6. LA HISTORIA DE LAS GEMELAS, SEGUNDA PARTE
Ella estaba soñando en matar. Era un gran y oscura ciudad como Londres o Roma, y ella corría apresurada por sus calles; tenía el encargo de matar, de abatir a la primera dulce víctima humana que sería su propia víctima. Y justo en el momento antes de abrir los ojos, había dado el salto, desde las creencias de toda su vida hacia aquel simple acto inmoral: matar. Había hecho lo que hace el reptil cuando levanta, en la raja de cuero que es su boca, el ratoncillo chillón que aplastará lentamente sin ni siquiera oír su suave y desgarrador canto.
Despierta en la oscuridad; y la casa viva encima; oye a los viejos diciendo: ven. También capta una televisión que habla en alguna parte. La Santa Virgen María se ha aparecido en alguna isla del mar Mediterráneo.
Sin hambre. La sangre de Maharet era demasiado fuerte. La idea iba creciendo, con el dedo índice te llamaba como una vieja bruja jorobada, desde un callejón oscuro. «Matar.»
Se levantó de la estrecha caja en la que reposaba y de puntillas cruzó la oscuridad, hasta que sus manos palparon la puerta de metal. Salió al pasillo y vio las inacabables escaleras de hierro que daban vueltas y vueltas sobre sí mismas en su ascensión, como si fueran un esqueleto, y vio el cielo a través del cristal ahumado. Mael estaba a medio camino, frente a la puerta de la casa propiamente dicha, mirando hacia abajo, hacia ella.
Por eso ella vaciló («Soy una de vosotros y estamos juntos») y vaciló por el contacto de la barandilla de hierro en su mano y por una pena súbita (sólo una impresión fugaz); porque, todo lo que había sido antes de aquella feroz belleza, la tenía agarrada por el pelo.
Mael bajó como para rescatarla, porque aquella sensación se la estaba llevando.
Comprendían, ¿no?, el modo en que ahora la tierra respiraba para ella y el bosque susurraba y las raíces merodeaban por la oscuridad, atravesando aquellas paredes de tierra.
Se quedó mirando a Mael. Leve olor de piel de ante, polvo. ¿Cómo había podido pensar nunca que aquellos seres eran humanos? Unos ojos brillando así. Y, sin embargo, llegaría el tiempo en que ella volvería a andar entre los seres humanos, y vería su mirada detenerse en ella un momento, y rápidamente desviarla. Había estado andando a paso rápido por alguna ciudad, como Londres o Roma. Mirando en los ojos de Mael volvió a ver a la vieja bruja jorobada en el callejón; pero no había sido una imagen en el sentido literal. No, ella vio el callejón, vio la matanza, con toda su pureza. Y, en silencio, dejaron de mirarse al instante, pero en una forma que indicaba respeto. El cogió su mano; observó el brazalete que le había regalado. De súbito la besó en la mejilla. Y luego la acompañó escaleras arriba, hacia la sala de la cima de la montaña.
La voz electrónica de la televisión aumentaba y aumentaba, hablando de histeria de masas en Sri Lanka. Mujeres matando a hombres. Incluso bebés varones asesinados. En la isla de Lynkonos había habido alucinaciones en masa y una ola de extrañas muertes.
Sólo gradualmente fue comprendiendo lo que estaba oyendo. Así pues no era la Santa Virgen María; cuando al principio lo había oído, había pensado que era maravilloso que pudieran creer algo así. Se volvió hacia Mael, pero éste miraba al frente. Él ya lo sabía. La televisión había estado hablando para él durante una hora.
Ahora, el entrar en la sala de la cima de la montaña, ella vio el fantasmagórico parpadeo azul. Y el extraño espectáculo de esos nuevos hermanos en la Orden Secreta de los no-muertos, repartidos por la sala como otras tantas estatuas, resplandeciendo en la luz mientras miraban atentamente la grandiosa pantalla.
—.... epidemias en el pasado causadas por comida o agua contaminadas. No obstante no se ha encontrado ninguna explicación para la coincidencia de las noticias provenientes de lugares tan diversos y tan alejados, que ahora incluyen también algunos pueblos aislados de las montañas del Nepal. Las detenidas afirman haber visto a una mujer muy bella llamada con varios nombres (la Santa Virgen, la Reina de los Cielos o simplemente la Diosa) que les ordenó masacrar a todos los varones de su pueblo, salvo a unos pocos seleccionados con mucho cuidado. Algunas informaciones describen, además, la aparición de un hombre, una divinidad de pelo rubio que no habla y que no tiene título o nombre ni oficial ni oficioso...
Jesse miró a Maharet, que tenía la vista como perdida, sin expresión, con una mano apoyada en el brazo de la silla.
La mesa estaba repleta de periódicos. Diarios en francés, en indostaní, y también en inglés.
—...de Lynkonos a otras varias islas próximas antes de que se avisara al ejército. Anteriores estimaciones indican que unos dos mil hombres podrían haber sido muertos en este pequeño archipiélago tocando a una punta de Grecia.
Maharet pulsó un botón en el pequeño mando negro que tenía en la mano y la pantalla se desvaneció. Pareció como si el aparato entero se hubiese desvanecido, diluyéndose en la oscura madera, a la par que las ventanas se hacían transparentes y las copas de los árboles aparecían en interminables y neblinosos planos recortados contra el cielo violento. Muy a lo lejos, Jesse vio las centelleantes luces de Santa Rosa, acunadas en las oscuras colinas. Pudo oler el sol que había entrado en la sala; pudo sentir el calor evaporándose lentamente a través del techo de cristal.
Miró a los demás, que estaban sentados en un silencio aturdido. Marius contemplaba enfurecido la pantalla de televisión, los periódicos que se extendían ante él.
—No hay tiempo que perder —dijo rápidamente Khayman a Maharet—. Tienes que proseguir el relato. No sabemos cuándo llegará.
Hizo un imperceptible gesto y los periódicos que llenaban la mesa se apartaron a un lado, quedaron hechos una pelota que fue lanzada en silencio y por una mano invisible al fuego. Allí el papel fue devorado por una gran llamarada que envió una lluvia de chispas hacia la enorme boca de la chimenea.
Jesse sufrió un repentino mareo. Todo era demasiado precipitado. Clavó la vista en Khayman. ¿Llegaría a acostumbrarse algún día? ¿A sus rostros de porcelana y a sus súbitas expresiones violentas, a sus blandas voces humanas y a sus casi imperceptibles movimientos?
¿Era producto de la Madre aquello? Matanza de varones. El entramado vital de aquellas gentes ignorantes, destruido por completo. Una fría sensación de amenaza se cernió sobre ella. Buscó una señal de inteligencia, de compresión, en el rostro de Maharet.
Pero el rostro de Maharet estaba rígido. No había contestado a Khayman. Muy despacio, se volvió hacia la mesa y cruzó las manos bajo la barbilla. Sus ojos tenían una expresión apagada, remota, como si no vieran nada de lo que tenían delante.
—El hecho es que tiene que ser destruida —dijo Marius, como si no pudiera contenerse más. El color ardió en sus mejillas, sorprendiendo a Jesse, porque en su rostro habían hecho su aparición momentánea las facciones de un hombre corriente. Y, ahora que habían desaparecido de nuevo, visiblemente temblaba de rabia—. Hemos desatado a un monstruo, y es responsabilidad nuestra apresarlo de nuevo.
—¿Y cómo podremos hacerlo? —preguntó Santino—. Hablas como si fuera una simple cuestión de decidirse. ¡No puedes matarla!
—Perdiendo nuestras vidas, pero se podrá hacer —dijo Marius—.
Si actuamos coordinados, acabaremos con esto de una vez por todas, como hace ya tiempo que debería haber acabado. —Los miró a todos, uno a uno, deteniendo la vista en Jesse. Luego la desvió hacia Maharet—. El cuerpo no es indestructible. No está hecho de mármol. Puede ser agujereado, cortado. Yo mismo lo he horadado con mis colmillos. ¡He bebido su sangre!
Maharet hizo un pequeño gesto elusivo, como queriendo decir que aquellas eran cosas sabidas de todos.
—¿Y si la matamos, nos matamos a nosotros? —inquirió Eric—. Si es así, propongo que nos vayamos de aquí. Propongo que nos ocultemos de ella. ¿Qué ganamos quedándonos aquí?
—¡No! —exclamó Maharet.
—Os matará uno a uno si lo hacéis —dijo Khayman—. Estáis vivos porque os guarda para sus proyectos.
—Por favor, ¿quieres continuar con la narración? —intervino Gabrielle, hablando directamente a Maharet. Todo el tiempo se había mantenido a la expectativa, y sólo de tanto en tanto escuchaba a los demás—. Quiero saber el resto —dijo—. Quiero oírlo todo. —Se echó hacia delante, y apoyó los brazos cruzados en la mesa.
—¿Creéis que en esos cuentos de viejas descubriréis algún método para derrotarla? —preguntó Eric—. Estáis locos si pensáis eso.
—Prosigue con la historia, por favor —dijo Louis—. Quiero... —dudó—, yo también quiero saber lo que pasó.
Maharet lo escrutó durante un largo momento.
—Sigue, Maharet —dijo Khayman—. Porque, con toda probabilidad, la Madre será destruida, y ambos sabemos cómo y por qué, y toda esa palabrería no significa nada.
—¿Qué puede significar la profecía ahora, Khayman? —interrogó Maharet con voz grave, moribunda—. ¿Caeremos en el mismo error en que ha caído la Madre? Podemos aprender del pasado. Pero el pasado no nos salvará.
—Tu hermana vendrá, Maharet. Vendrá como prometió.
—Khayman —dijo Maharet con una sonrisa estirada y amarga.
—Cuéntanos qué ocurrió —dijo Gabrielle.
Maharet permaneció inmóvil, como sí intentase encontrar una forma de empezar. En el intervalo, el cielo tras las ventanas se oscureció. Sin embargo, un ligerísimo tinte rojizo apareció en el lejano poniente, incrementando más y más su brillo contra las nubes grises. Finalmente se disipó y todos hubieran quedado envueltos en la oscuridad absoluta de no ser por el resplandor del fuego y el brillo mortecino de las paredes de cristal, que ahora se habían convertido en espejos.
—Khayman os llevó a Egipto —dijo Gabrielle—. ¿Qué visteis allí?
—Sí, nos llevó a Egipto —confirmó Maharet. Exhaló un suspiro y reclinó la espalda en la silla, con la mirada fija en la mesa ante sí—.
No había escapatoria; Khayman nos habría llevado a rastras. Pero la verdad es que aceptamos que teníamos que ir. Durante veinte generaciones habíamos hecho de intermediarias entre los hombres y los espíritus. Si Amel había cometido alguna gran maldad, nosotras intentaríamos remediarla. O al menos... como os dije al empezar la reunión entorno a esta mesa... intentaríamos comprender.
»Dejé a mi hija. La dejé al cuidado de las mujeres en quien confiaba más. La besé. Le conté algunos secretos. Y entonces la dejé; y partimos, a cuestas de la litera real, como si fuéramos huéspedes y no prisioneras (como antes) del Rey y de la Reina de Queme.
»Khayman fue amable con nosotras durante la larga marcha, pero se mantuvo sombrío y silencioso, evitando mirarnos directamente a los ojos. E hizo bien, puesto que no habíamos olvidado que habíamos sido ultrajadas. Luego, la última noche, acampados a orillas del gran río (que cruzaríamos a la mañana siguiente para llegar al palacio real) Khayman nos llamó a su tienda y nos contó todo lo que sabía.
»Sus modales eran corteses, decorosos. Y, mientras escuchábamos, intentamos dejar de lado nuestras sospechas personales. Nos contó lo que el demonio (como él lo llamaba) había hecho.
»Sólo horas después de nuestra expulsión de Egipto, había advertido que algo lo estaba acechando, alguna oscura y malvada fuerza. A todas partes adonde iba sentía su presencia, aunque a la luz del día tenía tendencia a esfumarse.
»Luego las cosas en el interior de su casa empezaron a cambiar de lugar, cambios que los demás no notaban. Al principio creía que se estaba volviendo loco. Sus instrumentos de escribir no estaban donde debían estar; y tampoco el sello que utilizaba el mayordomo general. Luego, en momentos diversos (y siempre cuando se hallaba solo) aquellos objetos salían disparados contra él, dándole en la cabeza, o aterrizando a sus pies. Algunos aparecían en los lugares más ridículos. El gran sello podía encontrarlo, por ejemplo, en su cerveza o en su caldo.
»Pero no se atrevía a contárselo al Rey y a la Reina. Sabía que los causantes eran nuestros espíritus; y decirlo habría significado sentencia de muerte para nosotras.
»Y así guardó para sí un terrible secreto, mientras las cosas empeoraban cada vez más. Adornos que había conservado como tesoros desde su infancia aparecían hechos añicos y cayendo como una lluvia sobre él. Los amuletos sagrados eran lanzados al retrete; excrementos sacados del pozo negro manchaban las paredes.
»Apenas podía soportar estar en su propia casa, pero mandaba a sus esclavos que no contasen nada a nadie y, si huían despavoridos, él mismo limpiaba su propio lavabo y barría el lugar como un sirviente inferior.
»Pero él también se sentía aterrorizado. Allí, en su casa, había algo con él. Podía olerle el aliento, sentirlo en su rostro y podía jurar que, de vez en cuando, sentía sus dientes, agudos como agujas.
»Al final, ya desesperado, empezó a hablar a la cosa, a suplicarle que se fuera. Pero aquello sólo pareció aumentar sus fuerzas. Al dirigirle la palabra, doblaba su poder. Vaciaba la bolsa de monedas de Khayman en el suelo y hacía tintinear las monedas de oro unas contra otras durante toda la noche. Le volcaba la cama, de tal modo que aterrizaba de bruces en el suelo. Le ponía arena en los zapatos cuando no miraba.
»Habían pasado ya seis meses desde que habíamos salido del reino. Se estaba volviendo loco. Quizá nosotras estábamos fuera de peligro. Pero él no encontraba lugar para estar a salvo y no sabía dónde buscar ayuda, ya que el espíritu lo estaba horrorizando realmente.
»Entonces, en el silencio de la noche, mientras yacía preguntándose qué nueva jugarreta estaría tramando, oyó de repente unos fuertes golpes en la puerta. Estaba aterrado. Sabía que no tenía que responder, que los golpes no provenían de mano humana. Pero, al final, no lo pudo soportar más. Dijo sus oraciones y abrió la puerta de par en par. Y lo que contempló fue el horror de los horrores: la momia putrefacta de su padre con la repugnante mortaja hecha trizas, apoyada en la pared.
»Por supuesto sabía que no había vida en el rostro encogido y arrugado o en los ojos muertos que lo miraban fijamente. Alguien o algo había desenterrado el cuerpo de su mastaba desierta y lo había traído allí. Aquel era el cadáver de su padre, pútrido, hediondo; el cadáver de su padre con todos sus objetos sagrados, el cadáver debería haber sido consumido, en el banquete funerario que les correspondía, por Khayman y sus hermanos y hermanas.
»Khayman cayó de rodillas llorando, casi chillando. Y entonces, ante sus ojos incrédulos, ¡la momia se movió! ¡La momia se puso a bailar! Sus miembros pegaban sacudidas a un lado y a otro, arriba y abajo, mientras que la mortaja caía a pedazos, hasta que Khayman entró corriendo en casa y cerró la puerta a aquel espectáculo. Y el cadáver se lanzó contra la puerta, aporreándola a puñetazos (o eso parecía), exigiendo que le dejase entrar.
»Khayman invocó a todos los dioses de Egipto clamando que le libraran de aquella monstruosidad. Llamó a los guardias de palacio; llamó a los soldados del Rey. Maldijo a aquel espíritu demoníaco y le ordenó que lo dejase en paz; y Khayman, en su furia, se puso a lanzar objetos y a dar patadas a las monedas de oro.
»Todo el palacio se precipitó por los jardines reales, hacia la casa de Khayman. Pero el demonio parecía hacerse más y más fuerte. Los postigos batían contra la pared y eran arrancados de cuajo. Los escasos restos del precioso mobiliario que aún poseía Khayman empezaron a desplazarse por el suelo y a dar saltos.
»Pero aquello fue sólo el principio. Al alba, cuando los sacerdotes entraban en la casa para exorcizar al demonio, un impetuoso viento llegó del desierto, arrastrando consigo nubes de arena cegadora. Khayman huyó y, a todas partes adonde fue, el viento lo persiguió; finalmente se contempló a sí mismo y vio que tenía los brazos recubiertos de pequeñas picaduras y gotitas de sangre. Incluso sus párpados habían sido atacados. Se encerró en un armario para conseguir algo de paz. Y el espíritu reventó el armario, echando a volar todas sus partes. Y Khayman quedó llorando en el suelo.
»La tormenta continuó durante días. Cuanto más rezaban y cantaban los sacerdotes, más enfurecido estaba el espíritu.
»El Rey y la Reina estaban consternados más allá de lo posible. Los sacerdotes echaron conjuros al demonio. La gente daba las culpas de los sucesos a las hechiceras de pelo rojo. Exclamaban que nunca se debía haber permitido que abandonaran la tierra de Queme. Tenían que encontrarnos a toda costa, tenían que llevarnos de nuevo a Egipto para ser quemadas vivas. Y entonces el demonio se calmaría.
»Pero las viejas familias no estaban de acuerdo con este parecer. La opinión de éstas era clara. ¿No habían desenterrado los dioses el cuerpo pútrido del padre de Khayman para mostrar que los comedores de carne habían hecho siempre lo que complacía a los cielos? No, eran el Rey y la Reina quienes estaban equivocados, el Rey y la Reina quienes debían morir. El Rey y la Reina, que habían llenado el país de momias y supersticiones.
»Y el reino estuvo al borde de la guerra civil.
»Al final el mismo Rey fue a ver a Khayman, quien estaba en su casa, sentado y llorando desconsoladamente, con una tela tirada encima como un sudario. Y el Rey habló con el espíritu maligno, aun mientras iba infligiendo picaduras a Khayman que manchaban de gotas de sangre la tela que lo envolvía.
»—Pero piensa en lo que las hechiceras nos contaron —decía el Rey—. No son sino espíritus, no demonios. Y se puede hacerlos entrar en razón. Sólo con que pudiera hacerme oír por ellos como hacían las hechiceras, sólo con que pudiera hacerlos responder...
»Pero aquella pequeña charla no hizo más que encolerizar al espíritu. Destrozó lo que aún no había sido destruido de los pequeños muebles. Arrancó la puerta de las bisagras; arrancó de raíz los árboles del jardín y los esparció por el suelo. Y pareció que, por el momento, mientras arrasaba los jardines de palacio despedazando todo lo que se ponía a su alcance, se olvidaba por completo de Khayman.
»Y el Rey fue tras el espíritu, suplicándole que lo reconociera y que hablase con él, y que compartiera sus secretos. Permaneció en la misma nube del torbellino creado por él, sin temor alguno, extático.
»Finalmente apareció la Reina. Con una voz poderosa y penetrante también se dirigió al demonio:
»—¡Nos castigas por el dolor de las hermanas pelirrojas! —gritó—. Pero, en lugar de eso, ¡por qué no nos sirves! —De inmediato, el espíritu demoníaco desgarró sus ropas y le infligió un gran ataque, como había hecho anteriormente con Khayman. La Reina intentó protegerse los brazos y el rostro, pero fue imposible. Y el Rey la cogió, y juntos echaron a correr hacia la casa de Khayman.
»—Vete, ahora —dijo el Rey a Khayman—. Déjanos solos con esta cosa, puesto que queremos aprender de ella, queremos comprender lo que quiere. —Llamó a los sacerdotes y, a través del torbellino, les dijo lo que nosotras le habíamos explicado, que el espíritu odiaba a la humanidad porque éramos a la vez espíritu y carne. Pero que él conseguiría atraparlo, reformarlo y controlarlo. Porque él era Enkil, el Rey de Queme, y podría hacerlo.
»El Rey y la Reina entraron en casa de Khayman, y el espíritu maligno con ellos, devastando la estancia; sin embargo, allí se quedaron. Khayman, ahora que había quedado libre de la cosa, se tendió en el suelo de palacio, exhausto, temiendo por sus soberanos, pero sin saber qué hacer.
»La Corte entera estaba en un gran tumulto; los hombres se peleaban entre ellos; las mujeres lloraban; algunos incluso abandonaban el palacio por miedo a lo que pudiese ocurrir.
»Durante dos días y dos noches, el Rey permaneció con el demonio; y también la Reina. Y entonces, las familias antiguas, las comedoras de carne, se reunieron al exterior de la casa. El Rey y la Reina estaban en un grave error; era el momento de que tomaran en sus manos el futuro de Queme. A la caída de la noche, entraron en la casa con su misión mortal, con las dagas levantadas. Iban a matar al Rey y a la Reina; y si el pueblo alborotaba en protesta, dirían que el espíritu era el causante; y ¿quién podría afirmar lo contrario? ¿Y no se aplacaría el espíritu cuando el Rey y la Reina estuvieran muertos, el Rey y la Reina que habían perseguido a las hechiceras pelirrojas?
»Fue la Reina quien primero los vio venir; cuando se precipitó a su encuentro con el grito de alarma, ellos hundieron sus dagas en su pecho; la Reina cayó mortalmente herida. El Rey corrió en su ayuda y también lo acuchillaron, con la misma impiedad; y huyeron veloces de la casa, ya que el espíritu no cesaba sus persecuciones.
»Khayman, mientras tanto, había permanecido arrodillado en un extremo del jardín, abandonado por los guardias, que lo habían considerado partidario de los comedores de carne. Y él esperaba morir con los demás sirvientes de la familia real. Luego oyó un gran gemido de la boca de la Reina. Un gemido como nunca había oído. Cuando los comedores de sangre oyeron tales ululatos, abandonaron el lugar definitivamente.
»Fue Khayman, el leal mayordomo del Rey y la Reina, quien tomó una antorcha y fue en ayuda de sus soberanos.
»Nadie intentó detenerlo. Todos se alejaron despavoridos. Sólo Khayman entró en la casa.
»Dentro, salvo por la luz de la antorcha, todo estaba negro como un pozo. Y Khayman vio lo siguiente:
»La Reina estaba tendida en el suelo, retorciéndose de agonía, mientras la sangre brotaba de sus heridas y una gran nube rojiza la envolvía; era como si un remolino diera vueltas a su alrededor, como una ráfaga de viento huracanado arrastrando incontables gotitas de sangre. Y, en el centro de aquel viento atorbellinado o lluvia o como pudiera llamársele, la Reina se retorcía y daba vueltas sobre sí misma, con los ojos en blanco. El Rey yacía espatarrado de espaldas al suelo.
»El primer instinto de Khayman fue abandonar el lugar. Irse tan lejos como pudiese. En aquel momento, deseó marcharse de su país para siempre. Pero aquella era su Reina, aquella que yacía jadeando terriblemente, con la espalda arqueada, con las manos arañando el suelo.
»Luego, la gran nube de sangre que cubría a la Reina, hinchándose y contrayéndose a su entorno, se hizo más densa y, de súbito, como absorbida por las heridas de la Reina, desapareció. El cuerpo de la Reina quedó inmóvil; pero, a los pocos momentos, se incorporó despacio hasta quedarse sentada, con los ojos mirando al frente y, antes de que se inmovilizara de nuevo, un grandioso grito gutural salió desgarrando su garganta.
«Mientras la Reina miraba fijamente a Khayman, no se oyó ni un solo sonido, excepto el chisporroteo de la antorcha. Entonces, Akasha, con los ojos desorbitados, empezó a jadear con aspereza, como si fueran los estertores de la muerte; pero no lo eran. Con la mano se protegió los ojos de la brillante luz de la antorcha, como si le hiriera la vista; y se volvió y vio a su esposo tendido junto a ella como si estuviera muerto.
»En su agonía, lo negó a gritos: no podía ser. Y, en el mismo instante, Khayman se percató de que las heridas de la Reina estaban cicatrizando, de que las profundas cuchilladas ya no eran más que arañazos en la piel, superficiales.
»—¡Alteza! —dijo Khayman. Y se acercó a ella, que permanecía de rodillas, agachadas, llorando y contemplando sus brazos, que los cortes de las dagas habían desgarrado, y sus pechos, que volvían a estar enteros. Sollozaba patéticamente al contemplar aquellas heridas que sanaban. De súbito, con sus largas uñas, rasgó su propia piel, la sangre brotó con fuerza, y ¡la herida cicatrizó de inmediato!
»—¡Khayman, mi Khayman! —gritó, cubriendo sus ojos para no ver la luz de la antorcha—. ¡Qué me ha ocurrido! —Y sus gritos se hicieron más y más fuertes; cayó encima del Rey, en un ataque de pánico, chillando—: Enkil, ayúdame. ¡Enkil, no te mueras! —Y otras exclamaciones y locuras que uno grita en medio de una desgracia. Y mientras contemplaba al Rey, un cambio horroroso se operó en ella.
Se lanzó al Rey como si fuera un animal hambriento y, con su larga lengua, lamió la sangre que le recubría la garganta y el pecho.
»Khayman nunca había visto tal espectáculo. Akasha era una leona del desierto lamiendo la sangre de una presa recién cazada. Con la espalda encorvada y con las rodillas levantadas, tiró hacia ella del cuerpo indefenso del Rey y le mordió la arteria de la garganta.
»Khayman dejó caer la antorcha. Retrocedió hasta llegar a medio camino de la puerta abierta. Aunque estaba decidido a correr por su vida, oyó la voz del Rey y se detuvo. Débilmente, el Rey hablaba:
»—Akasha —decía—, mi Reina. —Y ella, incorporándose, temblando, llorando, miró su propio cuerpo y el cuerpo de Enkil, su propia piel lisa y la de él, desgarrada aún por numerosas heridas.
»—Khayman —gritó—. Tu puñal. Dámelo. Se han llevado todas las armas. Tu puñal. Dámelo ahora mismo.
»Khayman obedeció de inmediato, aunque pensaba que vería a su Rey morir definitivamente. Pero la Reina, con el puñal, se cortó sus propias muñecas y procuró que la sangre cayese en las heridas de su esposo: y vio que las curaba. Y, con grandes exclamaciones de júbilo, manchó con sangre el rostro desgarrado del Rey.
»Las heridas de éste cicatrizaron. Khayman lo vio. Vio cómo los grandes cuchillazos se cerraban. Vio al Rey agitarse, levantar los brazos a un lado y a otro. Con la lengua lamió la sangre que Akasha le había esparcido por el rostro y que ahora se escurría hacia el pecho. Luego, alzándose en aquella misma postura animal en que se había colocado la Reina poco antes, el Rey abrazó a su esposa y abrió su boca en la garganta de ella.
»Khayman había visto ya suficiente. En la luz parpadeante de la moribunda antorcha, aquellas dos figuras se habían convertido, para él, en fantasmas, en espíritus malignos. Retrocedió, salió de la pequeña casa y se dirigió hacia el muro del jardín. Y allí pareció perder la consciencia: cayó y notó el contacto de la hierba en su rostro.
»Cuando despertó, se hallaba tumbado en una cama dorada de los aposentos de la Reina. Todo el palacio estaba en un silencio absoluto. Advirtió que le habían cambiado las ropas, que le habían lavado la cara y las manos, y que en la estancia sólo había una tenue luz y dulce incienso, y que las puertas que daban al jardín estaban abiertas como si no hubiera nada que temer.
»Luego, en las sombras, vio al Rey y a la Reina, que estaban junto a él y lo miraban; sólo que aquellos no eran su Rey y su Reina. Iba a gritar, iba a dar voz a gritos tan horripilantes como los que nunca había oído; pero la Reina lo apaciguó.
»—Khayman, mi Khayman —dijo. Y le entregó su bellísimo puñal de mango dorado—. Nos has servido bien.
»Aquí Khayman hizo una pausa en su relato.
»—Mañana por la noche —dijo—, cuando el sol se ponga, veréis con vuestros propios ojos lo que ha sucedido. Porque entonces y sólo entonces, cuando toda claridad se haya desvanecido en el cielo de poniente, el Rey y la Reina aparecerán en las estancias de palacio y veréis lo que yo he visto.
»—Pero ¿por qué sólo de noche? —le pregunté—. ¿Qué significa todo esto?
»Y nos contó que, no hacía aún una hora que había despertado, y el sol ni siquiera había salido, el Rey y la Reina habían empezado a apartarse de las puertas abiertas del palacio gritando que la luz les hería los ojos. Anteriormente ya habían huido de antorchas y lámparas; y ahora parecía que el amanecer los persiguiera; y que no hubiese lugar en el palacio que pudiera ocultarlos.
«Escabullidos, envueltos en ropas, abandonaron el palacio. Corrieron con una rapidez que ningún ser humano era capaz de igualar. Corrieron hacia las mastabas, o tumbas de las familias antiguas, de las familias que habían sido obligadas, con toda pompa y ceremonia, a hacer momias de sus muertos. Es decir, a los lugares sagrados que nadie profanaría. Corrieron tan aprisa que Khayman no los pudo alcanzar. No obstante, el Rey se detuvo un momento e imploró misericordia al dios del sol Ra. Luego, sollozando, protegiendo los ojos del sol, gritando como si el astro los quemase aunque su luz apenas había llegado al cielo, el Rey y la Reina desaparecieron de la vista de Khayman.
»—Desde entonces no hubo ni un solo día que aparecieran antes del ocaso; salían del cementerio sagrado, aunque nadie sabía exactamente de dónde. De hecho, el pueblo los esperaba ahora reunido en una gran multitud, los saludaba como si fueran dios y diosa, la misma imagen de Isis y Osiris, divinidades de la Luna, echaba flores a su paso, se inclinaba ante ellos.
»"Porque por todas partes corrió la voz de que el Rey y la Reina, con algún poder celestial, habían vencido a la muerte de manos de sus enemigos; que eran dioses, inmortales e invencibles; y que con aquel mismo poder eran capaces de leer los corazones de los hombres. Que no se les podía ocultar ningún secreto; que sus enemigos serían castigados en el acto; que podían oír las palabras que uno sólo oye en el interior de su cabeza. Eran y son temidos por todos.
»"Sin embargo yo sé, como todos sus criados fíeles, que no pueden soportar una vela o una luz muy cerca; que se ponen a chillar ante el brillo de la luz de una antorcha; y que cuando ejecutan a sus enemigos en secreto, ¡beben su sangre! La beben, os lo aseguro. Como felinos salvajes, se alimentan de sus víctimas; después de la carnicería, el lugar parece la guarida de un león. Y soy yo, Khayman, su mayordomo de confianza, quien debe recoger esos cadáveres y arrastrarlos hasta la fosa. —Khayman se interrumpió y dio rienda suelta a sus sollozos.
»Pero la historia había terminado; y era casi el amanecer. El sol salía detrás de las montañas del este; nos preparamos para cruzar el poderoso Nilo. El calor del desierto aumentaba; Khayman se acercó al río mientras la primera gabarra de soldados emprendía la travesía. Aún estaba llorando cuando el sol dio de lleno en el río, cuando vimos las aguas incendiarse.
»—El dios sol, Ra, es el dios más antiguo y más grande de todo Queme —susurró—. Y este dios se ha vuelto contra ellos. ¿Por qué? En secreto, el Rey y la Reina lloran su destino; la sed los enloquece; temen que aumente más de lo que puedan soportar. Tenéis que salvarlos. Tenéis que hacerlo por nuestro pueblo. No han enviado en vuestra busca para acusaros ni haceros daño alguno. Os necesitan. Sois hechiceras poderosas. Haced que el espíritu deshaga su maleficio. —Luego, mirándonos, recordando todo lo que nos había ocurrido, estalló en lágrimas de desesperación.
»Mekare y yo no respondimos. La gabarra estaba esperándonos para llevarnos a palacio. Y, a través del reflejo del agua, contemplamos la interminable hilera de edificios con las paredes decoradas con pinturas que formaban la ciudad regia, y nos preguntamos qué consecuencias acarrearía finalmente aquel horror.
»Al poner el pie en la gabarra pensé en mi hija y, de repente, supe que yo moriría en Queme. Quise cerrar los ojos y preguntar a los espíritus en un hilo de secreta voz si era realmente lo que iba a ocurrir, pero no osé. No podía permitir que me arrebataran mi última esperanza.»
Maharet se puso en tensión.
Jesse observó que sus hombros se erguían, que los finos dedos de su mano derecha se movían encima de la mesa, encogiéndose y extendiéndose, al tiempo que las uñas doradas centelleaban por el fulgor del fuego.
—No quiero que temáis —dijo con una voz que se deslizaba hacia la monotonía—. Pero quiero que sepáis que la Madre ha cruzado el gran océano occidental. Ella y Lestat están ahora más cerca...
Jesse percibió el estremecimiento de alarma que recorrió a todos los que estaban entorno a la mesa. Maharet continuó rígida, escuchando, o quizá viendo; las pupilas de sus ojos se movían imperceptiblemente.
—Lestat llama —dijo Maharet—. Pero su llamada es demasiado débil para que podamos oír palabras, demasiado débil para formar imágenes. No ha sufrido daño alguno, sin embargo; ese extremo lo puedo confirmar... y también que ahora me queda poco tiempo para acabar la historia.