II

Sigo mi Arboleda perdida, este segundo capítulo sobre mi adolescencia, todavía entre las enamoradas del muro y las estrellas federales de mi breve jardín bonaerense. Tercer verano, aquí, lejos de Punta del Este, de «La Gallarda», la preciosa casa de Altana entre los bosques de pinos marineros, las acacias de cresterías doradas y la voz próxima del mar. Los calores me animan al trabajo. El juego que se filtra por las hojas de los dos o tres árboles que me protegen, es una buena espada para abrirme los tupidos senderos de la memoria.

Al volver a Madrid, aquella terrible gripe surgida recién acabada la guerra, la gripe nunca supe por qué denominada «española», hacía estragos en casi todas las poblaciones de España. A los pocos días de marcharme del Puerto, morían varios parientes míos, entre ellos una hermosa muchacha, hermana de mi primo José Luis de la Cuesta. También la cruenta enfermedad subió las escaleras de mi casa, tocando a mi padre en los pulmones, dejándole una herida por la que habría de entrársele la muerte al cabo de año y medio. Apenado de no haber cumplido mi promesa, me puse a estudiar, con escasísimo entusiasmo —lo confieso—, no sólo el cuarto año del bachillerato sino alguna asignatura correspondiente al quinto.

Aquellos pocos días en el Puerto me sirvieron para darme cuenta de cuánto debía ya a Madrid, comprendiéndome un muchacho definido del todo, seguro dé mi vocación, lejos de aquel mal colegial playero de los jesuitas, todavía de pantalón corto. Bien largos eran los que ahora llevaba, gustándome, además, usar de cuando en cuando a modo de bastón una caña delgada de bambú, competidora de mi esbeltez, quiero decir, de mi alarmante y pálida flacura. Muy escuálido andaba yo entonces, sintiendo, aunque me los callaba, los síntomas primeros de la enfermedad que años más tarde iba a marcar en parte un nuevo rumbo a mi vida. Un desasosiego inexplicable, un tormento angustioso, lleno de insomnios y pesadillas nocturnas, se habían apoderado de mí, quitándome la tranquilidad y casi oscureciendo mi sana alegría. A la falta de sueño se unían una desgana, una ausencia tan grande de apetito, que me pasaba días enteros sostenido a lo más por una taza de café con leche tomada de prisa en un viejo cafetín de la calle Serrano. Las piernas me pesaban, sintiendo al caminar como si en cada muslo soportase una bolsa de arena. Pero a pesar de esto, una vehemencia sin dominio, un delirante y ciego impulso me sostenían. Recuerdo la mañana en que por vez primera perdí el conocimiento en medio de la calle y me vi al despertar auxiliado por una hermosa señora que me aplicaba en las sienes su aromado pañuelo ante las miradas compadecidas de varias muchachas que regresaban de la iglesia. De estos desfallecimientos nada supieron en mi casa hasta poco después de muerto mi padre. Mas, como por mi aspecto se adivinaba que mi salud no era muy buena y él se encontraba ya bastante enfermo, me mandaron ese verano como su acompañante a la sierra de San Rafael, en donde el aire de los pinos y el sol guadarrameños me llenaron de nueva vida los pulmones, renaciendo a los pocos días de perderme por aquellos caminos de álamos y chopos y tocar el azul de las cumbres venteadas. Por allí dibujé umbrías y cascadas, siguiendo entre las piedras el rebotar del agua de las cimas. Allí dejé estampados en el papel los viejos pinos solitarios de las alturas, bautizados con literaria dedicatoria en la primera página de mi cuaderno de croquis: «A los tristes caballeros del aire». ¡Oh, viérame ahora nuevamente y con la misma clara inocencia entre aquellos susurros y lejanías, o en las templadas orillas malagueñas adonde bajé, siempre acompañando a mi padre, al iniciarse el invierno!

Málaga me llenó mis papeles y tablillas de apuntes del temblor y la espuma marineros, de barcas y castillos, de jardines al borde de las redes, de limoneros y cales cegadoras. Por las mañanas solía ir a la Caleta, a ver sacar «el copo», fiesta alegre y dura a la vez, rutilante de gritos y del espejeo saltador de la plata menuda de los boquerones. Por las noches, el Parque era mi paseo, aunque esquivando las oscuridades misteriosas, cargadas siempre de mariquitas desvergonzados en espera de esos increíbles hombretones que bajan de los barcos en busca de un placer que por aquellos puertos mediterráneos casi nadie osa considerarlo un extravío.

Aun a pesar de rehuir el trato de la gente y sobre todo el de los muchachos de mi edad, durante aquel invierno me hice amigo de algunos, conociendo a Luis Altolaguirre, hermano de Manolito, entonces en el colegio jesuita de El Palo y años más tarde gran poeta de mi generación.

Con aquellos hoy borrados amigos, insoportables señoritos de la buena sociedad malagueña, visité una cálida noche un precioso prostíbulo cercano al mar. No sin cierto temor, que perdí a los pocos minutos, penetré —era la primera vez que lo hacía— en aquella casa mediterránea de Venus, verdadero jardín donde sus morenas hijas andaluzas resaltaban, casi desceñidas de todo velo, entre macetas de geranios y claveles violentos, el mareante aroma de las albahacas, magnolios y jazmines. Una parra corría su verde toldo a mitad de los muros que velaban las puertas de sus alcobas misteriosas con cortinillas de colores. En el centro de aquel patio-jardín se derramaba un cenador agobiado de rosas gualdas y carmines. Bajo él, un guitarrista volcado sobre el hoyo de su guitarra, rasgueaba en sordina para unos marineros prendidos a los cuellos y torsos bronceados de sus elegidas. Poco a poco nos fuimos acercando con las nuestras, formando al fin una alegre fiesta de amor, en la que el cante, el bordoneo, el gozo de las risas y los gritos, más encendidos cada vez por la llama del vino, subían a entrelazarse con el rumor del mar traído por el aire sobre las bajas azoteas. Al regresar casi con el sol a mi casa, no fui amonestado por mi padre, y eso que esta vez no volvía, como en aquella noche madrileña, de pintar la luna.

A pesar de lo maravillosas que me parecieron entonces mi aventura y revelación del pompeyano lupanar malagueño, volví a mis paseos solitarios y a mis apuntes de la Caleta, del Limonar, de las lejanías campestres y marítimas desde el castillo de Gibralfaro. Y, como cada día soportaba menos el señoritismo andaluz con su deliberada profesión de gracioso, procuré rehuir la compañía de aquellos ocasionales amigos, ya contaminados de las peores tradiciones de la buena sociedad local. Una terrible historia, de la que alguno del grupo había sido protagonista, les oí contar entre burlas soeces y risotadas. Sucedió que otra pandilla de señoritos de las más altas familias explotaba las inclinaciones efébicas de un rico alemán aparecido un invierno en aquellos calientes litorales. El anfibológico juego consistía en dejarse querer unos y otros, sacarle el dinero y correr a tirárselo en seguida por cafetines y prostíbulos del puerto. Una tarde, los que esperaban, como siempre, en un coche el regreso del que andaba de uso en el amor del alemán, impacientados por lo largo de la visita, se precipitaron en el chalet donde éste vivía, violentando la puerta. A la noche siguiente los diarios locales voceaban la noticia del espantoso crimen: el hallazgo de un extranjero crucificado a puñaladas contra una de las paredes de su domicilio. Las primeras investigaciones comenzaron a dar nombres de los más conocidos en el elegante mundo malagueño. Y, como hasta el de uno de los hijos del gobernador figuraba en la lista, se echó tierra al asunto, dejando impunes por las calles de Málaga a los autores de tan tremendo y repugnante asesinato.

Divorciado ya de aquella escoria señoritil y provinciana, solo otra vez conmigo mismo, me tropecé, en una de mis paseatas vespertinas por la calle Larios, con la imagen de Salvador Rueda, el olvidado cantor de aquellos maravillosos paisajes terrestres y marítimos. Lo vi, primero, en la tapa de un libro, tras los cristales de una librería. Allí estaba —corona de laurel y largos bigotes retorcidos— en actitud meditativa. Dominando mis repentinas timideces de entonces, me atreví a visitarlo. Lo encontré, cuidador de la Biblioteca Municipal, lamentándose de su creciente ceguera y el injusto olvido a que se le había condenado. Con voz dulce y emocionada me refirió sus méritos: un humilde pastor de Benaque, su pueblecillo natal, llegado a Málaga «con la cabeza llena de panales…». Guardaba conciencia de su papel como precursor del modernismo poético, reconocido generosamente por Rubén Darío, quien le dedicara a finales de siglo dos magníficos y chisporroteantes poemas. Me dijo que la voz del Parnaso moderno era de mujer. ¿Nervo? ¿Villaespesa? ¿Jiménez? Poesía femenina.

Salimos juntos, en la mañana de sol, acompañándole por varias calles y paseos, camino de su casa. Me enteré luego que ésta consistía en una modestísima habitación de un prostíbulo del barrio popular del Perchel. Allí vivía el desdichado y luminoso lírico de aquellos litorales, contemplando, nostálgico, clavadas sobre la cabecera del miserable lecho, las múltiples coronas que habían ornamentado su frente en los años gloriosos de sus viajes por España y América.

Injusta era la patria con este verdadero poeta, herido todavía —se lamentaba con abatimiento— de nunca haber hallado el suficiente apoyo para figurar entre los inmortales de la Real Academia de la Lengua. A propósito de la gestión de Rueda con miras a ingresar en la docta casa, me contaron más tarde en Madrid la siguiente divertida anécdota:

Aducía el cantor malagueño como principal mérito de su vida el haber sido pastor en sus campos naturales. A cuanto apolillado académico que visitaba le repetía lo mismo. Cuando le llegó el turno al más arrugado y achacoso de todos, éste le replicó con sorna melancólica:

—Mire, Rueda, no insista, Allí en la Academia, desgraciadamente, no necesitamos pastores. Somos tan viejos, que ya a ninguno se nos van las cabras.

¡Pobre Salvador Rueda! Yo quise, pasados muchos años y ya aquí, en Buenos Aires, intentar un posible renacer de su gloria, publicando en la colección Mirto, de la que era director, una antología de sus mejores versos. Se le recordó, entonces, con elogio en algunas crónicas. Y eso fue todo. Su poesía, tan americana, por otra parte, en muchos aspectos, no despertó los ecos que en justicia esperábamos. Cosa no de extrañar, pues en la actualidad ni hasta el propio Rubén Darío toca como debiera el corazón de las nuevas generaciones. ¡Lástima grande!

Vuelto a Madrid, y siempre apremiado por toda la familia a causa de no haber cumplido mi promesa de seguir el bachillerato, continué estudiando con un poco más de ahínco. Me apenaba el ver agravarse a mi padre, el pensar que pudiera morir antes de darle aquella pequeña alegría. Sin dejar mis visitas al Casón y al Museo del Prado, mis caminatas y nocturnos poéticos con Gil Cala y Celestino Espinosa, fui preparando malamente, durante el verano, la Historia Universal, la Preceptiva y la Historia Literaria. Llegados al fin los exámenes de septiembre, me presenté muerto de pánico en el Instituto del Cardenal Cisneros. Tardes horribles, peores que aquellas de Jerez cuando me examinaron de Aritmética y Geometría. Pasé en Historia Universal, pero en Preceptiva… ¡Oh, Dios mío! Aquel libro de texto madrileño era más misterioso e incomprensible que el de los jesuitas del Puerto. Me preguntaron por la didascálica; oí confusamente hablar de paragoges, hemistiquios, hipérbatones y metonimias. Y cuando ya al final, en un desesperado esfuerzo por aprobarme, el catedrático le explicó a mi angustioso mutismo que «la emoción de la colectividad daba lugar al epinicio», comprendí más que nunca lo hermoso y tranquilizador que era lanzarse por campos y jardines con una caja de colores, limpios los ojos y libre el pensamiento de aquel galimatías tan necesario, por lo visto, para ser buen poeta.

Como fui suspendido en Preceptiva, no pude examinarme de Historia Literaria. Una gota de cloro me sirvió para borrar el suspenso y adjudicarme un notable; y una nota en blanco, robada por un amigo, para falsificarle un aprobado a la otra asignatura. Así, las tres calificaciones en la mano, irrumpí con gran soltura, aunque agobiado de tristeza, en la habitación de mi padre, cantándole de lejos las notas, que apenas si miró, pero que le iluminaron el rostro fatigado de una dulce sonrisa. Considerándome, después de tan feo como inocente engaño, en vacaciones, volví de modo delirante a meterme en lo mío, que no era al fin sino otra cosa que la entrada por las selvas y mares vírgenes de la vida, Con Espinosa y con Gil Cala leía versos, a veces hasta el rayar del alba. Ellos fueron mis iniciadores, los que despertaron en mí el temblor de la poesía. Ellos, los que me dieron a conocer Platero y yo, la mágica elegía andaluza de Juan Ramón Jiménez, en una preciosa edición destinada a los niños. Aún quedan sobre mí, a través de los años, las primeras huellas de este libro. Con mi hermana Pepita lo repetía por los jardines del Botánico, las arboledas del Retiro, los declives de la Moncloa. Atolondradamente, me puse a comprar por las tiendas de viejo cuanta obra encontraba al alcance de mi escasísimo bolsillo. Al par que a los novellieri italianos, cuyos picantes relatos me divirtieron, descubría a los clásicos griegos en ediciones publicadas por Prometeo, la editorial valenciana dirigida por Blasco Ibáñez. Me entusiasmé con Aristófanes, más que nada con su Lisistrata, que releía entre pudibundos sonrojos y carcajadas. Me quitó el sueño la grandeza de Esquilo; me llenaron de ilusiones heroicas los dioses guerreros de la Iliada y las aventuras azules de Odiseo; me volvieron pastor de rosas y cipreses los Idilios de Teócrito, y comencé a sentir, aunque muy vagamente, desde aquellas lecturas, el angustioso anhelo de precisión y claridad que ahora sobre todo me domina.

Con Celestino Espinosa, que era el más músico de los tres, asistí a mi primer concierto. Fue en el Circo de Price, bajo la batuta del maestro Bartolomé Pérez Casas, director de la Orquesta Filarmónica. Sólo recuerdo hoy del programa algo que tal vez por estar dentro de mi espíritu de aquellos días me estremeció las médulas e inundó de una luz imborrable. Desde entonces, siempre que vuelvo a oír la Ifigenia en Áulide, de Gluck, me siento tocado de la gracia, bañado de la más pura armonía.

Como homenaje a Claude Debussy, muerto aquel año (1919), también escuché dirigido por Pérez Casas el estreno de Iberia, ofrenda del más trasparente músico de Francia al perfume lejano de una soñada Andalucía. A pesar de la extrañeza que me causó la misteriosa vaguedad que comenzó a fluir de la orquesta, aquellos ritmos entrecortados de danzas y golpes en sordina de palillos, empecé a sentirme cautivado, a ser como arrastrado por una tenue marejada, que llegó a reventar en una pleamar de aplausos, gritos y bofetones cuando la mayoría del auditorio inició la más estrepitosa y taurina protesta, culminada con la interrupción de la obra, los insultos a Debussy y al pobre maestro Pérez Casas que intentaba, impertérrito, seguir la obra. Mas, desde el inicio de la siguiente temporada —hecho que he visto tantas veces repetirse en mi vida—, aquella misma Iberia, recibida entre tan hostiles y bárbaras manifestaciones, se convertía en una de las piezas del repertorio orquestal más solicitadas del público madrileño.

También en aquel mismo año presencié mis primeras óperas. Me invitaba con frecuencia a su palco una hermosa señora italiana, mujer del arquitecto del Teatro Real, que vivía en el piso tercero de mi casa. Muy de moda estaban entonces Tosca y La bohéme, de Puccini, y de todos los tenores, Anselmi, de quien andaban enamoradas muchas señoritas del mundo musical. Recuerdo un retrato suyo que presidía el tocador de una de mis primas, ya bastante talluda. Nunca vi cabeza más cursi y relamida ni hoyuelo más redondo en mitad de la barba ni más empalagosa expresión de mujer cuarentona en cara de hombre. Me ha sido muy difícil evitar luego el que la voz de los tenores me lleve siempre a la visión de aquel retrato, acometiéndome la misma repugnancia que hacia esos bombones incomibles, blanduchos, rellenos de una crema blanca parecida a la que sueltan las cucarachas pisoteadas.

Desde aquel mismo palco asistí a la primera representación de El tricornio, de Manuel de Falla. Aunque ya había enloquecido Nijinski, el ballet ruso de Diaguilev continuaba asombrando al mundo y removiendo a su paso los ambientes artísticos. En ese estreno, además de descubrir el apasionante ritmo y el alma jonda, profunda de Falla, se me reveló toda la gracia y embestida creadora de Picasso. ¡Aquel maravilloso telón añil sobre aquel sugerido puentecillo de ojos negros, aquella cal hirviente de los muros y el pozo, toda aquella simple y cálida geometría que se abrazaba fusionándose al quiebro colorido de los bailarines! Nada de lo que vi a la misma compañía me sorprendió tanto y fijó tanta huella. Y eso que La boutique fantasque, de Rossini-Respighi, con decorado de Derain, la Scheherazada y la lámar, de Rimski, bajo la apoteótica fantasía escenográfica de León Bask, significaban entonces, con los otros grandes espectáculos que Diaguilev ofrecía, el más nuevo lenguaje, la más audaz expresión del nuevo ritmo corporal, musical y pictórico que inauguraba el siglo XX.

¡Qué atroz desasosiego, qué delirio y torturadas vigilias los míos de aquellos años diecinueve y veinte! La literatura ya me apasionaba, anotando mis impresiones y enamoramientos fugaces con caracteres alfabéticos inventados por mí, letras de rasgos árabes, una especie de aljamiado que al poco tiempo de no practicarlo ya me era imposible descifrar.

El andar fuera de casa me obsesionaba. Comía yo solo, y hasta a veces de pie, en la cocina, adonde subía de dos zancadas por la escalera interior. Cuando disponía de unos reales, cenaba un bocadillo de jamón en cualquier bar del centro, y, si no corría a casa de Gil Cala, me lanzaba a pasear sin rumbo por los barrios bajos, volviendo rendido a mi cuarto, después de caminar toda la Castellana. Las visiones, los insomnios cruzados de pesadillas me hacían llegar al alba con los párpados rotos y los ojos casi ensangrentados. Sufría de miedos, de terrores incontenibles. Muchas noches, pretextando no encontrarme bien, suplicaba al sereno me acompañase hasta mi piso; tal era mi temor a sentirme de pronto, consumido el pabilo, en medio de la silenciosa oscuridad de la escalera. Recuerdo que al volver una aterida madrugada de enero, se me paralizó la sangre, quedándome como clavado a pocos metros del portal de mi casa. Unos frailes extáticos, encapuchados de un blanco amarillento y sosteniendo entre las manos unos negros fusiles, lo custodiaban. Como no me atrevía a avanzar y el vigilante de la calle no acudía a mis palmadas, retrocedí despavorido, vagando por el barrio hasta que la primera ráfaga de luz limpió de visiones la puerta y pude al fin atravesarla más tranquilo.

La calle, ya más que los museos, era mi escuela. Cuando no repetía hasta el infinito escenas de albañiles tumbados o comiendo bajo los árboles, cuando no dibujaba carretas descargando maderas y ladrillos ante las construcciones, paseaba observando la ciudad o recitando versos en las tardes primaverales con mis amigos Gil Cala y Espinosa. Ellos me revelaron una vez:

—Aquél es Amado Nervo.

Iba el poeta mexicano, creo que por entonces embajador en la corte de España, caminando despacio por la calle Sevilla. Yo conocía sus versos. Nunca me habían maravillado, aunque por insistencia y entusiasmo de Gil Cala supiera algunos de memoria.

¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,

pálido asceta, qué mal me hiciste!

Ha muchos años que vivo enfermo

y es por el libro que tú escribiste.

Este ripioso poema lo repetíamos sin cesar. Era quizás el suyo de más fama. Muchas amigas mías lo llevaban en el libro de misa y lo rezaban con devoción en la iglesia. A Amado Nervo se le tenía por un místico, y otro de sus poemas, en el que comparaba a su amante con el Ave María, empañaba los ojos de legiones de damas y señoritas católicas. De todos modos, se traslucía en la obra de Nervo que era un hombre extremadamente bueno y no tan despreciable poeta como hoy, en los peores años de su olvido, se le considera.

Otra vez, en la calle Alcalá detuvo Gil Cala a un joven moreno, enflaquecido, de pupilas quemantes, hermoso en todas sus facciones. Era el escultor Julio Antonio, casi en vísperas por aquellos meses de su apoteosis consagratoria y también de su muerte. Yo ignoraba por completo su obra, aunque su nombre me era familiar, ya que Gil Cala, muy envanecido de ser amigo suyo, lo repetía a cada momento. Por él supe que las mujeres —cosa que me las hizo imaginar por entonces como unos serpenteantes monstruos bebedores de sangre— le habían sacado su avasalladora juventud, llevándolo al final a la tuberculosis que lo tenía ya tan afilado y enfebrecido. Lleno de sonriente simpatía, me invitó a su taller. Visita que cumplí, acompañado siempre de mi amigo, pero con la mala suerte de no hallarlo. Su empeorada salud —¿qué le habrían hecho aquellos días las mujeres?— era la causa de su ausencia. Nos recibió su compañero de taller, Salazar, otro joven escultor, también bastante enfermo, quien en aquel instante retocaba las barbas de Ruperto Chapí, obra que Julio Antonio dejó inconclusa y que terminada luego por su discípulo figura hoy como monumento a la memoria del gran zarzuelista en los jardines del Buen Retiro. El taller de Julio Antonio se encontraba no lejos de mi casa, al final de la calle Juan Bravo. A la entrada, rematando los postes que sostenían la pequeña verja, se inclinaban, en piedra, dos dolidas cabezas de un fuerte sentimiento clásico: las de los héroes para su monumento conmemorativo de la defensa de Tarragona en la guerra de la Independencia. Dos cabezas de mejor calidad escultórica que las definitivas que aparecen en él. Dentro del estudio, además del bloque de barro de Chapí, se veía, volcado sobre un andamio, un descomunal busto de Wagner, vaciado en escayola, correspondiente a otro monumental proyecto que tampoco la muerte le permitió llevar a cabo. Lo que más recuerdo de aquella visita es el frío que pasé y una angustiosa sensación como de algo que sin estarlo aún ya parecía abandonado. Y así sucedió. La mano de Julio Antonio no volvió más a su taller ni a posarse sobre aquellos fragmentos, aquellos pedazos de su luminosa juventud malograda. A los pocos días de mi visita, Madrid entero, haciendo cola ante la puerta de una de las salas del Museo de Arte Moderno, desfilaba ante su última obra escultórica: el monumento funerario de la familia Lemonier. Allí, tras la madre que llora de rodillas su bello adolescente muerto, vimos por vez postrera a Julio Antonio, hundido, amarillento, lejano, una casi desvanecida sombra, de quien sólo los ojos fulguraban todavía prendidos a la tierra.

Poco después de muerto Julio Antonio, comencé a apreciar vagamente su obra, que fui conociendo de manera dispersa. Varios bustos que pude ver antes de que el museo abriera al público la sala que le dedicara, me sirvieron para adivinar que, en medio de aquella especie de realismo industrial que invadía la escultórica española, era posible un nuevo entronque con las más claras ondas espirituales y plásticas del Mediterráneo. Y aunque esto se me cruzase con el sobresalto de todas las aventuras estéticas que entonces agitaban a Europa, y que ya comenzaban a filtrarse en España, no dejaba de comprender que en aquellos bustos que Julio Antonio llamó de la Raza, se reiniciaba un ideal de belleza completamente desaparecido de nuestro suelo.

Más camino que el escultor abrió en mí la amistad que empecé con Daniel Vázquez Díaz, pintor andaluz recién llegado de París y cuyo conocimiento también debí a Gil Cala. La proximidad de su estudio —vivía al final de mi calle y en la planta baja de la misma casa de mi amigo— fue con seguridad el motivo de que intimáramos fácilmente y nos viéramos con frecuencia. Lo sorprendente entonces en Vázquez Díaz era su gracia, su dinamismo, su combatividad. Una especie de gitano de Huelva, teatralero y gestero hasta las exageraciones más desternillantes. Había casado con Eva Aegerolhm, buena escultora, fina y audaz, con ojos de desvaídos lagos nórdicos. Era extraño el contraste que ofrecía esta mujer, romántica, lejana, soñadora, con la torrencial verbosidad, el aplastador dicharacherismo de su marido. Juntos, eran algo así como una corrida de toros en medio de un fiordo helado, corrida en la que Vázquez Díaz hacía de toro, de público, de caballo y torero a la vez. ¡Cuánto me he divertido oyéndole a él sus cuentos parisienses a propósito de las aventuras amorosas de Modigliani y Juan Gris! De éste decía, para dar a entender el grado de abstinencia que había alcanzado en el momento de su aparición en el Quartier Latin: «Juan Gris, que llegó a Francia con treinta años de semen en la punta del carajo…», (¡!). Todas aquellas atrocidades las contaba Vázquez Díaz mezclando a su andaluz frases francesas, las más simples y elementales, que siempre traducía, suponiendo sin duda en su auditor un total desconocimiento de la bella lengua de Moliere: «Oui, oui. (Sí, sí). Ouvrir la porte. (Abrir la puerta). ¿Comment allez-vous? (¿Cómo está usted?). À bientôt. (Hasta pronto)». Etc. El afrancesamiento de Daniel Vázquez Díaz, tanto en los modales como en las expresiones, era pintoresco. Se movía de acá para allá, haciendo gestos y genuflexiones que él creía del más refinado gusto parisiense, y rara era la dedicatoria o despedida epistolar que no rematase con un exquisito amicalmente, verdadero pedrusco galicista incorporado por el pintor a su gracioso andaluz de Huelva.

En el ambiente pictórico aburrido y academizante del Madrid de aquellos años, la aparición de Vázquez Díaz sirvió de revulsivo, de agitado despertador para los jóvenes. Y, aunque no fuera un revolucionario de primera avanzada, sus dibujados retratos, simples de líneas y sugeridos planos, su pintura, de procedencia cézanniana en la técnica, pero de un fuerte espíritu español, fueron como una brecha abierta al aire, libertadora entrada para nuevos experimentos.

También la presencia de otros pintores —como el uruguayo Barradas, los polacos Jhal y Marjan Paskiewicz, los franceses Sonia y Robert Delaunay, arrojados a España por la guerra— contribuyó en mucho con su ejemplo a esta batalla de liberación.

En los salones oficiales todavía colgaban sus telas los Benedito, Sotomayor, Eugenio Hermoso, López Mezquita, Romero de Torres, Anselmo Miguel Nieto, etc. Recuerdo que la medalla de oro, máxima aspiración de los pintores, aún más por lo económico que por su valorización artística, la acababa de obtener Eduardo Chicharro, director entonces de la Academia de España en Roma, con Las tentaciones de Buda, horripilante y casi pornográfico cuadro, de retorcidos desnudos iluminados de un verde venenoso. El extremeño Eugenio Hermoso obtenía, creo que aquel mismo año, la primera medalla por unas sonrosadas aldeanotas, portadoras de calabazas y gallinas, frente al sol del atardecer. Reinaba mucho todavía el coletazo de lo típico, la estampa buena para el museo etnográfico y mucha mala literatura castellanizante, zuloaguesca y noventayochista. También Romero de Torres, simpático él y marchoso, añadía su voluptuosa gitanería de almanaque triste a aquel cuadro peninsular, que catalanes como Viladrich y vascos como Maeztu, los hermanos Zubiaurre, Arteta y algún otro lo completaban. A los dieciocho o diecinueve años, y cuando uno se piensa con la voz o unos ojos en trance de diferenciación profunda, la crítica se alza con un perfil de espada, matando a veces por matar, pero sirviéndose de tales injusticias para conseguir afirmarse de manera definidora. Hoy yo sé cuánto de bueno y permanente subsiste en algunos de esos pintores. Mas en aquellos tiempos… ¿A qué joven que realmente lo fuera podía servirle todo aquel amasijo de pintura española que en la mayoría de los casos no había llegado ni al impresionismo? Otra cosa eran pintores como Darío de Regoyos, Nonell, Sunyer, Mir, Togores… Pero entonces, salvo al penúltimo, Madrid los ignoraba totalmente. Y Gutiérrez Solana, retirado aún en Santander, no había traído a la meseta castellana su realismo visionario, contagiado a veces, es verdad, de la peor literatura costumbrista, pero salvado siempre por su genial poderío plástico. Se comprende así que la aparición de Vázquez Díaz con su primera gran exposición en el Museo de Arte Moderno rompiera el ritmo conformista y adormilado de la capital, metiéndose el escándalo hasta en la Real Academia de San Fernando, donde aún se movían las centenarias sombras de Garnelo, Moreno Carbonero, Cecilio Pía…

Fue en ese mismo año de 1920 cuando, animado por Vázquez Díaz, expuse mis primeros cuadros. En octubre iba a inaugurarse el primer Salón de Otoño madrileño. Jhal, Paskiewicz, un joven mexicano —Amado de la Cueva—, yo y alguien que ahora no recuerdo, formamos, con el pintor de Huelva, una sala especial, que el mismo día de la apertura del Salón fue considerada en el acto como sala del crimen. Mis obras expuestas eran muy diferentes: una, la más normal, influida por Vázquez Díaz, se titulaba Evocación, y otra, la más rara, Nocturno rítmico de la ciudad. Un juego de ángulos curvos, verdes claros y rojos, que se superponían y trasparentaban en una musical repetición, tachonados a veces de puntos negros, quería sugerir, de manera decorativa más o menos ingenua, el efecto lumínico de una ciudad moderna a vista de pájaro. El cuadro provocó la carcajada en casi todos los visitantes, burla general que llegó a concretarse en una divertida caricatura aparecida en la Gaceta de Bellas Artes. Al pie de una mofa angular y punteada de mi obra, el dibujante comentaba:

Este nocturno rítmico, de día,

es una descomposición de la sandía.

A mí, en lugar de disgustarme, me halagó muchísimo la broma, que corrí a mostrar, presuroso, a todos los amigos, seguro de que mi fama de pintor se inauguraba de manera llamativa y escandalosa. Después de esta entrada pública en el mundo del arte, seguí frecuentando a Vázquez Díaz y pintando animosamente, pero sin adherirme a ninguno de los grupos que ya tanto en lo literario como en lo pictórico estaban perfilándose.

Con un Rafael María de Alberti yo firmaba entonces mis cuadros. Cosa quizás más eufónica, pero bastante estúpida.