1. DANIEL

Vestíbulo alargado y curvo; la muchedumbre era como un líquido chapoteando contra los muros de color indefinido. Adolescentes con disfraz de Halloween cruzaban como un torrente las puertas principales; se formaban colas para adquirir pelucas amarillas, capas de satén negro («¡Colmillos a cincuenta centavos!»), programas glaseados. Caras blancas visibles por todas partes. Ojos y bocas pintados. Y aquí y allí bandas de hombres y mujeres cuidadosamente ataviados con auténticas ropas del siglo XIX, con maquillaje y peinado exquisitos.

Una mujer de terciopelo lanzaba al aire capullos de rosa, por encima de su cabeza. Sangre pintada corría caras cenicientas abajo. Risas.

Podía oler la crema de maquillaje, y la cerveza, tan ajenos ahora a sus sentidos; atrofiados. Los corazones que latían a su alrededor producían un grave y delicioso retumbar en los delicados tímpanos de sus oídos.

Debió de haber soltado una carcajada, ya que sintió el agudo pellizco de los dedos de Armand en el brazo.

—¡Daniel!

—Lo siento, jefe —susurró. De todas formas, nadie les estaba prestando la más mínima atención, todos los mortales a la vista iban disfrazados; y, ¿quienes eran Armand y Daniel sino dos jóvenes pálidos corrientes que se movían por entre los apretujones, con suéteres negros, pantalones téjanos, el pelo parcialmente oculto bajo una gorra de marinero de lana azul y los ojos tras gafas oscuras—. Así pues, ¿éste es el trato? ¿No puedo reírme a gusto, en especial ahora que todo es tan divertido?

Armand estaba distraído; escuchando de nuevo. A Daniel no podía entrarle en la cabeza estar asustado. Ahora tenía lo que quería. ¡Y vosotros no, hermanos y hermanas!

Antes, Armand le había dicho: «Te cuesta mucho aprender». Esto fue durante la cacería, la seducción, la matanza, la inundación de sangre en su corazón glotón. Pero, después de la torpe angustia del primer asesinato, del asesinato que lo había sacado de la temblorosa culpabilidad y lo había llevado al éxtasis en segundos, había llegado a ser natural siendo antinatural, ¿no? La vida en un bocado. Había despertado sediento.

Hacía treinta minutos, habían cazado a dos pequeños y exquisitos vagabundos en las ruinas de una escuela abandonada, junto al parque, donde los niños vivían en barracas de madera, sacos de dormir, andrajos y latitas de Sterno para cocinar la comida que robaban de los vertederos de Haight-Ashbury. Ninguna protesta aquella vez. No, sólo la sed y la creciente (siempre creciente) sensación del perfeccionamiento y de la inevitabilidad de este perfeccionamiento, la memoria sobrenatural del sabor puro. Rápido. Sin embargo, había sido un arte excelente con Armand, nada de las prisas de la noche anterior, cuando el tiempo había sido un elemento crucial.

Armand había acechado en silencio fuera de la construcción, escrutando, aguardando a «los que querían morir»; era como le gustaba hacerlo; en silencio, los llamaba, y ellos salían. Y la muerte tenía una seriedad propia. Tiempo antes había intentado enseñar aquel truco a Louis, según había dicho, pero Louis lo había considerado desagradable.

Y, en verdad, los querubines vestidos de tejano habían salido dando la vuelta por una puerta lateral, como hipnotizados por la música del Flautista de Hamelín. «Sí, venís, sabíamos que vendríais...» Voces apagadas y monótonas los recibían mientras los conducían hacia las escaleras y hacia un salón hecho con matas del ejército colgadas de cuerdas. Morir en aquella pocilga con el barrido de los faros de los coches atravesando las rendijas del contrachapado de madera.

Bracitos cálidos alrededor del cuello de Daniel; hedor de hachís en el pelo de ella; apenas podía soportarlo, el baile, sus caderas contra él. Luego hundía los colmillos en la carne. «Me quieres, sabes que me quieres», había dicho ella. Y él había respondido «sí» con la conciencia tranquila. ¿Siempre será así de bueno? Con la mano, él le agarró la barbilla, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego, la muerte, como un puño bajando por el cuello, hacia sus entrañas, el calor expandiéndose, inundando su espinazo y su cerebro.

La había dejado caer. Demasiado y demasiado poco. Había clavado las uñas en la pared un instante, pensando que también debería ser de carne y sangre, y, que si fuera de carne y sangre, podría poseerla. Luego, qué dolor saber que ya no tenía más hambre. Estaba lleno y saciado y la noche esperaba, como algo hecho de luz pura, y la otra estaba muerta, acurrucada como un bebé durmiendo en el suelo mugriento, y Armand, refulgiendo en la oscuridad, sólo se dedicaba a observar.

Después de aquello, deshacerse de los cadáveres había sido duro de veras. La noche anterior lo había llevado a cabo sin que lo viera, mientras lloraba. La suerte del principiante. Esta vez Armand dijo «ni rastro significa ni rastro». Así que juntos habían bajado a enterrarlos en el suelo del sótano, en el cuarto del viejo horno, colocando de nuevo con cuidado los adoquines en su lugar. Fue un trabajo muy duro, incluso para su fuerza. ¡Qué asqueroso tocar el cadáver así! Sólo por un instante, en su mente parpadeó la pregunta ¿quienes eran? Dos seres caídos en un pozo. Ya no existían, ahora ya no tenían destino. ¿Y la niña abandonada la noche anterior? ¿La estarían buscando por alguna parte? Él se había echado a llorar. Lo había oído, había levantado un brazo y había tocado las lágrimas de sus ojos.

—¿Qué creías que era? —había preguntado Armand, haciendo que lo ayudara con los adoquines—. ¿Una horrorosa novela barata? No comes si no puedes ocultarlo.

El edificio había estado hormigueante de amables humanos que no notaron que les habían robado las ropas que ahora vestían, uniformes de la juventud, y habían salido al callejón por una puerta reventada. «Ya no son mis hermanos y hermanas. Los bosques siempre han estado llenos de esas cosas blandas de ojos de gama, con corazones palpitando por temor a la flecha, la bala, la lanza. Y ahora al fin revelo mi identidad secreta; siempre he sido cazador.»

—¿Está bien como soy ahora? —había preguntado a Armand—. ¿Eres feliz? —Haihgt Street, las siete y treinta y cinco. Gentío entrechocando, yonkis chillando en un rincón. ¿Por qué no van al concierto? Las puertas abiertas ya. No podía soportar la espera.

Pero la casa de reunión estaba cerca, había explicado Armand, una gran mansión en ruinas, a una manzana del parque; allí aún quedaban algunos que tramaban la destrucción de Lestat. Armand quería acercarse, sólo un momento, para saber lo que se estaba cocinando.

—¿En busca de alguien? —había preguntado Daniel—. Contéstame, ¿Estás contento de mí o no?

¿Qué había visto en el rostro de Armand? ¿Un súbito destello de humor, de deseo? Armand le había dado prisa por el pavimento manchado y sucio, dejando atrás los bares, los cafés, las tiendas rebosantes de hediondas ropas viejas, los clubes de lujo con letras doradas en el grasiento espejo y los ventiladores del techo removiendo humos y vapores con paletas de madera dorada, mientras los helechos de la maceta morían de una muerte lenta en el calor y la semioscuridad. Dejando atrás a los primeros chiquillos («¡Truco o treta!») en sus relucientes vestidos de tafetán.

Armand se había detenido, rodeado de inmediato por pequeñas caras hacia arriba cubiertas de máscaras de compra, espectros de plástico, espíritus necrófagos, brujas; la luz cálida y encantadora había llenado sus ojos pardos; de ambas manos había dejado caer relucientes dólares plateados en sus pequeñas bolsitas de caramelos, luego había cogido a Daniel por el brazo y había continuado arrastrándolo.

—Me gusta mucho cómo has resultado ser —le había susurrado con una súbita sonrisa irrefrenable, con calidez aún—. Eres mi primogénito —había dicho. ¿Se había atragantado de repente? ¿Había echado una súbita ojeada a derecha e izquierda como si se hubiera sentido acorralado? Vuelta al trabajo que tenía entre manos—. Ten paciencia. Temo por ambos, ¿te acuerdas?

¡Oh, iremos juntos a las estrellas! Nada podrá detenernos. ¡Todos los fantasmas que corren por la calle son mortales!

Entonces la casa de reunión había estallado.

Había oído el estruendo antes de verlo, y un súbito penacho ondulante de humo y fuego, acompañado de un estridente sonido que nunca antes había detectado; gritos sobrenaturales como papel de plata rizándose por el calor. Repentino escampar de melenudos corriendo a ver el incendio.

Armand había sacado a Daniel de la calle y lo había empujado hacia el interior de una estrecha tienda de licores de aire estancado. Iluminación biliosa; sudor y peste a tabaco; mortales, ignorantes de la conflagración que estaba por caer, leyendo grandes y glaseadas revistas eróticas. Armand lo había empujado hasta el fondo del pequeño pasillo. Una anciana comprando de la máquina refrigeradora diminutos cartones de leche y dos latas de comida para gatos. No había salida por allí.

Pero, ¿como podía uno esconderse de lo que estaba pasando por encima de ellos, del ensordecedor fragor que ni siquiera los mortales podían oír? Se llevó las manos a los oídos, pero era una tontería, era inútil. Muerte afuera, en los callejones. Seres como él corriendo por los escombros de los patios traseros, atrapados, carbonizados en el sitio. Lo vio en destellos chisporroteantes. Luego, nada. Silencio sonoro. Las campanas tañendo y el chirrido de los neumáticos del mundo mortal.

Sin embargo, había estado demasiado cautivado aún para asustarse. Cada segundo era eterno; la escarcha en la puerta del refrigerador, bella. La anciana con la leche en la mano, ojos como dos guijarros de cobalto.

El rostro de Armand había quedado vacío tras la máscara de sus gafas oscuras, las manos metidas en los bolsillos de sus apretados pantalones. Entró un joven, y la campanilla de la puerta tintineó y no dejó de tintinear durante el tiempo en que compraba una botella pequeña de cerveza alemana y salía.

—Ha acabado ya, ¿no?

—Por ahora —había respondido Armand.

Hasta que subieron al taxi, no dijo nada más.

—Sabía que estábamos allí; nos oía.

—Entonces, ¿por qué no...?

—No lo sé. Sólo sé que sabía que estábamos allí. Lo sabía antes de que hallásemos el refugio.

Y ahora, apretar y empujar en la sala, y lo amaba, amaba el gentío arrastrándolos más y más hacia las puertas interiores. Ni siquiera podía levantar el brazo, de tan apretujados que estaban; no obstante, chicos y chicas conseguían adelantarlo a base de codazos, lo zarandeaban con sus choques deliciosos; volvió a reír al ver los póster de tamaño natural de Lestat cubriendo las paredes.

Sintió los dedos de Armand en su espalda; y sintió también un cambio repentino en el cuerpo entero de Armand. Más adelante, una mujer pelirroja había vuelto la cabeza y los miraba atentamente mientras se dirigía hacia la puerta abierta.

Una suave descarga eléctrica y cálida recorrió el cuerpo de Daniel.

—Armand, el pelo rojo —¡Tan igual al de las gemelas del sueño! Pareció que sus ojos verdes se hubieran clavado en él al decir—: ¡Armand, las gemelas!

Luego ella se volvió; su rostro se esfumó y desapareció en el interior de la sala.

—No —susurró Armand. Leve balanceo de la cabeza. Tenía una furia silenciosa, Daniel podía notarla. Tenía la mirada rígida y vidriosa de cuando estaba profundamente ofendido—. Talamasca —susurró, con una sonrisa burlona poco frecuente en él.

—Talamasca. —La palabra sacudió repentinamente a Daniel por su belleza. Talamasca. La derivó del latín, comprendió sus partes. Le vino a la cabeza de algún lugar de su reserva memorística; máscara animal. Voz antigua para hechicera o shaman.

—Pero ¿qué significa en realidad? —preguntó.

—Significa que Lestat es un estúpido —respondió Armand. Centelleo de profundo dolor en sus ojos—. Pero ahora ya no tiene ninguna importancia.