II

Con motivo de no sé qué suceso revolucionario —masónico, según mi tío-abuelo—, ocurrido en España a mediados del siglo XIX, los jesuitas del Puerto tuvieron que escapar momentáneamente de su recién fundado colegio, refugiándose muchos en las casas más ricas de la capital gaditana y pueblos de su bahía. Mi familia fue de las más gustosas en recibir gran número de aquellos listísimos y temerosos padres, cuyos no menos aprovechados descendientes habrían de ser rodando el tiempo mis fríos y hasta crueles profesores. En agradecimiento a aquella labor encubridora de los ricos, decidieron abrir los S. J., tan sólo para los muchachos portuenses, un externado gratuito, que fue adonde me llevó mi madre y donde tuve que soportar, junto a ocios y rabonas reveladores, humillaciones y amarguras que hoy todavía me escuecen.

El colegio de San Luis Gonzaga era muy hermoso. A su enorme extensión y cabida de alumnos debía el ser conocido en toda España por «el colegio grande», así como el madrileño de Chamartín de la Rosa había logrado su distinción de «el gran colegio» por la calidad aristocrática de muchos de sus educandos. Reveladora diferenciación, muy dentro del espíritu de la Compañía.

La situación de aquel del Puerto, ya en las afueras de la ciudad, era maravillosa. Se hallaba limitado: por la vieja plaza de San Francisco, con sus magnolios y araucanos, próxima a la de toros, que nos mandaba en los domingos de primavera, a los alumnos castigados, el son de sus clarines; por una calle larga de bodegas, con salida a un ejido donde pastaban las vacas y becerros que despertaron en mí y otros muchachos esperanzas taurinas; y por el primoroso mar de Cádiz, cuyo movimiento de gaviotas y barcos seguíamos, a través de eucaliptos y palmeras, desde las ventanas occidentales del edificio, en las horas de estudio.

La primera mañana de mi ingreso en aquel palacio de los jesuitas se me ha extraviado; pero, como todas fueron más o menos iguales, puedo decir que llegaba siempre casi dormido, pues las seis y media, noche cerrada en el invierno, no es una hora muy agradable de oír misa, comulgar y abrir luego, todavía en ayunas, un libro de aritmética.

El primer año, no recuerdo si por timidez o demasiada inocencia, fui un alumno casi modelo: puntual, estudioso, devoto, lleno de respeto para mis condiscípulos y profesores. En la proclamación de dignidades del curso salí nombrado segundo jefe de fila. Conocida es la organización de tipo militar que impera en los colegios S. J.: la misma para todos, con pequeñas variantes. El nuestro se componía de cuatro divisiones. A cada una de las tres primeras correspondían dos años de bachillerato, perteneciendo a la cuarta los alumnos de instrucción primaria y los párvulos. El externado formaba una división aparte, separada su sala de estudio. Nuestro contacto con los internos era sólo a las horas de clase, que celebrábamos conjuntamente. La máxima dignidad del colegio era la de príncipe; la mínima, la de segundo jefe de fila. El principado, por lo general, lo alcanzaba únicamente algún hijo de aristócrata, cacique o propietario ricos, gente que siempre pudiera favorecer, de una manera u otra, a la Compañía. Los externos, debido sin duda a nuestra convenida condición de inferiores, no podíamos aspirar nunca a aquella dignidad; se nos permitía sólo conseguir los grados de brigadier, cuestor de pobres, edil y jefe de fila. El uniforme, que en los internos era azul oscuro, galoneados de oro los pantalones y la gorra, consistía para nosotros en nuestro simple traje de paisano. Las dignidades, como en el ejército, usaban estrellas y sunchos en las bocamangas; pero nuestras categorías las marcaban distintos medallones, verdaderos colgajos, horrorosos aún más sobre las democráticas chaquetas. Los diplomas que conquistábamos, ya por una buena aplicación o buen comportamiento, eran de mala cartulina, medio borrosos nuestros nombres escritos a máquina, y no de pergamino dibujado de hermosas letras góticas como los que ganaban con evidente facilidad los internos. Estas grandes y pequeñas diferencias nos dolían muchísimo, barrenando en nosotros, según íbamos creciendo en sensibilidad y razón, un odio que hoy sólo encuentro comparable a ese que los obreros sienten por sus patronos: es decir, un odio de clase.

Este primer año pertenecí también —otro mérito— a la congregación de San Estanislao de Kostka, un santito S. J. que, a juzgar por su aspecto en estampitas y esculturas, debía ser bastante tonto. Él, con san Luis Gonzaga y san Juan Bergman, constituyen la joven trinidad angélica de la Compañía. A seguir el ejemplo de estos tres pálidos adolescentes se nos incitaba en toda plática o sermón. Muchos simpatizábamos más con san Luis. Azucena castísima, la figura del esbelto Gonzaga, patrón del colegio, despertaba en nosotros cierta mezcla de admiración y oscuro sentimiento, muy explicable en aquella edad de precoces deseos ambiguos. Ahora no puedo prescindir de enmarcar a cada una de estas tres virtudes sensitivas en sus horrendas capillitas ojivales barnizadas de claro, fulgurantes los filos de mala purpurina, esa que con el tiempo se va poniendo de un verdoso ocre, cayéndose al final.

Mi educación religiosa corresponde, no ya a la gran época de los altares y cornucopias dorados a fuego, sino a la decadente y lamentable de los oros fingidos, de los resplandores engañosos, de los Sagrados Corazones fabricados en serie y esos necios milagros productivos de una Virgen de Lourdes o un Cristo de Limpias.

He aquí, a base de diversos ejemplos, una tristísima y reveladora escala descendente del espíritu creador cristiano, luego católico, de cuyo último peldaño jesuítico pude bajar a pie, escapándome:

De las sencillas Bienaventuranzas y el ¡Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad!, al descarado y partidista «Reinaré en España y más que en todo el resto del mundo».

Del angustioso, lento y celestial gregoriano, a las cretinas palabras de la Marcha Real española[1], típico producto de la última poética S. J.

De los Autos Sacramentales, de Calderón, al Divino impaciente, de Pemán, pasando por el oportunismo económico-místico de Eduardo Marquina.

Del monasterio del Escorial, a la mamarrachesca y nunca terminada Almudena de Madrid o cualquiera de los últimos templos S. J. de España.

De san Ignacio de Loyola y los padres Mariana, Gracián, Suárez, etc., al reverendo padre Laburu, propagandista político-taurino por cines y teatros anteriores al 14 de abril.

De los granates, amatistas, esmeraldas, topacios y perlas verdaderos de los mantos sagrados, a la bisutería de bazar —¡oh mortecinos culos de vaso!— más pobretona y cursi.

De los desvelados imagineros españoles, a las industriales fabricaciones del aburguesado, relamido y standard Sacre Coeur con su rabioso corazón colorado sobre la camiseta.

De la fe con grandeza, llena de truenos y relámpagos, a la más baja hipocresía y explotación más miserable.

Resumiendo: del oro puro de las estrellas, a la más pura caca moribunda.

De esta humana materia rebosaba el alma de la Compañía de Jesús cuando yo ingresé en el colegio del Puerto. Allí sufrí, rabié, odié, amé, me divertí y no aprendí casi nada durante cerca de cuatro años de externado.

¿Quiénes fueron mis profesores, mis iniciadores en las matemáticas, el latín, la historia, etc.? Quiero dejar un índice, no sólo de aquellos padres y hermanos que intervinieron en mi enseñanza, sino también de aquellos que ocupando otros puestos en el colegio entreví por los corredores o entre los árboles de la huerta, no tratándolos casi.

El padre Márquez, profesor de Religión, al que llamábamos, seguramente por su sabiduría, «la burra de Balaán».

El padre Salaverri, profesor de Latín, un peruano con cara de idolillo, quien por sus arrebatados colores había recibido de uno de sus alumnos, el sevillano Jorge Parladé, un sobrenombre algo denigrante: el de «Enriqueta la Colorada», popular prostituta trianera.

El padre Madrid, profesor de Nociones de Aritmética y Geometría, pálido y muy perdido en el amor de sus discípulos.

El padre Risco, profesor de Geografía de España, ñoñísimo poeta y autor, además, de estupidísimas narraciones edificantes.

El padre Romero, profesor de Historia de España, también amoroso de sus alumnos. (Tal bofetada me pegó una vez este padre, que aún hoy, si lo encontrara, se la devolvería gustoso).

El padre Aguilar, hermano de yo no sé qué conde de Aguilar, andaluz, jesuita simpático y comprensivo, hombre de mundo, suave en sus castigos y reprimendas.

El padre La Torre, profesor de Álgebra y Trigonometría, agraciado con el mote de padre «Buchitos», a causa de sus inflados carrillos desagradables.

El padre Hurtado, profesor de Química, cenicientos de caspa los picudos hombros de vieja escoba revestida.

El padre Ropero, profesor de Historia Natural, semiloco, saltándole, de pronto, del pañuelo, al sonarse, mínimas y electrizadas lagartijas, cogidas en el sol de la huerta.

El padre Zamarripa, rector del colegio, máxima autoridad, vasco rojizo, larguirucho y helado, cortante y temible como una espada negra, aparecida siempre en los momentos menos deseables.

El padre Lirola, padre espiritual, sentimentalón e inocente, estrujando más de lo necesario contra su corazón dolorido, y en la soledad de su cuarto cerrado, a las alumnas almas descarriadas.

El padre Ayala, prefecto, sucio, casposos también los hombros recargados, surgida sombra vigiladora en sordos pasos de franela.

El padre Fernández, presumido, elegante, lustroso, quizás el único jesuita que recuerde peinado a raya. Se distinguió, durante los dos años que tuvo bajo su tutela la división de los externos, por su bondad hacia mí e inesperada delicadeza ante nuestra situación de alumnos gratuitos.

El padre Andrés, desgraciado mártir de nuestras atrocidades y cafrerías. Segundo tutelar del externado.

El padre Lambertini, italiano, fino, enfermo, buen hombre, confesor mío, pero siempre oloroso, durante el desahogo de mis pecados, a café con leche del desayuno.

El hermano «Legumbres», llamado así por enviarnos continuamente y sin motivos justificados a comernos su mote. (Los alumnos de tercer año sabíamos, y lo comentábamos secretamente, que este hermano se masturbaba al sol contra un apartado eucalipto de la huerta).

Recuerdo también al hermano enfermero, al hermano portero, al hortelano y otros que sólo conocí de vista, no hablando con ellos nunca.

De los compañeros que comenzaron conmigo el bachillerato y lo continuaban todavía el mismo año que yo lo abandoné por trasladarse mi familia a Madrid, me acuerdo sólo de muy pocos. Escasa huella debieron dejar en mí, cuando hoy apenas si sus nombres me suenan en la memoria. Sin embargo, de los internos, por su antipatía y provinciana vanidad, puedo representarme ahora a Jorge y Enrique Parladé, sevillanos, hijos de ganaderos, muy queridos y halagados de los jesuitas, injustamente favorecidos en clase, no pasando de ser un buen par de burros andaluces; a Galnares Sagastizábal, otro sevillano, raquítico y ya engominado el pelo, pero bien dispuesto para las matemáticas; a Guzmán, emperador romano o cartaginés en la clase de latín; a Claudio Gómez, un cordobés, agrio y oscuro, con cara de rifeño, hijo de no sé qué cacique de Montero o Pozoblanco; a José Ignacio Merello, primo hermano y condiscípulo mío en el colegio de doña Concha, pero que al ingresar interno en el de San Luis Gonzaga noté en él cierto mal disimulado desvío subrayado de orgullo, muy ofensivo y triste para mí, tan amigo suyo de juegos y travesuras por los patios sombríos de las bodegas; a Eduardo Llosent, siempre con camisas flamantes y corbatas deslumbradoras; a Sánchez Dalp, a Ponce de León, a Pemartín, a Osborne, a Estrada, etc., hijos todos de grandes cosecheros de vinos o terratenientes, futuros propietarios de ilimitadas extensiones de viñedos, olivares…

De los externos, o sea del proletariado escolar, me acuerdo de los hermanos Bootello, algo mejor tratados que los demás por ser su padre jefe de la estación del Puerto y obtener los S. J., mediante su influencia como empleado en la Compañía de Ferrocarriles, no sé qué rebaja durante los exámenes de junio, época en que los alumnos de San Luis Gonzaga ocupábamos diariamente los trenes que iban a Jerez por depender nuestra ciudad de aquel instituto; a José Murciano, que murió una tarde de marzo y fuimos todos con el padre Fernández a darle tierra en un cementerio de las afueras, camino a Sanlúcar; a Gutiérrez, un gitano bronco y atravesado, no muy envanecido de su padre, albéitar y herrador; a Cantillo, pequeño y siempre helado, con un cuello redondo de almidón y una chalina rosa, hijo del teniente de la guardia civil; a Porreyro, de cuya madre se decía ser una prostituta de la calle Jardines; a Juan Guilloto, hijo de una esbelta y fina mujer llamada Milagros, no sé si costurera alguna vez en nuestra casa.

Este Guilloto, algo más chico que yo, ha venido, después de veinte años, a convertirse en el compañero mío de colegio más digno, más extraordinario, borrándome casi del sentimiento y la memoria a esos otros que sólo son ya un nombre, un rasgo o una mínima anécdota.

Era en Madrid y por los grandes días heroicos de noviembre de 1936. El Quinto Regimiento me había llamado una lluviosa tarde bombardeada para recitar por su emisora unos romances y poemas míos sobre la defensa de la capital. En el recibimiento de aquel palacete conquistado me paró, de pronto, cuando ya me marchaba, un jefe de milicias, un joven comandante.

—Yo te conozco mucho a ti —me dijo, con acento andaluz, dejándome una dura mano sobre el hombro—. Soy Modesto.

—¡Modesto! ¿Quién no te conoce de oídas? Pero yo te veo por primera vez.

—Es que mi verdadero nombre es Juan Guilloto. Del Puerto. Hemos estado juntos en el colegio de los jesuitas.

Le di un abrazo, lleno de orgullo.

—¡Si lo supiera el padre Andrés! Seguro que en el Puerto no sospechan nada.

—Ni siquiera mis padres. La prensa facciosa se mete mucho conmigo: me llama jefe de partida, forajido, ruso… ¡Y no saben que soy un tonelero de la provincia de Cádiz!

Pasamos a un saloncillo, donde nos sirvieron coñac. ¡Qué enorme alegría aquella sorpresa! Sentía la honrada vanidad, el digno orgullo de quien descubre algo que ya sabe ha de darle prestigio en el tiempo; porque aquel muchacho andaluz era un héroe, y yo me lo representaba de niño, de amigo de mi infancia, adquiriendo de pronto esta lejanía una grata presencia, iluminadora de conjuntos paisajes olvidados.

¿Qué verdadero niño andaluz no ha soñado alguna vez en ser torero? Daba la espalda del colegio a un gran ejido de retamas, adonde iban a pastar las vacas y torillos de mi tío José Luis de la Cuesta. A los once años de edad, y sobre todo cuando se alimentan ilusiones taurinas, se es ya todo un valiente. Íbamos unos cuantos, a la hora del latín o las matemáticas —Luis Bootello, José Antonio Benvenuti, Aranda…—, alumnos del segundo y tercero de bachillerato, dispuestos a apartar un becerrillo o lo primero que se nos arrancara. Juan Guilloto, aunque menor, nos acompañaba algunas veces; también, de cuando en cuando, se nos añadía un gitano apodado «la Negrita», algo mayor que nosotros y que contaba con nuestra admiración por haberse tirado al ruedo en una novillada y terminado en la cárcel.

Llegaba el momento de separar la fiera. Pero los zagales vigilaban. Había, por lo menos, que distraerlos o eliminarlos de su custodia. Momento peligroso. Los imberbes toreros nos íbamos acercando separadamente al ganado, con los bolsillos cargados de piedras y una reserva de municiones que Juan Guilloto iba recogiendo en su gorra y amontonando tras las prudenciales retamas. Como señal de ataque sonaba un silbido. Y, antes que los guardianes pudieran defenderse, la pedrea diluviaba sobre sus desprevenidas cabezas, obligándoles a correr o a tirarse por tierra para no morir descalabrados y evitar de este modo la respuesta de sus hondas de pita. Mientras el combate, el que podía apartaba el becerro, que a veces se convertía en espantosa vaca, astada locomotora que nos largaba en fuga, viéndonos envuelta la retirada en el despavorido ganado y un torrente de piedras e insultos. Cuando la corrida podía verificarse, consistía entonces en unos desordenados chaquetazos, varios revolcones con pateaduras, traducidos luego en indisimulables agujetas y negros cardenales. Aquellos golpes y magulladuras, a pesar del callado dolor que nos causaban, eran nuestro orgullo. Pensábamos en las grandes cornadas de los famosos matadores, recibidas entre un delirio de abanicos y aplausos por los ruedos inmensos. Y luego, las conversaciones ilusas, los entusiastas comentarios. En ellos figuraban con insistencia «la enfermería oscura de las plazas, el yodoformo, el paquete intestinal, la gangrena, la rotura de femoral o la muerte instantánea por choc (¡!)», palabras éstas aprendidas de los revisteros taurinos, pronunciadas a veces con más terror que valentía por el misterio que encerraban aún para unos incipientes y vagos estudiantes como nosotros.

—Estas conversaciones —me recuerda Modesto— solíamos celebrarlas entre un hartón de higos chumbos o almendras verdes robadas en los huertos, de los que preferíamos sobre todo el de tu tío José Luis. Siempre este pobre tío tuyo era el más perjudicado…

—Como que un día le toreamos una vaca preñada, haciéndola abortar, yéndose entonces, furioso y con razón, a quejar a mi madre, quien me acusó al padre Ayala, poniendo en un grave peligro mi vocación taurina.

—También —continúa recordando Modesto— robó una vez «la Negrita» a tu tío un montón de cebollas y tomates…

—… que me restregó contra una paletilla, dejándomela como ensalada, para aliviarme del ensañamiento que puso en su pateadura aquel becerro colorado.

¡Época extraordinaria, en la que ingenua y seriamente soñábamos con un porvenir lleno de tardes gloriosas, fotografiados en revistas, viendo popularizada nuestra gallarda efigie en las cajas de fósforos!

—Pero quizás tú no sepas, Modesto, cómo acabaron mis pretensiones toreras. Tú conocías muy bien a Manolillo el barbero, el de la calle Luna, gran aficionado. A él se le ocurrió, una de las veces que me trasquilaba, dejarme la coleta. De sus manos salí aquel día con un pico de pelo, que me asomaba bajo la coronilla como la nariz de un gran garbanzo. Al principio no se notaba, y sólo se lo confesé, mostrándoselo con orgullo, a Benvenuti, que era quien más en serio pensaba convertirse en matador de toros. A los dos meses, aquello había crecido demasiado, obligándome a quitarme apenas la gorra y a tapármelo en clase con la mano, adquiriendo así una forzada postura de alumno pensativo bastante sospechosa. Pero al fin llegó el día en que mi secreto lo iba siendo a voces. Un hermano mío lo sabía y hasta algunos pequeños de instrucción primaria, a quienes de cuando en cuando yo les dejaba tocar aquel rabillo trenzado, imposible ya de esconder y sujetar entre el resto del pelo, a distinto nivel. Y llegó la denuncia. Fue en clase de francés. Un interno que tenía detrás. Descuido mío. Una imprudencia de la mano que me servía de tapadera. El interno (no recuerdo su nombre) tuvo que descubrirlo. Era demasiado notorio, demasiado indecente aquel colgajo. ¡Horror! Una carcajada.

»—¿Qué significa eso?

»—Mire, padre Aguilar.

»Éste se levantó, severo, interrogante, pero sin descender del estrado.

»—Explique los motivos de esa risa.

»—¡La coleta de Alberti! ¡Mire, mire!

»Gran escándalo. La clase entera, de pie. Y la mirada del padre Aguilar, dura, como un estoque, entrándome en el alma. La vergüenza creo que me hizo enrojecer hasta las raíces del amenazado símbolo taurómaco, que yo trataba de ocultar aún entre mis dedos temblorosos.

»—¡Silencio! —ordenó el profesor de lengua francesa.

»Entonces, Benvenuti, que se hallaba sentado junto a mí, sacando un cortaplumas desafilado, mohoso, de esos que anuncian el coñac Domecq, me la cortó de un terrible tirón inolvidable, lanzándola sobre la mesa del padre Aguilar, quien con un irreprimible gesto de asco la arrojó al cesto de los papeles. Ya sin coleta me sentí derrotado, viejo, como ese lamentable espada cincuentón que sobrevive a sus triunfos.

—No sabía yo eso —comenta Modesto, ruidoso de risa—. Es que en los jesuitas estuve sólo un año. Mis padres eran pobres… Necesitaban ayuda… Me colocaron entonces en las bodegas de don Edmundo Grant, de las que me echaron a los seis meses, pasando a la farmacia de Lucuy (esquina a calle Larga y Palacios, ¿te acuerdas?), donde aprendí a hacer sellos para la gripe. Pero de aquí también me echaron por jugar a la rana con esos embudos de cristal que usan los boticarios. Les tiraba perrillas desde lejos… Rompí algunos… Y Lucuy me mandó con viento fresco…

Modesto —claro que sin saberlo— empezaba a contarme su vida con el mismo aire de estilo que el Lazarillo de Tormes u otro picaresco personaje: vida graciosa y amarga de niño popular español, siempre héroe de miserias anónimas y legendarias grandezas.

—Cambié mi oficio de farmacéutico por el de tonelero, metiéndome como aprendiz en la aserradora mecánica de don José María Pastor. Allí trabajé hasta que me tocó el servicio militar, y entonces pasé a Cádiz, ingresando en el Primer Regimiento de Artillería de Costa. Por escaparme al Puerto sin permiso, me castigaron con seis meses de cárcel. Mas, como después de esto mi situación era difícil, solicité con otros compañeros ir a África, consiguiéndolo y llegando a conquistar los galones de cabo en el Cuarto Grupo de Regulares de Larache. Pero por haberme emborrachado, los perdí al poco tiempo. A todo esto, mi servicio tocaba a su fin, acercándose la hora de la licencia. Pero, bajo el pretexto de la borrachera y una estúpida bronca con un guardia civil, logré en lugar de la vuelta a mi casa el destierro en un campo de trabajos forzados. Un día, harto, aburrido, y sin papeles de ninguna clase, me fugué… Pero con mala suerte, porque en cuantito desembarqué en Cádiz me echaron el guante, yendo a dar en los calabozos del cuartel de Infantería. Al cabo de unos meses, y después de haberme ganado la confianza de algunos oficiales, pedí permiso para comer fuera. Me lo dieron. Y ¡listo, pájaro! Cogí el tren para el Puerto, tomándome la licencia absoluta.

En París, continúo estas memorias, estos queridísimos recuerdos de mis primeros años en el mundo, esta dulce, triste y alegre arboleda perdida de mi infancia. Son las cuatro y cinco de la madrugada. Día seis de octubre. La guerra, otra vez. ¡Qué vacaciones más cortas, Dios mío! Cuando apenas comenzaba a comprender de nuevo lo que es el caminar tranquilo por una ciudad encendida, he aquí que Francia entera se apaga de pronto, sonando las sirenas de alarma en París y los primeros cañonazos en la línea Maginot. Aquí vivo, desde el doce de marzo. El día seis del mismo mes salí de España, de mi preciosa y desventurada España, camino de Oran. («Servía en Oran al rey…»). Camino celeste, porque fui en avión, por los cielos del Mediterráneo. En Elda (Alicante), última estación del gobierno de la República, vi a Modesto. También, al doctor Negrín. A Modesto, por última vez. En el jardinillo de la casa de los generales Hidalgo de Cisneros y Cordón, donde María Teresa y yo nos alojábamos, inició Modesto para nosotros, en la noche de apariencia tranquila, unos pasos de bulerías, con el magnífico estilo del mejor bailador gaditano. Se rió. «Un día que estemos solos bailaremos. Pero tiene que ser solos», recalcó mirando a todas partes. Aquella misma madrugada se insurreccionó la plaza fuerte de Cartagena, izando bandera monárquica en sus fortines. Horas después, en Madrid, el coronel Segismundo Casado se alzaba contra el gobierno Negrín, regalando a Franco nuestra dura, adorable, invencible capital heroica, asombro del mundo durante más de dos años. Camino de Oran, nos perdimos; por poco si caemos en Melilla. Minutos después que el nuestro, aterrizaba otro avión en el mismo aeródromo trayendo a Pasionaria. El corazón de España había sido vendido, traicionado, de nuevo.

Con el alma llena de sangre nobilísima y los oídos de explosiones, he andado por las calles de París y vivido con el grande y humano Pablo Neruda, verdadero ángel para los españoles, en las orillas del Sena, 31, Quai de l’Horloge. A mediados de agosto, con el natural fin de no morir de hambre y evitar el ser carga para los nada espléndidos miedosos franceses, María Teresa y yo aceptamos de la radio Paris-Mondiale, por sugerencia y recomendación de Picasso, un modesto ofrecimiento de simples traductores para las emisiones castellanas dirigidas a la América Latina. ¿Qué llevo hecho en estos meses? ¿Qué he producido? Apenas nada. Sólo he visto morir de hambre y persecución a muchos buenos españoles y alejarse de las costas de Europa a muy buenos amigos. Pero ya hablaré de esto algún día. Los presentes son demasiado duros, demasiado tristes para escribir de ellos. Quiero volver a aquellos otros de mi infancia junto al mar de Cádiz, aireándome la frente con las ondas de los pinares ribereños, sintiendo cómo se me llenan de arena los zapatos, arena rubia de las dunas quemantes, sombreadas a trechos de retamas.

¡Las dunas! Durante las rabonas, que decidí conocer y disfrutar a principios del tercer año, ellas fueron, con su arena dorada y movediza, mi refugio ardoroso, mi fresca guarida, mientras las duras horas de las matemáticas y los rosarios del atardecer. Bajo unos árboles como verdes bolas, que por allí llaman transparentes, quizás a causa de lo separado y largo de sus ramas, sólo pobladas en los extremos, nos instalábamos, tomándolos por tiendas. ¡Alegres bienteveos desde donde, enterrados los libros y la ropa, bajábamos a la orilla ya desnudos, libres de teoremas y ecuaciones! ¡El mar de Cádiz! ¡Qué armonía, qué rayadora claridad me traen estas palabras! (Y también, cegador, el soneto de Lope:

Esparcido el cabello por la espalda,

que fue del sol desprecio y maravilla,

Silvia cogía por la verde orilla

del mar de Cádiz conchas en su falda…).

Sólo los niños ciegos, buenos y tontos del colegio no han conocido aquellas horas radiosas, llenas de viento y sales, tembladoras del blanco de las salinas hacia Puerto Real y la isla, suficientes para empapar toda la vida de una infinita luz azul, ya imposible de desterrarla de los ojos. Cuando me muera, si es que a mi cuerpo no lo manda a la nada una bomba de Europa, que me abran los ojos suavemente; ésos verán cómo se les albean los dedos de espuma de la playa y las uñas de fina arena; y en mis pupilas, igual que dos minúsculos esteros de cristales, redonda y perfecta la bahía, llena de velas gaditanas, con mis ciudades primorosas en círculo, balanceadas de mástiles y chimeneas.

—Mira. A éste ya le han salido los pelos.

—Es que es mayor que tú.

—Sí, tengo doce años.

—Pues a mí ya me pasa otra cosa. ¿Queréis verlo?

Curiosos y avergonzados a un tiempo, porque casi sabíamos lo que iba a suceder, dijimos que sí. Todos, desnudos como estábamos, nos sentamos haciendo corro a la puerta del transparente. El alumno aquel presidía la rueda. Nadie hablaba. El alumno, al sentarse, había dicho muy lentamente:

—Estoy ya en quinto año. Estudio fisiología…

Era el mayor de todos. Ninguno comprendíamos el porqué de su incorporación aquel día a la rabona de los de segundo y tercero, como tampoco su jactancia al citarnos aquella asignatura de quinto. ¡Fisiología! Palabra extraña, con resonancia de jardín vedado, prohibido. ¿No trata eso de mujeres desnudas? Y, si es así, ¿cómo en un colegio cristiano se permiten tales estudios? Creíamos haber visto, sólo de refilón y no sabíamos dónde, anchas láminas rosas de abiertos cuerpos femeninos, encabezadas con un letrero junto a un número: FISIOLOGÍA, N.º 1, N.º 2…

Mirábamos, silenciosos, al alumno, que con la cara triste y los ojos perdidos comenzó a agitar el puño agarrotado entre las sombreadas ingles entreabiertas, sucios aún los dedos de arena húmeda y caliente. Vibrante, rastrera, la uña de león le lamía los muslos. ¡Ah! ¿Cuánto nos faltaba para que aquel milagro emergiera también de nosotros? Éramos sólo alumnos de segundo y tercero: estudiantes de historia, de latín… Hasta dentro de dos o tres años no lo seríamos de fisiología… Pero, entonces… ¡Oh!

Aquella tarde, todos volvimos tristes y pensativos a casa. Por el camino nadie habló. Después, el estudiante de fisiología se mostró reservado con nosotros, y nunca más quiso participar en nuestras rabonas de las dunas.

Un día, al siguiente de uno de estas continuas faltas a clase, pasado en la playa jugando, como de costumbre, libre de toda ropa y ensayando, a veces, reproducir con los demás el milagro del estudiante de quinto año, el padre espiritual me llamó inesperadamente a su cuarto.

—Hijo mío —susurró, ya bien asegurada con llave la puerta y haciéndome reclinar la cabeza contra el pecho de su sotana—. Estoy muy disgustado contigo. ¡Si se enterara el pobrecito de tu tío Vicente, que es un santo! Lo que tú haces con esos otros diablos es uno de los pecados más graves que pueden cometer los niños. ¿Piensas que no lo sé?

—¿El qué, padre? —Me atreví a preguntarle aterrado y acordándome súbitamente del alumno de fisiología.

—Nada. Me avergüenza decirlo.

Y me estrujó más duro contra su sotana, besándome en la frente.

—¡Padre! —Respiré, muerto de miedo.

—Dios os ha visto. A ti, especialmente.

Hubo un silencio triste lleno de zumbidos de moscas. El padre espiritual continuó. Como me tenía apretado un oído contra los botones de su sotana y con el abrazo me obturaba sin darse cuenta el otro, su voz me llegaba de lejos, como a través de una pared acolchada.

—¿Qué consigues con eso, niño? Disgustar a Él y disgustarme a mí, únicamente. Porque no se trata sólo de un daño para el alma, sino de algo muy malo para el cuerpo. ¿Me prometes no hacerlo más? El padre prefecto no lo sabe. Te expulsaría del colegio, si yo se lo dijera. ¿Me lo prometes? ¡Si el pobrecito de tu tío Vicente se enterara!

Aquella misma noche, un alumno de sexto año le contó todo a mi hermano Agustín, quien me lo repitió serio, pero quizás mordiéndose la risa:

—El padre Hurtado, desde el salón de Física, os ha visto con el gran anteojo…

Entre los acusados, voló el descubrimiento, llenándonos a la vez de asombro y pánico. Era verdad: mirando a Cádiz, un gran anteojo de larga vista se asomaba por una de las ventanas que caían a la huerta.

A partir de ese instante, nuestras rabonas y licencias naturales se realizaron en otra ondulación de la duna, desde donde no divisábamos siquiera los pararrayos del colegio.

Aunque, como digo, faltaba muchas veces a clase, la de Historia de España, por lo general, no solía perdérmela. Estudiábamos el texto, muy florido de estilo y agradable, de un catedrático del instituto de Cádiz: Moreno Espinosa. Mi especialidad eran las fechas. No había batalla de la que no supiera el año. Y, sin querer, impuse que todos mis compañeros las aprendieran.

—El que en los exámenes de fin de curso no las sepa al dedillo, recibirá un suspenso —amenazó el padre Romero, profesor de la asignatura, ante un encerado donde yo, durante el cautiverio de unas horas en aquella clase por no recuerdo qué falta, había casi dibujado con tiza el lugar y fecha de cuanta batalla aconteciera en la historia de España.

Los discípulos me odiaron. En los exámenes hubo muchos suspensos por mi culpa, pero mi nota fue la de sobresaliente, con derecho a matrícula de honor.

De aquel metafórico libro recuerdo todavía parrafillos retóricos y sonoros, que no he dejado nunca de repetir con éxito siempre que tuve ocasión de intervenir en esas frecuentes y divertidas conversaciones sobre la beodez, o candidez, de los textos de aquella época.

Sentenciaba, redondo, Moreno Espinosa, con motivo de los fenicios:… y todo esto sucedía en tiempos del inmortal y envilecido Sardanápalo y la libidinosa Semíramis.

En la misma lección, este final lleno de ritmo y que la clase entera se desvivía por cantarlo:…porque ellos nos trajeron: en su lengua el alfabeto, en sus dedos la moneda y en las velas de sus naves el soplo civilizador del Oriente.

Y aquella lección que comenzaba: Merced a la Filología comparada, sabemos hoy

De otros textos, aun de los más lejanos e infantiles, también me bailan en la memoria líneas y páginas enteras, que hasta yo mismo, solo, me las repito para divertirme.

Del Juanito, y de cuando estaba en el colegio de las Carmelitas: No, no. Yo no debo morir. Mi Cecilia está muy mala: le ha picado una víbora… Sería una mala madre… No, no

También de este sin par y arcangélico libro: «Cuentecillo». Juanito, que es un niño muy malo, saltó un día una tapia, robando la más hermosa pera que había en todo el huerto. Mas cuando ya marchaba confiado, ocultando su robo, oye una misteriosa voz que le grita: ¡Dios te ha visto, picaruelo!

De todas las frasecillas que andan rabeando por mi cabeza, esta última es la preferida y, sobre todo, su delicioso diminutivo: picaruelo. Hay otras palabras, aprendidas entonces, que me hacen feliz siempre que las tropiezo. ¿Podría existir en nuestro idioma algo más gracioso y ridículo que las calificaciones de badulaque, mentecato, o que la exclamación ¡caspita!?

Como todo escritor, tengo mis preferencias y mis odios. Desde muy joven, arranca en mí una especial antipatía y rigurosa aversión hacia el sustantivo voluptuosidad y, sobre todo, hacia su forma adjetiva: voluptuoso. ¡Horror! Se me llena la boca de saliva y se me encogen las uñas del pie izquierdo cada vez que lo escucho o lo veo escrito. ¡Voluptuoso! Incluso en francés es reventante. Sólo Baudelaire me lo ha hecho aceptable en el estribillo de su «Invitation au voyage»:

Là, tout n’est qu’ordre et beauté,

luxe, calme et volupté.

También detesto el sustantivo terruño. En toda mi obra, poesía o teatro, jamás encontraréis estas odiosas palabras. Y me juro nunca manchar con ellas ninguna página futura.

… De lo que sí manché mucho mi alma en el colegio de San Luis Gonzaga fue, como ya dije, con ejemplos, del pecado contra la castidad, mezclado necesariamente con el de la mentira. Mi segundo guía espiritual era el padre Lambertini, italiano. ¡Cuántas veces, al sonsacarme, en la confesión, los pecados, me reprendió dura y retóricamente!

—Si te pudieras ver el alma, morirías de horror. La tienes sucia, lo mismo que un cendal manchado de barro. Porque, si al alma la ennegrece la lujuria, es el mentir quien la pone más negra todavía. Pecas, y niegas la falta. Es decir, que pecas doblemente…

Era entonces Paquillo, el hijo del cochero, mi compañero de pecado. La ocasión tenía siempre forma de ventana, una alta mirilla abierta sobre un tejadillo verdinoso. Subíamos a él misteriosamente, ya caída la tarde, y nos tendíamos a la orilla de aquel cristal como al borde de un charco. Esto solía pasar muchos domingos, durante las vacaciones, y en casa de mi tío Vicente. Esperábamos, contenido el aliento, llenos de sofoco. A veces, no sucedía nada. El cristal se iba poniendo negro, paralelo a la noche, reflejando la luz de la primera estrella. Pero cuando pasaba lo que ansiábamos… ¡Oh! Entonces, se encendía de debajo, subiéndonos un resplandor velado, como el de una bujía sumergida en lo profundo de un estanque. Y veíamos, allá en lo hondo, contra el pálido amarilleo de una estera de juncos, a mi tía Josefita, joven aún, cambiarse de traje, revelándosenos en camisa —una camisa larga y triste—, durante unos momentos. Arrobados y mudos, el hijo del cochero y yo nos quedábamos luego en el tejado hasta la hora de la cena.

¡La castidad! ¡La castidad!

En aquella atmósfera de catolicismo loco y exageraciones beatas, ¿cómo no conservar en los ojos, llenos de espanto y a la vez de dulzura, la imagen fugaz de la hermana o la madre desnudándose, o de la prima y la hermana sorprendidas, de pronto, en la jira campestre, orinando juntas, larga la boca de sonrisa, tras de las jaras del pinar del Obispo o las retamas playeras?

¡Oh, Dios, qué gran pecado! ¿De qué modo decirlo al día siguiente y sin temblor al padre Lambertini? ¿Qué responderle a la insistente y temida pregunta?: «¿Has pecado contra la castidad, y cuántas veces?». ¡Horror! ¡Horror! ¡Horror!

—No, padre, no. Hace mucho tiempo que no. Créame.

La mentira era entonces la única defensa, el único medio de calmarle las iras al confesor y poder dirigirse, aterrado y sacrílego, hacia el comulgatorio.

Al masturbarse, en Andalucía, se le llama «hacerse la paja».

Llenas de pajas están las azoteas, las orillas del mar y las piedras de los castillos. ¡Primeras pajas infantiles, yo os saludo, libre ya de remordimientos, por lo bello y elemental que teníais bajo aquel sol en aquella bahía, entreviendo, mientras, contra el cielo, las primeras imágenes de niñas o mujeres que la sorpresa y el intento pusieron en mis ojos!

En la época de las pajas estalló la gran guerra de 1914. De su primer año no sé nada. Sólo recuerdo una palabra que seguramente aprendí entonces: ultimátum. Hasta casi a los dos años de empezada la contienda, no le tomo afición e interés. Entretanto…

Mi padre seguía de viaje por el norte de España, y la familia, mamá con sus seis hijos y Paca Moy, nos habíamos mudado de casa: vivíamos ahora en una de la calle Neverías, calle de los helados y refrescos durante las noches de verano.

Mi hermano Vicente, el mayor, había terminado ya el bachillerato, y poco después lo mandaron a Cádiz para estudiar ingeniería, la «carrera de ingeniero», como recalcaba, orgullosa, la vieja sirvienta. Era un muchacho guapo, alto, rubio y con ojos azules. En la Andalucía atlántica abundan mucho los ojos de mar clara y los cabellos casi verdes, encendidos. Gitanos gaditanos, rubios y con apellidos alemanes, los he visto acampados bajo los puentes del Guadalete, por la vega de Jerez, y en Sanlúcar de Barrameda, junto a las bocas del Guadalquivir. Mi familia está llena de preciosas muchachas morenas y albas, meridionales y nórdicas a un mismo tiempo. Cuando los vinos de Jerez y del Puerto se internacionalizan, viajando, mi bisabuelo, don Vicente Alberti, es a la vez uno de los principales reyes y embajadores del zumo de las vides gaditanas en su expansión hacia el norte de Europa. Los soberanos de Suecia, Noruega, Dinamarca y los zares de Rusia lo nombran proveedor de sus reales manteles. También Inglaterra se aficiona a las viñas olorosas de aquel rincón de Cádiz. Hombres escandinavos, como los patos de sus fiords, que vienen por las landas francesas, los llanos y los montes de España a invernar en las cálidas marismas del Guadalquivir, llegaron a los muelles de Cádiz y se establecieron por aquellos riquísimos y extraordinarios pueblos. Las soleras, los vinos generosos, los moscateles tostados, los casi negros, los vinos claros del majuelo jerezano y los amontillados coquineros, se europeizan, se universalizan. Italianos, ingleses y alemanes van llegando también. Los Domecq, de Francia, los Burdon, los Gordon, los Osborne, los Pemartín, los Ivison, los Byass, los Bolin, y más tarde los Terry, los Ahupol y los Grant empiezan a resonar desde Puerta Tierra hasta Sanlúcar. En su mayor parte, vienen atraídos por el olor del vino, pero con la bolsa vacía. Siempre oí contar a mi madre que el primer Osborne era un inglés pobrísimo, de pantalones remendados, que apareció por las plazas y las calles del Puerto vendiendo estampas y rosarios y otras devotas chucherías.

Ellos son los ojos azules, son los cabellos rubios, son, luego, también, toda esa romántica y fina Andalucía que va desde Cádiz, bordeando Gibraltar, hasta los limonares, los claveles y las viñas sagradas de Málaga.

Mi bisabuelo don Vicente Alberti, al casarse con una Merello, hija de otro italiano oriundo de Génova, tiene cinco hijos: Agustín, Vicente, Julio, Ernesto y Eduardo, quienes prometen de rodillas, ante el lecho del padre moribundo, no separarse nunca y cultivar unidos aquella maravillosa herencia vinícola. Pero, entre la vida fastuosa de Agustín, los negocios desafortunados de Vicente, la mala cabeza de Ernesto, la haraganería de Eduardo y la indiferencia de Julio, todo esto compaginado con la más perfecta y loca beatería, se bebieron la herencia, llenándose de acreedores, que poco a poco van haciendo pasar a sus manos las atestadas y húmedas bodegas.

Entre éstos, uno de los principales son los Osborne, quienes al cabo de los años se convierten en monopolizadores de la riqueza vinícola portuense. Aunque los hijos de mis tíos-abuelos y otros continúan siendo por un tiempo pequeños propietarios, son Osborne, en el Puerto, y Domecq, en Jerez de la Frontera, los que se alzan con el reino de Baco, arruinando a las casas menores.

Víctima de este imperio fue mi padre, a quien Osborne, que antes sólo exportaba sus vinos a Inglaterra, nombra agente general en España, mandándolo a la zona cantábrica y gallega, al principio como embajador del Fino Quina y el Fino Coquinero y, luego, de un coñac, creado exclusivamente para combatir el Domecq. Así, me paso años enteros sin verle, ignorando su cara, no recordando ni su voz. Sé que mi padre era un hombre honesto, en extremo trabajador, además, según oí repetir veladamente, de gran amante y bebedor de los caldos que representaba, continuando así la tradición familiar y coquinera.

Al caer de la tarde, entre dos luces, ¿quién no ha visto temblar las calles del Puerto de caballeros perfectamente borrachos? Unos, serios, dignos, camino del camarín de Nuestra Señora de los Milagros, para rezarle una devota Salve arrodillados y sollozar, a veces, en lo oscuro, llena el alma de remordimientos; otros, tristes, melancólicos, por la orilla del río, hacia los eucaliptos de la playa; algunos, perdidos en los bancos de los paseos, hablando solos con su sombra; éstos, gritando y accionando violentos a las puertas de las tabernas, piropeando a las mujeres, haciéndoles imposible el paseo de la noche; y, por los barrios bajos, también a muchos arrumbadores, obreros de las bodegas, cayéndose en zigzag de una acera a otra, entre el griterío apedreador de la chiquillería incivil, brotada de los zaguanes y los patios profundos.

¡Violentos atardeceres alcohólicos, revueltos entre el perfume de la albahaca, del jazmín de la noche y la acidez descompuesta de los vómitos! Los borrachos llegaban hasta el mar, de ordenadas luciérnagas, lejos, en la raya de Cádiz, apoyando las frentes llameantes de espíritus azules contra esa arena que el festón huidizo de la ola abandona ya fría. Y para los que en la soledad de una plaza o un camino nocturno el vino se les subía al corazón, mareándoselo de sentimiento, un canto hecho jirones se les volcaba fuera, angustiando de puros ayes los ecos despavoridos.

Mi tío Guillermo está solo, sentado en el escalón de cualquier puerta ya cerrada. En su primera juventud ha querido ser cura. Desde entonces, así le decíamos grandes y chicos de la familia, amigos y enemigos: Guillermo el cura. Volvió de no sé qué seminario de Cádiz o Sevilla. Y ahora se emborracha, solitario, y llora nadie sabe qué roto amor con una prima hermana. A veces, cuando va por casa, Paca Moy le canta entre dientes y con mala intención:

Estudiante de día,

galán de noche,

malas pintas te veo

de sacerdote.

Tío Guillermo el cura no trabaja en nada. Ha conseguido un gran prestigio de vago, de hombre descolocado en la vida. Cada día suele comer en casa de algún pariente. Por la nuestra viene mucho. Le queremos. Le mareamos con la tonsura.

—¡Anda, Guillermo, enséñanos la coronilla!

Él se sonríe, bonachón, y nos muestra, agachándola, la sonrosada cabeza, completamente calva.

Sabemos que los jesuitas le aconsejan la vuelta al buen camino, sermoneándole. Se resistió por mucho tiempo. Estaba enamorado. Pero, de pronto, un día, desapareció misteriosamente. Al cabo de año y medio, supimos que tío Guillermo acababa de cantar su primera misa en Málaga. Volvió al Puerto, y todos nos quisimos confesar con él. Sólo una hermana de mi madre, tía Pepa, graciosa y divertida, lo consiguió.

En pocos meses aquella cara fresca y comilona, aquella naturaleza redonda, ahíta, dio, según el decir apiadado de Paca Moy, «un gran bajón». El color sonrosado de las mejillas, e incluso el de la calva, fue secándose de tal modo, que llegó a parecer la vieja pasta amarillenta de un misal. Se le empezó a tomar en serio, a respetarle. Ya repetíamos todos:

—Tío Guillermo tiene cara de santo.

El obispo de Málaga, antiguo condiscípulo suyo de seminario, lo hizo su familiar, llevándolo al palacio de la diócesis. Entre viejas beatas y jovencitas de la buena sociedad malagueña, adquirió fama de confesor. Ser absuelta por tío Guillermo se puso de moda. Pero seguía teniendo cada vez mayor cara de santo. Hasta que un día, después de larga y resignada enfermedad, entregó su alma a Dios, dejando aquí en la tierra un agradable perfume a uva moscatel, a misteriosa solera evaporada.

Mi tío Ignacio también andaba en medio de una alta marea de alcohol. Mas no eran de vino las olas que le acometían y empujaban hacia el espacio, sino de coñac. Era juez de primera instancia. Vivía siempre sentado, tanto a la mesa de su casa como a la de la justicia, ante un gran vaso de Martel, donde mojaba, extraviado, a modo de escobilla, los cigarros habanos. Cuando caminaba, lo hacía llevándose en las mangas y rodilleras de los pantalones salomónicos toda la cal de las paredes. Le recuerdo rodeado de sus hijos, dirigiendo el rosario del atardecer, vertiginosamente y —otra tradición familiar, de la que tío Vicente era aún mejor representante— tirándose pedos al unísono de las letanías:

—Sancta Maria. (¡Pun, pun!). Sancta Dei Genitrix. (¡Pun, pun, pun!). Sancta Virgo Virginum. (¡Pun, pun, pun!).

Hombre genial y simpático, al que nunca más volví a ver en mi vida.

En ausencia de mi padre, tíos y tías, como ya dije, aconsejaban a mi madre sobre la educación que había de darnos, dictándole normas para nuestra conducta. Yo, quizás por ser el más pequeño, fui su preferido. Sé, por ejemplo, que tía Tití me acusaba a mamá con frecuencia:

—Ese niño es muy listo, pero casi siempre llega tarde a misa.

Era verdad que esta angélica y pobre hermana de mi padre podía medir con precisión mi puntualidad, ya que todos los días, desde el rayar del alba, se la encontraba hecha un rebujo y sola en el fondo de San Francisco, que era la iglesia del colegio, donde los externos oíamos la obligada y diaria misa de siete.

Las rabonas se hacían muy peligrosas, dada la manía de mis tíos de pasear por los sitios más raros. La Arboleda Perdida, así como el camino de Mazzantini, fueron excluidos de nuestras visitas. Al atardecer, mis tías Josefa y María Luisa habían considerado esos lugares propicios para sus románticos rosarios en voz alta, entre los retamares y vallados de chumbo.

No era menos comprometida la carretera de Jerez. Por ella iban y venían a todas horas cuantos tíos rodaban dedicados a los negocios vinícolas. El camino de Puerto Real, hacia el puente de San Pedro, entre salinas y pinares, también se hizo poco recomendable como paisaje durante la hora del latín. Lo recorrían en un precioso coche de dos caballos, conducidos por mi propio tío Jesús, los primos más chicos.

En primavera, aquel paseo de la playa, junto a la fábrica de gas, bordeado de eucaliptos, se volvía tan comprometedor como los otros. Tío José Luis y tía Milagros, elegantes, callados, melancólicos, contemplaban desde un milord, tirado a paso lento por caballos ingleses, la caída del sol sobre los domos áureos de la catedral de Cádiz. Por eso las únicas rabonas ideales eran las de la mañana, en el lomo ondulado de los médanos.

Aunque aquellos celosos consejeros de mi madre me denunciaron a ella muchas veces, sufriendo los castigos más duros, no descuidaban menos a mis otros hermanos.

Por el ojo fresco de una cerradura, presencié cómo un día fueron apareciendo uno a uno y sentándose, silenciosos, en el comedor bajo que caía al jardín. Algo grave pasaba para que mamá solicitase en la casa la presencia de los ferósticos tíos. Todos, alrededor de la mesa que ella presidía, escucharon, muy serios, las terribles razones de aquel urgente consejo de familia. Yo, contenido el aliento y apretado a la mano minúscula de Pipi, que por su pequeñez no podía llegar al ojo de la llave ni comprender nada, acongojado de una inexpresable mezcla de ternura y miedo por mi madre, le enfocaba temblando la pupila, convencido de que iba a deshacerse en llanto, en gritos o a doblarse exánime sobre la mesa. Tan descompuesta y pálida la veía.

—He tenido carta de Cádiz, de tío Julio —descubrió al fin. Y desdoblando, trémula, un plieguecillo de papel, leyó con voz casi mojada—: «Tu hijo Vicentito, que es muy bueno y estudia mucho, de un tiempo a esta parte no anda por buen camino. Las malas compañías harán de él un perdido. Figúrate que, la otra noche, alguien que tiene la debida autorización para ir a esos sitios lo ha sorprendido en el teatro, con toda su cuadrilla de amigotes, ¡viendo nada menos que La corte de Faraón!».

La pobre mamá, que iba a seguir leyendo, se calló, interrumpida por el murmullo sordo que aquel extraño tribunal dejó emitir, aclarándolo al punto en estas aspavientosas y poco variadas exclamaciones:

—¡La corte de Faraón!

—¡Cristiano!

—¡Vaya indecencia!

—¡Cristiano!

—¡Vicentito en La corte de Faraón!

—¡Cristiano!

—¡La corte de Faraón!

—¡Vaya, vaya, vaya, vaya!

Y, redactada entre todos, pusieron a la firma de mi desventurada madre una espantosa carta, dirigida al tío Julio, en la que recordaban a Vicentito las penas del infierno, amenazándolo con no sé qué continuas y barrenantes torturas para toda la eternidad.

¡Tíos, tíos, tiíllos! Todavía os quiero y os admiro y me divierto hablando tiernamente de vosotros. ¿Qué más pedís de mí? Ved. Son las cinco de la madrugada. Los aviones alemanes han bombardeado los puentes sobre las cerradas bahías de Escocia, buscando a la marina británica. Y yo, mientras, acordándome de vosotros y reviviendo vuestras mantas y devotas locuras desde esta radio de Taris, adonde gano sesenta francos con un descuento de doce —el impuesto de guerra—, por desojarme toda la noche y descansar tan sólo unas horas al día.

… Pero quien más autoridad ejercía sobre mi madre y nosotros era su hermano Jesús.

Tío Jesús tenía por aquella época catorce o quince hijos. (Luego, creo que llegó a los diecisiete). El mayor de todos, José Ignacio, estudiaba conmigo, pero interno, en el colegio de San Luis Gonzaga. Tío Jesús era uno de los mejores herederos del espíritu familiar. En él podían descubrirse claramente los caprichos y obstinadas rarezas religiosas del viejo tío Vicente, mezclados con la gracia o el genio de los otros tíos-abuelos. Mas yo, aunque en esta fría noche parisina de lluvia lo recuerde con simpatía, nunca pude mirarle con la misma confianza que a los demás, tan tíos míos como él. En aquellos años de colegio, su figura era para mí la imagen del terror, del respeto obligado y el forzoso agradecimiento. Se había convertido a la vez en socorro y paño de lágrimas de mi madre. Los malos meses en que papá no podía mandar nada a su casa, tío Jesús «nos sacaba adelante», ayudando a mamá no sólo con dinero, sino con ropa, trajes para arreglar, ya gastados por él o por sus hijos.

Esto a mí, aunque nunca pude expresármelo, me deprimía vagamente, produciéndome en ocasiones tal dolor, que subía a llorarlo solo, de azotea en azotea y tejado en tejado.

Todo el indefinible sentimiento de bienestar que sentía, por ejemplo, junto al viejo tío Vicente, se tornaba reserva y falta de espontaneidad ante aquel hermano de mi madre.

También una mezcla de envidia y de tristeza me producía el trato con sus hijos. Aunque las mejores vacaciones de mi infancia las pasé con ellos, nunca pude sufrir sin pena, que a veces era odio, aquellos lujosos coches tirados por la Morita y el Alazano, aquellas hondas bodegas y fincas de recreo, que sólo podía disfrutar como invitado. Siempre recordaré que, a poco de ingresar en el colegio de los jesuitas como externo, mi primo José Ignacio, al cruzármelo en la fila de los internos que subía a la misa de siete, casi volvió la cabeza para no saludarme o, si me saludó, lo hizo tan fríamente, que me amargó la luz de muchos días futuros. Y, sin embargo, jamás le dije nada. Sólo ahora, y al cabo de casi treinta años, me atrevo a confesar estas tristes y mínimas tragedias trascendentales, quizás ridículas de comentar en el día de hoy.

José Ignacio fue siempre arisco y raro. Ya adolescente, jineteaba solo por la playa o el camino de Puerto Real, aligerando el paso, como temeroso, en cuanto vislumbraba a alguien, incluso de su familia. Ahora me acuerdo que en su casa le decían «el Raro».

Su hermanillo Agustín era mejor. Lleno de gracia y de viveza, poseyendo, además, un admirable don: el de tirarse cuantos pedos se le ordenara.

—Agustinillo —mandábanle, a veces hasta delante de las visitas—: tírate dos pedos largos.

Agustinillo, con los ojos como dos globos, alzaba la pata y cumplía la orden.

—Ahora, cinco; pero tres largos, uno corto, y el último, largo, largo, hasta que se te diga.

Agustinillo preguntaba con expresión de caballo, desencajando la mandíbula:

—¿Queréis que los tire a cuatro patas, como la Morita? Agustinillo, de más chico, había querido ser caballo. Pasaba las mañanas enteras en la cuadra de su casa estudiando los gestos y posturas de la Morita y el Alazano. Cuando salíamos de paseo, siempre se adelantaba, trotando o moviendo rítmicamente la cabeza como jaquita presumida. Si descubría un charco o una alberca, se doblaba al instante y, desmesurando el cuello y el hocico, sorbía, ruidoso, hasta que alguno de sus hermanos se le acercaba, dándole un cariñoso puntapié en las empinadas posaderas. Poco más allá, revolcándose, patas al cielo, entre la grama, prolongaba relinchos tan perfectos, que los caballos que pastaban trabados por la campiña le respondían al punto, desconsoladamente.

Siempre fue divertido, mal estudiante y buen muchacho. Cuando lo vi por última vez, hará ya de esto unos diez años, todavía en sus grandes ojos salientes y en sus pómulos rectos guardaba un extraño recuerdo del Alazano y la Morita, sus dos modelos hípicos de aquella época feliz en que tuvo como ideal perderse a galope tendido, largo de crines y de orejas, por la vega del Guadalete.

¿Quién no ha deseado ser cuadrúpedo o ave alguna vez? Una tía mía, no recuerdo ahora cuál, soñaba con volverse pajarito, un pajarito solamente, para entrarse, aleteando, por no sé qué ventana. Este deseo no era más que un retazo de copla perdido en su cabeza. Con la soltería, y los años, se fue volviendo loca. Aseguraba que su habitación era una jaula y que, como ella se había vuelto un pajarito prisionero, no podía salir, porque, además, estaba alicortada. Al fin, pálida de oscuridad y sin aire, murió en un pueblo de la provincia de Sevilla.

Andrés «el Beato», uno de los pobres protegidos de mi familia y, sobre todo, gran admirador y amigo de mi madre, afirmaba ser una pulga y haber luchado, en la plaza de toros, contra Palomo el farmacéutico, perdiendo éste la pelea, a pesar de arremeterle convertido en elefante blanco.

Mi tío Javier quería ser avutarda o gallineta, para morir de un tiro disparado desde una barca de laguna. Apenas si consiguió deletrear y escribir su nombre. Para que hiciera algo, su familia le puso al frente de una tienda de artículos deportivos, que llamaron, con ostentosas letras blancas sobre fondo rojo, «Sport Portuense». Un día que mi hermano Agustín pasaba por la puerta de su negocio, tío Javier lo llamó de un silbido.

—Mira, Agustín, hombre —le suplicó con aire de persona apenada ante un insoluble conflicto—: tú que sabes inglés, escríbeme en la etiqueta de este frasco lo que voy a dictarte: Pól-vo-ra in-gle-sa.

Probando una escopeta, se cogió un párpado con el percutor, estando a punto de perder el ojo. En vez de edificio decía orificio, y siempre que intentaba descifrar la palabra navío, le salía, indefectiblemente, novio. En un cuaderno, registraba la cuenta de los huevos lanzados cada día por las gallinas de una azotea alta de su casa. Como creía sinceramente que los ceros a la derecha representaban el mismo valor que a la izquierda, sucedió que una noche bajó, entre feliz y estupefacto, pregonando un total de 10 000 huevos soltados por sus generosas gallinas en una sola jornada.

Un tío político de mi madre, don Manuel Docavo, siempre que regresaba de la Prioral, después de las vísperas, se metía, vertiginoso, en la cama, quitándose sólo los calcetines, con los que a modo de guantes se calzaba las manos para continuar su lectura devota. Nunca se supo si esta medida era contra el frío, contra los mosquitos, o una extraña manía. Terminadas sus oraciones, saltaba de la cama y, corriendo hacia la cocina, siempre en momentos de encontrarse ésta sola, procuraba, armado previamente con un tenedor, clavar de un solo envite el tocino del puchero, que aparecía y desaparecía entre el bulloneo del caldo para la cena. Inmediatamente, era un disparatado rayo en busca de un bodegón de las afueras, donde, bebiendo y chismeando con otros tíos míos, pasaba los vinícolas atardeceres hasta la hora de volver a su casa.

¡Sagrada fauna familiar y adorable! Tengo nostalgia de vosotros, poéticos tíos de mi vida. Quiero citaros aquí, en Varis, en esta lluviosa noche de guerra tan distinta de aquellas del corazón de España, solitario en este inmenso edificio de la avenida de Segur, lugar de mi diario y cansado trabajo nocturno.

Pasad. Pasad. Sentaos. Hace un poco de frío. Traéis chorreando los zapatos. Y, aunque venís quemados por los soles de Cádiz, vuestros paraguas sueltan una triste meada parisiense que va a anegarme el parquet nuevo de esta oficina de la Radio, desde donde traduzco cada noche los insulsos y compuestos partes de guerra del Alto Mando francés.

¿Qué me contáis de España? ¿Qué de sus montes y sus mares? ¿Qué de sus olivos y naranjos? ¿De su cielo, de sus toros salvajes, nostálgicos de muerte por las marismas y dehesas?

Sangre. Sangre. Sangre.

Yo no os ataco ni os tengo mala fe, tíos lejanos, porque recuerde vuestras admirables virtudes, ignorancias, gracias y manías. Este pobre sobrino os ha salido rana. «¡Cuando decíamos nosotros que sacaría los pies del plato!». Ese silencio con que me envolvéis, lo sé cargado de reproches, de cristiana condena. Pero a mí no me importa, tíos. Fuisteis locos y generosos, como el vino de vuestros toneles. ¿Qué es del vino de España? ¿De los viñedos jerezanos y las uvas valdepeñeras? ¿Qué de las tierras convertidas en campos de batalla? ¿De los verdaderos amigos, los verdaderos hermanos?

Sangre. Sangre. Sangre.

¡Tíos, tíos, tiíllos! Marchad. Marchaos. Este clima francés de reumatismo os va a parar los huesos. Allá, adonde yo quisiera ir por los aires, no puedo. Rueda por tierra mi cabeza, rebotando tres veces. De los ojos se me escapan relámpagos, cerrándose al final contra los de mis muertos. Bien. Ahora ya estamos bien. Muy buenas noches, tíos.

Me están llamando en este instante las esquinas, empapeladas de anuncios azulados de la Compañía Trasatlántica: el Balvanera, el Patricio Satrústegui, el Infanta Isabel.

En el Balvanera, y para nunca más dormirse rezando al pie del jazminero de su jardín, se fue mi abuela a Buenos Aires, con tres de sus hijos: Pepe, Agustín y Miguel.

Me veo ahora encaramado en una reja, temeroso de ser sorprendido por alguien, despegando de un golpe aquel barco pintado en el que siempre, pequeñita y asomando una larga mirada triste por un ojo de buey, imaginaba a la abuela Josefa alejándose de ola en ola, camino de América.

Empecé a dibujar el trasatlántico, a copiarlo en la misma medida que el anuncio. El Balvanera marca una época de mi vida. Cada día me gustaban menos los libros, estudiar. En clase, y durante varias semanas, me pasé llenándoles los márgenes blancos de pequeños Balvaneras, seguidos melancólicamente por una abierta V de gaviotas. Las rabonas aumentaron. Mientras que en casa, después de la fingida vuelta del colegio, me dedicaba a copiar exactamente el anuncio del barco, en la playa y por la orilla del Guadalete iba llenando las hojas de un cuaderno con acuarelas y dibujos de paisajes marítimos, levantando generalmente al fondo de ellos la relumbrante sal de las salinas, petrificada en pirámides, los castillos de Santa Catalina y de la Pólvora, sin faltar nunca Cádiz, diluido entre mástiles y brumas de chimeneas.

El Balvanera, después de muchas tardes de trabajo, me resultó perfecto. Con letras grandes y bien hechas, rasgueadas de orgullo, puse mi firma en uno de los picos del papel. En seguida, corrí a mostrárselo, primero a María, la cocinera, y, luego, a tía Lola, la de Granada.

María, la cocinera de casa, era una vieja cegatona de Algeciras, que creía en las brujas y me admiraba mucho; tía Lola, la de Granada, una hermana de mi abuela, jardinera y pintora en sus ratos de ocio. El parecer de ambas lo consideraba yo entonces el único respetable.

María, curvándose una mano sobre los ojos, a modo de visera, emitió, concisa, ante mi dibujo:

—Muy propio.

Y tía Lola, después de examinarlo atenta:

—Está bien, Cuco.

(Toda la familia me llamó siempre Cuco, nombre de pájaro y de banderillero. Se me había olvidado decirlo).

Tía Lola, que desde su juventud padecía del corazón, viviendo casi siempre sentada junto a un cierro bajo que daba a la calle, hizo luego venir a su hija Gloria.

—Le voy a dar a Cuco mis colores. Busca la caja, que está metida en el cajón de en medio de la cómoda.

Aquella tarde aprendí que había un color que se llamaba siena tostado, y otros: verde veronés, blanco de España, cadmio, tierra de Sevilla…

—Ahora te quiero dar algo mío para que lo copies. Pero tiene que ser aquí, en casa, porque podría romperse.

Y Gloria, por indicación de su madre, puso ante mí una gran paleta de pintor, redonda, llena de paisajes y figuras.

—Éstas son cosas de Granada —dijo, ufana, tía Lola, explicándome—. Los de aquí abajo, los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Los de este lado, Boabdil y Aixa, su madre, que le reprocha: «Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre». En el centro, un trozo de la Rendición de Granada, copiado del famoso cuadro de Pradilla. Arriba, un carmen de las orillas del Darro… Quiero que empieces por lo más fácil: el carmen. Es un retrato que hice del que vivíamos. Vas a copiarlo en una tablilla que también voy a darte. Como hace tiempo que no pinto, se me ha acabado el aguarrás… Puedes comprarlo en la farmacia, o en la ferretería de la esquina… Vale sólo unas perras…

¡Aguarrás! ¡Aguarrás! ¡Qué agua tan extraña! Nunca la había oído.

A la mañana siguiente, salí temprano en su busca, pensando mucho en el ras misterioso que colgaba del agua aquella, recomendada por mi tía. Y bajo su mirada, tan exigente como buena, pinté en pocas horas el carmen de las orillas del Darro, asombrado de los poderes mágicos del aguarrás para limpiar los pinceles y extender, suavemente, el óleo por la tabla.

Fue también en casa de tía Lola donde descubrí el semanario madrileño La Esfera, con sus láminas en colores, reproduciendo siempre algún cuadro célebre del Museo del Prado.

De todos los pintores españoles, el que más me sonaba desde chico era Murillo, verdaderamente popular, sobre todo en Andalucía. De verlas en estampas, me eran familiares sus Concepciones, los Sanjuanitos… y creo que nada más. En cambio, Velázquez… Sólo para mí representaba entonces un nombre, pero mucho menos repetido que el del otro pintor sevillano.

Ya tía Lola, mientras yo copiaba el carmen de Granada, había profetizado, convencida:

—Este niño será un Murillo.

Profecía que otras voces de mi familia también repitieron, aunque sin el menor entusiasmo:

—Será un Murillo.

Pero nunca a nadie se le ocurrió pensar que podría ser un Velázquez. Yo creo que ni incluso sabían bien quién era.

¡Murillo!

—Si no te suspenden en los exámenes de junio, te llevaremos a Cádiz para que veas sus cuadros.

Y por tía Lola supe una tarde que el suave y tierno Bartolomé Esteban se había matado allí, cayéndose de un andamio, cuando pintaba los frescos de una iglesia.

Quizás porque Velázquez me fuera menos familiar e ignorara totalmente sus obras, me llenaron de asombro al ver algunas suyas en La Esfera. No puedo olvidar la extrañeza, mezclada de alegría, que me produjo el retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos. Aquel inmenso e imposible caballote, con aquel lujoso niño de oro encaramado en sus ancas, me abrió una ventana a un no sé dónde verdaderamente inexplicable.

—¿Me prestarías La Esfera, tía Lola?

—Pero, niño, eso es muy difícil. Ni yo siquiera me atrevería a copiarlo.

Y en un lavadero alto, abandonado, de mi casa, comencé al amanecer del día siguiente la copia de aquel principillo velazqueño a caballo.

Corregí, retoqué, esperé a que secara la pintura para volver a retocar y, al cabo de poco más de una semana, cuando ya estuvo concluido y seco, lo abrillanté con un oloroso barniz trasparente, comprado en la droguería de la esquina.

Como un rayo, bajé, sin aliento, en busca de la vieja cocinera.

—¡Mira, María, mira!

María, cegatísima, se enviseró la mano sobre los ojos para concentrar toda su pobre y trabajada vista en aquello que tan violentamente le metía por las narices.

—Muy bien, niño. Muy bien —comentó después de un leve silencio, que yo consideré angustiosamente interminable.

—¿Qué es? —le inquirí, seráfico, convencido de que me daría pelos y señales del cuadro.

María se ensimismó, y entoldándose nuevamente la vista con la mano, dejó caer, tranquila, al fin de otro silencio todavía más angustioso:

—¿Qué quieres tú que sea, niño? Una inglesita en una jaquita montañesa.

Textualmente le respondí, enfurecido, volviéndole la espalda:

—Vete a la mierda.

Y corrí, jadeando, a casa de tía Lola, donde obtuve un éxito resonante, jurándome desde aquel momento no consultar más a la vieja María sobre materias pictóricas.

La guerra europea, como dije, había estallado ya y Alemania lanzado su ultimátum a Francia. A poco de comenzada la contienda, La Esfera empezó a publicar en cada número, y a dos páginas, unos horrendos dibujos bélicos firmados por un tal Matania. En ellos se veían los ataques más contorsionados de los alemanes contra las alambradas francesas; explosiones volando cuerpos descabezados, revueltos de cascos, fusiles hechos astillas, correajes; caballos encabritados arrastrando cañones; carros de asalto aplastando cadáveres; truculencias que me removieron e invitaron a copiar aquellas espantosas estampas.

A tía Lola le repugnaban, siendo contraria a que yo me pasase las horas muertas tiznando pliegos y pliegos con tan espeluznantes carnicerías, que terminaron por despertarme el estúpido deseo de jugar a la guerra.

Como enemigo fácil, escogí a mi hermana Josefa, Pipi, que así la llamábamos. En un patio interior de casa, dibujé con carbón los mapas de Francia y Alemania, separados arbitrariamente por el canal de la Mancha. Empecé a comprar soldados de papel, que por las noches pegaba en un cartón y recortaba, llegando de este modo a reclutar un respetable ejército de más de mil infantes, que dividí, haciendo trampa, con mi hermana. Yo era Alemania: el Kaiser; y ella, Francia: M. Poincaré. Cápsulas de plomo, pisoteadas, correspondientes a las paternas botellas de vino, eran las balas, casi verdaderas, que nos lanzábamos en los combates. La escuadra se componía de latas, rellenas de estopa, que reducíamos a pavesas, cañoneándolas, cuando las grandes batallas marítimas, con fósforos ardiendo y triquitraques.

La pasión por aquel estúpido juego nos llevó, a veces, a reñir de verdad, dándonos de bofetadas y suspendiendo las hostilidades durante los días que duraba el enfado.

A papá, que siempre seguía viajando por el norte, le suplicábamos urgentes refuerzos para poder continuar la guerra. Nuestros ejércitos crecían, reuniendo entre ambos, a principios de 1917, unos cinco mil hombres. Tan famosa se hizo entre los primos y toda la familia aquella guerra nuestra bajo la montera soleada del patio, que nunca pasó día sin que viniera alguien a presenciar la reproducción de algún combate leído la noche anterior en los diarios. ¡Detestable juego, cuyo recuerdo se me fue transformando con los años, hasta llegar a sentirlo hoy como una negra mancha de sangre verdadera, charco triste en mitad de mi clara niñez andaluza! Siempre me viene remordiendo, barrenando, pidiéndome un descargo de conciencia, del que es ejemplo, con otros, este poema, hallado hoy casualmente entre los pocos viejos originales salvados, con mi cabeza, de la guerra española:

¡Qué sabíamos nosotros,

hijos con una infancia de azoteas,

de jardines ociosos y largas vacaciones por el río!

Las revistas llegaban por la noche,

ilustradas de muertos,

de trincheras voladas

y barcos que al hundirse se volvían

altas trombas de sangre.

¡Qué sabíamos!

Ayer diez aviones se hundieron en el mar

y un submarino herido invadió aguas neutrales.

Mira.

A la luz de la lámpara,

tranquilos y lejanos,

era la guerra un juego que abría en la almohada heroicos

sueños turbios.

Nuevo e impuesto alto, forzado, en esta arboleda perdida, cada vez más perdida, más lejana y más próxima de mi infancia andaluza.

Según me comunica, reservada y condolidamente, M. Fraisse, joven director de Paris-Alondiale, es el propio mariscal Pétain, recién llegado de hacer cola, como un simple sargento, ante la puerta del generalísimo Franco, quien plantea al gobierno de la «France éternelle» nuestra salida fulminante de la Radio, ya que es urgente contentar de algún modo a la España Una del Caudillo. ¿Cómo podía tolerarse que dos temibles rojos, dos peligrosos escritores recibidos un día por Stalin en las salas del Kremlin, dos enemigos —¿quién se atreve a dudarlo?— de Francia, esa que acababa de celebrar el 150 aniversario de la Revolución, se desojaran a razón de cuarenta y ocho francos por noche, lanzando al mundo a través de las espirituales ondas galas los «heroicos» partes de guerra, fraguados en las astas vencidas del Alto Mando francés?

—Votre travail comme speaker, mes chers amis, était excellent…, mais… c’est le maréchal… Vous comprenez…?

—Oui, M. Fraisse —le respondemos, agradecidos—. Nous sommes fiers d’étre mis a la porte de la France de votre noble maréchal…

Y en una apagada noche parisina, temblorosa de aquel inmortal pánico, característico de la burguesa Francia durante los años 36, 37, 38, 39, 40…, por la Gare de Lyon salimos hacia Marsella, donde antes de partir hicimos los honores a las últimas langostas y bullabesas libres de aquel país que abandonábamos todavía con un nombre de luz, eterno, pocos meses después trastrocado triste y simbólicamente por el de un agua digestiva, embotellada: Vichy.

«Je quitte l’Europe…», como Rimbaud, pero no para vender caballos y recorrer febriles desiertos. Abandono Europa, mi Europa, para cumplir con mi destino de español errante, de emigrado romero de la esperanza por tierras de América.

Milagrosamente, y por tercera vez en cuatro años, salvo la vida. El Mendoza, en su última travesía a Buenos Aires, me libra de las manos del «noble» maréchal, entregador a Franco de tantos buenos y confiados españoles.

En el Mendoza,

todo suena a español

raído, de Oran.

Azul, se retira Ibiza.

Allí fui prisionero

en un bosque de pinos.

Mi vida era una choza

de parasol y vientos marinos.

1936.

Hay áureas del Cuartel de la Montaña

en este viejo barco.

Involuntario, marcha a la Legión

oro puro de España.

Así empezaba mi «Diario de a bordo» en aquel triste barco. Y es que de las bodegas, del hondón de su panza sucia, hedionda, subieron bajo los feces rojos de algunos tiradores argelinos, entre raras palabras castellanas, desvirtuados cantos del Levante español.

Nos respondió en nuestra lengua, y no sin cierto orgullo, uno de aquellos soldados:

—La mayoría de los quinientos hombres que aquí vamos somos oraneses, hijos de alicantinos. Venimos de la línea Maginot, con un mes de licencia.

Desde cubierta presenciamos su desembarque y algo muy doloroso, sobre todo para nosotros, emigrados con suerte, que íbamos hacia América. Frente al puerto de Oran, en una ancha azotea atardecida, formaron y pasaron revista a los voluntarios para la Legión Extranjera: casi todos, oro puro y desgraciado de España: estudiantes, profesores, obreros, campesinos, héroes de nuestra gloriosísima guerra, que preferían al lento perecer en los campos franceses de concentración, la dura vida aventurada, la muerte combatiendo por desesperanza, la huida tal vez…

Con lágrimas que me subieron de los huesos, mal vestidos y graves, los vi perderse en fila e internarse, seguramente para no salir más, por el ardido corazón de África.

Despegó el barco… Noche frente a las costas de Almería, Granada, Málaga; horas de espantable y oscura presencia de la tierra nativa.

Angustiado todavía del terror del insomnio, me asomé antes del alba por el ojo de buey de mi camarote. Gibraltar. El Peñón: la negra usurpada cola del pobre toro hispano, amaneciendo, hundida entre brumosas aguas sanguinolentas. Y bajo arcos plateados de delfines, playas arriba de Tarifa, tuve una alegre visión de huertas junto a patios escolares, de dunas doradas, de imagen mía, libre, a orillas del mar…

Después, Casablanca… Las Canarias, presentidas, inalcanzables… Dakar… Un viaje largo, largo, temeroso, en el que por primera vez sentía a Europa perdérseme en la sangre.

Y al fin, América, Buenos Aires, la Argentina, de tránsito para Chile. ¿Para Chile? No, porque me quedo en Buenos Aires, donde buenas manos amigas me tienden redes de esperanza y donde ya habito —fruto difícil de mi trabajo— un pequeño departamento no lejos del río, en el que trato de ordenar un poco mis dolores de España y, con ellos, estos rotos recuerdos de mi primera arboleda perdida.

Dolores, María, Gloria: tres blancas andaluzas hermosísimas, tres granadinas raras, misteriosas mujeres solas, solteras.

—A Dolorcitas —me susurró, confidencial, tía Lola, viéndola trajinar, toda de vidrios de colores a través de la cancela del jardín— le decían en Granada «la Hurí de la Alhambra».

No me atreví yo entonces a preguntar a mi tía por el significado de aquel nombre —hurí—; pero ya siempre imaginé a su callada y nívea Dolorcitas paseando una larga bata alba coloreada entre los arrayanes y aguas del Generalife, abierta en alto una verde sombrilla, defensa juguetona contra los pájaros y mariposas que la seguían, abrazándola.

Las tres hermanas fueron célebres, murmullos y ansias de apasionados rondadores por las orillas del Darro.

Dolores tuvo un pretendiente, un marqués, que le espantó su hermana María; María tuvo un novio, que le ahuyentó al fin su hermana Gloria; y Gloria varios galanes, que María y Dolores al unísono no permitieron nunca que pasaran de las adelfas del patio.

Para no ser vistas ni admiradas, las tres hermanas, cada una por calles diferentes, dábanse prisa hacia la misa primera, que oían separadas en iglesias distintas. Luego, el resto del día era para las tres un morirse, poltronas, en otro cierro bajo de la casa, compañero del que en la misma alcoba distraía a la madre, cardíaca, de su respiración anhelante. Las tres, en invierno, seguían muriéndose lo mismo, quemando su belleza alrededor de un brasero, consolándose sólo con el aburrido pasar de la calle, velado a través de los finos visillos de batista. Hablaban poco, mas cuando lo hacían era para aludir a cosas vagas de su vida en Granada, entrecortados recuerdos que no redondeaban nunca, pero que las tres resolvían con un suspiro o una débil sonrisa. Con Tomás y con Luis, los dos hermanos sostenedores de aquellas desventuradas hermosuras, tampoco se mostraban muy explícitas. El otro hermano era Pepe Ignacio, el ateo, el republicano, la mancha de la casa, que andaba desde joven por Madrid, mal casado con una buena mujer, poca cosa para el resto de la familia, tocada a veces de aires aristocráticos. Esta mala cabeza salía algo a su padre, tío Tomás, viejo y guapo garibaldino, que ostentaba orgulloso su mano derecha, privada de tres dedos arrancados de un tiro en el asalto de los jardines del Papa.

Antes que a tío Tomás conocí al temible bala perdida de su hijo. Una atmósfera semejante a la que el diablo debe producir cuando va a aparecerse, invadió a la familia al anuncio de su llegada al Puerto. Tía Lola, desde aquel rincón tamizado y doliente de la alcoba, aconsejó a sus tres esplendentes vírgenes solitarias el deber de avisar en seguida al confesor. Y desde aquella tarde ya coleó como estrambote de los rosarios una lenta cadena de padrenuestros y avemarías especiales por «las almas descarriadas».

Otras tías, con las primas mayores, se presentaron de visita, condolidas y misteriosas como en un pésame, quedándose allí las horas muertas lamentando, entre chocolate y bizcochos, «el extravío de un muchacho tan bueno». Hasta el tío Vicente, taciturno y de pésimo humor, llegó también murmurando entre copa y copa de jerez contra las maquinaciones masónicas que así le arrebataban al sobrino.

Y el sobrino, por fin, arribó un anochecer.

—¡Ya está aquí el republicanote!

Así saludaron a Pepe Ignacio, cariñosas y serias, las tres hermanas.

Pepe Ignacio era un hombre pacífico, tierno, sentimental; muy culto, gran traductor de obras teatrales, estrenadas con éxito allá en Madrid. En Granada había querido ser pintor, pero las aficiones literarias fueron pudiendo más en él, haciéndole abandonar su juvenil deseo. Quería mucho a su madre y, aunque a veces le exasperaban, también a sus hermanas.

—No nos pondrás en evidencia dejando de ir a misa el domingo.

—Hay que evitar que nos señalen con el dedo.

—Nada de ateos en casa.

Con estas alternadas amonestaciones, madre e hijas fueron amargando los pocos días que el pobre y descarriado Pepe Ignacio se había propuesto pasar descansadamente junto a ellas en el Puerto. Y se volvió a Madrid, agobiado de cirios, consejos y velas salvadoras, señalada, además, la frente de un cardenal morado, producido por el relieve de una santa medalla que entre la badana y el fieltro del sombrero escondiera sigilosamente, para acelerar su conversión, la angélica demencia de Dolorcitas.

¿Qué idea sobre el liberalismo y demás doctrinas democráticas infernales nos inculcaban los jesuitas a los pobres alumnos de sus colegios? La del horror. Y en las casas, sobre todo en aquellas de algunos tíos míos rociados de zumos heráldicos, la del horror y el odio entreverados de ridículas críticas a la moda. No «vestía», no era «nada elegante» ser republicano. Los serenos, los cocheros, los tenderos de ultramarinos, hasta quizás algún alguacil del ayuntamiento, podían permitirse «esa ordinariez». También, naturalmente, los borrachos. De por aquellos días conservo la imagen tambaleante de ese hombre bebido del atardecer, que, solo y extraviado en cualquier callejuela, le arrancaba a su sueño confuso de libertad un «¡Viva la República!».

—Rafaelito, retén en la memoria este consejo: no imites nunca a tu tío Pepe Ignacio —fue lo que el padre Lambertini me recomendó, tierna y escuetamente, después de haberme absuelto en la confesión del domingo y en el momento de besarle la mano para dirigirme al comulgatorio, acto que siempre que me sabía mirado por Milagritos Sancho representaba con excesivo recogimiento.

Aunque entonces sufría y me desesperaba, mudo, por el amor de mi tía Gloria, era de Milagritos, una muchachilla de la calle de las Cruces, camino del colegio, de quien estaba verdaderamente enamorado.

Milagritos Sancho, algo más chica que yo, era bastante bonita, nada espigada y con las piernas muy gordas. A pesar de que nunca llegara a ser mi novia, fue causa y pretexto de innumerables rabonas, malas notas semanales y de que me expulsaran, por algún tiempo, del religioso centro de enseñanza.

Mi naciente pasión la compartía con Treviño, un alumno de quinto, demasiado alto para andar todavía con pantalones cortos. En aquel curso —1916-1917—, se hablaba insistentemente en mi casa del traslado a Madrid de toda la familia, doble motivo éste para entregarme a pensar en Milagritos por playas y azoteas, lejos del segundo año de Francés y la odiada Preceptiva Literaria.

Un caserón deshabitado de una esquina lindaba con la modesta casita de dos pisos donde vivía Milagritos con su madre y hermanas. Sólo una vez había estado con ella, sentido de cerca y, muerto de cortedad, rozado su mano en un jardín oscurecido del paseo de la Victoria, frente al Penal, aquel triste Penal del Puerto que tantos ayes ha arrancado a la garganta del cante jondo.

—¿Conoces a Milagritos? —me gritó, volviéndose de súbito, encendida de azoramiento, una amiga de mis hermanas que la acompañaba aquella tarde.

Yo, que las venía siguiendo a distancia desde el camino de la playa, no tuve tiempo de esconderme o de salir corriendo, por lo imprevisto y rápido de la pregunta. Me acerqué, tembloroso, agolpada toda la sangre en la cabeza, marchando mudo junto a ella por una larga avenida. La noche se entraba, mientras que Milagritos, con la cercana retreta del Penal, iba fundiéndose a mi lado, desvanecida en el aroma umbroso del paseo. Entonces, sentí cómo se arrancaba del gabán un botón alto, ya medio desprendido, dejándolo disimuladamente en mi mano, sin duda como prenda romántica de nuestro primer encuentro.

Pasado más de un mes de aquella silenciosa entrevista, tiempo en el que nuestras relaciones sólo habían consistido en adioses fugaces, miradas temerosas entre el ir y venir del colegio, decidí con Treviño visitar al dueño del caserón desalquilado de la esquina, inventando que mi familia necesitaba la llave para verlo.

El muro de la azotea de Milagritos arrancaba de la más baja del caserón, sólo de una planta. Un atardecer de ejercicios espirituales, dueños ya de su llave inmensa, comida de moho, abrimos, como si fueran las del Paraíso, las puertas que iban a acercarnos, por desconchados corredores, alcobas y lavaderos de ratas, a los ojos, a la sonrisa, tal vez a la mano de ella, siempre allá arriba, solitario angelote rosicler, un poco inflado, en espera de vernos pasar por su calle a esa hora.

Cuando después de un insistente y miedoso siseo logramos que Milagritos nos mirara, ruborizada y sorprendida, desde lo alto, el espanto a ser descubiertos, a que la enfadáramos con aquella osadía, o a que su madre apareciera, todo eso, complicado en mí con un desconocido golpear de la sangre contra las sienes, nos martilló la lengua de tal modo, que la aventura se redujo a un arrobado y triple silencio, roto tan sólo por un grito largo, subido de no sabíamos dónde, ordenando a nuestro amor que bajara a cenar inmediatamente.

Con lo oscuro y el temor a aquella soledad vacía, llena de crujidos misteriosos, intentamos, aprovechando la ausencia, que creíamos momentánea, de Milagritos, evadirnos del caserón, pero no por la puerta de la calle, sino de azotea en azotea. La primera de nuestro itinerario sería la suya, donde la esperaríamos sorprendiéndola, para seguir ante su admiración recorriendo toda la manzana, hasta ir a caer en el terrado de un compañero de colegio, que por allí vivía, y bajar a la plaza de San Francisco.

Para poder subir al primer punto de nuestra aventura, contábamos con una vieja escalera de mano, olvidada en uno de los lavaderos. Por ella escalaríamos el muro, que la ilusión ya nos presentaba como paredón de castillo, hacia una torre coronada de almenas. Yo sería el primero en ascender, mientras Treviño sujetaría bien fuerte la escalera para que no resbalara con el musgo. Luego, una vez dentro de la azotea, me tocaría a mí sujetarla por las puntas, para que él también pudiera subir sin ningún peligro. Así convenido, empecé mi ascensión, unos cuarenta travesaños, los que a medida de irse estrechando hacia el cielo se me llenaban de temblores, hoy no sabría decir si producidos por la inseguridad de la escalera, si por un miedo emocionado a encontrarme de pronto con Milagritos o, lo más terrible, con su madre, abultada señorona, architemida. Ansiosas alcanzaban ya mis manos el borde del pretil, aferrándose fuerte para tirar del cuerpo; ya tiraban de él rebasando los ojos el final del muro, llenándomelos, a través de palmeras y araucarios, una visión desvanecida de la bahía, con las cúpulas gaditanas al fondo; ya intentaban saltar a la azotea, cuando un perrito adormilado exactamente sobre el lugar donde mis pies calculaban posarse, se me abalanzó furioso sobre la cara, avisando a toda la vecindad sus agudos y desproporcionados ladridos. Con la sorpresa, el terror y sin manos para defenderme, buscaban desesperadamente mis colgadas piernas la escalera, encontrándola al fin, pero cuando ya se comentaba a gritos por todos los terrados el escandaloso suceso.

Al día siguiente, pasando muy de mañana con Treviño ante la casa de Milagritos, unas ásperas manos salieron súbitamente de la puerta, aferrando a mi amigo, desapareciendo con él en un instante. Lo que luego pasó se lo explicaba yo a ella por la tarde en una carta escrita en el colegio y que pensaba hacérsela llegar al otro día, sirviéndome de aquella amiga suya y de mis hermanas. Decía, más o menos, así:

Mi inolvidable Milagritos:

Cuando Treviño y yo intentamos subir ayer tarde a tu azotea para esperarte y estar contigo, que era lo que nuestra alma anhelaba, tu perrito se me abalanzó, ladrando, estando a punto de matarme por su culpa. Al intentar marcharnos, la gente del barrio se agolpó ante la puerta del caserón, gritando entonces los chiquillos que dentro había duendes. Pero cuando alguien respondió con rabia que no, que éramos los niños de los jesuitas, nosotros abrimos las puertas valientemente, diciendo orgullosos que sí que lo éramos, escapando entre los insultos y palabrotas de todos. Esta mañana, al pasar por tu puerta, salió Toto (la criada), con el fin de atraparnos; pero yo me pude escapar, corriendo. No así Treviño, a quien Toto metió a empujones en una sala baja de tu casa, donde tu madre nos esperaba furiosa para reñirnos. Treviño me ha contado que le dijo, refiriéndose a mí, que parecía mentira que un muchacho perteneciente a una familia tan pulcra se atreviera a poner en entredicho a su hija Milagritos, alborotando todo el barrio.

La carta, que seguía ampliando con otros inocentes detalles nuestra frustrada aventura, terminaba con frase de declaración, escogida de un misterioso librito que circulaba entre los alumnos de tercero y cuarto, lleno de las instrucciones necesarias para cada caso amoroso:

En espera de tu alta y grata respuesta, que traerá a mi alma el reposo ansiado, se despide de ti rendidamente tu

Rafael.

Mi familia desde hacía tiempo venía sospechando mucho de mi falta de aplicación y asistencia al colegio de San Luis Gonzaga. Existían datos reveladores, entre otros el de amanecer mi cama, con excesiva frecuencia, llena de arena fina de las dunas. Ya Paca Moy, la vieja sirvienta, aunque débilmente, por lo que me quería, lo dejaba entender a mi madre al arreglar mi cuarto:

—Este diablo de chiquillo más bien parece que estudiara en medio de un terragal que en un colegio…

De aquel descubrimiento de mis rabonas hecho por Paca Moy era yo el único culpable, ya que me acostaba casi vestido, a veces con cuello almidonado y siempre puestos los calcetines.

Aquella noche, después de una humeante plática sobre los tormentos del infierno, salí jubiloso del colegio, apretada mi carta bien planchadita en la cartera, deseando la aurora del siguiente día para mandársela a Milagritos. Sin cenar apenas, me acosté, durmiéndome en seguida, cruzado el sueño de azoteas azules, que ella saltaba alegremente, perseguida por mí y los ladridos de su perro, entre la algarabía de todo el barrio, encaramado hasta en la punta de las veletas. Pero a ninguno de los tres nos importaba. Sin Treviño, que jamás supe por qué rincón del sueño se había extraviado, seguíamos corriendo, a caballo sobre los pretiles, más lejos cada vez de los que nos gritaban, desvaneciéndonos al fin por la penumbra fresca de aquella manzana con chimeneas de humo iluminado que se iba hacia el mar…

Cuando a las seis en punto sonó el despertador avisándome la hora de marchar al colegio, sobre la silla en cuyo respaldo colgaba todas las noches la chaqueta, junto a las dos onzas de chocolate para el desayuno vi —horror que me hizo brincar hasta el centro del cuarto— la cartera que con tanto celo apretara mi carta en el bolsillo…, mi carta… que había volado durante el sueño de azoteas y pretiles siguiendo a Milagritos.

Como muerto y después de un largo rodeo por los muelles del río, pasé, todavía sin sol, bajo sus balcones, camino de la misa de siete. Luego, en la fila, por los resonantes patios solos de los recreos, hacia el estudio, cruzados los brazos, como muerto, me los estrujaba contra el pecho, sintiéndomelo vacío de aquella carta que había sido más que su corazón durante casi un día. Tristísima fue la mañana ante el texto del Álgebra, cuyos ejemplos de ecuaciones de segundo grado hubiera querido comprender, siquiera para echar un poco de alivio, un poco de olvido sobre mi desgracia y alejar el alón negro del castigo que ya sentía zumbarme alrededor.

Cuando más deprimido estaba, llamó el edil a clase. En ella, completamente ausente, vuelto sólo a los números por el rayar frío de la tiza sobre el encerado, entró de pronto un alumno de quinto, hablando aparte, misterioso, con el padre La Torre, profesor de la asignatura.

—Rafael Alberti, al salón de visitas —fue la orden que el padre me comunicó, seco, al punto de marcharse el alumno.

Salí, en medio de la expectación desojada de toda la clase. Era muy raro que a un externo lo llamaran a aquel salón, reservado solamente para la familia de los internos en su visita semanal de los domingos.

Atravesé el gran patio, todavía sombrío, puestos los ojos en un retazo de sol que ya colgaba del reloj de la torre. Lo pasé lento, retardando los pasos, con la intención deliberada de no llegar nunca. «¿Por qué al salón —me perdía pensando— y no al cuarto del padre espiritual o del prefecto? ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Será posible que ella sea la visita? ¿Mamá con la carta para acusarme?». Y sentí un dolor fuerte como de muelas, unos tirones insufribles que me hicieron sacar las lágrimas. Cuando al fin no me quedaba más remedio que entrar en el locutorio, porque ya las piernas me temblaban ante su puerta, lo hice recobrándome de súbito, con un aire tranquilo, casi alegre.

Al fondo de su inmensidad, me esperaba junto al prefecto una larga señora enlutada, desconocida al pronto, pero que a medida de ir avanzando se me fue convirtiendo, con gran sorpresa e indignación, en tía Tití, infeliz beatona hermana de mi padre, que vivía en la calle de las Cruces, frente por frente de mi pretendida.

Muy serias y frías me esperaban aquellas caras para seguir marchando sereno. Sin embargo, creo que llegué hasta ellas bastante dominado, aunque la inesperada presencia de mi tía, sabiéndola vecina de Milagritos, el verla allí cuando a quien correspondía era a mi madre, me alarmaba hasta sentirme muerto.

—Rafael… —Comenzó el prefecto, agrio y duro, mientras tía Tití bajaba los ojos, estrujando nerviosa el rosario contra el libro de misa.

Hizo una pausa breve, angustiosa, en la que vi cómo una mosca le giraba por el carey de uno de los cristales de las gafas; cómo tras el gran ventanal que caía a la huerta pasaba el hermano hortelano, subida la sotana, empujando una carretilla de yerba; cómo al Sagrado Corazón de Jesús que presidía la sala se le desrizaba la barba, perdiendo su engominado aire habitual de recién salido de la peluquería… Cuando más cosas iba a ver en aquel corto silencio mortal, la voz del prefecto ya continuaba, tajante:

—Coge tus libros, el gabán y la gorra…

Recuerdo que lo miré atónito, con unos ojos como bocas abiertas, saltando por gritar lo excesivo, lo injusto, lo inesperado de aquella medida.

—Sí —prosiguió, cuchillo, el reverendo padre—. Basta de escándalos y de rabonas. ¡Un alumno del colegio de San Luis Gonzaga, un externo, y en plenos ejercicios espirituales, dejando por los suelos a la Compañía! Así que… Vamos… No me harás que te lo repita… El gabán, la gorra, los libros… Tu tía habló ya conmigo… —Y al decir esto, de una manga a otra de la sotana lo vi pasarse mi carta con fingido disimulo, para que la viera—. Te marcharás con ella… Ya lo sabes…

Y, sin despedirse siquiera de la desconcertada mujer, fue él quien se marchó casposo, sucio como siempre, sobre sus enzapatillados y sordos pasos de franela.

A la salida del colegio, en medio de la plaza de San Francisco, con mi gabán, mi gorra y mis libros, como el padre prefecto quería, rompí en gritos de furia, zafándome del brazo de tía Tití.

—¡Tú tienes la culpa! ¡Tú, tú, que has venido a acusarme, porque vives frente a los Sancho, y mamá te ha dado la carta! —(No me atreví a pronunciar el nombre de Milagritos).

Y salí corriendo por el callejón de la Sierpe, camino de la playa, mientras mi tía gimoteaba descompuesta:

—¡Niño! ¡Cuco! Yo no quería eso. ¡Qué disgusto más grande! ¡Qué sofoco! ¡Cuando tu madre se entere de que te han echado!

Ya en las dunas, en cueros, llorando libre frente al mar, no sólo perdoné a mi madre, sino también a la pobre Tití, pensando de los jesuitas cosas que no pude expresar hasta pasados muchos años.

Ahora se me enredan en los troncos y retamas de recuerdos de esta perdida arboleda mía complicadas lianas sanguinolentas, recientes. Abiertos sobre ellos, intercalándose y fundiéndose hasta serme difícil deslindárselos, ruedan mis tres viajes a la URSS —1932-1934-1937—, tan vil y desesperadamente atacada hoy por Alemania. Lleguen mojados en lágrimas de ira, de fe, de orgullo y esperanza mis manos para sus soldados, mi corazón para su inmenso pueblo, simiente verde de futuro.

Tío Tomás había aparecido una mañana ante los ojos asombrados y preguntones de todos nosotros, sobrinos suyos que por vez primera le veíamos.

Viejo, más que guapo, hermoso; de níveas patillas a la italiana; pulcrísimo, lleno de gracia en su hablar castellano, interceptado de baches andaluces, de puras adherencias granadinas.

Llegaba muy enfermo tío Tomás a llenarse de pino parasol y sales gaditanas la rendida salud, trabajada tanto en su época moza. Buen ejemplo de toda aquella fiera juventud garibaldina, creadora de la unidad de Italia.

Tío Tommaso era alegre e irónico, conservando aún en su acento, en todo el estilo de su ser, algo del trueno que había sido.

Resumían la gloria del tío soldado aquellos tres dedos perdidos de la mano derecha, que sólo mostraba, detallando su romántica historia, ante los pocos y malvistos liberales del Puerto. En cambio, en medio del beato rigor insufrible de la familia, tío Tomás se preocupaba de ocultarla cuidadosamente en un fino guante de gamuza, sin duda para evitar alusiones hirientes, críticas embozadas contra su pasado, «tan vergonzoso como abominable». Pero ni a chicos ni a mayores se nos escapaba el misterioso bordoneo de que tío Tomás era un excomulgado y que, como castigo de haber combatido contra el Papa, una bala le había arrancado de cuajo los tres dedos.

—¡Tío, tío, los queremos ver! ¡Tío! —Le instábamos machacones, en cuanto le encontrábamos solo.

Tío Tomás condescendía, gracioso y bueno, desenguantándoselos.

—¡Déjanoslos tocar! ¡Anda!

Y en nuestro pánico infantil, seguros de que brotarían infernales llamaradas azules de aquella mutilada mano sacrílega, le hurgábamos, veloces, en los hoyos correspondientes al pulgar, al índice y al corazón, contando, electrizados:

—¡Uno, dos tres! ¡Uno, dos, tres!

Tío Tomás era olvidadizo, consciente o inconsciente, según le conviniera. De sus obligaciones religiosas no se acordaba nunca o, a la perfección, fingía no acordarse, aunque la pobre de tía Lola se hubiera convertido en su constante despertador y auriga:

—Tomás, que mañana es domingo… Que a primeros de año tienes que comulgar… Que la novena de la Patrona… Que la Adoración Nocturna…

Pero sus verdaderos olvidos eran otros. Jamás pudo decir si había nacido en Génova o Florencia; si sus hermanos fueron cinco o siete, llegando en las lagunas de su memoria hasta discutir violentamente con uno de ellos el nombre de su madre.

—Te digo, Augusto, que nuestra madre se llamaba Rosa.

—Que estás equivocado, Tommaso; nuestra madre se llamaba Catalina.

—Que te digo que no. Augusto: Rosa, Rosa…

—Catalina, Catalina…

—¡Rosa!

—¡Catalina!

Mas, como nunca lograban un acuerdo, la discusión llegaba a adormecerse por un poco de tiempo, reapareciendo al cabo con los mismos dubitativos ímpetus:

—Que Rosa…

—Que Catalina…

Etcétera, etc.

Y de súbito, cuando más parecía que los aires del Puerto lo fortificaban levantándolo, tío Tomás cayó en cama para luchar, como un bravo soldado, largo y tendido, con la muerte. Misteriosas se volvieron las hijas, Gloria, María y Dolorcitas; misteriosa tía Lola, misteriosa la casa, misteriosos y oscuros los alrededores del lecho del enfermo, Algo grave pasaba, que se quería, a toda costa, ocultar. Nadie sabía bien qué es lo que andaba debatiéndose, aunque los constantes cuchicheos, entradas y salidas de la alcoba del moribundo, coincidiendo, además, con la presencia triste de un padre jesuita en la penumbra del salón, dejábanlo traslucir desesperadamente.

Los otros tíos fueron presentándose, añadiendo rumor y más secreto a aquel trance final de tío Tommaso. Con mi madre llegué yo también, ya que era el sobrino predilecto, penetrándome de la congoja e inquietud suspirante de todos. Se escuchaba en la casa como el vibrar de una tirante cuerda invisible, cuya rotura inevitable era esperada con espanto, percibiéndose ya la delgadez del punto que había de producir la catástrofe.

El jesuita, siempre difuso en el tamiz oscuro de un rincón, invitó con acento apremiante a rezar el rosario. Gloria, María y Dolorcitas, mientras los afligidos presentes rodeaban al sacerdote, cayeron de rodillas, inundando de lloros sacudidos los cinco interminables misterios y el redoble monótono de las letanías.

Sólo tía Lola, junto a la cabecera del agónico, le velaba el combate.

Cuando después de los tres Agnus Dei el jesuita pedía a san José su intercesión celeste para que alguien, cuyo nombre no dijo, tuviera un buen morir, apareció la sombra de la tía, llamándole con una inclinación muda de cabeza. Parecía llegado el momento de que aquella vibrante tirantez de la cuerda invisible fuera a saltar, callándose. Interrumpido el rezo, zumbó por la penumbra de la sala un silencio angustioso, ennegrecido aún más por el anochecer que iba tapando las rendijas.

—¡Santa Madonna! —Vino, de pronto, largo y débil, del cuarto de la muerte.

Después de unos instantes en que la voz del jesuita simultaneaba los latines con el susurro jaculatorio de tía Lola, llegó otra vez la quejumbre contrita del moribundo:

—¡Señor mío Jesucristo!…

Encendida una vela, Gloria, María y Dolorcitas corrieron hacia la alcoba del padre, tropezándose con el sacerdote, agigantada sombra contra el cuadrado de la puerta.

—Ahora ya puede recibir tranquilo al Señor… —declaró en voz alta con intención de que se oyera.

Y mientras desaparecía, victorioso, en busca del viático, las tres hijas entraron jubilosas a avivar el hálito expirante del viejo soldado arrepentido.

Al día siguiente, de mañana, mamá volvió a llevarme a casa de tía Lola. Gloria nos recibió, enrojecidos los ojos de desvelo, mojándome la frente con un beso prolongado de llanto. Luego, cayéndome sus brazos sobre los hombros, me condujo despacio por corredores y habitaciones vacías a la de tío Tomás, dentro ya de su caja, en hábito blanco de cartujo. Con los primeros gallos había dejado de existir. Un grueso rosario se enroscaba ahora a la raíz de aquellos dedos que una descarga vaticana arrancara de la mano derecha del patriota.

—Saca de aquí a ese niño —ordenó tía Lola a su hija, después que de rodillas junto a mí me había hecho musitar varias oraciones.

Al entrar en el salón vi en uno de sus ángulos al jesuita, rodeado de algunos tíos y otros señores, tan sólo conocidos para mí de encontrármelos borrachos por las calles, camino del colegio. Las mujeres no estaban. Seguramente se hallarían en otro sitio de la casa, adonde tía Gloria se dirigió, convencida de que yo iba siguiéndola.

El jesuita, en la mano una hoja impresa, festoneada de negro, reprendía, severo, al tío Luis:

—Hay honores que en la esquela de defunción de un hombre muerto cristianamente no pueden figurar sin escándalo.

Si el rostro rendido del tío iba disminuyendo del color amarillo al de la nieve, el de los demás que escuchaban se fue poniendo oscuro, con un ceño interrogativo.

—Y aunque por suerte hayamos evitado a tiempo su reparto completo, las pocas enviadas habrán ya sublevado a estas horas la conciencia de muy buenos católicos —agregó, mostrando un gran paquete de anchos sobres festoneados también de luto.

Tras dos toses en una breve pausa, continuó en medio del silencio más compungido:

—Es necesario hacer nuevas esquelas. El entierro no será hasta mañana…

Y le entregó a tío Luis aquella misma hoja que enseñara al principio, tachada con un grueso rayón una de sus líneas, que alguno, tembloroso, se atrevió a descifrar de recio:

—Medalla de la Unidad de Italia.

—¡Cristiano! —Fue la única exclamación unánime.

Ni que decir tiene que, en la nueva esquela impresa y repartida pocas horas después, la endemoniada condecoración había desaparecido.

A las once del día siguiente, don Tomás Alberti y Sanguinetti, Gran Cruz de Carlos III, Cruz de Alfonso XII, Caballero de la Orden de Malta, etc. etc., recibió sepultura católica, arrepentido y confeso de todos sus pecados, en el cementerio de la ciudad del Puerto de Santa María.

El viejo héroe garibaldino, gracias al celo militante de la Compañía de Jesús, iba a descansar para siempre, despojado de la sola medalla con que orgullosamente hubiera descendido a la tierra.

A ti te quise yo, tío Tommaso, no sólo por la temerosa admiración que despertaron en mí tus tres dedos perdidos, sino por ser de aquellos pocos de la familia que consideraste, acariciándola en cuanto la veías, a la Centella, mi chica y desgraciada perra moruna.

Esta noche de Buenos Aires se ha prolongado hasta la pesadilla. Repentinas legiones de inmensas pulgas coloradas han atacado a Tusca despiadadamente en lo oscuro. Mi entresueño ha sufrido el redoble constante de su patas contra el entarimado, al defenderse de la agresión en un furioso rascarse violento.

Tres perras ladran largo, corren y me miran, sentadas en medio de mi vida:

Centella, la de mi infancia.

Niebla, la de mi madura juventud.

Tusca, la del destierro por América.

Centella, por las salinas y las playas, los pinares y los castillos del Puerto.

Niebla, por los escombros de Madrid, las explosiones y la muerte; prisionera de Franco en la caída de Castellón de la Plana.

Y Tusca, pura criolla-escocesa, ratonera, alegrilla y disparatada, libre en el viento por los campos de El Totoral de Córdoba; desesperada hoy en la estrechez de dos habitaciones bonaerenses.

Cuando me expulsaron del colegio, y después de la muerte del tío Tomás, mi amor por la Centella entró en su plenilunio. De un brinco, me despertaba antes del alba, lamiéndome los ojos, teniendo, rápido, que separarme la cara contra sus locas arremetidas. Ya en el patio, ella era la primera en lanzarse a la calle, perdiéndose hecha un tiro hacia la fábrica de gas, camino de la playa, en un andar y desandar su viaje, desconfiada de que no la siguiera.

¡Días de libertad, sin embustes al regresar a casa! ¡Desnudas horas anchas, con la marea subiéndome hasta el pecho, sin aquel miedo al anteojo del salón de Física, a las llamadas sinuosas del padre espiritual o a las ofensas humillantes del prefecto!

—¡Vamos, Centella!

Las piedras llanas, lamidas por el mar, lanzadas sobre los momentos tranquilos de su lomo, lo punteaban, súbitas, en tres, cinco y hasta siete saltos que la perrita en delirio perseguía.

—Te vas a ahogar, ilusa.

Y jadeante aún, extraño vaciado de arena, algas y salitre, tumbábase desorientada junto a mis pies descalzos, alerta las orejas a las historias de grumetes —Maine Reid—, o a las laberínticas hazañas detectivescas —Sherlock Holmes, Nick Carter—, que el entusiasmo me llevaba a leerle en voz alta.

No desconocía ella la fecha ni el lugar de su nacimiento. Había venido al mundo el mismo día que yo, en el rincón de una alberca sin agua, donde un galápago cuarentón se aburría solo, siempre en el mismo sitio, atacado frustradamente por feroces ratas nocturnas.

—¡Centella! Tenemos ya casi catorce años. Pronto, te llevaré a Madrid. Allá hay muy buenos oculistas…

En su vejez, contados la querían, esquivándola los demás, llenos de aprensión. Una creciente nube azul le iba invadiendo un ojo, empujándoselo hacia la noche. Pero aun así, achacosa, medio ciega, el pelo ya vivido salpicado de calvas, guardaba todavía savia y arrestos para internarse por el mar, revolcarse en la arena y desaparecer veloz; en un impulso inesperado.

Sí, pronto la curarían, pues las vísperas del traslado a Madrid ya se notaban en la presencia de Federico, el viejo arrumbador, en funciones de maestro carpintero para el embalaje de los muebles, así como también en el constante jubileo de los primos, envidiosillos de nuestra marcha nada menos que a la capital, donde seguramente —habían oído decir— «veríamos al rey Alfonso XIII y a la reina Victoria».

Papá llegó del norte, imprimiendo su aparición a los preparativos del viaje carácter de inminencia. Aunque mi fantasía volaba ya lejos del Puerto, sobre todo desde la expulsión del colegio, el pensarme de pronto trasplantado a una ciudad desconocida, sin playa, sin Milagritos, sin tía Gloria, hasta sin todos aquellos mismos tíos que odiaba tanto como quería, me trajo una repentina congoja, mezclada de desgana e indiferencia por la partida.

—¿Conque te vas a los Madriles? Allí sí que hay mujeres… —me descubrió, guiñándome por los muelles del río, Paquillo, el cochero.

—¿Mujeres?

—¡Digo! Más guapas y baratas que las del Penal…

Y el sueño se me coloreó aquella noche, rodándome Madrid por todo el cuerpo como un rojo durazno maduro o un fresco limón dulce de pezones salientes.

Al otro día, corrí a decirles adiós a los jesuitas, recibiéndome solo, en su cuarto, el temido padre prefecto.

—Terminarás allá el bachillerato en nuestro gran colegio de Chamartín de la Rosa. —Fueron sus horribles palabras, poniéndome la mano al nivel de la boca para que la besara, cosa que no pude de tan de piedra como me había dejado.

Y Madrid se me levantó aquella noche en medio del insomnio con las mismas torres y ventanas siniestras del presidio, escalofriado de largos alertas entristecedores.

—Escribirás en cuanto llegues. —Fue la súplica de tía Gloria, acompañada de un beso y un abrazo.

Y tía Lola, después de recomendarme mucho que siempre fuera bueno:

—¿Vas a pensar en mí cuando visites el Museo del Prado?

Y aquella otra noche, la última de mi infancia en el Puerto, la pasé en claro, recorriendo con la Centella los patios y las salas ya vacíos; subiendo luego a los tejados para esperar el alba.

Con las primeras luces, bajé corriendo a despertar a mi hermana Pepita.

—Pipi, vamos a quemar los soldados. ¿Qué van a hacer aquí?

—¿Todos, Cuco?

—Todos.

Pipi se levantó, impresionada. Luchando todavía con el sueño, me ayudó a amontonar en medio de aquel patio interior, campo de tan verdaderas batallas, una alta pira con nuestros héroes de cartón, recortados pacientemente durante tanto tiempo. Y, mientras se iban sonrosando los cristales de la montera, ardieron todos, confundidos en una misma llama, siendo a poco barridas sus cenizas por María, la cocinera.

Ya no quedaba más remedio. La hora había llegado. Con los primos mayores, que madrugaron para despedirnos, aparecieron —franja de luto al brazo— los nietos de Paca Moy, la vieja sirvienta, muerta «como una santa», no hacía mucho, entre las calabazas, los tomates y los ramos de viñas de un huertecillo suyo en el pueblo de Rota, al pie del mar de la bahía.

A las siete y media, en dos coches prestados por tío Jesús, salimos todos para la estación.

¡Adiós calle de las Neverías, calle de los sorbetes de colores y los helados veraniegos; vergeles de las orillas del río, puente de San Alejandro, esteros y salinas! ¡Adiós infancia libre, pescadora, de patios y bodegas profundos! Serás ya siempre en mi recuerdo como una barca de claveles, con las velas de albahacas, cabeceante por una mar de jazmines perdidos…

En la estación, Carreja el pescadero, descalzo, remangados mangas y pantalones, saludó a mamá:

—Doña María…

Al contrario que a tío Tomás, a Carreja, en lugar de faltarle, le sobraba un dedo, minúsculo pulgarcillo, con uña de percebe, que nosotros acariciábamos escalofriados y absortos.

Mamá le regaló cinco pesetas.

—Para que se las des a tu mujer…

Lloroso, fácil a las lágrimas como buen borracho, el pescador, cuando el tren ya pitaba, alzó la mano hasta la ventanilla donde nos agolpábamos, conmovidos.

—Bueno, niños… —ofreció, en señal de agradecimiento—. Antes de que os vayáis…

Todos a la vez, y más emocionados que nunca, despedimos al pulgarcillo de Carreja, que nos pegó en los dedos un fuerte olor a caballas azules y bocas frescas de la isla.

El tren se puso en marcha.

Por un instante, como prendidos a su cola de humo, pasaron el paseo de la Victoria, el Penal, el Tiro de Pichón… Cuando tras las primeras norias de la huerta de tío Jesús apareció el esmaltado umbroso de un bosquecillo de naranjos, me brotó de los ojos una olvidada adivinanza oída a Federico:

Muchas damas en un castillo

y todas visten de amarillo.

Y acompasando la solución del acertijo con el ritmo del tren que se abría paso, vega arriba del Guadalete, me la fui repitiendo, mudo, hasta Jerez de la Frontera:

—Las naranjas, las naranjas, las naranjas, las naranjas…