4. LA HISTORIA DE LAS GEMELAS, PRIMERA PARTE

Todos los ojos estaban puestos en Maharet mientras ésta reflexionaba. Al poco tiempo, reanudó la narración, con palabras de apariencia espontánea, aunque de fluir lento y pronunciación cuidada. No parecía triste, sino impaciente por examinar de nuevo lo que iba a relatar.

—Bien, cuando digo que mi hermana y yo éramos hechiceras, quiero decir lo siguiente: heredamos de nuestra madre (como ella había heredado de la suya) el poder de comunicarse con los espíritus y de conseguir que cumpliesen nuestras órdenes. Podíamos percibir la presencia de los espíritus (que son, en general, invisibles a los ojos humanos) y los espíritus se sentían atraídos por nosotras.

»Y los que poseían poderes como nosotras tenían el respeto y el afecto de la gente de nuestro pueblo, que nos solicitaba para pedirnos consejos, para hacer milagros y predecir el futuro, y a veces para dar descanso a los espíritus de los muertos.

»Lo que estoy tratando de decir es que éramos consideradas buenas; teníamos nuestro lugar y nuestra función en la sociedad.

»Por lo que sé, siempre han existido hechiceras, o brujas. Ahora también existen, aunque ya no comprenden cuáles son sus poderes o cómo se deben utilizar. Luego hay esos que se llaman clarividentes o médiums, o medio. O incluso detectives espiritistas. Todo es lo mismo. Son personas que, por razones que nunca llegaremos a entender, atraen a los espíritus. Los espíritus las encuentran absolutamente irresistibles; y, para captar la atención de esas personas, usan todo tipo de trucos.

»Por lo que se refiere a los espíritus en sí, sé que tenéis mucha curiosidad acerca de su naturaleza y propiedades; sé que no creéis (todos vosotros) en la historia del libro de Lestat, la historia que nos cuenta cómo fueron erados la Madre y el Padre. No estoy segura de si el mismo Marius, cuando se la contaron, la creyó; o la creía cuando se la transmitió a Lestat.

Marius asintió. En aquellos momentos ya había acumulado numerosos interrogantes. Pero Maharet le hizo un ademán, indicándole que no se impacientara.

—Tened paciencia conmigo —dijo—. Os contaré todo lo que sabíamos entonces de los espíritus, que es lo mismo que sé ahora. Comprenderéis, por supuesto, que otros pueden dar a estos entes nombres diferentes. Y otros quizá los definirían más de acuerdo que no lo haré yo, con el lenguaje de la ciencia.

»Los espíritus hablaban con nosotras sólo por telepatía; como he dicho, son invisibles; pero se puede percibir su presencia; poseen distintas personalidades y nuestra familia de hechiceras, con el paso de las muchas generaciones, les había dado nombres diversos.

»Los dividíamos, como siempre habían hecho los hechiceros, en buenos y malos; pero no hay evidencia que ellos mismos tengan sentido del bien o del mal. Los malos espíritus son los abiertamente hostiles a los seres humanos, y les gusta hacer jugarretas como tirar piedras, hacer viento y otras cosas así de molestas. Los que poseen a los humanos son a menudo espíritus "malvados"; los que embrujan las casas y se llaman duendes también entran en esta categoría.

»Los buenos espíritus pueden amar, y por lo general también quieren ser amados. Raras veces maquinan maldades por su cuenta. Responden preguntas acerca del futuro; nos cuentan lo que sucede en otros lugares, en lugares remotos; y para las hechiceras de gran poder, como éramos mi hermana y yo, para aquellos a quienes los espíritus amaban en verdad, realizan su truco más grande y más agotador: hacen llover.

»Pero podéis deducir de lo que estoy diciendo que las etiquetas de bueno y malo son inmediatamente adjudicables. Los buenos espíritus son útiles; los espíritus malignos son peligrosos y destrozan los nervios. Prestar atención a los malos espíritus (invitarlos a acercarse, a rondar junto a nosotros) es exponerse al desastre; porque no pueden ser controlados hasta las últimas consecuencias.

«También existen abundantes evidencias de que, los que llamamos espíritus malvados, nos envidian que seamos de carne y poseamos a la vez espíritu, que disfrutemos de los placeres y de los poderes físicos a la vez que poseemos mentes espirituales. Muy probablemente, esta mezcla de carne y espíritu que son los seres humanos hace que todos los espíritus sientan curiosidad por ellos; eso era la fuente de nuestra atracción para con ellos; pero corroe a los malos espíritus; a los espíritus malignos les gustaría experimentar los placeres sensuales, o eso parece; sin embargo no pueden. Los buenos espíritus no manifiestan un tal desasosiego.

»Ahora, por lo que respecta a de dónde provienen los espíritus, ellos mismos nos solían decir que siempre han existido. Se jactaban de haber observado cómo los seres humanos dejábamos de ser animales y nos transformábamos en lo que éramos. Al principio no sabíamos a lo que se referían con tales comentarios. Pensábamos que simplemente querían burlarse de nosotras o que eran mentirosos. Pero ahora, con el estudio de la evolución humana se evidencia que los espíritus presenciaron este desarrollo. Referente a las cuestiones acerca de su naturaleza (cómo fueron creados o quién los creó), bien, nunca se han resuelto. No creo que comprendieran lo que les preguntábamos. Parece que los interrogatorios los ofendían o les causaban cierto miedo; o puede que pensasen que las preguntas eran humorísticas.

»Supongo que algún día llegará a conocerse la naturaleza científica de los espíritus. Yo me imagino que son materia y energía en un complejo equilibrio, como todo en nuestro universo, y que no son más mágicos que la electricidad o las ondas de la radio, o los quarks o los átomos, o las voces al otro lado del teléfono, cosas que sólo doscientos años antes parecían sobrenaturales. De hecho, los términos de la ciencia moderna me han ayudado a comprenderlos, retrospectivamente, mejor que cualquier otra herramienta filosófica. No obstante me aferró, más bien por costumbre, al viejo lenguaje.

»Mekare afirmaba que a veces podía verlos; decía que poseían minúsculos núcleos de materia física y grandes cuerpos de energía atorbellinada, que comparaba a las tormentas de viento y relámpagos. Decía que había criaturas en el mar que eran igual de exóticas en cuanto a su organización; e insectos que se parecían a los espíritus, también. Cuando veía sus cuerpos físicos siempre era de noche, y nunca eran visibles durante más de un segundo, y normalmente sólo cuando estaban furiosos.

»Su tamaño era enorme, decía; pero eso ellos también lo decían. Nos decían que no podíamos imaginarnos lo grandes que eran; pero es que les gusta alardear; entre sus afirmaciones hay que seleccionar siempre las que tienen sentido.

»Que son capaces de ejecutar grandes pruebas de fuerza en el mundo físico es algo que está fuera de dudas. De otro modo, ¿cómo podrían mover objetos como hacen los duendes en casas embrujadas? ¿Y como podrían reunir las nubes necesarias para hacer llover? Sin embargo, sus logros reales son minúsculos en contraste con el derroche de energía. Y esto siempre es una clave para controlarlos. Sólo hay cierta cantidad de cosas que puedan llevar a cabo, y no más, y una buena hechicera era alguien que comprendía esto a la perfección.

»Sea cual sea su composición material, estos seres no tienen necesidades biológicas aparentes. No envejecen; no cambian. Y la clave para comprender su comportamiento caprichoso e infantil está aquí. No tienen necesidades, hacer nada; vagan errabundos, inconscientes del tiempo, porque no tienen razón física para preocuparse de él, y hacen lo que cautiva su fantasía. Por supuesto, ven nuestro mundo; forman parte de él; pero qué aspecto tiene para ellos, no lo puedo imaginar.

»Por qué las hechiceras los atraen o captan su interés, tampoco lo sé. Pero esto es lo esencial: ven a la hechicera, van a ella, se le dan a conocer y se sienten enormemente halagados cuando los han percibido; y entonces cumplen las órdenes para obtener más atención; y, en algunos casos, para ser amados.

»Y, a medida que la relación progresa, por el amor de la hechicera se consigue que se concentren en tareas diferentes. Esto los deja agotados, pero a la vez los deleita, porque ven a los seres humanos tan impresionados.

»Así pues, imaginad qué divertido es para ellos escuchar los ruegos de los humanos e intentar responderlos, mantenerse suspendidos encima de los altares y hacer tronar después de haberles ofrecido sacrificios. Cuando un clarividente llama al espíritu de un antecesor muerto para que hable con sus descendientes, los espíritus se emocionan al poder soltar una cháchara pretendiendo pasar por el antepasado muerto, aunque evidentemente no lo son; por medio de la telepatía extraen información de los cerebros de los descendientes para que el engaño sea más completo.

«Seguramente todos conoceréis su forma de comportarse. No es ahora diferente de lo que lo fue en nuestro tiempo. Lo que sí ha cambiado es la actitud de lo seres humanos respecto a los hechos de los espíritus; y esta diferencia es crucial.

»Cuando, en los tiempos presentes, un espíritu embruja una casa y hace predicciones a través de las cuerdas vocales de un niño de cinco años, todos, excepto los que lo ven y lo oyen, se muestran incrédulos. No se hace de ello la base de una gran religión.

»Es como si la especie humana hubiese adquirido una inmunidad para esas cosas; tal vez ha evolucionado a un estado más elevado en donde las payasadas de los espíritus ya no confunden a nadie. Y aunque las religiones continúan existiendo (viejas religiones que han quedado anquilosadas en tiempos más oscuros), están perdiendo su influencia entre los instruidos a pasos agigantados.

»Pero después hablaré de eso. Dejad que prosiga ahora definiendo las cualidades de una hechicera, tal como nos fueron transmitidas a mi hermana y a mí, y contando lo que nos ocurrió.

»Fue algo heredado en nuestra familia. Puede que sea algo físico, ya que en nuestro linaje familiar parece legarse a través de las mujeres e ir emparejado invariablemente con ciertos atributos físicos, como los ojos verdes y el pelo rojo. Como todos ya sabéis (como ya os habréis enterado de un modo u otro desde que habéis entrado en esta casa), mi hija, Jesse, era una hechicera, una bruja. Y, en la Talamasca, a menudo utilizaba sus poderes para consolar a los que estaban afectados por los espíritus o los fantasmas.

»Los fantasmas, naturalmente, también son espíritus. Pero, sin lugar a dudas, son espíritus de los que una vez fueron humanos en la Tierra; mientras que los espíritus de los que he estado hablando, no. Sin embargo, una nunca puede estar segura en este punto. Un fantasma terrestre muy viejo puede olvidar que alguna vez estuvo vivo; y posiblemente los espíritus más malignos sean fantasmas; y ése es el motivo por el cual anhelan tanto los placeres de la carne; y cuando poseen a algún pobre ser humano, eructan obscenidades. Para ellos, la carne es sucia, y quisieran que los hombres y mujeres creyeran que tanto los placeres eróticos como la maldad son peligrosos y perniciosos.

»Pero el hecho es que, dado que los espíritus mienten, si no quieren contarlo, no hay manera de saber por qué hacen lo que hacen. Quizá su obsesión por el erotismo sea meramente algo abstraído de las mentes de los hombres y mujeres, que siempre han tenido un sentimiento de culpabilidad acerca de este aspecto de la vida.

»Para volver al punto principal, en nuestra familia eran principalmente las mujeres quienes adquirían el arte de la hechicería. En otras familias, pasa tanto a través de los hombres como las mujeres. O puede que, por razones que no están a nuestro alcance, aparezca espontánea y completamente desarrollada en un ser humano cualquiera.

»Sea como sea, la nuestra era una antigua familia de hechiceras. Podemos contar hechiceras hasta cincuenta generaciones atrás, hasta lo que se llamaba el Tiempo Anterior a la Luna. Es decir, mantenemos que nuestra familia ya vivió en el muy temprano período de la historia de la Tierra de antes de que la luna hubiera aparecido en el cielo nocturno.

»Las leyendas de nuestro pueblo contaban la llegada de la Luna, y las inundaciones, tempestades y terremotos que ello provocó. Si tal cosa llegó a suceder realmente, yo no lo sé. También creíamos que nuestras estrellas sagradas eran las Pléyades, o las Siete Hermanas, que todas las bendiciones provenían de aquella constelación; pero por qué, nunca lo supe o no puedo recordarlo.

»Ahora hablo de antiguos mitos, de creencias que ya eran viejas antes de que yo naciera. Y los que se comunican con los espíritus se vuelven, por razones obvias, más bien escépticos sobre ciertas cosas.

»Pero la ciencia, incluso ahora, no puede negar ni verificar los relatos del Tiempo Anterior a la Luna. La llegada de la Luna, y la consiguiente atracción gravitatoria, ha sido utilizada teóricamente para explicar el movimiento de los casquetes polares y las últimas eras glaciares. Quizás hay algo de verdad en las viejas historias, verdades que algún día se aclararán para todos.

»Sea cual sea el caso, nuestro linaje era uno de los antiguos. Nuestra madre había sido una poderosa hechicera a quien los espíritus contaban numerosos secretos, leyendo, como hacen, las mentes de los humanos. Y tenía una gran influencia sobre los espíritus intranquilos de los muertos.

»En Mekare y en mí parecía que su poder se había doblado, lo cual a menudo es cierto en las gemelas. O sea, que cada una de nosotras tenía el doble de poder de nuestra madre. Y, en cuanto al poder de las dos juntas, era incalculable. Hablábamos con los espíritus cuando aún estábamos en la cuna. Cuando jugábamos, se situaban a nuestro alrededor. Como gemelas que éramos, desarrollamos nuestro propio lenguaje secreto, que ni siquiera nuestra madre comprendía. Pero los espíritus lo conocían. Los espíritus comprendían todo lo que les decíamos; incluso nos podían responder en nuestro lenguaje secreto.

»Comprenderéis que no os cuento todo eso por orgullo. Sería absurdo. Os lo cuento para que podáis entender lo que era una para la otra, lo que significábamos para nuestro pueblo, antes de que los soldados de Akasha y Enkil vinieran a nuestra tierra. Quiero que comprendáis por qué este mal (la creación de los bebedores de sangre) llegó a la existencia.

»Éramos una gran familia. Habíamos vivido siempre en las cuevas del monte Carmelo, al menos desde los tiempos más remotos que se podían recordar. Y nuestro pueblo había levantado siempre asentamientos en los terrenos del valle al pie del monte. Vivían de los rebaños de cabras y ovejas. Y de vez en cuando cazaban; recogían unas pocas cosechas para la fabricación de drogas alucinógenas (que tomábamos para entrar en trance: formaba parte de nuestra religión) y también para fabricar cerveza. Segaban el trigo silvestre que crecía en abundancia.

»Pequeñas casas, redondas, de ladrillos de barro y tejados de paja formaban nuestro poblado, pero había otros que habían crecido hasta hacer pequeñas ciudades, y otros que hacían las entradas de las casas por el tejado.

»Nuestro pueblo fabricaba una cerámica altamente notable y la llevaban a vender a los mercados de Jericó. De allí traían lapislázuli, marfil, incienso, espejos de obsidiana y otros objetos preciosos. Claro está que conocíamos muchas otras ciudades, extensas y hermosas como Jericó, ciudades que hoy están completamente sepultadas bajo tierra y que tal vez nunca sean descubiertas.

»Pero, en general, éramos gentes sencillas. Sabíamos lo que era la escritura, es decir, su concepto. Pero nunca se nos ocurrió utilizarla, ya que para nosotras las palabras tenían un gran poder y nunca hubiéramos osado escribir nuestros nombres, conjuros o verdades que conocíamos. Si una persona tenía tu nombre, podía invocar a los espíritus para que te maldijeran, podía salir de su cuerpo en un trance y viajar hasta donde tu estuvieras. ¿Quién podía saber qué poder pondrías en sus manos si conseguía escribir tu nombre en una piedra o en un papiro? Incluso para los que no tenían miedo era como mínimo algo muy desagradable.

»Y, en las grandes ciudades, la escritura se utilizaba principalmente para los documentos financieros, los cuales nosotros teníamos que conservar, claro, en nuestras cabezas.

»De hecho, todos los conocimientos de nuestro pueblo eran confiados a la memoria; los sacerdotes que hacían sacrificios al becerro de oro de nuestro pueblo (en el cual nosotras no creíamos, por cierto) confiaban sus tradiciones y sus creencias a la memoria, y las enseñaban a los jóvenes sacerdotes de memoria y en verso. Las historias familiares se contaban de recuerdos, naturalmente.

»No obstante, hacíamos pinturas; cubrían las paredes de los santuarios del becerro en el pueblo.

»Y mi familia, que había vivido en las cuevas del monte Carmelo desde siempre, recubrió las paredes de nuestras grutas secretas con pinturas que nadie, salvo nosotras, vio. Así pues, tomábamos alguna especie de anotaciones. Pero lo hacíamos con mucha cautela. Por ejemplo, nunca pinté o dibujé una imagen de mí misma, hasta después de la catástrofe que se abatió sobre mí y mi hermana, y nos convertimos en lo que ahora somos.

»Pero, volviendo a nuestro pueblo, éramos pacíficos; pastores, a veces artesanos, a veces comerciantes, ni más, ni menos. A veces, cuando los ejércitos de Jericó marchaban a la guerra, nuestros jóvenes se alistaban a ellos; pero era voluntariamente. Estaban deseosos de aventuras, de ser soldados y saborear la gloria de ese modo. Otros se iban a las ciudades, a ver los grandes navíos mercantes. Pero, en general, en nuestro pueblo, la vida seguía como había sido durante siglos, sin variación alguna. Y Jericó nos protegía, casi con indiferencia, porque ella era el polo que atraía la fuerza del enemigo hacia sí.

»Nunca, nunca, cazamos a hombres para comernos su carne. No entraba dentro de nuestras costumbres. Este canibalismo, comerse la carne del enemigo, hubiera sido una grandiosa abominación para nosotras. Porque éramos caníbales y comer la carne tenía un significado especial: nos comíamos a nuestros muertos.

Maharet interrumpió unos momentos su narración, como si desease que el significado de aquella palabras quedara absolutamente claro para todos.

Marius volvió a ver la imagen de las dos mujeres pelirrojas arrodilladas ante el banquete funerario. Sintió la cálida quietud del mediodía y la solemnidad del momento. Intentó aclarar su mente y ver solamente el rostro de Maharet.

—Comprended —dijo Maharet— que creíamos que el espíritu abandonaba el cuerpo en la hora de la muerte; pero también creíamos que los restos de todo ser vivo contienen cierta pequeña cantidad de energía, aún después de que la vida misma se haya terminado. Por ejemplo, las pertenencias personales de un hombre retienen algo de su vitalidad; y el cuerpo y los huesos, con más seguridad. Y, naturalmente, al consumir la carne de nuestros muertos, este residuo energético, para llamarlo así, también sería consumido.

»Pero la verdadera razón de que nos comiéramos a nuestros muertos era por respeto a ellos. Según nuestro punto de vista, era el modo más adecuado de tratar los restos mortales de los que amábamos. Poníamos en nuestro interior los cuerpos de los que nos habían dado la vida, los cuerpos de los que nuestros cuerpos habían salido. Y así se completaba un ciclo. Y los sagrados restos de los que amábamos quedaban a salvo del horror atroz de la putrefacción bajo tierra, o de ser devorados por las bestias salvajes, o quemados como si fueran combustible o deshechos.

»Hay una gran lógica en todo ello, si lo reflexionáis bien. Pero lo más importante es percatarse de que aquello formaba parte esencial de las tradiciones de nuestro pueblo. El deber sagrado de todo hijo era comerse los restos de sus padres; el deber sagrado de la tribu era comerse la carne de los muertos.

»No había ni un solo hombre, mujer, niño o niña de nuestro pueblo que hubiera muerto y cuyo cadáver no hubiera sido consumido por sus parientes o amigos. No había ni un solo hombre, mujer, niño o niña que no hubiera comido carne de los muertos.

De nuevo, Maharet hizo una pausa y, antes de proseguir, con la mirada recorrió lentamente las caras de los miembros de la reunión.

—Bien, no era época de grandes guerras —dijo—. Jericó había estado en paz desde tiempos inmemoriales. Y Nínive también había estado en paz.

»Pero muy a lo lejos, hacia el sudoeste del valle del Nilo, los pueblos salvajes de aquella tierra guerreaban, como era su quehacer ancestral, contra los pueblos de la jungla, situados más al sur, para capturar enemigos, que destinarían a los asadores y a las ollas. Porque no sólo se comían a sus propios muertos con el respeto pertinente, como nosotros, sino que devoraban los cuerpos de sus enemigos; y se enorgullecían de ello. Creían que la fuerza del enemigo pasaba a sus cuerpos, al consumir su carne. Además, les gustaba el sabor de la carne humana.

«Nosotros los despreciábamos por lo que hacían, por las razones que ya he explicado. ¿Cómo podía alguien querer comerse la carne de un enemigo? Pero, quizá, la diferencia crucial entre nosotros y los guerreros moradores del valle del Nilo no era que ellos comieran a sus enemigos, sino que eran amantes de la guerra y nosotros de la paz. Nosotros no teníamos enemigos.

»Ahora bien, cuando mi hermana y yo llegamos a los dieciséis años, tuvo lugar un gran cambio en el valle del Nilo. O así nos lo contaron.

»La vieja Reina de aquella tierra había muerto sin descendencia femenina para transmitir la sangre real. Entre muchos pueblos primitivos, la sangre real se heredaba solamente por la línea femenina. Como no había varón que pudiera demostrar con toda certeza la paternidad del hijo de su esposa, era la reina o la princesa quienes llevaban consigo el derecho divino al trono. Por eso, los faraones egipcios de la última época se casaban a menudo con sus hermanas. Era para asegurar su derecho real.

»Y así habría sucedido con el joven Rey Enkil si hubiera tenido una hermana, pero no tenía ninguna. Ni siquiera tenía una prima o tía real con quien casarse. Pero era joven y fuerte, y decidido a ser soberano de su tierra. Finalmente se decidió por una nueva esposa, no de su propio pueblo, sino del de la ciudad de Uruk, en el valle del Tigris y del Eufrates.

»Y ésa era Akasha, una belleza de la familia real, que practicaba el culto a la gran diosa Inanna y que podía llevar al reino de Enkil |a sabiduría de su tierra. O así corrían los rumores en los mercados de Jericó y Nínive, rumores que acompañaban a las caravanas que venían para comerciar con nosotros.

»Bien, el pueblo del Nilo era agricultor, pero tendía a descuidar esta actividad en beneficio de cazar y hacer la guerra en busca de carne humana. Y esto horrorizó a la bella Akasha, quien se propuso de inmediato apartarlos de aquella bárbara costumbre, como posiblemente cualquiera de una civilización más elevada haría.

»Casi seguro que también llevó consigo la escritura, ya que el pueblo de Uruk la poseía (eran grandes conservadores de documentos); pero como sea que la escritura era algo que desdeñábamos mucho, no puedo asegurarlo. Quizá los egipcios ya habían empezado a escribir por su cuenta.

»No podéis imaginaros la lentitud con que tales hechos afectan a la cultura. Podían llevarse registros referentes a impuestos durante generaciones, antes de que nadie decidiera confiar las palabras de un poema en una tablilla de arcilla. Una tribu podía cultivar pimenteros y otras especias durante doscientos años antes de que a nadie se le ocurriera cultivar trigo o maíz. Como sabéis, los indios de Sudamérica tenían juguetes con ruedas cuando los europeos cayeron sobre ellos; y tenían joyas, metálicas. Pero no tenían ruedas para usarlas en otras actividades; y no utilizaban el metal para fabricar armas. Y por ello los europeos los derrotaron en un abrir y cerrar de ojos.

»Sea cual sea el caso, no sé la relación completa de los conocimientos que Akasha llevó consigo de Uruk. Sé que nuestro pueblo oyó muchos rumores acerca de la prohibición del canibalismo en el valle del Nilo, y que los que desobedecieran serían condenados a muerte y ejecutados. Las tribus que habían cazado carne humana durante generaciones montaron en cólera porque ya no podían practicar aquella actividad; pero todavía mayor fue la furia de los que ya no podían comerse a sus propios muertos. No poder cazar ya fue algo grave, pero tener que confiar los antepasados a la tierra fue un horror para ellos, como lo hubiera sido para nosotros.

»Así pues, para que el edicto de Akasha fuera obedecido, el Rey decretó que todos los cadáveres tenían que ser tratados con ungüentos y amortajados. No solamente nadie podía comerse la carne sagrada de la madre o del padre, sino que se debía proteger esta carne con mortaja de lino, con gran fastuosidad; además, esos cuerpos intactos tenían que ser exhibidos para contemplación de todos; al final, serían sepultados en tumbas con las ofrendas pertinentes y las letanías de los sacerdotes.

»Cuanto más pronto se realizara el amortajamiento, mejor, porque así nadie podría llegar a la carne.

»Y para ayudar a la gente a cumplir aquella nueva norma, Akasha y Enkil los convencieron de que los espíritus de los muertos viajarían mejor al reino adonde iban si, en la tierra, sus cuerpos estaban conservados en aquellos envoltorios. En otras palabras, se decía a la gente: «Vuestros queridos antepasados no son olvidados; sino todo lo contrario: están bien conservados.»

»Cuando oímos contar aquello de amortajar a los muertos y meterlos en cámaras amuebladas bajo la arena del desierto, creímos que era muy divertido. Creímos divertido que, con la perfecta conservación de los cadáveres en la tierra, se pudiera ayudar a los espíritus de los muertos. Porque, como todo el que se haya comunicado con muertos sabe, es mejor que las almas olviden sus cuerpos; porque solamente cuando consigan renunciar a su imagen terrestre podrán elevarse a un plano superior.

»Y ahora, en Egipto, en las tumbas de los muy ricos y poderosos, yacen aquellos objetos: las momias cuya carne ya se ha descompuesto.

»Si alguien entonces nos hubiera dicho que la costumbre de la momificación arraigaría en aquella cultura, que durante cuatro mil años Egipto la practicaría, que se convertiría en un gran e imperecedero misterio para el mundo entero, que los niños del siglo veinte irían a los museos a ver las momias, no lo habríamos creído.

»Sea como fuere, no nos importaba realmente mucho. Estábamos muy lejos del valle del Nilo. Ni siquiera podíamos imaginar cómo eran aquellas gentes. Sabíamos que su religión provenía de África, que adoraban al dios Osiris y al dios del sol Ra, y a dioses animales también. Pero nosotros no comprendíamos del todo a aquel pueblo. Y tampoco comprendíamos su tierra de inundaciones y desiertos. Cuando tomábamos en nuestras manos los delicados objetos fabricados por ellos, vislumbrábamos cierta débil apariencia de sus personalidades, pero era algo desconocido para nosotros. Nos daban pena porque no podían comerse a sus muertos.

«Cuando preguntábamos a los espíritus acerca de los egipcios, parecían enormemente divertidos con sus costumbres. Decían que los egipcios tenían "bonitas voces" y "bonitas palabras" y que era muy agradable visitar sus templos y sus altares; les gustaba la lengua egipcia. Al rato parecían perder interés en las preguntas y se esfumaban, como solía ser el caso.

»Lo que decían nos fascinaba, pero no nos sorprendía. Sabíamos que a los espíritus les gustaban nuestras palabras, nuestros cánticos y nuestras canciones. Así pues, los espíritus fingían tomar a los egipcios por dioses. Con gran frecuencia los espíritus intentaban darse importancia con esos pequeños engaños.

»Pasaron los años y oímos contar que Enkil, para unificar su reino y sofocar la rebelión y la resistencia de los caníbales intransigentes, había formado un gran ejército y se había embarcado en conquistas al norte y al sur. Había botado navíos al gran mar. Era la vieja estratagema: buscar un enemigo exterior contra quien luchar para apaciguar la revuelta interior.

»Pero, otra vez: ¿en qué nos podía afectar aquella agitación? Nuestra tierra era una tierra de belleza y serenidad, de árboles cargados de frutos, de trigo silvestre en abundancia para todo el que quisiera cortarlo con la hoz. La nuestra era una tierra de hierba verde y brisas frescas. Y no teníamos nada que nadie pudiera querer quitarnos. O así lo creíamos.

»Mi hermana y yo continuamos viviendo en paz absoluta en las suaves laderas del monte Carmelo, a menudo hablando con nuestra madre y entre nosotras silenciosamente, o con unas pocas palabras exclusivamente nuestras y que comprendíamos a la perfección; y aprendiendo de nuestra madre todo lo que sabía de los espíritus y del corazón de los hombres.

«Bebíamos las pociones de los sueños que nuestra madre nos preparaba a partir de plantas que crecían en la montaña; y, en nuestros trances y estados soñolientos, viajábamos hacia atrás en el tiempo y hablábamos con nuestros antepasados: hechiceras muy importantes, cuyos nombre conocíamos. Es decir, atraíamos a los espíritus de esos antiguos hacia la Tierra el tiempo suficiente para que nos proporcionaran algunos conocimientos. También viajábamos sin nuestros cuerpos a mucha altura por encima de la Tierra.

»Podría pasar hora y horas contando lo que veíamos en los traces; cómo, una vez, Mekare y yo anduvimos cogidas de la mano por las calles de Nínive, contemplando maravillas que nunca hubiéramos imaginado..., pero esos detalles ahora no tienen importancia.

»Permitid solamente que os explique lo que significaba para nosotras la compañía de los espíritus: la suave armonía en la que vivíamos con todo lo que nos rodeaba y con los espíritus; y cómo, algunas veces, el amor de los espíritus fue algo palpable para nosotras, semejante a lo que los místicos cristianos han descrito como el amor de dios o de los santos.

»Vivíamos juntas y dichosas, mi hermana, mi madre y yo. Las cuevas de nuestros antepasados eran cálidas y secas; y teníamos todo lo que necesitábamos: ropas preciosas y joyas, encantadores peines de marfil y sandalias de piel. Nos lo traía la gente como ofrendas, ya que nadie pagaba por nuestros servicios.

»Todos los días, había alguien de nuestro pueblo que venía a hacernos una u otra consulta, y nosotras pasábamos sus preguntas a los espíritus. Intentábamos ver el futuro, lo cual, por supuesto los espíritus pueden realizar según un método, en la medida en que ciertas cosas tienden a seguir un camino inevitable.

»Escudriñábamos en el interior de las mentes con nuestro poder telepático y ofrecíamos los consejos más sensatos que podíamos. De vez en cuando, nos traían algún poseso. Y nosotras expulsábamos de él el demonio, el espíritu maligno, porque no era más que eso. Y cuando una casa estaba endemoniada, íbamos a ella y ordenábamos al mal espíritu que se fuera.

»Dábamos la poción de los sueños a quienes nos lo pedían. Y caían en trance o dormían y soñaban en imágenes vividas, que nosotras tratábamos de interpretar o explicar.

»Para eso no necesitábamos realmente a los espíritus, aunque a veces solicitábamos algún consejo particular. Para saber lo que significaban las diferentes imágenes usábamos nuestros poderes de comprensión y profunda visión y, a menudo, la información que nos era transmitida por telepatía.

»Pero nuestro mayor milagro (que para ser realizado requería de todos nuestros poderes y que nunca podíamos garantizar) era hacer caer la lluvia.

»Bien, llevábamos a cabo el milagro de dos formas básicas: "pequeña lluvia", que era en gran parte simbólica y constituía una demostración de poder y funcionaba como un gran bálsamo para las almas de nuestra gente; o "gran lluvia", la necesaria para las cosechas, y que, en efecto, era muy difícil de realizar... cuando llegaba a realizarse.

»Ambas requerían que los espíritus fuesen lisonjeados sin restricciones y que sus nombres fuesen invocados infinitas veces, pidiéndoles que se juntaran, que se concentraran y que usasen la fuerza a una orden nuestra. La «pequeña lluvia» era con frecuencia llevada a cabo por nuestros espíritus más familiares, lo que especialmente nos querían a mí y a Mekare y que antes habían amado a nuestra madre y a todos nuestros antepasados antes que nosotros, y que siempre estaban dispuestos a llevar a cabo duras tareas con motivo de su amor.

»Pero para la "gran lluvia" se requerían muchos espíritus; y, puesto que algunos de los espíritus parecían aborrecerse mutuamente y aborrecer la cooperación, hacía falta una enorme cantidad de halagos para que accedieran a actuar conjuntamente. Teníamos que salmodiar cánticos, y ejecutar una gran danza. Durante horas trabajábamos en ello; los espíritus iban poco a poco tomando interés en ello, se reunían, se prendaban de la idea y finalmente se ponían manos a la obra.

»Mekare y yo fuimos capaces de realizar la "gran lluvia" solamente tres veces. Pero ¡qué cosa más maravillosa era ver las nubes agruparse en el cielo del valle, ver descender las inmensas sábanas de lluvia cegadora! Todo nuestro pueblo salía corriendo a empaparse bajo el aguacero; la misma tierra parecía hincharse, abrirse, dar gracias.

»La "pequeña lluvia" la hacíamos a menudo; la hacíamos por los demás, la hacíamos por pura alegría.

»Pero era la consecución de la "gran lluvia" lo que realmente extendió nuestra fama por todas partes. Siempre nos habían conocido como las hechiceras de la montaña; pero ahora llegaban a nosotras gentes de las ciudades del lejano norte, de tierras cuyos nombres no conocíamos.

»Los hombres aguardaban, en el pueblo, su turno para subir a la montaña y beber la poción para que nosotras les examináramos los sueños. Esperaban en turno para que les diéramos nuestro consejo, o a veces simplemente para vernos. Y claro está, nuestro pueblo les daba comida y bebida y tomaba lo que le ofrecían en pago de ello, y todo aprovechaba, o así lo parecía. En este sentido, lo que nosotras hacíamos no era muy distinto de lo que hacen los psicólogos en este siglo: estudiábamos las imágenes, las interpretábamos; registrábamos el subconsciente mental en busca de alguna verdad. Los milagros de la "pequeña lluvia" y de la "gran lluvia" meramente reforzaban la fe de los demás en nuestras capacidades.

»Un día, creo que unos seis meses antes de que nuestra madre muriera, llegó una carta a nuestras manos. Un mensajero la había traído de parte del Rey y la Reina de Queme, que era la tierra de Egipto según el nombre que le daban ellos mismos. Era una carta escrita en una tablilla de arcilla, como las que se utilizaban en Jericó y en Nínive; en la arcilla había dibujitos y los inicios de lo que los hombres llamarían posteriormente escritura cuneiforme.

»Claro que no sabíamos leerla; de hecho, nos asustó y creímos que podría tratarse de una maldición. No queríamos tocarla, pero teníamos que hacerlo si queríamos comprender algo de ella, algo que a lo mejor debíamos saber.

»El mensajero dijo que sus soberanos Akasha y Enkil habían oído hablar de nuestro gran poder y que sería un honor para ellos que hiciéramos una visita a su Corte; nos habían enviado una gran escolta para acompañarnos a Queme y nos devolverían a casa con abundantes regalos.

»Las tres sentimos desconfianza en el mensajero. Según lo que sabía él mismo, estaba diciendo la verdad; pero había algo oculto en aquel asunto.

»Así pues, nuestra madre tomó la tablilla de arcilla en sus manos. Inmediatamente percibió algo en ella, algo que pasó a través de sus dedos y que le causó una gran aflicción. Al principio no nos quiso decir lo que había visto; luego nos tomó aparte y nos dijo que el Rey y la Reina de Queme eran malvados, sanguinarios y que despreciaban las creencias de los demás. Y que aquel hombre y aquella mujer serían la causa de una terrible desgracia que nos sobrevendría, no importaba lo que dijera el escrito.

»Luego Mekare y yo tocamos la tablilla y también captamos los presagios del mal. Pero allí había un misterio, una oscura trama, y, atrapado entre la trama del mal, había un ser valiente, que parecía bueno. En resumen, aquello no era un simple complot para raptarnos y conseguir nuestro poder; había algo de genuina curiosidad y respeto.

Finalmente preguntamos a los espíritus, a los espíritus que Mekare y yo apreciábamos más. Se acercaron a nosotros y leyeron la carta, lo cual fue muy fácil para ellos. Afirmaron que el mensajero había dicho la verdad. Pero que, si decidíamos ir a ver al Rey y a la Reina de Queme, un terrible peligro nos aguardaba.

»—¿Por qué? —preguntamos a los espíritus.

»—Porque el Rey y la Reina os van a hacer preguntas —contestaron los espíritus—, y si respondéis diciendo la verdad, lo cual haríais, el Rey y la Reina se enfurecerán con vosotras y os destrozarán.

»Naturalmente, tampoco habríamos ido a Egipto. Nunca abandonábamos nuestra montaña. Pero ahora sabíamos con certeza que no deberíamos marchar nunca de allí. Dijimos al mensajero que, con todos nuestros respetos, nunca dejábamos el lugar donde habíamos nacido, que ninguna hechicera de nuestra familia se había ido nunca de allí y le pedimos que así lo dijera al Rey y a la Reina.

»Y así, el mensajero partió y la vida retornó a su rutina cotidiana.

»Si no fuera porque, varias noches después, llegó a nuestra presencia un espíritu maligno, uno que llamábamos Amel. Era enorme, poderosísimo, y rebosaba de odio; y aquella cosa se puso a danzar en el claro situado frente a nuestra cueva, intentando que Mekare y yo le prestásemos atención diciéndonos que pronto podríamos necesitar sus servicios.

«Estábamos ya muy acostumbradas a las zalamerías de los malvados espíritus; los ponía furiosos que no hablásemos con ellos como hacían otras hechiceras y brujos. Pero sabíamos que aquellos entes no eran de fiar, que eran incontrolables; nunca habíamos estado tentadas de utilizarlos y no pensábamos utilizarlos nunca.

»Este Amel, en particular, estaba enloquecido de furia por nuestro "olvido" de él, según su expresión. Y declaró una y otra vez que era "Amel, el poderoso" y "Amel, el invencible" y que deberíamos mostrarle más respeto. Porque en el futuro podríamos necesitarlo mucho. Podríamos necesitarlo más de lo que imaginábamos, porque la desgracia nos venía al encuentro.

»En aquel punto, nuestra madre salió de la cueva y preguntó a aquel espíritu cuál era la desgracia que veía venir.

»Aquellos nos sorprendió en gran manera, porque nuestra madre siempre nos había prohibido hablar con los malos espíritus; y porque, cuando ella les había hablado, siempre había sido para maldecirlos o expulsarlos, o para confundirlos con adivinanzas y preguntas sin respuesta, hasta que se enfadaban, se sentían estúpidos y abandonaban.

»Amel, el terrible, el maligno, el arrollador (cualquier cosa de las que se llamaba a sí mismo: su vanidad era infinita), declaró solamente que nos aguardaba una gran desgracia y que deberíamos ser respetuosas con él si teníamos algo de sensatez. Luego se jactó de todo el mal que había realizado para los hechiceros de Nínive. Se jactó de que podía torturar a las personas, endemoniarlas, e incluso picarlas como si fuera una nube de mosquitos. Podía sacar sangre de los humanos afirmó; y que le gustaba su sabor; y que nos sacaría sangre.

»Mi madre se rió de él.

»—¿Como podrías hacer tal cosa? —le preguntó—. No eres más que un espíritu; no tienes cuerpo; ¡no puedes saborear el gusto de nada! —le espetó. Aquél era el tipo de lenguaje que siempre encolerizaba a los espíritus, porque, como ya he dicho, nos envidian la carne.

»Bien, aquel espíritu, para demostrar su poder, cayó encima de nuestra madre como un vendaval; e inmediatamente sus buenos espíritus salieron a luchar contra él; hubo una terrible agitación en el claro y, una vez pasó y Amel fue expulsado por nuestros espíritus de la guarda, vimos que las manos de nuestra madre estaban llenas de diminutas picaduras. Amel, el maligno, le había sacado sangre, exactamente como había descrito: como si una nube de mosquitos la hubiera atacado con sus pequeñas picaduras.

»Mi madre observó aquellos minúsculos aguijonazos; los buenos espíritus estaban terriblemente furiosos al ver que había sido tratada con tanta maldad, pero ella les ordenó que callaran. En silencio consideró aquel hecho. ¿Cómo pudo haber sido posible? ¿Y cómo el espíritu podría probar la sangre que le había extraído?

»Y entonces fue cuando Mekare explicó su visión: los espíritus tenían infinitesimales núcleos de materia en el centro de sus grandes cuerpos invisibles y era posible que el espíritu hubiese saboreado la sangre por medio de aquellos núcleos. Imaginad, dijo Mekare, la mecha de una lámpara, la pequeñísima punta de la mecha en el interior de la llama. La mecha podría absorber la sangre. Y así ha ocurrido con el espíritu, que parecía ser todo llama, pero que tenía una pequeña mecha en su interior.

»Aunque nuestra madre aparentó burlarse, lo cierto es que no le gustó aquello. Con ironía dijo que en el mundo ya había suficientes maravillas, y que los espíritus malignos con inclinación por la sangre no hacían ninguna falta.

»—Vete, Amel —dijo, y le echó pestes: que era insignificante, que era superficial, que no tenía importancia alguna, que no lo reconocerían en ninguna parte y que podía reventar. En otras palabras, lo que siempre decía cuando quería deshacerse de los espíritus malvados, lo que los sacerdotes dicen incluso ahora, aunque en una forma un poco diferente, cuando intentan exorcizar a un niño que está poseído por el demonio.

»Pero lo que preocupó a nuestra madre, más que los ataques físicos de Amel, fue su aviso, el aviso de que el mal iba a nuestro encuentro. Ahondó la aflicción que había sentido al coger la tablilla egipcia. Sin embargo, no pidió a los buenos espíritus ni consuelo ni consejo. Quizá ella sabía mejor lo que había que hacer. Pero eso nunca lo podré saber. Fuera cual fuera el caso, nuestra madre sabía que algo iba a suceder y era claro que se sentía impotente para evitarlo. Quizá comprendía que, a veces, cuando nos esforzamos para prevenir el desastre, no hacemos más que allanarle el camino.

«Cualquiera que fuera la verdad, al cabo de diez días de los sucesos, enfermó, se debilitó, y al final fue incapaz de hablar.

»Durante meses agonizó, paralizada, en un duermevela. Nosotras permanecíamos sentadas noche y día junto a ella y le cantábamos. Le llevábamos flores e intentábamos leer sus pensamientos. Los espíritus estaban en un terrible estado de agitación a causa de su amor por ella. Hacían soplar el viento en la montaña; arrancaban las hojas de los árboles.

»Todo el pueblo estaba apenado. Luego, una mañana, los pensamientos de nuestra madre tomaron forma de nuevo; pero eran fragmentarios. Vimos campos soleados, flores, imágenes de cosas que había conocido en su infancia; después sólo colores brillantes y poco más.

»Sabíamos que nuestra madre estaba muriendo, y los espíritus también lo sabían. Tratamos de hacer lo mejor para calmarlos, pero algunos de ellos estaban enloquecidos, furiosos. Cuando muriese, su alma se levantaría y pasaría al reino de los espíritus y la perderían para siempre, y durante un tiempo sentirían una pena violenta.

»Por fin ocurrió, como era natural e inevitable. Salimos de la cueva para decir a la gente del pueblo que nuestra madre había partido hacia los reinos superiores. Todos los árboles de la montaña se agitaron por el viento provocado por los espíritus; el aire se llenó de hojas verdes. Mi hermana y yo lloramos; y, por primera vez en mi vida, creo que oí a los espíritus; creo que oí sus gritos y lamentaciones por encima del bramido del viento.

»De inmediato la gente vino a hacer lo que debía hacerse.

«Primeramente nuestra madre fue tendida en una gran losa, como era costumbre, para que todos pudieran venir y presentarle respetos. Iba vestida con la túnica blanca de lino egipcio que tanto quiso en vida, y con todas sus preciosas joyas de Nínive y las sortijas y los collares de hueso que contenían pequeñas reliquias de nuestros antepasados y que pronto pasarían a nosotras.

»Al término de diez horas, y después de que cientos de personas, tanto de nuestro pueblo como de los vecinos, le hubieran dicho el último adiós, preparamos el cadáver para el banquete funerario. Los sacerdotes hubieran hecho aquellos honores a cualquier otro muerto del pueblo. Pero nosotras éramos hechiceras y nuestra madre también lo era; y sólo nosotras podíamos tocarla. Y, en la intimidad y a la luz de lámparas de aceite, mi hermana y yo despojamos a nuestra madre de la túnica y cubrimos por completo su cuerpo de flores y hojas recién arrancadas. Aserramos su cráneo y levantamos la parte superior con mucho cuidado de que la frente permaneciera intacta, sacamos el cerebro y lo colocamos en una bandeja, junto a sus ojos. Luego, con una incisión igualmente cuidadosa, le sacamos el corazón y lo colocamos en otra bandeja. Cubrimos las bandejas con unas pesadas tapas en forma de bóveda, para proteger los órganos.

»Y la gente se acercó y construyó un horno de ladrillos en la losa, de tal forma que recubriera a nuestra madre y a las bandejas colocadas junto a ella; encendieron la hoguera bajo la losa, entre las rocas en que descansaba, y el asado empezó.

»Duró toda la noche. Los espíritus se habían tranquilizado porque el espíritu de nuestra madre se había ido. Y no creo que el cuerpo les importase; lo que hacíamos ahora no importaba, salvo ciertamente para nosotras.

»A causa de que éramos hechiceras y de que nuestra madre también lo había sido, sólo nosotras podíamos compartir su carne. Era toda nuestra, por tradición y derecho. La gente no participaría en el banquete, como podrían haber hecho en cualquier otro caso donde sólo quedasen dos descendientes para cumplir con la obligación. No importaba cuánto tardásemos en consumir la carne de nuestra madre. Y hombres y mujeres del pueblo velarían con nosotras.

»Pero, mientras transcurría la noche, mientras los restos de nuestra madre se cocían en el horno, mi hermana y yo meditábamos acerca del corazón y del cerebro. Nos repartiríamos aquellos órganos, evidentemente, pero lo que nos preocupaba era quién tomaría cada uno; porque teníamos profundas creencias acerca de aquellos órganos y de lo que residía en cada uno.

»Ahora bien, en aquel tiempo y para muchos pueblos, era el corazón lo que importaba. Para los egipcios, por ejemplo, el corazón era la sede de la conciencia. Y era así incluso para las gentes de nuestro pueblo; pero nosotras, como hechiceras, creíamos que el espíritu humano (es decir, la parte espiritual de cada hombre o mujer, que era como los espíritus del aire) residía en el cerebro. Y nuestra creencia de que el cerebro era importante provenía del hecho de que los ojos estaban conectados a él; y los ojos eran los órganos de la vista. Y ver es lo que hacíamos como hechiceras; veíamos en los corazones, veíamos en el futuro, veíamos en el pasado. Vidente, esta era la palabra que en nuestra lengua designaba lo que éramos, lo que «hechicera» significaba.

»Pero fue principalmente de la ceremonia de lo que hablamos; creíamos que el espíritu de nuestra madre se había ido. A causa de su respeto por ella, consumíamos esos órganos para que no se pudrieran. Así pues, fue fácil para nosotras llegar a un acuerdo. Mekare tomaría el cerebro y los ojos; y yo tomaría el corazón.

»Mekare era la hechicera con más poderes; la que había nacido primera; y la que siempre tomaba la iniciativa en las cosas; la que hablaba claro y en el acto; la que se comportaba como la hermana mayor, como inevitablemente ocurre con uno de los gemelos. Pareció correcto que ella tomase el cerebro y los ojos; y yo, que siempre había sido de una disposición más tranquila y más lenta, debería tomar el órgano asociado con el sentimiento profundo y con el amor: el corazón.

»Quedamos complacidas con la partición y, cuando el cielo de la madrugada se iluminó, dormimos unas pocas horas, con nuestros cuerpos debilitados por el hambre y el ayuno que nos preparaba para el banquete.

»Algún tiempo antes de la salida del sol, los espíritus nos despertaron. Enviaban de nuevo el viento. Salí de la cueva; el fuego ardía bajo el horno. La gente que velaba se había dormido. Furiosa, dije a los espíritus que guardaran silencio. Pero uno de ellos, mi espíritu más amado, dijo que había extranjeros reunidos en la montaña, muchos, muchos extranjeros, que estaban muy impresionados por nuestro poder y que sentían una peligrosa curiosidad por el banquete.

»—Esos hombres quieren algo de ti y de Mekare —me dijo el espíritu—. Esos hombres no están aquí para bien.

»Yo le respondí que siempre habían venido extranjeros; que no era nada y que ahora debía tranquilizarse y dejarnos cumplir con nuestros deberes. No obstante fui a uno de los nombres de nuestro pueblo y le pedí que estuvieran preparados en caso de que ocurriera algo; le dije que los hombres trajesen sus armas consigo cuando se reunieran al empezar el banquete.

»No era una petición desorbitada. La mayoría de hombres llevaban sus armas adonde quiera que fueran. Los pocos que habían sido soldados profesionales, o podían permitirse el lujo de poseer una espada, siempre la cargaban consigo; y muchos llevaban habitualmente un cuchillo metido en el cinto.

»Pero no me preocupé demasiado; después de todo, extranjeros de todas partes venían a menudo al pueblo; no era sino muy natural que vinieran con motivo de un acontecimiento tan especial: la muerte de una hechicera.

»Pero ya sabéis lo que ocurrió. Lo habéis visto en vuestros sueños. Habéis visto a la gente del pueblo reunida en el claro cuando el sol llegaba al cenit. Quizá hayáis visto cómo desmontaban lentamente el horno ya enfriado, ladrillo a ladrillo; o sólo el cuerpo de nuestra madre, ennegrecido, carbonizado, pero en paz, como si durmiese, ahora descubierto, en la losa aún caliente. Habéis visto las flores quemadas cubriendo el cuerpo, y el corazón, el cerebro y los ojos en las bandejas.

»Habéis visto que nos arrodillábamos a cada lado del cadáver de nuestra madre. Y habéis visto a los músicos que empezaban a tocar.

»Lo que no habéis podido ver, pero ahora ya lo sabéis, es que durante miles de años la gente de nuestro pueblo tuvo la costumbre de reunirse para tales banquetes. Durante miles de años habíamos vivido en aquel valle y en las laderas de la montaña, donde la hierba crecía alta y los frutos caían de los árboles. Aquella era nuestra tierra, nuestras costumbres, nuestro momento.

«Nuestro momento sagrado.

»Y, cuando Mekare y yo nos sentamos una frente a la otra, ataviadas con nuestros vestidos más preciosos y llevando las joyas de nuestra madre y también nuestros propios adornos, vimos ante nosotras, no los avisos de los espíritus, o la aflicción de nuestra madre cuando tocó la tablilla del Rey y la Reina de Queme, no. Vimos nuestras propias vidas (esperanzadoras, largas, felices) para ser vividas allí, entre los nuestros.

»No sé cuánto tiempo permanecimos arrodilladas; cuánto tiempo preparamos nuestras almas. Recuerdo que, finalmente, al unísono, levantamos las bandejas que contenían los órganos de nuestra madre; y los músicos empezaron a tocar. La música de la flauta y de los tambores llenó el aire que nos rodeaba; se oía el canto de los pájaros.

»Y, entonces, la maldad cayó sobre nosotras; llegó tan repentinamente, con el ruido de las pisadas y los poderosos y agudos gritos de guerra de los soldados egipcios, que apenas supimos lo que estaba ocurriendo. Nos lanzamos encima del cadáver de nuestra madre, en un intento de proteger el sagrado banquete funerario; pero de inmediato nos arrancaron y nos alejaron de ella, y vimos las bandejas caer en el polvo y la losa volcada.

»Oí a Mekare gritar como nunca había oído gritar a un ser humano. Pero yo también estaba gritando, gritando al ver el cuerpo de mi madre tirado en las cenizas.

»Sin embargo, los insultos llenaban mis oídos; de hombres acusándonos de comedores de carne humana, de caníbales, de hombres acusándonos de salvajes y diciendo que nos ajusticiarían con sus espadas.

»Sólo que nadie nos hizo nada. Gritando, luchando, fuimos atadas, dejadas indefensas, y todos nuestros amigos y parientes fueron aniquilados ante nuestros propios ojos. Los soldados pisotearon el cuerpo de mi madre; pisotearon su corazón, su cerebro y sus ojos. Pisotearon y volvieron a pisotear las cenizas, mientras sus cohortes ensartaban a hombres, mujeres y niños de nuestro pueblo.

»Y luego, a través del coro de gritos, a través del horripilante clamor de aquellos cientos de personas muriendo en la ladera de la montaña, oí a Mekare invocar a nuestros espíritus a vengarse, incitarlos a castigar a los soldados por lo que habían hecho.

»Pero ¿qué era el viento o la lluvia para hombres como aquellos? Los árboles se agitaron, pareció que la misma tierra temblaba; las hojas llenaron el aire como la noche anterior. Rocas rodaron cuesta abajo; se alzaron nubes de polvo. Pero no hubo más que un momento de duda antes de que el Rey, Enkil en persona, avanzara, destacándose de los demás, y dijera que aquello no eran sino trucos que todos los hombres habían presenciado ya otras veces y que nosotras o nuestros espíritus no podríamos hacer nada más.

»Eran demasiado ciertas, aquellas palabras; y la masacre continuó con el mismo ímpetu. Mi hermana y yo nos dispusimos a morir. Pero no nos mataron. No era su intención matarnos; se nos llevaron a rastras y vimos nuestro pueblo ardiendo, vimos los campos de trigo silvestre en llamas, vimos a todos los hombres y mujeres de nuestra tribu yaciendo muertos y supimos que todos sus cadáveres serían dejados a la intemperie para los animales salvajes, para que se consumieran en el polvo, con una indiferencia y un desprecio absolutos.

Maharet se interrumpió. Había juntado las manos haciendo un pequeño tejado en forma de aguja y ahora se tocaba la frente con la punta de los dedos, como descansando antes de proseguir. Cuando reemprendió la narración, su voz fue un poco áspera y más grave, pero tan firme como lo había sido antes.

—¿Qué es una pequeña nación de pueblos? ¿Qué es un pueblo... o incluso una vida?

»Miles de pueblos así están enterrados bajo tierra. Y así nuestro pueblo permanece enterrado aún hoy en día.

»Todo lo que conocíamos, todo lo que habíamos sido, fue arrasado en el espacio de una hora. Un ejército bien entrenado había hecho una carnicería con nuestros sencillos pastores, nuestras mujeres y nuestros jóvenes indefensos. Nuestro pueblo yacía en ruinas, con las chozas derribadas; todo lo que podía arder había sido quemado.

»Por encima de la montaña, por encima del pueblo que se extendía a sus pies, percibí la presencia de los espíritus de los muertos; una gran nube de espíritus, algunos tan agitados y confusos por la violencia desatada contra ellos que se aferraban a la tierra de pavor y de dolor; otros se levantaban y salían de la carne, para no sufrir ya más.

»¿Y qué podían hacer los espíritus?

«Siguieron nuestra procesión durante todo el camino a Egipto; endemoniaban a los hombres que nos mantenían atadas y nos llevaban en una litera a sus hombros, dos mujeres solas, arrimadas una a la otra, horrorizadas y apenadas.

»Cada noche, cuando la compañía montaba el campamento, los espíritus enviaban el viento a rasgar sus tiendas y a dispersarlos. Pero el Rey exhortaba a sus soldados a no tener miedo. El Rey les decía que los dioses de Egipto eran más poderosos que los espíritus de las hechiceras. Y como verdaderamente los espíritus estaban haciendo todo lo que les era posible, como no conseguían empeorar las cosas, los soldados obedecían.

»Cada noche el Rey nos hacía llevar a su presencia. Nos hablaba en nuestra lengua, que era una de las corrientes en el mundo de entonces, y que se utilizaba en todo el valle del Tigris y del Eufrates y también en las faldas del monte Carmelo.

»—Sois grandes hechiceras —decía, con voz amable y exasperantemente sincera—. Por este motivo os he perdonado la vida, aunque sois comedoras de carne humana, como vuestro pueblo, y yo y mis hombres os cogimos en el momento de cometer el delito. Os he perdonado la vida porque quiero sacar provecho de vuestra sabiduría. Quiero aprender de vosotras y mi Reina también quiere aprender. Decidme qué puedo hacer para aliviar vuestro sufrimiento y lo haré. Ahora estáis bajo mi protección; yo soy vuestro Rey.

«Llorando, evitando mirarlo a los ojos, permanecíamos allí sin decir nada, hasta que se hartaba de nosotras y nos mandaba de nuevo a dormir a nuestra pequeña y apretada litera (un minúsculo habitáculo de madera, con sólo diminutas ventanas), donde habíamos estado hasta que nos había llamado.

»Solas de nuevo, mi hermana y yo nos hablábamos en silencio o por medio de nuestro lenguaje, el lenguaje de los gemelos, de gestos y palabras abreviadas que sólo nosotras conocíamos. Recordábamos lo que los espíritus habían dicho a nuestra madre; recordábamos que había caído enferma después de la carta del Rey de Queme y que nunca se había recuperado. Sin embargo, no teníamos miedo.

«Estábamos demasiado conmovidas por la desgracia para tener miedo. Era como si ya estuviéramos muertas. Habíamos visto nuestro pueblo masacrado, habíamos visto el cadáver de nuestra madre profanado. No sabíamos de nada que pudiera ser peor. Estábamos juntas; quizá nuestra separación sí sería peor.

»Pero durante nuestro viaje a Egipto, tuvimos un pequeño consuelo que más tarde no olvidaríamos. Khayman, el mayordomo del Rey, sintió compasión de nosotras e hizo todo lo que estuvo en su mano, en secreto, para suavizar nuestro dolor.»

Maharet se detuvo de nuevo y miró a Khayman, que estaba sentado con las manos enlazadas encima de la mesa y con los ojos humillados. Parecía que se hallaba profundamente inmerso en el recuerdo de los hechos que Maharet describía. Aceptó el tributo, pero ello no pareció consolarlo. Terminó por levantar la vista hacia Maharet como signo de agradecimiento. Parecía aturdido y lleno de preguntas. Pero no las formuló. Dirigió la vista a los demás, agradeciendo también sus miradas, agradeciendo la firme de Armand y la de Gabrielle, pero de nuevo quedó sin decir nada.

Y Maharet continuó:

—Khayman nos aflojaba las ataduras siempre que era posible; nos permitía dar un paseo al anochecer; nos llevaba comida y bebida. Y era una gran delicadeza por parte suya que no nos hablara cuando lo hacía; no pedía nuestra gratitud. Hacía aquello con toda generosidad. Simplemente, no era de su agrado ver a la gente sufrir.

»Creo recordar que viajamos diez días para llegar al país de Queme. Quizá fue más, quizá fue menos. En algún momento durante el viaje, los espíritus se cansaron de sus trucos; y nosotras, desalentadas y ya sin coraje, dejamos de invocarlos. Al final nos hundimos en el silencio, y sólo de vez en cuando nos mirábamos a los ojos.

«Finalmente entramos en un país cuyo paisaje no habíamos visto nunca. A través de un desierto abrasador fuimos llevadas a la rica tierra negra que bordeaba el río Nilo, el suelo negro del que deriva la palabra Queme; luego cruzamos el poderoso río en una almadía, cruzó todo el ejército, y llegamos a una vasta ciudad de construcciones de ladrillo y techos de paja, con grandes templos y palacios construidos con los mismos materiales rudimentarios, pero todos muy bellos.

»Eso tuvo lugar mucho tiempo antes de la arquitectura de piedra que ha dado fama a los egipcios: los templos de los faraones que han permanecido hasta nuestros días.

»Pero ya existía un gran amor por la decoración fastuosa, una tendencia hacia lo monumental. Ladrillos sin cocer, juncos, argamasa..., todos esos materiales simples eran los que utilizaban para construir altos muros, que después eran encalados y decorados con pinturas encantadoras.

»Frente al palacio al cual nos llevaban como prisioneras, se levantaban dos grandes columnas, construidas con enormes juncos de la jungla, secados, atados entre ellos y cimentados con fango del río; en el interior, dentro de un patio cerrado, habían creado un estanque, lleno de flores de loto y rodeado de árboles floridos.

»Nunca había visto un pueblo tan rico como el de los egipcios, un pueblo cargado de tantas joyas, un pueblo con un pelo trenzado con tanto primor y unos ojos tan hermosamente pintados. Aquellos ojos pintados tendían a minarnos la moral. Porque el maquillaje endurecía su mirada; daba una ilusión de profundidad donde quizá no la había; instintivamente nos retraíamos ante aquel artificio.

»Pero todo lo que veíamos no hacía más que aumentar nuestra miseria. ¡Cuánto odiábamos todo lo que había a nuestro alrededor! Lo único que percibíamos en aquella gente (aunque no comprendíamos su extraña lengua) era que nos odiaban y que también nos temían. Parecía que nuestro pelo rojo causaba gran confusión entre ellos; y que fuésemos gemelas también les daba miedo.

»Porque entre ellos, en ciertas épocas, habían tenido la costumbre de matar a los bebés gemelos; y los pelirrojos eran invariablemente sacrificados a los dioses. Se creía que daba suerte.

»Todo eso se hizo claro para nosotras en instantáneas y salvajes visiones comprensivas; encarceladas, aguardábamos con pensamientos lúgubres cuál sería nuestro destino.

»Como antes, Khayman fue nuestro único consuelo en aquellas primeras horas. Khayman, el mayordomo general del Rey, procuró que tuviéramos ciertas comodidades en nuestro encierro. Nos trajo sábanas lavadas, frutos para comer, cerveza para beber. Nos trajo incluso peines para el pelo y vestidos limpios; y, por primera vez, nos habló; nos dijo que la Reina era amable y buena y que no debíamos temer.

»Sabíamos que estaba diciendo la verdad, era indudable; pero también había algo que fallaba, como había ocurrido meses antes con las palabras del mensajero del Rey. Nuestras penalidades no habían hecho más que empezar.

»También temíamos que los espíritus nos hubieran abandonado; que tal vez no quisiesen venir a aquella tierra a ayudarnos. No invocábamos a los espíritus, porque invocar y no recibir respuesta... habría sido más de lo que podíamos soportar.

»Llegó el anochecer y la Reina envió a buscarnos; y nos llevaron ante la corte.

»El espectáculo nos abrumó, a pesar de que lo desdeñábamos: eran Akasha y Enkil en sus tronos. La Reina era entonces como es ahora: una mujer de espalda erguida, miembros firmes, con un rostro casi demasiado exquisito para mostrar inteligencia, un ser de atractiva belleza con una dulce voz de soprano. En cuanto al Rey, ahora lo veíamos no como soldado sino como soberano. Llevaba el pelo trenzado y vestía su falda de gala y sus joyas. Sus ojos negros mostraban una gran severidad, como siempre; pero en un momento quedó claro que quien reinaba, y había reinado siempre en aquel país, era Akasha. Akasha tenía el don de la palabra, de la habilidad verbal.

»Nada más llegar, nos dijo que nuestro pueblo había sido castigado justamente por sus abominaciones; y que había sido tratado con misericordia, puesto que todos los comedores de carne humana eran salvajes y la ley decía que debían morir de muerte lenta. Dijo que habían tenido piedad de nosotras porque éramos importantes hechiceras, y que los egipcios querían aprender de nosotras; que querían aprender la sabiduría de los reinos de lo invisible y que nosotras tendríamos que enseñársela.

»Inmediatamente, como si aquellas palabras no hubieran sido más que puro protocolo, se puso a hacernos preguntas. ¿Cuáles eran nuestros espíritus? ¿Por qué había algunos buenos, si eran espíritus? ¿No eran dioses? ¿Cómo conseguíamos hacer llover?

«Quedamos demasiado escandalizadas por lo rudimentario de sus preguntas para poder responder. Nos sentimos molestas por la rudeza de sus modales, y empezamos a llorar de nuevo. Nos volvimos y nos echamos a los brazos una de la otra.

»Y, por el modo de expresarse de aquella mujer, algo más comenzó a hacerse claro para nosotras, algo muy simple. La rapidez de sus palabras, su impertinencia, el énfasis que ponía en ésta o aquella sílaba, todos esos detalles nos evidenciaron que nos estaba mintiendo, pero que ni ella misma sabía que mentía.

«Cerramos los ojos y escrutamos su mentira en profundidad, y vimos la verdad que seguramente ella misma negaría:

»¡Había aniquilado a nuestro pueblo sólo para traernos allí! Había enviado a su Rey y a sus soldados a aquella "guerra santa" sólo porque habíamos rechazado su anterior invitación, y nos quería a su disposición. Sentía curiosidad por nosotras.

»Era lo que nuestra madre había visto al tomar la tablilla del Rey y la Reina en sus manos. Quizá los espíritus ya lo habían previsto, a su modo. Solamente entonces comprendimos la plena monstruosidad de aquellos hechos.

«Nuestro pueblo había muerto porque nosotras habíamos atraído el interés de la Reina, al igual que atraíamos el interés de los espíritus; nosotras habíamos traído aquel mal sobre todas las cosas.

»¿Por qué los soldados no nos habían tomado simplemente de nuestro pueblo indefenso?, nos preguntábamos. ¿Por qué habían traído la ruina a todo lo que era nuestro pueblo?

«¡Aquello era el horror puro! Se había echado una cobertura moral al propósito de la Reina, una cobertura que ella no podía ver, más que no vería cualquier otra persona.

«Se había auto convencido de que nuestro pueblo debía morir, sí, que su salvajismo lo merecía, a pesar de que no fuesen egipcios y su tierra se hallase muy lejos. Y, oh, ¿no había sido un gran acierto que se apiadaran de nosotras y nos llevasen a Egipto para satisfacer finalmente su curiosidad? Y nosotras, desde luego, deberíamos estar agradecidas y dispuestas a responder sus preguntas.

«Y más en lo hondo, más allá de su engaño, captamos la mente que hacía posibles unas contradicciones semejantes.

»Aquella Reina no tenía auténtica mortalidad, no tenía un verdadero sistema ético para gobernar los actos que realizaba. Aquella Reina era una de tantos humanos que sienten que quizá no hay nada y que no existe razón para pensar que se pueda llegar a saber nunca algo. Pero no podía soportar este pensamiento. Y así se inventaba, día tras día, sus sistemas éticos, intentaba desesperadamente creer en ellos, pero no eran más que coberturas para sus actos, actos que hacía por meras razones pragmáticas. La guerra contra los caníbales, por ejemplo, se derivaba, más que nada, del desagrado que le provocaban tales costumbres. Su gente, los de Uruk, nunca habían comido carne humana; por ello no quería que algo tan repugnante para ella ocurriese a su alrededor; en realidad no había más que eso. Porque en su corazón siempre había un rincón oscuro, lleno de desesperación. Y una gran voluntad para crear significados, porque no existía ninguno.

»Quiero que comprendáis que no era superficialidad lo que veíamos en aquella mujer. Era la creencia juvenil de que con su voluntad podría hacer brillar la luz; de que podía conformar el mundo a sus gustos. Y también veíamos una insensibilidad hacia el dolor de los demás. Sabía que otros sufrían, pero, bien, ¡realmente no podía entretenerse mucho a pensar en ello!

»Al final, incapaces de soportar el alcance de aquella duplicidad evidente, nos volvimos y la estudiamos, porque tendríamos que librar un combate con ella. Aquella Reina no tenía ni veinticinco años, y, en aquella tierra que había deslumbrado con sus costumbres de Uruk, detentaba el poder absoluto. Y era casi demasiado bonita para ser auténticamente bella, porque su belleza eclipsaba cualquier sensación de majestad o de profundo misterio; y su voz aún contenía cierto timbre infantil, un timbre que, por puro instinto, provoca en los demás ternura, un timbre que da una levísima musicalidad a las palabras más simples. Un timbre que nosotras encontramos exasperante.

»Siguió y siguió con sus preguntas. ¿Cómo conseguíamos nuestros milagros? ¿Cómo veíamos en el corazón de los hombres? ¿De dónde provenía nuestra magia y por qué afirmábamos hablar con seres invisibles? ¿Podíamos hablar, por el mismo sistema, con los dioses? ¿Podíamos hacer que sus conocimientos aumentaran o hacer que comprendiera mejor la esencia de lo divino? Estaba dispuesta a perdonarnos nuestro salvajismo si éramos agradecidas, si nos arrodillábamos ante sus altares y exponíamos ante sus dioses y ante ella toda nuestra sabiduría.

»Insistió en sus varios puntos con una tal terquedad que haría reír a una persona sensata.

»Pero eso sublevó la furia más profunda de Mekare. Ella, que siempre había llevado la iniciativa en todo, habló ahora.

»—Parad de hacer preguntas. No decís más que estupideces —soltó—. No tenéis dioses en este reino porque no hay dioses. Los únicos habitantes invisibles del mundo son los espíritus y los espíritus juegan con vos por medio de vuestros sacerdotes y de vuestra religión, como jugarían con cualquier otra persona. Ra, Osiris, son simplemente nombres inventados con los que halagáis y loáis a los espíritus; y, cuando les parece bien, os envían algún pequeño indicio para que os apresuréis a halagarlos un poco más.

»Rey y Reina contemplaron horrorizados a Mekare. Pero Mekare prosiguió:

»—Los espíritus son reales, pero infantiles y caprichosos. Y también peligrosos. Se admiran de nosotros y nos envidian que seamos a la vez espirituales y carnales, lo cual los atrae y los predispone a hacer vuestra voluntad. Las hechiceras como nosotras siempre han sabido cómo utilizarlos; pero se necesita una gran habilidad y un enorme poder para realizarlo, y eso es lo que nosotras tenemos y vos no. Sois estúpidos, y lo que habéis hecho para cogernos prisioneras es una atrocidad. En lo que habéis hecho no hay honestidad alguna. ¡Vivís en la mentira! Pero nosotras no os vamos a mentir.

»Y luego, medio llorando, medio estrangulada por la rabia, Mekare, ante la corte entera, acusó a la reina de hipocresía y de masacrar a nuestro pueblo sencillo simplemente para que pudiéramos ser llevadas ante ella. Nuestro pueblo no había cazado carne humana desde hacía miles de años, dijo a la Corte; y en nuestra captura se profanó un banquete funerario. Toda aquella maldad fue cometida tan sólo para que la Reina de Queme pudiera tener hechiceras con quien hablar, hechiceras a quien hacer preguntas, hechiceras cuyo poder intentaría utilizar en beneficio propio.

»La Corte estaba agitada en un tumulto. Nunca nadie había sido tan irrespetuoso, tan blasfemo, y cosas así. Pero los antiguos señores de Egipto, los que aún estaban irritados por la prohibición del canibalismo sagrado, habían quedado horrorizados ante la profanación del banquete funerario. Y otros, que también temían la ira del cielo por no haberse comido los restos de sus padres, habían quedado mudos de pavor.

»Pero en conjunto fue una gran confusión. Salvando al Rey y a la Reina, quienes estaban extrañamente silenciosos y extrañamente intrigados.

»Akasha no nos respondió nada, pero era claro que algo de nuestra explicación se había sentido como verdadero en las regiones más recónditas de su pensamiento. En sus ojos resplandeció durante un instante una curiosidad impaciente. «¿Espíritus que fingen ser dioses? ¿Espíritus que envidian la carne?» Pero, por lo que se refería a la acusación de haber sacrificado innecesariamente a nuestro pueblo, ni siquiera la consideró. Era el lema de los espíritus lo que la fascinaba, y, en su fascinación, el espíritu estaba divorciado de la carne.

»Permitidme atraer vuestra atención sobre lo que acabo de decir. Era la cuestión de los espíritus lo que la fascinaba; es decir, la idea abstracta; y, en su fascinación, la idea abstracta lo era todo. No creo que pudiese admitir que los espíritus fueran infantiles o caprichosos. Pero sea lo que fuere, ella quería saberlo, y quería saberlo por medio de nosotras. Y por lo que se refería a la destrucción de nuestro pueblo, ¡no le importaba lo más mínimo!

»Mientras tanto, el supremo sacerdote del templo de Ra exigía nuestra ejecución. Y también el sacerdote supremo del templo de Osiris. Éramos perversas; éramos hechiceras; y todo lo que tuviese el pelo rojo debía ser quemado, como se había hecho siempre en Queme. Y, de inmediato, la asamblea repitió aquellas acusaciones. Debíamos ser quemadas. En pocos momentos pareció que había estallado una revuelta en el interior del palacio.

»Pero el Rey ordenó silencio. Nos devolvieron a nuestra celda y nos pusieran una fuerte guardia.

»Mekare, enfurecida, recorría a grandes pasos el limitado suelo de la celda, mientras yo le pedía que no contase nada más. Le recordé lo que los espíritus nos habían dicho: que si íbamos a Egipto, el Rey y la Reina nos harían preguntas, y que si respondíamos la verdad (cosa que haríamos) el Rey y la Reina se encolerizarían y nos matarían.

»Pero era como si hablase con la pared; Mekare no quería escuchar. Andaba por la celda de un lado a otro, golpeándose a intervalos el pecho con el puño. Sentía la angustia que ella sentía.

»—Maldita —decía—. Malvada. —Y luego se sumía de nuevo en el silencio y andaba; al poco volvía a repetir las palabras.

»Sabía que estaba recordando el aviso de Amel, el maligno. Y también sabía que Amel estaba cerca; lo podía oír, lo percibía.

»Sabía que Mekare estaba siendo tentada de invocarlo; y yo sentía que no debía hacerlo. ¿Qué podrían significar sus insignificantes ataques para los egipcios? ¿A cuántos mortales podría inflingir sus picaduras? No conseguiría más que las tormentas de viento o que hacer volar objetos, cosas que nosotras ya sabíamos provocar. Pero Amel oyó aquellos pensamientos, y empezó a sentirse inquieto.

»—Cálmate, demonio —decía Mekare—. ¡Espera hasta que te necesite! —Esas fueron las primeras palabras que le oí dirigir a un espíritu malvado; y me produjeron un escalofrío de horror que me recorrió todo el cuerpo.

»No recuerdo cuándo caímos dormidas. Sólo que poco después de medianoche, Khayman me despertó.

»Al principio creí que era Amel realizando algún truco, y desperté airada. Pero Khayman me indicó con un gesto que me tranquilizara. Se hallaba en una terrible agitación. Llevaba solamente las ropas de dormir e iba descalzo, con el pelo despeinado. Parecía que había estado llorando. Tenía los ojos enrojecidos.

»Se sentó junto a mí.

»—Dime, ¿es cierto lo que contaste de los espíritus? —No me preocupé de decirle que había sido Mekare quien lo había dicho. La gente siempre nos confundía o pensaba que éramos la misma. Me limité a decirle que sí, que era cierto.

»Le expliqué que aquellos entes invisibles siempre habían existido; que ellos mismos nos habían dicho que, por lo que sabían, no existían ni dioses ni diosas. A menudo se habían jactado ante nosotras de los trucos que habían realizado en los grandes templos de Sumer, Jericó o Nínive. De vez en cuando se nos presentaban alardeando de que eran éste o aquel dios. Pero nosotras conocíamos sus personalidades y, cuando los invocábamos por sus antiguos nombres, abandonaban la impostura enseguida.

»Lo que no le dije fue que hubiera deseado que Mekare nunca hubiese dado a conocer aquellos hechos. ¿De que serviría ahora?

»El estaba sentado junto a mí, abatido, escuchándome, escuchando como si hubiera sido un hombre que hubiese vivido toda la vida en la mentira y ahora repentinamente se despertase a la verdad. Ya que había quedado hondamente emocionado al ver a los espíritus provocar el viento en nuestra montaña y ver a los soldados cubiertos por una lluvia de hojas; aquello le había helado el alma. Y esto es lo que siempre produce fe: la mezcla de la verdad y de la manifestación física.

»Pero entonces advertí que soportaba una carga aun más pesada en su conciencia, o en su razón, se podría decir.

»—La masacre de vuestro pueblo fue una guerra santa; no un acto de egoísmo, como has afirmado.

»—Oh, no —le respondí—. Fue un acto egoísta, pura y simplemente; no puedo decirlo de otro modo. —Le conté lo de la tablilla que nos habían enviado por el mensajero, lo que los espíritus nos habían dicho, los temores y la enfermedad de nuestra madre y lo de mi propio poder para ver la verdad bajo las palabras de la Reina, la verdad que ni ella misma era capaz de aceptar.

»Pero ya antes de que hubiera finalizado mi discurso, quedó anonadado de nuevo. Sabía, por sus propias observaciones, que lo que yo estaba diciendo era verdad. Había luchado al lado del Rey en muchas campañas contra pueblos extranjeros. Que un ejército luchara para conseguir sólo ganancias no era nada para él. Había presenciado masacres y ciudades incendiadas; había visto hacer esclavos; había visto hombres que regresaban a casa cargados de botín. Y, aunque no era soldado, comprendía perfectamente aquellos actos.

»Pero no había habido botín valioso que llevarse de nuestro pueblo; no había habido territorio que el Rey quisiese conservar. Sí, había sido un ataque para capturarnos, lo sabía. Y también sentía asco por la mentira de la guerra santa contra los caníbales. Y sentía una tristeza que aún era mayor que su abatimiento. Él pertenecía a una antigua familia; él había comido la carne de sus antepasados; y ahora se encontraba castigando aquella misma tradición en los que había conocido y amado. Consideraba repugnante la momificación de los muertos, pero sentía aún más repugnancia por la ceremonia que la acompañaba, por la profunda superstición en que había caído su país. Tantas riquezas dilapidadas en los muertos; tanta atención a los cadáveres en putrefacción, solamente para que hombres y mujeres no se sintieran culpables de abandonar sus costumbres más antiguas.

»Tales pensamientos lo dejaron exhausto; no eran naturales en él; lo que en definitiva lo obsesionaba era las muertes que había presenciado; las ejecuciones; las masacres. Del mismo modo que la Reina no podía detenerse a pensar ni un momento en tales cosas, él no podía olvidarlas, y ahora era un hombre que estaba perdiendo su capacidad de aguante; un hombre arrastrado a unas arenas movedizas en donde podía ahogarse.

»Finalmente se despidió de mí. Pero antes de irse prometió que haría todo lo que estuviera en sus manos para liberarnos. No sabía cómo podría realizarlo, pero lo intentaría, y me rogó que no tuviera miedo. En aquel momento sentí un gran amor hacia él. Tenía entonces el mismo bello rostro que ahora, la misma figura; sólo que antes era más moreno y más delgado, y su pelo rizado había sido alisado y trenzado y le colgaba hasta los hombros; toda su persona tenía un aire de cortesano, el aire de uno que manda y de uno que tiene el caluroso afecto de su príncipe.

»A la mañana siguiente, la Reina envió de nuevo a por nosotras. Esta vez nos condujeron a sus aposentos particulares; con ella se hallaban solamente el Rey y Khayman.

»Era una pieza aun más lujosa que la gran sala de palacio; el lugar estaba repleto, rebosante, de cosas preciosas: un sofá con leopardos esculpidos, una cama recubierta de seda pura, espejos pulidos hasta una perfección que rayaba lo mágico. Y la misma Reina, qué atractiva estaba, adornada con sus mejores galas y perfumada con sus mejores perfumes, modelada por la naturaleza y hecha algo tan encantador como los tesoros que la rodeaban.

»De nuevo insirió con sus preguntas.

»En pie, juntas, con las manos atadas, tuvimos que escuchar las mismas tonterías.

»Y de nuevo Mekare habló a la Reina de los espíritus; le explicó que los espíritus siempre habían existido; le explicó que alardeaban de jugar con los sacerdotes de otras tierras. Le dijo que los espíritus le habían contado que les gustaban las canciones y los cánticos de los egipcios. Todo era un juego para ellos, nada más.

»—Pero, ¡estos espíritus, son dioses, pues! ¡Es lo que estás diciendo! —exclamó Akasha con gran fervor—. ¡Y tú hablas con ellos! ¡Quiero ver cómo lo haces! ¡Hazlo por mí, ahora!

»—¡Pero no son dioses! —intervine yo—. Es lo que tratamos de deciros. Y no aborrecen a los comedores de carne humana como decís que hacen vuestros dioses. No se preocupan de esas cosas. Nunca se han preocupado. —Con una paciencia fuera de todo límite bregué para mostrarle la diferencia; aquellos espíritus no tenían código de conducta; eran moralmente inferiores a nosotros. Sin embargo, sabía que aquella mujer no podía captar lo que le estaba explicando.

»Percibí la agitación en su interior, la lucha entre la servidora de la diosa Inanna que quería creerse herida y la oscura e indecisa alma que en definitiva no creía en nada. Su alma era un lugar glacial; su fervor religioso no era sino una llamarada que ella misma alimentaba sin descanso, intentando dar calor a aquel lugar glacial.

»—¡Todo lo que decís es una patraña! —explotó al final—. ¡Sois mujeres perversas! —Y ordenó nuestra ejecución. Nos quemarían vivas al día siguiente, y juntas, para que nos pudiéramos ver sufrir y morir. ¿Por qué se había preocupado nunca por nosotras?

»Al instante el Rey la interrumpió. Le dijo que él sí había visto el poder de los espíritus; y también Khayman. ¿Qué no serían capaces de hacer los espíritus si éramos tratadas de aquel modo? ¿No sería mejor dejarnos ir?

»Pero había algo repulsivo y duro en la mirada de la Reina. Las palabras del Rey no tenían valor; nos iban a quitar la vida. ¿Qué podíamos hacer? Parecía que estaba furiosa con nosotras porque no había sido capaz de adoptar nuestras verdades de modo que pudiera utilizarlas o disfrutar de ellas. Ah, era una agonía tratar con la Reina. Con todo, su mente era una mente normal; existen incontables humanos que piensan y sienten como ella pensaba y sentía entonces... y ahora, con toda probabilidad.

»Al fin, Mekare aprovechó el momento. Hizo lo que yo no osaba hacer. Invocó a los espíritus, a todos, y por su nombre, pero tan deprisa que la Reina nunca recordaría las palabras. Los llamó a gritos, les dijo que accedieran a sus ruegos; y les dijo que expresaran su desagrado por lo que estaba ocurriendo a aquellas mortales (a Mekare y a Maharet), mortales que ellos se preciaban de amar.

»Fue una jugada arriesgada. Pero si no sucedía nada, si nos habían abandonado como yo temía, entonces podría llamar a Amel, ya que éste sí estaba allí; estaba al acecho, esperando. Era la única oportunidad, la última que teníamos.

»Al instante el viento comenzó a soplar. Aulló por el patio y silbó a través de los pasillos de palacio. Desgarró los cortinajes; batió las puertas; rompió la frágil cerámica. La Reina, al sentirse rodeada por el viento, quedó aterrorizada. Luego, pequeños objetos empezaron a volar por el aire. Los espíritus cogieron los adornos de su tocador y empezaron a lanzárselos; el Rey se puso junto a ella, intentando protegerla, mientras Khayman quedaba paralizado de terror.

»Ahora bien, aquel era el mismo límite del poder de los espíritus; y no serían capaces de hacerlo durar mucho. Pero antes de que la demostración finalizase, Khayman suplicó al Rey y a la Reina que revocasen la sentencia de muerte. Lo cual hicieron en el acto.

»De inmediato, Mekare, al percibir que los espíritus ya estaban agotados de todas formas, con gran solemnidad les ordenó que se aplacaran. Se hizo el silencio. Y los aterrorizados esclavos corrieron de un lado para otro para recoger los objetos que los espíritus habían tirado.

»La Reina estaba vencida. El Rey intentaba decirle que él ya había contemplado aquel espectáculo antes y que no había recibido daño alguno; pero la Reina había recibido una herida en lo más profundo de su corazón. Nunca había sido testigo de la más mínima experiencia sobrenatural; y ahora estaba muda y petrificada. En aquel rincón oscuro y sin fe de su interior se había hecho una chispa de luz, de auténtica luz. Y, tan antiguo era y asentado estaba su secreto escepticismo, que aquel pequeño milagro fue para ella una revelación de gran magnitud; fue como si hubiera visto la faz de su dios.

»Pidió al Rey y a Khayman que se retiraran. Dijo que quería hablar con nosotras a solas. Y entonces nos imploró que habláramos a los espíritus para que ella pudiera oírlo. Había lágrimas en sus ojos.

»Fue un momento extraordinario, porque sentí lo que había sentido hacía meses al tocar la tablilla de arcilla: una mezcla de bien y de mal que parecía más peligrosa que el mismo mal.

»Por supuesto, no podíamos hacer que los espíritus hablaran de tal forma que ella pudiera entenderlos, le dijimos. Pero quizá podría ponernos algunas preguntas que ellos responderían. Lo cual hizo al instante.

»No eran más que preguntas que la gente ha estado formulando, desde tiempos remotos, a los brujos, hechiceras y santos.

»—¿Dónde está el collar que perdí de niña? ¿Qué quiso decirme mi madre la noche en que murió y ya no podía hablar? ¿Por qué mi hermana detesta mi compañía? ¿Se hará un hombre mi hijo? ¿Será fuerte y valiente?

»En lucha por nuestras vidas, con gran paciencia formulamos aquellas preguntas a los espíritus, engatusándolos y adulándolos hasta que conseguimos atraer su atención. Y obtuvimos respuestas que dejaron atónita a Akasha. Los espíritus sabían el nombre de su hermana; sabían el nombre de su hijo. Al considerar aquellos simples trucos pareció llegar al borde de la locura.

»Entonces, Amel, el maligno, apareció (evidentemente celoso de todo aquel espectáculo) y de improviso lanzó a los pies de Akasha el collar perdido del cual había hablado, un collar perdido en Uruk. Aquello fue el golpe final. Akasha estaba estupefacta.

»Se puso a llorar, agarrando con fuerza su collar. Y nos pidió que pusiéramos a los espíritus las preguntas en verdad importantes cuyas respuestas debía conocer sin falta.

»Sí, los pueblos inventaban a sus dioses, dijeron los espíritus. No, los nombres en las plegarias no importaban. A los espíritus les gustaba meramente la musicalidad y el ritmo del lenguaje, la forma de las palabras, por decirlo de algún modo. Sí, existían espíritus malvados que gustaban de hacer daño a la gente, ¿por qué no? Y también existían espíritus que amaban a esa gente. Y, ¿hablarían a Akasha si nosotras nos íbamos de su reino? Nunca. Si ahora estaban hablando y ella no los podía oír, ¿qué esperaba que hicieran si nosotras no estábamos? Bien, pero había hechiceras en su reino que los podrían oír y ellas dirían a esas hechiceras que vinieran a la Corte de inmediato, si eso era lo que la Reina deseaba.

»Pero mientras ese diálogo seguía su curso, un profundo cambio se fue operando en Akasha.

»Pasó del éxtasis a la sospecha, y de la sospecha a la miseria. Porque aquellos espíritus sólo le confirmaban las mismas cosas deprimentes que nosotras ya le habíamos dicho.

»—¿Qué sabéis de la vida del más allá? —preguntó. Y cuando los espíritus respondieron que las almas de los muertos o bien erraban por encima de la Tierra, confusos y apenados, o bien se elevaban y se vaporizaban por completo, quedó brutalmente decepcionada. El brillo de sus ojos se apagó; estaba perdiendo todo apetito acerca de aquello. Cuando preguntó lo que ocurría con los que habían vivido vidas malvadas, en contraposición a los que habían vivido vidas buenas, los espíritus no pudieron dar respuesta alguna. No sabían a lo que se refería.

»Sin embargo prosiguió con aquel interrogatorio. Pudimos advertir que los espíritus se estaban cansando y que estaban jugando con ella, y que las respuestas serían cada vez más idiotas.

»—¿Cuál es la voluntad de los dioses? —preguntó.

»—Que cantes todo el tiempo —dijeron los espíritus—. Nos gusta.

»Luego, de repente, el maligno, Amel, tan enorgullecido por el truco del collar, lanzó otro collar de pedrería a los pies de Akasha. Pero ella retrocedió horrorizada ante la nueva joya.

»Al momento nos percatamos del error. Había sido el collar de su madre, el collar que llevaba el cadáver de su madre, enterrada en una tumba cerca de Uruk; y, naturalmente, Amel, al no ser más que un espíritu, no podía imaginarse qué desagradable y atroz sería traer aquel objeto ante su presencia. Incluso después no lo comprendió. Había vislumbrado el segundo collar en la mente de Akasha cuando ésta había hablado del primero. ¿Por qué no lo quería también? ¿No le gustaban los collares?

»Mekare dijo a Amel que aquello no había gustado. Que era un milagro equivocado. ¿Haría el favor de esperarse a sus órdenes, puesto que ella entendía a la Reina y él no?

»Pero ya era demasiado tarde. Algo irremediable le había ocurrido a la Reina. Había visto dos muestras evidentes del poder de los espíritus y había oído verdades y disparates y ni lo uno ni lo otro podía compararse a la belleza de la mitología de los dioses en los cuales siempre se había auto obligado a creer. Y, no obstante, los espíritus estaban destruyendo su frágil fe. ¿Cómo podría liberarse del oscuro escepticismo que abrigaba su alma si proseguían aquellas manifestaciones?

»Se agachó y recogió el collar sacado de la tumba de su madre.

»—¿Cómo lo consiguió? —preguntó. Pero su corazón no estaba realmente en la pregunta. Ella sabía que la respuesta sería otro tanto de lo mismo que había oído desde nuestra llegada. Estaba asustada.

»No obstante, se lo expliqué; y escuchó cada una de mis palabras.

»Los espíritus leen nuestras mentes; y son enormes y poderosos. Su auténtico tamaño es inimaginable para nosotros; y pueden moverse con la ligereza del pensamiento; cuando Akasha pensó en este segundo collar, el espíritu lo vio; fue en busca de él; después de todo, un primer collar le había gustado, ¿por qué no el segundo? Así pues había encontrado la tumba de su madre, y lo había sacado fuera, quizá por medio de un orificio. Ya que era seguro que no podía pasar a través de las piedras. Sería ridículo.

»Pero, mientras relataba esto último, comprendí la auténtica verdad. Lo más probable era que aquel collar había sido robado del cadáver de la madre de Akasha, y muy posiblemente el autor del robo había sido el padre de Akasha. El collar nunca había sido enterrado en una tumba. Por eso Amel había podido encontrarlo. O quizá lo había robado un sacerdote. Al menos, así lo creía Akasha, que ahora sostenía el collar en sus manos. Y aborreció al espíritu que le había dado a conocer una verdad tan desagradable.

»En resumen, todas las ilusiones de aquella mujer quedaron arrasadas por completo; y lo único que le quedaba era la estéril verdad que siempre había sabido. Le había hecho preguntas sobre lo sobrenatural (algo muy insensato) y lo sobrenatural le había dado respuestas que ella no podía aceptar; pero tampoco las podía refutar.

»—¿Dónde están las almas de los muertos? —susurró, contemplando aquel collar.

»Con toda la suavidad de que fui capaz, respondí:

»—Los espíritus no lo saben. Eso es todo.

»Horror. Pavor. Y su mente empezó de nuevo a maquinar, a hacer lo que siempre había hecho: encontrar algún gran sistema para explicar lo que le causaba dolor; algún gran método para justificar lo que había visto con sus ojos. El oscuro lugar secreto en su interior se estaba agrandando; amenazaba con consumirla desde dentro; y no podía permitir que algo así ocurriera; tenía que proseguir. Era la Reina de Queme.

»Por otro lado, estaba furiosa, y la rabia que sentía era contra sus padres y sus maestros, contra los sacerdotes y sacerdotisas de su infancia, contra los dioses que había adorado y contra todos los que le habían dado consuelo o le habían dicho que la vida era buena.

»Se hizo un silencio; algo estaba ocurriendo con su expresión; miedo y admiración habían desaparecido; en su mirada había algo frío y desencantado y, en definitiva, maligno.

«Entonces, con el collar de su madre en la mano, se levantó y declaró que todo lo que habíamos dicho eran mentiras. Aquellos con quienes hablábamos eran espíritus malvados, espíritus que buscaban pervertirla a ella y a sus dioses, los cuales velaban por el bien de su pueblo. Cuanto más hablaba, más intentaba convencerse de lo que estaba diciendo, más quedaba prendada de la elegancia de sus creencias, más se rendía ante su lógica. Hasta que finalmente se echó a llorar y se puso a acusarnos; la oscuridad de su interior había sido negada. Evocó las imágenes de sus dioses; evocó su lenguaje sagrado.

»Pero volvió a mirar el collar; y el espíritu maligno, Amel, con una cólera encendida, furioso porque a la Reina no le había gustado aquel regalito y furioso de nuevo con nosotras, nos dijo que le dijésemos que, si nos hacía algún daño, le lanzaría todo objeto, joya, copa de vino, espejo, peine, o cualquier otra cosa que pidiese, imaginase, recordase, desease o echase en falta.

»De no haber estado en aquel peligro me habría reído; era una solución maravillosa para la mente del espíritu; pero era ridicula sin duda, desde un punto de vista humano. Sin embargo, era un mal que no desearía a nadie, en verdad.

»Y Mekare transmitió a Akasha exactamente lo que Amel había dicho.

»—El, que ha podido mostrarte este collar, podrá inundarte de recuerdos penosos —dijo Mekare—. Y no conozco a ninguna hechicera en la Tierra que sea capaz de detenerlo una vez haya empezado.

»—¿Dónde está? —gritó Akasha—. ¡Dejadme ver a este demonio con quien habláis!

»Y, a eso, Amel, inflamado de vanidad y de rabia, concentró todo su poder y arremetió contra Akasha, clamando:

»—¡Yo soy Amel, el maligno, el que pica! —Y levantó alrededor de ella el gran torbellino que había producido alrededor de nuestra madre; sólo que diez veces mayor. Nunca vi una violencia semejante. La misma estancia pareció estremecerse cuando aquel inmenso espíritu se comprimió y penetró en aquel reducido espacio. Pude oír el crujido de las paredes de ladrillo. Y, su bello rostro y sus bellos brazos quedaron recubiertos por completo de pequeñas picaduras y de otros tantos puntos rojos de sangre.

»Con gran desesperación se puso a chillar. Amel estaba en éxtasis. ¡Amel podía hacer cosas extraordinarias! Mekare y yo quedamos aterrorizadas.

»Mekare le ordenó que se detuviera. Y le dedicó montones de zalamerías, y grandes agradecimientos y le dijo que sin lugar a dudas era el más poderoso de todos los espíritus, pero que ahora tenía que obedecerla a ella, tenía que demostrarle su gran sabiduría, al igual que le había mostrado su poder; y que ella le permitiría volver a fustigar en el momento adecuado.

»Mientras, el Rey se precipitó a socorrer a Akasha; Khayman corrió también hacia ella; todos los guardias fueron a ella. Pero, cuando los soldados alzaron sus espadas para herirnos, ella ordenó que nos dejaran. Mekare y yo nos quedamos mirándola fijamente, amenazándola en silencio con el poder del espíritu, porque era lo único que nos quedaba. Y Amel, el maligno, aguardaba suspendido encima de nosotras, llenando el aire con los sonidos más arcanos, la gran risa hueca de un espíritu, que en aquellos instantes parecía llenar el mundo entero.

»De nuevo solas en nuestra celda, no supimos qué hacer o cómo usar aquella pequeña influencia que ahora teníamos sobre Amel.

»Pero, por lo que se refería a Amel, no nos abandonaría. Vociferaba y tronaba en la pequeña celda; hacía que la estera de juncos crujiera, hacía oscilar nuestros vestidos; hacía soplar el viento en la cerrada habitación. Era algo muy desagradable. Pero lo que me asustaba de verdad era oír las cosas de que se jactaba. Que le gustaba extraer sangre; que la sangre lo hinchaba y lo hacía más lento y pesado; pero que tenía un sabor delicioso; y cuando los pueblos del mundo hacían sacrificios de sangre en sus altares, él gustaba de bajar a ellos y sorber aquella sangre. Después de todo, la sangre estaba allí para él, ¿no? Más risas.

»Los demás espíritus se retrajeron en masa ante esto. Mekare y yo lo percibimos. Todos menos los que estaban algo celosos y querían saber qué gusto tenía la sangre y por qué a un espíritu le gustaba tanto una cosa semejante.

»Y luego salió a la luz: aquel odio y aquellos celos por la carne, propios de tantos espíritus malignos, aquella sensación de que nosotros los humanos somos abominaciones porque tenemos tanto cuerpo como alma, lo cual no debería existir en la faz de la tierra. Amel discurseaba acerca de los tiempos en que sólo había montañas, océanos y bosques, y no cosas vivas como nosotros. Nos dijo que tener espíritu en un cuerpo mortal era una maldición.

»Yo ya había oído otras veces esas quejas entre los malvados espíritus; pero nunca les había prestado mucha atención. Por primera vez, yaciendo allí tendida y viendo en mis recuerdos a mi pueblo pasado por las armas, las consideré acertadas, aunque sólo en parte. Pensé, como muchos hombres y mujeres habían pensado antes y han pensado después, que tal vez sea una maldición poseer el concepto de inmortalidad sin tener el cuerpo inmortal.

»O, como tú has dicho, esta misma noche, Marius, como si la vida no valiera la pena ser vivida; como si fuera una broma. En aquel momento sólo tenía una palabra, tinieblas, tinieblas y sufrimiento. Todo lo que yo era ya no importaba; nada de lo que contemplaba podía inducirme a querer vivir.

»Pero Mekare volvió a hablar a Amel, haciéndole saber que prefería, mucho más, ser lo que ella era que lo que era él, errando para siempre sin rumbo ni destino. Y esto desató otra vez las iras de Amel. ¡Le demostraría lo que era capaz de hacer!

»—¡Cuando yo te lo ordene, Amel! —dijo—. Espera a que yo elija el momento. Luego todos los hombres sabrán lo que puedes llegar a hacer. —Y aquel espíritu infantil quedó satisfecho y de nuevo se desparramó por el cielo oscuro.

»Nos tuvieron prisioneras durante tres noches. Los guardias no nos miraban ni se acercaban a nosotras. Ni los esclavos. De hecho, habríamos sufrido hambre de no haber sido por Khayman, el mayordomo real, quien nos llevaba comida en persona.

»Y nos dijo lo que los espíritus ya nos habían contado. Había habido un airado debate; los sacerdotes querían que nos condenaran a muerte. Pero la Reina tenía miedo de matarnos, que nuestra muerte desatara aquellos espíritus contra ella, y que no hubiera manera de expulsarlos. El Rey estaba intrigado por lo que había sucedido; opinaba que se podía aprender más cosas de nosotras; sentía curiosidad por los poderes de los espíritus y por los usos que se les podía destinar. Pero la Reina los temía; la Reina ya había visto demasiado.

»Finalmente nos llevaron ante la Corte, reunida al pleno en el gran atrio descubierto del palacio.

»En el reino el sol estaba en su cenit, y el Rey y la Reina hicieron sus ofrendas al dios sol Ra, como era la costumbre, y fuimos obligadas a contemplarlo. Ver aquella solemnidad no significó nada para nosotras; temíamos que aquellas fuesen las últimas horas de nuestras vidas. Soñé entonces en nuestras montañas, en nuestras cuevas; soñé en los niños que podíamos haber engendrado (preciosos hijos e hijas, algunos de los cuales podrían haber heredado nuestro poder), soñé en la vida que nos había sido arrebatada, en la aniquilación de nuestros amigos y parientes, una aniquilación que pronto podría llegar a ser completa. Agradecí a los poderes existentes que aún pudiera ver el cielo azul encima de mi cabeza y que Mekare y yo aún continuásemos juntas.

»Por fin el Rey habló. Toda su persona exhalaba una terrible tristeza y un agudo cansancio. Él era joven, pero en aquellos momentos tenía algo del alma de un anciano. El nuestro era un gran don, nos dijo, pero era claro que habíamos hecho un mal uso de él y que nadie más podría usarlo ya. Nos acusó de decir mentiras, de dar culto a los espíritus malignos, de practicar la magia negra. Nos habría quemado, dijo, para complacer a su pueblo; pero la Reina y él se compadecían de nosotras. En particular la Reina quería que tuviesen piedad de Mekare y de mí.

»Era una maldita mentira, pero bastó una mirada al rostro de ella para mostrarnos que se había auto convencido de que era verdad. Y, evidentemente, el Rey le creyó. Pero ¿qué importaba? Qué clase de piedad era aquella, nos preguntamos, intentando penetrar en lo más hondo de sus almas.

»Y luego, la Reina nos dijo, con tiernas palabras, que nuestra gran magia le había llevado los dos collares que más amaba en el mundo y que por este solo hecho nos dejaría vivir. O sea, que la mentira que estaba tejiendo crecía y se hacía más intrincada y más distante de la verdad.

»Y entonces el Rey dijo que nos soltaría, pero que primero debía demostrar a la Corte que ya no teníamos poder, con lo cual se apaciguarían los sacerdotes.

»Y, si en cualquier momento un espíritu maligno se manifestaba e intentaba ultrajar a los justos fíeles de Ra y Osiris, nuestro perdón sería revocado y seríamos ejecutadas al instante. Ya que, con toda seguridad, el poder de nuestros espíritus malignos moriría con nosotras. Y habríamos perdido el perdón de la Reina, que apenas merecíamos.

«Naturalmente nos dábamos cuenta de lo que iba a suceder; lo veíamos en el corazón del Rey y de la Reina. Se había llegado a un compromiso. Y nos habían ofrecido como una parte del trato. Cuando el Rey se quitó la cadena y el medallón de oro y lo puso en el cuello de Khayman, supimos que íbamos a ser violadas ante la Corte, violadas como las prisioneras comunes o las esclavas eran violadas en una guerra cualquiera. Y, si invocábamos a los espíritus, moriríamos. Aquella era nuestra posición.

»—De no ser por el amor que profeso a mi Reina —dijo Enkil—, tomaría placer en esas dos mujeres, lo cual es mi derecho; lo haría ante todos vosotros para mostraros que no tienen poder y que no son hechiceras importantes, sino simplemente mujeres; pero será el mayordomo general, Khayman, mi querido Khayman, quien tendrá el privilegio de hacerlo en mi lugar.

»Toda la Corte esperaba en silencio mientras Khayman nos miraba y se preparaba para obedecer la orden del Rey. Lo miramos fijamente, desafiándolo, en nuestra indefensión, a no hacerlo, a no ponernos las manos encima, a no violarnos ante aquellas repulsivas miradas.

»Pudimos sentir su dolor y su agitación interiores. Pudimos sentir el peligro que se cernía sobre él, porque, si desobedecía, moriría, sin duda alguna. Y sin embargo, lo que iba a llevar a cabo era un gran honor; tenía que ultrajarnos, arruinar lo que éramos; y, nosotras, que siempre habíamos vivido bajo la luz del sol y en la paz de nuestras montañas, no sabíamos nada del acto que iba a llevar a cabo.

»Creo que cuando se acercó hacia nosotras pensaba que no podría realizarlo, que un hombre no podía sentir el dolor que él sentía y a la vez excitar su pasión para dar cumplimiento a aquella horrorosa tarea. Pero por entonces yo conocía poco a los hombres, poco sabía de cómo los placeres de la carne pueden combinarse en su interior con el odio y la ira, y de cómo pueden herirnos cuando realizan el acto que las mujeres realizan, con mucha más frecuencia, por amor.

»Nuestros espíritus clamaban contra lo que iba a ocurrir; pero, por nuestras vidas, les ordenamos que se mantuvieran tranquilos. En silencio apreté cariñosamente la mano de Mekare; le hice saber que seguiríamos viviendo cuando aquello hubiese terminado; que seríamos libres; que, después de todo, aquello no era la muerte; y que abandonaríamos aquel miserable pueblo del desierto a sus mentiras y a sus vanas ilusiones; a sus costumbres idiotas; nos iríamos a casa.

»Y entonces Khayman se dispuso a cumplir su deber. Nos desató; cogió a Mekare y la obligó a tenderse de espaldas al suelo, en la estera, le sacó el vestido y la poseyó mientras yo permanecía estupefacta, incapaz de detenerlo; después, yo misma fui sometida al mismo destino.

»Pero en su mente, nosotras no éramos las mujeres a quienes violaba. Como su alma temblaba, como su cuerpo temblaba, alimentaba el fuego de su pasión con fantasías de bellezas sin nombre y medio recordaba momentos para que el cuerpo y el alma fueran uno.

»Y nosotras, evitando mirarlo, cerramos nuestras almas a él y a los mezquinos egipcios que habían cometido aquellos terribles actos contra nosotras; nuestras almas estaban solas e inmaculadas en el interior de nuestros cuerpos; y, a nuestro alrededor, oía lo que era sin duda alguna los sollozos de los espíritus, los tristes, horrorosos sollozos, y, a los lejos, el grave y retumbante trueno de Amel.

»"Sois estúpidas si soportáis esto, hechiceras."

»Caía la noche cuando nos dejaban al borde del desierto. Los soldados nos proporcionaron la comida y la bebida que se nos había concedido. Caía la noche cuando iniciábamos nuestro largo viaje hacia el norte. Nuestro corazón estaba lleno de odio como nunca lo había estado.

»Y vino Amel, mofándose de nosotras, furioso con nosotras; ¿por qué no queríamos que nos vengara?

»—¡Nos perseguirán y nos matarán! —dijo Mekare—. ¡Ahora aléjate de nosotras! —Pero no tuvo ningún efecto. Así que al final intentamos poner a Amel a trabajar en algo en verdad importante—. Amel, queremos llegar a casa vivas. Procúranos vientos frescos y muéstranos dónde podemos encontrar agua.

»Pero aquellas eran cosas que los malos espíritus nunca gustan de hacer. Amel perdió el interés. Y Amel se esfumó. Y caminamos y caminamos a través de los áridos vientos del desierto, codo con codo, intentando no pensar en las leguas de viaje que nos quedaban por delante.

»En aquel largo trayecto nos ocurrieron muchas cosas, demasiado numerosas para contarlas aquí.

»Pero los buenos espíritus no nos habían abandonado; produjeron los vientos refrescantes y nos condujeron a los manantiales donde podíamos encontrar agua y unos pocos dátiles para comer; y realizaron "pequeñas lluvias" para nosotras tantas veces como les fue posible; pero al final ya nos habíamos adentrado demasiado en el desierto para que un fenómeno como aquél fuera realizable; nos estábamos muriendo y sabía que tenía un hijo de Khayman en mis entrañas y quería que mi hijo viviese.

»Fue entonces cuando los espíritus nos condujeron a los pueblos beduinos; ellos nos acogieron y nos cuidaron.

»Me encontré mal y durante días permanecí tumbada cantando para el hijo de mi vientre, y alejando mi malestar y mis peores recuerdos con mis canciones. Mekare yacía tendida junto a mí, abrazándome.

»Pasaron meses antes de que recuperara las fuerzas suficientes para dejar los campamentos de los beduinos. Yo quería que mi hijo naciera en nuestra tierra y supliqué a Mekare que continuásemos nuestro viaje.

»Por fin, gracias a la comida y la bebida que los beduinos nos habían proporcionado y con los espíritus como guías, llegamos a los verdes campos de Palestina y encontramos el pie de la montaña y a los pueblos de pastores (tan parecidos a nuestra tribu) que habían venido a poblar nuestros terrenos de pasto.

»Nos conocían, como habían conocido a nuestra madre y a todos nuestros parientes; sabían nuestro nombre y nos acogieron enseguida.

»Y volvimos a ser muy felices, entre las verdes hierbas, los árboles y las flores conocidas; y mi hijo crecía en mis entrañas. Viviría, el desierto no lo había matado.

»Así pues, en mi propia tierra di a luz a una hija (pues era una niña) y la llamé Miriam, como habían puesto a mi madre antes que yo. El bebé tenía el pelo negro de Khayman, pero los ojos verdes de su madre. Y el amor que sentí por mi hija y la alegría que conocí en ella constituyeron el bálsamo más eficaz que mi alma pudiera desear. Volvíamos a ser tres. Mekare, que conoció los dolores de parto conmigo y que sacó a mi hija de mi cuerpo, sostenía a Miriam en brazos durante horas y le cantaba como yo misma. La hija era tanto nuestra como mía. Intentamos olvidar los horrores que habíamos sufrido en Egipto.

»Miriam crecía. Finalmente Mekare y yo decidimos subir a la montaña y buscar las cuevas donde habíamos nacido. No sabíamos aún cómo íbamos a vivir o qué haríamos, a tanta distancia de nuestro nuevo pueblo. Pero regresaríamos con Miriam al lugar dónde habíamos sido tan felices; allí invocaríamos a los espíritus para nosotras y realizaríamos el milagro de la lluvia para bendecir a mi hija recién nacida.

»Pero la idea nunca debía llevarse a cabo. Nada de ella.

»Porque, antes de que pudiéramos partir del pueblo de pastores, los soldados regresaron, esta vez bajo el mando del alto mayordomo del Rey, Khayman. Los soldados fueron repartiendo oro a toda la tribu que, a lo largo de su camino, hubiese visto a las gemelas pelirrojas, u oído hablar de ellas, y supiera dónde podían estar.

»Una vez más, a mediodía, cuando el sol derramaba su luz en los campos herbosos, vimos a los soldados egipcios blandiendo las espadas. El pueblo se dispersó en todas direcciones, pero Mekare salió corriendo al encuentro de Khayman y se echó de rodillas ante él, suplicando:

»—No vuelvas a hacer daño a mi pueblo.

»Luego Khayman vino con Mekare al lugar donde yo me escondía con mi hija, y le mostré aquel bebé, que era progenie suya, y le imploré piedad, justicia, que nos dejase en paz.

»Pero sólo tuve que mirarlo para comprender que sería condenado a muerte si no regresaba con nosotras. Tenía el rostro fatigado, demacrado y lleno de miseria; no la piel lisa, blanca e inmortal que le veis aquí, en esta mesa, esta noche.

»El tiempo enemigo ha erosionado la huella original de su sufrimiento. Pero en aquella tarde de hace muchos siglos era muy evidente.

»Nos habló con voz suave y sumisa:

»—Un grave mal ha atacado al Rey y a la Reina de Queme —dijo—. Y lo han hecho vuestros espíritus. Y vuestros espíritus me han atormentado día y noche por lo que os hice, hasta que el Rey intentó expulsarlos de mi casa.

»Abrió sus brazos a mí para que pudiera ver las pequeñas heridas que los recubrían. Por allí el espíritu había extraído la sangre. Más pequeñas cicatrices salpicaban su cara y su cuello.

»—Oh, no sabéis la miseria en que he vivido —dijo—, porque no había nada que pudiera protegerme de aquellos espíritus. No sabéis las veces que os maldije, que maldije al Rey por lo que me había obligado a haceros, que maldije a mi madre por haberme traído al mundo.

»—Oh, ¡pero nosotras no somos las causantes! —replicó Mekare—. Hemos sido leales con vosotros. Por nuestras vidas os dejamos en paz. No es sino Amel, el malvado, quien lo ha hecho. ¡Oh, el espíritu maligno! ¡Y pensar que te ha torturado a ti en lugar de hacerlo al Rey y a la Reina, que fueron quienes te obligaron! ¡No podemos hacer nada para detenerlo! Te lo suplico, Khayman, dejamos en paz.

»—Amel se cansará pronto de lo que haga, sea lo que sea —dije yo—. Si el Rey y la Reina son fuertes, él, al final, se irá. Khayman, estás ante la madre de tu hija. Déjanos en paz. Por amor a esta hija: di a tu Rey y a tu Reina que no nos has encontrado. Déjanos aquí si respetas algún tipo de justicia.

»Pero él sólo miraba a aquella niña como si no supiera lo que veía. Él era egipcio. ¿Era aquella niña egipcia? Levantó la vista hacia nosotras.

»—De acuerdo, vosotras no enviasteis al espíritu —dijo—. Os creo. Pero evidentemente no comprendéis lo que ha llegado a realizar este espíritu. Su perversión ha llegado al límite. ¡Ha entrado dentro del Rey y de la Reina de Queme! ¡Está en el interior de sus cuerpos! ¡Ha transformado la misma sustancia de su carne!

»Durante largo tiempo nos quedamos mirándolo y considerando sus palabras. Comprendimos que con aquello no quería indicar que el Rey y la Reina estuvieran poseídos. Y comprendimos también que él había presenciado unos hechos tales que no había podido sino venir en nuestra busca, él en persona, aunque le costase la vida.

»Pero yo no creí lo que decía. ¿Cómo un espíritu podía hacerse carne?

»—No comprendéis lo que ha ocurrido en nuestro reino —susurró—. Tenéis que venir a verlo con vuestros propios ojos. —Y se interrumpió, porque había más, mucho más, que nos quería contar, y tenía miedo. Con amargura, dijo—: Debéis deshacer lo que está hecho, ¡aunque no sea obra vuestra!

»Ah, pero no pudimos deshacerlo, aquello fue el horror. Ya lo sabíamos entonces, lo presentíamos. Recordamos a nuestra madre de pie ante la cueva, mirando las diminutas heridas de su mano.

»Mekare echó atrás la cabeza e invocó a Amel, el malvado; le dijo que viniera a ella, que obedeciera sus órdenes. En nuestra lengua propia, la lengua gemela, gritó:

»—Sal del Rey y de la Reina de Queme y ven a mí, Amel. Inclínate ante mi voluntad. No hiciste esto bajo órdenes mías.

«Pareció como si todos los espíritus del mundo se hubieran puesto a escuchar en silencio; aquel era el grito de una hechicera poderosa; pero no hubo respuesta. Entonces lo sentimos: una gran inhibición de muchos espíritus en masa, como si algo más allá de sus conocimientos y más allá de su aceptación les hubiese sido revelado de súbito. Pareció que los espíritus se alejaran de nosotros en retirada y que luego volvieran, tristes e indecisos; buscando nuestro amor pero sintiendo repulsión.

»—Pero ¿qué es? —gritó Mekare—. ¡Qué es! —Invocó a los espíritus que pululaban cerca de ella, a sus elegidos. Por fin, en la quietud del momento, mientras los pastores aguardaban temerosos, mientras los soldados se preparaban para lo inesperado y Khayman nos miraba con los ojos vidriosos y cansados, oímos la respuesta. Nos llegó con expresión maravillada, incierta.

»—Amel tiene ahora lo que siempre había querido; Amel tiene la carne. Pero Amel ya no existe.

»¿Qué querría decir?

»No lo podíamos imaginar. De nuevo Mekare exigió a los espíritus que respondieran, pero parecía que la incertidumbre de los espíritus se estaba transformando en miedo.

»—¡Decidme qué ha ocurrido! —conminó Mekare—. ¡Hacedme saber lo que sabéis! —Era un antigua orden utilizada por incontables hechiceras—. Dadme el conocimiento que me debéis.

»Y otra vez los espíritus respondieron dubitativos:

»—Amel está en la carne; Amel ya no es Amel; ya no puede responder.

»—Tenéis que venir conmigo —dijo Khayman—. Tenéis que venir. ¡El Rey y la Reina quieren que vayáis!

»En silencio y, aparentemente, sin emoción alguna, miró cómo yo besaba a mi hija y la entregaba a las mujeres de los pastores para que la cuidaran como suya. Y Mekare y yo nos rendimos a él; pero esta vez no lloramos. Era como si ya hubiéramos vertido todas las lágrimas. Nuestro breve año de felicidad con el nacimiento de Miriam ya había pasado, y el horror que había salido de Egipto nos alcanzaba para engullirnos una vez más.

Maharet cerró los ojos un instante, se frotó los párpados con las puntas de los dedos y luego levantó la mirada hacia los demás, que aguardaban cada uno con sus propios pensamientos y consideraciones, todos reticentes a que se interrumpiera la narración, aunque todos sabían que así debía ser.

Los jóvenes estaban cansados, agotados; la expresión extática de Daniel había cambiado poco. Louis estaba demacrado y la necesidad de la sangre lo hería, aunque no le importaba mucho.

—No os puedo contar más por ahora —dijo Maharet—. Casi es de día y los jóvenes deben ir bajo tierra. Tengo que prepararles el camino.

»Mañana por la noche nos reuniremos aquí otra vez y yo continuaré. Es decir, si nuestra Reina nos lo permite. La Reina no está en nuestras proximidades por ahora; no puedo oír ni el más leve rumor de su presencia; no puedo vislumbrar la más leve imagen de su rostro en los ojos de otro. Si sabe lo que estábamos haciendo, lo permite. O bien está lejos y es indiferente, y debemos esperar para conocer su voluntad.

»Mañana os diré lo que vimos cuando llegamos a Queme.

»Hasta entonces descansad a salvo en el interior de la montaña. Todos vosotros. La casa ha mantenido mis secretos ocultos a los ojos curiosos de los mortales durante incontables años. Recordad que ni siquiera la Reina puede herirnos hasta la caída de la noche.

Marius se levantó al mismo tiempo que Maharet. Se dirigió a la ventana más alejada mientras los demás salían despacio de la sala. Era como si la voz de Maharet aún continuase hablándole. Lo que más le afectaba era la evocación de Akasha y el odio que Maharet sentía por ella; porque Marius también sentía aquel odio; y sentía más intensamente que nunca que, mientras había tenido poder para hacerlo, podía haber puesto fin a aquella pesadilla.

Pero quizá la mujer pelirroja no hubiera querido que ocurriera. Nadie quería morir, y él tampoco. Y Maharet ansiaba vivir, tal vez con más pasión que cualquier inmortal que hubiera conocido nunca.

Sin embargo su relato parecía confirmar la desesperanza de todo. ¿Qué se había accionado al levantarse la Reina de su trono? ¿Qué era aquel ser que tenía a Lestat en sus fauces? No podía imaginarlo.

«Cambiamos, pero no cambiamos —pensó—. Crecemos en sabiduría pero no estamos libres de errores. Solamente somos humanos durante todo el tiempo que vivamos; éste es el milagro y la maldición.»

De nuevo vio el rostro sonriente que había vislumbrado cuando el hielo le había empezado a caer encima. ¿Era posible que amase con tanta intensidad como aún odiaba; que, en su gran humillación, la evidencia le hubiese pasado inadvertida por completo? Honradamente, no lo sabía.

De repente se sintió cansado, anhelando dormir, anhelando comodidad, anhelando el suave placer de yacer en una cama limpia. De espatarrarse en ella y hundir la cabeza en la almohada; de dejar que sus miembros se agrupasen en la más natural y relajada de las posiciones.

Al otro lado del muro de cristal, una suave y radiante luz azul llenaba el cielo del este; pero las estrellas retenían aún su brillo, aunque aparecían diminutas y distantes. Los oscuros troncos de las secoyas se habían hecho visibles; y una encantadora fragancia verde había entrado en la casa, proveniente del bosque, como siempre sucedía al alba.

A lo lejos, donde la pendiente de la montaña acababa y un claro sembrado de trébol se abría a los bosques, Marius distinguió a Khayman caminando solo. Sus manos parecían resplandecer en la levísima oscuridad azulada y, al volverse y mirar hacia arriba, hacia Marius, su faz apareció una máscara sin ojos, de puro blanco.

Marius se dio cuenta de que había levantado una mano en un pequeño gesto de amistad hacia Khayman. Khayman devolvió el gesto y entró en la arboleda.

Luego Marius se volvió y vio lo que ya sabía: en la sala con él, sólo quedaba Louis. Éste estaba muy quieto, mirándolo aún, como antes, como si estuviera viendo un mito hecho realidad.

Entonces le hizo la pregunta que le estaba obsesionando, la pregunta que no perdía de vista, por más absorbente que fuera el hechizo de Maharet.

—Tú sabes si Lestat aún esta vivo, ¿no? —preguntó. Y lo hizo con un tono humano, un tono conmovedor, pero con la voz muy reservada.

Marius asintió.

—Está vivo. Pero no lo sé a través del medio que piensas. No lo sé por medio de preguntas o respuestas. Lo sé simplemente porque lo sé.

Sonrió a Louis. Algo en la manera de actuar de éste hizo que Marius se sintiera feliz, aunque no estaba seguro de por qué. Le hizo una indicación para que se le acercara; se encontraron en un extremo de la mesa y salieron de la sala. Marius puso su brazo en el hombro de Louis y juntos bajaron las escaleras de hierro, a través de la tierra húmeda; Marius andaba lentamente, pesado, como podría andar un ser humano.

—¿Estás seguro? —insistió Louis.

Marius se paró.

—Oh, sí, muy seguro. —Se miraron unos momentos y Marius volvió a sonreír. Éste estaba tan dotado y al mismo tiempo tan poco... Se preguntaba si la luz humana se apagaría en los ojos de Louis si obtenía más poderes, si tuviera, por ejemplo, un poco de sangre de Marius en sus venas.

Y este joven también estaba hambriento; estaba sufriendo; pero parecía gustarle, parecía gustarle el hambre y el dolor.

—Deja que te cuente algo —dijo Marius ahora, muy amable. Desde el primer momento en que vi a Lestat supe que nada podría matarlo. Eso es así en algunos de nosotros. No podemos morir. —Pero ¿por qué le decía esto? ¿Lo creía aún, como lo había creído antes de que empezara todo? Recordó de nuevo aquella noche, en San Francisco, cuando había paseado por las calzadas recién barridas y limpias de Market Street con las manos en los bolsillos, ignorado de los mortales.

—Perdona —dijo Louis—, pero esto me recuerda lo que decían de él en La Hija de Drácula, las conversaciones entre los que querían reunirse con él ayer noche.

—Lo sé —dijo Marius—. Pero ellos eran estúpidos y yo sensato. —Rió suavemente. Sí, lo creía. Y abrazó a Louis con calidez. Sólo un poco de sangre y Louis sería más fuerte, cierto, pero quizás entonces perdiera la ternura humana, la sabiduría humana que nadie podía transmitir; el don de conocer los sufrimientos de los demás, que casi seguro era innato en él.

Pero ahora la noche había acabado para éste. Louis apretó la mano de Marius, se volvió y se dirigió hacia el pasillo de paredes recubiertas de zinc, donde Eric lo esperaba para mostrarle el camino.

Luego Marius fue hacia el interior de la casa.

Aún le quedaba tal vez una hora para que el sol lo obligase a dormir y, aunque estaba cansado, no la desperdiciaría. La encantadora y fresca fragancia del bosque lo sobrecogía. Oía los pájaros y el claro gorgoteo de un riachuelo profundo.

Entró en la gran sala de la morada de paredes de adobe, donde el fuego se había ido apagando en el hogar del centro. Se encontró frente a un tapiz gigante que cubría casi media pared.

Poco a poco comprendió lo que estaba viendo: la montaña, el valle y las diminutas figuras de las gemelas, juntas, en el claro verde bajo el sol ardiente. El ritmo pausado del habla de Maharet le vino a la memoria, junto con el leve destello de las imágenes que sus palabras habían sugerido. ¡Qué inmediato era el claro inundado de sol, y qué diferente parecía ahora de los sueños! ¡Nunca los sueños lo habían acercado tanto a aquellas mujeres! Y ahora las conocía, conocía esta casa.

Qué misterio era, aquella mezcolanza de sentimientos, donde la pena rozaba con algo que era innegablemente positivo y bueno. El alma de Maharet lo atraía; amaba su particular complejidad y deseaba poder decírselo de algún modo.

Luego fue como si despertara de pronto; advirtió que se había olvidado de sentir amargura, de sentir dolor, durante un ratito. A lo mejor su alma estaba cicatrizando más deprisa de lo que la suponía capacitada.

O quizás era tan sólo que había estado pensando en los demás: en Maharet, y antes de ésta en Louis y en que Louis necesitaba creer. Bien, diablos, Lestat casi seguro que era inmortal. De hecho, se le ocurrió el punzante y ácido pensamiento de que Lestat quizá sobreviviría a todo, incluso si él, Marius, no sobrevivía.

Pero aquella era una simple suposición de la cual podía abstenerse. ¿Dónde estaba Armand? ¿Se había enterrado ya Armand? Si solamente pudiera ver a Armand ahora...

Descendió hacia la puerta del sótano, pero algo lo distrajo. A través de una puerta abierta vio a dos figuras, muy probablemente las figuras de las gemelas del tapiz. Pero no: eran Maharet y Jesse, cogidas del brazo ante una ventana que daba al este, contemplando, inmóviles, cómo la luz se hacía más brillante en los oscuros bosques.

Un violento escalofrío lo sobresaltó. Una serie de imágenes inundaron su mente y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para mantener el equilibrio. No era la jungla, ahora; a lo lejos había una carretera, serpenteando en dirección norte, cruzando una tierra yerma, calcinada. Y la criatura se había detenido, sacudida. Pero ¿qué la había detenido? ¿Una imagen de dos mujeres pelirrojas? Oyó que los pies iniciaban sus implacables pisadas de nuevo; vio los pies llenos de tierra como si fueran sus pies, las manos llenas de tierra como si fueran sus manos. Y luego vio el cielo incendiado y soltó un fuerte gemido.

Cuando volvió a levantar la vista, Armand lo estaba abrazando. Y, con los ojos nublados, Maharet le imploraba que le dijera lo que acababa de ver. Lentamente, la estancia tomó vida a su alrededor, el agradable mobiliario y las figuras inmortales junto a él, que pertenecían a ella y sin embargo no pertenecían a nada. Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—Ha alcanzado nuestra longitud —dijo él—, pero está a kilómetros al este. Allí el sol acaba de salir con una fuerza abrasadora. —¡Lo había sentido, el ardor letal! Pero ella había ido a enterrarse; eso también lo había sentido.

—Pero está muy al sur de aquí —le dijo Jesse. Qué frágil parecía en la oscuridad traslúcida, con sus largos y delgados dedos cogiéndose los enveses de sus esbeltos brazos.

—No tan lejos —dijo Armand—. Y se mueve a gran velocidad.

—Pero ¿en qué dirección va? —preguntó Maharet—. ¿Viene hacia nosotros?

No esperó una respuesta. Y no pareció que ellos pudieran dársela. Levantó la mano para protegerse los ojos como si el dolor que sentía ahora allí fuese intolerable; acercó a Jesse hacia sí, la besó repentinamente y deseó felices sueños a los demás.

Marius cerró los ojos; intentó volver a ver la figura que había vislumbrado antes. Las vestimentas, ¿qué eran? Una pieza tosca, echada por encima del cuerpo como el poncho de un campesino, con una abertura en forma de raja para la cabeza. Atado a la cintura, sí, lo había percibido. Intentó ver más pero no pudo. Lo que había sentido era poder, ilimitable poder e incontenible ímpetu y casi nada más que eso.

Al volver a abrir los ojos, la mañana resplandecía en la sala a su alrededor. Armand estaba arrimado a él, abrazándolo aún; sin embargo Armand parecía hallarse solo, parecía que nada lo perturbaba; sus ojos se movieron sólo un poquito para mirar al bosque, que ahora parecía sitiar la casa y acechar en cada ventana, como si se hubiera arrastrado hasta el mismo borde del porche.

Marius besó la frente de Armand. Y luego hizo exactamente lo que hacía Armand.

Observó cómo se iluminaba poco a poco la habitación; observó cómo la luz llenaba los cristales de las ventanas; observó cómo los bellísimos colores iban tomando brillo en el vasto tejido del tapiz gigante.