INTERLUDIO
CHARLA DE BAR
Era un bar corriente de una calle secundaria. Su única peculiaridad consistía en estar situado en un segundo piso, encima de un restaurante hindú. Los clientes del bar nunca entraban en el restaurante, y los clientes y el personal del restaurante nunca subían al bar. A la gente que iba allí le gustaba la madera oscura y mate del mostrador del bar, el espejo, los paneles de madera y los viejos anuncios de cerveza en las paredes. Poca gente se molestaba en mirar las fotografías de poetas y novelistas que en otro tiempo fueron parroquianos habituales o los retratos de boxeadores y gente anónima del mundo del espectáculo, que también habían sido habituales. Nadie miraba nunca por las vulgares ventanas, que eran las de un apartamento antes de que lo convirtieran en bar. Era como si los nuevos parroquianos no desearan que se les recordara, una vez que habían subido las escaleras, que estaban por encima de la calle.
Estos parroquianos eran vecinos del barrio y utilizaban el bar para huir de sus casas. Ninguno de ellos era joven ni rico, y la mayoría parecía haberse acomodado a sus variopintas vidas. No hablaban mucho, excepto con Max, el camarero. Algunas veces parecía que estaban esperando a que volviera con ellos para poder continuar la conversación iniciada, y se mostraban impacientes hacia el cliente que le estaba entreteniendo. A menudo Max era el más joven del local. Procuraba tener buen humor y le gustaba presentar su propia experiencia de una manera representativa y cómica.
En otoño, casi el primer día frío del año, empezó a subir al bar un nuevo cliente. Iba vestido con ropa militar de camuflaje y chaqueta de cuero, y calzaba zapatillas de deporte negras y usadas. La ropa militar parecía estar descolorida después de haber sido lavada miles de veces, y se veían algunas manchas más oscuras en los lugares donde antes había habido insignias y etiquetas, que habían sido arrancadas. Tenía el cabello negro, largo y espeso, y usaba gafas gruesas y redondas. El hombre siempre llevaba un libro en la mano y se sentaba en el extremo de la barra, pedía vodka con hielo, abría el libro y leía durante un par de horas. Se tomaba tres o cuatro copas. Después cerraba el libro, pagaba y se marchaba. Muy pronto empezó a ir allí cada día. Algunos de los habituales le saludaban con la cabeza a su llegada, y él les devolvía el saludo con un gesto de cabeza o con una sonrisa, pero nunca decía nada a nadie, ni a Max.
Después de un par de semanas apareció un día con un jersey de cuello alto y unos téjanos tan descoloridos que se habían vuelto casi blancos. Uno de los clientes habituales, una mujer de unos sesenta años llamada Jeannie, no pudo aguantar más y se acercó a él cuando abrió el libro.
—¿Qué ha pasado con su ropa militar? —preguntó la mujer—. ¿Es que al final se ha decidido a lavarla?
Max se echó a reír.
—Tengo mucha ropa —respondió el joven.
—Se nota que le gusta leer —siguió diciendo la mujer—. Siempre que le veo está leyendo alguna cosa.
—También tengo muchos libros —dijo él riendo, sorprendido por sus propias palabras.
Todos los clientes del bar, e incluso Max, los estaban observando, y de repente Jeannie, incomprensiblemente, se sonrojó. Se apartó del hombre, pero él puso su mano encima de la de ella, y la mujer volvió a colocarse a su lado. Max se movió hacia el otro lado de la barra y el resto de la gente volvió a sus conversaciones y silencios. Al cabo de un rato, Max se puso a hablar con un viejo marino mercante llamado Billy Blue, y Billy empezó a reírse. Max se volvió hacia otro de sus clientes habituales y le explicó la misma historia, y ambos clientes empezaron a reírse. Todo el mundo se olvidó de Jeannie al poco rato. Entonces Max, o tal vez otra persona, miró hacia el otro extremo del mostrador y vio que Jeannie estaba sentada sola. El hombre había dejado algunos billetes sobre la barra y se había marchado sin que nadie se diera cuenta. Jeannie tenía una expresión extraña en su rostro, como si estuviera recordando algo que prefiriese olvidar.
—¿Te ha dicho algo ese tipo, Jeannie? —preguntó Max—. ¿Se ha puesto impertinente?
—No, nada de eso —contestó Jeannie—. Ha sido muy amable, de verdad. La mujer se levantó, se llevó el vaso a la ventana y miró hacia la calle.
—¿Ha sido amable? —repitió Max—. ¿Y eso qué quiere decir?
—No lo entenderías —dijo Jeannie.
Se alejó de todos y miró hacia abajo. Algunos clientes pensaron que quizás estaba llorando, pero no podían asegurarlo. Todo el mundo se sintió un poco violento durante unos momentos, y por fin Jeannie se alejó de la ventana y volvió a su sitio de siempre en la barra. El hombre del libro no volvió a pisar el bar, y unas semanas después Jeannie empezó a frecuentar un bar que se hallaba a unos metros más abajo de la manzana.