ACTO II
ESCENA I
Menecmo II, Mesenión
MEN.— Yo creo, Mesenión, que no hay mayor placer para los navegantes que el divisar la tierra a lo lejos desde alta mar.
MES.— Mayor sería, para decir verdad, si, al llegar, fuera tu propia tierra la que vieras. [230] A ver, dime, por favor, ¿qué es lo que hacemos aquí ahora en Epidamno?, ¿es que vamos como el mar dándoles la vuelta a todas las islas?
MEN.— Venimos a buscar a mi hermano gemelo.
MES.— ¿Y cuándo vamos a acabar de buscarlo? Son ya seis años los que vamos tras ello. [235] Hemos recorrido las tierras de los histrios, los hispanos, marselleses, ilirios, el mar Adriático todo, la Magna Grecia y todas las regiones de Italia que baña el mar. Si fuera una aguja lo que buscaras, creo que la hubieras encontrado ya hace tiempo, si es que estaba por alguna parte; [240] estamos buscando entre los vivos a un muerto, que si viviera, ya hace mucho que hubiéramos dado con él.
MEN.— Pues entonces busco a alguien que me lo confirme, que me diga que sabe que ha muerto; [245] entonces dejaré de buscarlo, pero en otro caso, jamás, mientras que me quede vida, abandonaré mi empresa. Yo soy quien sabe el afecto que le profesa mi corazón.
MES.— Eso es buscar una aguja en un pajar. ¿Por qué no nos volvemos ya de aquí a nuestra tierra? Como no sea que quieras escribir un libro de viajes.
[250] MEN.— A comer y a callar, no sea que te la ganes; no me importunes, que las cosas no se van a hacer a tu aire.
MES.— ¡Ahí tienes! Más clarito y con más brevedad no has podido darme a entender que soy un esclavo. Pero, de todas formas, no soy capaz de coserme la boca; [255] ¿sabes, Menecmo?, si inspecciono la bolsa, te juro que vamos equipados bastante a la ligera. Caray, según yo creo, como no te vuelvas a casa, cuando te encuentres sin nada, entonces vas a tener que gemir mientras que buscas al gemelo. Porque esta gente de aquí, los de Epidamno, [260] son muy dados a la disipación y muy bebedores, y luego que viven aquí muchísimos pícaros y estafadores; y también las cortesanas, que se dice que no las hay en el mundo más seductoras que éstas. Por eso se le ha puesto a esta ciudad Epidamno, porque se puede decir que no hay nadie que pare en ella sin daño propio.
[265] MEN.— Ya tendré cuidado; venga la bolsa.
MES.— ¿Qué quieres hacer con ella?
MEN.— Es que ya me has puesto en guardia contigo por eso que has dicho.
MES.— ¿De qué te he puesto en guardia?
MEN.— De que no sea que me vayas a ocasionar un daño en Epidamno. Tú, Mesenión, eres muy mujeriego, y yo, una persona irascible, [270] y no sé contenerme; si soy yo el que tengo el dinero, habré evitado dos males al mismo tiempo: que tú cometas una falta y que yo me enfade contigo.
MES.— Toma y guárdala. Por mí, con mucho gusto.
ESCENA II
Cilindro, Menecmo II, Mesenión
CI.— Buena compra he hecho y bien a mi gusto, bueno va a ser el almuerzo que voy a ofrecer a los comensales. [275] Pero veo ahí a Menecmo, ¡ay de mis costillas! Los convidados andan merodeando delante de la casa antes de que yo haya vuelto de la compra. Voy a acercarme a hablarles. ¡Salud, Menecmo!
MEN.— Los dioses te guarden, quienquiera que seas.
CI.— ¿Quienquiera que sea? ¿Es que no sabes quién soy[7]?
MEN.— No, te juro que no.
[280] CI.— ¿Dónde están los otros invitados?
MEN.— ¿Qué otros invitados?
CI.— Tu gorrón.
MEN.— ¿Mi gorrón?
CI.— Este hombre, desde luego, está loco.
MEN.— (A Meneemo.) ¿No te dije yo que había aquí muchos embaucadores?
***
[285] MEN.— ¿Quién es ese gorrón mío que buscas, joven?
CI.— Cepillo.
MEN.— Un cepillo llevo yo aquí a buen recaudo en la maleta. Menecmo, vienes demasiado pronto a almorzar, ahora mismo vuelvo de hacer la compra.
[290] MEN.— Contéstame una pregunta, joven: ¿a cuánto van aquí los cerdos sin tacha para los sacrificios?
CI.— A dos dracmas.
MEN.— Toma, ve y que te hagan un exorcismo a mi cuenta, que desde luego veo que has perdido el juicio: importunar de esa forma a un desconocido, seas quien seas.
CI.— Yo soy Cilindro, ¿es que no sabes mi nombre?
[295] MEN.— Ya seas Cilindro, ya Coriandro, vete al cuerno; yo no te conozco ni tengo interés ninguno en conocerte.
CI.— Tú te llamas Menecmo.
MEN.— Que yo sepa; tú hablas como una persona normal al llamarme por mi nombre. Pero ¿de qué me conoces?
[300] CI.— ¿Que de qué te conozco, si mi ama, Erotio, es tu amiga?
MEN.— Diablos, ni ella es mi amiga ni yo sé quién eres tú.
CI.— ¿Que no sabes quién soy yo, que te sirvo el vino tantísimas veces aquí en casa cuando bebes?
MES.— ¡Ay de mí, que no tengo con qué romperle la cabeza a ese tipo!
[305] MEN.— ¿Que tú me sirves a mí el vino, si yo no le he puesto la vista encima jamás a Epidamno ni he venido nunca aquí?
CI.— ¿Que no?
MEN.— ¡Y tanto que no!
CI.— ¿No vives tú en esa casa? (la de Meneemo I).
MEN.— ¡Mal rayo parta a sus habitantes!
CI.— Éste ha perdido el juicio, ¡echarse a sí mismo esas maldiciones! [310] ¿Sabes, Menecmo?
MEN.— ¿El qué?
CI.— Si me haces caso, las dracmas esas que habías prometido darme —porque, caray, tú no estás del todo en tu juicio, Menecmo, echarte maldiciones a ti mismo— harías mejor [314-315] en comprarte el cerdo para ti.
MEN.— ¡Maldición, qué hombre más charlatán y más pesado!
CI.— (Al público.) Es que suele él andar así de bromas conmigo. Si no está la mujer delante, no he visto otro más chistoso que él. (A Meneemo.) ¿Qué dices? qué dices, digo ¿te parece esto que ves (enseñándole la compra) bastante para los tres, [320] o compro más, para ti, para el gorrón y para tu amiga?
MEN.— ¿Pero qué amigas ni qué gorrones?
MES.— ¿Qué mal te atormenta para importunar a éste de esa forma?
CI.— (A Mesenión.) ¿A qué te metes tú donde no te llaman? Yo a ti no te conozco, yo hablo a éste, y a éste le conozco.
[325] MES.— Tú no estás en tu juicio, demonio, de eso estoy bien seguro.
CI.— Yo me ocuparé de que esté todo en seguida, no habrá demora. O sea que no te alejes mucho de por aquí. ¿Algo más?
MEN.— Que te largues a la horca.
CI.— Caray, más vale que te vayas tú… entre tanto, digo, y tomes asiento, [330] mientras que yo pongo esto al ímpetu de Vulcano. Voy dentro y le digo a Erotio que estás aquí, para que te haga pasar, mejor que no que estés aquí de plantón fuera. (Entra en casa.)
MEN.— ¿Se fue al fin? Se fue. Caray, ahora veo que tenías razón con lo que decías.
[335] MEN.— Tú solamente ten cuidado, que me parece que aquí vive una golfa, al menos según dijo el loco ese que acaba de marcharse.
MEN.— Pero lo que me extraña es cómo sabe mi nombre.
MES.— Eso no tiene nada de extraño, porque las golfas tienen la costumbre de mandar al puerto a su gentecilla, a sus esclavos y sus esclavas; [340] si llega algún barco forastero al puerto, se informan de dónde viene, cómo se llama el patrón, después en seguida se le arriman, se le pegan; si consiguen hacerse con él, no le dejan ir antes de haberle desplumado. Ahora tenemos que habérnoslas aquí en este puerto con una nave pirata, [345] ante la que, en mi opinión, debemos de tomar precauciones.
MEN.— Caray, tienes razón con tus avisos.
MES.— No sabré si tengo razón hasta que no vea si tú la tienes para precaverte.
MEN.— Calla un momento, que ha sonado la puerta; a ver quién sale.
MES.— Esto lo dejo mientras aquí (suelta la maleta y la da a los marineros que les siguen). [350] Ea, tened cuidado con esto, remeros[8].
ESCENA III
Erotio, Menecmo II, Mesenión
ER.— (Saliendo de su casa y hablando con Cilindro, que está dentro.) Deja la puerta así, quita, no quiero que se cierre; tú dentro prepara, atiende y mira que se haga todo lo necesario; (a otros eslavos) preparad los divanes, encended los perfumes; [354-355] el buen aderezo es un halago para los enamorados. Un ambiente agradable les trae a ellos la perdición, pero a nosotras provecho. Pero ¿dónde está ese que decía el cocinero que estaba aquí a la puerta? Ah, ya lo veo, Menecmo, una persona que es para mí de tanta utilidad y provecho. Y, la verdad, yo por mi parte procedo también con él como se merece, él es el primero en nuestra casa; voy a acercarme y a hablarle. [360] Tú, mi vida, se me hace muy raro verte ahí fuera, estando mis puertas abiertas para ti y siendo así que esta casa es más tuya que la tuya propia. Todo está preparado tal como dijiste y según [365] tus deseos, no se te hará esperar ahí dentro; [367-368] el almuerzo está listo, tal como dijiste: cuando gustes, podemos ponernos a la mesa.
MEN.— ¿Con quién habla esta mujer?
ER.— Pues contigo.
[370] MEN.— ¿Y qué he tenido yo que ver contigo ni ahora ni nunca'?
ER.— Venus es quien me impulsa a tenerte a ti en más estima que a ningún otro y de verdad que no sin motivo por tu parte, que te juro que es por tu generosidad que me encuentro en tan floreciente situación.
MEN.— Desde luego, Mesenión, esta mujer está o loca o bebida. ¡Mira que hablar así con esa familiaridad a un hombre desconocido!
[375] MES.— ¿No te dije yo que aquí solían ocurrir cosas de esa calaña? Ahora son hojas las que caen. Deja que estemos aquí un par de días, entonces serán árboles los que caigan encima de ti; porque así son aquí las golfas, nada más que sacadineros. Pero espera, que hable con ella. Eh, tú, joven.
ER.— ¿Qué es lo que quieres?
MES.— ¿Dónde has conocido tú a éste?
[380] ER.— En el mismo lugar en que él a mí, hace ya tiempo: en Epidamno.
MES.— ¿En Epidamno? Si él no ha puesto nunca jamás un pie en esta ciudad antes de hoy.
ER.— ¡Ay, tú estás de bromas! Querido Menecmo, por favor, ¿por qué no entras? Allí estarás mejor.
MEN.— Esta mujer me llama por mi nombre. No salgo de mi asombro de qué es lo que pasa.
[385] MES.— Ésa se ha olido la bolsa esa que llevas.
MEN.— Desde luego, caray, que tienes razón en avisarme; tómala pues; así podré saber si es que me quiere más a mí o a la bolsa.
ER.— Vamos a entrar, para que comamos.
MEN.— Muy amable de tu parte, pero muchas gracias.
ER.— Entonces, ¿por qué me has hecho antes preparar un almuerzo?
MEN.— ¿Que yo te he hecho preparar un almuerzo?
ER.— Naturalmente, para ti y para tu parásito.
[390] MEN.— Pero qué parásito, ¡maldición! Esta mujer no está, desde luego, en sus cabales.
ER.— Para Cepillo.
MEN.— Pero ¿quién es ese Cepillo?, ¿el cepillo para limpiar los zapatos?
ER.— Pues el Cepillo que vino antes contigo, cuando me trajiste el mantón que habías quitado a tu mujer.
MEN.— ¿Qué dices?, ¿que yo te he dado un mantón que he quitado a mi mujer? [395] ¿Estás en tu juicio? Desde luego, esta mujer sueña de pie, como los jamelgos.
ER.— ¿Qué gusto puedes encontrar en burlarte de mí y en negarme que las cosas son como son?
MEN.— Dime qué es lo que te niego que haya hecho yo.
ER.— Que me has dado hoy un mantón de tu mujer.
MEN.— Y lo sigo negando ahora. Yo ni he tenido nunca mujer, ni la tengo, [400] ni he puesto los pies aquí a este lado de la puerta de la ciudad en todos los días de mi vida. Yo he almorzado en el barco, de allí he venido aquí y ahora me he encontrado contigo.
ER.— ¡Mira que estoy perdida, desgraciada de mí! ¿Qué barco es ese que me cuentas?
MEN.— Un barco de madera, cien veces recompuesto, cien veces claveteado, cien veces martilleado; como en un taller de peletero, igual allí, una estaca junto a la otra.
[405] ER.— Por favor, déjate ya de bromas y entra en casa conmigo.
MEN.— Yo creo, mujer, que es a quien sea a quien buscas, pero no a mí.
ER.— ¿Pues no te conozco yo a ti, Menecmo, hijo de Mosco, nacido, según se dice, en Sicilia, en Siracusa, [409-410] donde reinó en tiempos el rey Agatocles y después Fintias, al que sucedió Liparón, que al morir dejó el reino a Hierón, que es quien reina hoy en día[9]?.
MEN.— No es falso, mujer, lo que dices.
MES.— ¡Diablos!, ¿es quizá esta mujer de allí? Porque es que te conoce a la perfección.
[414-415] MEN.— Yo creo que no es posible rehusar su invitación.
MES.— No lo hagas, estás perdido si traspasas el umbral.
MEN.— Venga, tú a callar; la cosa se presenta bien; le diré a todo que si, a ver si así puedo conseguir albergue. (A Erotio.) [419-420] Mujer, te estaba llevando la contraria no sin motivo: tenía miedo de éste, no fuera a irle contando a mi mujer lo del mantón y lo del almuerzo. Ahora, puesto que así lo quieres, vamos dentro.
ER.— ¿No esperas a tu gorrón?
MEN.— Ni le espero ni me importa él un pelo, ni, si viene, quiero que se le haga pasar.
[425] ER.— Te juro que, por mí, con mucho gusto. Pero ¿sabes lo que quería pedirte que me hicieras?
MEN.— No tienes más que mandar.
ER.— Que el mantón que me diste antes, que lo lleves al bordador para que lo repase y le ponga algunos adornos más que quiero.
MEN.— Caray, muy bien pensado: así no podrá ser reconocido, que no se dé cuenta mi mujer que lo tienes tú si te lo ve por la calle.
[430] ER.— Entonces, te lo llevas luego cuando te vayas.
MEN.— Estupendo.
ER.— Vamos dentro.
MEN.— Ahora mismo; un momento, que quiero decirle todavía una cosa a éste. [432-433] ¡Eh, Mesenión, ven aquí!
MES.— ¿Qué hay?
* * *[10]
MES.— ¿Por qué?
MEN.— Porque sí. Yo sé lo que vas a decir de mí.
MES.— Tanto peor.
[435] MEN.— El botín está en mi mano; en menuda empresa me he metido. Vete lo más deprisa que puedas, lleva a éstos en seguida a una posada. Antes de la puesta del sol vienes a buscarme aquí.
MES.— Amo, tú no conoces a esa clase de golfas.
MEN.— Calla, digo ***; yo sufriré las consecuencias, no tú, si hago alguna tontería. [440] Esta mujer es una necia y una insensata; por lo que me he podido dar cuenta hasta ahora, vamos a sacar buen botín de aquí. (Entra en casa de Erotio.)
MES.— ¡Ay de mí!, ¿te vas? Éste está perdido pero que a base de bien; un barco pirata arrastra al nuestro a la ruina. Pero, necio de mí, pretender sujetar a quien es mi amo; él me compró para que obedeciera sus órdenes y no para que se las diera yo a él. (A los marineros.) [445] ¡Venir conmigo ahora, que pueda volver luego a tiempo como me ha ordenado! (Se marchan.)