I
1902. Año de gran agitación entre las masas campesinas de toda Andalucía, año preparatorio de posteriores levantamientos revolucionarios. 16 de diciembre: fecha de mi nacimiento, en una inesperada noche de tormenta, según alguna vez oí a mi madre, y en uno de esos puertos que se asoman a la perfecta bahía gaditana: el Puerto de Santa María —antiguamente, Puerto de Menesteos—, a la desembocadura del Guadalete, o río del Olvido.
Mis dos abuelos eran italianos. De pequeño, recuerdo haber oído hablar este idioma en mi casa. Una de mis abuelas procedía de Irlanda y otra había nacido en la ciudad de Huelva. A mi abuelo paterno creo que lo vi una sola vez, largo, oscuro, en la cama, puesto casi en los ojos un gorrito como los que hoy usan los empleados de correos. Ni sé ahora su cara ni puedo en la memoria reconstruir su voz. Su mujer, mi abuela paterna, se me aparece, triste, en el rincón de una sala entornada, inmóvil en una silla de respaldo muy alto, con un bastón o caña en la mano caída.
Don Agustín, el padre de mi madre, rueda desde hace varios años, amarillento, desvaído, por el cajón de alguna vieja cómoda o en una de esas cajas polvorientas que se deshacen poco a poco en los sótanos. Sé que su ojos eran claros, que le afilaban la sonrisa unas rubias patillas italianas y que partiéndole la pechera del frac abotonado le descendía del hombro una ancha banda tornasol, concedida por gracia de S. M. el rey Alfonso XII. Su mujer, mi abuela materna, la veo ahora sentada en el jardín, hacia el toque de Ánimas, abanicándose al pie de un jazminero y de una fuente baja donde se abría la flor del jarro. Murió en América del Sur. Mi padre, que entonces se encontraba enfermo en cama, lívido de ictericia, fue llamado con urgencia a casa de mis tíos. Cuando volvíamos los hermanos de pasear por la ribera del vapor en compañía de nuestra madre, nos tropezamos con papá, color de oliva y descompuesto, al doblar una esquina. Era que mi abuela Josefa acababa de fallecer en una finca de sus hijos, a cinco o seis kilómetros de Buenos Aires.
Los abuelos habían sido cosecheros de vinos, grandes burgueses, propietarios de viñas y bodegas, católicos hasta la más estrafalaria locura y la más violenta tiranía. Ellos y otras cuantas familias poderosas eran, aún a principios de este siglo, los verdaderos amos del Puerto. En casa de mis padres o los tíos, a todo lo largo de mi infancia, siempre escuché pesados y vanos comentarios sobre «aquellos tiempos, aquella buena época» de lujo, de largos y anecdóticos viajes a Rusia, Suecia y Dinamarca, países a los que mis abuelos exportaban sus vinos. Hasta hace pocos años, ya color de hoja seca, comidas por la humedad y los ratones, caían a veces, de los muebles más inesperados de mi casa en Madrid, las viejas etiquetas con títulos de oro, encabezadas por medallas que recortaban el retrato de los soberanos suecos y daneses, presididos por el perfil del zar Alejandro II, muerto por los terroristas revolucionarios en las calles petersburguesas. Debajo de las tres efigies se leía la marca: «MERELLO HERMANOS, proveedores de SS. MM. los reyes de…». Y aquí venían los nombres de esos países imaginados por mí durante muchas noches como largas llanuras de nieve deshabitadas y oscuros bosques de abetos. Pero los «buenos tiempos», con sus arpas becquerianas en el ángulo de los salones, con sus lentos y aburridos rosarios a la caída de la tarde, sus abanicos y sofás en forma de lira…, fueron cayendo lentamente en los libros, quedándose sin pulso, arrastrándose fijos, como una rama muerta prolongada hasta hoy en una interminable pesadilla de tíos, tías, primos, primas, tías y tíos segundos, beatos, maniáticos, borrachines, ricos, pobres, terribles.
Como mi padre siempre andaba de viaje por el norte de España, representando no ya los vinos suyos, sino los de otra casa importante del Puerto, y nosotros que aún éramos pequeños vivíamos con mi madre, puede decirse que comenzó en mi vida el verdadero y tiránico reinado de los tíos. En todas partes me los encontraba. Salían, de improviso, de los lugares más inesperados: de detrás de una roca, cuando, por ejemplo, convertía la clase de aritmética en una alegre mañana pescadora entre el castillo de la Pólvora y Santa Catalina, frente a Cádiz; o tras una pirámide de sal, la tarde que el latín me hacía coger la orilla de los pinos, en dirección a San Fernando. Tíos y tías por el norte, por el este, por el oeste, por el sur de la ciudad y a cualquier hora: al mediodía, a las tres, bajo la violencia de los soles más duros, al doblar una esquina, fijos en el portal menos imaginado; a las ocho, de noche, en el banco de piedra de algún paseo solitario, o hablando solos, de rodillas, en el rincón oscuro de la iglesia más apartada. Fueron ellos los que denunciaron a mi madre que yo tenía una novia, perdida allá en lo alto de un tejado; mis viejas tías, ellas, las que escribieron al rector del elegante colegio jesuita de San Luis Gonzaga, acusándole mi absoluta falta de recogimiento durante la misa diaria del curso; tías y tíos, también, los que celosamente consiguieron mi expulsión fulminante del religioso centro de enseñanza y, con esto, la pérdida total del cuarto año de bachillerato, que ya abandoné definitivamente por la pintura al trasladarse mi familia a Madrid, en el año 1917.
Pero este histérico dominio, este celoso y bien intencionado poder no se me aclara y duele hasta unos años más allá de cuando se adquiere eso que llamamos uso de razón, abierto en mí con los primeros berrenchines y arañazos, ya de orden moral, que algunos padres de la Compañía de Jesús me proporcionan. En la época de la cartilla y el Catón, en el colegio de las Hermanas Carmelitas, el imperio de mis tíos Fernando, Miguel, José María o Guillermo no se me manifiesta. Más autoridad aún que mi madre tenía entonces sobre mí Paca Moy, la vieja sirvienta que había visto nacer a todos los de casa, que tuteaba y hasta regañaba a veces a mis padres, soportando con paciencia de predestinada nuestras insistentes cafrerías.
—¡Vieja, vieja revieja,
vieja pelleja!
Todas las tardes, a la salida de las monjas, este grito cruel se lo lanzábamos a coro quince o veinte pequeños energúmenos, compañeros de clase, que yo capitaneaba. Otras veces, haciendo de los delantales capotes taurinos, cercábamos a Paca Moy, y en medio de una estridente algarabía la invitábamos a embestir, tirándole largas y recortes, hasta que la pobre mujer, desesperada, nos ponía en fuga amenazándonos con una piedra. Luego, al llegar a casa cada uno por su lado, ella en su indignación charlando sola, yo temeroso del seguro castigo de mi madre al saberlo, la buena sirvienta se limitaba únicamente a murmurar mientras atravesaba el patio:
—¡Diablo de chiquillo!
A la tarde siguiente, bien las aleluyas insultantes o la corrida de toros volvían a repetirse, cuando no, por cambiar, decorábamos la espalda de la pobre Moy con un gran lárgalo, muñeco recortado en papel de periódico, que ella paseaba por la calle, hasta que a las voces de «¡Lárgalo, lárgalo, lárgalo, que no es tuyo!», berreadas por nosotros desde las esquinas, se quitaba el pañolón, descubriendo y haciendo mil pedazos la poco respetuosa broma. Pero el amor que me tenía la llevaba a perdonar incluso a toda la partida que yo acaudillaba, y a mí, por agradecimiento y cariño, a obedecerla y temerla a veces más que a una vieja espada enfurecida.
El día de mi primera comunión, una mañana lluviosa de marzo, Paca Moy, abriendo una rendija de luz sobre mi cama, me despertó, llena de júbilo:
—Hoy es el día más feliz de tu vida… Vas a recibir al Señor…
—Sí, pero ¿y las dos onzas de chocolate?
—¿Qué hablas, niño?
—Mi desayuno de todas las mañanas…
—Chocolate con churros te darán después las Carmelitas.
—Yo no quiero el de las monjas; quiero las onzas que me deja mamá todas las noches en la mesilla…
—¡Diablo de niño!
—Nada de diablo. No comulgo si no me las traes.
Ante mi decisión, Paca Moy salió de la alcoba, entre escandalizada y confusa. Al instante, volvió trayendo las dos onzas, envueltas aún en su papel de plata.
—Aquí están; pero ya sabes, niño, que a Dios se le recibe en ayunas.
Mientras la vieja guardaba entre sus manos el chocolate y yo me vestía un ridículo traje azul de marinero, confeccionado sólo para aquella fecha, apareció mi madre, besándome, emocionada:
—Hoy es el día más feliz de tu vida, hijo. Mira qué lazo más precioso te ha bordado tu tía Josefa.
Aquel lazo, entonces, debió parecerme muy bonito, porque recuerdo todavía el aire con que atravesé las calles aún desiertas, camino del convento. Antes de salir, Paca Moy, en un momento de distracción de mi madre, me dio las onzas, que yo partí, guardándolas en los bolsillos de la marinera.
En la iglesia de las Carmelitas la misa era cantada, con una plática preparatoria para los que íbamos a comulgar por primera vez. Éramos pocos. Unos cinco. Yo, quizás, el mayor de todos. Para dar ejemplo a los alumnos más chicos, oímos la misa de rodillas, sin levantar los ojos del devocionario, cayendo a veces en una profunda meditación, que hacíamos más profunda apretándonos la nariz con el libro, hasta casi no poder respirar. La plática, a tono con lo que una inteligencia de cura piensa que un pobre niño en ayunas puede comprender, debía ser larga y llena de necedades, porque empecé a olvidar que aquél era el día más feliz de cuantos me esperaban en el mundo, mientras un aburrimiento mezclado de hambre me hacía bostezar varias veces de manera poco edificante. Mas como por culpa del sermón ya no podía meditar, perdiendo el recurso de cubrir aquel abridero de boca con el devocionario, tuve que escoger un aire de niño impresionado por las palabras del sacerdote, encajando la cara entre las manos y tapándome con los pulgares los oídos. El hambre seguía cosquilleándome, subiéndome de los bolsillos por las mangas un aroma a chocolate verdaderamente satánico. Cuando al cabo de yo no sé qué tiempo el sacerdote terminaba su plática diciendo: «Y ahora, queridos niños, preparaos para recibir al Señor», mi mano izquierda, pretendiendo ignorar lo que ya la derecha acababa de hacer, se disponía a pelar de su papel de plata la segunda onza, cuyo aroma infernal se hacía cada vez más irresistible.
De este sacrilegio, a pesar de los remordimientos que me espantaron el sueño durante muchas noches, no se enteró nadie. Jamás me acusé de él a confesor alguno. No sé si desde entonces he vivido en pecado mortal. A Paca Moy, para tranquilizarla, durante el desayuno que las Carmelitas nos dieron a aquellos cinco niños en el día más feliz de nuestra vida, le regalé la onza restante, diciéndole:
—Para que te la tomes de merienda.
Ella, muy impresionada, me besó, lloriqueando.
De mi infancia en aquel colegio de monjas, recuerdo más que nada un jardín enchinado en el que había un retrete —diminuto lugar conocido por «el cuartito»— adonde la preciosa hermana Jacoba y la finísima hermana Visitación llevaban a los niños más chicos, volviendo ambas muchas veces a la clase rociados de pis los feos zapatos. Aquel jardín con sus cuatro muros de cal, cubierto solamente por un nutridísimo báncigo, a ciertas horas con más gorriones que flores, guarda seguramente el eco de mis primeros juegos, de esos primeros gritos y cantos, ya claros y preciosos en el nacimiento de mi memoria.
Las hermanas carmelitas,
con delantales azules,
se parecen a los cielos
cuando se quitan las nubes.
De muchos azules está llena y hecha mi infancia en aquel Puerto de Santa María. Mas ya los repetí, hasta perder la voz, en las canciones de mis primeros libros. Pero ahora se me resucitan, bañándome de nuevo. Entre aquellos azules de delantales, blusas marineras, cielos, río, bahía, isla, barcas, aires, abrí los ojos y aprendí a leer. Yo no puedo precisar ahora en qué momento las letras se me juntan formando palabras, ni en qué instante estas palabras se asocian y encadenan revelándome un sentido. ¡Cuántas oscuras penas y desvelos, cuántas lágrimas contra el rincón de los castigos, cuántas tristes comidas sin postre siento hoy con espanto que se agolpan en mí desde aquella borrosa mañana del p-a, pa, hasta ese difícil y extraordinario día en que los ojos, redondos ante un libro cualquiera, concentran todo el impulso de la sangre en la lengua, haciéndola expeler vertiginosamente, como si la desprendieran de un cable que la imposibilitara, un párrafo seguido: «Salieron los soldados al combate y anduvieron nueve horas sin descansar…»! ¡Día de asombro, hora de maravilla en que el silencio rompe a hablar, del viento salen sílabas, uniéndose en palabras que ruedan de los montes a los valles y, del mar, himnos que se deshacen en arenas y espumas! Pero el niño, aquella misma tarde, llora y no sabe nada, sueña por la noche con inmensas letras panzudas que lo persiguen, pesadas, para emparedarlo o acorralarlo en el rincón de las arañas, grises, gruesas también como las mayúsculas que lo acosan. A la mañana siguiente, como el colegial ya es mayorcito para orinarse en la cama, su madre lo castiga y le riñe, amenazándolo Paca Moy, a la hora de la corrida, con contárselo todo a los demás niños que él tan altivamente capitanea.
¿Cómo era mi madre en esta época lejana? Alta y blanca: muy hermosa. Se llamaba María. Hoy me la represento como a ciertas bellas mujeres italianas vistas en los museos o quizás en películas y revistas que ya no existen.
Mi madre vivía sola casi siempre, porque mi padre, como antes dije, andaba viajando por Madrid, Galicia, San Sebastián, Bilbao…, pasándose, a veces, sin volver por casa hasta más de año y medio. Puedo afirmar que no lo traté ni supe cómo era hasta en los últimos años de su vida, ya trasladados todos a Madrid. Creo que mi madre en este tiempo de mi infancia fue una mujer graciosa, aunque algo triste, seguramente a causa de su juventud en continua separación matrimonial y descenso económico. Hija y hermana de católicos maniáticos, locos beatos andaluces, era natural que buscase consuelo a sus soledades y tristezas en las misas conventuales del Espíritu Santo, los cuchicheos monjiles a través de los recios pinchos de las clausuras, los Jueves Eucarísticos, la Orden Tercera y oraciones al toque de Ánimas por capillas oscuras, a las que solía llevarme. Recuerdo, por visitarla casi todas las tardes, la de Santo Tomás de Villanueva. A ella llegábamos, a través de naves misteriosas, coincidiendo casi siempre con el instante en que el campanero —un hombre amarillento con cara de verdugo guillotinado—, en un ángulo oscuro de la iglesia, manejaba como cuerdas de horca las crujientes de las campanas que hasta la mar durmiéndose mandaban su quejido por las almas en pena. Delante de la verja cerrada del santo, de pie y ambos con la mano en súplica de limosna, mi madre me hacía repetir una oración, de la que hoy sólo recuerdo su principio y los versos finales:
Santo Tomás de Villanueva,
santo querido de Dios,
esa bolsa que en tus manos tienes
el Señor te la envió
para socorrer a tu bienhechor.
Ése soy yo…
Lo que sigue, nunca he logrado reconstruirlo. Pero, en cambio, su precioso final, lleno de finura y de gracia, siempre me ha resonado en el oído, abriéndomelo desde entonces, y sin yo saberlo hasta más tarde, a esa ventana por donde lo popular andaluz, sobre todo, había de entrárseme tan de lleno:
… y por esas olitas de la mar
que van y vienen,
lléname mi casa
de salud y bienes.
Lo bueno y bello de la fe religiosa de mi madre era la parte inocente, popular, de que estaba contaminada. Por eso hoy, en el recuerdo, no me hiere ni ofende, como sí la fea, rígida, sucia y desagradable beatería de otros miembros de mi familia. Como andaluza criada entre patios de cal y jardines, mi madre cultivaba las flores, sabía del injerto y la poda de los rosales, conocía las leyendas mil veces reinventadas de los narcisos, las pasionarias, las anémonas, las siemprevivas…; recordaba por centenares los nombres de las florecillas silvestres, que ella me enseñaba en la práctica cuando los domingos salíamos al campo: la flor del candil, los zapatitos de la Virgen, varitas de San José, rabos de zorra, la palabra del hombre…; le gustaba, durante las noches de agosto, adormecerse junto a los jazmineros y en compañía del canto de un mosquito, gusto éste para mí incomprensible, pero que he comprobado luego en otros andaluces. Era, por todo esto, una mujer rara y delicada, que tanto como a sus santos y sus vírgenes amaba las plantas y las fuentes, las canciones de Schubert, que tocaba al piano, las coplas y romances del sur, que a mí solo me trasmitía quizá por ser el único de la casa que le atrayeran sus cultos y aficiones.
Vivíamos por estos años en una de la calle Santo Domingo, con un patio de losas encarnadas y un gran naranjo en el centro. Tan alto era, que siempre le conocí podadas sus ramas superiores. Así el toldo contra el sol del verano no sufría, al extenderse, sus desgarraduras. El pie del tronco lo abrazaban varios círculos de macetas, todas de aspidistras oscuras y jugosas. Bajo la escalera que arrancaba del patio y subía al primer piso, se agachaba la carbonera, el cuarto lóbrego de los primeros castigos y terrores. Enfrente, pero siempre cerrado, estaba el del Nacimiento, que sólo podía abrirlo unos días antes de Navidad quien guardaba durante todo el año la llave: Federico.
Éste era un hombre del pueblo, un arrumbador de la antigua bodega de mi padre, lleno de imaginación y muy aficionado al contenido de los barriles que él mismo trabajaba y pulía. Cuando se acercaba la Nochebuena, Federico, los ojos bien repicados por el jerez, acudía a casa para llevarnos a los bosques de la orilla del mar en busca del enebro, el pino y el lentisco que luego habían de arborecer los montes y los valles empapelados por su fantasía. También nos acompañaba la Centella, una perrita negra, moruna, nacida el mismo día que yo en el rincón de una alberca sin agua. Aquellos bosques eran del duque de Medinaceli, como muchos palacios y casas del Puerto. ¡El duque de Medinaceli! ¡Qué misterio para nuestra imaginación en pañales!
—¿Quién era ése, Federico?
El arrumbador todo lo sabía. No se callaba nunca.
—Pues el duque de Medinaceli era un señor que él solo, con su espada, hizo así: ¡zas!, y echó a todos los moros del Puerto.
—¿Y adónde los echó? —Preguntábamos asombrados.
—¿Adónde iba a ser? Al mar. Toda la bahía está llena de moros. Y el pino aquel tan grande que allí veis, pues, ¡zas!, también lo cortó de un tajo. Y todas las cosas altas que veía las cortaba. Así fueron cayendo las torres, las veletas, las chimeneas, los nidos de los pájaros…
—¿Y por qué no viene ahora con su espada a cortar otra vez ese pino?
—Porque el rey no le deja: lo tiene prisionero en su propio palacio de Madrid.
Guardábamos silencio. Pero volvíamos:
—¿Tú conoces al duque?
—¡Ya lo creo! Hace más de cien años.
—¿Pues cuántos tienes tú, Federico?
—¿Cuántos voy a tener, niños? Cincuenta y siete.
Un nuevo silencio. Pero, al instante:
—¿Y papá, lo conoce?
—No, porque el señor duque no puede ir a Galicia.
—¿Dónde está Galicia?
—Al otro lado del mar. Muy lejos del señor duque.
—Pero papá va por Madrid.
—Al señor duque sólo yo lo conozco. Pero ya ni vendrá más por el Puerto ni me escribirá nunca. El rey lo ha metido en la cárcel…
—¿No dijiste que en su palacio?
—En su palacio, que lo ha convertido en presidio de Ceuta.
Ante lo hermético de esta contestación de Federico, y temerosos de que ya no quisiera responder a otras nuevas preguntas, seguíamos arrancando silenciosamente los romeros y los lentiscos, dividiéndonos al final del trabajo la carga, según los hombros de cada uno.
Volvíamos mi hermana la pequeña, a quien llamábamos Pipi, mi hermana Milagros y yo, agobiados bajo nuestro hacecillo de ramas de Navidad, custodiados por el arrumbador, que nos seguía más despacio, coronada de altos brazos de pino la cabeza, lo mismo que un guerrero shakespeariano de la selva de Birnam. Así pasábamos a la otra banda del río por el puente de San Alejandro y, así, como los hijos del bosque, las calles principales del Puerto hasta llegar a nuestra casa. Claro que sin perder a la Centella, que iba siempre delante.
Por las noches, después de cenar, se construía el Nacimiento. Federico estaba orgulloso de aquel Belén, donde todo era de su invención. No consentía ideas de nadie, ni de mayores ni pequeños, enfadándose de verdad con aquellos que se atrevieran a dárselas. Nuestra ayuda la exigía tan sólo para el acarreo de los pastores y demás figurillas en el instante de irlos sacando de sus cajas; para la colocación de los árboles y matojos adonde él nos fuera indicando; para la distribución de la arena por los campos y los caminos. Para lo otro… ¡Cuidado con las iniciativas! Y aquel teatro compuesto de papeles pegados con engrudo a una armazón de tablas; encrespado de serranías sobre las que una brocha, sumida en albayalde hisopaba desde lejos la nieve; aquella escena donde unos diminutos personajes de barro representaban el misterio de la natividad de Cristo; aquel Belén concebido por Federico, el viejo arrumbador de las bodegas, surgía, al fin, ante nuestro asombro, como una maravilla de gracia, como una delicada y finísima creación del genio popular andaluz.
Mi madre congeniaba mucho con el obrero, pero Paca Moy le temía, porque quitándole el mantón y pintándose la cara con un corcho quemado la imitaba, haciéndonos reír a todos. Así, con bigotes de tizne, sudoroso y siempre algo bebido, reinventaba o improvisaba Federico ante su Belén y al son de la zambomba bailes y villancicos, con los mismos aciertos y desigualdades que un juglar primitivo. Desde entonces recuerdo una canción, cuyo primer verso no comprendí hasta mucho después. Salía de boca del arrumbador, mientras zapateaba ante el portal del recién nacido de barro:
Acuéstate en el pozo,
que vendrás cansado,
y de mí no tengas
penas ni cuidados.
Siempre que a lo largo de mi adolescencia y primeros años juveniles me acudía a la memoria esta estrofilla, no me explicaba bien por qué la Virgen María aconsejaba a su marido San José acostarse en sitio tan peligroso y difícil.
Acuéstate en el pozo…
Por fin, un día, se me aclaró inesperadamente su sentido. Hojeaba yo los Cantos populares españoles, de Francisco Rodríguez Marín, deteniéndome en aquella parte dedicada a las coplas y villancicos de Navidad. Allí tropecé, de pronto, al volver una página, con el que Federico reinventaba de manera tan andaluza, disparatada y poética:
Acuéstate, esposo,
que vendrás cansado…
Este «esposo», que era lo normal, lo lógico del villancico, la atropellada e inconsciente repetición del arrumbador gaditano lo convirtió en «en el pozo», transformación inesperada, variante sorprendente, base de la vida fresca y diversa de todo lo popular verdadero. También aprendí entonces un romance del que me impresionó muchísimo la terminación de una palabra:
Más arribita hay un huerto
y en el huerto un naranjel…
¡Naranjel! ¡Naranjeles! ¡Bellísima variación andaluza que luego, años más tarde, habíamos de emplear tantas veces en nuestras primeras canciones García Lorca y yo!
La Navidad, con sus Nacimientos, ocupa grandes y vagas zonas de mi sueño infantil.
Teníamos un tío-abuelo, hermano de don Agustín, el padre de mi madre, que era una maravilla de locura, de raro saber, inventiva y gracia. ¡El tío Vicente! Nunca me cansaré de recordarle y extraer de él sustancia y materia continuas para mi poesía teatral, ya lírica o dramática.
Se desvelaba gustoso mi tío Vicente por una hija, cuya avanzada soltería fue derivando poco a poco en un extraño amor hacia los santos y los gitanos pobres del barrio de la Rosa. Para mi tía Josefa y sus desharrapados discípulos, pues ella gratuitamente y por caridad les había abierto una escuela en un cuartucho bajo de su propia casa, fabricaba su padre todos los años un Belén, con seguridad el más raro y sorprendente de cuantos para aquella fecha se ponían en el Puerto. Él mismo, con sus dedos amarillos y chatos, modelaba en barro, que luego endurecía al sol de la azotea, los pastores y los rebaños, la Sagrada Familia y Magos del Oriente, de igual manera que el país para la representación del Misterio. Tanto yo como Paquillo, el hijo del cochero, mis hermanos y primos le ayudábamos a teñir con colores de óleo diluidos en aguarrás las extrañas y prehistóricas figuras que iban saliendo de sus manos. Recuerdo que, de pronto, en una de aquellas tardes de trabajo, y aprovechando una ausencia momentánea del tío, me atreví a modelar un camello, que le mostré tímidamente. No debió parecerle muy mal, porque aquella misma noche figuró, junto a los otros de los Reyes fabricados por él, camino del establo del niño Dios recién nacido.
Aquel Nacimiento de mi tío-abuelo difería totalmente del de Federico. En el de éste, los lentiscos, los pinos, los ríos ya regados por un agua auténtica o simulada con cristales, los astros rutilantes de papel de bombones, las nieves de albayalde o algodón en rama, lo encendían de una cálida e íntima atmósfera poética, de la que aún hoy me acuerdo con nostalgia. En cambio, en el del tío Vicente todo era arisco y helador; duro como un planeta petrificado. Por sus torpones ríos y arroyuelos sólo rodaban barrizales, y los árboles y las plantas que subían sus montes eran desabridos y pálidos, igual que los fingidos cereales que separadamente enlodaban los cuaternarios huertos abrazados de sendas. ¡Triste Belén de arcilla, de fango endurecido por un sol violento! ¡Desagradable tinglado de Navidad, que los gitanos contemplaban durante varias noches, impasibles sus ojazos oscuros!
Vivía mi tío Vicente en una casa, sorda y en mal estado, de la calle Fernán Caballero. Cada vez la familia habitaba menos espacio. Los derrumbos y las grietas que iban abriéndose, hacían que poco a poco fuera retirándose, hasta llegar a ocupar en esta época de la que ahora hablo un feo comedor con salida a una gran azotea, dos o tres alcobas y un pasillo. Lo demás, la sala y otros cuartos donde antes vivieran varios sobrinos de mi tío que habían ido casándose, eran montes de escombros por los que se podía descender a una negra bodega, sólo guarida ya de terribles arañas. ¡Casa lóbrega y misteriosa, llena de miedos, a la que nunca nos atrevíamos a ir solos, sino en compañía de mamá o aprovechando la visita de alguien mayor que nos ayudara a subir nuestro pánico por su escalera oscura, crujiente de arenilla desprendida del techo! Aquella vivienda, como la familia que la habitaba, se iba viniendo abajo todos los días un poco, hasta llegar a la mayor ruina. Cuando hacia 1919, ausente ya tres años del Puerto, volví a pasar en él una breve temporada, la vieja casa del tío Vicente era ya un solo muro, cuyas ventanas se abrían al firmamento. Entonces refresqué detalles de aquel hombre, para mí extraordinario, de tan noble figura y espíritu tan loco. Ante aquellas pavesas de su pasado se me llenaron los ojos de su sombra. Retazos de recuerdos e historias de su vida, que él mismo nos contara al atardecer jugando con un eterno loro, me resonaron en los oídos. Mi tío Vicente atravesaba Europa en diligencia, camino de Rusia.
—Entonces, niños, como en la sierra Morena de Córdoba, había por el mundo muchos bandoleros. Yo iba, para asuntos de vinos, a la corte del zar. Después de recorrer España, Francia y Alemania, cambiando mil veces de mulas y caballos en las casas de postas, llegué a la primera posada polaca. Polonia ya es un país de Rusia, muy lejano. Era invierno. Al amanecer, tenía que continuar el viaje. Después de la cena, el posadero me acompañó a mi cuarto, rogándole yo me despertara una media hora antes de salir la diligencia. Estaba muy cansado. Pero, al destapar el lecho donde había de acostarme, pude observar con asco, a la luz de las velas, lo sucio y roto de sus sábanas. Me dispuse entonces a dormir en un butacón medio desfondado de uno de los rincones. Tan incómodo era, que a pesar de encontrarme rendido no conseguía el sueño, aunque cerré los ojos para llamarlo. En este fatigoso estado de vigilia, oigo un ruido extraño sobre mí, como de algo que se rasga, pero sin poder precisar dónde. Abro los ojos. Uno de los cabos de vela, que por olvido aún ardía, lanzaba un tembloroso resplandor sobre la cama. De pronto, una cosa que cae hacia el centro de ella, desapareciendo silenciosamente, y otra que vuelve a caer sobre la almohada, resbalando. No podía comprender qué era. Acerqué la bujía. ¡Horror! —(Mi tío hablaba como en las novelas románticas)—. Dos grandes puñales. El primero, clavado hasta la empuñadura en el edredón, y el segundo, tendido como una cruz entre la almohada y el embozo; es decir, éste lanzado al corazón, y el otro al bajo vientre. Entre salves y demás oraciones a nuestra patrona de los Milagros por haberme librado de aquel crimen, pasé el resto de la noche, hasta que antes de la aurora dejé la habitación, sin esperar al toque del posadero, a quien pagué mi estancia amablemente, como si nada hubiese sucedido. Tan sólo, en el instante de arrancar el trineo camino de Varsovia, me atreví a hacerle esta recomendación: «Cuide, amigo, de que a la vuelta estén las sábanas más limpias». Y desaparecí, dejándole espantado en medio de la nieve.
Tío Vicente sabía muchos idiomas, incluso el árabe y el hebreo. Él intentó enseñarme inglés, proporcionándome por texto una gramática dividida en cuarenta lecciones que desarrollaban la historia del sultán Mohamed. Este sultán, según recuerdo, quería aprender de su visir, pues lo entendía, el maravilloso lenguaje de los pájaros. Aún hoy, a mis treinta y seis años, puedo repetir de memoria los siete u ocho primeros capítulos de aquel libro: «We are told that the Sultán Mamuth…».
En medio de estas clases, me hablaba mi tío de cosas impropias para mi edad, cuya intención y significado no alcancé hasta más tarde. Era enemigo acérrimo de Voltaire, a quien calificaba furiosamente de «impío»; vivía obsesionado con los masones, de los que me contaba infernales crímenes y sacrilegios; pero el hombre que más le repugnaba era Emilio Zola. Con cierta complacencia me recalcó un día la muerte de este gran escritor:
—Atufado por un brasero; entre su propia mierda, como había vivido. Todas sus asquerosas noveluchas están en el índice. Prohibidas. Así que ya lo sabes para cuando te tropieces con ellas.
(¡Pobre tío ingenuo y fanático! Ahora te imagino, en esta noche llovida de guerra, muerto de frío por los espacios celestes, nimbado de tus pájaros y en un hombro aquel viejo loro real que tanto te quería. Llevas miedo. Si miras a la tierra española, esa que cuando joven cruzaste tantas veces en diligencia, la ves llena de resplandores, la escuchas llena de estampidos, toda abierta de inmensos hoyos resonantes de sangre. Tal vez Zola y Voltaire te vayan persiguiendo, latentes en sus labios irónicos ciertas rudas preguntas, que tú temes oír y esquivas aligerando el paso por los aires. También yo quisiera decirte algo, tío: ¡Eh! ¿No me oyes? ¿Te tapas los oídos? Es tu sobrino quien te grita. Desde Madrid. ¿No bajas? ¿Vas acaso camino de Cádiz, de Sevilla o de Burgos? (Esta noche ha caído Barcelona). ¿Te alejas? ¡No me quieres ni ver! ¡Te avergüenzas de mí, tío! ¡Mi pobre tío! ¡Adiós! Voltaire y Zola me comprenden).
Como se va viendo, lo que más preocupaba a toda mi familia era nuestra educación religiosa, nuestra formación en los principios más rígidos de la fe católica con todas sus molestísimas consecuencias. Preferían mis padres, tíos y demás parientes un buen recitado, sin tropiezo, de la Salve o el Señor mío Jesucristo a una mediana demostración de lectura o escritura, cosas que posponían a las de la salvación del alma. Así, mi tío Javier, por ejemplo, a sus veintitantos años de edad conocía a la perfección todas las obligaciones del cristiano, mas durante la misa tomaba el devocionario del revés, frunciendo con recogido sufrimiento la frente analfabeta. De todos aquellos colegios andaluces, tanto de los de primera como de segunda enseñanza, se salía solamente con la cabeza loca de padrenuestros, pláticas terroríficas, y con tal cúmulo de faltas ortográficas e ignorancias tan grandes, que yo, aún a los veinte años, después de cinco ya en Madrid, me sonrojaba de vergüenza ante el saber elemental de un chiquito de once, alumno del Instituto Escuela o cualquier otro centro docente. ¡Lamentables generaciones españolas salidas de tanta podredumbre, incubadas en tan mediocres y sucias guaridas! Aunque en la actualidad deteste y odie el imbécil alarde antirreligioso, si no peor en su extremo, por lo menos tan desagradable e inculto como el del más cerril de los beatos, quiero consignar una vez más en mi obra la repugnancia que siento por ese último espíritu católico español, reaccionario, salvaje, que nos entenebreció desde niños los azules del cielo, echándonos cien capas de ceniza, bajo cuya negrura se han asfixiado tantas inteligencias verdaderas. ¡Cuántos brazos y angustiados pulmones hemos visto luchando fiera y desesperadamente por subir de esas simas, sin alcanzar al fin ni un momentáneo puñado de sol! ¡Cuánta familia hundida! ¡Horrible herencia de escombros y naufragios! Los seres más queridos de mi infancia y años juveniles flotan por el fondo de esas tristes pavesas, perdidos para siempre, muerta ya en mí la esperanza de verlos algún día, firmes, sobre la luz. Por esos mares de desgracia ruedan, como ahogados vivientes, mis hermanos y hermanas, mis primos, multitud de lejanos amigos de colegio y, lo más doloroso, maestros admirados, compañeros de generación literaria, gentes de las que aún siento en mí su eco, de las que aún me reconozco retazos de sus voces y ademanes. No ha sido peor el final de un Ortega y Gasset, un Pérez de Ayala, antiguos alumnos de los jesuitas, que el de la loca de mi tía Josefa o cualquier primo mío cedista o falangista, viejos discípulos también de la Compañía de Jesús, tan admiradora de Franco. ¡Triste descenso de los astros, de ciertas lumbres que creíamos estrellas, bajadas hoy vertiginosamente a la boca de los retretes, desapareciendo al fin, entre barboteos de agua y golpes de cadenas, en los más merecidos pozos negros!
… Pero yo era ya todo un hombre para andar mezclado entre las niñas y hacer que la bella hermana Jacoba y la alegre Visitación me llevasen al «cuartito», bajándome los pantalones para el pis u otras cosas más feas. Por eso mi madre me mandó al colegio de doña Concha, de la que recuerdo más que nada su odio a las Carmelitas y demás escuelas de párvulos, por considerar esta vieja señora, muy económicamente pensando, que todos los niños del Puerto debían ser sus alumnos. Con doña Concha aprendí algo de Historia Sagrada, impresionándome mucho la de José, vendido por sus hermanos a los mercaderes de Egipto; algo de suma y multiplicación; nada de división y resta, llegando a pronunciar el catecismo de Ripalda con un cortante acento casi vallisoletano, tan difícil para un niño andaluz. Porque la mayor crítica que mi nueva maestra dirigía a las monjitas era eso: la falta de buena dicción en todos aquellos inocentes que salían de sus azules delantales. ¿Para qué, entonces, lo ordenaba la Doctrina en su primer capítulo? ¿Para mofarse de ello?
… Bien pronunciado
creído y obrado,
digámoslo así:
Padre nuestro, etc., etc.
—¡Bien pronunciado! ¡Bien pronunciado! ¿Lo oyes? —Me reprendía, antipática—. Si el Catecismo así lo exige, ¿por qué precisamente unas religiosas consienten esas eses donde suenan las zedas o las ces; esas uves donde las bes de burro son tan grandes como tus orejas?
Mientras la niña lavaba,
a la abuela se le caía la baba.
Esto —continuaba la horrible profesora—, tan fácil para cualquier discípulo mío, nunca podrá pronunciarlo como se debe ninguna de las Carmelitas.
Y era verdad, aunque no teníamos la culpa. Se nos hacía a otros niños y a mí, acostumbrados a la libre pronunciación andaluza, tan ridículo todo aquello, que era cómico y triste oírnos leer en voz alta, ante la imponencia algo bigotuda de doña Concha, cualquier pasaje de la Historia Sagrada o alguna de esas fabulillas idiotas que nos hincharon de paperas nuestra fresca imaginación infantil:
Jugando Pepe en la huerta
con su hermanito Lisardo,
cogió del suelo un erizo
que se cayó del castaño…
Doña Concha, enfundada en una bata verde pitárriga, herencia de su querida madrina, anciana ya difunta que presidía el colegio desde la altura de un horrible retrato, me observaba durante las horas de silencio con una grisura especial en los ojos, que yo era incapaz de resistir. Otras veces se me venía flechada, de pronto, a fin de sorprenderme esos aburridos dibujos, obra de la melancolía infantil en las márgenes blancas de los textos. Era molesta y seca conmigo en casi todo instante, proviniendo quizás esta conducta de su odio a las monjas o de una pequeña rebaja en la mensualidad establecida para todos los educandos, concedida a mi familia en honor a su descendente estado económico. Consecuencias de aquella atmósfera de inferioridad y antipatía: un verdadero pánico a la maestra, una agradable falta de interés por todo aquello que favoreciera mi cultura, y cierta triste rabia sorda, mezclada de admiración y envidia a mis primos hermanos, discípulos también de doña Concha, pero preferidos de ella por sus fincas y un magnífico coche de brillantes caballos, dispuesto a pasearla todas las tardes, a la salida del colegio, después de las bien pronunciadas lecciones.
Contra aquella fea mujer aplicaba yo mentalmente, siempre que la veía e incluso en los momentos de papagayear el rosario, un raro trabalenguas, escogido de entre los muchos oídos a mi madre y que —hoy mismo sigo comprobando su justeza— la retrataba graciosamente:
Doña Dírriga, Barriga, Dórriga,
trompa pitárriga,
tiene unos guantes
de pellejo de zírriga, zárriga, zórriga,
trompa pitárriga,
le vienen grandes.
Doña Concha, seguramente, no tenía guantes de aquella zórriga piel ni quizás de ninguna otra; pero el tan divertido nombre de Dírriga o Dárriga, y sobre todo cuando le tocaba aparecer emplumada en su coleadora bata verde, era el único con que podían vengarse mi tristeza y mi rabia de exalumno de las Carmelitas secretamente ofendido.
Menos mal que, al volver a casa por las tardes, Pepilla la lavandera me sacaba la «cuca» y, atándomela con un hilo, se divertía paseándome por todo el lavadero, blanco de espuma de jabón, entre montañas de ropa recién lavada, olorosa a lejía.
¡Pitárriga! ¡Pitárriga! Verde metálico y extraño, que no olvidé ya nunca.
Luego, mi madre, para continuar mi educación religiosa, me mandó al colegio de San Luis Gonzaga, de la Compañía de Jesús.
Tendría yo entonces poco más de diez años.