I
Releyendo estos días de primavera bonaerense la atolondrada, violenta, apasionante y con seguridad a veces muy mentirosa vida de Benvenuto Cellini, me han sacudido unos incontenibles deseos de reanudar mi olvidada Arboleda perdida, cuyo primer librito, el de mis blancos y azulados años de infancia andaluza, acaba con la visión de unos áureos naranjos, vistos como un relámpago desde la ventanilla del tren que me llevaba con toda mi familia camino de Madrid. Y ahora, esta afiebrada tarde de 18 de noviembre de 1954, en mi cercado jardinillo de la calle Las Heras, bajo dos florecientes estrellas federales, el mareante aroma de un magnolio vecino, cuatro pobres rosales, martirizados por las hormigas, y el apretado verde de una enamorada del muro, doy comienzo a este segundo libro de mis memorias. ¡Arboleda lejana, perdida, sí, o dormida más bien, que nuevamente hoy, despierta, se apresura a mi encuentro, a la llamada fresca de mi madura sangre! Salgo de mis presentes cincuenta y un años y, atravesando tantos de horrores y desdichas, vuelo hacia aquellos otros en que la gracia, la alegría, la transparente fe y el entusiasmo apenas si corrieron empañados por esas puras lágrimas primeras que en lugar de velarnos nos aclaran aún más lo bello, grande y hondo de la vida.
… Y me veo, todavía en los ojos mal dormidos el deslumbre fugaz de la Giralda sevillana, en la plaza de Atocha, de Madrid. Mayo de 1917. ¡Desilusión y tristeza! Mañana gris, sin sol, de ese finísimo plata madrileño, que supe querer luego, pero que en aquel día de la llegada me pareció del negro más desesperante. ¡Dios mío! Yo traía las pupilas mareadas de cal, llenas de la sal blanca de los esteros de la isla, traspasadas de azules y claros amarillos, violetas y verdes de mi río, mi mar, mis playas y pinares. Y aquel rojo-ladrillo de chatos balconajes oscuros, colgado de goteantes y sucias ropas que me recibía, era la ciudad —¡la capital de España!— que osaba mi familia cambiar por el Puerto. ¡Traernos a vivir a esta carbonera! La casa que ya nos tenía alquilada mi padre se encontraba no lejos de la estación del Mediodía, en la misma calle de Atocha. Nuevo motivo de desilusión y protesta.
—Aquí no viviré ni un minuto. Pipi y yo nos volveremos al Puerto —decidí claramente en alta voz, comprometiendo a mi hermana la más chica, sin ni siquiera haberla consultado.
¿Qué es lo que íbamos a hacer, sobre todo ella y yo, en aquel piso minúsculo y oscuro de aquella calle estrecha, ruidosa de tranvías? ¿En qué patios soleados levantar nuestros juegos, armar nuestras peligrosísimas batallas? ¿Desde qué azotea saltar a las demás y recorriendo toda la manzana oír el rumor de las cocinas, atentos a la boca de las chimeneas? Nos marcharíamos, o por lo menos, si mi hermana no era capaz de acompañarme, me escaparía yo solo, a pie, por la carretera de Andalucía. Y para darme ánimos escribí una carta a mi tía Gloria, denigrando a Madrid, hasta hablándole mal de la Puerta del Sol, y comunicándole mi proyecto de fuga. Pero recuerdo que varias veces pregunté por dónde se iba al Puerto y nadie supo responderme, tal vez porque yo, en mi inocencia, casi siempre, más que por el camino de Andalucía preguntaba por el de mi pueblo, que para mucha gente no era muy conocido. Entretanto, como escapar no era fácil y mi decisión, por lo que ahora sospecho, no muy firme, mi tía Gloria había tenido tiempo de responder a mi carta, suplicándome calma, cosa que además de escocerme contribuyó bastante a enfriar el mudo amor que hacia ella aún sentía. Y, además, para «hacerme desistir de mi descabellado proyecto» —ésas eran sus palabras—, me exageraba lo aburrido de aquella vida portuense, comunicándome, entre otras pequeñas noticias desagradables que he olvidado, el triste fin de la Centella, mi pobre perra moruna medio ciega, a quien bárbaramente habíamos abandonado a su destino al trasladarnos a Madrid.
Sucedió que la desventurada perrita, al encontrar cerrado el portón de su casa, se sentó noche y día en el escabel a esperar fielmente nuestro regreso. La primera semana, algunos buenos vecinos le llevaron comida, que ella apenas si probó, de tan abatida que estaba. Muerta de hambre y de pasión de ánimo, continuaba allí a la puerta, cuando una tarde la caridad de dos hermanitas de los pobres la llevó a su asilo, en donde pasó, a pesar de su ceguera y vejez, a ser acompañante del pastor que cuidaba el ganado de las monjas. A las pocas salidas al campo, como guardiana, su torpeza y falta de luz la hicieron acercarse más de lo debido a los pitones de una inquieta y brava novilla, quien, sin duda molesta de aquella cosa negra que se le interponía, le tiró una cornada, mandándola a parar, partido el corazón, contra el tronco de un árbol. Muerte así, tan inesperadamente taurina para una perra ya casi acabada y rota como la Centella, nos sobrecogió a todos, y todavía más a mí, que me consideré desde aquel momento principal responsable de su cruel abandono. Aquella noche no se cerraron los ojos de mi casa sin que una sombra de remordimiento se nos metiera en la conciencia, pesándonos. Seguramente, luego, mi familia olvidó este pobre episodio, no así yo, al que todavía duele, soliéndolo contar, tal vez como descargo, siempre que de perros se trata.
Pasados unos dos meses, en los que mis nostalgias marítimas y salineras comenzaron a hincarme sus primeros taladros y aplacado bastante mi furor por la fuga, declaré abiertamente a mis padres que no continuaría el bachillerato, que si estaba en Madrid —ya ellos me lo habían oído varias veces— era para hacerme pintor.
—Te morirás de hambre —me pronosticaron los dos, secundados además por mis hermanos mayores.
—No me importa.
—Pinta, pero termina siquiera el bachillerato, aunque luego no sigas ninguna carrera —me suplicó, siempre más comprensiva, mamá.
—¡No! —grité.
—Pues no verás ni un céntimo para lápices y colores.
—No los necesito.
—Entonces, allá tú.
Pensándolo mejor y como era verano, dije a los pocos días que sí, que estudiaría sin grandes prisas el cuarto año, del que me examinaría en junio o septiembre del próximo año.
Esta acertada decisión me valió en seguida unas pesetas, con las que me compré todos los útiles de dibujo, una pequeña caja de colores al óleo y hasta un caballetillo para pintar al aire libre. ¡Oh maravilla! Ya en aquella misma mañana me creí liberado de oscuras melancolías y todo un ilustre pintor lleno de gloria. Sin respiro, corrí al Casón, aquel precioso palacete del rey Felipe IV, en la calle Alfonso XII, frente a los jardines del Buen Retiro. Quería, primero, dibujar, hacer «academias». Con cierta timidez, entré en secretaría para inscribir mi nombre, pero me dijeron que no era necesario, que el trabajar en aquel museo era libre y que el conserje me proporcionaría —¡gratis!— el tablero para dibujo. Sólo el papel y la carbonilla correrían por mi cuenta. Al día siguiente, antes de las nueve de la mañana, ya estaba yo feliz en el Casón, extasiado ante la Venus del Esquilino.
Pocos adolescentes habrán estado tan convencidos, como yo a mis quince años, de que su verdadera vocación eran las artes del dibujo y la pintura. Aún no había escuchado en aquellos días míos iniciales —como tantas veces después— renegar y reírse de la escuela, de ese aprendizaje y disciplina necesarios para el sostenimiento y plenitud de la obra futura. Con verdadera unción, en aquella casa del rey Felipe IV, bajo la arrebatada alegoría que Giordano dejó colgada al techo de la sala central, copié, a todos los tamaños, las blancas escayolas que reproducían la claridad airosa de la Victoria de Samotracia, el contorno arqueado del Discóbolo de Mirón, la esbelta sencillez del Apoxiómeno de Lísipo, la infinita tortura de Laocoonte, la ruda anatomía de Hércules, la infantil ligereza del Fauno del cabrito, sin olvidar las más famosas madres del amor y la gracia: la Venus de Milo y la de Médicis. Cuanta reproducción guardaba aquel museo —fragmentos, estatuas completas o cabezas (¡aquella de Séneca, el poeta, que parecía una rata!)— surgió, ya en contorno preciso o en difuminado claroscuro, bajo la carbonilla que mi mano alcanzó a llevar diestramente sobre la tensa superficie del papel. A los pocos meses me sabía el Casón de memoria. Todavía hoy, al cabo de tantísimos años, quizás pueda dibujar algunas de aquellas esculturas sin tenerlas delante. Pero esto que para mí había comenzado tan hermoso, se me fue convirtiendo, por ya sabido y dominado, en algo monótono y sin gracia. Así que, sin abandonar completamente el dibujo de estatuas, quise probar cosa que sospechaba más difícil: copiar en el Museo del Prado, yendo a elegir, como primer ensayo, un San Francisco muerto, atribuido a Zurbarán.
Nada he contado aún de la sorpresa que me causó nuestro maravilloso museo de pinturas en mis primeras visitas. No sé por qué, acostumbrado únicamente en mi pueblo andaluz a las malas reproducciones en colores y a ciertos paisajes de escuela velazqueña vistos en casa de mis abuelos, yo pensaba que la pintura antigua sería toda de sombra, de pardas terrosidades, incapaz de los azules, los rojos, los rosas, los oros, los verdes y los blancos que se me revelaban de súbito en Velázquez, Tiziano, Tintoretto, Rubens, Zurbarán, Goya… Ante mí estaba ahora el verdadero principillo Baltasar Carlos, alzado contra el azul más nítido del cielo y el albo puro de la nieve guadarrameña, fondo muerto, plomizo, en la pésima estampa que reprodujera dos años antes y que motivara mi rompimiento con María, la cocinera de mi casa del Puerto. Se inauguraban para mis ojos cándidos, no sin provocarme cierto vago rubor el primer día, los nácares esplendorosos de las carnes de Rubens, aquellas Gracias fuertes, Pomonas derramadas, Ninfas corridas por los bosques, Dianas ornamentadas de perros y olifantes, altas Venus de ceñidores desprendidos, desnudas diosas que pasarían a inundar, inquietándomelas, mis desveladas noches adolescentes. Poco sabía yo entonces de sátiros, faunos, centauros, tritones y demás personajes silvestres o marinos, enrojecidas las pupilas, tensos todos los músculos en amor a las deidades hechas de rosas y jazmines por el pincel de Rubens. Si aquel tropel de fuerza arrebatada del pintor flamenco despertó en mí el sentimiento de todo lo frutal, codiciable, desatado, que puede alguna vez ofrecernos la vida, la claridad dorada de Tiziano, el macizo reposo de sus Venus enamoradas de la música, su sonrisa apacible y juegos venturosos bajo «el manso viento» garcilasesco de los árboles, metieron en mi sangre para siempre el anhelo de una perpetua juventud, de una ilimitada, luminosa armonía. En aquel italiano de Venecia, como en los techos primaverales de Veronés y en las calientes auras del Tintoretto reconocía yo, aun sin decírmelo del todo, cuánto de blanco y azulado, de soles y de brisas mediterráneas alentaba en las médulas italoandaluzas de mis huesos. Allí, de repente, se descorría ante mi asombro mudo la plena madurez de la gracia desnuda, la edad de oro del color, la expresión indecible del amoroso deseo, de la pasión sin trabas de todos los sentidos. Creía yo, recordando los pocos cuadros que había visto en revistas y libros de casa de tía Lola, que, además de lo umbrío de su coloración, el tema principal de la pintura clásica era el religioso y que demonios, ángeles, vírgenes, cristos, santos, papas, frailes y monjas de todas clases llenaban solamente las paredes de los museos. ¡De qué violento modo el inmenso salón central del Prado me cambió aquella pueblerina idea! Ni siquiera la pintura española que ocupaba parte de él se atenía a esa temática, aunque, eso sí, la gravedad melancólica de su tono contrastara, hasta hacerlo aún más triste, con el de la locura rutilante de Rubens y la alegría melodiosa de los venecianos. Y comprendí que, aun a pesar de los alados grises, platas, azulados y rosas de Velázquez, de las nubosidades celestes de Murillo, los azufres candentes del Greco, los marfiles y blancos de Zurbarán y el poderío cromático de Goya, mis ojos y mi sangre, todo yo pertenecía por entero a aquel mundo de áurea y verde paganía, de quien Tiziano, sobre los grandes otros —¡oh Tiépolo!—, se llevaba la palma. Él, más que nadie, por su sentido perfilado de lo luminoso, me hizo confirmar luego, de manera definitiva, la pertenencia de mis raíces a las civilizaciones de lo azul y lo blanco, eso que había bebido desde niño en las fachadas populares, los marcos de las puertas y ventanas de los pueblos de mi bahía, sombreados por aquel azul traslúcido que nos viene de los frescos de Creta, pasando por Italia, azulando todo el litoral mediterráneo español hasta los pueblos gaditanos del Atlántico, siguiendo su viaje Huelva arriba hacia los confines de Portugal.
Estas primeras impresiones mías sobre el Museo del Prado, recuerdo que se las trasmití en sucesivas cartas a tía Lola, a quien seguía queriendo como mi iniciadora en la pintura. Ella, que murió al poco tiempo de nuestra ida a Madrid, siempre que su enfermedad del corazón le daba algún reposo, me respondía animándome, pidiéndome en una de sus últimas cartas le copiase para su cuarto la Inmaculada niña de Murillo. Pintor que yo cambié por Zurbarán, pues de los españoles, con Velázquez, el Greco y Goya, fue el que primeramente me llenó más de asombro.
Yo siempre tuve, desde que los descubriera en el Prado, una gran curiosidad y admiración por los copistas, admiración que extendí luego a los falsificadores de cuadros cuando entré en amistad con alguno. Había un copista en la sala de Velázquez permanentemente abonado a Los borrachos, que reproducía, de manera magistral, en todos los tamaños. Yo presencié la cumbre de sus éxitos una mañana en que el museo estaba abarrotado de visitantes. Terminada una copia de las mismas medidas que el original de su cuadro favorito, en el momento que sobre su caballete rodante retiraba su obra de la sala del pintor de Felipe IV, la gente que allí se agolpaba le abrió camino, estallando en aplausos, que el buen hombre —un tipo singular por lo pequeño y barbudo— recibió con sonrisas e inclinaciones de cabeza.
Soñaba yo entonces, siempre muy impresionable, con alcanzar la perfección en aquel sabio y pequeño arte de la copia y llegar a colgar en las paredes de mi casa mis obras maestras preferidas. Pero mi desasosiego de aquellos años, mi ya naciente intranquilidad por las nuevas tendencias pictóricas, hicieron que ni siquiera terminara el San Francisco yacente de Zurbarán ni otra copia —La gallina ciega, de Goya— que inicié algo después. A mí lo que realmente me maravillaba era el ambiente del museo, aquel ir y venir por sus salones y pasillos lustrosos, envuelto en el casi adhesivo aroma a barnices y cera, olor inolvidable, que siempre me hacía viajar hacia el de la resina venteada de los pinares del Puerto.
Durante el invierno, la temperatura del Prado era deliciosa. Aquellas Ninfas calefaccionadas, que corrían desnudas perseguidas por Sátiros, aquellas Gracias y Venus desprovistas también de todo ropaje, se ofrecían tranquilas a mi éxtasis en la tibieza de las salas, resguardadas de los cuchillos penetradores del frío guadarrameño. En el verano, era aún más agradable, pues podía hacerse del museo el mejor baño o bosque de frescura, siendo los salones de la planta baja —los de los Poussin, Lorena y las estatuas— los más susurradores y velados a la hora de la siesta. Las umbrosidades profundas de los paisajes de Claudio Lorena, con sus apoteóticos atardeceres izados de columnatas y ruinas de templos, llenaron mis estíos madrileños de una realidad todavía más poética que la que me hubieran entregado los más hermosos árboles de Aranjuez o La Granja.
Cuando empecé a copiar La gallina ciega de Goya, que dejé inconclusa, como antes dije, era también verano. Casi todo Goya se hallaba entonces en la planta baja, cosa que me hacía entrar en el museo por la puerta que preside la estatua de Velázquez, custodiada por los cedros más bellos que yo he visto en España. Rara era la mañana en que mi hermana Pepita no venía conmigo para verme copiar el gracioso cartón de Goya. Yo la había aficionado mucho a la pintura y algo también a los versos, que leíamos juntos en nuestros paseos por los Altos del Hipódromo, los jardines del Buen Retiro y del Botánico. Tengo que decir que ya no vivíamos en la calle de Atocha, sino en la de Lagasca, número 101, bastante lejos del Prado. Esto me obligaba a levantarme más temprano y a grandes caminatas casi siempre, pues ya mi concentrada timidez y mi amor propio para pedir dinero en casa comenzaban a martirizarme. Yo conocía el disgusto, siempre latente aunque por lo general no tomara más forma que la del silencio, que mi familia tenía por mi vocación pictórica y por la evidente sospecha de que no miraba los libros, ya que mi promesa de presentarme a examen al año de nuestra llegada a Madrid no había sido cumplida. Así que esta informalidad mía era la causa principal de no atreverme a suplicar ni diez céntimos para mis mínimas necesidades callejeras. Pero ni poco ni mucho me importaba a mí en aquella época el ir a pie no sólo al Museo del Prado sino a cualquier parte del mundo.
Las salas de Goya, en las que se colgaban todos sus cartones para la Real Fábrica de Tapices, me abrían cada mañana los ojos a una fiesta, única fiesta de verdad, alzada en medio de la triste, solemne pintura española como un chorro de gracia, de refrescante y alegre trasparencia. Verbena popular de los colores, pregón fino de España. Juego del aire de la calle, traje de luces de los atardeceres de calesas, cometas voladoras y estrellas de artificio. Allí, los amarillos, los rosas, los verdes y azules más sutiles, como expandidos por una milagrosa agua, río brotado de un pincel que la naturaleza revelara de súbito sacándolo a la luz. Una España, por fin, capaz de claridades, de una sonrisa delicada, de un corazón desparramado y casi estrepitoso en su sana alegría. Mas para cruel contraste, no lejos de este cántaro fresco de los tapices, se hallaban los dibujos y parte, si no recuerdo mal, de los feroces muros de la Quinta del Sordo, que luego pasaron a los salones altos del museo —como lanzando un rayo de oscuridad mordiente sobre aquel ruedo luminoso, definiendo así lo que Goya y toda la España que le tocó representar eran realmente: un inmenso ruedo taurino partido con violencia en dos colores: negro y blanco. Blanco de sol y lozanía. Negro hondo de sombra, de negra sangre coagulada.
Los títulos puestos por el propio pintor al pie de sus dibujos y aguafuertes me divertían y hasta me sonrojaban, pasando grandes apuros para que mi hermana no descubriese aquellos más procaces. La ortografía de Goya en muchas de estas mínimas leyendas era más que libérrima, teniéndose que buscar la exactitud de su lenguaje no en el de la palabra escrita, sino en el de la imagen dibujada. ¿Qué podían importarle a un hombre que poseía con el lápiz un medio de expresión tan genial los reglamentos de la gramática? A mí, que en aquellos años me dejaban también indiferente, lo que casi me causaba susto era el descubrimiento de una audacia de la que ni podía sospechar su existencia. ¿Cómo no iban a turbar entonces, a un muchacho recién salido de su pueblo, espantajos cual El maricón de la tía Gila, Ciego enamorado de su potra, Nada dicen o tantos sucios frailes comilones e impúdicos que ennegrecían de modo obsesionante aquella pared del museo?
Las mañanas y tardes del sofocador estío madrileño de 1918, entre la levedad de La gallina ciega, los lavados y lápices del nada compasivo retratista de los últimos Carlos y Fernandos borbónicos, sirvieron al cabo para despertar en mí, aunque al principio de manera vaga e ingenua, el entusiasmo que he llegado a tenerle y la comprensión de esa desventurada España suya, tan semejante todavía —¡ay!— a la que ahora padecemos.
Mi poca paciencia como copista en el Prado la alternaba con algunas visitas al Casón, en donde había conocido, entre otros muchachos que allí dibujaban, a uno que lo hacía mucho mejor que los demás y que llegó a ser gran amigo mío. Era pequeño de estatura, muy rápido de inteligencia y muy pobre. Se llamaba Servando del Pilar. Su padre era basurero, un bonísimo hombre que salía al alba con un saco a retirar los desperdicios y suciedades de las casas. Yo estuve una mañana en la que él vivía con su hijo Servando y quedé asombrado y conmovido. Una mesilla y un catre fue cuanto pude descubrir en la lobreguez húmeda del cuartucho que componía toda la vivienda. Aquel pobre sencillo y verdaderamente santo se ufanaba de la vocación de su hijo, para quien trabajaba desde la madrugada en tan humildísimo oficio, soñando buenamente en que algún día su pequeño pintor llegara a cambiárselo por unos pocos años de merecido bienestar y reposo. Como yo entonces admiraba a Servando, le repetía a veces, para consolarlo de su negra pobreza, la leyenda dorada de Giotto, pastorcillo de ovejas, oída con arrobo a mi tía Lola en el Puerto.
Cuando no dibujábamos los dos en el Casón o nos cansábamos del Prado, las hojas de nuestros cuadernos se llenaban de apuntes del natural, que ya eran paisajes, gentes en las terrazas de los cafés, obreros trabajando o dormidos bajo las sombras a la hora de la siesta. También algunas tardes Servando del Pilar venía a mi casa, y en mi cuarto de estudio, que era a la vez el de dormir, yo le servía de modelo, como él a mí otras veces. Y allí soñábamos los dos, abierta la ventana por la que se metía el desvaído azul de los montes guadarrameños, hasta que el sol se iba por detrás de las cumbres y con las primeras estrellas la penumbra lejana de Madrid comenzaba a encenderse de luces.
Mi cuarto aquel de la calle Lagasca, a pesar de su desorden —«la leonera» lo llamaba mi madre, y mis amigos, «el triclinio»— era siempre el más concurrido de la casa. Todas las visitas, incluso aquellas a quienes nunca supe por qué fastidiaba tanto mi vocación, deseaban curiosearlo, ver lo que allí sucedía. No era yo muy partidario de estas inspecciones, pues las más de las veces concluían en risitas burlonas u otras impertinencias motivadas por mis pinturas y dibujos, todavía, a pesar de su normalidad casi académica, demasiado «locos y extravagantes».
Otras personas, en cambio, además de Servando del Pilar, eran siempre bien recibidas en «el triclinio». Mi hermana Pepita, la primera. Ella tenía permiso para revolver mi querido desorden y hasta para llevarse libros, sobre todo los de ciertos poetas que ya juntos admirábamos. Los otros amigos que podían entrar libremente se llamaban Manuel Gil Cala, Celestino Espinosa y María Luisa, una linda muchacha, nueva compañera de mis hermanas, bastante mayor que yo, a quien dibujaba un gran retrato y de quien me sentía enamorado.
Manuel Gil Cala era poeta, Celestino Espinosa también; María Luisa, nada, es decir, mucho: alta y morena, de inmensos ojos concentrados, lectora de Bécquer y, por aquellos días, de Amado Nervo y Rubén Darío, que Gil Cala nos acababa de dar a conocer. Aquella bastante endiablada María Luisa fue motivo de una muy seria situación, nunca aclarada abiertamente, entre Manuel, Celestino y yo. Sucedía que muchas tardes, ya oscurecido, después de posarme una o dos horas en mi cuarto, María Luisa y yo nos veíamos en secreto en la Glorieta de Salamanca, muy solitaria entonces y misteriosa, apretada de abetos cuyas sombras profundas hacían casi invisibles los bancos. En uno de ellos, siempre el mismo, permanecíamos los dos, a veces sin hablarnos, hasta eso de las diez de la noche, hora en que ella desaparecía, rápida, temerosa de que alguien la descubriera. Mis dos amigos no sabían nada de estas citas, hasta que un día, uno de ellos, Espinosa, no sé de qué manera se enteró, adoptando inmediatamente conmigo una rara actitud protectora, llena de susurradas advertencias y no muy buena crítica para mis relaciones con María Luisa, las que consideraba peligrosas y fáciles de convertirse en un escándalo, dada la creciente amistad de mi familia con la de ella. Nunca supe bien qué sucedió. Lo cierto fue que María Luisa al poco tiempo no acudió más a la misteriosa Glorieta y que Celestino, seguramente para consolarme, me dedicó un poema sobre nuestros amores, con estrofas que aludían a los abetos y a aquel banco escondido entre las sombras. Gil Cala, que en medio de todo esto yo no le suponía enterado de nada, nos sorprendió de pronto a Espinosa y a mí leyéndonos unas apasionadas coplas suyas dedicadas a María Luisa, que los dos escuchamos en silencio, sin dejar traslucir el más mínimo gesto de sorpresa. Después de aquel mal trago, jamás quise averiguar si María Luisa me había traicionado con Celestino y si a éste también lo había engañado con Gil Cala. Pero pasó que entre los tres, a lo largo de nuestra amistad, que fue grande, siempre hubo un oscuro rincón nunca aclarado y que vadeábamos con cierta sonriente habilidad si alguna vez aparecía en nuestras conversaciones.
María Luisa jamás volvió por «el triclinio», aunque su retrato, grande, de cuerpo entero, dibujado al carbón, siguió clavado durante mucho tiempo en la pared de enfrente de mi cama.
Jamás olvidaré mi «leonera», mi cuarto encantador, el que tantas alegrías y tantos angustiosos insomnios presenciara hasta que de él salí definitivamente a mis veintiocho años. ¡Cuántos amaneceres penetraron por su ventana, posándoseme sobre los ojos enrojecidos de fatiga por la huida del sueño! Pero no fueron sólo las albas despaciosas ni los ocasos rumorosos sobre la lejanía guadarrameña los que se entraron siempre en él, iluminándome de rosa la almohada, los libros, mi tablero de dibujante o mi caballetillo de pintor. También un día estuvo abierta su ventana para los ecos de la muerte. El tableteo veloz de unas ametralladoras me sobresaltó el sopor de una siesta de agosto. Venía de Cuatro Caminos, la barriada obrera del oeste madrileño. Yo entonces nada sabía de huelgas, nada comprendía de los justos derechos a la vida de esos hombres llamados proletarios. No entendí bien lo que pasó. Pero supe luego de muertos, de heridos, de encarcelados, escuchando por vez primera los nombres de Largo Caballero, Anguiano, Saborit, Besteiro, Fernando de los Ríos…
Al poco tiempo también oí hablar de Lenin y de los bolcheviques, mas como sinónimos de bandidos o demonios, enemigos no sólo de la religión sino de todo el género humano. Ahora comprendo que vivía rodeado de gentes reaccionarias, incultas en su mayoría, que opinaban así, cerradas duramente a toda luz aclaradora de los hechos, poniendo en sus palabras ese odio cerril tan característico de la abundantísima clase de españoles denominados con tanta justeza «cavernícolas». Sumergido como estaba en mi vocación y apenas un muchacho todavía, aquellos trascendentales sucesos se me escapaban, no dejándome huella aparente, pero quedando al fin registrados en mi memoria.
A Gil Cala, que era ya un hombre, mis padres hacían bastante caso. Pensaban ellos que el ser pintor era una carrera —poco fructífera, eso sí— como la de ingeniero o abogado, cosa que poco tenía que ver con mi desordenada vida de dibujante callejero o mis ventoleras de copista inconstante del Museo del Prado. Así que, después de consultar a Gil Cala, decidieron ponerme un profesor. Esto no me agradó mucho, pues veía peligrar mi libertad conseguida desde los primeros momentos de mi llegada a Madrid. Mas sin grandes protestas, y pensando que podría ser útil para mi aprendizaje, acepté al profesor que me trajo Gil Cala, un buen hombre simpático, perfectamente desconocido, de largos bigotes puntiagudos y que se llamaba Emilio Coli. ¿Qué aprendí yo con él que ya no supiera, en aquellas lecciones aburridas, todas a base de copiar láminas llenas de narices, orejas, pies, manos y ojos? Poco provechosas fueron para mí estas clases; en cambio, para Coli, puesto que las dábamos en la galería de mi casa, sí lo fueron, ya que se dedicaba a flirtear con mi hermana Pepita, niña que empezaba a contar con el encanto de sus quince años. Al poco tiempo, advirtiendo Coli mi cansancio y la inutilidad de pasarme las tardes reproduciendo tanta nariz y tanto ojo, me aconsejó volver al Casón y entregarme de nuevo a las Venus y Apolos de escayola.
Con alegría recuperé mi vida de la calle, corriendo de mañana temprano al palacete de Felipe IV para ejercitarme con más ahínco en el dibujo de las estatuas griegas y romanas. Pocos desvelos causó al profesor Emilio Coli aquel cambio de la galería de mi casa por el Casón, pues desde entonces contadas veces se tomó la molestia de revisar mis trabajos. Esta dejadez suya llegó, por el contrario, a traerme una certeza del vuelo propio, aunque rota, muy de tarde en tarde, por la conturbadora vergüenza que sentía al verlo aparecer detrás de mí, la mirada sonriente y los pinchudos bigotes absurdos clavados —yo era un notorio especialista en Venus— en las partes más apetecibles de la que estuviera dibujando. Recuerdo que una mañana, alguien, un muchacho cualquiera que copiaba no lejos de mí en la misma sala, me preguntó, malicioso, cuando Coli se fue: «¿Tienes maestro?». A lo que yo respondí, sonrojándome, que no, que aquél era un señor amigo de mis padres, aficionado a la pintura, y que había entrado en el Casón por la simple curiosidad de ver lo que yo hacía.
Desaparecido Coli no sé cómo, tuve un segundo profesor, Manuel Mendía, que aún se ocupó menos de mí, no dejando en mi vida ni siquiera el recuerdo divertido de los mostachos puntiagudos del otro. Libre del todo nuevamente, me entregué con verdadera pasión a pintar del natural. Por primera vez salí a los jardines, a los campos y las callejas con una caja de colores enteramente mía, salvado de intromisiones cocineriles y familiares, y ahora, lo más tranquilizador, sin tener que fingir que regresaba del colegio. No olvidaré aquella maravilla de sentarse en verano bajo la sombra de los árboles a interpretar las ondas reflejadas de una fuente, el verde de unas hojas soliviantado por el sol, el violeta cambiante de unos montes, la luz perfiladora de España. (Cuánto mejor que luego, ya abandonada la pintura, dentro siempre de un cuarto, ante un pedazo de papel sin vida o el espantable frío de una máquina de escribir). ¡Oh, sí, pintar a pleno aire, amasar candorosamente los colores y llevarse a la casa, ya por medio de manchas o de puntos, la ilusión de los ojos abiertos a un paisaje! Y es que yo, como correspondía entonces a mi edad y en Madrid, era un imberbe principiante impresionista o puntillista, aunque ya no muy lejos de las otras tendencias —el cubismo y varios ismos más— que con la posguerra habían de volcarse, zamarreándolas, sobre las juventudes pictóricas de todo el mundo.
Influido por no sé qué exposición, vista en Madrid, de malos paisajes pintados con luz de luna, quise yo ensayar lo mismo, marchándome, sigiloso, de mi casa, una noche de claro plenilunio a horas en que supuse que mis padres dormían. Después de recorrer varias calles y plazas de mi barrio, vine a elegir la Puerta de Alcalá, cuyos arcos en sombra hacían aún más rutilante el azul de la luna contra sus piedras de granito. A eso de las tres de la mañana, daba yo por terminado el ancho pórtico aquel de Carlos III y me volvía muy feliz por la calle Velázquez, fascinado con mi primera hazaña de pintor nocturno. Pero todavía mi inocencia ignoraba que para las catoliquísimas familias españolas la ocasión del pecado sólo puede presentarse envuelta en las profundas oscuridades de la noche. Ni siquiera aquella tan luminosa que yo había escogido iba a hacer que mi padre cambiase su tradicional idea. Por la trompada que me dio al llegar, comprendí que para él los diablos tentadores no abandonaban sus prácticas de corrupción ni en medio de los más encandecidos rayos de la redonda diosa de los amantes. Cuando llegada la mañana mostré a los de casa mi Puerta de Alcalá iluminada por la luna, separando a uno de mis hermanos, al mayor, que sonreía burlonamente, le dije:
—Para que veas tú también que se puede salir de noche sin necesidad de ir de putas.
Aquella sonrisita molesta me había hecho comprender que por lo menos él estaba enterado de todo. Luego, a la hora de almorzar apareció mi padre, besándome, sencillo, como lo hacía normalmente, entendiendo yo con esto que me perdonaba o que tal vez estaba arrepentido de su injusta violencia. Ni que decir tiene que aquella misma noche volví a coger mi caja de colores y sin pedir permiso a nadie me escapé a las afueras de Madrid en busca de un nuevo paisaje lunado. Así continuaba yo educando a mi familia, defendiendo mi libertad y haciendo respetar mi queridísima vocación pictórica.
Durante el día, mis sitios preferidos para pintar del natural eran: los jardines del Buen Retiro, con las ingenuas geometrías rusiñolescas de sus parterres, y, en otoño, su solemne paseo de las Estatuas; las románticas avenidas del Jardín Botánico, susurradas de fuentes escultóricas verdeadas por el musgo, llenas de raras plantas y árboles, clasificados bajo nombres que me canturreaba a modo de letanía devota: salix babilónica, sophora colgante, árbol del cielo… Otros de mis lugares favoritos eran los verdes declives de la Moncloa, con el azul del Guadarrama al fondo; las goyescas orillas del Manzanares, ornadas de lavanderas y tendederos flameantes al sol, y, por el este, la infinita llanura castellana, interrumpida en su recto horizonte por el Cerro de los Ángeles. También entonces los viejos cementerios tuvieron para mí un extraño atractivo. Horribles tardes becquerianas de lluvia y viento, me las pasé pintando por sus calles de cipreses y tumbas rotas abrazadas de yedra. El que más me fascinaba era el camposanto abandonado de Santa Engracia. Su patio de párvulos me conmovía profundamente, no sólo por sus ortigas y jaramagos llenos de caracoles, sus lagartijas extáticas al sol, sino por sus inocentes y desgarrados epitafios que a veces me entretenía en copiar en mi cuaderno de apuntes. Uno de ellos, a causa de su tierno y grotesco diminutivo me hacía reír siempre. Exclamaba así la pequeña losa del muertecito aquel de 1870: «¡Ay Serapito mío, hijo del alma!». Era el más trágico de todos.
Ese mismo año, comienzos de 1919, volvía al Puerto. Viaje corto, inesperado, con mi hermano Vicente. Mi padre, que a pesar de su intranquilidad y disgusto por mi nublado porvenir me quería mucho, me dijo una noche, mientras cenábamos:
—Aunque no lo mereces, pues no has seguido, como nos prometiste, el bachillerato, aprovecha el viaje de tu hermano, ya que tanto has deseado volver.
Volver al Puerto siempre seguía siendo el sueño de todas mis horas, sin dejarme de confesar por eso que ya Madrid no era la horrorosa ciudad de mi llegada y que la libertad que en él tenía contaba como algo inapreciablemente nuevo en mi vida de muchacho. Si acepté aquel viaje, lo hice pensando, ahora que me suponía con mayor experiencia, en los mismos paisajes marinos que pocos años antes dibujara y pintara bajo el tutelaje entusiasta de tía Lola.
Si el Puerto me pareció, tal como nunca había dejado de soñarlo, una maravilla, lo encontré triste sin ella, muerta al poco tiempo de nuestra marcha; triste con su colegio jesuita de San Luis Gonzaga, en el que finalizaban aquel año su bachillerato mis viejos compañeros; triste… Triste por tantas cosas: porque tampoco ya existía Milagritos Sancho, aquella inalcanzable niña de pantorrillas gordas que me comunicó el amor desde el pretil atardecido de su blanca azotea, y porque en todo lo que no era aire, el sol, el mar, el río, las casas, los pinares, había caído como un polvo amarillo que lo bañaba de una melancolía de flor a punto de doblarse.
El mes escaso que estuve en el Puerto, aunque dormía en casa de mi tío Fernando Terry, el del coñac, lo pasé con mi primo José Luis de la Cuesta, algo mayor que yo, entusiasta de mis aficiones pictóricas y siempre dispuesto a conducirme en su coche de soberbios caballos a los más distanciados paisajes para mirar, lleno de extrañeza, mi forma rara de pintarlos. De todos los que pinté durante aquellos cortos días, el que más escandalizó, no sólo a él sino a los demás amigos y parientes, fue el patio con el claustro de la abandonada Cartuja de Jerez, cuadro que me salió de una técnica divisionista, más o menos imitada —de esto caí en la cuenta algo después— de Paul Signac. Por los mordientes comentarios que dedicaron a mi obra todos los que la vieron, pude comprender que allí, en mi pueblo, nadie estaba dispuesto a admirarme y que si no me iba pronto llegarían a tenerme por loco, riéndose de mí con esa grosería tan ostentosa de los que se sienten insultados por aquello que no comprenden.
Lo que al regresar a Madrid sentí de nuevo por el Puerto fue la aguda nostalgia de sus blancos y azules, de sus arenas amarillas pobladas de castillos, de mi infancia feliz llena de trasatlánticos y veleras al viento relampagueante de la bahía.