6. LA HISTORIA DE JESSE, LA GRAN FAMILIA Y LA TALAMASCA

i.


Los muertos no comparten.

Aunque extienden su mano hacia nosotros

desde la tumba

(juro que lo hacen),

no te tienden sus corazones.

Tienden sus cabezas,

la parte que mira.

STAN RICE

de «Su parte»

Cuerpo de trabajo (1983)


ii.


Cubrid su rostro; me deslumbra; ha muerto joven.

JOHN WEBSTER


iii.


LA TALAMASCA

Investigadores de lo paranormal.

Observamos

y siempre estamos aquí.

Londres Ámsterdam Roma

Jesse gimoteaba en su sueño. Era una mujer delicada de treinta y cinco años, de largo y rizado pelo rojo. Yacía hundida  en un informe colchón de plumas, en una cama de madera que se mecía colgada del techo con cuatro cadenas oxidadas. En algún lugar de la inmensa casa laberíntica, un reloj dio la hora. Debía levantarse. Quedaban dos horas antes del concierto de El Vampiro Lestat. Pero ahora no podía dejar a las gemelas.

Aquello era nuevo para ella, aquella parte que se revelaba tan rápidamente, en especial en un sueño de confusión enloquecedora, como habían sido todos los sueños de las gemelas. Ahora sabía que las gemelas volvían a estar en el reino del desierto. La turba que las rodeaba era peligrosa. Y las gemelas, ¡qué aspecto tan diferente tenían, qué pálidas estaban! Quizás aquel brillo fosforescente fuera una ilusión, pero en realidad parecía que resplandecían en la semioscuridad, y sus movimientos eran lánguidos, como si estuvieran atrapadas en el ritmo de una danza. Mientras estaban abrazadas les lanzaban antorchas; pero mira, hay algo que está mal, muy mal. Una de ellas es ahora ciega.

Sus párpados estaban cerrados, con la tierna piel arrugada y hundida. Sí, le habían arrancado los ojos. Y la otra, ¿por qué hacía aquellos terribles sonidos? «Cálmate, no luches más», decía la ciega en el viejo lenguaje siempre comprensible de los sueños. Y de la otra gemela salió un gemido hórrido, gutural. No podía hablar. ¡Le habían cortado la lengua!

«No quiero ver nada más, quiero despertarme.» Pero los soldados se abrían camino a empujones por entre la masa, algo espantoso iba a ocurrir, y las gemelas se quedaron muy quietas. Los soldados las cogen, y las separan, a rastras.

«¡No las separéis! ¿No sabéis lo que significa para ellas? Apartad las antorchas. ¡No las queméis! No queméis su pelo rojo.»

La gemela ciega extendió las manos buscando a su hermana, chillando su nombre: «¡Mekare!» y Mekare, la muda, la que no podía responder, rugió como una bestia herida.

La muchedumbre abría un corredor, haciendo un paso para dos inmensos ataúdes de piedra, cada uno transportado en unas grandes y pesadas andas. Los sarcófagos eran toscos; pero las tapas tenían la forma aproximada de cuerpos humanos, de rostros humanos, de miembros humanos. «¿Qué han hecho las gemelas para que las pongan en los ataúdes? No puedo soportarlo.» Depositan las andas en el suelo, arrastran a las gemelas hacia los ataúdes, levantan las toscas tapas de roca. «¡No lo hagáis!» La ciega está luchando como si viera, pero la dominan, la levantan y la depositan dentro del receptáculo de piedra. Muda y aterrorizada, Mekare observa, pero también a ella la arrastran hacia el otro ataúd. «¡No bajéis la tapa, o gritaré por Mekare! ¡Por ambas...!»

Jesse se sentó bruscamente, con los ojos desorbitados. Había gritado.

Sola en la casa, sin nadie que la pudiera oír, había gritado y aún podía sentir el eco. Luego, nada; excepto la quietud que se posaba a su alrededor, y el leve crujir de la cama al moverse en sus cadenas. El canto de los pájaros en el exterior, en el bosque, en lo profundo del bosque; y su propia, rara, conciencia de que el reloj había dado las seis.

El sueño se desvanecía. Trató desesperadamente de aferrarse a él, de ver los detalles que siempre se le escapaban: los vestidos de aquella extraña gente, las armas que llevaban los soldados, los rostros de las gemelas. Pero ya había desaparecido. Sólo quedaban el hechizo y una aguda consciencia de lo que había sucedido..., y la certeza de que El Vampiro Lestat estaba relacionado con aquellos sueños.

Medio dormida aún, comprobó la hora en su reloj. No quedaba tiempo. Quería estar en el auditorio cuando El Vampiro Lestat hiciera su aparición en escena; quería estar al mismo pie del escenario.

Sin embargo, contemplando las rosas blancas de la mesita de noche, dudaba. Más allá, al otro lado de la ventana abierta, vio el cielo meridional lleno de una débil luz anaranjada. Cogió la nota que se hallaba junto a las flores y la leyó entera una vez más.

«Querida mía:

»Acabo de recibir tu carta, pues me encontraba lejos de casa y tardó algún tiempo en llegar hasta mí. Comprendo la fascinación que esta criatura, Lestat, ejerce sobre ti. Ponen su música incluso en Río. Ya he leído los libros que me enviaste con la carta. Y sé acerca de tu investigación de esta criatura para la Talamasca. Por lo que se refiere al sueño de las gemelas, debemos hablar de ello, tú y yo. Es de vital importancia. Ya que hay otros que han tenido sueños similares. Pero te pido; no...: te ordeno que no asistas al concierto. Tienes que permanecer en la villa de Sonoma hasta que yo llegue. Partiré del Brasil tan pronto como pueda.

»Espérame. Te quiere,

»tu tía Maharet.»

—Maharet, lo siento —susurró. Pero era impensable que no asistiera. Y si alguien en el mundo debía comprenderlo, era Maharet.

La Talamasca, para la que había trabajado durante doce largos años, nunca la perdonaría por haber desobedecido sus órdenes. Pero Maharet sabía la razón; Maharet era la razón. Maharet la perdonaría.

Mareo. La pesadilla aún no la soltaba. La diversidad de objetos esparcidos por la habitación se desvanecían en las sombras, pero el crepúsculo ardió repentinamente y con tanta claridad que incluso las colinas boscosas reflejaron la luz. Y las rosas se tornaron fosforescentes, como la blanca piel de las gemelas del sueño.

Rosas blancas... Intentó recordar algo que había oído acerca de las rosas blancas. Uno envía rosas blancas en un funeral. Pero no, Maharet no podía haber querido decir aquello.

Jesse extendió el brazo, tomó una de las flores entre ambas manos y los pétalos se abrieron al instante. Una tal dulzura... Los apretó contra sus labios, y le vino a la memoria una imagen, débil pero brillante, de aquel verano, de hacía ya mucho tiempo, con Maharet, en aquella misma casa, en una habitación a la luz de una vela, tendida en una cama de pétalos de rosa (¡tantos pétalos blancos, amarillos y rosas!); y había recogido pétalos y se los había aplicado contra el rostro y el cuello.

¿Había visto de veras Jesse una cosa así? Tantos pétalos rosas atrapados en el largo pelo rojo de Maharet. Pelo como el pelo de Jesse. Pelo como el pelo de las gemelas del sueño..., espeso, rizado, veteado de oro.

Era uno de los cien fragmentos de memoria que después nunca podía encajar para formar un todo. Pero ya no importaba, lo que podía recordar o no de aquel verano perdido de ensueño. El Vampiro Lestat esperaba: habría un final, si no una respuesta; seguro, tan seguro como la misma muerte.

Se levantó. Se puso la chaqueta gastada y con rotos que, junto con la camisa de chico, de cuello abierto, y con los vaqueros que vestía siempre, constituían su segunda piel en aquellos días. Se calzó las raídas botas de cuero. Se pasó el cepillo por el pelo.

Ahora era tiempo de dejar la casa vacía que aquella madrugada había invadido. Le dolía dejarla. Pero le habría dolido mucho más no haber venido.

A la primera luz del alba, había llegado a la margen del claro, en silencio y aturdida al descubrirlo todo tan poco cambiado después de quince años: un edificio laberíntico construido al pie de la montaña, con su tejado y porches de pilares ocultos bajo las enredaderas, azules como la gloria de la mañana. Más arriba, medio escondidas en las laderas herbosas, unas diminutas ventanas secretas captaban el primer destello de luz matutina.

Cuando subió por la escalera principal con la vieja llave en la mano, se sintió como una espía. Hacía meses que nadie había estado por allí, o eso parecía. Polvo y hojas en todas partes era lo que aparecía a la vista.

Sin embargo, la esperaban rosas en un jarrón de cristal y una carta para ella clavada en la puerta, con la nueva llave en el sobre.

Durante horas había deambulado, reconocido, explorado. No importaba que estuviera cansada, que hubiera conducido toda la noche. Tenía que pasear por los largos corredores sombríos, tenía que errar por las espaciosas y sobrecogedoras habitaciones. Nunca como ahora le había parecido el lugar tan semejante a un primitivo palacio, con sus enormes vigas sosteniendo los maderos rústicamente cortados del tejado, las chimeneas oxidadas levantándose de los hogares redondos de piedra.

Incluso los muebles eran macizos: mesas como ruedas de molino, sillas y sofás de madera sin pulir, con montones de blandísimos almohadones, estanterías para libros y huecos abiertos, esculpidos, en las paredes de adobe sin pintar.

Poseía la ruda grandiosidad medieval. Los pequeños objetos de arte maya, las copas etruscas y las estatuas hititas, parecían formar parte íntima del lugar, entre las profundas ventanas y el suelo de piedra. Era como una fortaleza. Daba la sensación de seguridad.

Sólo las creaciones de Maharet rebosaban de colores brillantes, como si las hubiera sacado de los árboles y del cielo del exterior. El recuerdo no había exagerado en nada su belleza. Alfombras de lana de nudo profundo, suaves y gruesas, mostrando la misma libre disposición de las flores del bosque y de la hierba por todas partes, como si la alfombra fuera la misma tierra. Y los incontables almohadones de retales, con sus curiosas figuras y raros símbolos cosidos, y finalmente los gigantescos tapices colgantes, hechos de retales: tapices modernos que cubrían las paredes con infantiles ilustraciones de campos, riachuelos, montañas y bosques, cielos llenos de sol y luna a la vez, de gloriosas nubes y lluvia cayendo. Tenían el vibrante poder de la pintura primitiva, con sus miríadas de minúsculos pedacitos de tela cosidos con mucho cuidado para poder crear el detalle de una cascada de agua o de una hoja que cae.

Volver a ver todo aquello había causado un dolor de muerte a Jesse.

A mediodía, hambrienta y con gran pesadez de cabeza por la larga noche sin dormir, había logrado el valor necesario para levantar el cerrojo de la puerta trasera; esta puerta daba a las habitaciones secretas sin ventanas situadas en el mismo interior de la montaña. Sin aliento, había seguido el corredor de roca. Su corazón latió con fuerza al encontrar la biblioteca abierta y al encender las luces.

¡Ah!, quince años atrás, simplemente el verano más feliz de su vida. Todas sus maravillosas aventuras posteriores (la caza de fantasmas para la Talamasca) no habían sido nada comparadas con aquella temporada mágica e inolvidable.

Maharet y ella, en aquella biblioteca, juntas, con el fuego llameante del hogar. Y los incontables volúmenes de la historia familiar, asombrándola y deleitándola. El linaje de «la Gran Familia», como Maharet siempre la llamaba, «el hilo que agarramos en el laberinto que es la vida». ¡Con cuánto amor había bajado los libros para Jesse, le había abierto los cofres que contenían los antiguos rollos de pergamino!

Aquel verano, Jesse no había aceptado por completo lo que podía implicar todo lo que había visto. Había habido una lenta confusión, una deliciosa suspensión de la realidad cotidiana, como si los papiros recubiertos de una escritura que no podía clasificar pertenecieran más bien a un sueño. Después de todo, Jesse, por aquella época, ya se había convertido en una experta arqueóloga. Había realizado sus prácticas en excavaciones en Egipto y Jericó. Sin embargo, no podía descifrar aquellos extraños jeroglíficos. «En nombre del Señor, ¿qué antigüedad tenían?»

Durante los años posteriores intentó recordar otros documentos que había visto. Seguramente, una mañana había entrado en la biblioteca y había descubierto un cuarto trasero con la puerta abierta.

Siguiendo un largo corredor, había pasado por otros cuartos sin iluminar. Por fin, había encontrado un interruptor y había descubierto un gran almacén lleno de tablillas de arcilla..., ¡de tablillas de arcilla cubiertas de diminutos dibujos! Sin duda alguna, había tomado aquellos objetos en sus manos.

Algo más había ocurrido; algo que, en verdad, nunca quería recordar. ¿Había otro pasillo? Estaba segura de que allí había habido una escalera de caracol, de hierro, que la llevó a cuartos inferiores con simples paredes de tierra. Pequeñas bombillas colgaban de viejos casquillos de porcelana. Había tirado de las cadenillas para encenderlas.

Seguro que lo había hecho. Seguro que había abierto una maciza puerta de secoya...

Después, durante años, le había vuelto a la memoria en minúsculos y fugaces recuerdos: una vasta sala de techo bajo, con sillas de roble y una mesa y bancos que parecían estar hechos de roca. ¿Y qué más? Algo que al principio le había parecido muy familiar. Y luego...

Más tarde, aquella noche, no había recordado nada más que la escalera. De pronto, dieron las diez: acababa de despertar y Maharet estaba a los pies de su cama. Maharet se le había acercado y la había besado. Un beso cálido y encantador: había enviado una profunda y palpitante sensación a través de su cuerpo. Maharet dijo que la habían encontrado en el claro junto al riachuelo, dormida, y, a la puesta de sol, la habían llevado dentro.

Junto al riachuelo? Durante los meses siguientes, había «recordado» haberse dormido allí realmente. De hecho, era otra rica «evocación» de la paz y la quietud del bosque, del agua cantando en las rocas. Pero nunca había sucedido, ahora estaba segura de ello.

Pero lo mismo ahora, unos quince años después, no había encontrado evidencia, en absoluto, de aquellos hechos y lugares de recuerdo difuso. Las habitaciones estaban cerradas para ella. Incluso los pulcros volúmenes de la historia familiar estaban cerrados en cajas de cristal que no se atrevió a tocar.

No obstante, nunca había creído tan firmemente en su capacidad de recordar. Sí, tabletas de arcilla repletas de nada más que diminutas figuras que representaban a personas, árboles, animales. Las había visto, las había bajado de los estantes y las había sostenido bajo la débil luz que colgaba del techo. Y la escalera de caracol, y el cuarto que la asustaba, que la aterrorizaba, sí..., todo allí.

Sin embargo, el lugar había sido como un paraíso, en aquellos cálidos días y noches de verano, cuando había pasado horas y horas sentada hablando con Maharet, cuando había bailado con Mael y Maharet a la luz del claro de luna. Olvida de momento el dolor posterior, intentando comprender por qué Maharet la había enviado de nuevo a Nueva York para no volver nunca más.

«Querida mía:

»El hecho es que te quiero demasiado. Mi vida absorbería la tuya si no nos separáramos. Tienes que tener tu libertad, Jesse, para concebir tus propios planes, ambiciones, sueños...»

No era para revivir el antiguo dolor que ella había regresado, era para volver a experimentar, por un breve espacio de tiempo, la alegría que se había desvanecido años atrás.

Por la tarde, luchando contra el cansancio, había salido a dar una vuelta por los alrededores de la casa y había bajado hasta el largo pasaje entre los robles. Era tan fácil encontrar los viejos senderos entre las espesas secoyas... Y el claro, circundado de helechos; y trébol en los empinados márgenes rocosos del umbrío e impetuoso riachuelo.

Aquí, una vez, Maharet la había guiado a través de la total oscuridad, la había bajado al agua y la había conducido por un sendero de piedras. Mael se había unido a ellos. Maharet había servido vino a Jesse y juntos habían cantado una canción que Jesse nunca más había podido recordar, aunque de tanto en tanto se hallaba tarareando aquella misteriosa melodía con una inexplicable exactitud; luego se paraba, consciente de ello, y no era capaz de entonar la nota adecuada.

Tal vez hubiese quedado dormida junto al riachuelo, en los sonidos entremezclados del bosque, como decía el falso «recuerdo» de años atrás.

¡Tan deslumbrante el verde brillante de los arces, recogiendo los esparcidos rayos de luz...! Y las secoyas, ¡qué monstruosas parecían en la quietud ininterrumpida! Descomunales, indiferentes, elevándose decenas y decenas de metros hasta que su sombrío follaje dentado cerraba la deshilachada banda de cielo.

Y había sabido qué exigiría de ella el concierto de la noche, con los fans de Lestat chillando a todo pulmón. Pero había tenido miedo de que el sueño de las gemelas empezara de nuevo.

Luego había regresado a la casa y había tomado consigo las rosas y la carta. Su antigua habitación. Las tres. ¿Quién daría cuerda a los relojes en aquel lugar, para que dieran la hora? El sueño de las gemelas estaba al acecho. Y simplemente ella estaba demasiado cansada para luchar más. Se sentía tan bien en aquel lugar... Allí no había fantasmas del tipo con que se había tropezado tantas veces en su trabajo. Sólo paz. Se había tumbado en la vieja cama colgante, en la colcha que ella misma, con Maharet, había cosido con tanto esmero aquel verano. Y el sopor le había llegado al mismo tiempo que las gemelas.

Ahora le quedaban dos horas para llegar a San Francisco, y debía abandonar la casa, quizá con lágrimas otra vez. Comprobó sus bolsillos. Pasaporte, papeles, dinero, llaves.

Recogió su bolso de piel, se lo colgó del hombro y, por el largo corredor, se apresuró hacia las escaleras. El crepúsculo caía rápidamente, y cuando la oscuridad cubriera el bosque nada sería visible.

Cuando llegó a la sala principal, aún había un poco de luz solar. Por las ventanas que daban al poniente, unos pocos largos rayos polvorientos iluminaban el gigante tapiz de retales de la pared.

Jesse contuvo el aliento al contemplarlo. Siempre había sido su preferido, por lo intrincado de sus dibujos, por su tamaño. Al principio, parecía un gran caos de diminutos zurcidos y pedazos cosidos, pero luego, gradualmente, el paisaje boscoso emergía de la miríada de piezas de tela. Lo veías un minuto, y al siguiente había desaparecido. Eso era lo que le había sucedido una y otra vez aquel verano, cuando, ebria de vino, miraba el tapiz, de cerca, de lejos, perdiendo la imagen, luego recobrándola: la montaña, el bosque, un pequeño poblado asentado en un verde valle en la parte baja.

—Lo siento, Maharet —susurró se nuevo. Tenía que irse. Su viaje casi había acabado.

Pero, al desviar la vista, algo en el tapiz de retales captó su atención. Se volvió otra vez, lo estudió de nuevo. ¿Había figuras que nunca había visto? Una vez más era un enjambre de fragmentos cosidos entre ellos. Luego, despacio, emergía la ladera de la montaña, después los olivos y luego los tejados del poblado, no más que chozas amarillas diseminadas por el liso suelo del valle. ¿Las figuras? No pudo encontrarlas. Es decir, hasta que volvió a desviar la vista. Con el rabillo del ojo se hicieron visibles por una fracción de segundo. Dos diminutas figuras abrazándose, ¡dos mujeres pelirrojas!

Poco a poco, casi con cautela, se volvió de nuevo hacia el tapiz. El corazón le daba brincos. Sí, allí. ¿Pero era una ilusión?

Cruzó la sala hasta que estuvo exactamente frente al tapiz. Extendió el brazo y lo tocó. ¡Sí! Cada pequeño ser de trapo tenía un minúsculo par de botones como ojos, y el pelo era hilo rojo, haciendo ondas quebradas y cosido por encima de los blancos hombros.

Se quedó contemplando aquello, medio incrédula. Sin embargo, allí estaban, ¡las gemelas! Y mientras ella permanecía allí, petrificada, la sala empezó a oscurecerse. La última luz se había deslizado tras el horizonte. El tapiz se desvanecía ante sus ojos y se tornaba un ilegible dibujo.

Aturdida, oyó el reloj dar el cuarto. «Llama a la Talamasca. Llama a Londres, a David. Cuéntale algo, cualquier cosa...» Pero era imposible y ella lo sabía. Y le partía el corazón comprender que fuera lo que fuese lo que le sucediera aquella noche, la Talamasca nunca sabría la historia entera.

Se obligó a marchar, a cerrar la puerta tras de sí, a andar por el ancho porche y a bajar por el largo sendero.

No acababa de comprender sus sentimientos, por qué estaba tan emocionada y al borde de las lágrimas. Confirmaba todas sus sospechas, todo lo que sabía. Y no obstante, estaba asustada. Estaba llorando de veras.

«Espera a Maharet.»

Pero no lo podía hacer. Maharet la hechizaría, la confundiría, la alejaría del misterio en nombre del amor. Era lo que había ocurrido aquel verano tiempo atrás. El Vampiro Lestat no ocultaba ya nada. El Vampiro Lestat era la pieza crucial del rompecabezas. Verlo y tocarlo lo confirmaría todo.

El Mercedes biplaza rojo arrancó enseguida. Con una rociada de grava hizo marcha atrás, giró y se lanzó por el estrecho camino sin asfaltar. El techo descapotable estaba sin echar; estaría helada cuando llegase a San Francisco, pero no importaba. Amaba el aire frío en su rostro, amaba conducir deprisa.

El camino se zambulló enseguida en la oscuridad de los bosques. Ni siquiera la luna naciente podía penetrarla. Aceleró hasta llegar a sesenta, sorteando con facilidad los bruscos virajes. Su tristeza se intensificó de pronto, pero ya no hubo más lágrimas. El Vampiro Lestat..., casi allí.

Cuando llegó a la carretera del condado, ya iba a toda velocidad, cantando para sí sílabas que apenas podía oír por encima del viento. La plena noche llegó cuando cruzaba, con el motor bramando, la pequeña ciudad de Santa Rosa y enlazaba con el ancho y ligero fluir de la autopista 101, en dirección sur.

La niebla costera estaba entrando. Convertía en fantasmas las oscuras colinas al este y al oeste. Pero el brillante flujo rojo de las luces posteriores de los vehículos alumbraba la calzada ante ella. Cada vez se sentía más agitada. Una hora para llegar a la Golden Gate. La tristeza la estaba abandonando. Toda su vida había sido una persona confiada, con suerte; y a veces impaciente con la gente más cautelosa que había conocido. Y, a pesar de la sensación de fatalidad que arrastraba aquella noche, de la viva conciencia de los peligros que le aguardaban, sentía que su suerte usual estaría con ella. No estaba asustada.

Había nacido con suerte, según lo veía ella; la habían hallado junto a la carretera, después del accidente de automóvil que había matado a su adolescente madre, embarazada de siete meses: un bebé espontáneamente abortado de la matriz moribunda, y chillando con fuerza para aclarar sus pulmones cuando llegó la ambulancia.

Durante dos semanas, mientras languidecía en el hospital del condado, condenada por horas a la asepsia y frialdad de las incubadoras, no había tenido nombre; pero las enfermeras la habían adorado, llamándola cariñosamente «el gorrión», meciéndola en brazos y cantándole siempre que tenían un momento.

Años más tarde le escribirían, enviándole las instantáneas que habían tomado de ella y contándole pequeñas anécdotas, y esto había amplificado en gran manera la temprana sensación de que había sido querida.

Maharet era quien al final había ido por ella, identificándola como la única superviviente de la familia Reeves de Carolina del Sur y llevándosela a Nueva York a vivir con unos parientes de diferente nombre y condición. Allí iba a crecer en un viejo y lujoso piso de dos plantas, en Lexington Avenue, con María y Matthew Godwin, quienes le dieron no solamente amor sino todo lo que pudiese desear. Una niñera inglesa había dormido en la habitación de Jesse hasta que ésta había tenido doce años.

No podía recodar cuándo se había enterado de que su tía Maharet se había hecho cargo de sus gastos, para que pudiera matricularse en la Universidad y en la Facultad que eligiese. Matthew Godwin era médico; Maria había sido bailarina y profesora; su afecto y dependencia para con Jesse eran sinceros. Era la hija que siempre habían deseado, y aquellos años fueron ricos y felices.

Las cartas de Maharet empezaron antes de que tuviera edad para leer. Eran maravillosas, y, a menudo, iban acompañadas de postales de vivos colores y de curiosas monedas de los diferentes países en donde residía. A los diecisiete años, Jesse tenía un cajón lleno de rupias y de liras. Pero, además y mucho más importante, tenía una verdadera amiga: Maharet. Maharet, que respondía cada palabra que le escribía, y con sentimiento y dedicación.

Fue Maharet quien la inició en la lectura, quien la animó a tomar lecciones de música y de pintura, quien le preparó los viajes a Europa y quien consiguió su admisión en la Universidad de Columbia, donde Jesse estudió Arte y Lenguas Antiguas.

Fue Maharet quien preparó sus visitas navideñas a los primos europeos: los Scartino de Italia, una poderosa familia de banqueros que vivía en una villa en las afueras de Siena, y los Borchart, más humildes, de París, que la recibieron con los brazos abiertos en su superpoblada pero alegre casa.

El verano en que Jesse cumplió los diecisiete años, fue a Viena a conocer a una rama de la familia emigrada de Rusia, jóvenes intelectuales apasionados y músicos, a quienes amó con fervor. Luego fue a Inglaterra para conocer a la familia Reeves, emparentada directamente con los Reeves de Carolina del Sur, que habían emigrado de Inglaterra hacía siglos.

Cuando tuvo dieciocho años, fue a visitar a los primos Petralona en su villa en Santorini, unos griegos ricos y de aspecto exótico. Vivían casi en el esplendor feudal, rodeados de sirvientes campesinos, y se habían llevado a Jesse en un improvisado crucero a bordo de su yate, a Estambul, Alejandría y Creta.

Jesse casi se había enamorado del joven Constantin Petralona. Maharet le había insinuado que el casamiento tendría la bendición de todos, pero que había de decidirlo ella misma. Jesse dio un beso de despedida a su enamorado y voló de nuevo hacia América, la Universidad y la preparación para la primera excavación arqueológica en Iraq.

Pero, durante sus años universitarios, permaneció tan próxima a la familia como siempre. Todos eran tan buenos con ella... Pero es que todos eran buenos con todos. Todos creían en la familia. Eran corrientes las visitas entre las diversas ramas. Frecuentes casamientos entre diferentes miembros de la familia habían creado interminables interrelaciones; en todas las casas de la familia había habitaciones preparadas para parientes que podían dejarse caer en una visita inesperada. Los árboles genealógicos familiares parecían remontarse hasta la prehistoria; se contaban curiosas historias acerca de famosos parientes, muertos trescientos o cuatrocientos años atrás. Jesse había sentido una gran compenetración con toda aquella gente, por más diferentes que parecieran.

En Roma quedó encantada con sus primos, quienes conducían sus relucientes Ferraris a velocidades que cortaban la respiración, con los estéreos a todo volumen, y sólo regresaban a casa de noche, y la casa era un antiguo palacete en donde los grifos no funcionaban y el techo goteaba. Los primos judíos en el sur de California eran un puñado de deslumbrantes músicos, autores y productores que de algún modo habían estado relacionados con el cine y con los grandes estudios por espacio de cincuenta años. Su antigua casa en Hollywood Boulevard era el hogar de una veintena de actores sin trabajo. Jesse podía utilizar el ático siempre que lo desease; la cena se servía a las seis a todos y a cualesquiera de los que entrasen en la casa.

¿Pero quién era aquella mujer, Maharet, que siempre había sido la guía, consejera distante pero vigilante, la que la orientaba en sus estudios con frecuentes y reflexionadas cartas, la que le daba sus directrices personales a las cuales Jesse respondía con tanto provecho y las cuales anhelaba en secreto?

Para todos los primos que Jesse llegó a visitar, Maharet era una presencia palpable, aunque sus visitas fueran tan escasas como notables. Ella era la conservadora de los documentos de la Gran Familia, es decir, de todas las ramas de la Familia, esparcidas bajo muchos nombres distintos por todas partes del mundo. Muchas veces era ella quien reunía a los miembros, la que arreglaba los matrimonios para unir las diferentes ramas y la que invariablemente podía proporcionar ayuda en caso de problemas, ayuda que a veces podía significar la distancia entre la vida y la muerte.

Antes de Maharet, había habido su madre, ahora llamada Vieja Maharet, y, antes de ésta, la tía abuela Maharet, y así sucesivamente hasta que el recuerdo se perdía en los recodos del tiempo. «Siempre habrá una Maharet» era un viejo dicho familiar, pronunciado en italiano con la misma facilidad que en alemán, ruso, yidich o griego. Es decir, una única descendiente de cada generación tomaba el nombre y las obligaciones de conservadora de los documentos; o así lo parecía, ya que, de cualquier forma, nadie salvo la misma Maharet conocía realmente aquellos detalles.

«¿Cuándo te voy a conocer?», le había escrito Jesse muchas veces durante aquellos años. Había coleccionado los sellos que despegaba de los sobres que Maharet enviaba desde Delhi, Río, Méjico, Bangkok, Tokio, Lima, Saigón y Moscú.

Toda la familia era devota de aquella mujer y estaba fascinada por ella, pero entre Jesse y ella había otra relación, secreta y poderosa.

Desde sus tempranos años, Jesse había tenido experiencias «poco corrientes», diferentes a las de las personas que la rodeaban.

Por ejemplo, Jesse podía leer los pensamientos de la gente, de un modo vago, sin palabras. «Sabía» cuando no caía bien a una persona o cuando alguien le estaba mintiendo. Tenía un don innato para los idiomas, ya que con frecuencia comprendía su «espíritu», aunque no conociera el vocabulario.

Y veía fantasmas: gente y edificios que era imposible que estuviesen presentes.

Cuando era muy pequeña, a menudo distinguía la borrosa silueta gris de una casa frente a su ventana, en Manhattan. Sabía que no era real, y al principio fue para ella motivo de risa: la manera como aparecía y desaparecía, a veces transparente, otras sólida como la misma calle, con luces en sus ventanas de cortinas de encaje. Pasaron años antes de que se enterase de que la casa fantasma había sido propiedad del arquitecto Stanford White. Había sido derruida hacía décadas.

Las imágenes humanas que veía no eran tan claramente definidas al principio. Al contrario, eran apariciones breves y fluctuantes que con frecuencia formaban parte de la inexplicable incomodidad que sentía a veces en determinados lugares.

Pero, a medida que fue creciendo, aquellos fantasmas se hicieron más visibles, más duraderos. Una vez, en una oscura tarde lluviosa, la figura traslúcida de una anciana había andado, pausadamente pero directamente, hacia ella, y por fin había pasado a través de ella. En un ataque de histeria, Jesse había huido corriendo a refugiarse en la tienda más próxima, cuyos dependientes llamaron de inmediato a Matthew y María. Una y otra vez, Jesse intentaba describir el rostro ansioso de la mujer, su vista nublada, que parecía por complejo ajena al mundo real que la rodeaba.

Lo más frecuente era que sus amigos no le creyeran cuando describía aquellas apariciones. Sin embargo, quedaban fascinados y le pedían encarecidamente que les repitiera las historias. Aquello dejaba a Jesse con una desagradable sensación de vulnerabilidad. Así pues, intentaba no contar nada a nadie de los fantasmas, aunque, al tiempo de llegar a la temprana adolescencia, viera aquellas almas perdidas con más y más regularidad.

Incluso paseando por entre el denso bullicio de la Quinta Avenida al mediodía, vislumbraba aquellas pálidas y penetrantes criaturas. Una mañana, en el Central Park, cuando Jesse tenía dieciséis años, vio la aparición, clarísima, de un joven sentado en un banco, no lejos de ella. El parque estaba lleno de gente, de ruido; sin embargo, la figura parecía como superpuesta, parecía no formar parte de nada de lo que la rodeaba. Los sonidos en derredor de Jesse empezaron a difuminarse como si la aparición los estuviera absorbiendo. Rezó para que se fuera. Pero, en lugar de ello, el joven se volvió y clavó los ojos en Jesse. Incluso intentó hablarle.

Jesse arrancó a correr y no paró hasta llegar a su casa. Tenía un ataque de pánico. Aquellas cosas la conocían ahora, dijo a Matthew y a Maria. Tenía miedo de salir del piso. Finalmente Matthew le dio un sedante y le dijo que con él podría dormir. Y dejó la puerta de su habitación abierta para aplacar su terror.

Mientras Jesse permanecía tendida, en un estado de duermevela, entró una jovencita en la habitación. Jesse advirtió que conocía a aquella chica. Naturalmente: era alguien de la familia, siempre había estado allí, junto a Jesse, habían hablado montones de veces, ¿no? Y no le sorprendió nada que fuera tan dulce, tan encantadora y tan familiar. Sólo era una adolescente, no mayor que Jesse.

Se sentó en la cama de Jesse y le dijo que no se preocupara, que aquellos espíritus nunca podrían hacerle ningún daño. Ningún fantasma había hecho daño nunca a nadie. No tenían poder para hacerlo. Eran unas pobres cosas débiles y dignas de compasión. «Escribe a tía Maharet», dijo la chica; besó a Jesse y le apartó el pelo del rostro. Entonces el sedante empezó a hacer efecto de veras. Jesse ya no podía mantener los ojos abiertos. Había una pregunta que quería hacer acerca del accidente de coche a causa del cual había nacido, pero no conseguía formularla. «Adiós, vida mía», dijo la chica, y Jesse cayó dormida antes de que ella saliera de la habitación.

Cuando despertó, eran las dos de la madrugada. El piso estaba a oscuras. Se puso a escribir la carta a Maharet enseguida, narrando todos y cada uno de los extraños sucesos que recordaba.

No fue hasta la hora de comer cuando pensó con un sobresalto en la jovencita. Era imposible que aquella persona hubiera vivido allí, le fuera familiar y que siempre hubiera estado junto a ella. ¿Cómo podía haber aceptado sin más algo así? Incluso en su carta había dicho: «Naturalmente, Miriam estaba aquí y Miriam dijo...» ¿Y quién era Miriam? Un nombre en el certificado de nacimiento de Jesse. Su madre.

Jesse no contó a nadie lo sucedido. Sin embargo, ahora una agradable calidez la envolvía. Podía sentir a Miriam allí, estaba segura.

La carta de Maharet llegó cinco días después. Maharet la creía. Aquellas apariciones de espíritus no eran nada sorprendentes. Tales cosas existían, con absoluta certeza, y Jesse no era la única persona que las veía.

«Durante el paso de las generaciones, en nuestra familia ha habido muchos videntes de espíritus. Y como ya sabrás, eran los brujos y brujas de las épocas pasadas. Con frecuencia este poder aparece en aquellos que han sido agraciados con tus atributos físicos: ojos verdes, piel pálida y pelo rojo. Parece que los genes viajan juntos. Quizás algún día la ciencia nos dé alguna explicación. Pero, por ahora, ten por seguro que tus poderes son completamente naturales.

»Todo lo cual no implica, sin embargo, que los espíritus sean constructivos. Aunque son reales, no provocan casi ninguna alteración en la sociedad humana ni en el mundo físico. Pueden ser infantiles, vengativos y engañosos. En general, uno no puede ayudar a los entes que intentan comunicarse y, a veces, lo que uno contempla no es más que un fantasma sin vida, es decir, un eco visual de una personalidad que ya no está presente.

»No los temas, pero no dejes que te hagan perder el tiempo. Porque es una de las cosas que les gusta hacer, toda vez que saben que uno los puede ver. Por lo que se refiere a Miriam, si la vuelves a ver, tienes que contármelo. Pero, puesto que has hecho lo que te pidió (que me escribas), no creo que considere necesario volver. Con toda probabilidad, está muy por encima de los tristes payasos que verás más a menudo. Escríbeme acerca de esos seres siempre que te asusten. Pero procura no contarlo a los demás. Los que no los ven, nunca te creerán.»

Aquella carta demostró ser de un valor incalculable para Jesse. Durante años, la llevó consigo, en el bolso o en el bolsillo, a donde quiera que fuese. No sólo tenía en Maharet a alguien que la creía, sino que Maharet le había proporcionado un modo de comprender y de sobrevivir a aquel inquietante poder. Todo lo que Maharet dijo había tenido sentido.

Después de aquello, algunas veces los espíritus volvieron a asustar a Jesse; y compartió aquellos secretos con sus amigos más íntimos. Pero, en general, hizo tal como Maharet le había aconsejado, y los poderes cesaron de molestarla. Parecieron aletargarse. Durante largas temporadas los olvidaba.

Las cartas de Maharet llegaron todavía con más asiduidad. Maharet era su confidente, su mejor amiga. Al entrar en la Universidad, Jesse se dio cuenta de que Maharet era mucho más real para ella por medio de sus cartas que todas las personas que había conocido. Sin embargo, hacía tiempo que había aprendido a aceptar que quizá nunca se verían.

Entonces, un anochecer, durante el tercer año de Jesse en Columbia, había abierto la puerta de su piso y se había encontrado las luces encendidas, el fuego ardiendo en la chimenea, y una mujer alta, pelirroja, de pie junto a los morillos y con el atizador en la mano.

¡Qué belleza! Ésta había sido la primera y sobrecogedora impresión de Jesse. Empolvada y pintada con destreza, su rostro tenía todo el artificio oriental, excepto por la notable intensidad de los ojos verdes y el espeso y rizado pelo rojo cayendo en sus hombros.

—Querida —dijo la mujer—. Soy Maharet.

Jesse se había lanzado a sus brazos. Pero Maharet la había frenado, manteniéndola apartada de sí como para contemplarla. Luego la había cubierto de besos como si no se atreviera a tocarla de ninguna otra manera, con sus manos enguantadas apenas cogiendo los brazos de Jesse. Había sido un momento encantador y de una extrema delicadeza. Jesse había acariciado el suave y espeso pelo rojo de Maharet. Tan parecido al suyo.

—Tú eres mi hija —había susurrado Maharet—. Eres todo lo que yo había esperado que fueras. ¿Sabes lo feliz que soy?

Como hielo y como fuego, le había parecido Maharet aquella noche. Inmensamente fuerte, pero con una irremediable calidez. Una criatura delgada y con calidad de estatua clásica, de cintura estrecha y con falda ondulante, que tenía el porte misterioso de las modelos, el maravilloso encanto de las mujeres que han hecho de sí mismas una escultura. Su larga capa parda flotaba extendida con elegancia majestuosa cuando salieron juntas del piso. Pero, a pesar de todo, ¡qué fácil les había sido entenderse!

Había sido una larga noche por la ciudad; habían visitado galerías de arte, habían ido al teatro y luego a cenar de madrugada, aunque Maharet no había querido comer nada. Estaba demasiado emocionada, dijo. Ni siquiera se sacó los guantes. Sólo quería oír lo que Jesse tenía que contarle. Y Jesse había hablado sin parar acerca de todo: Columbia, su trabajo en arqueología, sus sueños de un campo de trabajo en Mesopotamia.

¡Tan diferente de la intimidad de las cartas! Incluso habían paseado por Central Park en la más absoluta oscuridad, y Maharet le decía que no había la más ligera razón para tener miedo. Entonces había parecido completamente normal, ¿no? Y tan bello, como si siguieran los senderos de un bosque encantado, sin temer nada, hablando con voces animadas pero susurrantes. ¡Qué divino era sentirse tan segura! Casi al alba, Maharet acompañaba a Jesse al piso con la promesa de llevarla a visitar California muy pronto. Maharet tenía una casa, en las montañas Sonoma.

Pero iban a transcurrir dos años antes de que llegase la invitación. Jesse acababa de licenciarse. Estaba inscrita para trabajar en una excavación en el Líbano, en julio.

«Tienes que venir a pasar dos semanas», había escrito Maharet. El billete de avión acompañaba a la nota. Mael, «un amigo querido», la recogería en el aeropuerto.

Aunque entonces Jesse no lo había admitido, habían sucedido cosas muy extrañas ya desde el principio.

Mael, por ejemplo, un hombre extraordinariamente alto, de ondulado y largo pelo rubio, y unos ojos hundidos y azules. Había algo casi misterioso en su modo de andar, en el timbre de su voz, en la precisión con que conducía el coche mientras se dirigían al norte del condado de Sonoma. Vestía ropas de piel, que parecían de ranchero; las botas eran de piel de cocodrilo sin curtir, pero los guantes eran de exquisita cabritilla negra, y llevaba unas grandes gafas de montura de oro y cristales azules.

Pero había sido tan acogedor, había estado tan contento de verla, que a ella le había caído bien en el acto. Y le había contado la historia entera de su vida antes de que llegaran a Santa Rosa. Mael tenía una risa de lo más encantadora. Pero Jesse había quedado mareada al mirarlo fijamente una dos veces. ¿Por qué? La villa en sí misma era increíble. ¿Quién podía haber construido un lugar semejante? Se hallaba al final de un sinuoso camino sin asfaltar, eso para empezar; y sus habitaciones traseras habían estado excavadas en la montaña, como por medio de enormes máquinas. Luego estaba aquel llamativo techo de vigas. ¿Eran de secoyas vírgenes? Debían de haber medido cuatro metros de circunferencia. Y las paredes de adobe, antiguas sin lugar a dudas. ¿Había habido europeos en California tantos siglos atrás para poder...? ¡Pero qué importaba! La casa era magnífica. Adoraba los hogares redondos de hierro y las pieles de animales y la enorme biblioteca y el rudimentario observatorio con su antiguo telescopio de cobre.

Había adorado a los sirvientes bonachones que venían cada mañana de Santa Rosa para hacer la limpieza, lavar la ropa, preparar comidas suntuosas. Ni siquiera la molestaba estar sola tanto tiempo. Le gustaba pasear por el bosque. Iba a Santa Rosa en busca de novelas y de periódicos. Estudiaba los tapices de retales. Eran antiguas obras de artesanía que no podía clasificar; amaba examinar aquellas cosas.

Y el lugar tenía todas las comodidades. Antenas situadas en lo alto de la montaña recibían emisiones de televisión de todas partes del mundo. Había una sala de cine subterránea, completa, con proyector, pantalla y una inmensa colección de filmes. En tardes cálidas nadaba en el estanque situado al sur de la casa. Cuando caía la noche trayendo consigo el inevitable frío de la California septentrional, fuegos inmensos llameaban en cada hogar.

Naturalmente, el mayor descubrimiento para ella había sido la historia de la familia, es decir, la existencia de incontables volúmenes encuadernados en piel que trazaban el linaje de todas las ramas de la Gran Familia hasta muchos siglos atrás. Había quedado emocionadísima al descubrir cientos de álbumes de fotografías, y baúles llenos de retratos pintados, algunos tan sólo miniaturas ovales, otros largas telas ahora cubiertas con una capa de polvo.

De inmediato devoró la historia de los Reeves de Carolina del Sur, su propia familia, ricos antes de la Guerra Civil, y arruinados después. Sus fotografías eran casi más de lo que podía soportar. Allí, al fin, aparecían los antepasados con los que tenía ciertas semejanzas: podía distinguir sus propios rasgos en aquellos rostros. Su piel pálida, ¡incluso su expresión! Y dos de ellos lucían el largo pelo rizado y rojo. Para Jesse, una niña adoptada, todo aquello tenía un significado muy especial.

Hasta el final de su estancia, al abrir los rollos escritos en latín antiguo, griego y jeroglíficos egipcios, Jesse no comenzó a comprender las implicaciones de los documentos familiares. Después de aquel verano, jamás fue capaz de recordar con exactitud dónde había hallado las tablillas de arcilla, ocultas en alguna parte del sótano. Pero la memoria de las conversaciones con Maharet nunca se borró. Habían hablado durante horas de la crónicas familiares.

Jesse había pedido poder trabajar en la historia de la familia. Por aquella biblioteca habría abandonado la Universidad. Quería traducir y adaptar los antiguos documentos e introducirlos en ordenadores. ¿Por qué no publicar la historia de la Gran Familia? Ya que seguramente un linaje tan largo era algo muy infrecuente, si no único. Incluso las testas coronadas de Europa no podían remontarse más allá de los primeros siglos de la Baja Edad Media.

Maharet había sido comprensiva con el entusiasmo de Jesse y había intentado hacerle ver que sería una pérdida de tiempo y un trabajo sin recompensa. Después de todo, sólo era la historia de la evolución de una familia a través de los siglos; y, a veces, sólo había documentos con listas de nombres, o breves descripciones de vidas anodinas, registros de nacimientos y de muertos, documentos de emigraciones.

Buenos recuerdos, aquellas conversaciones. Y la suave y difusa luz de la biblioteca, el delicioso olor a piel y pergamino, a velas y a fuego. Y Maharet junto a la chimenea, la encantadora modelo, con sus pálidos ojos verdes protegidos con gafas de color suave, advertía a Jesse de que aquel trabajo podría absorberla demasiado, y le decía que ella había de reservarse para cosas mejores. Era la Gran Familia lo que importaba, no documentarla, era la vitalidad de cada generación y el conocimiento y el amor de los parientes. Los papeles se limitaban a hacer esto posible.

El anhelo de Jesse por llevar a cabo aquel trabajo era mucho mayor de lo que nunca había experimentado. ¡Seguro que Maharet la dejaría quedarse allí! ¡Pasaría años en aquella biblioteca, descubriría por fin los orígenes exactos de la familia!

Sólo tiempo después, lo vislumbró como un asombroso misterio, uno entre los muchos que contempló durante aquel verano. Sólo después... Tantos pequeños detalles en la cabeza que fueron como una carcoma para su mente.

Por ejemplo, Maharet y Mael nunca aparecían antes de que oscureciera, y la explicación que daban para ello (que dormían de día) no era en absoluto satisfactoria. ¿Y dónde dormían? Esa era otra pregunta. Sus aposentos permanecían vacíos durante todo el día y con las puertas abiertas, que dejaban ver los armarios roperos rebosantes de trajes exóticos y llamativos. A la puesta de sol, aparecían como si se hubieran materializado. Jesse levantaba la vista. Maharet se hallaba junto al fuego, con un maquillaje elaborado y sin defecto alguno, el vestido teatral, sus joyas, pendientes y collar, centelleando a la luz oscilante. Mael, vestido como siempre con suave ante pardo, chaqueta y pantalones, se apoyaba en la pared.

Pero cuando Jesse les preguntaba acerca de su horario intempestivo, las respuestas de Maharet la dejaban convencida del todo. Mael y Maharet eran unos seres pálidos, que detestaban la luz del sol y que permanecían en vela hasta muy tarde. Cierto. A las cuatro de la madrugada, aún podían estar discutiendo sobre política o historia, siempre desde una rara perspectiva, grandiosa, llamando a las ciudades por sus nombres antiguos, y a veces hablando en una lengua rápida y desconocida que Jesse ni siquiera podía clasificar, y no digamos comprender. Con su don psíquico, a veces sabía lo que estaban diciendo; pero la fonética extraña la confundía.

Y era obvio que alguna cosa en Mael molestaba a Maharet. ¿Era el amante de ella? La verdad..., no lo parecía.

Era extraño también aquel modo de dialogar de Mael y Maharet: parecía que se leyeran los pensamientos. De repente, Mael comentaba: «pero te dije que no te preocuparas», cuando de hecho Maharet no había pronunciado ni una sola palabra en voz alta. Y a veces también lo hacían con Jesse. Una vez (Jesse estaba segura de ello), Maharet la había llamado, le había pedido que bajara al comedor principal, aunque Jesse podía haber jurado que sólo había oído el llamado en el interior de su cabeza.

Claro que Jesse tenía poderes psíquicos. ¿Pero los tenían también Mael y Maharet, y mucho más intensos?

La comida: aquello era otra cosa, los platos preferidos de Jesse aparecían como por arte de magia. No tenía que decir a los criados lo que le gustaba y lo que no. ¡Lo sabían ya! Caracoles, ostras hervidas, fettucini alla carbonara, buey a la Wellington, y todos sus platos predilectos estaban en el menú de la noche. Y el vino... Nunca había probado unas cosechas tan deliciosas. Sin embargo, Maharet y Mael comían como pajaritos, o así lo parecía. A veces permanecían sentados durante toda la cena sin quitarse los guantes.

¿Y qué decir de los curiosos visitantes? Santino, por ejemplo, un italiano de pelo oscuro, que llegó un anochecer, a pie, acompañado de un joven llamado Eric. Santino se había quedado mirando a Jesse como si ésta fuera un animal exótico, luego le había besado la mano y le había regalado un anillo con una esmeralda magnífica, el cual había desaparecido sin explicación alguna varias noches después. Durante dos horas, Santino había discutido con Maharet en la misma lengua extraordinaria; al final, había partido enfurecido, acompañado del agitado Eric.

Y también eran como para tener en cuenta aquellas extrañas fiestas nocturnas. ¿No había despertado Jesse a las tres o las cuatro de la madrugada para encontrar la casa llena de gente? Había hallado gente hablando y riendo en todas las habitaciones. Y todos tenían algo en común. Eran muy pálidos y tenían los ojos muy penetrantes, muy parecidos a los de Mael y Maharet. Pero Jesse estaba tan soñolienta... Ni siquiera podía recordar cuándo había vuelto a la cama. Sólo recordaba que, en un determinado momento, varios jóvenes bellísimos hicieron corro en torno de ella, le llenaron una copa de vino, y... lo siguiente de que tuvo conciencia fue que era de mañana. Estaba en la cama. El sol entraba por la ventana. La casa estaba vacía.

Además, Jesse había oído cosas raras a horas raras. El rugido de helicópteros, de avionetas. Pero nadie comentaba nada sobre ello.

¡Pero Jesse era tan feliz! ¡Todo aquello parecía tener tan poca importancia! Las respuestas de Maharet barrían en un instante las dudas de Jesse. Con todo, ¡qué extraño era que Jesse cambiase de opinión con tanta facilidad! Jesse era una persona muy confiada. Conocía al instante sus propios sentimientos. Y, en realidad, era bastante terca. Pero siempre tenía dos actitudes acerca de las variadas cosas que Maharet le decía. Por un lado: «¡Vaya, si eso es ridículo!», y por otro: «¡ Naturalmente!».

Pero Jesse lo estaba pasando demasiado bien como para que algo la preocupara. Pasó las primeras noches de su visita hablando con Maharet y Mael sobre arqueología. Maharet era una abundante fuente de información aunque tenía unas ideas muy extrañas.

Por ejemplo: mantenía que la implantación de la agricultura había tenido lugar porque tribus que vivían bien de la caza querían poder disponer de plantas alucinógenas para sus trances religiosos. Y porque también querían cerveza. No importaba que no hubiera rastro de evidencia arqueológica. Había que continuar cavando. Jesse lo encontraría.

Mael recitaba poesía maravillosamente; Maharet a veces tocaba el piano, muy lento, como meditando. Eric reapareció por un par de noches, añadiéndose con entusiasmo a sus canciones.

Había traído consigo películas del Japón y de Italia, y disfrutaron mucho mirándolas. Kwaidan, en especial, había sido bastante impresionante, aunque aterrorizadora. Y la italiana Julieta de los espíritus había hecho que Jesse prorrumpiera en lágrimas.

Toda aquella gente parecía encontrar a Jesse muy interesante. De hecho, Mael le hacía preguntas muy raras. ¿Había fumado alguna vez en su vida un cigarrillo? ¿Qué gusto tenía el chocolate? ¿Cómo se atrevía a ir con chicos, sola, en sus coches o a sus apartamentos? ¿No se daba cuenta de que podían matarla? Ella casi se echaba a reír. No, en serio, podría ocurrir, insistía él. Y dándole vueltas a la cosa se puso furioso. «Mira los periódicos. Las mujeres de las ciudades modernas son perseguidas por los hombres como venados por el bosque.»

Mejor sacarlo de aquel tema y tratar el de viajes. Las descripciones de los lugares donde había estado eran maravillosas. Había vivido durante años en la selva del Amazonas. Sin embargo, no volaría nunca en un «aeroplano». Era demasiado peligroso. ¿Y si explotaba? Y no le gustaban los «vestidos de ropa» porque se rompían con demasiada facilidad.

Jesse tuvo un momento de especial emoción con Mael. Habían estado hablando en la mesa del comedor. Ella le había estado explicando lo de los fantasmas que a veces veía, y él, muy malhumorado, se había referido a ellos como muertos perturbados, muertos dementes, lo cual la había hecho reír a su pesar. Pero era cierto; los fantasmas se comportaban en realidad como si estuvieran un poco perturbados, y aquello era su horror. ¿Cesamos de existir cuando morimos? ¿O erramos en un estado de estupidez, apareciendo a la gente en momentos inesperados y haciendo comentarios sin sentido a los médiums? ¿Cuándo un fantasma había dicho algo interesante?

—Pero son meramente terrestres, desde luego —había dicho Mael—. ¿Quién sabe adonde vamos cuando nos libramos de la carne y de sus placeres seductores?

En aquellos momentos, Jesse estaba casi borracha; sintió que un terrible pavor se abatía sobre ella: recuerdos de la vieja mansión fantasma de Stanford White y de los espíritus vagando a través del bullicio de Nueva York. Fijó los ojos en Mael, quien por una vez no llevaba sus guantes ni sus gafas de color. Elegante Mael, de ojos muy azules excepto por un punto de negrura en el centro.

—Además —había dicho Mael—, hay otros espíritus que siempre han estado aquí, que nunca fueron ni carne ni sangre; y eso los enfurece en gran manera.

¡Qué idea más curiosa!

—¿Cómo lo sabes? —había preguntado Jesse, todavía con los ojos clavados en Mael. Mael era hermoso. Su hermosura era una suma de defectos: nariz aguileña, mandíbula inferior demasiado prominente, rostro flaco, pelo salvaje, ondulado y de color paja. Incluso los ojos estaban demasiado hundidos, y, sin embargo, eran igualmente muy visibles. Sí, hermoso, para abrazarlo, para besarlo, para acostarse con él... Y entonces, de repente, la atracción que siempre había sentido por él se hizo sobrecogedora.

Luego, una singular conclusión se apoderó de ella. No es un ser humano. Es algo que finge ser un ser humano. Era clarísimo. Pero también era ridículo. Si no era un ser humano, ¿entonces qué diablos era? Ciertamente no un fantasma o un espíritu. Obvio.

—Supongo que no sabemos lo que es real o lo que es irreal —había dicho sin pensar—. Uno se queda mirando algo durante largo tiempo y de súbito se le aparece monstruoso. —Y en realidad había desviado la vista de él para mirar el jarrón de flores del centro de la mesa. Flores secas de té, cayendo pétalo tras pétalo entre el aliento de una chica, helechos y zinnias púrpuras. ¡Y parecían tan extrañas al mundo, del mismo modo en que nos aparecen los insectos, y tan horribles! ¿Qué eran en realidad? Luego el jarrón se rompió en pedazos y el agua se desparramó por todas partes. Y Mael dijo con absoluta naturalidad:

—Oh, perdona, no quería hacerlo.

Ahora bien, que aquello había ocurrido estaba fuera de dudas. Sin embargo, no había tenido lugar el más mínimo impacto. Mael se había escabullido a dar un paseo por el bosque, le había besado la frente antes de irse, y , al intentar acariciarle el pelo con la mano temblorosa, la retiró de pronto.

Naturalmente, Jesse había estado bebiendo. De hecho, Jesse bebió demasiado todo el tiempo de su estancia. Pero nadie parecía notarlo.

De tanto en tanto, salían y bailaban en el claro, bajo la luz de la luna. No era un baile organizado. Se movían individualmente, en círculos, con la vista fija en el cielo. Mael tarareaba o Maharet cantaba canciones en la lengua desconocida.

¿Cuál había sido su estado mental para hacer tales cosas durante tantas horas? ¿Y por qué nunca había preguntado, ni siquiera interiormente, acerca del curioso hábito de llevar guantes por la casa o andar en la oscuridad con las gafas puestas?

Una madrugada, mucho antes del alba, Jesse había ido ebria a la cama y había tenido un sueño terrible. Mael y Maharet estaban enzarzados en una pelea. Mael no paraba de decir, una y otra vez:

—Pero, ¿y si muere? ¿Y si alguien la mata, o un coche la atropella? ¿Pero y si, y si, y si...? —Y se había convertido en un estruendo ensordecedor.

Algunas noches después, la atroz y definitiva catástrofe había empezado. Mael había salido un rato; pero luego había vuelto. Ella había estado bebiendo Borgoña toda la tarde y ahora estaba en la terraza con él; él la había besado y ella había perdido la conciencia, y no obstante sabía lo que estaba sucediendo. La estaba abrazando, le besaba los pechos, y ella resbalaba hacia una oscuridad insondable. Y la chica había regresado, la adolescente que la había visitado en Nueva York, cuando ella había estado tan asustada. Pero Mael no podía ver a la chica, y era claro que Jesse sabía con exactitud quién era: era la madre de Jesse, Miriam, y además sabía que Miriam tenía miedo. Mael había soltado de repente a Jesse.

—¿Dónde está ella? —había exclamado él enfurecido.

Jesse había abierto los ojos. Maharet estaba allí. Atizó un golpe tan fuerte a Mael, que éste salió despedido por encima de la barandilla de la terraza. Jesse chilló, y, apartando de sí con un gesto a la jovencita, corrió a mirar hacia el margen.

Abajo, a lo lejos, en el claro, Mael estaba indemne. Imposible, y sin embargo así era. Ya estaba en pie; hizo una profunda reverencia a Maharet. Se hallaba en una zona iluminada por la luz de las ventanas de las habitaciones inferiores; envió un beso a Maharet. Maharet parecía triste, pero sonrió. Dijo algo por lo bajo e hizo a Mael ademán de que se fuera, como diciendo que no estaba enojada.

Jesse temía que Maharet se hubiera enfadado con ella,  pero, cuando miró en sus ojos, supo que no había motivo para preocuparse. Luego, Jesse bajó la vista y vio que la parte delantera de su propio vestido estaba rasgada. Sintió un agudo dolor allí donde Mael la había estado besando, y, cuando se volvió hacia Maharet, quedó desorientada, incapaz de oír sus palabras.

Sin saber cómo, estaba sentada en la cama, apoyada contra las almohadas, y llevaba una larga bata de franela. Le contaba a Maharet que su madre había regresado, que la había visto en la terraza. Pero aquello era sólo parte de lo que había estado diciendo, porque ella y Maharet habían estado hablando durante horas de lo sucedido. ¿Pero qué era lo sucedido? Maharet le dijo que lo olvidara.

¡Oh, Dios, cómo intentó recordarlo después! Fragmentos de memorias la habían atormentado durante años. Maharet llevaba el pelo suelto, y era muy largo y espeso. Habían paseado por la oscura casa juntas, como fantasmas, Maharet y ella; Maharet la tenía cogida, y de vez en cuando se detenía para besarla; y ella había abrazado a Maharet. El cuerpo de ésta se sentía como una piedra que respirase.

Se encontraban en lo alto de la montaña, en un cuarto secreto. Allí había unos ordenadores macizos, con sus bobinas y sus luces rojas, produciendo un zumbido electrónico, grave. Y allí, en una inmensa pantalla rectangular, de varios metros de altura, aparecía un enorme árbol genealógico, dibujado electrónicamente por medio de luces. Era la Gran Familia, remontándose milenios atrás. Ah, sí, hasta llegar a la raíz. El esquema era matrilineal, cornos siempre había sido en los pueblos antiguos, incluso en los egipcios, que trazaban su descendencia por medio de las princesas de la casa real. Y como era, en cierto modo, con las tribus hebreas hasta el presente día.

En aquel instante, todos los detalles se aclararon para Jesse: nombres antiguos, lugares, el principio (Dios, ¿había llegado a saber incluso el principio), la asombrosa realidad de cientos y cientos de generaciones exhibida ante sus propios ojos. Había visto el desarrollo de la familia a través de los antiguos países del Asia Menor, Macedonia, Italia, para llegar finalmente a Europa y luego al Nuevo Mundo. Aquello podía haber sido el mapa de cualquier familia humana.

Después, nunca más fue capaz de evocar los detalles del plano electrónico. No, Maharet le había dicho que lo olvidara. El milagro era que recordase algo.

Pero, ¿qué más había sucedido? ¿Qué había sido lo que había motivado realmente su larga charla?

Maharet llorando, aquello lo recordaba. Maharet sollozando con el delicado tono de una muchacha. Maharet nunca había parecido tan atractiva; su rostro se había ablandado aunque sin dejar de poseer su luminosidad, sus pocas y finas arrugas. Pero luego había quedado sombrío, y Jesse apenas podía recordar con claridad, los ojos verdes y pálidos, nublados pero vibrantes, y las pestañas rubias lanzando destellos como si los diminutos pelitos fuesen pinceladas de oro.

Velas que ardían en su habitación. El bosque que aparecía tras la ventana. Jesse había estado suplicando, protestando. Pero, en el nombre de Dios, ¿de qué trataba la discusión?

«Lo olvidarás todo. No recordarás nada.»

Cuando había abierto los ojos a la luz del sol, había sabido que todo había terminado: se habían ido. Nada había recordado en aquellos primeros momentos, excepto que se había dicho algo irrevocable.

Luego había encontrado la nota en la mesita de noche:

«Querida mía:

»Ya no es bueno para ti que estés con nosotros. Temo que todos nos hayamos enamorado de ti y temo que te arrebataríamos de tu lugar y que te apartaríamos de las cosas que estás destinada a emprender.

»Perdónanos por marcharnos tan de improviso. Estoy segura de que es lo mejor para ti. He llamado un coche que te llevará al aeropuerto. Tu avión sale a las cuatro. Tus primos Maria y Matthew te esperarán en Nueva York.

»Ten por seguro que te quiero más de lo que las palabras pueden expresar. Al llegar a tu hogar, encontrarás carta mía esperándote. Una noche, a muchos años de este día, volveremos a discutir la historia de la familia. Quizá puedas ser mi ayudante en el trabajo de documentación, si aún lo deseas. Pero ahora esto no ha de absorberte. No debe alejarte de la vida misma.

»Tuya siempre, con incuestionable amor,

»Maharet

Jesse nunca había vuelto a ver a Maharet.

Sus cartas llegaban con la misma asiduidad de siempre, llenas de afecto, preocupación, consejos. Pero nunca más iba a haber otra visita. Nunca más fue invitada a la casa del bosque de Sonoma.

En los meses siguientes, Jesse había sido colmada de presentes: una bellísima y antigua casa en Washington Square, en Greenwich Village, un coche nuevo, un embriagador aumento en los ingresos, y los usuales billetes de avión para visitar a los miembros de la familia de todo el mundo. Por fin, Maharet financió una parte sustancial del trabajo arqueológico de Jesse en Jericó. En realidad, con el paso de los años, Maharet proporcionó a Jesse todo lo que deseó y pudo desear.

A pesar de todo, aquel verano había causado una profunda herida a Jesse. Una vez, en Damasco, había soñado con Mael y había despertado llorando.

Estaba en Londres, trabajando en el Bristish Museum, cuando empezó a revivir con plena fuerza los recuerdos. Nunca supo lo que los había despertado. Quizás el efecto de la admonición de Maharet («Olvidarás») simplemente se había disipado. Un anochecer, en Trafalgar Square, había visto a Mael, o a un hombre que se le parecía mucho. El hombre, que se encontraba a unas decenas de metros de ella, la había estado mirando. Ella se dio cuenta cuando sus miradas se cruzaron. No obstante, cuando ella había levantado la mano para saludarlo, él había dado media vuelta y se había alejado sin el más leve síntoma de haberla reconocido. Jesse había echado a correr en un intento de alcanzarlo; pero había desaparecido como si nunca hubiera estado allí.

Aquello la había dejado dolorida y frustrada. Pero, tres días después, había recibido un regalo anónimo, un brazalete de plata trabajada. Era una antiquísima reliquia celta, como luego descubrió, y casi seguro que de valor incalculable. ¿Podría Mael haberle enviado aquella joya, preciosa, encantadora? Quiso creerlo así.

Agarrando firmemente el brazalete con la mano, sintió la presencia de Mael. Recordó aquella noche, hacía años, cuando habían hablado de los fantasmas perturbados. Sonrió. Era como si él estuviera allí, presente, abrazándola, besándola. Cuando escribió a Maharet, le contó lo del regalo. A partir de entonces, siempre llevó el brazalete.

Jesse llevaba un diario de los recuerdos que le venían a la memoria. Anotaba sueños, fragmentos de recuerdos que veía sólo fugazmente. Pero esto no lo mencionó en las cartas a Maharet.

Tuvo un idilio en su estancia en Londres. Acabó mal, y se sintió muy sola. Fue entonces cuando la Talamasca entró en contacto con ella y el curso de su vida cambió para siempre.

Jesse había estado viviendo en una antigua casa de Chelsea, no lejos de donde una vez había vivido Osear Wilde. James McNeill Whistler también había formado parte de la vecindad, y también Bram Stoker, autor de Drácula. Jesse amaba aquel lugar. Pero, sin saberlo, la casa que había alquilado había sido habitada por fantasmas durante muchos años. Jesse observó varios fenómenos extraños durante los primeros meses. Eran apariciones débiles, fluctuantes, del tipo de las que se ven a menudo en tales lugares: ecos (como los había llamado Maharet) de las personas que habían vivido allí años antes. Jesse no hacía caso de ellos.

Sin embargo, cuando una tarde un reportero la abordó, explicándole que estaba escribiendo una historia de la casa encantada, ella le contó, sin darle demasiada importancia, lo que había visto. Fantasmas muy corrientes para un sitio como Londres: una anciana llevando un jarrón de la despensa, un hombre en levita y sombrero de copa que aparecía poco más de un segundo en las escaleras...

Aquello bastaba para un artículo más bien sensacionalista. Jesse había hablado demasiado, sin duda. Le adjudicaron poderes psíquicos y la llamaron «médium natural», porque Jesse veía aquellas apariciones desde siempre. Un pariente de la familia Reeves, de Yorkshire, la llamó para reírse un poco de ella con motivo del artículo. Jesse también opinó que era divertido. Pero, aparte de eso, era un tema que no le preocupaba demasiado. Estaba muy enfrascada en sus estudios en el British Museum. Simplemente, no tenía ninguna importancia.

Luego, la Talamasca, después de haber leído el artículo, la llamó.

Aaron Lightner, un caballero a la antigua, de pelo canoso y modales exquisitos, pidió a Jesse que fueran a comer juntos. En un Rolls Royce, viejo pero muy cuidado, Jesse y él fueron conducidos a través de Londres hasta un pequeño y elegante club privado.

Con toda seguridad, era el más extraño de los encuentros que Jesse había tenido nunca. De hecho, le recordaba al verano de hacía mucho tiempo, no porque coincidieran en algún sentido, sino porque ambas experiencias eran completamente diferentes a todo lo que antes le había ocurrido a Jesse.

Lightner tenía cierto encanto romántico, según la opinión de Jesse. Tenía todo su pelo, que era canoso y lo llevaba peinado con esmero, y vestía un impecable traje hecho a medida, de tweed de Donegal. Era el único hombre que había visto en su vida que se apoyase en un bastón con incrustaciones de plata.

Rápido y complacido, explicó a Jesse que era un «detective psíquico», que trabajaba para una «orden secreta llamada Talamasca», cuyo único propósito era recoger datos de las experiencias «paranormales» y conservar los datos recogidos para el estudio de tales fenómenos. La Talamasca tendía la mano a las personas con poderes paranormales. Y, a veces, a los que poseían unas capacidades extremadamente patentes, les ofrecía formar parte de la orden, les ofrecía un puesto en la «investigación psíquica», lo cual, en realidad, era más una verdadera vocación que un trabajo, ya que la Talamasca exigía plena dedicación además de lealtad y obediencia a sus reglas.

Jesse casi se echa a reír. Pero al parecer, Lightner estaba preparado para su escepticismo. Tenía algunos «trucos», que siempre utilizaba en entrevistas de presentación. Así pues, para completo asombro de Jesse, se las apañó para mover varios objetos de la mesa sin tocarlos. Un poder sencillo, dijo él, que servía como «tarjeta de presentación».

Jesse, al contemplar con ojos atónitos cómo el salero bailaba adelante y atrás por la mera volición de Lightner, quedó demasiado aturdida para hablar. Pero la sorpresa real llegó cuando Lightner le confesó que lo sabía todo acerca de ella. Sabía de dónde venía, dónde había estudiado. Sabía que había visto espíritus de pequeña. Ella había llamado la atención de la orden hacía ya años; la información había llegado por medio de los «canales ordinarios», y se había abierto una ficha para Jesse. Pero no tenía que sentirse ofendida.

Tenía que comprender que la Talamasca, en sus investigaciones, procedía con el máximo respeto por el individuo. La ficha contenía sólo informes acerca de rumores de cosas que Jesse había contado a sus vecinos, profesores y compañeros de escuela. Jesse podría ver la ficha en cualquier momento que lo desease. Aquél era, de siempre, el sistema de la Talamasca. Al final, se intentaba el contacto con los sujetos sometidos a observación. La información se ofrecía al sujeto, y, por lo demás, era estrictamente confidencial.

Jesse disparó a Lightner una implacable andanada de preguntas. Pronto quedó claro que sabía mucho acerca de ella, pero que no sabía nada de nada de Maharet y de la Gran Familia. Y fue aquella combinación de conocimiento y desconocimiento lo que cautivó a Jesse. Una sola mención del nombre de Maharet y habría vuelto la espalda a la Talamasca para siempre, porque Jesse era leal a la Gran Familia. Pero a la Talamasca sólo le importaban las habilidades de Jesse. Y, Jesse, a pesar de los consejos de Maharet, siempre les había dado también mucha importancia.

Además, la historia de la Talamasca probó ser en sí misma poderosamente atractiva. ¿Decía la verdad aquel hombre? ¿Una orden secreta, cuya existencia se remontaba al año 758, una orden con documentos de brujas, brujos, médiums y videntes de espíritus, que retrocedía hasta aquel remoto período? Aquello la deslumbró tal como los documentos de la Gran Familia la habían deslumbrado años atrás.

Y Lightner soportó con gracia otro asalto de ininterrumpidas preguntas. Tenía profundos conocimientos de historia y de geografía, quedó clarísimo. Hablaba con fluidez y precisión acerca de la persecución de los cataros, de la abolición de la Orden de los Caballeros Templarios, de la ejecución de Grandier, y de una docena de otros «acontecimientos» históricos. En definitiva, Jesse no logró confundirlo. Muy al contrario, él se refirió a antiguos «magos» y «brujos» de quien ella nunca había oído hablar.

Aquel anochecer, cuando llegaron a la Casa Madre en las afueras de Londres, el destino de Jesse ya estaba decidido. No salió de la Casa Madre durante una semana y, cuando lo hizo, fue sólo para cerrar definitivamente su piso de Chelsea y regresar a la Talamasca.

La Casa Madre era un descomunal edificio de piedra, construido en el siglo XV y adquirido por la Talamasca hacía «sólo» doscientos años. Aunque las suntuosas bibliotecas y salas revestidas de panales de madera, junto con las molduras y frisos de yeso, habían sido producto del siglo XVIII, el comedor y la mayoría de las habitaciones estaban datadas en el período elisabetiano.

Jesse quedó prendida al instante de aquella atmósfera, del solemne mobiliario, de las chimeneas de piedra, de los relucientes suelos de roble. Y los silencios y educados miembros de la orden, al darle la bienvenida con entusiasmo y luego regresar a sus discusiones o a la lectura de los periódicos de la tarde, sentados en el vasto salón público iluminado cálidamente, también cautivaron a Jesse. La riqueza total del lugar era abrumadora. Daba solidez a las afirmaciones de Lightner. Y uno se sentía bien allí. Psíquicamente bien. Allí la gente era lo que decía que era.

Pero fue la biblioteca lo que más la sobrecogió y la retrotrajo al trágico verano de cuando otra biblioteca y sus antiguos tesoros le fueron cerrados. En la biblioteca de la Talamasca había incontables volúmenes que narraban juicios a brujas, encantamientos de casas, investigaciones acerca de duendes, casos de posesión, de psicoquinesis, reencarnación, etc. También, bajo el edificio, había museos, cuartos abarrotados de objetos misteriosos relacionados con eventos paranormales. Había sótanos en donde nadie podía entrar, excepto los miembros más antiguos de la orden. Deliciosa la perspectiva de secretos revelados sólo al cabo de un cierto período de tiempo.

—Siempre hay tanto trabajo por hacer —había dicho Aaron como por casualidad—. Todos estos documentos antiguos, ¿ves?, están en latín, pero ya no podemos exigir a los nuevos miembros que lean y escriban en latín. En la época actual, está simplemente fuera de lugar. Y esos almacenes, ¿ves?, la información sobre la mayoría de estos objetos no ha sido revisada en cuatro siglos...

Naturalmente, Aaron sabía que Jesse leía y escribía no sólo en latín, sino en griego, egipcio antiguo, y también en sumerio antiguo. Lo que no sabía era que Jesse, allí, había encontrado un sustituto a los tesoros de su verano perdido. Había encontrado otra «Gran Familia».

Aquella noche enviaron un coche al piso de Chelsea a recoger la ropa de Jesse y cualquier otra cosa que pudiera necesitar. Su nuevo aposento estaba en la esquina sudoeste de la Casa Madre, un cuarto pequeño y acogedor, de techo artesonado y con un hogar Tudor.

Jesse nunca querría dejar aquella casa, y Aaron lo sabía. El viernes de aquella misma semana, sólo tres días después de su llegada, fue recibida en la orden como novicia. Se le ofrecieron unos impresionantes honorarios, un despacho privado contiguo a su habitación, un conductor a pleno tiempo y un coche antiguo y cómodo. Dejó su trabajo en el British Museum tan pronto como le fue posible.

Las reglas y ordenanzas eran simples. Pasaría dos años haciendo prácticas a jornada completa, y viajaría donde y cuando fuera necesario con los demás miembros, por todo el mundo. Podía hablar de la orden a los de su familia o a sus amigos, por supuesto. Pero todos los temas, contenidos de archivos y demás detalles interrelacionados debían permanecer como confidenciales. Y nunca debía intentar publicar nada acerca de la Talamasca. De hecho, nunca debía llegar a una «mención pública» de la Talamasca. Las referencias a misiones específicas debían siempre omitir nombres y lugares, y en general ser vagas.

Su principal trabajo sería en los archivos, traduciendo y «adaptando» antiguas crónicas y documentos. Y en los museos trabajaría, al menos un día a la semana, clasificando los diferentes objetos de artesanía y reliquias. Pero, en todo momento, las tareas de campo (investigaciones de encantamientos y cosas por el estilo) pasarían por delante de las investigaciones de despacho.

Transcurrió un mes antes de que hablara de su decisión a Maharet. Y en su carta se sinceró por completo. Amaba a aquella gente y su trabajo. Era evidente que la biblioteca le recordaba el archivo familiar de Sonoma y los días que habían sido tan felices para ella. ¿Comprendía Maharet?

La respuesta de Maharet la dejó atónita. Maharet ya sabía lo que era la Talamasca. En realidad, Maharet parecía conocer con todo detalle la historia de la Talamasca. Dijo sin rodeos que admiraba mucho los esfuerzos de la orden, sobre todo durante la caza de brujas de los siglos XV y XVI, para salvar de la hoguera a los inocentes.

«Seguro que te han contado lo de su "expreso de medianoche", por medio del cual sacaban a muchos acusados de los pueblos y aldeas, donde podían haber sido quemados, y les daban refugio en Ámsterdam, una ciudad iluminada, donde ya no se creía en las mentiras y las idioteces acerca de la era de la brujería.»

A Jesse no le habían contado todavía nada de ello, pero pronto confirmaría todos los detalles. Sin embargo, Maharet tenía sus reservas sobre la Talamasca.

«Tanto como yo admiro su compasión por los perseguidos de todas las épocas, tú tienes que comprender que yo crea que sus investigaciones no sirvan para mucho. Para aclararlo: espíritus, fantasmas, vampiros, hombres-lobo, brujas, entes que desafían cualquier descripción, pueden existir todos, y la Talamasca puede pasar otro milenio estudiándolos, pero ¿qué diferencia provocará en el destino de la raza humana?

»Sin duda alguna, en un pasado lejano, ha habido individuos que tenían visiones y que hablaban con los espíritus. Y tal vez, como las brujas, hechiceros y shamanes, estas personas tenían algún valor para sus tribus o naciones. Pero hay religiones complejas y extravagantes que han sido basadas en tales experiencias simples y engañosas, dando nombres míticos a entes vagos y creando un enorme vehículo para creencias amañadas y supersticiosas. Estas religiones, ¿no han hecho más mal que bien?

»Permite que te sugiera que, sea cual sea la interpretación de la Historia, hemos sobrepasado, y con mucho, el momento en que el contacto con los espíritus podía ser de alguna utilidad. Puede que una justicia cruda pero inexorable esté impregnando el escepticismo de muchos individuos, por lo que se refiere a fantasmas, médiums y cosas parecidas. Lo sobrenatural, sea cual sea su forma de existir, no debería interferir en la historia humana.

»En resumen, pongo en tela de juicio que, excepto para el consuelo de unas pocas almas confundidas aquí y allá, la Talamasca recopile documentos y cosas que sean de alguna importancia, o que deban serlo. La Talamasca es una organización interesante. Pero no puede llevar a cabo grandes empresas.

»Te quiero. Y respeto tu decisión. Pero espero, por tu propio bien, que te canses de la Talamasca y regreses muy pronto al mundo real.»

Jesse reflexionó mucho, antes de responder. La atormentaba que Maharet no aprobase lo que había hecho. Pero Jesse sabía que en su decisión había una recriminación a Maharet: ésta la había alejado de los secretos de la Familia; y la Talamasca le había abierto sus puertas.

Cuando le escribió, insistió a Maharet en que los miembros de la orden no se hacían ilusiones acerca de la importancia de su trabajo. Habían contado a Jesse que en gran parte era secreto; no había gloria, a veces ni siquiera satisfacción auténtica. Estarían por completo de acuerdo con las opiniones de Maharet sobre la significación de los médiums, espíritus, fantasmas.

Pero, ¿no pasaba también que millones de personas consideraban que los polvorientos hallazgos de los arqueólogos tenían escasísima importancia? Jesse suplicó a Maharet que comprendiese lo que aquello significaba para ella. Y finalmente, para gran sorpresa suya, escribió las siguientes líneas:

«Nunca contaré nada de la Gran Familia a la Talamasca. No les contaré nada de la casa de Sonoma ni de las cosas misteriosas que acaecieron mientras estuve allí. Se pondrían demasiado ansiosos por conocer el misterio. Y mi lealtad es para contigo. Pero, te lo suplico, déjame volver algún día a la casa de California. Déjame hablar contigo de las cosas que vi. Después he ido recordando cosas. He tenido sueños desconcertantes. Pero confío en tu juicio para estas cuestiones. ¡Has sido tan generosa conmigo! No dudo en absoluto de que me amas. Por favor, entiende cuánto te quiero yo.»

La respuesta de Maharet fue breve.

«Jesse, soy un ser excéntrico y obstinado; muy pocas cosas me han sido negadas. Alguna vez que otra me engaño a mí misma acerca de la influencia que tengo sobre los demás. Nunca debí haberte llevado a la casa de Sonoma; fue un acto de puro egoísmo por mi parte, por el cual nunca me podré perdonar. Pero tienes que calmar mi conciencia por mí. Olvida que tuvo lugar la visita. No intentes negar la verdad de lo que recuerdes; pero tampoco le des muchas vueltas. Vive tu vida como si no hubiera sido nunca interrumpida tan imprudentemente. Algún día responderé a tus preguntas, pero nunca intentes subvertir tu destino. Te felicito por tu nueva vocación. Tienes mi amor incondicional para siempre.»

Pronto siguieron a la carta elegantes regalos. Maletas de piel para los viajes de Jesse y un encantador abrigo de visón para protegerse del frío en «el abominable clima británico». Es un país que «sólo los druidas pueden amar», escribió Maharet.

Jesse adoró el abrigo porque el pelo de visón estaba por dentro y no llamaba la atención. Las maletas le hicieron un perfecto servicio. Y Maharet siguió escribiéndole dos y tres veces por semana. Continuó tan solícita como siempre.

Y, con el paso de los años, fue Jesse quien se fue alejando de ella (sus cartas se tornaron breves; y su frecuencia, irregular), porque su trabajo en la Talamasca era confidencial. Simplemente, no podía contar lo que estaba haciendo.

Jesse continuó visitando a los miembros de la Gran Familia, por Navidades, y por Semana Santa. Siempre que sus primos viajaban a Londres, los acompañaba a hacer turismo o salía a comer con ellos. Pero todos aquellos contactos fueron breves y superficiales. La Talamasca absorbió pronto toda la vida de Jesse.

Al iniciar sus traducciones del latín, un mundo nuevo se reveló a Jesse en los archivos de la Talamasca: documentos de familias e individuos con poderes psíquicos, casos de brujería «obvia», de maleficio «auténtico», y por fin las transcripciones, repetitivas, pero fascinantes, de juicios reales a brujas, que siempre involucraban al inocente y al indefenso. Trabajaba día y noche, traduciendo con el procesador de textos, extrayendo material histórico de valor incalculable de arrugadas páginas de pergamino.

Pero otro mundo, todavía más seductor, se le abrió en el trabajo de campo. En un año que hacía que había entrado en la Talamasca, Jesse había visto casas encantadas por duendes, duendes tan pavorosos como para hacer que hombres adultos salieran corriendo a la calle. Había visto a un niño telequinético levantar una mesa de roble y lanzarla por la ventana rompiendo los cristales. Se había comunicado en total silencio con lectores mentales que recibían todos los mensajes que ella les enviaba. Había visto fantasmas más palpables que lo que nunca hubiera imaginado. Proezas de psicometría, escritura automática, levitación, médiums en trance: de todo fue testimonio; después tomaba notas de los hechos, pero siempre quedaba maravillada ante su propia sorpresa.

¿No se acostumbraría nunca? ¿No llegaría un momento en que nada le parecería nuevo? Pero incluso los miembros más antiguos de la Talamasca confesaban que no dejaban nunca de sorprenderse por lo que veían.

Y, sin duda, el poder de Jesse para «ver» era muy intenso. Y con su constante uso lo desarrolló en gran manera. Dos años después de ingresar en la Talamasca, Jesse fue enviada a visitar casas encantadas por toda Europa y Estados Unidos. Por cada uno o dos días que pasaba en la paz y tranquilidad de la biblioteca, pasaba una semana en un corredor fustigado por corrientes de aire, observando las apariciones intermitentes de un espectro silencioso que había atemorizado a otros.

Jesse apenas llegaba a alguna conclusión acerca de aquellas apariciones. En efecto, aprendió lo que ya sabían todos los miembros de la Talamasca: no había una única teoría de lo oculto que abarcase todos los extraños fenómenos que uno veía u oía. El trabajo era atormentador, y, en el fondo, frustrante. Jesse se sentía insegura de sí misma cuando se dirigía a aquellos «entes inquietos» o espíritus perturbados, como una vez Mael los había descrito con mucho acierto. No obstante, Jesse les aconsejaba que se desplazaran a «niveles superiores», que buscaran las paz para sí mismos y que, por lo tanto, dejaran a los mortales en paz también.

Este parecía el único camino posible a tomar, aunque la asustaba que pudiera estar obligando a los fantasmas a salir de la única forma de vida que les quedaba. ¿Y si la muerte era el final y los fantasmas existían sólo cuando almas tenaces no querían aceptarla? Demasiado atroz pensar en ello, pensar en el espíritu del mundo como un brillo crepuscular borroso y caótico precediendo a las tinieblas definitivas.

Cualquiera que fuera el caso de encantamiento, Jesse lo disipaba. Y era siempre reconfortada por el alivio de los vivos. Lo cual desarrolló en ella un profundo sentido de excepcionalidad de su vida. Era muy emocionante. No lo habría cambiado por nada del mundo.

Bien, por casi nada. Ya que podría dejarlo todo en un instante si Maharet apareciera en la puerta y le pidiera que volviera a la villa de Sonoma y se pusiera a trabajar en serio en los documentos de la Gran Familia. Pero quizá no podría.

Sin embargo, Jesse tuvo una experiencia con los documentos de la Talamasca que le causó una considerable confusión personal en lo concerniente a la Gran Familia.

Al transcribir los documentos acerca de brujas, Jesse descubrió que la Talamasca había seguido durante siglos la pista a ciertas «familias de brujas», en cuyas fortunas parecía tener una cierta influencia una sobrenatural intervención de tipo verificable y predecible. ¡La Talamasca estaba observando cierto número de tales familias en aquel mismo momento! Por lo general había una «bruja» en cada generación de la familia, y aquella bruja podía, según el documento, atraer y manipular fuerzas sobrenaturales para asegurar a la familia una regular acumulación de riqueza y otros éxitos en los asuntos humanos. El poder parecía ser hereditario, es decir, basado en lo físico, pero nadie lo sabía con toda seguridad. Algunas de aquellas familias ignoraban su propia historia; no comprendían a las «brujas» que habían hecho su aparición en el siglo XX. Y, aunque la Talamasca intentaba con cierta regularidad entrar en «contacto» con ellas, muchas veces se veía rechazada o llegaba un momento en que descubría que el trabajo era demasiado «peligroso» para ser proseguido. Después de todo, las brujas podían echar maleficios auténticos.

Estupefacta e incrédula por aquel descubrimiento, Jesse no hizo nada durante semanas. Pero no podía sacarse aquel «esquema familiar» de la cabeza. Era demasiado semejante al de Maharet y la Gran Familia.

Luego hizo lo único que podía hacer sin quebrantar su lealtad para con nadie. Revisó con cuidado todos los documentos de cada familia de brujas que había en los archivos de la Talamasca. Los comprobó y los volvió a comprobar. Se remontó hasta los documentos más antiguos en existencia y los repasó con minuciosidad.

No se mencionaba a nadie llamado Maharet. No había nadie relacionado con ninguna rama ni con ningún apellido de la Gran Familia que Jesse hubiera oído alguna vez. No había mención de nada que fuese siquiera vagamente sospechoso.

Su alivio fue enorme; pero, al fin y al cabo, no estaba tan sorprendida. Su instinto le decía que había seguido una pista falsa. Maharet no era una bruja. No en aquel sentido de la palabra. Había algo más.

Pero, a decir verdad, Jesse nunca trató de descubrirlo. Se resistía a teorizar acerca de lo que había ocurrido, como se resistía a teorizar acerca de todo. Y se le ocurrió, más de una vez, que en la Talamasca había buscado olvidar su misterio personal entre una infinidad de misterios ajenos. Rodeada de fantasmas y duendes y niños poseídos, pensaba cada vez menos en Maharet y en la Gran Familia.

Cuando Jesse se convirtió en miembro de pleno derecho de la Talamasca, ya era una experta en sus reglas, los procedimientos, el modo de documentar investigaciones, cuándo y cómo ayudar a la policía en casos criminales, cómo evitar todo contacto con la prensa. También llegó a aprender que la Talamasca no era una organización dogmática. No requería a sus miembros que creyeran en algo, sino que se limitaran a ser honrados y cautelosos con todos los fenómenos que observaban.

Modelos, similitudes, repeticiones, eso fascinaba a la Talamasca. Los términos abundaban, pero el vocabulario no era estricto. Sencillamente, los ficheros tenían docenas de maneras diferentes de remitirse unos a otros.

No obstante, había miembros de la Talamasca que estudiaban a los teóricos. Jesse leyó todos los trabajos de los grandes detectives psíquicos, médiums y mentalistas. Estudió todas y cada una de las obras relacionadas con las Ciencias Ocultas.

Y muchas veces pensó en el consejo de Maharet. Lo que Maharet había dicho era verdad. Fantasmas, apariciones, personas con poderes psíquicos que podían leer la mente y mover los objetos por telequinesia, todo era fascinante para los que lo presenciaban en vivo. Pero para la raza humana, a largo plazo, significaba muy poco. De momento no había, ni habría nunca, un gran descubrimiento en ocultismo que alterase la historia humana.

No obstante Jesse nunca se cansaba de su trabajo. Se convirtió en una adicta a las emociones, al secreto. Se hallaba en las entrañas de la Talamasca, y, aunque se acostumbró al lujo de su entorno (a los bordados antiguos, a las camas con dosel, a los cubiertos de plata de ley, a los coches con chofer y a los criados), ella, en sí misma, se volvió más simple y reservada.

A los treinta años, era una mujer de aspecto frágil y de piel blanca, con el pelo rojo rizado, peinado con una simple raya en medio; se lo dejaba tan largo que le colgaba en los hombros. No se maquillaba, ni se ponía perfume, ni joyas, salvo el brazalete celta. Una chaqueta de sport de cachemira era su pieza de vestir favorita, y pantalones de lana, o téjanos, si estaba en América. Pero todavía era atractiva, y llamaba la atención de los hombres más de lo que creía que era conveniente. Tuvo líos amorosos, pero siempre fueron breves. Y raramente de alguna importancia.

Lo que le importaba más era su amistad con el resto de los miembros de la orden; en ellos tenía muchos hermanos y hermanas. Y ellos se preocupaban de ella como ella de ellos. Adoraba la sensación de pertenecer a una comunidad. A cualquier hora de la noche, uno podía bajar a la planta principal, y, con toda seguridad, encontraría un salón alumbrado y con gente en vela, leyendo, charlando, quizá discutiendo en voz baja. Podía ir a la cocina donde el cocinero del turno de noche estaba siempre dispuesto a preparar un desayuno temprano o una cena tardía, todo lo que uno pudiese desear.

Jesse podría haber seguido siempre en la Talamasca. Como una orden religiosa católica, la Talamasca cuidaba de sus ancianos y de sus enfermos. Morir en el seno de la orden era conocer todo lujo y atención médica, era pasar los últimos momentos de la vida del modo que uno quería, solo en la cama, o con la compañía de otros miembros, dándole consuelo, cogiéndole la mano. Uno podía ir a casa de sus parientes, si lo deseaba. Pero la mayoría, con el paso de los años, prefería morir en la Casa Madre. Los funerales eran dignos y suntuosos. En la Talamasca, la muerte formaba parte de la vida. Una gran reunión de hombres y mujeres de luto asistía al funeral.

Sí, aquella gente se había convertido en la familia de Jesse. Y si los acontecimientos hubiesen seguido su curso normal, lo habrían sido para siempre. Pero cuando llegó al final de su octavo año, ocurrió algo que lo cambiaría todo, algo que la llevaría a romper definitivamente con la orden.

Los logros de Jesse hasta aquel momento habían sido impresionantes. Pero, en el verano de 1981, continuaba trabajando bajo la dirección de Aaron Lightner y raras veces había hablado con el consejo de gobierno de la Talamasca ni con el reducido grupo de hombres y mujeres que estaba en realidad a cargo de la orden.

Así pues, cuando David Talbot, el director supremo de la orden, la llamó a su oficina de Londres, quedó muy sorprendida. David era un hombre enérgico, de sesenta y cinco años, de complexión pesada y con el pelo gris canoso; tenía unas maneras moderadamente alegres, y no tardaron en tutearse. Ofreció una copa de jerez a Jesse y habló de temas intrascendentes durante un cuarto de hora, antes de entrar realmente en el tema.

Estaba ofreciendo a Jesse una misión de muy diferente clase. Le dio una novela titulada Confesiones de un Vampiro. Dijo:

—Quiero que leas este libro.

Jesse quedó desconcertada.

—El hecho es que ya lo he leído —respondió ella—. Hace un par de años. Pero, ¿qué tiene que ver con nosotros una novela como ésta?

Jesse había comprado un ejemplar de una edición de bolsillo en un aeropuerto y lo había devorado en un largo vuelo transcontinental. El relato, supuestamente contado por un vampiro a un joven reportero en el San Francisco actual, había afectado a Jesse como una pesadilla. No podía asegurar que le hubiese gustado. En realidad, después lo había tirado; había preferido esto a dejarlo en un banco del aeropuerto de llegada y permitir que una persona confiada tropezase con él.

Los principales personajes de la obra (inmortales muy encantadores, cuando uno había entrado bien en el texto) habían formado una pequeña y malvada familia en la Nueva Orleans de la preguerra, donde se alimentaron del populacho durante más de cincuenta años. Lestat era el malo de la historia, y el protagonista. Louis, su angustiado subordinado, era el héroe y el narrador. Claudia, su exquisita «hija», vampira, era una figura auténticamente trágica: su mente maduraba año tras año, pero su cuerpo sería por siempre el de una chiquilla. La fructuosa búsqueda de la redención por parte de Louis era el tema del libro, estaba claro, pero el odio de Claudia por los dos vampiros que habían hecho de ella lo que era, y su propia destrucción final habían impresionado mucho más a Jesse.

—El libro no es una ficción —explicó David—. Sin embargo, con qué objetivo fue escrito el libro, aún no está claro. Y el hecho de que se haya publicado en forma de novela, más bien nos ha alarmado.

—¿No es ficción? —preguntó Jesse—. No comprendo.

—El nombre del autor es un seudónimo —prosiguió David—; los cheques para los derechos de autor van a parar a un joven viajero incesante que resiste todo intento de entrar en contacto con él. Sea como sea, es un reportero muy semejante al muchacho entrevistador de la novela. Pero nunca se lo encuentra en ninguna parte. Tu trabajo será ir a Nueva Orleans y documentar los acontecimientos de la narración que tuvieron lugar allí antes de la Guerra de Secesión.

—Espera un momento. ¿Con esto me estás queriendo decir que los vampiros existen? ¿Que estos personajes, Louis, Lestat y la pequeña Claudia, son reales?

—Sí, eso mismo —respondió David—. Y no olvides a Armand, el mentor del Théàtre des Vampires de París. ¿Recuerdas a Armand?

Jesse no tuvo dificultades para recordar a Armand ni el teatro. Armand, el inmortal más viejo de la novela, el que tenía el rostro y el cuerpo de un adolescente. Y por lo que se refería al teatro, había sido un horripilante establecimiento en cuyo escenario se mataba a seres humanos, ante un confiado público parisino, lo cual formaba parte habitual del espectáculo.

Jesse estaba reviviendo el tono de pesadilla del libro. Especialmente las partes que trataban de Claudia. Claudia había muerto en el Teatro de los Vampiros. La asamblea de vampiros, bajo las órdenes de Armand, la había destruido.

—David, no sé si he comprendido bien. ¿Lo que me estás diciendo es que los vampiros existen?

—Exactamente —respondió David—. Hemos estado observando este tipo de seres desde el principio de nuestra existencia. Hablando con propiedad, se creó la Talamasca para estudiar esta clase de criaturas, pero esto es otra historia. Con toda seguridad, no son personajes de ficción los de esta novelita o lo que sea; pero ésta será tu misión: documentar la existencia del grupo de Nueva Orleans, como está descrito aquí: Claudia, Louis, Lestat.

Jesse rió. No pudo evitarlo. Rió de veras. La paciente expresión de David la animó a reír más. Pero Jesse no sorprendió a David, no más que su risa había sorprendido a Aaron Lightner ocho años antes, cuando se encontraron por primera vez.

—Excelente actitud —dijo David con una sonrisa maliciosa—. No queremos que seas demasiado imaginativa ni demasiado confiada. Pero este campo requiere gran precaución, Jesse, y estricta obediencia a las reglas. Créeme cuando te digo que esta área puede ser extremadamente peligrosa. Por supuesto, eres libre de renunciar a la misión ahora mismo.

—Voy a echarme a reír de nuevo —dijo Jesse. Raras veces, si no ninguna, había oído la palabra «peligroso» en la Talamasca. Sólo la había visto al hacer anotaciones en los ficheros de las familias de brujas. Ahora podía creer sin demasiada dificultad en una familia de brujas. Las brujas eran seres humanos, y los espíritus, muy probablemente podían ser manipulados. ¿Pero los vampiros?

—Bien, planteemos el asunto de este modo —dijo David—. Antes de que te decidas, examinemos ciertos objetos pertenecientes a esas criaturas, que conservamos en los sótanos.

La idea fue irresistible. Había veintenas de sótanos bajo la Casa Madre en los cuales Jesse nunca había sido admitida. No iba a dejar pasar aquella oportunidad.

Mientras descendían juntos las escaleras, la atmósfera de la villa de Sonoma le vino a la memoria de súbito y muy vividamente. El largo pasillo con sus difusas bombillas eléctricas le recordaron el sótano de Maharet. Se sintió más y más emocionada.

Siguió en silencio a David, pasando almacén tras almacén, todos cerrados. Vio libros, una calavera en un estante, lo que parecía ropa vieja amontonada en el suelo, muebles, pinturas al óleo, baúles y cajas fuertes, polvo.

—Todo este batiburrillo —dijo David con un gesto de abandono— está relacionado, de un modo u otro, con nuestros inmortales amigos bebedores de sangre. En realidad, tienden a ser bastante materialistas. Y dejan detrás de sí toda clase de restos. No es raro en ellos abandonar el menaje entero de una casa: muebles, ropas e incluso ataúdes (muy adornados e interesantes ataúdes), cuando se cansan de un sitio o de una identidad concretos. Pero hay algunas cosas especiales que debo enseñarte. Creo que serán muy concluyentes para tu decisión.

¿Concluyentes? ¿Había algo concluyente en aquel trabajo? Verdaderamente, aquella era una tarde de sorpresas.

David la llevó a un cuarto final, una estancia muy grande, con las paredes recubiertas de zinc e iluminada por una hilera de luces en el techo.

Vio un enorme cuadro en la pared del fondo. De inmediato lo situó en el Renacimiento, y probablemente veneciano. Estaba realizado en pintura al temple sobre madera. Y tenía el maravilloso brillo de aquel tipo de pinturas, un lustro que ningún material sintético podía crear. Leyó el título en latín, junto con el nombre del artista, en unas pequeñas letras de estilo romano, pintadas en la esquina inferior derecha.


LA TENTACIÓN DE AMADEO

por Marius


Retrocedió para observarlo mejor.

Un espléndido coro de ángeles de alas negras flotaba alrededor de una sola figura arrodillada, un joven de pelo castaño. El cielo cobalto tras ellos, visto a través de una serie de arcos, estaba magníficamente logrado, con masas de nubes doradas. Y el suelo de mármol ante las figuras tenía una perfección fotográfica. Se podía percibir su frialdad, ver las vetas de la roca.

Pero las figuras eran la auténtica gloria del cuadro. Las caras de los ángeles estaban muy bien perfiladas, sus ropajes al pastel y sus alas de plumas negras, extraordinariamente detallados. Y el chico... ¿cómo decirlo?, ¡el chico estaba vivo! Sus ojos pardos resplandecían en su mirada al frente, hacia fuera del cuadro. Su piel aparecía húmeda. Estaba a punto de moverse o de hablar.

De hecho, era demasiado realista para ser del Renacimiento. Las figuras eran más concretas que ideales. Los ángeles tenían una expresión poco alegre, casi amarga. Y la tela de la túnica del chico y sus polainas estaba dibujadas con demasiada precisión. Hasta se podían ver las costuras, una ligera rasgadura, el polvo en la manga. Había otros detalles así: hojas secas esparcidas por el suelo, y dos pinceles reposando en un lado, sin razón aparente.

—¿Quién es Marius? —susurró ella. El nombre no le decía nada. Y nunca había visto un cuadro italiano con tantos elementos turbadores. Ángeles de alas negras...

David no respondió. Señaló al chico.

—Es en el chico en lo que quiero que te fijes —dijo—. No será el verdadero tema de tu trabajo, pero sí un eslabón muy importante.

¿Tema? ¿Eslabón?... Estaba demasiado absorta en la pintura.

—Mira, huesos en un rincón, huesos humanos cubiertos de polvo, como si alguien simplemente los hubiera apartado del medio. ¿Pero qué diablos significa todo esto?

—Sí —murmuró David—. Cuando aparece la palabra «atención», normalmente hay demonios que rodean a un santo.

—Exactamente —respondió—. Y el arte es excepcional. —Cuanto más contemplaba el cuadro, más alterada se sentía—. ¿Dónde conseguisteis el cuadro?

—La orden lo compró hace siglos —respondió David—. Nuestro emisario en Venecia lo recuperó de una mansión quemada en el Canal Grande. Por cierto, estos vampiros están siempre relacionados con incendios. Es la única arma efectiva que pueden utilizar contra ellos mismos. Siempre hay algo en llamas. En las Confesiones de un Vampiro hay varios incendios, no sé si lo recuerdas. Louis prende fuego a la casa de Nueva Orleans en un intento de destruir a su hacedor y mentor, Lestat. Y, más tarde, Louis quema el Teatro de los Vampiros en París, después de la muerte de Claudia.

La muerte de Claudia... Un escalofrío recorrió la espalda de Jesse, la sobresaltó.

—Pero fíjate con atención en el muchacho —dijo David—. Es de él de quien tenemos que hablar.

Amadeo. Significa «el que ama a Dios». Era una criatura bella, perfecta. Dieciséis años, quizá diecisiete, de rostro cuadrado y de proporciones fuertes y con una curiosa expresión implorante.

David había puesto algo en la mano de ella. Contra su voluntad, arrancó la vista de la pintura. Se encontró escrutando un daguerrotipo, una fotografía de finales del siglo XIX. Al cabo de un momento susurró:

—¡Es el mismo muchacho!

—Sí. Y es una especie de experimento —dijo David—. Lo más probable es que fuera tomada al anochecer en unas condiciones de luz imposible, unas condiciones de luz que no habrían funcionado con otro individuo. Fíjate que, salvo su cara, poco más es realmente visible.

Cierto, pero aún distinguió que el estilo de peinado era del período que decía.

—Puedes echar un vistazo a esto también —dijo David. Y ahora le dio una antigua publicación, un diario del siglo XIX, del tipo con columnas estrechas, diminutas letras e ilustraciones a la tinta. Allí estaba otra vez el mismo muchacho, descendiendo de un birlocho, un apunte apresurado, aunque se podía observar que el muchacho estaba sonriendo.

—El artículo habla de él y del Teatro de los Vampiros. Aquí hay un periódico inglés del mil setecientos ochenta y nueve. Más de ochenta años antes, creo. Pero encontrarás otra descripción muy completa del establecimiento y del mismo joven.

—El Teatro de los Vampiros... —Levantó la mirada hacia el chico de pelo castaño arrodillado en el cuadro—. ¡Pero si es Armand, el personaje de la novela!

—Precisamente. Parece que le gusta el nombre. Podía haber sido Amadeo cuando estaba en Italia, pero se convirtió en Armand en el siglo dieciocho, y ha usado Armand desde entonces.

—Despacio, por favor —dijo Jesse—. ¿Tratas de decirme que el Teatro de los Vampiros ha sido documentado? ¿Por nosotros?

—Completamente. El archivo es enorme. Incontables memorias describen el teatro. También tenemos las escrituras de propiedad. Aquí llegamos a otro eslabón que une nuestros archivos con esta novela, Confesiones de un Vampiro. El nombre del propietario del teatro era Lestat de Lioncourt, quien lo adquirió en mil setecientos ochenta y nueve. Y la propiedad, en el París moderno, incluso el de hoy en día, está en manos de un hombre que se llama igual.

—¿Está esto verificado? —interrogó Jesse.

—Todo está en los archivos —dijo David—; fototipias de los antiguos documentos y de los recientes. Puedes estudiar la firma de Lestat, si así lo deseas. Lestat lo hace todo a lo grande: ocupa la mitad de la página con su magnífica escritura. Tenemos fototipias de varios ejemplos. Queremos que lleves estas fototipias contigo a nueva Orleans. Hay un relato periodístico del fuego que destruyó el teatro, exacto a la descripción que hizo Louis. La fecha es acorde con los hechos de la historia. Puedes revisarlo todo, por supuesto. Y la novela, léela de nuevo, y hazlo con mucha atención.

A finales de semana, Jesse volaba ya hacia Nueva Orleans. Su trabajo consistiría en comentar y documentar la novela desde todos los aspectos posibles, buscando títulos de propiedad, traslados, periódicos y publicaciones antiguos, cualquier cosa que pudiera encontrar que apoyase la teoría de que los personajes y los acontecimientos eran reales.

Pero Jesse todavía no lo creía. Sin duda, allí había «algo», pero tenía que ser un engaño. Y el engaño era con toda probabilidad un novelista histórico muy inteligente que había realizado una interesante investigación y la había convertido en una historia ficticia. Después de todo, las entradas de teatro, las escrituras de propiedad, los programas y lo demás no probaban en modo alguno la existencia de los inmortales chupadores de sangre.

Y por lo que se refería a las precauciones que Jesse tenía que tomar, pensó que eran una mera broma.

No le era permitido quedarse en Nueva Orleans más que entre la hora de la salida del sol y las cuatro de la tarde. A ésta hora tenía que tomar un coche y dirigirse hacia el norte, a Baton Rouge, y pasar la noche a salvo en una habitación de la planta dieciséis de un moderno hotel. Si tenía la mínima sensación de que alguien la observaba o la seguía, buscaría de inmediato colocarse a salvo entre la muchedumbre. Y, desde un lugar bullicioso y bien iluminado, llamaría en el acto por teléfono a Londres.

Nunca, bajo ninguna circunstancia, debía intentar la «visión» de uno de esos individuos vampiros. La Talamasca no conocía los parámetros de los poderes vampíricos. Pero una cosa era segura: esos seres podían leer las mentes. También podían crear confusión mental en los seres humanos. Había evidencias considerables de que eran muy fuertes. Y con toda certeza, podían matar.

Además, algunos de ellos, sin duda, conocían la existencia de la Talamasca. A lo largo de los siglos, varios miembros de la orden habían desaparecido mientras llevaban una investigación en este campo.

Jesse tenía que leer con mucha atención las noticias de los diarios. La Talamasca tenía motivos para creer que, en la actualidad, ya no había vampiros en Nueva Orleans. En caso afirmativo, Jesse no habría ido. Pero, en cualquier momento, Lestat, Armand o Louis podían hacer acto de presencia. Si Jesse tropezaba con un artículo acerca de una muerte sospechosa, tenía que salir de inmediato de la ciudad y no volver a ella.

Jesse opinó que todo aquello era hilarante. Ni siquiera un puñado de antiguas noticias acerca de misteriosas muertes la impresionó o la asustó. Después de todo, aquellas personas podían haber muerto víctimas de un rito satánico. Eran muertes demasiado humanas.

Pero Jesse había aceptado la misión.

De camino al aeropuerto, David le preguntó por qué.

—Si no puedes aceptar lo que te cuento, entonces, ¿por qué quieres investigar el libro?

Ella se había tomado su tiempo para responder.

—Hay algo obsceno en la novela. Hace que las vidas de esos seres parezcan atractivas. Al principio, no te das cuenta; es una pesadilla de la cual no puedes salir. Luego, de súbito, te sientes a gusto en ella. Quieres quedarte. Ni siquiera la tragedia de Claudia es capaz de disuadirte.

—¿Y?

—Quiero demostrar que es pura ficción —dijo Jesse.

Lo cual bastaba a la Talamasca, sobre todo viniendo de una investigadora experimentada.

Pero, en el largo vuelo a Nueva York, Jesse se había dado cuenta de que había algo que no podía contar a David. Lo acababa de comprender en aquel preciso momento. Confesiones de un Vampiro le «recordaba» al verano de muchos años atrás con Maharet, aunque Jesse no sabía por qué. Una y otra vez detenía su lectura para pensar en aquellos días. Y pequeños fragmentos le iban viniendo a la memoria. Incluso, en algún momento del viaje, soñó otra vez con aquel verano. Pero aquello quedaba bastante fuera del tema en cuestión, se dijo a sí misma. Sin embargo, había alguna relación, había algo que tenía que ver con la atmósfera del libro, con el ambiente, incluso con las actitudes de los personajes, y, en conjunto, con la manera en que las cosas parecían ser de un modo y eran de otro completamente distinto. Pero Jesse no podía explicárselo. Su razón, como su memoria, estaban curiosamente trabadas.

Los primeros días a Jesse en Nueva Orleans fueron los más extraños en toda su carrera en las Ciencias Ocultas.

La ciudad poseía una belleza casi caribeña y un persistente sabor colonial que le encantó enseguida. Sin embargo, en todas las partes adonde iba, «percibía» cosas. El lugar entero parecía encantado. Las imponentes mansiones de la preguerra eran seductoramente silenciosas y lúgubres. Incluso las calles del barrio francés, atestadas de turistas, tenían una atmósfera sensual y siniestra que la distraía de su camino o la detenía durante largos ratos a soñar sentada, desplomada, en un banco de Jackson Square.

Odiaba tener que dejar la ciudad a las cuatro de la tarde. El altísimo hotel de Baton Rouge le proporcionaba un grado sublime de lujo americano que no le desagradaba. Pero el suave ambiente perezoso de Nueva Orleans se pegaba a ella. Cada mañana despertaba con la confusa sensación de haber soñado con los personajes vampíricos. Y con Maharet.

Luego, al cabo de cuatro días de haber iniciado su investigación, hizo una serie de descubrimientos que la llevaron directamente al teléfono. Era cierto que había habido un Lestat de Lioncourt en el censo de impuestos en Louisiana. De hecho, en 1862 había entrado en posesión de una casa en Royal Street, que había comprado a su socio Louis Pointe du Lac. Louis Pointe du Lac había sido propietario de siete fincas, en Louisiana, una de las cuales había sido la plantación descrita en Confesiones de un Vampiro. Jesse quedó estupefacta. También tuvo un inmenso gozo.

Pero hubo más hallazgos. Alguien llamado Lestat de Lioncourt poseía en la actualidad casas en varias partes de la ciudad. Y la firma de aquella persona, que aparecía en documentos fechados en 1895 y 1910, era idéntica a las firmas de siglo XVIII.

¡Oh, era demasiado maravilloso! Jesse estaba entusiasmada.

De inmediato se dispuso a fotografiar las propiedades de Lestat. Dos eran mansiones en el Garden District, claramente inhabitables y desmoronándose tras las verjas oxidadas. Pero el resto de ellas, incluyendo la casa de Royal Street (la misma escriturada a nombre de Lestat en 1862), estaban arrendadas por una agencia local que pagaba los beneficios a un apoderado en París.

Era más de lo que Jesse podía soportar. Telegrafió a David pidiendo dinero. Tenía que conseguir que los inquilinos actuales de Royal Street hicieran el traspaso, ya que aquella era con seguridad la casa que habitaron Lestat, Louis y la niña Claudia. Quizás hubiesen sido vampiros o quizá no, ¡pero vivieron allí!

David envió el giro de inmediato, junto con instrucciones estrictas de no acercarse a las mansiones en ruinas que había mencionado. Jesse respondió en el acto que ya había examinado aquellos lugares. Nadie había estado allí durante años.

Era la otra casa la que importaba. Al final de la semana ya había conseguido el traspaso. Los antiguos inquilinos se marcharon contentísimos con los bolsillos repletos de dinero. Y el lunes, de buena mañana, Jesse se paseaba por el suelo de la ahora vacía primera planta.

Deliciosamente abandonada. Las viejas chimeneas, las molduras, las puertas, ¡todo allí!

Jesse se puso a trabajar con un destornillador y un cincel en las piezas principales. Louis había descrito un incendio en esos salones, incendio en el cual Lestat había sufrido graves quemaduras. Bien, Jesse lo aclararía.

Al cabo de una hora, ya había descubierto las vigas quemadas. Y los yeseros (¡que Dios los bendijera!) que habían acudido para reparar los daños, habían tapado los agujeros con viejos periódicos, fechados en el 1862. Lo cual encajaba a la perfección con el relato de Louis. Había cedido la casa a Lestat, había trazado los planes para marchar a París, y luego tuvo lugar el fuego durante el cual Louis y Claudia habían huido.

Naturalmente, Jesse se decía a sí misma que continuaba escéptica, pero los personajes del libro estaban adquiriendo una rara realidad. El viejo teléfono negro en el vestíbulo había sido desconectado. Tenía que salir, para telefonear a David, lo cual en aquellos momentos era un fastidio. Quería contárselo todo en el acto.

Pero no salió de la casa. Al contrario, permaneció sentada en el salón durante horas, sintiendo la calidez del sol que caía en las toscas tablas que constituían el suelo a su alrededor, escuchando los crujidos del edificio. Una casa con aquella antigüedad nunca está en silencio, y menos aun en un clima húmedo. Se siente como algo vivo. Allí no había fantasmas, al menos que ella pudiera ver. Sin embargo, no se sentía sola. Al contrario, había allí una calidez acogedora. De repente, alguien la sacudió para despertarla. No, desde luego que no. No había nadie más que ella. Un reloj dando las cuatro...

Al día siguiente, alquiló una máquina de vapor para quitar el papel de la pared y se puso a trabajar en las otras habitaciones. Tenía que llegar al recubrimiento original. El estilo podría ser fechado, y además, estaba buscando algo concreto. Pero había un canario cantando cerca, quizás en otro piso o en una tienda, y su canto la distraía. Tan encantador... No olvides el canario. El canario morirá si lo olvidas. De nuevo, cayó dormida.

Cuando despertó, hacía rato que había oscurecido. Podía oír la música de un clavicordio próximo. Durante largos minutos, permaneció escuchando con los ojos cerrados. Mozart, muy rápido. Demasiado rápido, pero ¡qué digitación! Una gran frase musical ondulante, una asombrosa virtuosidad. Por fin, hizo un esfuerzo para levantarse, ir a encender las luces del techo y volver a enchufar la máquina de vapor.

Era una máquina pesada; el agua caliente goteaba y se escurría a lo largo de su brazo. En cada habitación, arrancaba el papel de una sección de pared hasta llegar al enyesado original; luego se iba a otra. Pero el continuo zumbido de la máquina la atontaba. Le parecía que oía voces en el interior de la máquina: personas que reían, charlaban entre ellas, alguien que hablaba francés en un murmullo grave y rápido, una niña llorando..., ¿o era una mujer?

Había apagado el maldito trasto. Nada. Sólo un engaño del mismo ruido en una resonante casa vacía.

Volvió de nuevo al trabajo sin tener conciencia de la hora, o de que no había comido, o de que se estaba durmiendo. Cargó con la pesada máquina de un lado a otro hasta que, cuando menos lo pensaba, en la habitación del centro encontró lo que había estado buscando: un mural pintado a mano en una pared lisa de yeso.

Durante unos momentos, estuvo demasiado emocionada para moverse. Luego se puso a trabajar frenéticamente. Sí, era el mural del «bosque mágico» que Lestat había encargado para Claudia. Y, en rápidos barridos de la goteante máquina, fue descubriendo más y más del mural.

«Unicornios y pájaros dorados y árboles llenos de frutos por encima de ríos deslumbrantes.» Era exactamente como Louis lo había descrito. Al final, consiguió dejar al descubierto una gran parte del mural, que ocupaba las cuatro paredes de la habitación. La habitación de Claudia, sin duda alguna. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Se sentía mareada, pero no era por comer. Echó un vistazo a su reloj. La una.

¡La una! Había estado allí casi la mitad de la noche. Debía irse ahora, ¡inmediatamente! ¡Era la primera vez, en todos los años de Talamasca, que había quebrantado una regla!

Pero no conseguía ponerse en movimiento. Estaba tan cansada, a pesar de su agitación... Estaba sentada, apoyada en la repisa de mármol de la chimenea, y la luz de la bombilla del techo era tan triste..., y, además, le dolía la cabeza. Pero continuó contemplando los pájaros dorados, las diminutas y trabajadas flores, y los árboles. El cielo era de un bermellón profundo, pero había luna llena y no sol, y un gran barrido de minúsculas estrellas errantes. Fragmentos de plata maleada seguían pegados a las estrellas.

Poco a poco se fue percatando de un muro de piedra, pintado como fondo en una esquina. Tras él había un castillo. ¡Qué encantador sería andar por el bosque hacia el castillo, cruzar la puerta de madera cuidadosamente pintada! Entrar en otro reino. Oyó una canción en el interior de su cabeza, algo que había olvidado por completo, algo que Maharet solía cantar.

Luego, de súbito, vio que la puerta estaba pintada en una auténtica abertura en la pared.

Aun sentada, se inclinó hacia delante. Pudo distinguir las junturas en el yeso. Sí, una abertura cuadrada que, trabajando tras la pesada máquina, le había pasado inadvertida. Fue a arrodillarse frente a ella y la palpó. Una puerta de madera. Cogió el destornillador e intentó abrirla haciendo palanca. No hubo suerte. Trabajó en un costado y luego en el otro. Pero lo único que consiguió fue estropear la pintura.

Se sentó en cuclillas y la estudió atentamente. Una puerta pintada ocultando una puerta de madera... Y había una franja desgastada allí donde estaba dibujada la empuñadura. ¡Sí! Alargó la mano y dio un golpe seco a la empuñadura. La puerta se abrió de par en par. Fue así de simple.

Levantó su linterna. Un armario empotrado, de paredes revestidas de cedro, apareció ante ella. Y había objetos en su interior. ¡Un libro blanco de tamaño pequeño y encuadernado en cuero! También algo que parecía un rosario; y una muñeca, una muñeca de porcelana, muy antigua.

Durante unos momentos, no tuvo valor suficiente para tocar aquellos objetos. Era como profanar una tumba. Y había un leve olor como de perfume. No estaba soñando, ¿verdad? No, la cabeza le dolía demasiado como para que aquello fuera un sueño. Alargó la mano hacia el interior antes que nada sacó la muñeca.

El cuerpo era tosco en comparación con los modelos actuales, pero las extremidades de madera estaban bien formadas y bien articuladas. El vestido blanco y el lazo lavanda estaban raídos y se caían a trizas. Pero la cabeza de porcelana era encantadora; y los grandes ojos de cristal, perfectos; y la peluca de pelo rubio y suelto, aún intacta.

—Claudia —susurró.

Su voz la hizo consciente del silencio imperante. En aquella hora no había tráfico. Sólo los viejos maderos crujiendo. Y el suave y relajante parpadeo de un quinqué en una mesa cercana. Y, además, la música del clavicordio seguía llegando de algún lugar; alguien tocaba Chopin ahora, el Pequeño Vals, con la misma asombrosa digitación que Jesse había oído antes. Se sentó, inmovilizada, mirando la muñeca que tenía en el regazo. Quería cepillarle el pelo, arreglarle el lazo.

Los acontecimientos culminantes de Confesiones de un Vampiro le volvieron a la memoria: Claudia destruida en París. Claudia atrapada por la luz mortal del sol naciente en un pequeño patio de paredes de ladrillo del cual no podía escapar. Jesse sintió un golpe apagado, y el rápido y silencioso latir de su corazón contra su cuello. Claudia desaparecida, mientras los demás continuaban existiendo. Lestat, Louis, Armand...

Luego, con un sobresalto, se dio cuenta de que tenía la vista fija en los demás objetos del interior del armario. Extendió el brazo y cogió el libro.

¡Un diario! Las hojas eran frágiles, manchadas como de puntos. Pero la anticuada escritura sepia aún era legible, especialmente ahora que los quinqués estaban todos encendidos y la habitación tenía una acogedora luminosidad. Podía traducir del francés sin demasiado esfuerzo. La primera anotación estaba fechada el 21 de setiembre de 1836:

«Éste es el regalo de cumpleaños de Louis. Que haga con él lo que quiera, me dice. Quizá me gustaría copiar en él aquellos poemas ocasionales que cautivan mi imaginación y leérselos de vez en cuando.

No acabo de comprender qué quieren decir con mi cumpleaños. ¿Nací al mundo un 21 de setiembre o en este día fue cuando abandoné todo lo humano para convertirme en lo que soy?

Mis distinguidos padres son reacios siempre a iluminarme en tales simples materias. Uno pensaría que es de mal gusto tratar esos temas. Louis parece desconcertado, luego miserable, y después vuelve a su periódico de la tarde. Y Lestat sonríe y toca un poco de Mozart para mí; después, con un encogimiento de hombros, contesta:

—Fue el día en que naciste para nosotros.

Por supuesto, me ha regalado una muñeca, como de costumbre, una doble de mí, que siempre viste un duplicado de mi vestido más reciente. Quiere que sepa que envía a buscar esas muñecas a Francia. ¿Y qué debo hacer con ella? ¿Jugar como si fuera de veras una niña?

—¿Hay alguna insinuación en esto, queridísimo padre? —le he preguntado esta noche—. ¿Que debo ser una muñeca para siempre? —A lo largo de los años me ha regalado treinta muñecas iguales, si no me falla la memoria. Y la memoria nunca me falla. Cada muñeca ha sido idéntica a la anterior. Si las guardase, abarrotarían mi habitación hasta sacarme de ella. Pero no las guardo. Las quemo, más tarde o más temprano. Hago añicos sus caras de porcelana con el atizador. Contemplo cómo el fuego quema su pelo. No puedo decir que me guste hacer eso. Después de todo, las muñecas son bonitas. Y se parecen realmente a mí. Sí, se ha convertido en el gesto adecuado. La muñeca lo espera. Y yo también.

Y ahora me ha traído otra y se ha quedado en el hueco de la puerta, mirándome, como si mi pregunta lo agarrotara. Y de repente la expresión de su rostro se ensombrece tanto que creo que éste no puede ser mi Lestat.

Desearía poder odiarlo. Desearía poder odiarlos a ambos.

Pero me derrotan, no con su fuerza, sino con su debilidad. ¡Son tan encantadores! Y me gusta tanto mirarlos. ¡Dios mío, cuántas mujeres van tras ellos!

Mientras está quieto allí, mirándome, mirando cómo examino la muñeca que me ha regalado, le pregunto abruptamente:

—¿Te gusta lo que ves?

—Ya no las quieres más, ¿no? —susurra.

—¿Las querrías tú, si fueras yo? —pregunto.

La expresión de su rostro se ha ensombrecido aún más. Nunca lo había visto de esa manera. Un calor abrasador le sube al rostro y parece que parpadea para alcanzar su visión. Su perfecta visión. Me ha dejado y ha vuelto al salón. He ido tras él. A decir verdad, no puedo soportar verlo de esta manera, pero lo he perseguido.

—¿Te gustarían, si fueras yo? —he vuelto a preguntar.

Se ha quedado mirándome como si le diera miedo, a él, a un hombre de metro ochenta, yo, una niña de la mitad, como máximo, de su estatura.

—¿Me consideras bonita? —inquiero.

Ha pasado por delante de mí y se ha ido por el vestíbulo hacia la puerta trasera. Pero lo he alcanzado. Lo he cogido fuertemente por la manga cuando se encontraba en el último escalón.

—¡Contéstame! —le he dicho—. Mírame. ¿Qué ves?

Se encontraba en un estado terrible. He creído que se soltaría, se reiría y lanzaría un destello de sus habitualmente exuberantes colores. Pero, en lugar de ello, se ha dejado caer de rodillas ante mí y me ha cogido ambos brazos. Me ha besado rudamente en la boca.

—Te quiero —ha susurrado—. ¡Te quiero! —ha repetido como si fuera una maldición que echara a mi persona; y enseguida me ha recitado estos versos:


Cubrid su rostro;

me deslumbra;

ha muerto joven.


Es Webster, estoy casi segura. Una de esas obras de teatro que Lestat ama tanto. Me pregunto... ¿le agradarán a Louis estos breves versos? No puedo imaginarme por qué no. Son breves pero muy bonitos.»

Jesse cerró con delicadeza el libro. Le temblaba la mano. Levantó la muñeca de porcelana, la apretó contra su pecho, se sentó y se apoyó contra la pared pintada, y la meció dulcemente.

—Claudia —susurró.

Sentía el pulso de la sangre en su cabeza, pero no importaba. La luz de los quinqués era tan relajante, tan diferente a la estridente luz de la bombilla eléctrica... Continuaba sentada, acariciando la muñeca con los dedos, casi como lo haría una mujer ciega, palpando su pelo suave y sedoso, su vestido almidonado, rígido. El reloj volvió a dar las horas, potente, y cada nota sombría resonó en la habitación. No debía desmayarse allí. Tenía que conseguir levantarse. Tenía que coger el libro, la muñeca y el rosario, y marcharse.

Las ventanas vacías con la noche al otro lado eran como espejos. Reglas quebrantadas. Llama a David. Pero el teléfono estaba sonando. En aquellas horas, imagina. El teléfono sonando. Y David no tenía el número de aquella casa porque el teléfono... Intentó no oírlo, pero seguía tocando y tocando. «De acuerdo: ¡responde!»

Besó la frente de la muñeca.

—Enseguida vuelvo, querida —musitó.

¿Y dónde estaba el maldito teléfono en aquella planta? En el hueco del pasillo, por supuesto. Casi habría llegado a él cuando vio el hilo cortado en el extremo, deshilachado y enrollado. No estaba conectado. Podía ver que no estaba conectado. Pero estaba sonando, podía oírlo, y no era una alucinación auditiva, ¡aquello estaba soltando un pitido estridente tras otro! ¡Y los quinqués! ¡Dios mío, en aquella planta no había quinqués!

«Muy bien, ya has visto cosas de esta clase otras veces. No dejes que el miedo te paralice, por el amor de Dios. ¡Piensa! ¿Qué debo hacer?» Pero estaba a punto de chillar. ¡El teléfono no paraba de emitir su silbido! «Si te dejas arrastrar por el pánico, perderás el control. ¡Tienes que apagar los quinqués, parar el teléfono! Pero los quinqués no pueden ser reales. Y el salón al final del corredor... ¡el mobiliario no es real! ¡El parpadeo del fuego no es real! Y lo que se mueve por allí, ¿qué es?, ¿un hombre? ¡No lo mires!» Extendió la mano y dio un empujón al teléfono, que salió disparado del hueco y cayó al suelo. El receptor rodó hasta quedar boca arriba. Débil y fina, una voz de mujer salió de él.

—Jesse?

Con un terror ciego, echó a correr de nuevo hacia la habitación, tropezó con la pata de una silla y cayó en la ropa almidonada de una cama con dosel. «No es real. Aquí no. ¡Coge la muñeca, el libro, el rosario!» Lo metió todo en su bolso de lona, se puso en pie y salió corriendo del piso de arriba hacia las escaleras posteriores. Casi se cayó cuando su pie topó con el hierro resbaladizo. El jardín, la fuente... «Pero ya sabes que aquí no hay nada más que hierbajos.» Una reja de hierro forjado le cerraba el paso. Ilusión. «¡Pasa a través de ella! ¡Corre!»

Era la pesadilla total y ella estaba atrapada en su interior: los sonidos de caballos y carruajes redoblaban en sus tímpanos mientras ella corría por el pavimento adoquinado. Cada uno de sus torpes movimientos se alargaba eternamente; sus manos luchaban por coger las llaves del coche, por abrir la puerta, y el coche no arrancaba.

Cuando llegó a los límites del barrio francés, estaba sollozando y tenía el cuerpo empapado de sudor. Siguió conduciendo por las pobres y chillonas calles del centro de la ciudad hacia la autopista. En la retención del carril de entrada, volvió la cabeza. Asiento trasero vacío. «Bien, no me siguen.» Y el bolso estaba en su regazo; notaba la cabeza de porcelana de la muñeca contra su pecho. Salió del desvío en Baton Rouge.

Cuando llegó al hotel, desfallecía. Apenas pudo llegar al mostrador. Una aspirina, un termómetro. «Por favor, acompáñenme al ascensor.»

Cuando despertó, ocho horas más tarde, era mediodía. El bolso de lona continuaba en sus brazos. Estaba a 40° de fiebre. Llamó a David, pero se oía muy mal. El la llamó luego a ella; la línea no acababa todavía de estar bien. A pesar de todo, ella intentó hacerse comprender. El diario era de Claudia, y ¡lo confirmaba todo, absolutamente! Y el teléfono no estaba conectado, ¡pero había oído la voz de la mujer! Los quinqués estaban encendidos cuando había salido corriendo de la casa. La casa estaba llena de muebles, en las chimeneas ardía el fuego. ¿Podrían incendiar fuego a la casa, los quinqués y los fuegos? ¡David tenía que hacer algo! Y él le respondía, pero Jesse apenas podía oírlo. Tenía el bolso, le dijo ella, él no debía preocuparse.

Cuando abrió los ojos, estaba oscuro. El dolor de cabeza la había despertado. El reloj digital en el tocador señalaba las diez treinta. Sed, terrible sed, y el vaso de la mesita de noche estaba vacío. Había alguien más en la habitación.

Se dio la vuelta hacia el otro lado. Por las finas cortinas blancas entraba claridad. Sí, allí. Una niña, una niña pequeña. Estaba sentada en la silla de la pared.

Jesse apenas podía distinguir la silueta, el largo pelo amarillo, el vestido de mangas abombadas, las piernas que colgaban porque no llegaban al suelo. Intentó concentrar su mirada. Una niña... No es posible. Aparición. No. Algo que ocupa espacio. Algo malvado que amenaza... Y la niña estaba mirando.

«Claudia.»

A trompicones, salió de la cama, casi cayó, abrazó con fuerza el bolso contra su pecho, y se apoyó de espaldas contra la pared. La niña se levantó. Se oyeron con claridad sus pasos en la moqueta. La sensación de amenaza pareció agudizarse. La niña entró en la luz que derramaba la ventana y avanzó hacia Jesse. Y la luz hirió sus ojos azules, sus mejillas rollizas, sus blancos bracitos desnudos.

Jesse chilló. Estrechó el bolso contra su pecho, y se lanzó a la carrera hacia la puerta. Tanteó, arañó, agarró el pestillo y la cadenilla, aterrorizada, sin mirar por encima del hombro. Los gritos salían desatados de su garganta. Alguien estaba llamando desde el otro lado de la puerta; por fin ésta se abrió y ella cayó en el pasillo.

Varias personas la rodearon; pero no pudieron impedir que tratara de alejarse de su habitación. Luego alguien la ayudó, pues, por lo visto, había vuelto a caer. Alguien más trajo una silla. Jesse lloraba, intentaba calmarse, pero era incapaz de detener el torrente de lágrimas y aferraba con ambas manos el bolso que contenía la muñeca y el diario.

Cuando llegó la ambulancia, se negó a que le quitaran el bolso. En el hospital le dieron antibióticos, sedantes, drogas suficientes para aturdir a cualquiera. Yacía en la cama, encogida como un niño, con el bolso bajo las sábanas. Sólo bastaba que la enfermera lo tocase, para que ella se despertase de inmediato.

Cuando dos días después llegó Aaron Lightner, ella le entregó el bolso. Y aún estaba enferma cuando tomaron el avión hacia Londres. El bolso estaba en su regazo, y él era tan bueno con ella, calmándola, cuidando de ella mientras dormitaba a ratos en el largo vuelo de regreso a casa... Sólo antes de aterrizar se dio cuenta de que su brazalete había desaparecido, su precioso brazalete de plata. Lloró en silencio, con los ojos apretados. El brazalete de Mael, desaparecido.

La relevaron de la misión.

Lo supo antes de que se lo notificaran. Era demasiado joven para aquel tipo de trabajo, dijeron, aún le faltaba experiencia. Había sido culpa de ellos enviarla allí. Sencillamente, era demasiado peligroso que ella siguiera. Claro que lo que había hecho era de «inmenso valor». Y el fantasma que encantaba la casa había sido uno con poderes poco corrientes. ¿El espíritu de un vampiro muerto? Era posible. ¿Y el teléfono que sonaba? Bien, había muchos informes acerca de tales fenómenos, los entes utilizaban diferentes métodos para «comunicarse» o asustar. Por ahora, lo mejor era descansar, sacárselo de la cabeza. La investigación ya la proseguirían otros.

Por lo que se refería al diario, sólo incluía unas pocas anotaciones más, sin añadir nada de importancia a lo que ella misma había leído. Los psicómetras que habían examinado el rosario y la muñeca no habían conseguido extraer de ellos ningún dato. Guardaron con todo cuidado aquellos objetos. Pero Jesse tenía que alejar su mente del asunto; y cuanto antes, mejor.

Jesse discutió la decisión. Pidió que la dejaran regresar. Al final, incluso hizo una escena. Pero fue como hablar con el Vaticano. Algún día, dentro de diez años, quizá veinte, podría volver a trabajar en aquel campo especial. Nadie descartaba tal posibilidad, pero por el momento la respuesta era un «no» rotundo. Jesse tenía que descansar, recuperarse, olvidar lo sucedido.

Olvidar lo sucedido...

Estuvo enferma durante varias semanas. Iba todo el día en bata blanca de franela y bebía interminables tazones de té caliente. Se pasaba horas sentada frente a la ventana de su habitación. Contemplaba el suave verdor del parque, los viejos y pesados robles. Miraba los coches que iban y venían, diminutas manchas de mudo color moviéndose en el distante camino de grava. Encantadora, aquella quietud. Le llevaban cosas deliciosas para comer, para beber. La visitaba David y le hablaba dulcemente de todo menos de vampiros. Aaron llenaba de flores su habitación. Venían otros.

Ella hablaba poco, o nada. No podía explicarles lo mucho que le hería aquello, cómo le recordaba a un verano de tiempo atrás, cuando fue apartada de otros secretos, de otros misterios, de otros documentos guardados en sótanos. Era la misma historia de siempre. Había vislumbrado algo de inestimable importancia, sólo para que se lo sacaran delante de las narices.

Y ya nunca comprendería qué había visto o experimentado. Debía permanecer callada con sus pesares. ¿Por qué no había descolgado el teléfono, hablado, escuchado la voz del otro extremo?

Y la niña, ¿qué había querido el espíritu de la niña? ¿El diario o la muñeca? No, ¡ Jesse había estado destinada a encontrar aquellos objetos y a cogerlos! ¡Y, no obstante, había huido del espíritu de la niña! ¡Ella, Jesse, que se había dirigido a tantos entes innombrables, que había permanecido valiente en habitaciones a oscuras, hablando con débiles cosas fluctuantes cuando los demás habían huido aterrorizados! Ella, que proporcionaba consuelo a los demás con su serenidad: esos seres, fuera lo que fuesen, no pueden hacernos daño...

Una oportunidad más, suplicó. Pensaba y repensaba en todo lo que había ocurrido. Tenía que regresar a la casa de Nueva Orleans. David y Aaron permanecieron silenciosos. Al final, David se acercó a ella y le pasó el brazo alrededor de los hombros.

—Jesse, querida —dijo—, te amamos. Pero en este ámbito, mucho más que en los otros, no se pueden quebrantar las reglas.

Por las noches, soñaba con Claudia. Una vez despertó a las cuatro de la madrugada; fue a la ventana y miró hacia el parque, haciendo esfuerzos por ver más alia de las difusas luces de las ventanas inferiores. Afuera había una niña, una pequeña figura bajo los árboles, en abrigo rojo y caperuza, una niña mirando hacia donde estaba ella. Jesse bajó las escaleras corriendo, sólo para encontrarse sola y desamparada en la vacía y húmeda hierba, con el frío de la aurora al llegar.

En primavera la mandaron a Nueva Delhi.

Su trabajo consistiría en documentar evidencias de reencarnación, informes sobre niños de la India que recordaban sus vidas anteriores. Había habido una obra muy prometedora en aquel campo, realizada por un tal doctor lan Stevenson. Y Jesse iba a emprender un estudio independiente, por cuenta de la Talamasca, que produjese resultados igualmente fructíferos.

Dos miembros más antiguos de la orden se encontraron con ella en Nueva Delhi. La hicieron sentirse como en su casa en la vieja mansión británica que habitaban. Poco a poco, aprendió a amar su nuevo trabajo; después de las empresas iniciales y de las pequeñas incomodidades, aprendió también a amar a la India.

Y ocurrió algo más, algo más bien insignificante, pero que pareció un buen augurio. En un bolsillo de su vieja maleta (la que le había regalado Maharet hacía años), había encontrado el brazalete de plata de Mael. Sí, qué feliz se había sentido.

Pero no olvidaba lo sucedido. Había noches en que recordaba con toda nitidez la imagen de Claudia, que se levantaba y encendía todas las luces de la habitación. Otras veces creía ver a su alrededor, en las calles de la ciudad, extraños seres de cara blanca muy parecidos a los personajes de Confesiones de un Vampiro. Se sentía observada.

Como no podía contar a Maharet nada de su atormentada aventura, sus cartas se tornaron más apresuradas y más superficiales. No obstante, Maharet seguía tan fiel como siempre. Cuando miembros de la familia iban a Delhi, pasaban a visitar a Jesse. Se esforzaban para que no se sintiese extraña a la familia. Le enviaban participaciones de boda, de nacimiento, esquelas. La invitaban a que los visitase durante las vacaciones. Matthew y María le escribían desde América, suplicándole que volviese pronto a casa. La echaban de menos.

Jesse pasó cuatro años felices en la India. Documentó más de trescientos casos de individuos que contenían sorprendente evidencia de reencarnación. Trabajó con algunos de los mejores investigadores en el ocultismo que nunca había conocido. Y halló que su trabajo le proporcionaba continuas recompensas. Muy diferente a la persecución de fantasmas que había realizado en sus primeros años.

En el otoño de su quinto año, cedió por fin a los ruegos de Matthew y Maria. Iría a Estados Unidos por una visita de cuatro semanas. Estaban rebosantes de alegría.

Para Jesse, el reencuentro significó más de lo que había pensado. Le encantó volver a encontrarse en su antiguo piso de Nueva York. Adoró las cenas a altas horas de la noche con sus padres adoptivos. No le hicieron preguntas acerca de su trabajo. Durante el día, la dejaban sola, y ella llamaba a viejos amigos de la Universidad para salir a comer, o daba largos paseos solitarios por el bullicioso paisaje urbano, el paisaje de las esperanzas, sueños y penas de su infancia.

Dos semanas después de su llegada, Jesse vio el libro Lestat el Vampiro en el aparador de una librería. Al principio creyó que se había confundido. No era posible. Pero allí estaba. El dependiente de la librería le contó lo del álbum discográfico del mismo nombre y lo del próximo concierto en San Francisco. De camino a casa, Jesse compró una entrada en la tienda de discos donde también adquirió el elepé.

Jesse se pasó todo el día sola en su habitación, leyendo el libro. Era como si la pesadilla de Confesiones de un Vampiro hubiera retornado de nuevo y no pudiera desprenderse de ella. Pero cada palabra se imponía extrañamente sobre su voluntad. Sí, vosotros sois reales. ¡Y cómo la narración daba vueltas y vueltas, y retrocedía hasta el tiempo de la asamblea romana de Santino, hasta el refugio isleño de Marius y hasta el bosque sagrado del druida Mael! Y al final llegaba a Los Que Deben Ser Guardados, vivos, pero duros y blancos como el mármol.

¡Ah, sí, había tocado aquella piedra! Había mirado en los ojos de Mael; había sentido el apretón de la mano de Santino. ¡Había visto el cuadro pintado por Marius en el sótano de la Talamasca!

Cuando cerró los ojos para dormir, vio a Maharet en la terraza de la villa de Sonoma. La luna estaba alta, por encima de las cumbres de las secoyas. Y la cálida noche parecía llena de presagios y peligros. Eric y Mael estaban allí. Y también otros que no había visto nunca, excepto en las páginas del libro de Lestat. Todos de la misma tribu; ojos incandescentes, pelo reluciente, piel sin poros, de una materia que resplandecía. En su brazalete plateado había seguido miles de veces los antiquísimos símbolos celtas de dioses y diosas a quienes los druidas hablaban desde sus bosques sagrados, como aquel en que Marius había sido hecho prisionero. ¿Cuántos eslabones necesitaba para unir aquellas ficciones esotéricas al inolvidable verano?

Uno más, sin duda alguna. El mismísimo vampiro Lestat, en San Francisco, donde podría verlo y tocarlo; éste sería el eslabón final. Entonces, en aquel momento preciso, sabría la respuesta a todo.

El reloj continuaba con su tictac. La lealtad de Jesse a la Talamasca moría en la cálida quietud. No podría contarles ni una palabra de aquello. Era así de trágico; la habían cuidado con esmero y no habían esperado nada a cambio; nunca lo habrían sospechado.

La tarde perdida. Allí estaba de nuevo. Bajando al sótano de Maharet por la escalera de caracol. ¿No podría abrir de un empujón la puerta? «Mira. Ve lo que viste entonces.» Algo no tan horrible a primera vista; simplemente los que conocía y quería, dormidos en la oscuridad, dormidos. Pero Mael yace en el suelo frío como si estuviera muerto y Maharet está sentada, apoyada en la pared, erguida como una estatua. ¡Tiene los ojos abiertos!

Despertó con un sobresalto, con la cara encendida, en su habitación, ahora fría y semioscura.

—Miriam —dijo en voz alta. Poco a poco el pánico cedió. Se había acercado más, aterrorizada. Había tocado a Maharet. Fría, yerta. ¡Y Mael muerto! El resto era tiniebla.

Nueva York. Estaba tumbada en la cama, con el libro en las manos. Y Miriam no venía a ella. Se puso en pie, y, cruzando la habitación, se acercó a la ventana.

Frente a ella, en medio de la sucia penumbra de la tarde, se levantaba la alta y estrecha casa fantasma de Stanford White. La contempló hasta que la voluminosa imagen se fue desvaneciendo poco a poco.

Desde la cubierta del disco, apoyada encima del tocador, el vampiro Lestat le sonreía.

Cerró los ojos, y percibió a la pareja trágica de Los Que Deben Ser Guardados. Rey y Reina indestructibles en su trono egipcio, a quienes el vampiro Lestat cantaba sus himnos desde las radios, las máquinas de discos y los pequeños casetes que la gente llevaba colgados en la cintura. Vio la cara de Maharet brillando en las sombras. Alabastro, la piedra que siempre está llena de luz.

Llegaba el crepúsculo, muy deprisa, como sucede en el otoño tardío, y la tarde apagada se diluía en el estridente resplandor del anochecer. El tráfico rugía por la calle abarrotada, resonando hacia arriba por las paredes de los edificios. ¿Había otro lugar en que el tráfico sonase tan fuerte como en Nueva York? Apoyó la frente contra el cristal. La casa de Stanford era sólo visible por el rabillo del ojo. En su interior, había figuras moviéndose.

Al día siguiente, por la tarde, Jesse partió de Nueva York en el viejo biplaza de Matt. Le pagó el coche a pesar de sus protestas. Sabía que no lo podría devolver nunca. Luego abrazó a sus padres, y, como al paso, les expresó todas las cosas simples y sinceras que siempre había querido decirles.

Aquella mañana, había enviado una carta urgente a Maharet, junto con las dos novelas de «vampiros». Le contaba que había dejado la Talamasca, que iba al oeste a escuchar el concierto de El Vampiro Lestat y que quería hacer una visita a la villa de Sonoma. Tenía que ver a Lestat, era de crucial importancia. ¿Encajaría su vieja llave en la cerradura de la casa de Sonoma? ¿Le daba permiso Maharet para detenerse allí?

Fue durante la primera noche, en Pittsburgh, cuando soñó con las gemelas. Vio a dos mujeres arrodilladas ante el altar. Vio el cuerpo asado dispuesto para ser devorado. Vio a una gemela levantar la bandeja con el corazón; a la otra, con la bandeja del cerebro. Luego los soldados, el sacrilegio.

Cuando llegó a Salt Lake City, había soñado tres veces con las gemelas. Había visto cómo las violaban en una escena horrorosa, terrorífica. Había, visto a un bebé nacido de una de las hermanas. Había visto al bebé oculto cuando de nuevo perseguían y hacían prisioneras a las gemelas. ¿Las habían matado? No podía decirlo. El pelo rojo la atormentaba.

Sólo cuando llamó a David desde una cabina telefónica a pie de carretera supo que había otros que habían tenido aquellos sueños; personas con poderes psíquicos y médiums de todo el mundo. Una y otra vez, se los había relacionado con El Vampiro Lestat. David ordenó que regresara a casa inmediatamente Jesse intentó explicárselo con calma. Iba a ver en persona el concierto de Lestat. Tenía que ir. Había más por contar, pero ahora era demasiado tarde. David tenía que intentar perdonarla.

—No lo hagas, Jessica —dijo David—. Lo que está ocurriendo no es una simple cuestión de documentos y archivos. Tienes que volver, Jessica. La verdad es que te necesitamos. Te necesitamos desesperadamente. Es inconcebible que intentes esta «visión» por ti sola; Jesse, escucha lo que te digo.

—No puedo volver, David. Siempre te he querido. Os he querido a todos. Pero dime, y es la última pregunta que te hago: ¿Cómo no puedes venir tú mismo?

—Jesse, no me estás escuchando.

—David, la verdad. Dime la verdad. ¿Has creído alguna vez en ellos? ¿O siempre ha sido una cuestión de objetos de artesanía, archivos y pinturas de sótanos, cosas que se pueden ver y tocar? Ya sabes a lo que me refiero, David. Piensa en el sacerdote católico, cuando pronuncia las palabras de la consagración, en la misa. ¿Cree realmente que Cristo está en el altar? ¿O simplemente es una situación de cálices, de vino consagrado y de un coro cantando?

¡Oh, que mentirosa había sido al ocultarle tantas cosas y ahora insistirle tanto! Pero la respuesta de él no la decepcionó.

—Jesse, lo has comprendido mal. Sé lo que son esas criaturas. Siempre lo he sabido. Nunca he albergado la más pequeña duda. Y por eso mismo, ningún poder en la Tierra podría inducirme a asistir al concierto. Eres tú quien no quiere aceptar la verdad. ¡Tienes que verlo para creerlo! Jesse, el peligro es real. Lestat es exactamente lo que hace profesión de ser, y allí habrá otros de su calaña, incluso más peligrosos, otros que pueden localizarte por lo que eres y tratar de hacerte daño. Date cuenta de esto y haz como te digo. Ven a casa ahora mismo.

¡Qué momento más crudo y doloroso! Él ponía todas sus fuerzas para alcanzarla, y ella sólo le estaba diciendo adiós. David había dicho otras cosas, había dicho que le contaría «la historia entera», que le abriría los archivos, que todos la necesitaban en relación con aquel mismo tema.

Pero la mente de Jesse estaba errando a la deriva. Ella no podía contarle su «historia entera», qué lástima. De nuevo, se sintió en un estado de sopor; era la pesadilla que la amenazaba al colgar el teléfono. Vio las bandejas, el cuerpo en el altar, la madre de las gemelas. Sí, su madre. Hora de dormir. El sueño quiere entrar. Y luego continuar.

Autopista 101. Las siete treinta y cinco. Veinticinco minutos para el concierto.

Acaba de cruzar el puerto de montaña en Waldo Grande y allí estaba el milagro de siempre: la gran silueta ininterrumpida de San Francisco desparramándose a lo largo de las colinas, más allá del negro barniz del mar. Las torres de la Golden Gate surgían ante ella, la fría brisa de la bahía helaba sus manos desnudas que aferraban el volante.

¿Sería puntual El Vampiro Lestat? Era de risa pensar en una criatura inmortal teniendo que llegar puntual. Bien, ella sí sería puntual; el viaje había casi finalizado.

Y toda la aflicción por David, Aaron y los que había amado se había desvanecido. Tampoco sentía pena por la Gran Familia. Sólo gratitud por todo. Pero quizá David tuviera razón. Quizá no había aceptado la fría y aterrorizadora verdad de la cuestión, quizá simplemente se había dejado deslizar en el reino de los recuerdos y de los fantasmas, de las pálidas criaturas que constituían la exacta materia de los sueños y de la locura.

Andaba a pie hacia la casa de Stanford White, y ya no importaba quién viviera allí. Sería bien recibida. Habían estado tratando de decírselo desde que podía recordar.