IV

Ahora, en Castelar —a unos treinta kilómetros de Buenos Aires— y en casa de unos grandes amigos —los Dujovne—, busco el recogimiento necesario para dar fin —¿será verdad?— a este segundo libro de mi Arboleda perdida, interrumpido tantas veces. Pero, entre el capítulo anterior y el que ahora voy a comenzar, ¡qué largo paréntesis, qué dos años pasados y plenos de mi vida, roto a Dios gracias aquel monótono estatismo, anclaje involuntario, propicio a la más esterilizadora sequía! ¿Qué lluvias, qué riegos bienhechores han mojado mis plantas, mis hambrientas raíces, haciéndome verdecer de nuevo, erguirme otra vez árbol capaz de abrir sus ramas y sus hojas al silbo de los pájaros y el viento? A vosotros os digo, álamos, casuarinas, cipreses, cedros y eucaliptos de estos bosques, la maravilla helada de los bosques polacos, el repique nevado de las campanas de Cracovia, el eco pastoril de las flautas en los valles rumanos, las selvas alemanas de abedules y pinos, el sol centrando el oro de las estrellas del Kremlin, la alta y limpia mirada, ya reposado el corazón, del hombre puro de esos pueblos. A vosotros, rosales del otoño, zinias brillantes de papel, dalias redondas como escudos, jazmines de pequeña nieve, a vosotros os abro los secretos de las flores de China, os cuento de la piel de sus muchachas, más suave y preciosa que la de todos vuestros pétalos; de las velas tendidas de sus juncos, mariposas enormes por las bandas de seda de sus ríos. He viajado, he visto rostros diferentes, cielos y paisajes distintos. Mapas lejanos han tenido a mi vista sus ignotos colores. Y ahora, a tantos miles de kilómetros, la sangre pasa por mi corazón llena de millones de ojos, de millones de voces, de millones de manos fraternales que me lo estrechan y entibiecen, dándole un nuevo ritmo, bañándolo anticipadamente de las palabras que han de seguir moviendo los recordados aires de esta mi Arboleda perdida.

Pasaba el tiempo y mi «adenopatía hiliar con infiltración en el lóbulo superior del pulmón derecho» mejoraba. Tanto, que nunca me había sentido más fuerte. Ya mi reposo no era de todo el día. Sólo después de las comidas me tumbaba una hora, evitando el dormirme con la lectura de algún libro. De todos modos, salía poco, quedando reducidas aquellas agotadoras caminatas de mis primeros años en Madrid a paseos cortos por los descampados de mi barrio, por el Retiro y la Moncloa, o a visitas a los contados amigos que tenía. Entre éstos estaba Luis Alberti, hijo de tía Lola, mi primera maestra de pintura, y hermano de José Ignacio, el traductor anarquizante y republicano, amigo de los años bohemios de Baroja. Era Luis un hombre tierno, bastante solitario, que ahora vivía en Madrid, acompañando a aquellas tres beldades granadinas, sus hermanas —Dolores, María y Gloria—, que soportaban como él una soltería retraída y malhumorada. Extremadamente cariñoso conmigo. Luis me recibía en su oficina de la casa Calpe, editorial en la que trabajaba. A él le debo el aumento de mi cultura literaria, pues, siempre generoso, rara era la mañana en que no volvía a casa con un montón de libros bajo el brazo. Aquella Colección Universal, de pastas amarillentas, nos inició a todos en el conocimiento de los grandes escritores rusos, muy poco divulgados antes de que Calpe los publicara. Gogol, Goncharov, Korolenko, Dostoievski, Chejov, Andreiev… me turbaron los días y las noches. Hubo una novela, entre todas, que impresionó profundamente a la juventud intelectual española, sobre la que soplaban ráfagas fuertes de anarquismo: Sacha Yegulev, de Andreiev, autor que por aquellos años había muerto en Finlandia, lejos de la revolución de Lenin, que no alcanzara a comprender. Yo figuraba entre esos jóvenes a quienes la juventud heroica y aventurera de Sacha quitó el sueño. Los endemoniados, de Dostoievski, más que admiración, me causaron, entonces, extrañeza. Todo aquel mundo de chiflados que actuaba tan naturalmente, y en el que lo anormal aparecía como lo más correcto, me dejó perplejo y pensativo. A partir de aquella lectura, comencé a darme cuenta de que España, sobre todo en sus pueblos, y más aún en los del sur, estaba llena de semejante clase de endemoniados, a la que pertenecían no pocos ejemplares de mi propia familia. De la rara locura de los personajes dostoievskianos, pasé a la cautivante melancolía y gracia de los de Chejov. Con mi hermana Pepita releía, hasta llorar, las pequeñas historias de sus pobres cocheros, campesinos, modestos empleados y profesores… Lo primero que conocí de Gorki fue «Malva», un cuento maravilloso, cuyo grito final —«¿Quién se ha llevado mi cuchillo?»— se me fue a clavar, por no sé qué extraños caminos, en alguna canción de mi Marinero en tierra. Todavía quizás no nos hayamos confesado los españoles cuánto debemos a aquella sorprendente revelación abierta ante nosotros al descorrerse la cortina de la novelística rusa aparecida en esos años. Por entonces yo andaba con los bolsillos vacíos. Apenas si tenía para el tranvía. Mi enfermedad era muy cara: medicinas, inyecciones, radiografías, reposo en la sierra. No me animaba a pedir dinero en casa. Pocos libros, por lo tanto, podía comprar. A mi tío Luis, que me los regalaba en mis visitas, debo, pues, gran parte de mis lecturas juveniles, en las que ocuparon un lugar preferente esos autores rusos de antes de la Revolución. Era adorable mi tío Luis y lleno también de pequeñas endemoniaduras. Por esta época de sus regalos, andaba más solo que nunca. Acababa de romper con una amante que tenía. Engordaba demasiado. Ya varias veces se lo había advertido: «En cuanto llegues a los ochenta kilos, te dejo». Una tarde, en una de esas básculas de las estaciones del metro, la pesó. Fue la tarde fatal. La aguja, sin disimulo alguno, marcó algo más de los ochenta. Y allí mismo, sobre el andén, la dejó plantada. No la volvió a ver más.

A Gil Cala y Celestino Espinosa, amigos de mis primeros años madrileños, ya no los veía. Gil Cala trabajaba no sé dónde, creo que en Sevilla, y Espinosa cumplía su servicio militar en África. En cambio, a Vázquez Díaz lo visitaba más que nunca. ¡Siempre tan divertido, repitiendo sus cuentos de París, hablando mal de los pintores… y de todo el mundo! ¡Cuánto congeniaba con él! ¡Qué extraordinaria gracia la suya! Aún me río recordándolo.

Pero ya hacía algún tiempo que otra nueva amistad había entrado en mi vida, una amistad que al principio pudo haberse llamado rodante, ya que siempre nos encontrábamos en la plataforma del tranvía número 3, camino de la Puerta del Sol. El nuevo amigo se llamaba Vicente Aleixandre, vecino, como yo, del barrio de Salamanca. No fue en el Ateneo, durante mi exposición de pinturas, como hoy Vicente cree, donde nos vimos por primera vez. Fue mucho antes. ¿En qué lugar sería? No puedo ahora recordarlo. Tal vez a Juan Chabás, a Dámaso Alonso o a unos primos del propio Vicente, que vivían en el segundo de mi casa, deba el haberlo conocido. Muchas imágenes, que irán apareciendo a lo largo de estas memorias, conservo del poeta que a partir de Ámbito, su libro inaugural, iba a señalarse como uno de los primeros de nuestra generación, aquella que la guerra civil iba a romper violentamente, dispersándola, llegando hasta matar a una de sus voces más geniales. Muchas imágenes conservo, pero por sobre todas se me levantará siempre la de aquel Aleixandre alto, delgado, rubio —aún sin la tez rosada que luego, cuando se puso enfermo, le darían los aires serranos de Miraflores—, asomado al balcón de aquel tranvía nocturno que lo llevaba a un palco del Real, el bello teatro que yo sólo alcanzaba de cuando en cuando como invitado de Consuelo Flores, la hermosa italiana que vivía también en uno de los departamentos de mi casa.

Como el cuidarme la salud se me había convertido en una cómoda costumbre, apenas acabada la primavera planteaba a mi familia el marcharme a la sierra para huir del verano y sus calores, tan dañinos —recalcaba yo— para mi pulmón todavía no calcificado del todo. Y allí me iba, alternando mi reposo, mis obsesionantes tomas de temperatura —rompía al año incontables termómetros— con enamoramientos más o menos durables y, sobre todo, con el trabajo de un nuevo libro de poemas al que iba dando forma y del que ya contaba con el título: Mar y tierra. Iniciado no hacía mucho en Gil Vicente por Dámaso Alonso y en el Cancionero musical de los siglos XV y XVI, de Barbieri, escribí entre los pinos de San Rafael mi primera canción de corte tradicional: «La corza blanca», en la que casi seguía el mismo ritmo melódico de una de las más breves y misteriosas que figuran entre las anónimas de aquel cancionero y que comienza: «En Ávila, mis ojos…».

Como su nombre daba a entender, Mar y tierra se dividía en dos partes. La primera agrupaba los poemas debidos directamente a la serranía guadarrameña, junto a otros de diversa temática, y la segunda —que titulaba «Marinero en tierra»—, los que iba sacándome de mis nostalgias del mar de Cádiz, de sus esteros, sus barcos y salinas. A Dámaso, que solía visitarme, se los iba dando a conocer, recibiendo, a veces, sus aprobaciones entusiastas. Lejos andaba yo por aquellos días de toda ingerencia o desorden ultraístico, persiguiendo una extremada sencillez, una línea melódica clara, precisa, algo de lo que Federico García Lorca había ya conseguido plenamente en su «Baladilla de los tres ríos». Pero mi nueva lírica naciente no sólo se alimentaba de canciones. Abrevaba también en Garcilaso y Pedro Espinosa. (Góngora vendría luego). Sonetos y tercetos me atraían por igual, no así las octavas reales, maravillosas en el poeta de Toledo como en el antequerano, pero demasiado cerradas, demasiado lentas y aburridas para mi impaciencia y propósitos de entonces. A los ultraístas, que suponían una violenta y casi armada reacción contra las formas clásicas y románticas, escribir un soneto les habría parecido cometer algo peor que un crimen. Y eso hice yo, poeta al fin y al cabo más joven, libre, además de desconocido. Escribí uno en verso alejandrino —«A Juan Antonio Espinosa, capitán de navío»—, con lema de Baudelaire. Este Juan Antonio, novelista en la actualidad, hermano de Celestino, no creo que fuera entonces capitán, y menos de navío, pero yo lo admiraba mucho por el solo hecho de saberlo navegando en no sé qué flotilla pesquera del golfo de Vizcaya. También me lancé a la aventura de engarzar unos tercetos —«Sueño del marinero»—, en los que resumía todas mis ansias de viaje, toda mi creciente melancolía de muchacho de mar, anclado en tierra. Ambos poemas los incluí en el libro, poniendo el segundo como prólogo al ordenarlo definitivamente. ¿Era yo un desertor de la poesía hasta entonces llamada de vanguardia por volver al cultivo de ciertas formas conocidas? No. La nueva y verdadera vanguardia íbamos a ser nosotros, los poetas que estábamos a punto de aparecer, todos aún inéditos —salvo Dámaso, Lorca y Gerardo Diego— pero ya dados a conocer algunos en Índice, la revista que Juan Ramón Jiménez, junto con una editorial del mismo nombre, había empezado a publicar. Aquella otra vanguardia primera, la ultraísta, estaba en retirada. Los muertos, heroicos si se quiere, que dejaba en el campo de lucha eran bastantes; los salvados, pocos. Aunque Juan Ramón en algún momento de justo enfado conmigo me calificara, luego, de ista, es decir, de cultivar los ismos en boga, tengo que expresar aquí mi horror por las clasificaciones, mi amor, por el contrario, a la independencia más absoluta, a la variedad, a la aventura permanente por selvas y mares inexplorados. Que rozara los ismos, que me contagiara a veces de ellos hasta parecer de pronto apresado en sus mallas, era inevitable y natural. Los ismos se infiltraban por todas partes, se sucedían en oleadas súbitas, como temblores sísmicos, siendo más que difícil el resultar del todo ileso en su incesante flujo y reflujo. Pero, en definitiva, puedo ya, a tanta distancia, preguntarme: ¿A qué ismo determinado pertenece hoy mi obra o la de todos los poetas españoles de mi generación? Creo poder afirmar que a ninguno, que nuestra poesía, en sus momentos más altos, estuvo por encima de las modas, que pocas veces se entretuvo en pasatiempos estériles, constituyendo así la verdadera vanguardia de un movimiento lírico que aún a pesar de todos los más tristes pesares sigue en cierto modo —no me parece exagerado ni inmodesto decirlo— gobernando en España. También Gregorio Prieto, que ya entonces me estimaba mucho más como poeta que como pintor, vino a verme aquel verano a San Rafael. Su prestigio andaba en aumento. Creo que hasta había ganado una medalla en el Salón Nacional por un cuadro de larguísimo y literario título: Soledad, Encarnación y Asunción recolectando manzanas. A mi regreso de la sierra, ya muy entrado el otoño, me propuso hacerme un retrato. Y a su casa, en no sé qué castiza calle madrileña, fui a posarle. No hace mucho, el mismo Prieto me mandó a Buenos Aires una fotografía de aquel cuadro. Allí estoy, de medio cuerpo, todavía de luto por mi padre, un fino cuello blanco sin corbata, delgado, alto el perfil de expresión abstraída, y un libro abierto entre los dedos. Obra muy juvenil, parece sostenerse a través de los años y conservar aún bastante encanto y simpatía. Para mostrársela a un conocido escritor y a la vez darle a conocer algunos de mis poemas, citó Prieto, una tarde, en su estudio, a Enrique Díez-Canedo. Nunca lo había visto. No ignoraba su nombre, pero sí su obra. Sabía que era muy importante como crítico literario y teatral en revistas y periódicos. Y que también hacía versos. En aquel momento, de mis contemporáneos españoles mayores sólo me eran familiares Antonio Machado (más que Manuel, su hermano) y Juan Ramón Jiménez. De Gabriel Miró conocía únicamente unos breves relatos y El humo dormido, primorosa novela, que por tratar de la educación en un colegio de jesuitas me atrajo y conmovió mucho, llevándome a recordar mis días escolares en el colegio de San Luis Gonzaga del Puerto. De Azorín había comenzado a leer Clásicos y modernos. Y me gustaba. De Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, D’Ors, Ortega y Gasset… ¡Dios Santo! Yo casi era todavía un pintor y un poeta casi en estado de nebulosa, que se mataba por la poesía, amaneciendo a veces con los ojos sangrantes de no dormir por ella. La novela española me interesaba poco o, mejor dicho, existía algo en mí que me impedía ir a su encuentro. Los ensayos filosóficos… A distancia, sin conocerlos, me producían sopor. Tal vez en ese momento aquella brutalidad mía me era necesaria para centrarme únicamente en lo que deseaba, en lo que estaba a punto de comenzar a exigir con furia: que sólo se me considerase poeta. Todo lo demás iba a venir después. El tiempo sobraría para llenar los terribles hoyos de mi ignorancia.

Díez-Canedo, al principio, me chocó con su vocecita de niña que soplase en un pito roto, sus sedosos modales y una constante sonrisita limbesca, de separados dientes amarillos. Elogió mi retrato, y no pudo disimular su sorpresa —cosa que yo, con desagrado, esperaba— cuando Gregorio Prieto me pidió que leyese mis poemas.

—Creía que usted era nada más que pintor… —se atrevió a decir, tímido.

Estuve a punto de soltarle una grosería. Pero afortunadamente me contuve, comprendiendo cuan injusto e incorrecto hubiera sido el mandar a la M a una persona que ignoraba mi nueva vocación y que con toda amabilidad se disponía a escucharme.

No sin cierto temblor saqué mi manuscrito. Y por primera vez leí a un personaje de importancia algunas de mis canciones y sonetos. El comentario de Canedo fue bueno, pero parco. Me sonrió, sobre todo, mis versos marineros. Yo, como Juan Ramón y García Lorca, era también andaluz. Y esto se me notaba, dándole acento definido a mi naciente poesía.

No me disgustaron sus pocas palabras. Habían sido bastantes para un crítico ilustre, conociéndose ya cuánto se cuidan éstos para no correr el grave riesgo de equivocarse. Al poco tiempo, supe por Gregorio Prieto que Díez-Canedo había ampliado sus elogios, cosa que me llenó de nuevo arranque y entusiasmo.

Iban pasando los meses. Otro invierno de menores cuidados, pero de voluntario retiro, pocas veces interrumpido, en mi «heladera». Mar y tierra, aquel gran desvelo mío, crecía, se estiraba, flotando al viento imaginado de mi alcoba la cinta aleteante de mi marinerillo. Aquella novia apenas entrevista desde una azotea de mi lejana infancia portuense, se me fue transformando en sirena hortelana, en labradora novia de vergeles y huertos submarinos. Empavesé los mástiles livianos de mis canciones con gallardetes y banderines de los colores más diversos. Mi libro comenzaba a ser una fiesta, una regata centelleante movida por los soles del sur. Hice un «Triduo de alba —tres sonetos— a la Virgen del Carmen», patrona sonriente de la marinería, que dediqué a mi madre, la que se conmovió profundamente, deduciendo que con aquellas líricas oraciones mi ya advertida indiferencia religiosa se avivaba. Me imaginé pirata, robador de auroras boreales por mares desconocidos. Entreví un toro azul —el de los mitos clásicos— por el arco perfecto de la bahía gaditana, a cuyas blancas márgenes, una noche remota de mi niñez, saliera yo a peinar la caída luminosa del cometa Halley. Vi, soñé o inventé muchas pequeñas cosas más, sacadas todas de aquel pozo nostálgico, cada día más hondo, según me iba alejando de mi vida primera, tierra adentro. Y conseguí un conjunto de poemas de una gran variedad de «colores, perfumes, músicas y esencias», sin recurrir al «acarreo fácil» de lo popular, como señalaría más tarde Juan Ramón Jiménez cuando se trató de enfrentar mi poesía con la de García Lorca.

Todo estaba maduro ya para conocer a Federico. La hora, por fin, había sonado. Fue en una tarde de comienzos de otoño. Y fue también Gregorio Prieto, cosa recientemente aclarada por él en una carta, quien me lo presentó. Estábamos en los jardines de la Residencia de Estudiantes (Altos del Hipódromo), en donde García Lorca —aspirante a abogado— pasaba todo el curso desde hacía varios años. Como era el mes de octubre, el poeta acababa de llegar de su Granada. Moreno oliváceo, ancha la frente, en la que le latía un mechón de pelo empavonado; brillantes los ojos y una abierta sonrisa transformable de pronto en carcajada; aire no de gitano, sino más bien de campesino, ese hombre, fino y bronco a la vez, que dan las tierras andaluzas. (Así lo vi esa tarde, y así lo sigo viendo, siempre que pienso en él). Me recibió con alegría, entre abrazos, risas y exagerados aspavientos. Afirmó conocerme, y mucho, igual que a mis parientes granadinos. Me dijo, entre otras cosas, haber visitado, años atrás, mi exposición del Ateneo; que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cinta la siguiente leyenda: «Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca». No dejó de halagarme el encargo, aunque le advertí que sería lo último que pintase, pues la pintura se me había ido de las manos hacía tiempo y sólo me interesaba —aclaración a la que apenas dio entonces importancia— ser poeta. Aquella noche me invitó a cenar allí en la Residencia, en compañía de otros amigos suyos, entre los que se hallaban Luis Buñuel, lejos aún de su renombre universal de cineasta, el poeta malagueño José Moreno Villa y un muchacho delgado, de bigotillo rubio, absurdo y divertido, que se llamaba Pepín Bello, con el que simpaticé vertiginosamente. Después de la cena, volvimos al jardín, aquel bello recinto custodiado de chopos, cortado por la vena de agua del Canalillo, salteado de adelfas y arrebatado de jazmineros, rotos en oleadas contra los pabellones estudiantiles. Nunca había oído recitar a Federico. Tenía fama de hacerlo muy bien. Y en aquella oscuridad, lejanamente iluminada por las ventanas encendidas de las habitaciones, comprobé que era cierto. Recitaba García Lorca su último romance gitano, traído de Granada:

Verde que te quiero verde…

¡Noche inolvidable la de nuestro primer encuentro! Había magia, duende, algo irresistible en todo Federico. ¿Cómo olvidarlo después de haberlo visto o escuchado una vez? Era, en verdad, fascinante: cantando, solo o al piano, recitando, haciendo bromas e incluso diciendo tonterías. Ya estaba lleno de prestigio, repitiéndose sus poemas, sus dichos, sus miles de anecdotillas granadinas —ciertas unas, otras inventadas— por todas las tertulias de literatos cafeteros y corrillos estudiantiles. Sus obras fundamentales de aquellos años aún permanecían inéditas. Hasta ese momento sólo había publicado dos libros: uno, apenas conocido —Impresiones y paisajes (1918)—, dedicado a su maestro de música, y otro —Libro de poemas (1921)—, bien recibido por la crítica, gustado ya por mí en la sierra de Guadarrama. Poco hablaba Federico de ellos, aunque alguna vez le oí recitar canciones del último. Lo que el poeta soltaba entonces a los cuatro vientos eran sus romances gitanos, alternados con cancioncillas sueltas o las coleccionadas bajo el título de Poema del cante jondo. También se comentaban entre amigos dos obras teatrales: Los títeres de Cachiporra y Mariana Pineda. Ambas se las escuché luego. Pero de aquella primera noche de nuestra amistad sólo recordaré siempre el «Romance sonámbulo», su misterioso dramatismo, más escalofriante todavía en la penumbra de aquel jardín de la Residencia susurrado de álamos.

—Adiós, primo —me dijo Federico, solos los dos, ya pasadas las doce.

Empezaba a llover. Un repentino resplandor anunció una tormenta que se avecinaba. Y, aunque llegué a mi casa chorreando, me sentí feliz, sabiendo que una hoja de mi vida había sido marcada de una fecha imborrable. Pocos días después llevé a García Lorca su encargo y algo más: un soneto que le dedicaba. (Los otros dos, que también incluí en mi Marinero en tierra, los escribí algo más tarde, aunque en el mismo año). Celebró mi pintura con las palabras y gestos más hiperbólicos. La colgó en seguida sobre la cabecera de su cama, prometiéndome ponerla en igual sitio en su casa de campo de Fuente Vaqueros, a donde, para que lo pudiese comprobar, quedaba ya invitado a pasar el verano desde aquel mismo instante. En cuanto al soneto… Le gustó, haciéndomelo repetir a esos amigos que siempre invadían su cuarto. Aproveché el momento para decirle unas canciones. Las oyó atentamente. Ya al despedirnos, en el jardín, recuerdo que me dijo: «Tú tienes dos buenas cosas para ser poeta: una gran retentiva y ser andaluz. Pero no dejes de pintar».

A pesar de todo, volví alegre a mi casa.

Como era el mes de octubre y el curso comenzaba, apareció un día en la Residencia un joven flaco, bella y fina cabeza, de tostado color, y con un fuerte acento catalán. Federico, en una de mis espaciadas visitas otoñales, me lo presentó:

—Éste es Salvador Dalí, que viene, como él dice, a estudiar en Madrid la carrera de pintor.

(¡Dalí! Todos lo conocían, menos yo, aunque de su talento ya tenía referencias por Daniel Vázquez Díaz así como por algunas reproducciones de sus cuadros aparecidas en la revista Alfar).

—¡La carrera de pintor! ¿Será posible? —pregunté, con asombro.

—Sí —respondió Federico seriamente—. La carrera de pintor. En la Real Academia de San Fernando. Todavía le faltan dos años —creo que dijo— para terminarla.

Aquello que parecía más bien una broma lorquiana era verdad. El padre de Dalí, un buen notario de Figueres, deseaba que su hijo hiciese las cosas por sus pasos contados. La pintura era una carrera, como la notarial que él profesaba, y había que dar examen durante cuatro o cinco años para obtener el título. Y nada mejor que recibirlo de autoridad tan competente como la Academia de Madrid. En el fondo, puede ser que tuviera razón. (Como también puede ser que parte del academicismo lamido, muerto, del actual Dalí proceda de aquel tiempo. Pero de esto se hablará más adelante, en el tercero o cuarto tomo de mis memorias).

Salvador Dalí, entonces, me pareció muy tímido y de pocas palabras. Me dijeron que trabajaba todo el día, olvidándose a veces de comer o llegando ya pasada la hora al comedor de la Residencia. Cuando visité su cuarto, una celda sencilla, parecida a la de Federico, casi no pude entrar, pues no sabía dónde poner el pie, ya que todo el suelo se hallaba cubierto de dibujos. Tenía Dalí una formidable vocación, y por aquella época, a pesar de sus escasos veintiún años, era un dibujante asombroso. Dibujaba como quería, real o imaginado: una línea clásica, pura, una caligrafía perfecta, que aun recordando al Picasso de la etapa helenística, no era menos admirable; o enmarañados trazos como lunares peludos, tachones y salpicaduras de tinta, ligeramente acuarelados, que presagiaban con fuerza al gran Dalí surrealista de sus primeros años parisienses.

Con cierta seriedad muy catalana, pero en la que se escondía un raro humor no delatado por ningún rasgo de la cara, Dalí explicaba siempre lo que sucedía en cada uno de sus dibujos, apareciendo allí su innegable talento literario.

—Aquí está la bestie, gomitando. —(Se trataba de un perro, que parecía más bien un rebujo de estopa)—. Éstos son dos guardias civiles haciéndose el amor, con sus bigotes y todo… —(Efectivamente, dos manojos de pelos con tricornios se veían abrazados sobre algo que sugería una cama)—. Éste es un putrefacto, sentado en el café. —(El dibujo era una simple raya vertical, con un fino bigotillo arriba, cortada por una horizontal que indicaba la mesa)—. Y aquí, otra vez, la bestie, siempre gomitando

Los putrefactos de Dalí recordaban a veces la figura esquemática de Pepín Bello, aquel simpático y divertido residente que me había presentado Federico. Hasta creo que eran una invención de Pepín aprovechada por Dalí con mucha gracia. El putrefacto, como no es difícil deducir de su nombre, resumía todo lo caduco, todo lo muerto y anacrónico que representan muchos seres y cosas. Dalí cazaba putrefactos al vuelo, dibujándolos de diferentes maneras. Los había con bufandas, llenos de toses, solitarios en los bancos de los paseos. Los había con bastón, elegantes, flor en el ojal, acompañados por la bestie. Había el putrefacto académico y el que sin serlo lo era también. Los había de todos los géneros: masculinos, femeninos, neutros y epicenos. Y de todas las edades. El término llegó a aplicarse a todo: a la literatura, a la pintura, a la moda, a las casas, a los objetos más variados, a cuanto olía a podrido, a cuanto molestaba e impedía el claro avance de nuestra época. Azorín, por ejemplo, ya por aquellos días —cosa injusta— era para nosotros un putrefacto. Y no digamos nada de un Ricardo León, de un Emilio Carrere, o de pintores como Benedito, Eugenio Hermoso, Sotomayor… S. M. Alfonso XIII también era un gran putrefacto. Y el Papa. Y muchos de los franceses conferenciantes que pasaban por la Residencia. Y muchos más seres y cosas que ahora no recuerdo. ¡Graciosos y alegres días aquellos, pero fecundos de trabajo, preñados ya de obras que iban a dar su luz en años sucesivos!

Otro invento de Pepín Bello fue el carnuzo, que a veces se enlazaba con el putrefacto, pero de matices diferentes, vistos con mayor agudeza que nadie por el propio Pepín, siempre lleno de sal y de imaginación, derramadas a manos llenas sobre todo aquel grupo de residentes, en el que se encontraba Luis Buñuel, quien supo años más tarde aprovechar con Dalí, en Un perro andaluz —el más extraordinario film que ha dejado el surrealismo—, muchas de sus ocurrencias divertidas y hasta geniales. De mi mayor amistad con Pepín Bello y de otras gracias suyas, llenas de frescor y poesía, hablaré más adelante.

Ahora lo quiero hacer de dos personas que me ayudaron mucho en mi difícil y doloroso camino poético: una se llama José María Chacón y Calvo, escritor y diplomático cubano, y otra, Claudio de la Torre, de las islas Canarias, escritor también. A José María creo que lo conocí por Federico y a Claudio por Juan Chabás.

José María era un hombre bueno, con cierta blandura de fruta tropical, gran aficionado a las nieves serranas, por las que se pasaba esquiando la mayor parte del invierno. Había publicado, hasta entonces, un solo libro: El hermano menor, y cuidaba, creo, en España, una edición de las obras completas de Martí, el delicado poeta apóstol de la libertad de su patria. Fue el amigo más entusiasta de mis canciones marineras y de mis primeros tercetos. Siempre que yo quería romper mi reposo, me invitaba a cenar a su casa de la calle Pardiñas. Y allí me hacía repetir mis versos, a él solo o a sus convidados, que a veces eran muchos. Una noche me presentó a un señorón grande y prosopopéyico, enorme cabezota, peinadas cejas, vientre redondo, chaqueta negra y pantalón a rayas. Su nombre: Eugenio D’Ors, «Xénius», el filósofo catalán, autor del Glosario y La bien plantada, preciosa obra ésta que yo acababa de leer por aquellos días. Después de los postres y el café, José María, siempre deseoso de que alguien nuevo me escuchara, me pidió recitar a D’Ors algunas de mis canciones, que yo sabía de memoria y que en esa época de pasión y entusiasmo recitaba con gusto a la más leve insinuación. Eugenio. D’Ors me escuchó atento, refugiados sus ojos en las pobladas cejas y una amable sonrisa en los carnosos labios. Un solo comentario dejó caer, suave, casi como un susurro, cuando acabé mi recitado:

—Dan ganas de hacer versos a la maniere de

De pronto, no entendí, pero pasados unos instantes me di cuenta de la importancia de su elogio. La prueba es que aún, a mis cincuenta y cinco años, no lo he olvidado.

Tampoco se me ha ido de la memoria Claudio de la Torre, sosteniendo aún en mi corazón, a pesar de los años confusos que siguieron a la guerra civil española, su lugar entonces alcanzado. ¡Cuánto tranquilo afecto, cuánto natural interés por mis poemas desde la tarde de nuestro primer encuentro en no recuerdo ahora qué hotel de la Gran Vía, donde se hospedaba! ¡Qué buen amigo de aquellos mis iniciales y complicados días literarios! Admiraba yo en Claudio, tal vez por ley de los contrastes, su esmeradísima pulcritud, su tono mesurado, su finura sin tacha, el metal tenue de su voz, sostenida en la gracia del acento canario, tan grato para mi oído andaluz. Lo admiraba, sí, por todo esto, pero todavía mucho más por haber nacido en unas islas, cuyo antiguo nombre —las Afortunadas— me había hecho soñar desde pequeño junto a mi mar de Cádiz. Otro soneto —mi segundo en verso alejandrino— le dediqué yo a Claudio a las pocas semanas de conocerlo. Era el homenaje del marinero en tierra al nuevo amigo que llegaba de lejos, con el prestigio de saberlo habitante de unas verdes riberas ceñidas por las olas oceánicas.

Una noche, en aquella alcoba de su hotel y al acabar la lectura de una última serie de canciones, Claudio de la Torre me dijo:

—¿Por qué no te presentas al Premio Nacional de Literatura de este año? El jurado es muy bueno. Forma parte de él Antonio Machado, con Gabriel Miró, Menéndez Pidal, Arniches, Gabriel Maura y Moreno Villa. —Creí seriamente, que Claudio de la Torre, tan formal, tan poco bromista, además de haberse vuelto loco, estaba riéndose de mí.

—A lo mejor te dan el premio —añadió.

Tardé en responderle. Era inaudito lo que me proponía.

—¿Cómo dices?

—Que te presentes, que a lo mejor te dan el premio —repitió, sin sombra de burla.

A él, el año anterior, se lo habían dado por una novela, En la vida del señor Alegre, que yo aún no conocía. Pero Claudio era sólo escritor. Ya bastante maduro. Muy serio. Muy ordenado, muy… En fin, muy a propósito para merecer tal galardón. Yo, en cambio… ¿Quién era? ¿De dónde salía? ¿Qué tenía yo que ver con la literatura? ¿Qué iba a pensar de mis pobres canciones un Antonio Machado? ¿Y un Menéndez Pidal? Moreno Villa era el único que sabía algo de mí, pero como pintor…

—¿Cómo se te ocurre? No me entra en la cabeza que estés hablando en serio —dije a Claudio, sobresaltado.

—A lo mejor te lo dan. Preséntate…

Me levanté para marcharme.

—Hazme caso… —insistió, ya en la puerta del cuarto.

Le pedí entonces unos céntimos para el tranvía. Me dio cinco pesetas. Lo recuerdo muy bien. (Las del premio serían cinco mil).

Algunos días después de esta visita a Claudio de la Torre y cantándome siempre en el oído su aquel tan insistente «A lo mejor te dan el premio», sin despedirme casi de nadie, tomé un tren que me llevaba al sur, a Rute, poblachón escondido en la sierra de Córdoba, donde vivía mi hermana María desde que se casara con Ignacio Docavo, un notario simpático, vivo, gracioso, lleno de inteligencia, algo pariente nuestro. Me fui a pasar allí una temporada, pensando siempre en mi salud, recuperada por completo, pero a la que seguía prestando una atención que ya se iba volviendo un halagador hábito después de tantos años de reposo. Agradecido estaba yo a mi pulmón derecho, pues a él, en gran parte, debía el abandono de mi primera vocación y el avance seguro por mi nuevo camino.

Casi de noche llegué a Rute, cargada el alma de olivares, sorprendido de la extraña visión de Lucena, una vieja ciudad amurallada por anchos tinajones de aceite; de Martos, con su peña tajante; del hiriente blancor de la cal derramada sobre pueblos surgidos como golpes de tiza contra las llanas tierras rojas o en las escarpaduras de los montes plomizos. ¡Triste y dramático viaje hasta la súbita aparición de Rute, levantado al fin ante mis ojos bajo la sangre oscura de un poniente ya muerto!

Mi hermana me instaló en el último piso de la casa. Como llegaba fatigado, me dormí pronto. Antes, siguiendo mi sana costumbre de entonces, abrí de par en par el balcón de aquella nueva alcoba a la que iba a trasladar por unos meses mi exagerado afán de quietud con el pánico de enfermar otra vez. Un alba fresca me sonrosó los ojos, despertándome. Ya no veía el Guadarrama ni el fino gris aéreo del paisaje urbano madrileño. Una delgada calle en cuesta, que por un lado iba a los campos y por otro a la sierra, era todo lo que podía ver ahora desde mi cuarto ruteno. Pero en el piso, por suerte, había una azoteílla. Desde ella, en cambio, se dominaba una parte del pueblo, blanco, empinado, presidido en su lugar más alto por el trágico Monte de las Cruces, y un ancho panorama de tierras amarillas, carminosas, ordenadas de olivos y viñedos. Algo duro, casi siniestro respiraba todo el aire de Rute. Una de las paredes de mi cuarto, aquella en que apoyaba la cabeza para dormir, correspondía a una celda de la cárcel. Gritos y voces comenzaron a entrárseme en el sueño. Sobre mi mesa de trabajo esparcí el manuscrito de Mar y tierra, dispuesto a copiarlo pacientemente a máquina. Ésa fue la primera tarea que me impuse al día siguiente de mi llegada. Como era invierno y llovía mucho, decidí no conocer el pueblo ni a nadie hasta que el tiempo mejorara. Al ir pasando en limpio los poemas, me iban saliendo otros, de igual ambiente marinero, que enriquecían mi libro y lo aumentaban. Durante todo este trabajo, aquel «A lo mejor te dan el premio», de Claudio de la Torre, me siguió acompañando, mezclándose entre los estribillos de mis canciones.

Una de aquellas noches, la peor de agua y ventisca, golpearon la puerta de la calle, ya casi pasadas las diez. Oí cómo mi cuñado se asomaba al balcón, sin duda sorprendido. Por el mío, siempre abierto, ascendió hasta mi cama el extraño diálogo.

—¿Quién llama así a estas horas?

—El mulero…

—¿Cómo?

—Sí, don Ignacio, Andrés…, el mulero de doña Coló.

—Pero, Andrés…, ¿cómo se le ocurre?

—Pues resulta de que mi señora doña Coló dice que si don Rafaelito querría ir a su casa…

—¿A su casa? ¡Pero si está lloviendo y es muy tarde!

—… a su casa para tomar el té…

—¿El té? Dígale a doña Coló que don Rafaelito ya debe estar durmiendo…

—Eso dice mi señora, don Ignacio… A tomar el té.

—Dígale… —repitió mi cuñado, ya en un tono más fuerte, síntoma claro de mandar a paseo al mulero de doña Coló.

En ese instante, y pensando que algo bueno y gracioso iba a pasar aquella noche, intervine desde mi balcón:

—Dígale, Andrés, a su señora que voy…

—¡Pero cómo! —me gritó mi cuñado, sorprendido de oírme—. ¿No estabas durmiendo?

—¡No! Dígale, Andrés, a doña Coló que voy… Bajo en seguida.

Me vestí nuevamente en un minuto. En la puerta me esperaba el mulero con un añoso paraguas colorado. Descendía un río por la calle. Echamos a andar, mudos. El viento de la sierra golpeaba de frente. Como íbamos despacio, el agua se arremolinaba en los zuecos de Andrés. De la oscuridad salió alguien tambaleante.

—Buenas noches, Andrés y la compaña…

—Buenas noches, Lino…

Seguimos, en silencio.

—¿Lino?

—El del peo.

—¿Cómo dijo, Andrés? —Me atreví a preguntarle.

—El del peo —repitió seriamente el mulero—. Todo Rute lo conoce.

No pude indagar más, pues el portón de doña Coló ya estaba ante nosotros, entornado, esperándonos.

—Pase, pase, don Rafaelito… ¡Cuánto honor! Llegamos a pensar que no vendría…

La misma doña Coló, doña Clotilde, una amplia señora toda de negro, cinta ancha, negra también, sosteniéndole la inmensa papada, se alzaba en medio del zaguán, tendiéndome la mano.

—Por aquí, don Rafaelito…

Pasé a un precioso comedor adornado de encajes, cristales verdes en los aparadores y pálidos limones asomando al brocal de las copas. Sobre el mantel redondo de la mesa, tazas oscuras de barro vidriado, una botella de aguardiente y un gran frutero rebosante de uvas.

—¡Niñas! —llamó doña Coló.

Aparecieron dos muchachas, algo talludas ya, claveles rojos en el pelo, de jersey azul la una y amarillo la otra.

—Mi María y mi Carmen, don Rafaelito…

Dos manos flojas, heladas, como muertas, cayeron en la mía, acompañadas de una rígida inclinación de cabeza.

—Mucho gusto —susurré, entrecortado.

—Siéntese, don Rafaelito… Vamos, niñas, ¿qué hacéis?

Decidieron sentarse. Nadie se atrevía a hablar.

—Bueno, don Rafaelito… —empezó doña Coló—. Sabemos que en los Madriles a la gente elegante le gusta tomar el té… ¿No es cierto?

—Sí, señora, es verdad…

—Teníamos mucho gusto en conocerle…

—También yo, señora…

—¿Cómo haríamos?, les dije a mi Carmen y a mi María… ¡Invitar a don Rafaelito a algo que le guste!

—¡Por favor, doña Clotilde!

—Doña Coló, don Rafaelito, como todo el mundo me llama…

—¡Señora!

—Luego, empezó a llover… Pero…, lo que dijimos, ¿qué le puede importar la lluvia a don Rafaelito, que vive en los Madriles?

—Nada, doña Coló… He venido con mucho gusto.

Pausa.

—¿Cómo prefiere el té?

—Como ustedes lo tomen…

—A nosotras nos gusta con anís estrellado…

—¿Cómo, señora?

—Con anís estrellado… Es muy bueno para eructar.

Nunca se me hubiera ocurrido, pero…

—A mí también, doña Coló…

—Está muy rico… Ahí tiene la botella. Sírvase cuanto guste.

Eché a mi taza un chorro de aguardiente. Luego, las tres hicieron lo mismo.

—Carmen, ve por los dulces…, aunque nosotras lo preferimos con uvas…

—No se moleste, Carmen. Lo tomaré con uvas yo también.

—Llámela de tú, por favor, don Rafaelito…

—Bien, de aquí en adelante…

—Lo que le iba diciendo… Con uvas… Éstas son de cuelga…, invernizas… Las guardamos a oscuras, en la despensa, colgadas del techo… Mire qué hermosas son… Tome un racimo.

Lo tomé. Gran silencio. Lo alcé un instante y lo hundí lentamente en la taza. Luego, me lo llevé a los labios y arranqué con los dientes la primera uva.

Las tres, ya cada una con un racimo, me miraban, inquietas.

—¿Así se hace en Madrid, don Rafaelito?

—Sí —le respondí tranquilo a doña Coló—. Suele ser lo elegante.

—Entonces, no hay más que hablar, niñas. Si don Rafaelito lo dice…

Y las tres, al unísono, metieron su racimo en el té y, luego, chorreando, se lo llevaron a la boca.

—¿Qué le parecen mis dos niñas? (¡guá!)

Doña Coló acababa de lanzar el primer eructo.

—Muy guapas, como andaluzas que son.

—Rutenas, ¡digo! Mi María es hermosa. Metidita en carnes. ¡Si usted la viera! Llena de pellas y de mollas (¡guá!) —segundo eructo de doña Coló— todo el cuerpo…

—¡Mamá! —Protestaron las dos hijas, encendiéndose.

—Y mire usted, don Rafaelito, lo que son las cosas, mi María está por merecer. ¡Es más tonta! En cambio, aquélla… Ahí tiene usted, don Rafaelito… ¡La flaca! ¡Pues ha pescado un novio rico con el que va a casarse para fines de año!

Carmen, la pobre flaca, intentó decir algo, pero —¡guá, guá!— dos eructos seguidos se lo impidieron.

—¿Ve usted, don Rafaelito? ¡Lo que yo le decía! ¡El anís estrellado! ¡No, si no hay otro para los gases! Voy a darle ahora otra copita.

—Como usted quiera, doña Coló. —En ese instante, ¡guá!, solté por fin mi eructo—: Mire, déjelo usted. No me la sirva. Creo que ya no hace falta.

—¡Bravo, bravo, don Rafaelito! ¡Usted también! ¿Cómo se siente? ¡No, si el anís ruteno es el único! ¡Lo bien que va a dormir esta noche!

Acabado el té, entre regüeldo y regüeldo, la charla de doña Coló y el silencio de sus dos niñas, jugamos a las cartas, al «burro en pie», un juego tonto e inocente, el único de naipes que me era conocido desde mis años infantiles. Como seguía lloviendo a cántaros y eran más de las doce, pedí permiso a doña Coló para retirarme.

—Como usted guste, don Rafaelito… Ha sido un gran honor…

Ya en el zaguán, estreché la mano recia de doña Coló y las heladas de sus hijas.

—Que no se pierda usted, don Rafaelito…

—Claro que no, doña Coló…

Como no quise que me acompañara el mulero, su gran paraguas rojo me protegió de la lluvia hasta mi casa.

Ésta fue mi primera salida rutena. Había sido maravillosa.

Digna de un cuento arabigoandaluz de Las mil y una noches.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, divertí a mi cuñado relatándole la visita, coreada de eructos, a doña Coló.

—Pues eso no es nada —me dijo—. Hay gente aquí mucho más loca. Éste es un pueblo de aguardientes… Se empina el codo demasiado. Ya verás.

—¿Has oído hablar de Lino? —le pregunté en seguida.

—¿Cuál? ¿El del pedo?

—¡Sí! El del peo. Anoche se cruzó conmigo, cuando iba con Andrés.

—¿No te contó la historia?

—No tuvo tiempo. Creo, además, que el pobre Andrés no hubiera atinado a referírmela. Me pareció muy torpe.

—Es muy graciosa.

Me dispuse a escuchar un nuevo cuento árabe.

—Sabrás —comenzó mi cuñado— que, aunque aquí hay un teatro, muy pocas veces vienen compañías. Hace años vino una. Gran acontecimiento. Anunciaron no sé qué obra de Echegaray. Mancha que limpia, creo. El pueblo entero acudió a verla. Un lleno. Abajo, en las butacas, con el alcalde, el juez, el notario (que entonces no era yo), estaban las familias ricas, que acá son muchas. Arriba, la gente más modesta: aceituneros, obreros, campesinos de los alrededores… En el escenario se producía la obra normalmente, con gran satisfacción del público, que subrayaba aplaudiendo las escenas o dichos más brillantes. Se iba acercando, al fin, la culminación del drama. No se oía ni una mosca. Todo el teatro, emocionado, contenía el resuello. De pronto, de la cazuela se escapó un ruido. ¿Qué era? Un enorme pedo sonoro. Los actores se quedaron de piedra. El alcalde se levantó. Todo el patio de butacas se volvió, mirando hacia arriba. «¿Quién ha sido?», vociferó el alcalde. Silencio. «¡Que se levante inmediatamente el que haya sido!», repitió, más furioso. Nadie se atrevía a hablar. «¡A la cárcel toda la cazuela, hasta que confiese! ¡Que suban los guardias!». Una voz se oyó entonces: «¡Ha sido Lino!». «¡Lino, Lino!», corearon ya todos. Se lo llevaron. La obra, perdida su emoción, a duras penas pudo llegar hasta el final. Cuando unos días después Lino salió del calabozo, el pueblo entero le añadió el alias que ahora lleva: el del peo. «Una desgracia. ¡Ya ve usted!», dice Lino, riéndose, a todo aquel que quiere saber hoy la verdadera historia de su apodo.

Yo llegué a conocer a Lino a plena luz del sol. Era un hombre gracioso, vital, llena la cara de alegría. Como tantos pobres andaluces, se alimentaba del aire. Sólo ganaba unas pesetas —muy pocas— durante la recolección de la aceituna. Se las tiraba al punto en aguardiente, y luego… ¡a vivir nuevamente del aire todo el resto del año! Conseguí ser amigo suyo. Siempre que lo encontraba, le daba unos reales, que me agradecía con un chiste, yéndoselos a beber rápidamente al primer tabernucho de la esquina. ¡Lino el del peo! ¿Qué habrá sido de él?

Una noche, de pronto, comprendí que mi libro Mar y tierra estaba terminado. No había más que añadir. La copia a máquina —tres ejemplares— era perfecta. Hasta parecía ya un libro impreso. Durante varias mañanas salí con él al campo. Allí, bajo los olivares o en un poyo del puente de las Golondrinas, me lo leía en alta voz, no hallando ya correcciones que hacerle. Lo medité antes mucho. («¡A lo mejor te dan el premio!»). ¿Qué hacer con él? ¿Qué editor de Madrid iba a atreverse a publicarlo? La poesía no era negocio. Juan Ramón Jiménez en esa época se editaba sus propios libros. Apenas 500 ejemplares. ¿Por qué no seguir el consejo de Claudio de la Torre? Había que decidirse. Pasaba el tiempo y el plazo de admisión se cerraba. Una tarde, acabado el reposo del almuerzo, empaqueté dos copias, me fui al correo y con sellos de urgencia las envié a Madrid, a nombre de José María Chacón y Calvo. En carta aparte suplicaba al escritor cubano hiciese llegar una al Concurso Nacional de Literatura. A los pocos días tuve respuesta de mi amigo: había llegado tarde, pero unas mágicas pesetas a no sé qué empleado del ministerio sirvieron para arreglarlo todo.

Tranquilo, aunque no sin ciertos remordimientos de orden moral y estético por haber sucumbido a la tentación de presentarme —como un poetastro cualquiera— a un concurso oficial, eché tierra a mi audacia y me dispuse a comenzar un nuevo libro. Necesitaba, primeramente, el título. Desde mis días iniciales, pretendí que cada una de mis obras fuese enfocada como una unidad, casi un cerrado círculo en el que los poemas, sueltos y libres en apariencia, completaran un todo armónico, definido. ¿Por qué decidirme? Me tocaba, me sacudía la atmósfera de Rute, aquel dramático pueblo andaluz al pie del Monte de las Cruces, pueblo, como tantos otros escondidos de aquellas serranías, saturado de terror religioso, entrecruzado de viejas supersticiones populares, soliviantado aún más por una represión de todos los sentidos, que a veces llegaba a reventar en los crímenes más inusitados y turbios; pueblo rico, abundante de suicidas y borrachos, de gentes locas que después de invocar a los espíritus vagaban a caza de tesoros por los montes nocturnos, terminándose casi siempre estas expediciones diabólicas a palo limpio, tiros o navajazos. Creí, por fin, luego de eliminar algunos otros, haber hallado el título: Cales negras, pretendiendo condensar así todo lo oscuro, trágico y misterioso que se escondía bajo la cal ardiente de Rute.

Comencé la primera serie de canciones. Aquel color azul de mis playeras y salineras gaditanas aquí no era posible. Era otra la música, más quebrados los ritmos; otros los tonos de la luz; otro el lenguaje. Aun a pesar del sol, la voz tajante, dura de las sombras iba a poner como un manto de luto en casi todo lo que entonces escribiera. De entre las cosas que veía, las que me contaban o adivinaba, iría extrayendo yo los pequeños motivos. La esencia dramática de mis nuevos poemas: algunos, con verdadero aire de coplas, más para la guitarra que para la culta vihuela de los cancioneros.

Allí, en el barrio alto, vivía una hermosa muchacha, conocida en el pueblo y los alrededores por el nombre de «la Encerrada», a la que solamente podía vérsele, siempre en compañía de alguien, tapado el rostro por un velo, durante la misa de alba. Muchas noches subía yo hasta su calle, paseándola de arriba abajo las horas muertas, en la inútil espera de adivinarla tras las ventanas y balcones, jamás abiertos, de su casa. Corrían sobre esta joven las más raras y hasta torpes leyendas, que todo el pueblo repetía, añadiendo cada cual lo peor de su imaginación. Tanto la madre como las tías que la custodiaban tenían el odio de los hombres, quienes soñaban con la muchacha, deseándola abierta y desvergonzadamente. También mi sueño se llenó de ella, naciendo en mí un sentimiento triste, un silencioso amor, un ansia acongojada de arrancarla de aquellas negras sombras vigilantes que así martirizaban su belleza, su pobre juventud entre cuatro paredes. Con el amanecer, a esa hora, aún oscura durante el invierno, en que los aceituneros salían con su hambre hacia los olivares, me encaminaba yo de prisa hacia la iglesia, ocultándome entre las columnas del atrio, ilusionado con verla llegar, cimbreante y temerosa, la soberbia cabeza sumergida en las blondas de la oscura mantilla, no acompañada sino presa por dos —y hasta por cuatro a veces— de sus tías, espantables rebujos de miradas redondas, desafiantes. Acabada la misa, oída con el rostro hundido entre las manos, inmóvil siempre el cuerpo y de rodillas, la veía perderse nuevamente, valeroso el andar, sin el más leve signo de sentirse mirada, a la indecisa luz del alba, camino de su cárcel en el barrio alto. Nunca en la calle ni en la iglesia, durante todo el tiempo que permanecí en Rute, pude cruzarme con sus ojos. Nunca supe tampoco si tras aquellas rejas y celosías de su casa alguna vez sus ojos se atrevieron, en el desierto mudo de la noche, a dirigirse a los míos. Sólo supe más tarde que «la Encerrada» de mis primeras canciones rutenas, siguiendo una triste tradición muy antigua en su pueblo, se había suicidado. Las causas no me las dijeron, nunca llegaron hasta mí. Pero, con lo que sabía ya de ella y sus terribles guardianas, pude también, pasados casi veinte años, tejer mi fábula del amor y las viejas, a la que por todo el horror moral y físico que respira titulé El adefesio.

Luego de «La encerrada» escribí otras canciones: «La maldecida», «El prisionero», sugerida esta serie por aquella celda de la cárcel que yo sabía detrás de una de las paredes de mi cuarto. La primavera se acercaba y el sol tibio de la mañana me hacía salir a las afueras, paseando por el camino de Loja, sentándome en las piedras, a la vera de los sembrados, y regresando siempre a casa con alguna nueva canción para mi Cales negras, el libro que, aunque recién comenzado, ya empezaba a exigirme ese cuidado de dibujo, de ceñido perfil, que con el tiempo llegó a ser una de las más claras evidencias de mi obra poética. De aquellos paseos por el campo traje «La húngara», coplillas dedicadas a una preciosa muchacha magiar, vagabunda con su familia dentro de un carro verde ornamentado de flores, pájaros y espejitos; traje también unos pregones, versos ligeros exaltando la flora popular, las gentes y el viento olivarero de toda aquella geografía serrana.

Una noche me dijo mi cuñado:

—Tengo que ir un día de éstos a Iznájar. Si me quieres acompañar…

Se trataba de un pueblo más pequeño pero aún más extraordinario que Rute, empinado en los montes, con un castillo moro, inmensa muela cariada que levantaba todavía sobre la boca de un abismo el poder almenado de sus torres.

Durante la subida, en un automovilillo que parecía más bien un mulo, otro notario que nos acompañaba me contó:

—Iznájar es el pueblo de los espiritistas. Don Ignacio lo sabe bien.

—¿Espiritistas?

—Espiritistas. No se asombre.

—Bueno…, espiritistas… —terció mi cuñado—. Así los llaman, pero…

—Ellos creen que lo son…

—Lo que son… Usted conoce esas historias.

—Claro que las conozco, como usted, don Ignacio, sabe también las suyas.

—Gente loca y terrible.

—Loca, terrible, lo que usted quiera, pero llena de interés y hasta de gracia. A don Rafael, que es poeta, va a gustarle este pueblo.

—¿Quiénes son los espiritistas? ¿Conoce usted a alguno? —pregunté al notario.

—A muchos. Los hay entre los ricos y, sobre todo, entre la gente pobre del campo, obsesionada con encontrar tesoros.

—¿Tesoros? Sí, sí —susurró con una mala sonrisita mi cuñado.

—Ése es el motivo principal de las sesiones: buscar tesoros, pero antes averiguar los lugares donde se hallan.

—Y también…

—¡Bueno, don Ignacio, ya sabemos lo que pasa también…!

—Lo principal.

—Seguramente. Pero a todo eso va unido una mezcolanza de raras supersticiones, de retazos históricos, de viejas cosas vivas aún en la memoria de estas gentes. A don Rafael, como a mí, le van a interesar. Usted sabrá que yo, aunque modesto, soy un poquito literato… Don Ignacio se ríe, pero… ¿qué quiere? He nacido y me he criado entre estos montes.

Comprendí que mi cuñado veía todo aquello de diferente modo y que, además, no le hacía ninguna gracia lo que su amigo el notario intentaba contarme.

—A mí, Ignacio —le dije—, me ha impresionado mucho Rute. Hay algo oscuro y fuerte por estas serranías. Deseo saber todo lo que pasa.

—Pues lo que pasa, don Rafael, es extraordinario, aunque cruzado a veces con lo desagradable, como esto de los espiritistas de Iznájar. Podría contarle sobre ellos muchas historias, pero le referiré una tan sólo, y brevemente, para dar gusto a su cuñado. Su mejor título sería: El medio más seguro para hallar un tesoro. Ciertos viernes —comenzó, al fin, el buen notario— los espiritistas, muy en secreto, llaman a sesión, que puede celebrarse en alguna casa del pueblo, aunque por lo general se realiza en algún sitio (cueva o casa) perdido entre estos montes. Ya reunidos, y completamente a oscuras, el más señalado de los espiritistas, que a la vez tiene fama de hechicero, convoca a los espíritus, preguntándoles quiénes de los allí reunidos van a proporcionar en esa noche la vela mágica, especie de varita de virtud, poseedora del don adivinatorio del lugar donde el tesoro puede hallarse enterrado. Después de revelados los nombres, no sólo de los que han de entregar la esperma para la vela sino los de aquellos que han de ayudar a su extracción, se forma, siempre en la más profunda oscuridad, lo que ellos llaman «el gran círculo mágico», centrado, desde luego, por el jefe del rito, quien sostiene en sus manos una especie de mortero de barro. El momento es solemne…

—Si usted llama solemne al masturbarse…

—El momento es solemne. Cuando ya la sustancia seminal de todos los elegidos ha caído en el mortero, el gran espiritista, fundiéndola en un trozo de sebo, forma la vela mágica, cuyo pabilo, de tripa de cabrito, no hay viento que lo apague. Encendida la vela, todos saltan y gritan a su alrededor, hasta que el gran espiritista, levantándola en alto, inicia la salida. Tomados con ambas manos de la cintura y prendidos, en fila, a la del jefe, vagan, mudos, como sin voluntad, por aquellas oscuridades bordeadas de precipicios. Así pueden pasarse hasta varias horas. Si alguien dijese una sola palabra, habría que interrumpir la ceremonia para recomenzarla al viernes siguiente. Es una verdadera procesión de sonámbulos. Por fin, allí donde la vela se consume, donde cae, ya apagada, su última gota de vida, hay tesoro.

Calló el notario unos instantes para encender un cigarrillo.

—¿Y entonces? —le pregunté, impaciente.

—Entonces, el gran espiritista convoca a los espíritus de Fátima y Zoraida, rezando una oración a la Virgen María, que todos, de rodillas, repiten devotamente. Luego, con las navajas, que no hay ninguno que no lleve, comienzan a cavar la tierra…

¿Y después?

—Después, no encuentran nada —soltó mi cuñado.

—O sí —dijo tranquilamente el notario.

—¿Usted vio algún tesoro por casualidad?

—Yo no. Pero recuerde, don Ignacio, que cuando aquel aceitunero apareció colgado de un olivo, en el colchón de su camastro se encontraron unas viejas monedas de oro.

—Eso se dijo, pero yo no las vi.

—Pues yo sí que las vi. Y eran del tiempo de los moros.

—Aquí, en Andalucía, para la mayor parte de la gente, todo es del tiempo de los moros.

—Todo, no sé —dijo, algo molesto, el notario—. Pero que las monedas lo eran… De eso, estoy seguro.

Nuestro bravo automovilillo hacía su último sobrehumano esfuerzo para ganar los encumbrados arrabales de Iznájar. Nos detuvimos en la plaza, coronada por el castillo, muy ruinoso ya, pero aún lleno de grandeza. Levantando los ojos, bromeó el notario:

—No me negará, don Ignacio, que esa torre…

—Ya sé, ya sé… Del tiempo de los moros…, exactamente igual que usted. No hay más que verle.

Y mi cuñado, tomándolo del brazo, penetró con su amigo en el ayuntamiento.

Iznájar parecía desierto. De cuando en cuando, alguien que al pasar me miraba como si fuese un bicho raro. ¿Dónde estarán metidos los espiritistas?, me preguntaba yo subiendo solo hacia el castillo. ¡Cuánta angustiosa soledad la de los pueblos de esta serranía! Rute, tan triste para mí, era como un repique de campanas comparado con Iznájar. Llegué al castillo abandonado. Nadie. Subí a la torre por una escalera carcomida. Todos sus ajimeces, salvo los cuatro últimos, estaban cegados. Bajo ellos, se derramaba el paisaje de un romance de Federico. Sí, era la muerte la que me miraba desde las cumbres y los valles lejanos. Allí, en la misma torre, escribí una canción, de secreto dramático, parecido al de García Lorca. ¡Como que aquéllas eran las tierras duras y funerales de su poesía!

Prisionero en esta torre,

prisionero quedaría,

(Cuatro ventanas al viento).

—¿Quién grita hacia el norte, amiga?

—El río, que va revuelto.

(Ya tres ventanas al viento).

—¿Quién gime hacia el sur, amiga?

—El aire, que va sin sueño.

(Ya dos ventanas al viento).

—¿Quién suspira al este, amiga?

—Tú mismo, que vienes muerto.

(Y ya una ventana al viento).

—¿Quién llora al oeste, amiga?

—Yo, que voy muerta a tu entierro.

—¡Por nada yo en esta torre

prisionero quedaría!

A la caída de la tarde, emprendimos la bajada hacia Rute. En el auto, el notario indagaba a mi cuñado para que hablase.

—¿Y usted?

—¿Yo?

—Sí, usted también sabe sus cuentos de espiritistas…

—Pero los míos, es decir, el mío es menos… horroroso que el suyo.

—Pudo haber sido peor, don Ignacio.

—Pero no lo fue. Resultó, simplemente, gracioso. Me sucedió el año pasado. Un domingo, momentos antes de ir a misa —comenzó mi cuñado, dirigiéndose a mí—, se presentó un muchachote acompañando a un viejo de aspecto sano y fuerte.

»—Don Ignacio —me dijo—, aquí le traigo a mi abuelo para que haga testamento.

»—Venga mañana —le pedí—. Es fiesta hoy. Domingo. Y me marcho a la iglesia.

»—Imposible, señor. No hay tiempo que perder.

»—Lo siento mucho, pero…

»—Por caridad, señor notario —suplicó el viejo, tembloroso.

»—Tenemos mucha prisa. Hay que hacerlo ahora mismo.

»—¿Ahora mismo? ¿Y por qué? —les pregunté verdaderamente intrigado.

»Nieto y abuelo abrieron de par en par los ojos y se quedaron mudos, mirándome.

»—Son ya casi las doce. La misa va a empezar. ¿Qué pasa?

»—Pues que el abuelo va a morirse esta tarde.

»—¿Cómo? ¿Esta tarde?

»—Sí, señor, esta tarde. Me quedan pocas horas…

»—Se lo ha dicho el espíritu.

»—¡Bueno, bueno! Vuelvan dentro de un rato. Ya me explicarán eso…

»—¡Tenga usted compasión!

»—Vivimos lejos…

»—No quisiera morir en el camino —lloriqueó el abuelo, tomándome las manos.

»—Ya verá cómo no se muere…

»Me dispuse a marchar.

»—Le pagaremos doble, señor —ofreció el mozo, tapándome la puerta.

»Me indigné.

»—¡Váyase cuanto antes!

»—¡Qué poco corazón!

»—¿Qué va a ser de mí, ahora?

»—¡Don Ignacio!

»—¡Don Ignacio!

»Sus gritos me siguieron por la calle, hasta que doblé la esquina y llegué al atrio de la iglesia, alcanzando la misa por los pelos.

—¿Y el abuelo? Moriría aquella noche y sin testar. Los espíritus nunca mienten —dije, bromeando, a mi cuñado.

—¡Quia! Lo encontré al poco tiempo en la plaza. Iba solo. Fuerte y derecho.

»—¡Pero cómo! ¿Qué veo? ¿Usted no se había muerto?

»—Mire usted, don Ignacio, parece que llovió aquella tarde y los espíritus se asustaron…

»—Dé usted gracias a Dios de que a su nieto no lo meta en la cárcel.

»—¿En la cárcel? ¿Mi nieto?

»—Su nieto y todos los demás…

»—No comprendo, señor…

»—Bueno. No ande más con espíritus y vivirá muchos años.

»Lo dejé. Cuando a los pocos pasos volví la cabeza, allí seguía, de pie, en el mismo sitio, seguramente preguntándose qué había querido yo decirle con mis palabras. ¿Comprendes tú lo que tramaba el nieto de acuerdo con sus famosos espiritistas? —preguntó mi cuñado dirigiéndose a mí a la vez que a su amigo—. No había que ser un lince para adivinarlo. Querían hacer testar al abuelo para matarlo aquella noche y heredarle… Locuras de estos pueblos.

—Curioso cuento —comentó el otro notario.

—Del tiempo de los moros —cerró mi cuñado, sonriéndose.

Rute nos recibió de noche, con las puertas cerradas y el tambaleo de algunos borrachos por las calles.

Comenzaba a aburrirme. Crecía la primavera. Las niñas de doña Coló salían a la plaza con más flores que nunca en la cabeza. Ya no me divertían. No hablaba con nadie, salvo con mi cuñado y mi hermana. Me cansé de ir a misa para mirar a «la Encerrada», más prisionera cada vez de sus tías, más temerosa ella cada vez de levantar los ojos en la iglesia o durante el calvario hacia su casa. Desganado, continuaba yendo al campo en las buenas mañanas, siempre dispuesto a cazar en el aire alguna cancioncilla para mi nuevo libro. Estaba realmente cansado de pueblerina soledad, pero sin ánimo ni dinero para volverme a Madrid. Mas todo, un día, tuvo solución de la manera más inesperada. Eran las ocho de la tarde, muy oscurecido ya, momentos antes de la cena. Estaba yo en mi cuarto, distraído, sin hacer nada, esperando que me llamasen. Oí que alguien subía las escaleras precipitadamente. Era mi cuñado. Apareció, casi jadeante, en la puerta, trayéndome un telegrama.

—Perdona. Como tu madre está algo enferma —comenzaba a padecer del corazón—, me he permitido abrirlo. Gracias a Dios no es eso… Toma. Lee la noticia.

Y me ofreció el telegrama, dándome al mismo tiempo un fuerte abrazo. Leí, casi sin creerlo, pensando que se trataba de una broma: «CONCEDIDO PREMIO NACIONAL LITERATURA, ENHORABUENA, ABRAZOS. JOSÉ MARÍA».

—Sin mentir —dije a mi cuñado—, no me acordaba ya del concurso.

¡Qué bien! ¡Ahora sí que la gente va a olvidarse de que he sido pintor! Éste fue mi primer pensamiento, aún en la mano la noticia.

Pocos días después, salía, silencioso, de Rute, por el camino de Lucena, en busca del expreso de Madrid.