8. LA HISTORIA DE LAS GEMELAS, FINAL

Encontramos el palacio igual que lo recordábamos, o quizá un poco más esplendoroso, con más botín proveniente de los países conquistados. Más cortinajes de brocado, pinturas más vividas; y el doble de esclavos esparcidos por las salas, como si fueran meros adornos, con sus magros cuerpos desnudos cargados de oro y joyas.

»Fuimos confinadas a un aposento real, con sillas y mesas exquisitas, una alfombra preciosa y platos de carne y pescado para comer.

»A la puesta de sol oímos que aclamaban al Rey y a la Reina, que hacían su aparición en palacio; toda la Corte se inclinó en grandes reverencias, cantando himnos a la belleza de su pálida piel y a su lustroso pelo, a los cuerpos que se habían curado milagrosamente después del ataque de los conspiradores; todo el palacio resonaba con himnos de alabanza.

»Pero cuando ese pequeño espectáculo hubo concluido, nos llevaron a la alcoba de la pareja real y, por primera vez, bajo la débil luz de lámparas distantes, contemplamos la transformación con nuestros propios ojos.

»Vimos a dos seres palidísimos, pero magníficos, parecidos en todos los aspectos a lo que habían sido de vivos; pero una rara luminiscencia los aureolaba; su piel ya no era piel. Y sus mentes ya no eran totalmente sus mentes. Sin embargo, qué espléndidos eran. Como bien os podéis imaginar todos vosotros. Oh, sí, espléndidos, como si la luna hubiese descendido de los cielos y los hubiese moldeado con su luz. Estaban entre su deslumbrante mobiliario dorado, ataviados con sus mejores galas, mirándonos con ojos que brillaban como obsidiana. Entonces, con una voz muy diferente, una voz que parecía amortiguada por música, el Rey habló:

»—Khayman os ha contado lo que nos ha ocurrido —dijo—. En vuestra presencia tenéis a los favorecidos por un gran milagro; porque hemos triunfado ante la muerte segura. Ahora nos hallamos mucho más allá de las limitaciones y de las necesidades de los seres humanos; vemos y comprendemos cosas que antes nos eran ocultas.

»Pero la expresión imperturbable de la Reina se disipó inmediatamente. En un susurro, espetó:

»—¡Tenéis que explicárnoslo! ¿Qué nos ha hecho vuestro espíritu?

»Ante aquellos monstruos nos hallábamos en el peor de los peligros; intenté comunicar este aviso a Mekare, pero en el acto la Reina soltó una carcajada.

»—¿Crees que no sé lo que estás pensando? —preguntó.

»Pero el Rey le rogó que guardara silencio.

»—Dejemos que las hechiceras hagan uso de sus poderes —dijo—. Ya sabéis que siempre os hemos tenido en consideración.

»—Sí —acordó burlona la Reina—. Y vosotras nos enviasteis esta maldición.

«Enseguida declaré que nosotras no éramos las causantes, que habíamos cumplidos nuestra promesa al abandonar el reino, que habíamos regresado a nuestro hogar. Y, mientras Mekare los estudiaba en silencio, yo les supliqué que comprendieran que, si el espíritu les había hecho aquello, lo había hecho por capricho propio.

»—¡Capricho! —soltó la Reina—. ¿Qué quieres decir con una palabra como capricho? ¿Qué nos ha ocurrido? ¿Qué somos? —volvió a preguntar. Y entonces regañó para que viéramos sus dientes. Y contemplamos los colmillos de su boca, diminutos, pero afilados como cuchillos. Y el Rey también nos mostró su transformación.

»—Para sorber mejor la sangre —susurró el Rey—. ¡No sabéis lo que significa la sed para nosotros! ¡No podemos saciarla! Tres, cuatro hombres, mueren cada noche para alimentarnos y, sin embargo, nos vamos a dormir torturados por la sed.

»La Reina se mesó los cabellos como si quisiera abandonarse a gritar. Pero el Rey reposó la mano en el brazo de ella.

»—Aconsejadnos, Mekare y Maharet —nos dijo—. Porque queremos comprender esta transformación y queremos ver cómo puede ser usada para bien.

»—Sí —afirmó la Reina, haciendo esfuerzos para serenarse—. Ya que seguramente un cambio tal no puede acaecer sin razón alguna. —Entonces, perdiendo su convicción, cayó en el silencio. Parecía, efectivamente, que su pragmático y débil punto de vista de las cosas, aunque endeble y buscando justificaciones, se había desmoronado por completo. Por su parte, el Rey se aferraba a sus ilusiones, como a menudo hacen los hombres hasta muy tarde en la vida.

»Entonces, cuando ambos callaron, Mekare avanzó y puso las manos en el Rey. Puso las manos en sus hombros; y cerró los ojos. Luego puso las manos en la Reina de la misma manera, aunque la Reina no dejó de mirarla furiosamente con sus ojos envenenados.

»—Contadnos —dijo Mekare dirigiéndose a la Reina— qué ocurrió en el momento exacto. ¿Qué recordáis? ¿Qué visteis?

»La Reina permanecía callada, con el rostro contraído y receloso. Verdaderamente aquella metamorfosis había realzado su belleza; pero había algo repelente en ella, como si no fuera la flor sino la copia de la flor hecha de pura cera blanca. Y, a la par que se sumergía más en la reflexión, aparecía más sombría y más perversa; instintivamente me acerqué a Mekare para protegerla de lo que pudiese tener lugar.

»Pero entonces la Reina habló:

»—¡Vinieron a matarnos, los traidores! Y habrían echado la culpa a los espíritus; éste era el plan. Todos volverían a comer carne humana, la carne de sus padres y de sus madres, y la carne que amaban cazar. Entraron en la casa y me acuchillaron con sus dagas, a mí, su Reina soberana. —Se interrumpió porque pareció que volvía a ver aquellos horrores ante sus ojos—. Me apuñalaron, me hundieron sus dagas en el pecho, y caí. Nadie puede vivir con heridas como las que había recibido; y, por eso, al caer al suelo, supe que estaba muerta. ¿Oís lo que os digo? Sabía que nada podría salvarme. Mi sangre brotaba en grandes chorros y caía al suelo.

»"Al ver el charco que se formaba ante mí, advertí que yo ya no estaba en mi cuerpo herido, advertí que ya había dejado el cuerpo, que la muerte me había tomado y que me estaba absorbiendo rápidamente hacia arriba, como a través de un gran túnel, hacia donde ya no sufriría más.

»"No estaba asustada; no sentía nada; miré hacia abajo y me vi tendida en el suelo de aquella casita, pálida y cubierta de sangre. Pero no me preocupaba. Estaba libre de aquel cuerpo. Pero, de repente, algo me agarró, algo cogió mi ser invisible. El túnel desapareció; estaba atrapada en una gran malla, como la red de un pescador. Con todas mis fuerzas luché por desprenderme; la red cedía antes mis fuerzas pero no se rompía, me ataba y me estrechaba poderosamente y no podía desasirme de ella y elevarme.

»"¡Cuando intenté gritar me encontraba de nuevo en mi cuerpo! Sentí la agonía de las heridas como si los cuchillos volvieran a cortarme de nuevo. Pero aquella red, aquella gran red, todavía me tenía atrapada y, en lugar de ser la cosa infinita que había sido antes, estaba ahora concentrada en un tejido más apretado, como la tela de un gran velo de seda.

»"Y esta cosa (visible y sin embargo invisible) giraba a mi alrededor como si fuera el viento, levantándome, dejándome caer, haciéndome dar vueltas. La sangre salía a borbotones de mis heridas. Y empapaba el tejido del velo, como podía haber empapado la urdimbre de una tela cualquiera.

»"Y lo que antes había sido transparente ahora estaba mojado de sangre. Y vi una cosa monstruosa, informe, con mi sangre esparcida por toda su superficie o su volumen. Con todo, esa cosa tenía otra propiedad: un núcleo central, parecía, un pequeño núcleo ardiente, que estaba dentro de mí y que corría enloquecido por mi cuerpo como un animal asustado. Corría por mis extremidades, chocando, golpeando. Un corazón con piernas y correteando. Daba vueltas por mi vientre mientras yo me lo agarraba, me retorcía. ¡Me habría degollado para sacármelo de dentro!

»"Parecía que la gran parte invisible de la cosa (la niebla sanguinolenta que me envolvía) estaba controlada por aquel diminuto núcleo, que serpenteaba tomando esta u otra forma, que viajaba a toda prisa por mi interior, que penetraba en las manos en un momento y en los pies al siguiente. Que me subía por la espina dorsal.

»"Moriría, seguro que moriría, pensaba. Entonces me sobrevino un momento de total ceguera. Silencio. Me había matado, estaba segura. Volvería a ascender, ¿no? No obstante, abrí los ojos de repente; me senté en el suelo como si no hubiera recibido ningún ataque, ¡y vi con toda claridad! Khayman, la refulgente antorcha en su mano, los árboles del jardín... ¡era como si nunca hubiera visto aquellas simples cosas tal cual eran! El dolor había desaparecido por completo, tanto de mi interior como de las heridas. Sólo la luz hería mis ojos; no podía soportar su brillantez. Sin embargo me había salvado de la muerte; mi cuerpo había sido glorificado y perfeccionado. Pero... —y aquí se interrumpió.

«Durante un momento contempló con mirada vacía, indiferente. Luego agregó:

»—Khayman os ha contado el resto. —Miró al Rey que estaba junto a ella, observándola, intentando imaginarse lo que contaba, como nosotras también tratábamos de imaginar.

»" Vuestro espíritu intentaba destruirnos —prosiguió—. Pero había ocurrido algo más; algún gran poder había intervenido para triunfar sobre su maldad diabólica. —Entonces la convicción la abandonó de nuevo. Las mentiras se detuvieron en la punta de su lengua. De inmediato su rostro se puso frío, amenazante. Y dijo con dulzura—: Contadnos, hechiceras, sabias hechiceras, vosotras que conocéis todos los secretos. ¿Cuál es el nombre para el ser que somos?

»Mekare suspiró. Se volvió hacia mí. Yo sabía que Mekare no quería hablar de ello. Y la vieja advertencia de los espíritus me vino a la memoria. El Rey y la Reina egipcios nos harían preguntas y nuestras respuestas no les gustarían. Nos matarían...

«Entonces la Reina volvió la espalda. Se sentó e inclinó la cabeza. Y fue entonces, y sólo entonces, cuando su verdadera tristeza salió a flote. El Rey nos sonrió, cansadamente.

»—Sentimos un gran dolor, hechiceras —dijo—. Podríamos soportar la carga de esta transformación si la comprendiéramos mejor.

Vosotras, que os habéis comunicado con todas las cosas invisibles, contadnos los que sepáis de esta magia; ayudadnos si podéis, ya que sabéis que nunca os quisimos hacer daño, que nuestra intención era sólo extender el imperio de la ley y de la verdad.

»No prestamos atención a la hipocresía de aquellas afirmaciones; de la bondad de extender la verdad a base de matanzas generales y cosas así. Pero Mekare pidió al Rey que contase ahora lo que recordaba.

»Habló de cosas que vosotros, todos los que estáis sentados aquí, conocéis sin duda alguna. De cómo estaba muriendo, de cómo probó la sangre con que su esposa le había cubierto el rostro, de cómo su cuerpo resucitó y anheló aquella sangre, de cómo la tomó de su esposa y de cómo ésta se la dio, y por fin de cómo se convirtió en lo que ella era. Pero para él no hubo la misteriosa nube sanguinolenta. No hubo nada desenfrenado corriendo por su interior.

»—La sed, es insoportable —nos dijo—. Insoportable. Y también agachó la cabeza.

»Mekare y yo quedamos en silencio un momento, mirándonos y, luego, como siempre, Mekare habló primero:

»—No tenemos nombre para lo que sois —dijo—. No tenemos ninguna referencia de que cosa semejante haya ocurrido nunca en el mundo. Pero lo que ocurrió está muy claro. —Clavó los ojos en la Reina—. Mientras contemplabais la muerte, vuestra alma intentó escapar rápidamente del sufrimiento, como suelen hacer las almas. Pero cuando empezó a ascender, el espíritu Amel la capturó, ese ser que es invisible como el alma. Si los acontecimientos hubiesen seguido su curso normal, fácilmente podríais haber vencido a este ente terrestre y haberos ido a reinos que desconocemos.

»"Pero el espíritu Amel había puesto en marcha, mucho tiempo atrás, un gran cambio en sí mismo; un cambio que lo transformó por completo. Este espíritu había probado la sangre de los humanos, de los humanos que había picado o fustigado, como vos misma pudisteis ver. Vuestro cuerpo allí tendido y lleno de sangre aún tenía vida, a pesar de sus múltiples heridas.

»"Así pues, el espíritu, sediento, se zambulló en vuestro cuerpo, con su invisible forma, entretejida aún con vuestra alma.

»"No obstante, podíais haber triunfado sobre él, luchando hasta expulsar este ser maligno, luchando como con frecuencia hacen los posesos. Pero el pequeño núcleo de este espíritu (la parte material que constituye el centro motor de todos los espíritus, del cual proviene su inagotable energía) había quedado súbitamente lleno de sangre, como nunca había ocurrido en el pasado.

»"Así pues, la fusión de la sangre y del tejido eterno fue magnificada y acelerada un millón de veces; y la sangre fluyó por todo su cuerpo, tanto material como inmaterial, y eso fue la nube sanguinolenta que visteis.

»"Pero lo más significativo es el dolor que experimentasteis, ese dolor que viajó por vuestros miembros. Ya que lo más probable fue que, puesto que la muerte inevitable llegaba a vuestro cuerpo, el diminuto núcleo del espíritu se aleara con vuestra carne, como su energía se había ya aleado con vuestra alma. Encontró algún lugar concreto, algún órgano, en donde fundir la materia con la materia, como el espíritu ya se había fundido con el espíritu; y un nuevo ser fue creado."

»—Su corazón y mi corazón —musitó la Reina— se fundieron en uno. —Y, cerrando los ojos, levantó la mano y la reposó en el pecho.

»No replicamos nada, aunque esto nos pareciera una simplificación, aunque no creyéramos que el corazón fuese el centro del intelecto o de las emociones. Para nosotras, el cerebro era quien controlaba esos aspectos. En aquel momento, tanto a Mekare como a mí, nos vino a la memoria un terrible recuerdo: el corazón y el cerebro de nuestra madre tirados por el suelo y pisoteados entre las cenizas y el polvo.

»Pero alejamos este recuerdo. Habría sido una aberración que aquel dolor pudiera ser vislumbrado por los que lo habían causado.

»El Rey nos agobió con otra pregunta:

»—Muy bien —dijo—, habéis explicado lo que le sucedió a Akasha. El espíritu está en su interior, su núcleo está fusionado con su corazón, quizá. Pero ¿qué hay en mi interior? No sentí aquel dolor, no sentí que el espíritu maligno correteara en mi interior. Sentí... sentí sólo la sed cuando las manos ensangrentadas de ella tocaron mis labios. —Y miró a su esposa.

»La vergüenza y el horror que experimentaba por causa de la sed eran evidentes.

»—El mismo espíritu está también en vuestro interior —respondió Mekare—. No hay sino un solo Amel. Su núcleo reside en la Reina, pero también en vos.

»—¿Cómo es posible una cosa así? —inquirió el Rey.

»—Una gran porción de este ser es invisible —contestó Mekare—. Si hubierais podido verlo en toda su extensión, antes de que tuviera lugar la desgracia, hubierais contemplado algo casi infinito.

»—Sí —confesó la Reina—. Era como si la red tapara el cielo entero.

»Mekare explicó:

»—Solamente gracias a la concentración de un tamaño de tal enormidad, los espíritus consiguen toda la fuerza física que desean. Dejados a sus anchas, son como nubes en el horizonte, quizá más grandes; muchas veces han alardeado ante nosotras de no tener verdaderos límites, aunque quizás esto no sea verdad.

»El Rey miró a su esposa.

»—Pero ¿cómo podemos librarnos de él? —interrogó Akasha.

»—Sí. ¿Cómo podemos hacer que se vaya? —insistió el Rey.

»Ninguna de las dos quería responder. Nos preguntábamos si la respuesta no sería obvia para ambos soberanos.

»—Destruid vuestro cuerpo —dijo Mekare a la Reina— y el espíritu quedará destruido también.

»El Rey miró a Mekare con incredulidad.

»—¡Que destruya su cuerpo! —Contempló desesperanzadamente a su esposa.

»Pero Akasha se limitó a sonreír con amargura. Aquellas palabras no constituían una sorpresa para ella. Durante un largo momento no dijo nada. Simplemente nos miró con odio palpable; luego se volvió hacia el Rey. Cuando dirigió la vista de nuevo hacia nosotras, formuló la pregunta:

»—Estamos muertos, ¿no? No podemos vivir si el espíritu se va. No comemos; no bebemos, salvo por la sangre que el espíritu ansia; nuestros cuerpos ya no expulsan excrementos; no ha variado ni el más mínimo detalle de nuestro cuerpo desde aquella noche atroz; ya no estamos vivos.

»Mekare no respondió. Yo sabía que los estaba estudiando; esforzándose para ver sus formas no como un humano las vería sino como las vería una hechicera, esforzándose para dejar que la paz y la quietud se posaran alrededor de ellos; así podría observar los minúsculos e imperceptibles aspectos que escapaban a simple vista. Cayó en un trance de contemplación y escucha. Cuando finalmente habló, lo hizo con voz espesa, apagada:

»—El espíritu está trabajando vuestro cuerpo, está trabajando como el fuego trabaja la leña que consume, como el gusano trabaja el cadáver de un animal. Trabaja y trabaja y su trabajo es inevitable; es la continuación de la fusión que ha tenido lugar; por eso el sol lo hiere, porque usa toda su energía para hacer lo que debe hacer, y no puede resistir el calor del sol en su ser.

»—Ni siquiera la brillante luz de una antorcha —suspiró el Rey.

»—A veces ni siquiera la llama de una vela —añadió la Reina.

»—Sí —acordó Mekare, saliendo finalmente del trance—. Estáis muertos —dijo en un murmullo—. ¡Y, sin embargo, estáis vivos! Si las heridas curaron como dijisteis; si resucitasteis al Rey como decís..., entonces podéis haber derrotado a la muerte. Es decir, si evitáis colocaros bajo los ardientes rayos del sol.

»—¡No, esto no puede continuar! —exclamó el Rey—. La sed, no sabéis lo terrible que es la sed.

»Pero la Reina sólo volvió a sonreír con amargura.

»—Ahora esos cuerpos nuestros no están vivos. Son los huéspedes del espíritu maligno. —Su labio tembló al mirarnos—. ¡O esto o somos auténticos dioses!

»—Contestad, hechiceras —dijo el Rey—. ¿Podría ser que ahora fuésemos seres divinos, favorecidos con los dones que sólo los dioses comparten? —Y él sonrió al decirlo; también quería creerlo—. ¿No podría ser que, cuando vuestro espíritu maligno intentaba destruirnos, nuestros dioses hubiesen intervenido?

»Los ojos de la Reina brillaron con una luz malvada. Cuánto le gustaba aquella idea, pero no la creía... no la creía realmente.

»Mekare me miró. Quería que me acercase a ellos y los tocase como ella había hecho. Quería que los mirase como ella había hecho. Había algo más que quería decir, pero no estaba segura de ello. Ciertamente yo poseía poderes de naturaleza instintiva ligeramente superiores a los de ella, pero estaba menos dotada para el lenguaje.

»Avancé; toqué su piel blanca, aunque me repugnaba como ellos me repugnaban por todo lo que nos habían hecho, a nuestro pueblo y a nosotras. Los toqué, me retiré y me quedé mirándolos; y vi el trabajo del que habló Mekare, incluso pude oírlo: el incansable zumbido del espíritu en su interior. Aquieté mi mente; la limpié por completo de todo prejuicio y todo temor y, entonces, cuando la calma del trance se ahondó en mí, me permití hablar.

»—Quiere más humanos —dije. Miré a Mekare. Era lo que ella había sospechado.

»—¡Le ofrecemos todo lo que podemos! —dijo la Reina con un jadeo. Y el rubor de la vergüenza apareció de nuevo, extraordinario en toda su brillantez, en sus palidísimas mejillas. La cara del Rey también enrojeció. Entonces comprendí, como Mekare ya había comprendido, que cuando bebían la sangre sentían éxtasis. Nunca habían conocido un placer semejante, ni en sus lechos, ni en la mesa del banquete ni cuando estaban ebrios de cerveza o vino. Aquello era la fuente de su vergüenza. No era el acto de matar; era aquella monstruosa sensación. Era el placer. ¡Ah, qué par no eran esos dos!

»Pero me habían interpretado mal.

»—No —expliqué—. Quiere a más como vosotros. Quiere entrar en más y crear bebedores de sangre en otros, como hizo con el Rey; es demasiado inconmensurable para permanecer contenido en sólo dos reducidos cuerpos. La sed sólo será soportable cuando creéis a más, porque compartirán la carga con vosotros.

»—¡No! —exclamó la Reina—. Esto es impensable.

»—¡Seguro que no puede ser tan simple! —declaró el Rey—Ambos fuimos creados en el mismo instante atroz, cuando nuestros dioses combatían contra el espíritu maligno. Decididamente, cuando nuestros dioses combatieron y vencieron.

»—No lo creo así —dije yo.

»La Reina preguntó:

»—¿Quieres decir que, si alimentamos a otros con nuestra sangre, también quedarán infectados de este modo? —Ahora recordaba cada detalle de la catástrofe. Su esposo que se moría, sin pulso ya, y la sangre que goteaba en su boca.

»"¡Pero no tengo sangre suficiente para hacer tal cosa! —exclamó—. ¡Sólo soy lo que soy! —Y pensó en la sed y en todos los cuerpos que habían servido para aplacarla.

»Y comprendimos el hecho evidente: que había succionado la sangre de su esposo antes que él la hubiera bebido de ella. De este modo el contagio pudo llevarse a cabo. Además, ayudó el hecho de que el Rey estuviera al borde de la muerte, siendo así más receptivo, con su espíritu que se sacudía para liberarse del cuerpo, a punto de quedar atrapado en los invisibles tentáculos de Amel.

»—No creo lo que decís —proclamó el Rey—. Los dioses no lo habrían permitido. Somos el Rey y la Reina de Queme. Carga o bendición, esta magia estaba destinada a nosotros.

»Transcurrió un momento de silencio. Luego volvió a hablar, con total sinceridad.

»—¿Nos os dais cuenta, hechiceras? Es el destino. Estábamos destinados a invadir vuestra tierra y con ello a traer a este espíritu maligno aquí, para que esta transformación pudiera tener lugar. Sufrimos, es cierto, pero ahora somos dioses; es un fuego sagrado; y debemos dar gracias por lo que nos ha ocurrido.

»Intenté impedir que Mekare hablase. Apreté su mano con fuerza. Pero ellos ya sabían lo que quería decir. Sólo los irritaba su convicción.

»—Con toda probabilidad podía haberle ocurrido a cualquiera —dijo—; en condiciones similares, en un hombre o una mujer debilitados y moribundos, el espíritu hubiera podido encontrar su asidero.

»Nos miraron fijamente, silenciosamente. El Rey sacudió la cabeza. La Reina miró hacia otra parte, con desdeño. Después el Rey murmuró:

»—Si es así, ¡habrá otros que quieran tomarlo de nosotros!

»—Oh, sí —susurró Mekare—. Si los hace inmortales, muchos lo querrán, seguro que sí. Porque, ¿quién no quiere vivir para siempre?

»Ante eso, el rostro del Rey quedó transfigurado. Se puso a andar a grandes zancadas de un lado para otro de la estancia. Miró a su esposa, que tenía la vista fija y ausente de uno que se ha vuelto loco, y le dijo, con mucho cuidado:

»—Entonces ya sabemos lo que tenemos que hacer. ¡No podemos crear una raza de tales monstruos! ¡Lo sabemos!

»Pero la Reina se llevó las manos a los oídos y se puso a chillar. Empezó a sollozar y finalmente a rugir en su agonía, mientras sus dedos se crispaban formando zarpas y levantaba la vista hacia el techo.

»Mekare y yo retrocedimos hasta los límites de la habitación, y nos abrazamos fuertemente. Mekare se puso a temblar y a llorar y yo sentí que las lágrimas me inundaban los ojos.

»—¡Vosotras sois las causantes! —bramó la Reina; yo nunca había oído una voz alcanzar un tal volumen. Y, entonces, enloquecida, empezó a romper todo lo que alcanzó en el aposento; y vimos la fuerza de Amel en su interior, porque hacía cosas que ningún humano puede realizar. Lanzó los espejos al techo; los muebles dorados quedaron hechos astillas bajo sus puñetazos—. ¡Malditas seáis en el inframundo, entre demonios y bestias inmundas para siempre! —nos maldijo—. Por lo que nos habéis hecho. Abominaciones. Hechiceras. ¡Vosotras y vuestro demonio! Dijisteis que no nos lo habíais enviado. Pero en vuestros corazones lo hicisteis. ¡Nos enviasteis este espíritu maligno! Y leí en vuestros corazones, como lo estoy leyendo ahora, que nos deseasteis mal.

»Pero entonces el Rey la abrazó; la silenció, la besó y ahogó los sollozos en su pecho.

»Al final Akasha se desasió de él. Y nos miró fijamente, con los ojos inyectados de sangre.

»—¡Mentís! —gritó—. Mentís como vuestros espíritus mintieron antes que vosotras. ¿Pensáis que algo así podía ocurrir si no estaba destinado a que ocurriera? —Se volvió hacia el Rey—. Oh, ¿no te das cuenta?, hemos sido unos estúpidos al escuchar a esas simples mortales, ¡que no tienen los poderes que nosotros poseemos! Ah, somos divinidades jóvenes y debemos esforzarnos por conocer los designios del cielo. Y es evidente que nuestro destino está claro; lo vemos en los dones que poseemos.

»No replicamos a lo que había dicho. Me pareció, al menos por unos breves y preciosos momentos, que era una suerte si ella podía creer estupideces semejantes. Porque lo único que yo podía creer era que Amel, el maligno, Amel, el idiota, el obtuso, el imbécil, había tropezado casualmente con aquella desastrosa fusión, y esto lo pagaría el mundo entero. La advertencia de mi madre me vino a la memoria. Y entonces me asaltaron tales pensamientos (deseos de destruir al Rey y a la Reina) que tuve que cubrirme la cabeza con las manos, sacudirme, y tratar de limpiar mi mente, a menos que quisiese enfrentarme a su ira.

»Pero, sea como sea, la Reina no nos estaba prestando atención, salvo para chillar a sus guardias que nos hiciesen prisioneras de inmediato y que a la noche siguiente seríamos juzgadas ante toda la Corte.

»Nos asieron con brusquedad; y, mientras ella daba órdenes con los dientes apretados y miradas sombrías, los guardias nos arrastraron violentamente y nos echaron, como dos vulgares presas, a una celda sin luz.

»Mekare me abrazó y en susurros me dijo que hasta que el sol saliese no debíamos pensar en nada que nos pudiese reportar daños: debíamos cantar las viejas canciones que conocíamos y pasear a un lado y otro de la celda para evitar soñar sueños que pudiesen ofender al Rey y a la Reina. Mekare estaba mortalmente aterrorizada.

»Verdaderamente nunca la había visto tan asustada. Mekare era la que estaba siempre dispuesta a clamar encolerizada, mientras que yo me retraía imaginando las cosas más terribles.

»Pero cuando llegó la aurora, cuando estuvo segura de que los malignos Rey y Reina se había retirado a su refugio secreto, explotó en lágrimas.

»—Yo lo hice, Maharet —me dijo—. Yo lo hice. Yo envié a Amel contra ellos. Intenté no hacerlo; pero Amel lo leyó en mi corazón. Fue como dijo la Reina.

»Sus recriminaciones parecían no tener fin. Fue ella quien había hablado con Amel; ella quien le había dado fuerzas, lo había hinchado y había mantenido su interés; Mekare había deseado que su ira cayese sobre los egipcios y él lo había advertido.

»Traté de consolarla. Le dije que nadie podía controlar los sentimientos del corazón, que Amel había salvado nuestras vidas una vez; que nadie podía imaginarse aquellas terribles fatalidades, aquellas inesperadas desviaciones del curso normal de la vida; que debíamos desechar toda culpabilidad y mirar sólo al futuro. ¿Cómo podíamos salir libres de allí? ¿Cómo podíamos hacer que esos monstruos nos soltasen? Nuestros buenos espíritus ya no los atemorizarían; no había ninguna posibilidad; debíamos pensar; debíamos hacer un plan; teníamos que hacer algo.

»Por fin, lo que secretamente esperaba, sucedió; Khayman hizo su aparición. Estaba aún más delgado y exhausto que antes.

»—Creo que estáis sentenciadas, mis pelirrojas —nos dijo—. El Rey y la Reina se encuentran en un dilema por las cosas que les habéis dicho; antes de amanecer fueron al templo de Osiris a rezar. ¿No podíais darles alguna esperanza de salvación? ¿Alguna esperanza de que su horror tendría fin?

»—Khayman, hay una esperanza —susurró Mekare—. Pongo a los espíritus por testigos; no digo que debas hacerlo, sólo respondo a tu pregunta. Si quieres poner fin a esto, pon fin al Rey y a la Reina. Encuentra su escondrijo y deja que el sol caiga sobre ellos, el sol que sus nuevos cuerpos no pueden soportar.

»Pero él volvió la espalda, aterrado ante la perspectiva de tal traición. Miró atrás por encima del hombro, suspiró y dijo:

»—Ah, mis queridas hechiceras. ¡Qué horrores he presenciado! Y, sin embargo, no me atrevo a realizar una cosa semejante.

»El transcurrir de las horas era una agonía para nosotras, puesto que, con toda seguridad, seríamos ejecutadas. Pero ya no nos reprochábamos las cosas que habíamos dicho o hecho. Tendidas en la oscuridad, abrazadas, volvimos a cantar las canciones de nuestra infancia; cantamos las canciones de nuestra madre; pensé en mi pequeña hija y traté de ir con ella, de elevarme espiritualmente del lugar donde me hallaba y acercarme a ella; pero sin la poción para el trance me fue imposible llevarlo a cabo. Yo nunca había aprendido una tal destreza.

»Llego el crepúsculo. Y pronto oímos a la multitud cantar los himnos; el Rey y la Reina se aproximaban. Los soldados vinieron por nosotras. Fuimos llevadas al patio abierto del palacio, como tiempo atrás. Allí estaba aquel Khayman que nos había apresado y que nos había deshonrado; delante de los mismos espectadores nos llevaron, otra vez con las manos atadas.

»Sólo que ahora era de noche y las antorchas ardían con luz menguada bajo los arcos del patio; y una claridad de mal augurio oscilaba en las flores de loto doradas de las columnas y en las siluetas pintadas que decoraban los muros. Al fin, el Rey y la Reina subieron al estrado. Y los que allí estaban reunidos cayeron de rodillas. Los soldados nos obligaron a postrarnos en aquella postura sumisa. La Reina dio un paso adelante y empezó a hablar.

»Con voz temblorosa contó a sus súbditos que nosotras éramos hechiceras monstruosas y que habíamos desatado, en su reino, el espíritu maligno que había atormentada a Khayman y que había tratado de atacar a los mismos Rey y Reina con su terrible maldad. Pero, ved, el gran dios Osiris, el más antiguo de todos los dioses, más fuerte incluso que el dios Ra, había abatido aquella fuerza diabólica y había elevado al Rey y a la Reina a la gloria celestial.

»Pero el gran dios no podía mirar sin odio a las hechiceras que habían turbado a su amado pueblo. Y pedía que no se tuviera piedad con ellas.

»—Mekare, por tus malvadas mentiras y por tu asociación con los espíritus malignos —sentenció la Reina—; se te arrancará la lengua de la boca. Y Maharet, por la maldad que has imaginado y en la que querías hacernos creer; se te sacarán los ojos. Y permaneceréis atadas juntas toda la noche, para que podáis oíros llorar, una incapaz de hablar y la otra incapaz de ver. Y después, mañana al mediodía, en la plaza pública delante de palacio, seréis quemadas vivas para que todo el pueblo pueda contemplarlo.

»—Porque fijaos bien: ninguna maldad semejante dominará nunca a los dioses de Egipto ni a su Rey y Reina elegidos. Porque los dioses nos han mirado con benevolencia y favor especial, y ahora somos como el Rey y la Reina de los Cielos y nuestro destino es hacer el bien común.

»Quedé sin habla al oír la pena a que nos condenaban; el miedo y el dolor estaban más allá de mi alcance. Pero de inmediato Mekare gritó en tono de desafío. Sorprendiendo a los soldados, se separó de ellos y dio unos pasos adelante. Con la mirada en las estrellas, habló. Y, por encima de los cuchicheos ahogados de la Corte, declaró:

»—Pongo a los espíritus por testigos, porque suyo es el conocimiento del futuro, tanto de lo que será, ¡como de lo que yo seré!

¡Sois la Reina de los Condenados, es lo único que sois! Vuestro único destino es la maldad, como bien lo sabéis. Pero yo os detendré, aunque tenga que resucitar de entre los muertos para hacerlo. ¡Y, en la hora de vuestra mayor amenaza, seré yo quien os derrotará! ¡Seré yo quien os abatirá! ¡Fijaos bien en mi rostro, porque volveréis a verlo!

»No bien hubo pronunciado aquel juramento, aquella profecía, que los espíritus se reunieron y desataron su torbellino; las puertas de palacio se abrieron violentamente y la arena del desierto llenó el aire de sal.

»Los cortesanos, aterrorizados, echaron a gritar.

»Pero la Reina llamó a los soldados.

»—¡Cortadle la lengua como os he ordenado! —Los soldados salieron de entre los cortesanos que se arrimaban aterrados a los muros, avanzaron hasta Mekare, la cogieron y le cortaron la lengua.

»Fría de horror miré cómo tenía lugar el sacrificio; terminó y oí los jadeos de Mekare. Entonces, con una furia inusitada, apartó a un lado, con sus manos atadas, a los soldados, se arrodilló, de un zarpazo cogió la lengua ensangrentada del suelo y se la tragó antes de que la pisotearan o la tirasen.

»Los soldados me aferraron a mí entonces.

»Lo último que contemplé fue a Akasha, señalándome con el dedo, y con los ojos refulgentes. Y el rostro paralizado de Khayman, con lágrimas que caían por sus mejillas. Los soldados me sujetaron la cabeza, tiraron mis párpados hacia arriba y me arrebataron la visión, mientras yo lloraba en silencio.

»Luego, de repente, sentí que una mano afectuosa me cogía; y sentí algo contra mis labios. Khayman había recogido mis ojos; Khayman los estaba apretando contra mis labios. De inmediato me los tragué, para que no los profanaran o se perdiesen.

»El viento arreció con más violencia; la arena se atorbellinó a nuestro entorno y oí a los cortesanos que echaban a correr en todas direcciones, unos tosiendo, otros jadeando y muchos gritando en su estampida; mientras, la Reina imploraba a sus súbditos que se calmaran. Me di la vuelta, tanteando en busca de Mekare, y sentí que reposaba su cabeza en mi hombro, sentí su pelo contra mi mejilla.

»—¡Ahora quemadlas! —ordenó el Rey.

»—No, es demasiado pronto —dijo la Reina—. Dejad que sufran.

»Se nos llevaron, nos ataron juntas y nos dejaron solas en el suelo de la pequeña celda.

«Durante horas, los espíritus revolvieron el palacio; pero el Rey y la Reina consolaron a su pueblo y les dijeron que no tuvieran miedo. A mediodía de la mañana siguiente todos los males del reino serían expiados; que hasta entonces los espíritus hicieran lo que quisiesen.

»Más tarde, todo quedó tranquilo y silencioso, mientras nosotras yacíamos juntas. Parecía que nada, excepto el Rey y la Reina, anduviese por el palacio. Incluso nuestros guardias dormían.

»Éstas son las últimas horas de mi vida, pensé. Y el sufrimiento de Mekare será mayor que el mío, porque me verá arder, mientras que yo no podré verla y ni siquiera oírla, porque no puede gritar. Acerqué a Mekare contra mí. Reposó su cabeza contra los latidos de mi corazón. Y así transcurrieron los minutos.

«Finalmente, cuando debían faltar unas tres horas para el amanecer, oí ruidos fuera de la celda. Algo violento; el guardia soltando un grito agudo y luego cayendo. Alguien había matado al hombre, Mekare se agitó junto a mí. Oí que descorrían el cerrojo; las bisagras crujieron. Luego me pareció oír un ruido producido por Mekare, algo semejante a un gemido.

»Alguien había entrado en la celda, y supe por mis viejos poderes instintivos que se trataba de Khayman. Cuando nos hubo cortado las cuerdas que nos ataban extendí mi brazo y agarré su mano. Pero al instante pensé ¡éste no es Khayman! Y comprendí.

»—¡Te lo han hecho a ti! ¡Lo han realizado contigo!

»—Sí —susurró, con una voz llena de ira y de amargura, con un nuevo timbre que se había introducido en ella, un timbre inhumano— ¡Lo han hecho! ¡Para probarlo, lo han hecho! ¡Para ver si decíais la verdad! Han puesto este mal dentro de mí.—Pareció que sollozaba, un sonido áspero y seco que emergió de su pecho. Y pude sentir la inmensa fuerza de sus dedos, porque, aunque no era su intención hacerme daño en las manos, me lo hacía.

»—Oh, Khayman —dijo yo llorando—. ¡Qué traición de los que has servido tan bien!

»—Escuchadme, hechiceras —dijo, con voz gutural, desbordante de odio—. ¿Queréis morir mañana a fuego y humo ante el populacho ignorante o queréis combatir a este ser maligno? ¿Queréis ser su igual y su enemigo en esta Tierra? Porque ¿qué puede detener la fuerza de los hombres poderosos salvo otros de la misma fuerza? ¿Qué detiene a un espadachín salvo un guerrero del mismo temple? Hechiceras, si han podido hacerme esto a mí, ¿no os lo puedo hacer yo a vosotras?

»Me encogí, intenté alejarme de él, pero no me soltaba. Yo no sabía si era posible. Sólo sabía que no lo quería.

»—Maharet —dijo—, crearán una raza de acólitos acérrimos a ellos, a menos que sean vencidos, y ¿quién puede vencerlos sino alguien tan poderoso como ellos mismos?

»—No, antes moriría —repliqué yo, aunque, al acabar de pronunciar las palabras, me vinieron al pensamiento las llamas que nos aguardaban. Pero no, era imperdonable. Mañana vería a mi madre; me iría de allí para siempre, y nada podría hacerme quedar.

»—¿Y tú, Mekare? —oí que decía—. ¿Quieres obtener el cumplimiento de tu maldición? ¿O prefieres morir y dejarla en manos de los espíritus que te han fallado desde el principio?

»Se levantó de nuevo el viento, aullando por todo el palacio; oí las puertas exteriores que batían; oí la arena que azotaba los muros. Criados que corrían por pasillos alejados; gentes que despertaban y se levantaban de las camas. Pude oír los gemidos débiles, vacíos, ultraterrestres de los espíritus más queridos.

»—Calmaos —les exhorté—. No lo haré. No dejaré que este mal entre en mí.

»Pero, al arrodillarme e inclinar la cabeza contra la pared, razonando que debía morir, que de un modo u otro debía encontrar el coraje para morir, advertí que, en los reducidos límites de aquella celda, la indecible magia trabajaba de nuevo. Mientras los espíritus enfurecidos se agitaban contra la magia, Mekare había tomado su decisión. Extendí los brazos y noté aquellas dos formas, hombre y mujer, unidos como amantes; y cuando luché para separarlos, Khayman me asestó un golpe que me tumbó al suelo inconsciente.

»Sólo transcurrieron unos minutos. En algún lugar de la negrura, los espíritus lloraban. Los espíritus supieron el resultado final antes que yo. Los vientos se desvanecieron; se hizo un silencio absoluto en la negrura; el palacio estaba en absoluta quietud.

»Las frías manos de mi hermana me tocaron. Oí un extraño sonido, como una risa; ¿pueden oír los que no tienen lengua? En realidad yo aún no había tomado una decisión; sabía que todas nuestras vidas habían sido la misma; gemelas, una la imagen reflejada de la otra; parecíamos dos cuerpos con una sola alma. Ahora me hallaba sentada en la cerrada y cálida oscuridad de aquel reducido espacio y estaba en brazos de mi hermana; por primera vez ella era diferente, ya no éramos el mismo ser; y sin embargo lo éramos. Y sentí su boca contra mi cuello; sentí que me hería; Khayman sacó su puñal e hizo el trabajo para ella; y la caída al vacío empezó.

»Oh, aquellos segundos divinos; aquellos momentos en que vi en el interior de mi cerebro la encantadora luz del cielo plateado; y mi hermana ante mí, sonriendo, con los brazos hacia arriba mientras la lluvia caía. Danzábamos juntas bajo la lluvia, y todo nuestro pueblo estaba allí, con nosotras, y nuestros pies desnudos se hundían en la hierba mojada; y cuando el rayo rasgó el cielo y el trueno estalló, fue como si nuestras almas se hubieran liberado de todo dolor. Empapadas por la lluvia entramos en la cueva juntas; encendimos una pequeña lámpara y contemplamos las antiguas pinturas en las paredes, las pinturas realizadas por las hechiceras que habían vivido antes que nosotras; arrimándonos una contra otra, con el sonido de la distante lluvia, nos perdimos entre aquellas pinturas de hechiceras danzantes, pinturas que hablaban de la primera aparición de la luna en el cielo nocturno.

»Khayman me alimentó con la magia; luego mi hermana; luego otra vez Khayman. Ya sabéis lo que ocurrió, ¿no? Pero no sabéis lo que significa el Don Oscuro para los que son ciegos. Microscópicas chispas centelleaban en la gaseosa penumbra; luego parecía que el esplendor de una luz empezaba a definir las formas de las cosas a mi alrededor, en débiles latidos; como las imágenes que a uno le quedan en los ojos después de ver algo resplandeciente y cerrar los párpados.

»Sí, me podía mover por la oscuridad. Extendí la mano para verificar lo que veía. La puerta, la pared; luego el pestillo ante mí; un leve mapa del camino que seguía adelante parpadeó un segundo en mi mente.

»Sin embargo, la noche nunca había parecido tan silenciosa; nada inhumano respiraba en la oscuridad. Los espíritus habían desaparecido por completo.

»Y nunca, nunca más, he vuelto a oír o ver a los espíritus. Nunca más han vuelto a responder a mis preguntas o a mis invocaciones. Los fantasmas de los muertos, sí; pero los espíritus han desaparecido para siempre.

»Pero, en aquellos primeros momentos, u horas, o incluso en las primeras noches, no me paréate de este abandono.

»Y muchas más cosas me sorprendieron, muchas más cosas me llenaron de agonía o de alegría.

»Mucho antes del alba ya estábamos escondidas, como el Rey y la Reina estaban escondidas; en las profundidades de una tumba. Khayman nos condujo al mausoleo de su propio padre, al mausoleo donde se había restaurado al mísero cadáver profanado. Por entonces yo ya había bebido mi primera medida de sangre mortal. Había conocido el éxtasis que había hecho enrojecer al Rey y a la Reina de vergüenza. Pero no había osado robar los ojos de mi víctima; ni siquiera había pensado que algo semejante pudiese funcionar.

»Fue cinco noches después cuando hice este descubrimiento, y vi como un bebedor de sangre ve por primera vez.

»Pero por entonces ya habíamos huido de la ciudad real, viajando noche tras noche en dirección norte. Y, lugar tras lugar, Khayman revelaba la magia a personas diversas declarando que debían levantarse contra el Rey y la Reina, ya que el Rey y la Reina les querrían hacer creer que sólo ellos poseían el poder, lo cual era únicamente la peor de sus muchas mentiras.

»Oh, el odio que sentía Khayman aquellas primeras noches. A cualquiera que quisiese el poder, se lo daba, incluso cuando estaba tan debilitado que apenas podía andar a nuestro lado. Que el Rey y la Reina tuvieran enemigos poderosos, ése era su propósito. ¿Cuántos bebedores de sangre se crearon en aquellas primeras semanas irreflexivas, bebedores de sangre que aumentarían y se multiplicarían y llevarían a cabo las batallas con que soñaba Khayman?

»Pero nosotras quedamos sentenciadas en esta primera etapa de la aventura, sentenciadas en la primera rebelión, sentenciadas en nuestra huida. Pronto nos separarían para siempre: a Khayman, a Mekare y a mí.

»Porque el Rey y la Reina, horrorizados por la deserción de Khayman y sospechando que nos había dado la magia, mandaron soldados a perseguirnos, hombres que nos buscarían de día y de noche. Y como cazábamos sin tregua para satisfacer nuestra recién nacida ansia, nuestro rastro a lo largo de los pequeños poblados a orillas del río, o de los asentamientos de las montañas, era muy fácil de seguir.

»Y al fin, cuando aún no hacía dos semanas que habíamos huido del palacio real, fuimos atrapadas por la turba a las puertas de Saqqara, a menos de dos noches de camino al mar.

»¡Si hubiéramos podido llegar al mar! ¡Si hubiéramos conseguido permanecer juntas! Él mundo había renacido para nosotras en la oscuridad; nos amábamos desesperadamente; desesperadamente habíamos intercambiado nuestros secretos a la luz del claro de luna.

»Pero en Saqqara nos aguardaba una trampa. Y aunque Khayman luchó y consiguió su libertad, vio que era imposible podernos salvar y huyó hacia las colinas para esperar el momento oportuno; pero el momento oportuno nunca llegó.

»Como recordaréis, como habréis visto en vuestros sueños, nos rodearon y nos atraparon. Me volvieron a arrancar los ojos; y ahora temimos el fuego, porque seguramente nos destruiría, y suplicamos a todas las cosas invisibles que intercediesen por nuestra liberación final.

»Pero el Rey y la Reina tenían miedo de destruir nuestros cuerpos. Habían creído el relato de Mekare acerca del gran y único espíritu, Amel, el que nos había infectado a todos, y temían que cualquier dolor que nos infligiesen a nosotras lo sufrirían ellos también. Evidentemente no era así, pero ¿quién podía saberlo entonces?

»Así pues, nos pusieron en dos ataúdes de piedra, tal como ya os conté. Uno sería botado hacia el este y el otro hacia el oeste. Ya habían construido las balsas para abandonarnos a la deriva en los grandes océanos. Las había visto incluso en mi ceguera. Nos cargaron en ellas; y supe, por las mentes de los que me habían capturado, lo que iban a hacer. También supe que Khayman no nos podría seguir, porque lo más seguro era que la marcha continuase tanto de día como de noche.

»Cuando desperté, iba errando a la deriva en mitad del mar. Durante diez días la balsa me arrastró, como ya os conté. Sufriría hambre, terror, si no era que el ataúd se hundía al fondo de las aguas, si no era que quedaba enterrada viva para siempre, yo, que no podía morir. Pero eso no ocurrió. Cuando por fin atraqué en la costa oriental del África inferior, empecé la búsqueda de Mekare, cruzando el continente hacia el poniente.

»Durante siglos la he buscado de una punta de continente a otra. Fui al norte de Europa. Viajé a lo largo de las costas rocosas, penetré incluso en las islas nórdicas, hasta que llegué a los más remotos yermos de hielo y nieve. Así y todo, una y otra vez regresé a mi pueblecito; pero esta parte de la historia os la voy a contar dentro de un momento, porque es muy importante para mí que la conozcáis, como veréis.

»Pero durante aquellos primeros siglos di la espalda a Egipto; di la espalda al Rey y a la Reina.

»Sólo mucho más tarde supe que el Rey y la Reina habían creado una gran religión a partir de su transformación; y que tomaron para sí la identidad de Isis y Osiris y oscurecieron aquellos antiguos mitos para adecuarlos a sus personalidades.

»Osiris (es decir, el Rey que sólo puede aparecer en la oscuridad) se convirtió en el dios del inframundo. Y la Reina se convirtió en Isis, la Madre, la que recoge los pedazos de su esposo descuartizado, troceado, y los une, los cura y los devuelve a la vida.

»Lo habéis leído en las páginas de Lestat, en la historia que Marius contó a Lestat, que es como se la contaron a él, la historia de cómo los dioses de la sangre creados por la Madre y el Padre tomaban la sangre de los malhechores sacrificados en las criptas ocultas en el interior de las colinas de Egipto; y de cómo la religión duró hasta el tiempo de Cristo.

»Y también habréis oído algo de cómo la rebelión de Khayman fue un éxito, de cómo los enemigos del Rey y la Reina, enemigos cuyo origen eran los mismos Rey y Reina, se levantaron finalmente contra la Madre y el Padre; de cómo hubo grandes guerras entre los bebedores de sangre de todo el mundo. La misma Akasha reveló esos acontecimientos a Marius, quien a su vez los reveló a Lestat.

»En aquellos primeros siglos nació la leyenda de las gemelas; porque los soldados egipcios que habían presenciado los sufrimientos de nuestras vidas, desde la masacre de nuestro pueblo hasta la captura final y definitiva, contaban la historia. La leyenda de las gemelas fue escrita incluso por los escribas de Egipto en períodos posteriores. Se creía que un día reaparecería Mekare y que aplastaría a la Madre, y que todos los bebedores de sangre del mundo morirían al morir la Madre.

»Pero todo eso ocurrió sin mi conocimiento, sin mi vigilancia o mi aquiescencia, porque hacía mucho tiempo que estaba apartada de esos escenarios.

»Solamente trescientos años después me acerqué a Egipto, como un ser anónimo, envuelta en ropajes negros, para ver por mí misma qué había sido de la Madre y del Padre; eran meras estatuas contemplativas, impertérritas, enterradas en piedra bajo su templo subterráneo, sólo con sus cabezas y sus gargantas expuestas. Y los jóvenes que buscaban beber del manantial original iban a los sacerdotes bebedores de sangre que los guardaban.

»El joven sacerdote bebedor de sangre me preguntó si quería beber. Si lo hacía, luego tendría que ir a los Viejos y declarar mi pureza y mi devoción al antiguo culto, y tendría que declarar que no era una proscrita movida por causas personales. Podría haberme partido de risa.

»Pero, oh, ¡el horror de aquellos dos seres contemplativos! Permanecer entre ellos, susurrar los nombres de Akasha y Enkil y no ver ni el más leve parpadeo en los ojos ni el más ligero temblor en la blanca y tersa piel.

»Y así habían estado desde tiempos inmemoriales, me dijeron los sacerdotes; ni siquiera había nadie que supiese si los mitos acerca de los orígenes eran ciertos. Nosotros, sus auténticos primeros hijos, habíamos llegado a ser llamados simplemente la Primera Generación, la que había engendrado a los rebeldes; pero la leyenda de las gemelas cayó en el olvido; y ya nadie conocía los nombres de Khayman, Mekare o Maharet.

»Sólo los iba a ver otra vez más, a la Madre y al Padre. Habían pasado otros mil años. El gran incendio acababa de tener lugar, cuando el Viejo de Alejandría (como Lestat os contó) intentó destruir a la Madre y al Padre colocándolos bajo el sol. Pero éstos habían quedado simplemente bronceados por el calor diurno, según Lestat dijo, tan fuertes habían llegado a ser; porque aunque dormimos indefensos durante el día, la luz en sí misma se hace menos letal con el transcurso del tiempo.

»Pero, en todas partes del mundo, bebedores de sangre habían estallado en llamas durante aquellas horas diurnas de Egipto; mientras que los auténticamente viejos sólo habían sufrido y su piel se había oscurecido, pero nada más. Mi querido Eric tenía por aquel entonces mil años; vivíamos juntos en la India; durante aquellas interminables horas quedó muy quemado. Su restablecimiento costó grandes sorbos de mi sangre. Yo misma quedé algo bronceada, y aunque sufrí grandes dolores durante muchas noches, aquello tuvo para mí un curioso efecto secundario: a partir de entonces, con la piel algo más oscura, me fue más fácil pasar por un ser humano.

»Muchos siglos después, cansada de mi pálida apariencia, me sometí ex profeso a la acción del sol. Y probablemente lo repetiré.

»Pero aquella primera vez que ocurrió fue un misterio total para mí. Quise saber por qué en mis sueños había visto fuego y oído los gritos de tantos pereciendo, y por qué otros que yo había creado (queridos novicios) habían muerto de aquella indecible muerte.

»Por eso viajé de la India a Egipto, lugar éste que siempre me ha sido odioso. Fue entonces cuando oí hablar de Marius, un joven romano bebedor de sangre, que por milagro no se había quemado; este Marius había llegado a Egipto y había tobado a la Madre y al Padre; los había sacado de Alejandría y los había llevado adonde nadie pudiese quemarlos (quemarnos) por segunda vez.

»No fue difícil encontrar a Marius. Como ya os dije, en los primeros años no podíamos escucharnos unos a otros. Pero, con el paso del tiempo logramos oír a los más jóvenes exactamente como si fueran seres humanos. Descubrí la casa de Marius en Antioquía, un verdadero palacio, donde vivía con un esplendor romano, aunque, en las últimas horas antes del alba, cazaba víctimas humanas en las calles oscuras.

»Ya había creado una inmortal en Pandora, a quien quería por encima de todas las cosas de la tierra. Y había acomodado a la Madre y al Padre en una exquisita cripta, que había construido con sus propias manos con mármol de Carrara y suelo de mosaico; allí quemaba incienso como si fuera un verdadero templo, como si ellos fueran verdaderos dioses.

»Esperé el momento oportuno. Pandora y él salieron de caza. Entonces entré en la casa, haciendo que los cerrojos se abrieran desde el interior.

»Y vi a la Madre y al Padre, con la piel más oscura, como oscura era la mía, pero bellos y sin vida como habían sido mil años antes. Marius los había sentado en un trono, donde permanecerían sentados dos mil años más, como todos ya sabéis. Me acerqué a ellos; los toqué. Los golpeé. No se movieron. Entonces, con una larga daga hice mi prueba. Agujereé la piel de la Madre, que se había convertido en una capa elástica como la mía. Agujereé el cuerpo inmortal que había llegado a ser tan indestructible como engañosamente frágil; la hoja atravesó el corazón. Lo corté a derecha e izquierda; luego me detuve a observar.

»Su sangre brotó viscosa y espesa un momento; durante un instante su corazón dejó de latir; el corte empezó a cicatrizar; la sangre derramada se endureció como ámbar ante mis propios ojos.

»Pero lo más significativo fue que había percibido en mis entrañas el momento en que el corazón había dejado de bombear sangre; había percibido el vértigo, la vaga desconexión; el mismo murmullo de la muerte. Sin duda alguna, por todas partes del mundo, los bebedores de sangre lo habían sentido; los jóvenes quizá con más fuerza, con un impacto que los hizo tambalearse. El núcleo de Amel aún estaba dentro de ella; las terribles quemaduras y la daga, eso probaba que la vida de los bebedores de sangre residía en el interior del cuerpo de ella y que siempre sería así.

»De no ser así, yo la habría destruido en aquel mismo instante. La habría cortado pedazo a pedazo; porque no había lapso de tiempo que pudiese enfriar el odio que sentía hacia ella; el odio por todo lo que había hecho a mi pueblo; por haberme separado de Mekare. Mekare, mi otra mitad; Mekare, mi propio yo.

»Qué magnífico habría sido que los siglos me hubiesen enseñado el perdón; que mi alma se hubiera abierto a ser comprensiva con todas las maldades infligidas a mi pueblo.

»Y es que es el alma de la humanidad la que a través de los siglos se dirige hacia la perfección, la raza humana la que cada año que pasa aprende a amar mejor y a perdonar. Yo estoy anclada en el pasado por cadenas que no puedo romper.

»Antes de irme limpié todo rastro de mi acción. Contemplé las dos estatuas quizá durante una hora, contemplé los dos seres malignos que tanto tiempo atrás habían destruido a mi gente y nos habían procurado tanta maldad, a mi hermana y a mí, y que, en retorno, habían recibido tanta maldad.

»—Pero al final no venciste —dije a Akasha—. Tú, tus soldados y sus espadas. Porque mi hija, Miriam, sobrevivió para perpetuar la sangre de mi familia y de mi gente a través de los tiempos; y, eso, que tal vez no signifique nada para ti mientras permaneces sentada ahí en silencio, lo significa todo para mí.

»Y las palabras que pronuncié eran verdad. Pero enseguida pasaré a la historia de mi familia. Dejad que trate ahora de una victoria de Akasha; Mekare y yo no nos hemos vuelto a encontrar nunca.

»Porque, como ya os dije, nunca en mis viajes encontré, hombre, mujer, o bebedor de sangre que hubiera visto a Mekare u oído su nombre. Erré por todas las tierras del mundo, en algún momento u otro, en busca de Mekare. Pero había perdido su pista por completo, como si el gran mar occidental se la hubiese tragado. Siempre he sido sólo un ser a medias en busca de lo único que lo puede completar.

»Sin embargo, en los primeros siglos supe que Mekare vivía; había veces en que la gemela que soy sentía el sufrimiento de la otra gemela; en oscuros momentos de ensueño, conocía dolores inexplicables. Pero éstas son cosas que los gemelos humanos también sienten. Al tiempo que mi cuerpo se endurecía, al tiempo que lo humano en mi interior se iba diluyendo, y este cuerpo, más poderoso, resistente e inmortal, se iba haciendo dominante, perdía las simples ataduras humanas con mi hermana. Sin embargo sabía, sabía que estaba viva.

»Hablaba a mi hermana mientras andaba por las costas solitarias, echando ojeadas al mar helado. Y en las cuevas del Monte Carmelo plasmé nuestra historia en grandes dibujos (todo lo que sufrimos), el paisaje que ahora contempláis en vuestros sueños.

»Con el paso de los siglos, muchos mortales encontrarían esas cuevas, verían esas pinturas; y luego serían olvidadas de nuevo y descubiertas de nuevo.

«Finalmente, en el presente siglo, un joven arqueólogo, habiendo oído hablar de ellas, un día subió al Monte Carmelo, linterna en mano. Y, cuando contempló las pinturas que yo había realizado mucho tiempo atrás, su corazón dio un vuelco, porque había visto aquellas mismas imágenes en una cueva al otro lado del mar, en las junglas del Perú.

»Pasaron años antes de que conociera este descubrimiento. El arqueólogo había viajado por todo lo ancho y largo del mundo con sus fragmentos de pruebas; fotografías de los dibujos de las cuevas del Viejo y Nuevo Mundo; una vasija de cerámica hallada en el almacén de un museo, un antiguo objeto de artesanía de aquellos siglos brumosos en que la leyenda de las gemelas aún era conocida.

»No puedo expresar el dolor y la felicidad que experimenté al mirar las fotografías de las pinturas que había descubierto en una cueva poco profunda del Nuevo Mundo.

»Porque Mekare había dibujado las mismas cosas que yo: el cerebro, el corazón... Y una mano tan parecida a la mía propia había dado expresión a las mismas imágenes de sufrimiento y dolor. Sólo se apreciaban insignificantes diferencias. Pero la prueba estaba más allá de cualquier duda.

»La balsa que transportaba a Mekare cruzó el gran océano occidental y la llevó a una tierra desconocida en nuestro tiempo. Quizá siglos antes de que la especie humana hubiese penetrado en aquellos confines del sur del continente selvático. Mekare había atracado allí, para conocer tal vez la más grande soledad que una criatura pueda conocer. ¿Cuánto tiempo había errado entre pájaros y animales salvajes antes de ver un rostro humano?

»¿ Había durado siglos o milenios, aquel inconcebible aislamiento? ¿O enseguida había encontrado mortales que la habían consolado o que habían huido de ella aterrorizados? Nunca hube de saberlo. Mi hermana debía de haber perdido la razón mucho antes de que el ataúd en que viajaba hubiese tocado tierra en la costa sudamericana.

»Lo único que sabía era que ella había estado allí; y que miles de años atrás había realizado aquellos dibujos, como yo había realizado los míos.

»N anualmente, prodigué mucho dinero en el arqueólogo; le proporcioné todos los medios para que continuara sus investigaciones en la leyenda de las gemelas. Yo misma hice un viaje a Sudamérica. En compañía de Eric y Mael, escalé la montaña del Perú a la luz de la luna y con mis propios ojos vi el trabajo artesanal de mi hermana. Las pinturas eran antiquísimas. Con toda seguridad habían sido realizadas cien años después de nuestra separación, quizá muy posiblemente menos.

»Pero nunca encontraríamos otra prueba evidente de que Mekare vivió o erró por las selvas sudamericanas, o en cualquier otra parte de este mundo. ¿Estaba enterrada en las profundidades de la tierra, más allá del alcance de la llamada de Mael o de Eric? ¿Dormía en las profundidades de alguna cueva, como una estatua blanca, con la vista fija y ausente y con la piel cubierta por capas y capas de polvo?

»No puedo imaginármelo. No puedo soportar pensar en ello.

»Sólo sé, como vosotros, que se ha levantado. Se ha despertado de su larguísimo letargo. ¿Han sido las canciones de El Vampiro Lestat lo que la ha despertado? ¿Esas melodías electrónicas que han llegado a los lugares más recónditos del mundo? ¿Han sido los pensamientos de miles de bebedores de sangre que las han oído, interpretado y que han respondido a ellas? ¿Ha sido Marius avisando de que la Madre anda?

»Tal vez haya sido una difusa sensación (recogida de todas esas señales) de que ha llegado la hora de dar cumplimiento a la vieja maldición. No puedo decirlo. Sólo sé que avanza en dirección norte, que su recorrido es errático, que todos los esfuerzos por mi parte, a través de Eric y de Mael, por encontrarla, han fracasado.

»Y no es a mí a quien busca ella. De eso estoy convencida. Es a la Madre. Y los errabundeos de la Madre la despistan y hacen que cambie de rumbo bruscamente.

»Pero, si es su propósito, encontrará a la Madre. ¡Encontrará a la Madre! A lo mejor se llegará a dar cuenta de que puede elevarse al aire como la Madre, y podrá, una vez hecho este descubrimiento, recorrer kilómetros y kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.

»Pero encontrará a la Madre. Lo sé. Y no puede haber sino un final. O bien morirá Mekare o bien morirá la Madre, y con ésta todos nosotros.

»La fuerza de Mekare es igual a la mía, si no mayor. Es igual a la de la Madre; y puede extraer de su locura una ferocidad que ya nadie puede alcanzar o poseer.

»No creo en las maldiciones; no creo en las profecías; los espíritus que me enseñaron la validez de tales cosas me abandonaron hace miles de años. Pero Mekare creyó en la maldición cuando la pronunció. Fue una maldición que surgió de las profundidades de su ser; y ella la ha desencadenado ahora. Y sus sueños hablan sólo del principio, de las fuentes de su rencor, con el cual alimenta seguramente sus deseos de venganza.

»Mekare puede conseguir llevar a cabo el cumplimiento; y puede que sea lo mejor para nosotros. Y si ella no destruye a Akasha, ¿cuál será el resultado? Ya sabemos qué maldades ha comenzado a perpetrar la Madre. ¿Puede el mundo detener a ese ser si el mundo no comprende nada de él? ¿Sí no comprende que es inmensamente fuerte, aunque vulnerable; que tiene el poder de aplastar y que sin embargo su piel y sus huesos pueden ser agujereados y cortados? ¿Que puede volar, leer mentes y provocar incendios con sus pensamientos, pero que ella misma puede ser quemada?

»Cómo podemos detener a Akasha y salvarnos, ésa es la cuestión. Quiero vivir, siempre he querido vivir. No quiero cerrar los ojos a este mundo. No quiero que los que amo sufran daño. Haré trabajar a mi mente para que encuentre alguna manera de proteger a los jóvenes, a los que aún tienen que tomar vidas. ¿Está mal por mi parte? ¿O no somos una especie y compartimos con las demás especies el instinto de conservación?

«Reflexionad bien sobre lo que os he dicho de la Madre. Sobre lo que os he dicho de su alma y de la naturaleza del espíritu maligno que reside en su interior; su núcleo fusionado con su corazón. Pensad en la naturaleza de esa gran cosa invisible que nos anima a cada uno de nosotros, y que anima o animaba a todos los bebedores de sangre que han existido.

«Nosotros somos como receptores de la energía de ese ser; como las radios son receptores de las ondas invisibles que transportan el sonido. Nuestros cuerpos no son más que caparazones para esta energía. Somos, como la describió Marius hace ya mucho tiempo, brotes de un solo sarmiento.

«Examinemos este misterio. Porque si lo examinamos atentamente quizá podamos encontrar una manera de salvarnos.

»Y yo examinaría una cosa más en relación con ello; quizá la cosa de más valor que nunca he aprendido.

»En aquellos primeros tiempos, cuando los espíritus nos hablaban, a mi hermana y a mí, en la ladera de la montaña, ¿qué ser humano hubiera pensado que los espíritus eran seres irrelevantes? Incluso nosotras éramos cautivas de su poder, porque creíamos que era nuestro deber usar los dones que poseíamos para el bien de nuestro pueblo, como Akasha creería más tarde.

«Después de aquello, durante miles de años, la firme creencia en lo sobrenatural ha formado parte del alma humana. Había tiempos en que hubiera dicho que era natural, químico, un elemento indispensable del carácter humano; algo sin lo cual los humanos no podían prosperar, y no hablemos de sobrevivir.

»Una y otra vez hemos sido testigos de nacimientos de cultos y religiones, de las temibles proclamaciones de apariciones y milagros y de la subsiguiente promulgación de los credos inspirados en esos "acontecimientos''.

»Viajad por las ciudades de Asia y Europa, contemplad los antiguos templos que aún siguen en pie, las catedrales del dios cristiano en las cuales aún se cantan los himnos. Recorred los museos de todos los países: sus pinturas y esculturas religiosas deslumbran y humillan el alma.

»¡Cuán grande parece este logro; la misma maquinaria de la cultura dependiente del ardor de la creencia religiosa!

»Y, sin embargo, ¿cuál ha sido el precio de esta fe que galvaniza países y que envía ejércitos contra ejércitos, que divide el mapa de naciones en vencedores y vencidos, que aniquila a los fieles de los dioses extranjeros?

»Pero en los últimos siglos, ha ocurrido un verdadero milagro que no tiene nada que ver con espíritus o apariciones o voces de los cielos que dicen a éste o aquél profeta lo que debe hacer.

»Hemos observado en el animal humano una resistencia infinita a lo milagroso, un escepticismo en cuanto a las acciones de los espíritus o respecto a los que afirman verlos, comprenderlos y transmitir sus verdades.

»Hemos observado cómo la mente humana abandona poco a poco la tradición de la ley basada en la revelación, para buscar verdades éticas por medio de la razón, para buscar un modo de vida basado en el respeto por lo físico y lo espiritual como algo percibido por todos los seres humanos.

»Y con esta pérdida del respeto por la intervención de lo sobrenatural, con esta poca credulidad por todas las cosas divorciadas de la carne, ha llegado la era más iluminada de todas; porque los hombres y las mujeres no buscan la más alta inspiración en el reino de lo invisible, sino en el reino de lo que es humano, en lo que es tanto carne como espíritu; invisible y visible, terrestre y trascendente.

»El médium, el clarividente, la bruja, si queréis, ya no tiene valor, estoy convencida de ello. Los espíritus ya no nos pueden ofrecer más. En definitiva: hemos superado nuestra susceptibilidad de caer en una tal insensatez y vamos hacia una perfección que el mundo nunca ha conocido.

«Finalmente la palabra se ha hecho carne, para citar la vieja frase bíblica con todo su misterio; pero la palabra es la palabra de la razón; y la carne es el reconocimiento de las necesidades y los deseos que todos los hombres y mujeres comparten.

»Y ¿cómo quiere intervenir nuestra Reina en este mundo? ¿Qué le dará, ella, cuya existencia es ahora irrelevante, ella, cuya mente ha permanecido cerrada durante siglos en un reino de sueños a oscuras?

»Tenemos que detenerla; Marius tiene razón; ¿quién puede no estar de acuerdo? Debemos prepararnos para ayudar a Mekare, debemos evitar desbaratar sus planes, aunque eso signifique el final para todos nosotros.

»Pero dejad ahora que exponga ante vosotros el capítulo final de mi historia, que mostrará con la más absoluta claridad la amenaza que la Madre nos pone a todos.

»Como ya he dicho antes, Akasha no aniquiló por completo a mi pueblo. Mi pueblo continuó viviendo en mi hija Miriam y en las hijas de ésta y en las hijas que nacieron de éstas.

»Después de veinte años regresé al pueblo donde había dejado a Miriam y la encontré hecha una joven; había crecido entre las historias que luego conformarían la leyenda de las gemelas.

»Bajo la luz del claro de luna, la llevé a la montaña y le mostré las cuevas de sus antecesores; le di los pocos collares y el oro que aún continuaban ocultos muy adentro de las grutas pintadas, donde otros no habían osado llegar. Y le conté todas las historias de sus antecesores que yo conocía. Pero la conjuré: permanece apartada de los espíritus; mantente lejos de todo trato con las cosas invisibles, sea cual sea el nombre que les dé la gente, y especialmente si las llaman dioses.

»Luego fui a Jericó, en cuyas calles era fácil cazar víctimas, hacer víctimas de los que deseaban morir y que por tanto no me turbaban la conciencia; y que eran fáciles de esconder a los ojos curiosos.

»Pero en el transcurso de los años iría muchas veces a visitar a Miriam. Miriam dio a luz a cuatro niñas y dos niños, y ésas dieron a luz a su turno a cinco bebés, los cuales vivieron hasta la madurez; de esos cinco dos eran mujeres, y de esas dos mujeres nacieron ocho hijos. Y las leyendas de la familia eran transmitidas de madres a hijos; también aprendieron la leyenda de las gemelas, la leyenda de las hermanas que habían hablado con los espíritus, que habían hecho llover y que habían sido perseguidas por un Rey una Reina malvados.

»Doscientos años después, escribí por primera vez todos los nombres de mi familia, porque por entonces ya formaban un pueblo entero, y me ocupó cuatro tablillas de arcilla completas anotar lo que sabía. Posteriormente llené tablillas y tablillas con las historias de los orígenes, con las historias de las mujeres que se remontaban al Tiempo Anterior a la Luna.

»Y aunque a veces durante un siglo completo deambulaba lejos de mi patria en busca de Mekare, recorriendo las áridas costas de la Europa Nórdica, siempre regresaba a mi pueblo, a mis secretos escondrijos en las montañas y a mi casa en Jericó, y anotaba de nuevo los progresos de la familia, las hijas que habían nacido y los nombres de las hijas que habían nacido de éstas. También de los hijos escribí con detalle, acerca de sus talentos, de sus personalidades y, a veces, de sus heroicidades, como hacía con las mujeres. Pero de la descendencia de éstos no. No era posible saber si los hijos de los hombres eran auténticamente sangre de mi sangre y la sangre de mi familia. De este modo, la trama fue matrilineal, y así ha sido desde entonces.

»Pero nunca, nunca, en todo aquel tiempo revelé a mi familia la maldición que había caído sobre mí. Estaba determinada a que este mal nunca tocase a mi familia; y así, si utilizaba mis poderes sobrenaturales que aumentaban sin cesar, era en secreto, y de manera que siempre tuvieran fácil explicación.

»Al llegar la tercera generación, yo ya era simplemente una pariente lejana que regresaba a casa después de pasar muchos años en otra tierra. Y cuando intervenía, si es que intervenía, en algo de la familia, era para regalar oro o dar consejo a mis hijas, como hubiera hecho cualquier otro ser humano, y nada más.

«Transcurrieron miles de años mientras observaba a mi familia desde el anonimato; sólo de vez en cuando jugaba el papel de la pariente alejada durante mucho tiempo de los suyos, que llegaba a este o aquel pueblo o a una reunión familiar para tomar a los recién nacidos en sus brazos.

»Pero durante los primeros siglos de la era cristiana, mi imaginación forjó una idea para mi persona. Y así creé la ficción de una rama de la familia que era la encargada de conservar todos sus documentos, ya que por entonces había tablillas y rollos de pergamino en abundancia, e incluso libros encuadernados. Y en cada generación de esta rama imaginaria, había una mujer imaginaria a quien se transmitía la tarea de ser la conservadora de los documentos. El nombre de Maharet iba unido al honor del cargo; y, cuando el tiempo lo exigía, la vieja Maharet moría, y otra joven Maharet la sucedía en el puesto.

»De este modo estuve siempre con la familia; y la familia me conocía y yo conocía el amor de la familia. Me convertí en una asidua escritora de cartas, en la benefactora, en la aglutinadora, en la misteriosa pero íntima visitante que parecía solucionar rencillas familiares y enderezar entuertos. Y, aunque miles de pasiones me consumían, aunque residí durante siglos en países diferentes, aprendiendo nuevas lenguas y nuevas costumbres, y maravillándome de la infinita belleza del mundo y del poder de la imaginación humana, siempre regresé al seno de la familia, de la familia que me conocía y que esperaba cosas de mí.

«Pasaron los siglos, pasaron los milenios, pero nunca me fui bajo tierra, como muchos de vosotros habéis hecho. Nunca me enfrenté a la locura de la pérdida de la memoria, como era corriente en los viejos, que a menudo se transformaban en estatuas enterradas bajo suelo, como la Madre y el Padre. No ha pasado ni una sola noche desde aquellos primeros tiempos que no haya abierto mis ojos, sabido mi nombre, observado con reconocimiento el mundo a mi alrededor y retomado el hilo de mi propia vida.

»Pero no era que la locura no estuviese al acecho. No era que la fatiga no me abrumara muchas veces. No era que la pena no me amargara o que los misterios no me confundieran, o que no conociera el dolor.

»Era que tenía que conservar los documentos de mi propia familia; que tenía mi propia descendencia que cuidar y que guiar en el mundo. Y así, incluso en las épocas más oscuras, cuando toda la existencia humana me parecía monstruosa e insoportable y los cambios en el mundo se me aparecían fuera de toda comprensión, me volvía hacia la familia como si fuera el manantial de la vida misma.

»Y la familia me enseñó los ritmos y las pasiones de cada nueva época; la familia me llevó a países extraños donde quizá nunca me hubiera aventurado a ir sola; la familia me condujo por los reinos del arte que podrían haberme intimidado; la familia fue mi guía a través del tiempo y del espacio. Mi maestra, mi libro de la vida. La familia lo fue todo.»

Maharet hizo entonces una pausa.

Por un momento pareció que iba a decir algo más. Luego se levantó de la mesa. Recorrió con la vista los rostros de los demás y por fin la fijó en Jesse.

—Ahora quiero que vengáis conmigo, quiero mostraros lo que ha llegado a ser la familia.

En silencio, todos se levantaron, esperaron a que Maharet diera la vuelta a la mesa. Maharet salió de la sala y ellos fueron tras ella por el rellano de hierro que daba a la escalera enterrada; siguieron a Maharet y entraron en otra gran sala en la cima de la montaña, con techo de cristal y muros sólidos.

Jesse fue la última en entrar, pero antes de cruzar la puerta ya sabía lo que vería. Un dolor exquisito recorrió su espinazo, un dolor lleno de memorias de felicidad y de anhelos inolvidables. Era la estancia sin ventanas en la cual había estado tanto tiempo atrás.

Qué claramente recordaba el hogar de piedra, y los muebles de piel oscura dispuestos al azar en la alfombra; y el ambiente de gran y secreta emoción, que sobrepasaba infinitamente la memoria de las cosas físicas, que desde entonces la habían embrujado siempre, absorbiéndola en sus medio sueños medio recuerdos.

Sí, allí estaba el gran mapa electrónico del mundo con sus continentes aplanados, recubierto de miles y miles de lucecitas encendidas.

Los otros tres muros, muy oscuros, parecían estar cubiertos por una fina malla de alambre negro, hasta que uno se percataba de que lo que tenía ante sí era un inacabable sarmiento dibujado en tinta, que llenaba cada pulgada de pared entre el suelo y el techo, creciendo de un único tronco situado en una esquina y extendiéndose en un millón de ramitas retorcidas, con cada ramita rodeada de incontables nombre escritos con cuidada caligrafía.

Marius, al darse la vuelta, al pasar la mirada del mapa punteado de lucecitas al denso y delicado dibujo del árbol familiar, respiró hondo. Armand esbozó una leve y triste sonrisa, mientras Mael sonreía con un matiz burlón, aunque estaba realmente sorprendido.

Los demás se quedaron mirando en silencio; Eric había conocido esos secretos; Louis, el más humano de todos, tenía lágrimas en los ojos. Daniel contemplaba con franca maravilla. Mientras Khayman, con los ojos apagados como por la tristeza, miraba el mapa como si no lo viera, como si aún mirara en las profundidades del pasado.

Gabrielle asintió lentamente; emitió un leve sonido de aprobación, de placer.

—La Gran Familia —dijo en un simple reconocimiento mientras miraba a Maharet.

Maharet asintió.

Señaló el gran, extenso, mapa del mundo a sus espaldas, que recubría el muro de mediodía.

Jesse siguió la vasta procesión de lucecitas intermitentes que se movían por él, iniciando el recorrido desde Palestina, esparciéndose por toda Europa, entrando en África y en Asia y por fin había llegado a los continentes del Nuevo Mundo. Incontables lucecitas de distintos colores parpadeaban; y Jesse, al recorrer lentamente con la mirada aquel panel comprendió la gran amplitud que alcanzaba. También vio los viejos nombres de los continentes, países y mares, escritos en tinta dorada en la lámina de cristal que cubría la ilusión tridimensional de montañas, llanuras y valles.

—Esta es mi descendencia —dijo Maharet—, la descendencia de Miriam, que fue mi hija y la hija de Khayman, y de mi familia, cuya sangre estaba en mí y en Miriam, trazada por la vía matrilineal, como podéis ver, durante seis mil años.

—¡Asombroso! —musitó Pandora. También ella estaba triste, casi al borde de las lágrimas. Qué belleza más melancólica, grandiosa y remota poseía, y sin embargo, con reminiscencias de una calidez que había existido en ella, de una forma natural, sobrecogedora. Aquella revelación pareció herirla, recordarle lo que había perdido hacía mucho tiempo.

—No es sino una familia humana —dijo Maharet con dulzura—. A pesar de lo cual no hay nación en la tierra que no contenga algún pedacito de ella; y la descendencia de los varones, sangre de nuestra sangre, incontables, existe seguramente igual de numerosa para todos los que conocemos de nombre. Muchos que fueron a los yermos de la gran Rusia y penetraron en China y Japón y otras regiones nebulosas están perdidos para este registro. Como muchos cuya pista perdí durante el transcurso de los siglos por razones varias. ¡Sin embargo, sus descendientes están aquí! No hay pueblo, raza o país que no tenga a alguien de la Gran Familia, La Gran Familia es árabe, judía, inglesa, india, mongol, es japonesa y china. En suma, la Gran Familia es la familia humana.

—Sí —susurró Marius. Singular era ver la emoción en su rostro, el levísimo rubor de color humano de nuevo, y la sutil luz en sus ojos, desafiando siempre toda descripción—. Una familia y todas las familias —dijo. Se acercó al enorme mapa y no pudo resistir el levantar las manos mientras lo contemplaba, mientras estudiaba el recorrido de las luces que se desplazaban por el terreno cuidadosamente moldeado.

Jesse sintió que la envolvía la atmósfera de aquella noche de tantos años atrás; luego, no pudo explicarse cómo aquellos recuerdos parpadearon un instante y se desvanecieron, como si ya no importasen más. Ella estaba allí con todos los secretos; ella estaba otra vez en la sala.

Se aproximó más al fino y oscuro grabado de la pared. Observó la miríada de diminutos nombres escritos en tinta negra; retrocedió y desde cierta distancia siguió el progreso de una rama, una rama delgada y delicada, que subía lentamente hacia el techo dejando a su paso cientos de otras bifurcaciones y desviaciones.

Y, por entre la deslumbrante niebla de todos sus sueños (realizados ahora), pensó con gran amor en aquellas almas que formaban la Gran Familia y que ella había conocido; en todo el misterio de la herencia y de los lazos de sangre. El momento fue eterno; para ella calmo; no veía las caras blancas de su nueva especie, las espléndidas formas inmortales atrapadas en su quietud misteriosa.

Algo del mundo real aún estaba vivo para ella ahora, algo que le evocaba admiración, pena y quizá el mejor amor que nunca fue capaz de sentir; y por un momento pareció que la existencia natural y la sobrenatural eran iguales en su misterio. Eran iguales en su poder. Todos los milagros de los inmortales no podrían nublar aquella simple y vasta crónica. La Gran Familia.

Su mano se levantó como si tuviera vida propia. Y, cuando la luz se reflejó en el brazalete de plata que aún llevaba en la muñeca, apoyó la mano en el muro, con los dedos extendidos. Un centenar de nombres quedaron cubiertos por la palma de su mano.

—Esto es lo que ahora está amenazado —dijo Marius, con la voz aplacada por la tristeza y la vista aún en el mapa.

La sorprendió que una voz pudiera ser a la vez tan potente y tan suave. No, pensó. Nadie hará daño a la Gran Familia. ¡Nadie hará daño a la Gran Familia!

Se volvió hacia Maharet; Maharet la estaba mirando. Aquí estamos, pensó Jesse, en los extremos opuestos de este sarmiento, Maharet y yo.

Un dolor terrible se expandió en el interior de Jesse. Ser barrida de todo lo real había sido irresistible, pero pensar que todas las cosas reales podían ser barridas era insoportable.

Durante sus largos años en la Talamasca, cuando había visto espíritus y fantasmas agitados, y duendes que eran capaces de aterrorizar a sus confundidas víctimas, y clarividentes hablando en lenguas desconocidas, siempre había sabido que, de ningún modo, lo sobrenatural nunca podría superponerse a lo natural. ¡Maharet había tenido toda la razón! Irrelevante, sí, irrelevante e inerme... ¡incapaz de intervenir!

Pero ahora aquello iba a cambiar. Lo irreal se había hecho real. Era absurdo permanecer en aquella extraña sala, entre aquellas rígidas e imponentes figuras y decir «Esto no puede suceder». Esa cosa, eso llamado la Madre, podía alcanzar, desde detrás del velo que durante tanto tiempo la había mantenido apartada de los ojos mortales, a un millón de almas humanas.

¿Qué veía Khayman cuando ahora la miraba, como si la comprendiera? ¿Veía a su hija, en Jesse?

—Sí —dijo Khayman—. Mi hija. Y no temas. Mekare vendrá. Mekare dará cumplimiento a la maldición. Y la Gran Familia proseguirá.

Maharet suspiró.

—Cuando supe que la Madre se había levantado, no advertí lo que sería capaz de hacer. Abatir a sus hijos, aniquilar la maldad que había salido de ella, de Khayman, de mí y de todos los que, por causa de la soledad, hemos compartido este poder... ¡un poder que realmente no podía evitar poner en duda! ¿Qué derecho tenemos a vivir? ¿Qué derecho tenemos a ser inmortales? Somos accidentes; somos horrores. Y, aunque quiero mi vida, avaramente, la quiero con tanto ardor como siempre la quise, no puedo decir que esté mal que ella haya matado a tantos...

— ¡Matará a más! —dijo Eric desesperadamente.

—Pero es la Gran Familia lo que ahora cae bajo su amenaza —dijo Maharet—. ¡Es su mundo, de ellos! Y Akasha quiere poseerlo. A menos que...

—Mekare vendrá —dijo Khayman. La sonrisa más simple animó su rostro—. Mekare dará cumplimiento a su maldición. Yo hice a Mekare lo que es, para que la cumpliera. Ahora es nuestra maldición.

Maharet sonrió, pero su expresión fue harto diferente a la de la alegría. Una expresión triste, indulgente y curiosamente fría—. Ah, que creas en una tal determinación, Khayman.

—¡Todos moriremos, todos nosotros! —exclamó Eric.

—Tiene que haber un modo de matarla —dijo Gabrielle fríamente—, pero sin matarnos a nosotros. Tenemos que pensarlo, estar preparados, tener alguna clase de plan.

—No puedes cambiar la profecía —susurró Khayman.

—Khayman, si algo hemos aprendido —repuso Marius— es que no hay destino. Y, si no hay destino, no existe profecía. Mekare viene aquí a cumplir lo que prometió cumplir; puede que sea lo único que sepa o lo único que pueda hacer, pero eso no significa que Akasha no pueda defenderse contra Mekare. ¿No crees que la Madre sabe que Mekare se ha levantado? ¿No crees que la Madre ha visto y ha oídos lo sueños de sus hijos?

—Ah, pero las profecías tienen un modo de cumplirse por sí solas —repuso Khayman—. Aquí está la magia de la cuestión. Así lo entendíamos en las épocas antiguas. El poder de los hechizos es el poder de la voluntad; bien se podría decir que en aquellos tiempos oscuros éramos todos grandes genios de la psicología, que uno podía ser muerto por el poder del propósito de otro. Y los sueños, Marius, los sueños no son sino parte de un gran propósito.

—No hables de ello como si ya fuera una cosa hecha —dijo Maharet—. Tenemos otra herramienta. Podemos utilizar la razón. Esta criatura ahora habla, ¿no? Entiende lo que se le dice. Quizás podamos hacer que varíe sus intenciones...

—¡Oh, estás loca, estás loca de remate! —exclamó Eric—. ¿Vas a hablar con el monstruo que recorre el mundo incendiando a su progenie? —A cada minuto que pasaba estaba más asustado—. ¿Qué sabe ese ser de la razón, ese ser que inflama a las mujeres a levantarse contra sus hombres? Ese ser sabe de la masacre, la muerte, la violencia, que es lo único que siempre ha sabido, como tu historia nos ha mostrado claramente. Maharet, nosotros no cambiamos. ¡Cuántas veces me lo has dicho! Nos acercamos más y más a la perfección de lo que estamos destinados a ser.

—Nadie de nosotros quiere morir, Eric —dijo Maharet pacientemente. Pero de repente algo la distrajo.

En el mismo momento, Khayman también lo sintió. Jesse estudió a ambos con atención, intentando descifrar lo que estaba viendo. Entonces se dio cuenta de que Marius también había experimentado un cambio sutil. Eric estaba petrificado. Mael, para sorpresa de Jesse, la miraba fijamente.

Estaban oyendo algún sonido. Esto lo reveló la manera en que movían sus ojos; la gente escucha con los ojos; sus ojos bailan mientras absorben el sonido e intentan localizar la fuente.

De súbito Eric dijo:

—Los jóvenes deberían ir enseguida al sótano.

—No serviría de nada —replicó Gabrielle—. Además, yo quiero estar presente. —Esta aún no podía oír el sonido, pero lo estaba intentando.

Eric se dirigió a Maharet:

—¿Vas a permitir que nos destruya, a uno tras otro?

Maharet no respondió. Volvió la cabeza muy lentamente y fijó la vista en el rellano.

Después, Jesse oyó el sonido por sí misma. Ciertamente, los oídos humanos no podían percibirlo; era el equivalente auditivo a la tensión sin vibración, una tensión que recorría su cuerpo como recorría cada partícula de sustancia en la sala. Era un sonido que inundaba y desorientaba; y, aunque podía ver que Maharet hablaba a Khayman y que Khayman le respondía, no oía lo que se estaban diciendo. Ingenuamente se llevó las manos a los oídos. Con el rabillo del ojo vio que Daniel también había hecho el mismo gesto, pero ambos sabían de no era de ninguna utilidad.

De pronto pareció que el sonido detenía el tiempo; retenía el péndulo del devenir. Jesse perdía el equilibrio; se apoyó de espaldas en la pared y contempló el mapa que tenía enfrente, como si quisiera sostenerse en él. Miró el tenue flujo de lucecitas saliendo de Asia Menor y desparramándose hacia el norte y hacia el sur.

Una turbulencia nebulosa, inaudible, llenó la sala. El sonido se había desvanecido pero el aire resonaba con un silencio ensordecedor.

En lo que parecía un sueño sin sonido, vio la figura del vampiro Lestat aparecer en la puerta; vio que se lanzaba a los brazos de Gabrielle, vio que Louis se acercaba a él y lo abrazaba. Y luego vio al vampiro Lestat que la miraba a ella, y Jesse captó la imagen fugaz del banquete funerario, las gemelas, el cadáver en el altar. ¡Lestat no sabía lo que significaba! No lo sabía.

Este hecho la sorprendió. El momento culminante en el escenario le vino de nuevo a la memoria, el momento en que, al separarse, Jesse advirtió que él se había esforzado por comprender una imagen fugaz.

Luego, cuando los demás se separaron de Lestat, otra vez con abrazos y besos (incluso Armand se había acercado a él con los brazos abiertos), él le dedicó una sonrisa sutilísima.

—Jesse —pronunció.

Miró al resto de los reunidos, a Marius, a aquellos rostros fríos y cansados. Y qué blanca era la piel de Lestat, qué completamente blanca; sin embargo, el ardor, la exuberancia, la agitación casi infantil, eran las mismas de siempre.