando de decirte. No te has rendido ante la exquisita imagen que he presentado a tu mente. ¿No comprendes el don que te ofrezco? ¡Tu salvación! ¿Y qué eres si no te lo doy? ¡Un bebedor de sangre, un asesino!
Nunca la oí hablar con tal ardor. Como Marius iba a responderle, ella le hizo un gesto imperioso para que se callase. Y miró a Santino y a Armand.
—Tú, Santino —dijo—. Tú que has gobernado a los Hijos de las Tinieblas romanos, cuando creían que hacían la voluntad de Dios como secuaces del diablo... ¿recuerdas lo que es tener un objetivo? Y tú, Armand, el amo de la vieja asamblea de París, ¿recuerdas cuando eras un santo de las tinieblas? Entre el cielo y el infierno, teníais vuestro lugar. Os lo ofrezco de nuevo; y no es un engaño. ¿No podéis hacer un esfuerzo por recuperar vuestros ideales perdidos?
Ninguno de los dos respondió. Santino estaba paralizado de horror; su herida interior estaba sangrando. El rostro de Armand no revelaba sino desesperación.
Una oscura expresión de fatalidad envolvió a Akasha. Aquello era fútil. Nadie se uniría a ella. Miró a Marius.
—¡Tu preciosa humanidad! —exclamó—. ¡No ha aprendido nada en seis mil años! ¡Me hablas de ideales y de metas! Había hombres en la corte de mi padre, en Uruk, que ya sabían que los hambrientos debían ser alimentados. ¿Sabes lo que es tu mundo moderno? ¡Los televisores son los tabernáculos de lo milagroso y los helicópteros sus ángeles de la muerte!
—De acuerdo, pues, ¿cómo será tu mundo? —preguntó Marius con las manos temblorosas—. ¿No crees que las mujeres lucharán por sus hombres.
Ella rió. Se volvió hacia mí.
—¿Lucharon en Sri Lanka, Lestat? ¿Lucharon en Haití? ¿Lucharon en Lynkonos?
Marius me miró fijamente. Esperaba mi respuesta, esperaba que me pusiera de su lado. Yo quería argumentar; tomar los cabos sueltos que me había dado y proseguir la discusión. Pero mi pensamiento estaba en blanco.
—Akasha —dije—. No sigas con ese baño de sangre. Por favor. No mientas a los humanos ni los confundas más.
Hela aquí, brutal, sin adornos, pero era la única verdad que le podía ofrecer.
—Sí, porque eso es la esencia de tu propósito —agregó Marius, con tono más cauteloso otra vez, temeroso y casi suplicante—. Es una mentira, Akasha, ¡es otra supersticiosa mentira! ¿No tenemos ya suficientes mentiras? ¿Sobre todo ahora, cuando, de entre todos los tiempos, el mundo despierta de sus inveterados engaños; cuando se ha sacudido de encima a los viejos dioses?
—¿Una mentira? —inquirió ella. Se retrajo, como si la hubieran herido—. ¿Cuál es la mentira? ¿Mentí cuando les dije que traería un reino de paz en la Tierra? ¿Mentí cuando les dije que yo era lo que estaban esperando? No, no mentí. Lo único que puedo hacer es ofrecerles una primera migaja de la verdad que nunca han tenido. Soy lo que creen que soy. Soy eterna y omnipotente y las protegeré...
—¿Protegerás? —repitió Marius—. ¿Cómo puedes protegerlas de sus enemigos más letales?
—¿Qué enemigos?
—Enfermedades, mi Reina. Muerte. Tú no curas. No puedes dar vida ni salvarla. Y ellas esperan esos milagros. Lo único que tú puedes hacer es matar.
Silencio. Quietud. Su rostro quedó de súbito tan petrificado como cuando había estado en la cripta, con los ojos mirando estáticos al vacío, con la mente en blanco o en profundos pensamientos, imposible de distinguir.
Ningún sonido excepto la leña crepitando y derrumbándose en el fuego.
—Akasha —susurré—. Tiempo, lo que pedía Maharet. Un siglo. ¡Cuesta tan poco darlo!
Aturdida, se volvió hacia mí. Pude sentir el aliento mortal en mi rostro, pude sentir la muerte tan cerca como años y años atrás, cuando los lobos me acorralaron en el bosque helado y no podía alcanzar las ramas de los árboles desnudos.
—Todos sois mis enemigos, ¿no es así? —siseó ella—. Incluso tú, príncipe mío, tu eres mi enemigo. Mi amante y mi enemigo al mismo tiempo.
—¡Te quiero! —exclamé—. Pero no te puedo mentir. ¡No puedo creer en ello! ¡Es un error! La misma simplicidad y evidencia hacen que sea un error.
Sus ojos recorrieron con rapidez los rostros de los reunidos. Eric estaba al borde del pánico otra vez. Y de Mael pude sentir el odio que se encrespaba en su interior.
—¿No hay nadie de vosotros que se quiera poner de mi lado? —preguntó en un murmullo—. ¿Nadie que quiera alcanzar ese sueño deslumbrante? ¿Nadie dispuesto a renunciar a su pequeño mundo egocéntrico? —Fijó la vista en Pandora—. Ah, tú, pobre soñadora, apenada por tu humanidad pedida; ¿No quieres redimirte?
Pandora miró como a través de un cristal brumoso.
—No es de mi gusto traer la muerte —respondió en un susurro aun más suave—. Para mí es suficiente verla en la caída de las hojas. No puedo creer que de una carnicería puedan salir cosas buenas. Porque eso es lo esencial, mi Reina. Esos horrores persisten, pero los hombres buenos y las mujeres buenas de todas partes los deploran; deberías reformar tales métodos; deberías exonerarlos y llevar a cabo un diálogo. —Sonrió tristemente—. Yo no soy útil para ti. No tengo nada que ofrecer.
Akasha no respondió. Sus ojos recorrieron de nuevo los rostros de los demás; los detuvo, calibrando, en Mael, en Eric. En Jesse.
—Akasha —intervine yo—, la historia es una retahíla de injusticias, nadie lo niega. Pero ¿cuándo una simple solución no ha sido sino perjudicial? Sólo en la complejidad podemos encontrar las respuestas. A través de la complejidad el hombre lucha hacia la claridad; es un proceso lento y lleno de obstáculos, pero es el único camino. La simplicidad exige demasiados sacrificios. Siempre los ha exigido.
—Sí —dijo Marius—. Exactamente. Simplicidad y brutalidad son sinónimos en filosofía y en acciones. ¡Lo que propones es brutal!
—¿No hay nada de humildad en ti? —inquirió ella de súbito. Se volvió de mí hacia él—. ¿No hay voluntad de comprender? ¡Sois tan orgullosos, todos vosotros, tan arrogantes! ¡Queréis que vuestro mundo permanezca acorde con vuestra codicia de sangre!
—No —dijo Marius.
—¿Qué he hecho para que os pongáis todos en contra mía? —preguntó. Me miró a mí, luego a Marius y finalmente a Maharet—. De Lestat esperaba arrogancia —prosiguió—. Esperaba tópicos, retórica, ideas sin fundamento. Pero de la mayoría de vosotros esperaba más. ¡Oh, cómo me habéis decepcionado! ¿Cómo podéis dar la espalda al destino que os aguarda? ¡Vosotros, que podíais ser los salvadores! ¿Cómo podéis negar lo que habéis visto?
—Pero ellos querrán saber lo que realmente somos —intervino Santino—. Y una vez lo sepan se alzarán contra nosotros. Querrán la sangre inmortal, que es lo que quieren siempre.
—Incluso las mujeres quieren vivir para siempre —corroboró Maharet fríamente—. Incluso las mujeres matarían por esto.
—Akasha, esto es una locura —dijo Marius—. Es irrealizable. No oponer resistencia sería impensable en el mundo occidental.
—Es una visión salvaje y primitiva —dijo Maharet con fría burla.
El rostro de Akasha se ensombreció de nuevo por el odio. Pero, aun en su furia, la hermosura de su expresión se mantuvo inamovible.
—¡Siempre te has opuesto a mí! —dijo a Maharet—. Te destruiría si pudiese. Heriría a los que amas.
Hubo un silencio de aturdimiento. Pude oler el miedo en los demás, aunque nadie se atrevió a moverse o hablar.
Maharet asintió. Sonrió con la seguridad que da el saber.
—Eres tú la arrogante —respondió—. Eres tú la que no ha aprendido nada. Eres tú la que no ha cambiado en seis mil años. Es tu alma la que continúa imperfecta, mientras los mortales se mueven en reinos que nunca podrás comprender. En tu aislamiento soñaste sueños como miles de humanos han soñado, protegida de toda observación o contraste; ¿y emerges de tu silencio dispuesta a hacer reales para el mundo esos sueños? Expones los sueños en esta mesa, a un puñado de compañeros de especie, y se derrumban. No puedes defenderlos. ¿Cómo podría alguien defenderlos? ¡Y nos dices que negamos lo que es evidente!
Maharet se levantó despacio de la silla. Se inclinó un poco hacia delante, apoyando su peso en los dedos que tocaban la madera.
—Bien, te diré lo que es evidente —prosiguió—. Hace seis mil años, cuando los hombres creían en los espíritus, tuvo lugar un accidente hórrido e irreversible; a su manera, fue tan horroroso como los monstruos que a veces nacen de los mortales, monstruos que la naturaleza no soporta que vivan. Pero tú, aferrada a la vida, aferrada a tu voluntad, aferrada a tus prerrogativas reales, rechazaste llevarte este error a la tumba prematura. Santificarlo, éste fue tu propósito. Dar nacimiento a una gran y gloriosa religión; y aún es tu propósito. Pero en definitiva es un accidente, una malformación, nada más.
»Contempla ahora las épocas que se han sucedido desde aquel siniestro, maligno momento; contempla las demás religiones basadas en el pánico; basadas en alguna aparición o en alguna voz de las nubes. Basadas en la intervención de los sobrenatural, de una forma u otra: milagros, revelaciones, un muerto levantándose de la tumba...
«Contempla los efectos de tus religiones, de esos movimientos que han arrebatado a millones con sus fantásticas afirmaciones. Contempla lo que han provocado a lo largo de la historia humana. Contempla las guerras desencadenadas por su culpa; contempla las persecuciones, las masacres. Contempla la esclavización pura de la razón; contempla el precio de la fe y del fanatismo.
»¡Y nos hablas de niños muriendo en los países orientales, en el nombre de Alá, mientras los fusiles repiquetean y las bombas caen!»
»Y la guerra de que hablas, en la cual una pequeña nación europea trataba de exterminar a un pueblo entero... ¿En nombre de qué gran propósito espiritual, en nombre de qué nuevo mundo, se cometió? ¿Y qué recuerda el mundo de ello? Los campos de concentración, los hornos crematorios, que asaban cuerpos a miles. ¡Las ideas han desaparecido!
»Escucha bien, nos costaría un enorme esfuerzo determinar qué es peor, la religión o la idea pura. La intervención de lo sobrenatural o la evidente, simple y abstracta solución. Ambas han bañado esta tierra de sufrimientos; ambas han puesto a la raza humana de rodillas, literal y figuradamente.
»¿No te das cuenta? No es el hombre el enemigo de la especie humana. Es lo irracional; es lo espiritual cuando está divorciado de lo material, cuando está divorciado de la realidad de un corazón palpitante o de una vena sangrando.
»Nos acusas de codicia de sangre. Ah, pero esta codicia es nuestra salvación. Porque sabemos lo que somos; conocemos nuestros límites y conocemos nuestros pecados; tú nunca has conocido los tuyos.
«Desearías empezarlo todo de nuevo, ¿no? Desearías dar nacimiento a una nueva religión, una nueva revelación, una nueva ola de superstición, de sacrificio y de muerte.
—Mientes —replicó Akasha, con la voz apenas capaz de contener la furia—. Traicionas la belleza esencial del sueño; la traicionas porque no tienes visión, no tienes sueños.
—¡La belleza no tiene nada que ver con esto! —exclamó Maharet—. ¡No se merece tu violencia! ¡Eres tan despiadada que las vidas que quieres destruir no significan nada para ti! ¡Y nunca han significado nada!
La tensión en el ambiente era insostenible. Mi cuerpo rezumaba sudor sangriento. Sentía el pánico a mi alrededor. Louis había agachado la cabeza y se cubría la cara con las manos. Sólo el joven Daniel parecía desesperadamente extasiado. Y Armand simplemente tenía los ojos fijos en Akasha, como si todo estuviera ya fuera del alcance de su posibilidad de actuar.
Akasha luchaba interiormente, en silencio. Pero enseguida pareció recuperar su convicción.
—¡Mientes, como siempre has mentido! —gritó con desesperación—. Pero no importa si no combatís a mi lado. Haré lo que tengo el propósito de hacer; retrocederé a través de los milenios y redimiré aquel momento pretérito, redimiré el antiquísimo mal que tú y tu hermana trajisteis a mi tierra; retrocederé y lo mostraré a los ojos del mundo hasta que se convierta en el Belén de la nueva era; y por fin existirá la paz en la Tierra. No hay bien grandioso que no se haya conseguido sin sacrifico ni valor. Y si os volvéis contra mí, si me presentáis batalla, crearé de mejor temple los ángeles que necesito.
—No, no lo harás —negó Maharet.
—Akasha, por favor —dijo Marius—, concédenos tiempo. Concédenos sólo una demora, para reflexionar. Concédenos que a partir de este momento no suceda nada.
—Sí —insistí yo—. Danos tiempo. Ven conmigo. Salgamos juntos (tú, Marius y yo) de aquí, salgamos de los sueños y vayamos al mundo mismo.
—¡Oh, cómo me insultas y me desprecias! —susurró ella. Su odio iba dirigido a Marius, pero estaba a punto de volverse hacia mí.
—Hay tantas cosas, tantos lugares que quiero mostrarte —dijo él—. Sólo dame una oportunidad. Akasha, durante dos mil años he cuidado de ti, te he protegido...
—¡Te has protegido a ti mismo! Has protegido a la fuente de tu poder, ¡a la fuente de tu maldad!
—Te lo suplico —dijo Marius—. Me arrodillaré ante ti. Sólo un mes, ven conmigo, conversemos, examinemos todas las evidencias...
—Tan insignificantes, tan limitados —musitó Akasha—. Y no os sentís en deuda con el mundo que hizo de vosotros lo que sois, no os sentís en deuda para devolver el beneficio de vuestro poder, ¡para transformaros de malignos en dioses!
En ese momento, con la sorpresa que se expandía en su rostro, se volvió hacia mí.
—Y tú, mi príncipe, que viniste a mi cámara como si yo fuese la Bella Durmiente, que me despertaste a la vida de nuevo con tu apasionado beso. ¿No quieres reconsiderarlo? ¡Por mi amor! —De nuevo las lágrimas aparecieron en sus ojos—. ¿Te unirás a ellos en contra mía, también? —Extendió los brazos y colocó sus manos a ambos lados de mi rostro—. ¿Cómo puedes traicionarme? —prosiguió—. ¿Cómo puedes traicionar un sueño así? Esos son unos indolentes, unos falsos, llenos de malevolencia. Pero tu corazón es puro. Posees un coraje que trasciende el pragmatismo. ¡Tú también tuviste tus sueños!
No tenía que responder. Ella ya lo sabía. Tal vez lo viera mejor que yo mismo. Lo único que yo veía era el sufrimiento en sus ojos negros. El dolor, la incomprensión, y la pena que sentía por mi causa.
De repente pareció que no se podía mover ni hablar. No había nada que yo pudiera hacer; nada que pudiera salvarlos o salvarme. ¡La quería! ¡Pero no podía ponerme de su lado! En silencio, le supliqué que me comprendiese y que me perdonase.
Su rostro estaba helado, casi como si las voces la hubiesen ganado para sí; era como si yo estuviera ante su trono, en la trayectoria de su mirada invariable.
—Te mataré a ti primero, príncipe —dijo mientras sus dedos me acariciaban con gran cariño—. Quiero que te vayas de mi lado. No quiero mirar tus ojos y ver de nuevo tu traición.
—Hazle algún daño y será una señal para nosotros —susurró Maharet—. Todos a una arremeteremos contra ti.
—¡Y arremeteréis contra vosotros mismos! —replicó desviando la mirada hacia Maharet—. Cuando acabe con éste que amo, mataré a los que tú amas, a los que ya deberían estar muertos; destruiré a todos los que pueda destruir; pero ¿quién me destruirá a mí?
—Akasha —musitó Marius. Se levantó y se acercó a ella; pero ella, con un breve parpadeo, lo tumbó al suelo. Al caer oí como gritaba. Santino fue en su ayuda.
De nuevo se volvió hacia mí; y sus manos se cerraron afectuosas en mis hombros, amorosamente, igual que antes. Y, a través del velo de mis lágrimas, vi que sonreía tras un velo de tristeza.
—Mi príncipe, mi hermosísimo príncipe —dijo.
Khayman se levantó de la mesa. Eric también se levantó. Y Mael. Y luego los jóvenes. Y finalmente Pandora, que fue hacia Marius.
Me soltó. Y también se puso en pie. La noche fue de súbito tan silenciosa que el bosque pareció suspirar tras los cristales.
Y de todo era yo el culpable, el único que quedaba sentado, sin mirar a nadie, mirando nada. Mirando la pequeña extensión centelleante de mi vida, mis pequeños triunfos, mis pequeñas tragedias, mis sueños de despertar a la diosa, mis sueños de bondad y de fama.
¿Qué estaba haciendo Akasha? ¿Calculando su poder? Miraba de uno a otro y luego otra vez a mí. Como un desconocido mirando hacia abajo desde una gran altura. Y ahora vendrá el fuego, Lestat. No oses volver la vista hacia Gabrielle o Louis, no sea que ella se vuelva hacia allí. Muere primero, como un cobarde, y no tendrás que verlos morir.
Y lo más atroz de todo no es no saber quién será el vencedor final, si ella triunfará o no triunfará y nos hundiremos juntos; es no saber a qué se refiere, no saber el porqué, o qué diablos significa el sueño de las gemelas, o cómo se originó el mundo entero. Simplemente, nunca lo sabrás.
Ahora yo lloraba, y ella lloraba, y de nuevo era aquel ser tierno y frágil, el ser que había abrazado en Santo Domingo, el ser que me necesitaba; pero, después de todo, aquella debilidad no la destruiría; aunque, en verdad, a mí sí me destruiría.
—Lestat —susurró con incredulidad.
—No puedo seguirte —dije con voz quebrada. Lentamente me puse en pie—. No somos ángeles, Akasha, no somos dioses. Ser humanos, eso es lo que ansiamos la mayoría. Para nosotros es lo humano lo que se ha convertido en un mito.
Me mataba mirarla. Pensé en su sangre manando en mí, pensé en los poderes que me había dado, en lo que había sido viajar con ella por las nubes. Pensé en la euforia del pueblo de Haití, en cuando las mujeres habían llegado con las velas, cantando himnos.
—Pero así será, mi amor —susurró—. ¡Sé valiente! ¡Tú puedes! —Las lágrimas ensangrentadas descendían por su mejillas. Le temblaba el labio inferior, y la lisa piel de su frente estaba surcada por aquellas arrugas rectilíneas que indicaban una total aflicción.
Luego se irguió. Desvió la vista de mí, y su rostro quedó vacío y bellísimamente liso de nuevo. Miró más allá de nosotros y sentí que buscaba la fuerza para cumplir lo prometido y que los demás harían mejor en actuar rápido. Lo deseé, como deseé clavarle una daga; harían mejor en abatirla ahora. Noté que las lágrimas me resbalaban rostro abajo.
Pero estaba ocurriendo algo más. De algún lugar provenía un fuerte sonido, suave y musical. Cristales que se rompían, gran cantidad de cristales. Daniel experimentó una súbita y evidente emoción. Jesse también. Pero los viejos permanecieron inmóviles, escuchando. Otra vez, cristales que se hacían añicos; alguien que entraba por una de las muchas puertas de la laberíntica casa.
Akasha dio un paso atrás. Volvió a la vida como si hubiera visto una visión; y un potente ruido hueco inundó el pozo de las escaleras al otro lado de la puerta abierta. Había alguien en el pasillo de abajo.
Akasha se alejó de la mesa y se dirigió al hogar. Parecía terriblemente asustada.
¿Era posible? ¿Sabía quién venía? ¿Era otro viejo? ¿Y era eso lo que temía, que alguien más pudiese realizar lo que aquellos pocos no?
Definitivamente, su propósito no era nada tan calculado; yo lo sabía; ella estaba siendo convencida interiormente. El valor la abandonaba. ¡Después de todo, era la necesidad, la soledad! Había empezado con mi resistencia, ellos lo habían ahondado y después yo le había atizado otro golpe. Y ahora estaba transfigurada por aquel ruido estruendoso, resonante, impersonal. Pero ella no sabía de quién se trataba; yo lo noté. Y los demás también.
El ruido iba en aumento. El visitante subía las escaleras. El tragaluz y los viejos pilares de hierro retumbaban con el impacto de sus pesados pasos.
—Pero ¿quién es? —dije de pronto. No podía soportarlo más. Allí estaba de nuevo aquella imagen, la imagen del cadáver de la madre y de las gemelas.
—¡Akasha! —dijo Marius—. Danos el tiempo que te pedimos. Retarda el momento. ¡Eso basta!
—¿Basta para qué? —gritó con una violencia rayana en el salvajismo.
—Para nuestra vidas, Akasha —dijo—. ¡Para todas nuestras vidas!
Oí reír suavemente a Khayman, él, que no había dicho ni una palabra.
Los pasos habían alcanzado el rellano.
Maharet se hallaba junto al umbral y Mael estaba tras ella. Ni siquiera los había visto moverse.
Entonces vi qué era, vi quién era. La mujer que había vislumbrado cruzando las junglas, abriéndose camino para salir de la tierra, andando largas extensiones de llanura yerma. ¡La otra gemela de los sueños que nunca había comprendido! Y allí estaba, enmarcada en la nebulosa claridad del tragaluz, mirando a la distante figura de Akasha, quien se encontraba a unos diez metros de ella, de espaldas a la pared de cristal y a las llamas del fuego.
¡Oh, qué espectáculo fue verla! Todos respiraron jadeantes, incluso los viejos, incluso el mismo Marius.
Una delgada capa de tierra cubría toda su persona, incluso la forma ondulada de su largo pelo. Resquebrajado, levantado en varios puntos, manchado por la lluvia, el barro continuaba pegado a ella, pegado a sus brazos desnudos y a sus pies descalzos como si estuviera hecha de él, hecha de barro. La tierra fangosa cubría su rostro como una máscara. Y sus ojos escudriñaban desde detrás de la máscara, desvelados, redondeados de rojo. Vestía un harapo, una sábana sucia y rasgada, atada simplemente con una cuerda de cáñamo a la cintura.
¿Qué impulso podía hacer que un ser así se cubriera, qué tierna modestia humana, qué doloroso residuo de corazón humano, había provocado que aquél cadáver viviente se detuviera y se fabricase aquel simple atavío?
Junto a ella, mirándola, Maharet pareció debilitarse súbitamente en toda su persona, como si su cuerpo esbelto fuese a caer.
—¡Mekare! —exclamó en un susurro.
Pero la mujer ni la vio ni la oyó; la mujer miraba a Akasha, con los ojos refulgentes de temeraria astucia animal, mientras Akasha se retiraba hacia la mesa y la colocaba entre ella y aquella criatura; el rostro de Akasha se endureció, sus ojos se llenaron de odio no disimulado.
— ¡Mekare! —gritó Maharet. Extendió los brazos, cogió a la mujer por los hombros y trató de hacerle dar la vuelta.
La mano derecha de la mujer salió disparada y empujó a Maharet hacia atrás, de tal modo que fue de espaldas varios metros por la sala, hasta que tropezó con la pared.
La gran lámina de cristal vibró, pero no se rompió. Con cautela, Maharet tocó el cristal con los dedos; luego, con la ágil elegancia de un gato, saltó y se lanzó a los brazos de Eric, que se había precipitado en su ayuda.
Al instante, la empujó hacia la puerta. Porque la mujer golpeó la enorme mesa y la envió patinando hacia la pared norte hasta que volcó.
Gabrielle y Louis se fueron rápidamente hacia el rincón noroeste; Santino y Armand hacia el otro lado, hacia Mael, Eric y Maharet.
Los demás que quedábamos al otro lado, nos limitamos a retroceder, excepto Jesse, que se había dirigido también hacia la puerta.
Se quedó junto a Khayman. Entonces lo miré y vi, con absoluto asombro, que sus labios dibujaban una sonrisa delgada, amarga.
—La maldición, mi Reina —dijo, alzando la voz estentoriamente hasta llenar la sala.
La mujer quedó paralizada al oírlo. Pero no se volvió.
Y Akasha, con el rostro reluciente por la luz de la hoguera, temblaba; las lágrimas fluyeron de nuevo de sus ojos.
—Todos contra mí, ¡todos! —dijo—. ¡Ni uno de vosotros va a ponerse de mi lado! —Se quedó mirándome fijamente, aunque la mujer seguía avanzando hacia ella.
Los pies fangosos de la mujer crujieron en la alfombra, su boca se abrió; sus manos se crisparon ligeramente, pero sus brazos aún continuaron en sus costados. Sin embargo, al avanzar lentamente un paso tras otro, iba tomando una perfecta actitud amenazadora.
Y de nuevo Khayman habló, provocando que se detuviera repentinamente.
Gritó en otra lengua y su voz adquirió un volumen que llegó a un rugido estruendoso. Sólo conseguí poner en claro una traducción fragmentada.
—Reina de los Condenados... hora de la mayor amenaza... me levantaré para detenerte... —comprendí. Había sido la profecía, la maldición de Mekare, de la mujer. Y todos los allí presentes la sabían, la comprendían. Tenía que ver con el extraño sueño, con el inexplicable sueño.
—¡Oh, no, hijos míos! —chilló Akasha de repente—. ¡Esto aún no ha terminado!
Advertí que reagrupaba sus poderes; pude verlo, pude ver su cuerpo que se ponía en tensión, que sus pechos se erguían, que sus manos se alzaban como por un acto reflejo, con los dedos en forma de zarpa.
La mujer recibió un golpe que la empujó hacia atrás, pero al instante resistió el ímpetu. Y enseguida también se enderezó, con los ojos desorbitados; luego, con los brazos extendidos arremetió contra la Reina con tanta furia que apenas pude seguir el curso de su movimiento.
Vi sus dedos, recubiertos de barro, precipitarse contra Akasha; vi el rostro de Akasha cuando la otra la tenía atrapada por su largo pelo negro. Oí sus gritos. Y vi su perfil cuando su cabeza chocaba contra la pared de cristal de poniente; el cristal se rompió y se desmoronó en grandes fragmentos en forma de daga.
Recibí un violento impacto interior; no podía respirar, no podía moverme. Iba a caer al suelo. No podía controlar mis extremidades. El cuerpo decapitado de Akasha resbalaba por el cristal fracturado y más fragmentos caían con ella. Después de ella, la sangre se escurrió cristal abajo. ¡Y la mujer sostenía por el pelo la cabeza degollada de Akasha!
Los ojos negros de Akasha parpadearon, se abrieron desorbitados. Su boca se agrandó como si quisiese volver a gritar.
Entonces la luz a mi entorno empezó a apagarse; fue como si el fuego se extinguiera, pero no era así; y, mientras me revolvía por la alfombra, gritando, arañando su tejido espasmódicamente, vi las distantes llamas a través de la oscura neblina rosada.
Intenté levantar el peso de mi cuerpo. No pude. No pude oír a Marius que me llamaba, a Marius que decía mi nombre en silencio.
Conseguí levantarme, sólo un poquito, apoyando todo el cuerpo en mis manos con mis brazos doloridos.
Los ojos de Akasha estaban clavados en mí. Su cabeza se hallaba casi al alcance de mi mano y el cuerpo yacía de espaldas, y la sangre salía a borbotones del muñón que ahora era su cuello. De súbito su brazo derecho tembló, se levanto y de nuevo se desplomó en el suelo. Luego se volvió a levantar, balanceando la mano. ¡Estaba buscando su cabeza!
¡Yo podía ayudar a la mano! Podía usar los poderes que me había dado Akasha para intentar moverla, para ayudarle a coger la cabeza. Mientras me esforzaba por ver en la luz difusa, el cuerpo se desplazó con una sacudida, se estremeció, y se desplomó desfallecido junto a la cabeza.
¡Pero las gemelas! Estaban junto a la cabeza y el cuerpo. Mekare, mirando la cabeza como estupidizada, con aquellos ojos vacíos rodeados de rojo. Y Maharet, como si le quedara sólo el último aliento, arrodillada junto a su hermana, ante el cuerpo de la Madre. Mientras, la sala se oscurecía y se enfriaba cada vez más, y el rostro de Akasha empezaba a palidecer, a volverse de un blanco fantasmal, como si la luz de su interior se apagase.
Yo debería haber tenido miedo; debería haber estado aterrorizado; el frío se arrastraba hacia mí y podía oír mis propios sollozos asfixiantes. Pero el júbilo más desconcertante me sobrecogió. De súbito, me di cuenta de lo que estaba viendo.
—Es el sueño —dije. Oía mi voz muy a lo lejos—. Las gemelas y el cuerpo de la Madre, ¿lo ves? ¡La imagen del sueño!
La sangre se derramaba de la cabeza de Akasha al tejido de la alfombra; Maharet se derrumbaba, con las manos abiertas; también Mekare se había debilitado y se había inclinado hacia el cuerpo. Pero aún era la misma imagen; entonces supe por qué la veía en aquellos momentos. ¡Supe lo que significaba!
—¡El banquete funerario! —exclamó Marius—. El corazón y el cerebro, una de vosotras, ¡que una de vosotras se lo trague! Es la única oportunidad.
Sí, así era. ¡Y ellas lo sabían! Nadie tenía que decírselo. ¡Lo sabían!
¡Aquél era el significado! Todos lo habían visto, todos lo sabían. Y aunque mis ojos se estaban cerrando, lo comprendí; y aquella encantadora sensación se hizo más intensa, aquella sensación de plenitud, de algo que por fin se ha terminado. ¡De algo que por fin se sabe!
Flotaba, flotaba en la oscuridad glacial otra vez, como si estuviera en brazos de Akasha, como si nos estuviéramos elevando hacia las estrellas.
Un sonido agudo, crepitante, me devolvió los sentidos. Aún no estaba muerto, sólo moribundo. ¿Dónde están los que amo?
Aún bregando por la vida, intenté abrir los ojos; parecía imposible. Pero enseguida las vi en la penumbra que se hacía cada vez más densa, las vi a ambas, con su pelo rojo reflejando el fulgor brumoso de las llamas; una sosteniendo el sanguinolento cerebro en sus dedos cubiertos de barro, y la otra el corazón goteante. Estaban muertas, con los ojos vidriosos, los miembros moviéndose como a través del agua. Y Akasha continuaba mirando al frente, con la boca abierta; y de su cráneo hecho pedazos manaba sangre. Mekare se llevó el cerebro a la boca; Maharet le puso el corazón en la otra mano; y Mekare se tragó los órganos.
Oscuridad otra vez; sin claridad del fuego; sin punto de referencia; sin otra sensación que la del dolor; dolor a través de la cosa que yo era, que no tenía miembros, no tenía ojos, no tenía boca para hablar. Dolor, palpitante, eléctrico; y no había manera de moverse o de disminuirlo, de apartarlo hacia este lado o hacia el otro, de resistirse a él, de diluirse en él. Sólo dolor.
Sin embargo me movía. Me agitaba por el suelo. A través del dolor pude sentir de repente la alfombra; pude sentir que mis pies cavaban en ella como si estuviera intentando escalar una pendiente inclinada. Luego oí el inconfundible sonido del fuego junto a mí, percibí el viento arreciando a través del cristal roto y pude oler aquellas suaves fragancias del bosque que inundaban la sala. Un impacto violentísimo me sacudió desde el interior, desde cada músculo, desde cada poro; mis brazos y mis piernas se agitaron espasmódicamente. Luego inmovilidad.
El dolor había desaparecido.
Estaba allí tendido, jadeando, contemplando el vivo reflejo del fuego en el techo de cristal y sintiendo el aire en mis pulmones; me di cuenta de que estaba llorando de nuevo, desgarradoramente, como un niño.
Las gemelas se hallaban arrodilladas de espaldas a nosotros; estaban fuertemente abrazadas, sus cabezas inclinadas una contra la otra, el pelo mezclándose, y se acariciaban con afecto, con ternura, como si se comunicaran sólo por el tacto.
No podía ahogar mis sollozos. Me volví, oculté el rostro en mi brazo y lloré desconsoladamente.
Marius estaba junto a mí. También Gabrielle. Quise tomar a Gabrielle en mis brazos. Quise decirle todas las cosas que sabía que debía decirle (que todo había pasado, que habíamos sobrevivido y que todo había acabado), pero no pude.
Luego, muy despacio, volví la cabeza y miré de nuevo el rostro de Akasha, su rostro aún intacto, aunque toda su densa y brillante blancura había desaparecido; ¡y ella estaba tan transparente como un cristal! Incluso sus ojos, sus bellísimos ojos negros como la tinta, estaban perdiendo su opacidad, como si ya no tuvieran pigmento; todo había sido sangre.
Su pelo yacía suave y sedoso bajo la mejilla y su sangre seca aparecía lustrosa como un rubí.
No podía parar de llorar. No quería parar. Intenté decir su nombre pero se estranguló en mi garganta. Era como si no debiera hacerlo. Como si nunca debiera haberlo hecho. Nunca debiera haber subido aquellos escalones de mármol, nunca debiera haber besado su rostro en la cripta.
Los demás estaban volviendo todos a la vida. Armand sostenía a Daniel y a Louis, que aún estaban débiles y no podían ponerse en pie; y Khayman se había acercado con Jesse a su lado; el resto estaban todos bien. Pandora, temblando, con la boca retorcida por sus lloros, se mantenía apartada, abrazándose como si tuviera frío.
Entonces las gemelas se volvieron y se levantaron. Maharet rodeaba a Mekare con el brazo. Y Mekare miraba fijamente, sin expresión, sin comprender, la estatua viviente; y Maharet dijo:
—Contempla. La Reina de los Condenados.