III
Un caballo, sin verme, me está mirando fijo desde el fondo de la barranca. Aquellas olas verdes de los otros veranos se han convertido hoy en un inmenso pastizal esmeralda, mar tranquilo de tierra en donde al sol y al viento se petrifican en estío los ganados. Un río grande cincha al campo, y otro pequeño y hondo que va a prenderse a él, lo raja largamente, dejándole una parte entre dos aguas, dando lugar así a una de esas innumerables islas que el Paraná, millonario de brazos y cabellos, apresa en su camino. La que tengo delante se llama el Dos de Oro. Sus pocos pobladores, cuando quieren pasar a tierra firme, lo hacen cruzando el Baradero, y en tiempo nuncio de crecida, con todos los ganados, antes que el río grande se junte con el chico y trasformen el campo en un extenso mar de difícil huida. Quiero decir con esto que las olas marinas de los otros veranos uruguayos se han marchado de mí, creo que, mientras viva en la Argentina, definitivamente. He cambiado los estíos en «La Gallarda», aquella preciosa casa mía entre pinares a la vera del mar de Punta del Este, por los más apacibles en una quinta llamada «del Mayor Loco», sobre las barrancas movidas de San Pedro, frente al solemne Paraná de Las Palmas. Ante su enorme banda, esta mañana de un fresa pálido sereno, recupero el olvidado hilo de mi Arboleda perdida —hace que lo dejé casi tres años— y doy comienzo a otro nuevo capítulo.
¡Alegría de volver a aquellos años madrileños, aún no envenenados por el odio y lejos todavía de los ríos de sangre que iban a correr por toda España a partir del 18 de Julio de 1936!
Sigo fijando mis recuerdos de 1920. Año de júbilos y penas. Tres muertes, cada una de las cuales me impresionó y conmovió de manera distinta, llenan sus meses primaverales: en marzo, la de mi padre, y en mayo, la del genial espada Joselito y la del grande y popular novelista don Benito Pérez Galdós.
Sucedió que una noche, al volver a mi casa, presentí, no bien dejado el ascensor, que algo terrible había pasado en mi familia. Por la puerta, abierta de par en par, salían al descansillo de la escalera voces confusas, entre claros gemidos y llantos. Aunque mi padre no andaba empeorado por aquellos días, su hora final, no cabía duda, se había anticipado en el reloj ya casi roto de su vida.
Aquella hermosa señora italiana, que me invitaba con frecuencia a su palco del Teatro Real y que vivía a la izquierda de mi mismo piso, fue la primera persona que encontré al penetrar en la antesala de mi casa.
—¡Qué desgracia más grande! —Le dije. Y (cosa mezclada de infantilidad y cinismo) aproveché el momento doloroso para abrazarme a ella y estamparle los besos que desde hacía tiempo se me amarraban en la boca sin hallar la ocasión de soltarlos.
Desenlazado al fin de su precioso cuello y sin atreverme a medir el efecto de tan inesperado asalto, corrí a la alcoba de donde salían los llantos, encontrando a mi padre ya tendido en su lecho y aún puesto el mismo traje con que la muerte le sorprendiera. Había muerto de pronto, soltando a borbotones por la boca toda la sangre de su cuerpo, quedándose doblado en la antesala como toro que hubiese recibido un «golletazo». Gimientes y pálidos de estupor, mi madre y mis hermanos lo rodeaban. Cuando me acerqué al lecho para besarlo, Agustín, aquel hermano que aunque lleno de gracia era siempre el más serio, prorrumpió en ayes y palabras que parecían más bien versos caídos de alguna copla de nuestro cante jondo.
—¡Ay, qué pena! ¡Qué pena! ¡Míralo ahí, tendido, esperando la tierra! ¿Qué va a ser de nosotros? Hasta hace un momento teníamos un padre, pero ahora… ¡Ay, ay!
Y a este mismo lamento volvía de cuando en cuando con dolor semejante al de ese hombre andaluz que canta solitario en la herrería acompañado únicamente por el redoble funeral de su martillo contra el yunque.
La noche del velatorio fue larga, interrumpida a cada instante por el susurro y cuchicheo compungido de las visitas. Hacia las tres de la madrugada, enfundaron el cuerpo de mi padre en un hábito blanco de la Orden Dominicana de Predicadores, lo pasaron a un sencillo ataúd de color caoba y le encendieron cuatro cirios. Alguien, además, le colocó cerca de los pies un manojo de flores. Encapuchado, entre las manos lívidas sujetando un rosario y un crucifijo, el pecho levantado y todo él envuelto en la penumbra amarillenta de la cera encendida, parecía ese imponente lienzo de Zurbarán en donde el cuerpo yacente del papa san Buenaventura se alza con una plástica bañada de un poderoso escalofrío.
Según la madrugada iba avanzando, la gente fue desapareciendo de la alcoba, y mis hermanos, fatigados, rotos los ojos por el llanto y el sueño, también se retiraron, quedándose dormidos en cualquier silla o sofá de la casa. Sólo mi madre permaneció a la cabecera del féretro, sumida en un duermevela sobresaltado de lágrimas y oraciones. Yo tampoco me fui, confundido e impresionado, del lado de mi padre. Allí estaba, mudo, casi en la misma postura que tenía la mañana en que de lejos le mostré, engañándolo, las notas falsificadas de mis exámenes. Y sentí como si una piedra —o un clavo feroz— me subiese del corazón a la garganta. Estaba remordido, lleno de infinito pesar por haberlo tratado casi siempre con una dejadez y frialdad muy semejantes a la falta de amor. En Andalucía, de chico, él siempre de viaje, apenas si mi cariño se cifraba en la espera de algún regalo traído de lejos, al regresar a casa, después de ausencias que a veces alcanzaron los dos años. Cuando nos trasladamos a Madrid —yo había cumplido ya los quince— y viví más con él y, luego, aún más estrechamente durante su enfermedad, mi amor tampoco fue muy expresivo, correspondiendo al suyo, en realidad nada exigente, con injustos desvíos y hosquedades que lo mortificaban, aunque en muy pocas ocasiones se decidió a manifestármelo. Estaba remordido, sí, y con deseos de hablarle, de llenar aquel su hondo silencio, ahora en verdad de muerte, con algunas palabras de cariño y perdón, respuesta ya tardía a mi desagradable comportamiento. Yo entonces no lloraba, y menos delante de otros ojos que no fueran los míos. Veía sólo en el llanto la cara horrible de la gente, y el pensar en la mía mojada por las lágrimas me llenaba de irritación y vergüenza. Pero algo había que hacer, alguna prueba de dolor tenía que dar en aquel trance. El clavo oscuro que parecía pasarme las paredes del pecho me lo ordenaba, me lo estaba exigiendo a desgarrones. Entonces, saqué un lápiz y comencé a escribir. Era realmente, mi primer poema.
… tu cuerpo,
largo y abultado
como las estatuas del Renacimiento,
y unas flores mustias
de blancor enfermo.
Sólo recuerdo ahora esas líneas. Desde aquella noche seguí haciendo versos. Mi vocación poética había comenzado. Así, a los pies de la muerte, en una atmósfera tan fúnebre como romántica.
Por mucho tiempo viví triste. Me vistieron de luto. Toda mi gente se ennegreció. Comenzaron los rosarios y las misas, el prolongado duelo insoportable, repleto al atardecer de visitantes conocidos, así como también de esos lúgubres cuervos que sólo hacen su aparición cuando comienza a oler la carne ya difunta. Yo me iba de mi casa, en busca de la soledad, por las afueras de mí barrio. La llanura, con sus chopos ensimismados, y el Guadarrama azul en lejanía, fueron mis buenos compañeros de aquellos meses. Me quedaba en el campo hasta muy atardecido. Y —¡oh milagro!— me seguían saliendo los poemas como brotados de una fuente misteriosa que llevara conmigo y no pudiera contener. Recuerdo ahora también el comienzo de otro, surgido entre dos luces, en un ocaso de primavera:
«Más bajo, más bajo[2]».
No turbéis el silencio.
De un ritmo incomparable,
lento,
muy lento,
es el ritmo
de esta luna de oro.
El sol ha muerto.
Y hasta las alegrías son tristezas,
pero del mismo ritmo:
lento,
muy lento.
Seguían luego otras estrofas, no menos melancólicas que ésa. Por aquellos días, un poeta llegado, creo que de Fernando Poo, al Ateneo de Madrid, había recitado los poemas de un librito que acababa de publicar. Su título: Versos y oraciones de caminante. Su autor, un desconocido: León Felipe. Con algo de su delgado acento escribí yo en aquellas horas iniciales. No pude verlo entonces. Y nunca más supe de él hasta que lo conocí catorce años después, en 1934.
Quiero ahora hacerle saber a ese santo profeta enfurecido que sus primeras versos, desprovistos y graves, llenaron de temblor las incipientes hojas de mi más tierna arboleda perdida…
Una tarde de mayo, fatigado ya un poco de mi enlutada soledad, tomé el tranvía y bajé al centro de Madrid. Al llegar a la Carrera de San Jerónimo, vi que toda la gente se precipitaba, atónita, sobre unos vendedores de diarios que voceaban, insistentes:
—¡La muerte de Joselito en Talavera de la Reina!
—¿Cómo?
—¿Qué?
—¡Eso no puede ser verdad!
Aquella tarde, a todo el mundo le hubiera parecido verosímil la cosa más absurda, menos esta que ya corría no sólo por las calles de Madrid sino por las de España entera.
—¡La muerte de Joselito en la plaza de toros de Talavera de la Reina!
Compré, como pude, un diario, creo que el primero de mi vida. No cabía duda. En el papel estaba escrito. Un toro, llamado «Bailador», el quinto de la lidia, le había pegado una cornada en el vientre. Su cuñado, Ignacio Sánchez Mejías, que toreaba con él, tuvo que matarlo.
—¡Matar un toro a José! ¡Si hubiera sido a Belmonte! ¡Pero a José!
Jamás los toros le habían rozado ni la ropa. Decían sus enemigos que los hipnotizaba o que con un pañuelo bañado en cloroformo hacía que perdiesen su poder para ser toreados con aquella seguridad y gracia juguetona, aquel burlarse suyo de la muerte, únicos en la historia del toreo. Tenía Joselito veinticinco años. Joven y hermoso, moría como un dios. Cuando trajeron su cuerpo corneado a Madrid, una inmensa multitud silenciosa, llenos los ojos de lágrimas y espanto, lo acompañó a la estación de Mediodía, de donde fue llevado en un tren especial a Sevilla, a que allí lo llorase la Giralda, su maestra en el arte de la sal, del ángel, de la alegría luminosa.
Aquella repentina desaparición del joven espada andaluz me dejó su camino: una estela enterrada que años más tarde me envolvió, plena, llevándome a condensar en unos versos toda la angustia, el relampagueo trágico que no había podido decir entonces, en los días cargados de su gloriosa muerte.
En aquel mismo mayo madrileño también voló, no a la gloria como José, sino tal vez al purgatorio, el alma de don Benito Pérez Galdós, de quien yo en ese tiempo no había leído apenas nada, pero que conocía de verlo en los jardines del Retiro adonde iba a posar para Victorio Macho. El escultor, bajo el amparo de unos árboles, cincelaba su estatua, y el pobre y triste don Benito, completamente ciego, se prestaba, doblado de paciencia, a escuchar los chasquidos de la piedra de donde iba saliendo su figura.
Así como la muerte del torero, la del inmenso novelista dejó también en mí sus escondidos hoyos, que más adelante se me abrieron, saltándome toda su grandeza, el fervor que no pude tenerle en aquellos años juveniles de sectarismo y de pedrada contra todo lo que suponía caduco.
1920. Tres muertes, unidas siempre para mí cuando me acuerdo de ese año: mi padre, Joselito, Galdós.
Aunque el dolor, pasados ya unos meses, se iba remansando en todos los de casa, un ala oscura de tristeza golpeaba mis noches, vertidas al amanecer en nuevos poemas desesperados y sombríos. La pintura, que aún a pesar de la sorpresa de los versos me seguía dominando, de loca y rutilante pasó a bañarse de ocres y morados, saltando a un realismo semejante al más negro de la escuela española. Se me ocurrió entonces retratar a mi hermana Pepita, pero no alegre y luminosa, como hubiera correspondido a sus dieciséis años, sino de cuerpo yacente, exangüe el perfil y amortajada en un sudario de colores marchitos. Para consolar a mi madre, le caligrafié dos Nocturnos de Chopin con las notas volando convertidas en pájaros oscuros sobre los hilos del pentagrama. Volví de nuevo a visitar los cementerios, con Bécquer en los labios y una opresión en mitad del pecho que me hacía caminar pidiendo apoyo de cuando en cuando al tronco de los árboles.
Un mal día, como mi inútil vocación —la nueva, la poética, la escondía yo con cierto misterio— seguía pareciendo poco productiva a los de mi casa, mi hermano Vicente me llamó aparte y me propuso en tono serio:
—Estaría bien que me ayudaras. Ha muerto papá y es necesario que tú también te ocupes de los vinos. Saldrás de viaje y ganarás según tus facultades de vendedor.
No me atreví a negarme. Y aunque yo no sabía ni sumar ni entendía nada de negocios, me dispuse a partir, como corredor de la casa Osborne, por pueblos de las provincias de Madrid y Guadalajara. Para iniciarme en el negocio, creyó mi hermano conveniente la compañía de un experto. Se apellidaba Velayos, y se trataba de un buen hombre, pequeño y bebedor, que roncaba en la noche como un fuelle y que además, a cualquier hora, se soltaba unos cuescos que me paralizaban el sentido. Con él visité Arganda, precioso pueblo madrileño de buenos vinos naturales; Alcalá de Henares, en donde con el pretexto de mostrar las excelencias del coñac Osborne «nos pescamos tal pítima» —estas palabras eran de Velayos—, que al día siguiente no sabíamos los resultados de nuestra venta ni en qué almacenes y tabernas habíamos estado. Luego, siempre en estrecha unión con sus ronquidos y ventosidades, visité otros pueblecillos de menor importancia, despidiéndome de él, con el pretexto de que ya «había entendido», al pie de una diligencia de mulas que iba a internarme por pueblos de los montes de Albarracín. Ya solo, recorrí villorrios y ciudades del Cid Campeador. Estuve en Atienza, en donde vendí cinco cajones de vino y dos de coñac, yendo a parar a Sacedón, que no olvidaré nunca. Sucedió que una noche tenebrosa de lluvia torrencial, en la especie de fonducho-taberna donde me hospedaba, se me ocurrió preguntar por el retrete. Alguien, con una muy larga sonrisa, me respondió:
—Hay corral… Ahí tras la puerta está el paraguas.
Yo, para que no dijera, lo abrí, sin el más mínimo gesto de asombro, saliendo a las más chorreadas intemperies. Me agaché como pude cerca de unos tablones atados con alambres, contra los que estuve a punto de rajarme la cara, y, paraguas en mano, comencé mi sencilla y humana operación. De pronto, sentí un alboroto, un extraño aleteo, acompañado de entrecortados píos gallineriles y —fue cosa de un segundo— mis pobres posaderas saltaron de aquel sitio picoteadas por veinte aves de corral agazapadas en las sombras. A pesar de tal peregrino suceso, digno de las andanzas del Buscón quevediano, hice negocio. Pero en la diligencia que me alejó de Sacedón tuve que ir de pie, ya que no andaba en condiciones de soportar ningún asiento. Todavía antes de regresar a Madrid me detuve en un pueblo de su provincia: Colmenar de Oreja. Plaza maravillosa, amurallada por inmensos tinajones de barro. Allí vi un circo popular, que más que divertirme me llenó de tristeza. La tradicional chica embarazada dando volatines, el escuálido perro amaestrado, la cabra a cuatro patas sobre el tapón de la botella y Gutiérrez Solana, trágico y desvelado, por todos los rincones: ésa fue mi tarde de Colmenar. Nada vendí. Hice un poema, del que no recuerdo ni una línea. Pero vuelto a mi casa, mi hermano me felicitó, luego de hechas las cuentas y darme veinte duros. Era la comisión que me tocaba después de quince días de trabajo.
Al poco tiempo, una noche, estando en los Altos del Hipódromo con una medio novia que tenía, sentí un raro gusto a metal en la boca. Saqué el pañuelo y lo teñí de sangre. Me callé. Volví a casa, muerto de escalofríos. A eso de la madrugada, desperté a mi hermano Agustín, que dormía en mi mismo cuarto.
—Estoy escupiendo sangre.
—Eres un bruto —fue su respuesta—. Quédate boca arriba, sin moverte.
A la mañana siguiente, llanto de mi madre y gran reprimenda de toda la familia por ser yo el único culpable. Tenían más que razón. No me cuidaba. Vivía como un caballo desbocado. No comía. Apenas si dormía cuatro horas. Verdaderamente era un bruto. Agustín lo había dicho. Me llevaron al doctor Codina, un especialista en enfermedades de pulmón. Diagnosticó después de un análisis de saliva y una radiografía de la caja torácica: «Adenopatía hiliar con infiltración en el lóbulo superior del pulmón derecho». Aquella larga relación de mi mal me gustó mucho. Dediqué unos poemas, que llamé «Radiográficos», a mi pobre pecho vencido. Y comencé mi curación confinándome, en espera de la llegada del verano, entre mi cuarto —¡aquel tan querido y desordenado «triclinio»!— y la contigua galería, cuyos amplios ventanales se abrían sobre los árboles y las casas de la ciudad con el lejano Guadarrama al fondo.
Largos meses de sobrealimentación. De estatismo. De aburrimiento. De miedo. Y de silencio casi absoluto, porque, de pronto, el temor a enfermarme de verdad, a morirme, en definitiva, fue tan grande como antes lo habían sido mi dejadez y desaprensión. Desde los primeros días de vigilancia de mi salud, empecé por eliminar a los amigos, rehuyendo incluso la conversación con mi familia, pues el hablar me excitaba, haciéndome aumentar la temperatura en unas cinco décimas. Además, como me habían aconsejado aire puro, abrí las ventanas, aunque era otoño y el viento helado de la sierra hendía en mi soledad sus más estremecedoras agujas. Esto no sólo espantó a todas las inoportunas visitas sino también a mi madre y hermanos, deseosos de no pescarse una pulmonía en semejante «heladera», como desde entonces llamaron a aquella zona de la casa. Este cambio de vida me sirvió —a él se lo debo casi todo—, calmándome los nervios, transformando poco a poco en caballo tranquilo aquel tan disparado y disparatado de mis años anteriores. Leí mucho. Cayeron en mis manos la Antología poética de Juan Ramón Jiménez, las Soledades y galerías de Antonio Machado y los primeros libros de la Colección Universal (Calpe), aparecida por aquellos días. Y escribí constante y apasionadamente, sin perder, gracias a mi hermana la pequeña, el contacto de la calle, cuyos ecos literarios y artísticos me llegaban, gritadores, en Ultra, las volanderas hojas que los llamados jóvenes vanguardistas lanzaban en Madrid con gran escándalo y protesta no sólo de los «viejos» sino hasta de la gente más alejada del mundo de las letras. Salvo el de Ramón Gómez de la Serna, vi escritos por vez primera los nombres de Gerardo Diego, Luciano de San-Saor, Humberto y José Rivas Panedas, Ciria Escalante, Ildefonso Pereda Valdés, Jorge Luis Borges, al lado de extranjeros, para mí tan desconocidos, como Ivan Goll, Jules Romains, Apollinaire, Max Jacob y otros que ahora no recuerdo. Entre los descoyuntados versos, las trepidantes prosas, los insultantes aforismos y el desconcierto tipográfico de aquellas páginas, irrumpían con colaboraciones plásticas —dibujos y grabados en madera— Norah Borges y los ya para mí familiares Barradas, Paskiewicz, Jhal, Delaunay, etc. Un nombre, entonces, se destacaba con más fuerza y ruido en aquel tren disparado de Ultra: el de Guillermo de Torre, el fundador y animador más audaz del movimiento. Había lanzado un manifiesto —con retrato lineal de Barradas— bajo el título de Vértice, chirriante «locomotiva» que me sorprendió, gusté y rechacé en un principio. De él recuerdo aún renglones como éste: «Morfinómanas lésbicas se inyectan en el endocardio la hiperestesia de las linotipias…». Y otro: «Morena, desenrolla ante mí el film de tus ojos carburadores…». (Alguien, más tarde, me hizo caer en la cuenta, no sin gracia, del parecido de este último con el lenguaje madrileñista de los chulos de Arniches. Creo no ofender con esta pequeña revelación a mi hoy buen amigo Guillermo).
Al fin, Ultra acabó por entusiasmarme, esperando la aparición de cada número con verdadero interés e impaciencia. Quise colaborar en la revista. Pero, como no conocía a ninguno de aquellos nuevos escritores, me atreví a mandar por correo un poema de los que por entonces me salían. No lo recuerdo ahora, pero sí las breves líneas con que lo acompañaba. Decían: «Ahí les envío esa colaboración para que hagan con ella lo mejor, o peor, que se les ocurra». Desde luego supuse que fue a parar al cesto de los papeles, pues nunca, a pesar de que me desojé buscándola durante varios números, la vi publicada. Me desilusioné y entristecí, pensando: «Claro, esto me ocurre por meterme en donde no me llaman. Tal vez los "ultra" me conocen como pintor y naturalmente…». Etc.
Mi tremenda, mi feroz y angustiosa batalla por ser poeta había comenzado.
Comprobaba, con más evidencia a cada instante, que la pintura como medio de expresión me dejaba completamente insatisfecho, no encontrando manera de meter en un cuadro todo cuanto en la imaginación me hervía. En cambio, en el papel sí. Allí me era fácil volcarme a mi gusto, dando cabida a sentimientos que nada o poco tenían que ver con la plástica. Mis nostalgias marineras del Puerto comenzaron a presentárseme bajo forma distinta: aún las veía en líneas y colores, pero esfumados entre una multitud de sensaciones ya imposibles de fijar con los pinceles. Me prometí olvidarme de mi primera vocación. Quería solamente ser poeta. Y lo quería con furia, pues a los veinte años aún no cumplidos me consideraba casi un viejo para iniciar tan nuevo como dificilísimo camino. Vi entonces, con sorpresa, que lenguaje no me faltaba, que lo poseía con gran variedad y riqueza, pero que en cambio mi ortografía era más que deficiente, resistiéndoseme de cuando en cuando la sintaxis. Empecé a prestar más atención en mis lecturas, observando cada palabra, consultando en el diccionario con frecuencia y no hallando jamás en la gramática solución a mis vacilaciones. El trabajo y el tiempo me fueron arreglando las cosas. Pero nunca del todo, pues aún ahora cuando escribo estoy lleno de dudas.
Pasado el primer melancólico invierno, ya contemplando Madrid disuelto en la neblina, bajo la nieve o a la luz de esos cielos tan suyos, tensos de azules congelados; ya consolándome con adivinar a una muchacha que pasaba las horas y las horas tras los cristales de un balcón de la casa de enfrente, se presentó la primavera, acelerando en mayo mis preparativos para marchar, antes de la llegada del verano, a los pinares de San Rafael.
Días estivales de reposo, tumbado en una cómoda chaise-longue, leyendo, escribiendo o absorbidos los ojos por el tranquilo viajar de las nubes. Tan sólo aquel silencio rumoroso era inquietado de tarde en tarde por el trajín de los ferrocarriles que iban hacia las playas veraniegas del norte.
Con la nostalgia del mar,
mi novia bebe cerveza
en el coche-restorán.
Solía leerle mis poemas a alguien mayor que yo, que con frecuencia reposaba a mi lado. Era un francés, estudiante en Madrid, pero que por hallarse tocado de un pulmón también buscaba el aire sano de la sierra. Dieciocho años después, acabada nuestra guerra civil y desterrado yo en París, me vino a saludar, resultando ser nada menos que Marcel Bataillon, el gran hispanista. Me traía, dedicado, su último libro: Erasmo en España, una obra maestra, fundamental para el conocimiento de las ideas en nuestro país durante el siglo XVI.
Allí, entre aquellas montañas del Guadarrama, repleto el corazón del canto soleado de los pinos, renací a la vida. Se me fue la poca fiebre que me entraba al caer de la tarde, aumenté de peso —algo más del debido para un joven poeta— y comencé de nuevo a pasear, media hora cada mañana y otra media antes de la puesta de sol.
Escribía como un loco. Casi contento estaba con mis versos, muy diferentes de los lanzados a la moda por los ultraístas, aunque naturalmente con algo del desconcierto de ellos. Un día, un amigo pintor que vino a visitarme me trajo un libro —Libro de poemas, se titulaba— del que se hacían en Madrid los mejores elogios. El pintor era Gregorio Prieto, y el autor del volumen, Federico García Lorca: un muchacho granadino que pasaba los inviernos en la capital, hospedado en la Residencia de Estudiantes. Me entusiasmaron muchas de sus poesías, sobre todo aquellas de corte simple, popular, ornadas de graciosos estribillos cantables. Otras, en cambio, las rechacé. No comprendía cómo en aquellos años de afanes innovadores se podía publicar un canto a doña Juana la Loca y otros del mismo tono cansado y académico. Ciertas auras de Villaespesa y hasta de Zorilla —cantores de Granada— corrían intempestivamente por el libro. Pero, a pesar de todo, se perfilaba un gran poeta y ya me desvivía por conocerlo. Faltarían aún más de tres años para que eso sucediera.
Otro día, hallándome reposando cerca de un arroyo escondido, al llegar el tren de la una se llenaron los caminos y bosques de San Rafael de un grito repetido que al principio fue para mí un misterio. Voceaban así los vendedores de diarios:
—¡El desastre de Annual! ¡El desastre de Annual! ¡El general Navarro prisionero!
Se trataba del gran desastre militar y político de Marruecos —miles de nuestros soldados muertos por los moros—, que iba a traer como consecuencia, a los dos años, la dictadura militar de Primo de Rivera. Nadie podía saber entonces que nuestra generación comenzaría a andar bajo ese signo. Otra generación, la del 98, también había venido bajo el signo de otra catástrofe nacional: el derrumbamiento total del viejo poderío monárquico español. Ambos acontecimientos imprimieron caracteres bien definidos a estas dos promociones de escritores. Pero la nuestra no se pudo enterar hasta el advenimiento de la República, en 1931, de que su mayoría de edad poética iba a ser alcanzada durante aquellos años dictatoriales. Más adelante hablaré de esto.
Hacia fines de octubre, mediado ya el otoño, regresé a mi «heladera». Dejaba con tristeza San Rafael, solemne y melancólico, ya sin veraneantes, despoblados los chopos, rodando en remolinos por la carretera sus hojas amarillas. Era hermoso el arribo de la otoñada en la sierra. Sentía más míos el sol y el largo silabeo del viento en los pinares. Con los primeros grandes fríos, en los días azules, se recortaban más los montes, presentando un extenso perfil impresionante aquellos que formaban, mirando hacia Segovia, «la Mujer muerta». Volvía a Madrid aquel año bajo el fino preludio de la nieve y el aullido temprano de los lobos en los bosques nocturnos. Me preparaba para un nuevo invierno sin fin. Aunque ya mi reposo y mi silencio no iban a ser tan absolutos, el miedo que le había tomado a mi enfermedad me llevaría aún a ser prudente, no abriendo demasiado la mano a visitantes inoportunos. Menos mal que para consuelo de mi aislamiento aquella muchacha de la casa de enfrente reapareció tras los cristales del balcón, quedando allí las horas muertas, adivinándonos mutuamente hasta el oscurecer.
Continué escribiendo. Un lento mes helado sin recibir a nadie. Hasta que, de pronto, una tarde, sin aviso, se presentó en mi cuarto la primera visita de la temporada. Se trataba de un joven escritor, conocido por mí años antes, creo que en un Salón de Otoño. Su nombre era Juan Chabás.
Valenciano, moreno, de grandes ojos y pestañas aún mayores, voz pastosa, engolada, traje gris, cuello bajo y corbatín negro, de lazo. Un tipo levantino, de indudable belleza, simpático pero a veces algo cargante. Me traía un librito de poemas —Ondas—, el primero que publicaba. Leí la dedicatoria: «Al pintor Rafael Alberti». No pude evitar un gesto casi de desagrado.
—No sé si lo sabrás, pero hace ya algún tiempo que dejé la pintura. Me ha prohibido el médico estar de pie… Tampoco es bueno para mi salud el olor de los colores —le dije, exagerando—. Ahora escribo.
—Está bien… Podrías dibujar sentado. Y volver a los cuadros cuando ya estés sano del todo.
—No tendré tiempo para las dos cosas. Quiero que se me olvide como pintor. Me gusta más la poesía. Te voy a leer algo. ¿No te importa?
Y rápido, sin atender a su respuesta, le dije de memoria tres poemas. Uno de ellos —el único que recuerdo ahora— era como sigue:
La noche ajusticiada
en el patíbulo de un árbol.
Alegrías arrodilladas
le besan y ungen las sandalias.
Vena
suavemente lejana
—cinturón del Globo—.
Arterias infinitas,
mares del corazón que se desangra.
—¿Sabes que está muy bien? —Dejó caer al cabo de un deliberado silencio—. ¿Tienes más?
—Muchos. Un libro.
Nuevo silencio.
—Yo venía para otra cosa. Pensaba que te gustaría hacer una exposición de tus obras en el saloncillo del Ateneo. Pertenezco ahora a la directiva y puedo organizártela…
—¿Para qué? Eso me va a perjudicar.
—No seas tonto. Tú siempre seguirás siendo pintor, aunque escribas.
—No me interesa ya.
Y en mi interior me derrumbé. Mis poemas no le habían gustado. Estaba seguro. Fingir que sí no era tan difícil.
—Podrás reunir tus mejores obras;…, entre óleos y dibujos…
—No.
—Yo me encargo de todo… Sería tu despedida de pintor… ¿Qué te parece?
Vacilé. Tenía el convencimiento de mi derrota, de que los escritores jamás me tomarían en serio. Desde ahora en adelante escribiré para mí solo, me dije, únicamente mi hermana Pepita juzgaría mis poemas.
—Bien. Si tú te ocupas de todo… Será mi adiós a la pintura, como dices. Yo no salgo a la calle… ¿Qué fecha?
—A comienzos de año.
—Apareceré por el Ateneo el día de la inauguración.
Le di la mano. Y se fue.
Casi lloré de ira, tendido en la cama. Pero a la mañana siguiente me rehíce. Y escribí de nuevo, aunque considerando perdida la batalla.
Pasada poco más de una semana, apareció otra vez Chabás. Venía acompañado.
—Dámaso Alonso…
No me era desconocido del todo aquel nombre.
—Te trae también un libro.
Mientras el nuevo autor me lo entregaba, pude leer el título: Poemas puros. Poemillas de la ciudad.
—Es formidable —adelantó Chabás, campanudo.
Dámaso Alonso marcó un gesto en sus labios, entre contrariado e irónico. Cuando más tarde lo traté, ya grandes amigos, pude confirmar que aquella mueca suya ante el elogio del escritor valenciano había sido sincera. Dámaso Alonso, un joven, entonces, de prematura madurez, con un extraordinario talento, padecía de desilusión, de una incomprensible falta de seguridad en sí mismo, rayana a veces en lo trágico. Le acomplejaba sobre todo su figura: baja, rechoncha, coronada por una calvicie en visible aumento. Hasta le hacía sufrir su segundo apellido —Redondas—, que conocí de pronto y no por él precisamente. Bebía más de la cuenta, cosa que disgustaba a su madre, y era un gran putañero. Se hablaba ya de él como de un pequeño fenómeno de erudición y sabiduría. Su memoria era inmensa —aún más que la que yo padezco—, habiendo llegado a saberse, en la época de nuestro entusiasmo gongorino, las Soledades y el Polisemo de don Luis sin un solo tropiezo. Estaba dotado para la poesía como el mejor, aunque escribiera poco, a causa de un sentido autocrítico exagerado y de aquella especie de desengaño e inseguridad que lo aplastaban. Le tomé mucho cariño. A él le debo muchas cosas. Una, fundamental, sobre todas: me dio a conocer a Gil Vicente, quien todavía refresca mis canciones de estos últimos años. El libro que me dejó aquella tarde era muy bueno, lejos ya de todo alboroto ultraístico y anunciando el perfil español y sereno que habría de distinguir a nuestra generación. Más cerca de Antonio Machado que de Juan Ramón Jiménez, Poemas puros. Poemillas de la ciudad, por su temblor humano, extremada economía de expresión y sencillez, abrió cauces hacia la gran poesía de aquella década. Muchos quizás —hasta incluyendo al mismo Dámaso— no lo recuerden. Yo sí. Tanto, que aún hoy puedo repetir de memoria algunos de los sonetos y estrofillas que aprendí aquella misma noche de su visita en una tarde invernal de 1921.
Los poemas míos que le dije creo que le gustaron, aunque no tanto como los que escribí luego. Pero, sabiendo yo que mi inseguridad como poeta principiante era entonces dramática y que él no ignoraba mi vocación pictórica, no quise ilusionarme ni poco ni mucho con sus manifestaciones de agrado.
En enero o febrero de 1922, asistí a la apertura de mi exposición en el saloncillo del Ateneo. El bueno de Juan Chabás, fiel cumplidor de su promesa, se había ocupado de todo: colocación de los cuadros y dibujos, catálogo, precio de las obras, etc. No me disgustó ver reunidos y ordenados con cierta gracia mis trabajos de aquellos años, indagadores de las tendencias más dispares. Podían allí comprobarse figuras y paisajes influidos por Vázquez Díaz, explosiones de colores sometidas a dinámicos ritmos vistos en Delaunay, al lado de los más inocentes juegos geométricos de procedencia cubista. También había dibujos esquemáticos de danzas, recuerdo lineal del Ballet Ruso entremezclado con visiones de las cavernas prehistóricas. Ante aquel conjunto de mi obra, sentí la tentación de reanudar mi ya expirante vocación plástica. Pero no. Era demasiado tarde para volver. Roto estaba el camino, y por el nuevo de la lírica mis avanzados pasos me decían que el retornar hubiera sido un grave error. La exposición fue más bien celebrada por jóvenes literatos que por pintores. Cosa que me desagradó, aunque no tanto como para amargarme. Entre los amigos del gremio que la visitaron recuerdo a Gregorio Prieto, ya bastante conocido, y a Francisco Bores, en víspera de partir para Francia, donde se convertiría de la noche a la mañana en uno de los pintores más personales y seguros del grupo español —«école de Paris»— que ya comenzaba a perfilarse. En esta exposición tuve una gran sorpresa, que fue el vender un cuadro en 300 pesetas a un funcionario de la embajada del Perú, quien no sin cierto entusiasmo cargó con él días antes de la clausura. El expositor que me sustituyó en aquel saloncillo del Ateneo se llamaba Francisco Cossío, también poco después parte integrante del grupo parisiense de artistas hispanos. Me hice algo amigo suyo, dejándolo de saludar años más tarde, cuando, nuevamente en España, tuvo el poco talento de meterse a falangista.
Vueltos los cuadros a mi casa, sentí un inmenso alivio. Me parecía haber hecho una confesión pública de todos mis pecados, purificando mi conciencia, disponiéndola, ya sin remordimientos, en estado de gracia, a lo más recio de la lucha por alcanzar lo que desde hacía tanto tiempo condensaba el único desvelo de mis noches. ¿Estaría lejos la victoria? Era entonces difícil precisarlo. Pero, después de aquella exposición del Ateneo, el camino para lograrla lo veía por vez primera más franco y luminoso. (Y eso que la resistencia que aún iban a oponerme los jóvenes literatos iba a ser grande).
Debo reconocer, en justicia, que Juan Chabás, a pesar de su demostrado interés por mi pintura, fue tal vez, entre todos los escritores, el que más me ayudó a olvidarla. Había salido por aquellos días una nueva revista: Horizonte. Más serena, más apaciguada. Un arco iris tras el aguacero ultraístico. Su director era un nuevo poeta: Pedro Garfias, sevillano de Osuna, señalado, junto a Gerardo Diego, como una de las grandes promesas del momento. (Supe después que a Garfias no le halagaba mucho se le emparejase con el poeta santanderino). Como siempre, fue al propio Juan Chabás a quien debí la visita del andaluz, recibido también en mi «heladera», menos gélida que de costumbre, pues ya los aires primaverales andaban rondando las ventanas. Garfias oyó con atención los poemas que, a requerimiento de Chabás, dije sin más preámbulo. Su comentario fue rotundo, decisivo en mi vida:
—Dame los tres que más te gusten para el próximo número de Horizonte.
Aquella noche no dormí, y hasta que, varias semanas después, no tuve la revista entre mis manos, fue grande mi desasosiego. ¿Publicaría Garfias los poemas? ¿Se arrepentiría, encontrándolos malos al releerlos? Nada de esto sucedió, pues aparecí en el tan ansiado número junto a la «Baladilla de los tres ríos» de García Lorca, poesías del mismo Garfias y unas breves canciones de Antonio Machado. Aquel nuevo Horizonte sabía responder a su título. En su amplia línea despejada, volvieron a hermanarse poetas momentánea y deliberadamente excluidos por Ultra. Al lado de Machado ya otra vez se encontraba Juan Ramón. Del primitivo barco vanguardista, muy pocos de sus tripulantes habían logrado hacer brazo hasta la playa. Hundimiento casi total, pues tan sólo salieron incólumes Gerardo Diego, como poeta, y, como crítico, Guillermo de Torre, capitán de la nave.
Otra revista, ya con dos años de existencia y que yo conocía, se publicaba en La Coruña con un precioso título: Alfar. Muy amplia de criterio, en sus páginas siempre armónicas y espaciosas tenían cabida los más diversos nombres, representativos de todas las tendencias. La escala iba, en lo español, desde Azorín, Unamuno o Miró hasta el último grito ultraísta; y, en lo americano, desde Lugones, Sanin Cano o Alfonso Reyes hasta el martinfierrista más arrebatado. El constante director y editor de Alfar era un claro y férvido poeta uruguayo, Julio J. Casal, cónsul además de su país en aquella ciudad gallega. Él y su compatriota, el pintor Barradas, un ser verdaderamente de genio, «antes de tiempo y casi en flor cortado», dejaron en España, junto con su imborrable recuerdo, la honda semilla de su trabajo generoso. Así como entonces pude tratar algo al pintor, no logré hacerme amigo del poeta hasta 1940, ya desterrado yo en la Argentina. Fue a Daniel Vázquez Díaz a quien debí mi primer contacto con él, mandándole un artículo que yo había escrito sobre su pintura y que Casal publicó, ilustrado con algunos de los mejores cuadros del artista andaluz. Pasado bastante tiempo, como mi entusiasmo por darme a conocer comenzaba a ser grande, me acordé de pronto de Alfar y no sin cierta timidez envié a la revista varios poemas. Al cabo de unos meses, recibí un ejemplar, acompañado de unas líneas cariñosas de su director y con mi colaboración colocada en lugar preferente. Eran poemas de un tono parecido a los publicados en Horizonte. Nunca los incluí luego en ningún libro, olvidándome completamente de ellos. Pero, ahora que Robert Marrast, un joven hispanista francés traductor de mi teatro, ha tenido la bondad de mandarme una copia, los quiero dar aquí por considerarlos de cierto interés para la corta prehistoria de mi poesía.
BALCONES
1
Te saludan los ángeles,
Sofía, luciérnaga del valle.
La estrella del Señor
vuela de su cabaña
a tu alquería.
Ora por el lucero perdido,
linterna de los llanos:
porque lo libre el sol
de la manzana picada,
de los erizos del castaño.
Mariposa en el túnel,
sirenita del mar, Sofía:
para que el cofrecillo de una nuez
sea siempre en ensueños nuestro barco.
2
El suelo está patinando
y la nieve te va cantando:
Un ángel lleva tu trineo,
el sol se ha ido de veraneo.
Yo traigo el árbol de Noel
sobre mi lomo de papel.
Mira, Sofía, dice el cielo:
la ciudad para ti es un caramelo
de albaricoque,
de frambuesa
o de limón.
3
En tu dedal bebía esta plegaria,
esta plegaria de tres alas:
Deja la aguja, Sofía.
En el telón de estrellas,
tú eres la Virgen María
y Caperucita encarnada.
Todos los pueblos te cantan de tú.
De tú,
que eres la luz
que emerge de la luz.
Esta Sofía era una niña de doce o trece años, a quien en los largos primeros meses de mi enfermedad contemplaba abstraída ante un atlas geográfico tras los cristales encendidos de su ventana. Desde la mía, sólo un piso más alta, veía cómo su dedo viajaba lentamente por los mares azules, los cabos, las bahías, las tierras firmes de los mapas, presos entre las finas redes de los meridianos y paralelos. También Sofía bordaba flores e iniciales sobre aéreas batistas o rudos cañamazos, labor de colegiala que cumplía con la misma concentrada atención que sus viajes. Ella fue mi callado consuelo durante muchos atardeceres. Casi nunca me miraba, y, si alguna vez se atrevía, lo hacía de raro modo, desde la inmovilidad de su perfil, sin apenas descomponerlo. Esta pura y primitiva imagen, de Sofía a la ventana, me acompañó por largo tiempo, llegando a penetrar hasta en canciones de mi Marinero en tierra, época en que ya ella había trocado el azul de los atlas y la aguja por un flirt dominguero y matinal, a la salida de la iglesia. Y si antes Sofía, a los trece años, me escatimaba una simple mirada de reojo, ahora, ya en la flor de los quince, cada vez que en la calle la encontraba de frente, se encendía de rubor, doblando la cabeza y alterándose toda de tal forma, que al final era yo el más avergonzado, dejándola pasar, con bien fingida indiferencia, como si se tratase de una desconocida. Desde entonces, aunque seguí viviendo hasta 1930 en la misma casa, Sofía se me borró del todo, muriéndoseme verdaderamente, terminando por ser tan sólo un bello nombre enredado en los hilos de mis poemas.
Con una larga serie del mismo estilo que los primeros dedicados a Sofía, iba yo componiendo un libro al que había ya colgado título, uno muy en el gusto, por cierto, de aquellos años, pero que a casi nadie gustaba: Giróscopo. Pretendía yo que a mis poemas de múltiples imágenes los compendiaba bien esta palabra, designadora de ese trompo o peón de música, rayado de colores, delicia de los niños. A Juan Chabás debí, naturalmente, el que lo conociera Gabriel Miró, retirado en aquel momento en sus queridas tierras levantinas. Carta me llegó, al poco tiempo, del adorable autor de El humo dormido, en la que me expresaba, entre frases corteses y bondadosas, que «en Giróscopo —se me enreda el título (a él tampoco le complacía)— hay palabras de aguda belleza». Don adivinatorio de Miró, pues mi locura por el vocablo bello llegó a su paroxismo en el año del centenario de don Luis de Góngora, cuando con Cal y canto la belleza formal se apoderó de mí hasta casi petrificarme el sentimiento.