1

En un sofocante día de verano, los dos muchachos más jóvenes de los cinco hermanos Beevers, Harry y Little Eddie, estaban sentados en sillas con respaldo de mimbre en el desván de su casa de la calle South Sixth de Palmyra, Nueva York. Su padre lo llamaba «el cuarto de los trastos de la planta de arriba» debido a que aquel amplio espacio irregular se destinaba a guardar cajas llenas de manteles, un montón de abrigos para niña, de tallas cada vez más pequeñas, y los viejos vestidos con olor a humedad que Maryrose Beevers había momificado como testimonio de la superioridad de su pasado sobre su presente.

Un espejo alto que podía bascular en su marco, un recuerdo de los tiempos gloriosos que una vez disfrutó su madre, revelaba ahora a Harry la nuca de Little Eddie. Aquel objeto, que en realidad parecía más maleable que lo que debiera parecer una cabeza, asomaba precisamente por detrás del respaldo de la silla. A Harry le pareció que incluso la nuca de Little Eddie estaba tensa.

—Escúchame —dijo Harry. Little Eddie se retorció en la silla, y la silla tambaleante se retorció con él—. ¿Te crees que te estoy tomando el pelo? La tuve el curso pasado.

—Bueno, pues ella no te mató —replicó Little Eddie.

—Por supuesto que no me mató. Yo le caía bien, estúpido. Sólo me pegó un par de veces. A otros chicos les pegaba cada día.

—Pero los profesores no pueden matar a la gente —contestó Little Eddie.

Con nueve años, Little Eddie era sólo un año menor que su hermano, pero Harry sabía que para éste, muy poco desarrollado para su edad y siempre quejumbroso, él formaba parte del mundo de los adultos, al igual que sus hermanos mayores.

—La mayoría de los profesores no puede —contestó Harry—. Pero ¿y si viven en el mismo edificio que el director? ¿Y si les han dado premios por su trabajo, eh?

¿Y si todos los demás profesores de la escuela les tienen pánico? ¿No te crees que pueden asesinar a alguien impunemente? ¿Tú crees que alguien echaría de menos a un mocoso como tú, a un renacuajo como tú? La señora Franken llevó a un chaval, al enano de Tommy Golz, al guardarropa, y allí mismo lo mató. Yo lo oí gritar. Al final sólo parecía como si balbuceara. Él intentaba gritar pero tenía la garganta demasiado llena de sangre. Nunca regresó, y nadie dijo ni pío al respecto. Ella lo mató, y el próximo curso será tu profesora. Espero que estés asustado, Little Eddie, porque tienes razones para estarlo. —Harry se inclinó hacia adelante—. Tommy Golz incluso se parecía un poco a ti, Little Eddie.

El rostro de Eddie se crispó como si lo hubiera atravesado un rayo.

En realidad, el pequeño Golz había sufrido un ataque de epilepsia y lo habían sacado del colegio, como Harry muy bien sabía.

—La señora Franken odia sobre todo a los mocosos egoístas que no comparten sus juguetes con los demás niños.

—Yo comparto mis juguetes —gimió Little Eddie, mientras las lágrimas empezaban a correrle por las delicadas manchas de suciedad que le cubrían las mejillas—. Todos cogen mis juguetes, eso es lo que pasa.

—Entonces dame tu descapotable ultrarrápido —ordenó Harry. El descapotable había sido el regalo de cumpleaños que tres días antes le habían hecho a Little Eddie un padre radiante y una madre malhumorada—. O se lo diré a la señora Franken en cuanto vuelva a la escuela en otoño.

Bajo la capa de suciedad, el rostro de Little Eddie se iba volviendo casi del mismo tono gris blanquecino de su cabello.

De repente se oyó un portazo de mal augurio.

—¿Niños? ¿Qué estáis haciendo ahí arriba en el desván? ¡Venga, bajad!

—Sólo estamos sentados en las sillas, mamá —gritó Harry.

—¡No destrocéis esas sillas! ¡Bajad aquí inmediatamente!

Little Eddie se levantó de la silla y se preparó para marcharse.

—Quiero ese coche —susurró Harry—. Y si no me lo das, le diré a mamá que has estado jugando con sus vestidos viejos.

—¡Yo no he hecho nada! —gimió Little Eddie, y se precipitó hacia la escalera.

—¡No hemos roto nada, mamá! ¡De verdad! —gritó Harry. Consiguió unos minutos más de tiempo al añadir—: ¡Voy enseguida! —Se levantó y se dirigió a una caja de cartón llena de libros interesantes que había descubierto el día anterior al cumpleaños de su hermano y que habían sido su objetivo antes de que se acordara del cochecito de juguete y engatusara a Little Eddie para que subiera allí arriba.

Cuando Harry salió, un poco más tarde, y empezó a bajar los peldaños del desván, llevaba en la mano un libro de bolsillo muy viejo y roto. Little Eddie estaba temblando de miedo y rabia en la puerta del dormitorio que los dos niños compartían con su hermano mayor Albert. En la mano tenía un cochecito azul de metal que Harry cogió al instante para introducirlo seguidamente en el bolsillo delantero de sus tejanos.

—¿Cuándo me lo devolverás? —preguntó Little Eddie.

—Nunca —replicó Harry—. Sólo los egoístas quieren que se les devuelvan los regalos que hacen. ¿No lo sabías?

Cuando Eddie frunció su rostro para empezar a lloriquear, Harry dio unas palmaditas al libro que tenía en sus manos y añadió:

—Aquí tengo algo que te ayudará con la señora Franken, así que no te quejes.

Su madre le cortó el paso mientras bajaba por la escalera hacia la planta principal de la casita, donde se hallaban la cocina y la sala de estar, ambas habitaciones con el suelo cubierto de linóleo descolorido, el verdadero «cuarto de los trastos», separado por una cortina tiesa marrón de lana de la pequeña habitación improvisada donde dormía Edgar Beevers, y el dormitorio más amplio reservado para Maryrose. A los niños nunca se les permitía adentrarse más que unos pocos pasos en aquella horrible habitación porque podían desordenar los misteriosos «papeles» de Maryrose o tropezar con las filas de muñecas antiguas colocadas sobre el asiento de la ventana, que era la única y más apreciada distinción arquitectónica de la casa de los Beevers.

Maryrose Beevers se hallaba al pie de la escalera, observando con suspicacia a su cuarto hijo. Ella nunca había tenido el aspecto de una mujer que juega con muñecas, y ahora menos que nunca. Llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca. El humo de su cigarrillo formaba espirales al pasar por delante de los gruesos cristales de sus gafas, que eran como las alas de un pájaro y agrandaban sus ojos.

Harry introdujo la mano en el bolsillo y cogió el cochecito con los dedos, como si lo quisiera proteger.

—Las cosas que hay ahí arriba pertenecen a mi familia —comentó ella—. Enséñame lo que has cogido.

Harry se encogió de hombros y mostró el libro cuando estuvo cerca de ella.

Su madre se lo arrebató e inclinó la cabeza para ver la cubierta del libro a través del humo del cigarrillo.

—¡Oh! ¿Es uno de los libros que están en la cajita de ahí arriba? Tu padre solía fingir que leía libros. —Intentó leer el título de la cubierta—. Hipnotizar es fácil. Debe ser alguna de esas porquerías que venden en el drugstore. ¿De verdad quieres leerlo?

Harry asintió.

—Supongo que no puede hacerte daño. —Le devolvió el libro con indiferencia—. La gente de buena clase lee libros, ¿sabes? Yo solía leer mucho antes de quedarme aquí atrapada con un puñado de inútiles. Mi padre tenía muchos libros.

Maryrose casi rozó con la mano la parte superior de la cabeza de Harry, pero luego la apartó bruscamente.

—Tú eres mi pequeño intelectual, Harry. Tú eres el único que va a ver mundo.

—El próximo curso voy a ir bueno en la escuela.

—No bueno sino bien; vas a ir muy bien. Siempre y cuando no desperdicies tus oportunidades por hablar como tu padre.

Harry sintió aquel dolor característico, una mezcla de desprecio, vergüenza y terror, que se apoderaba de él cuando Maryrose hablaba de su padre de aquel modo. Murmuró algo que sonaba a conformidad y dio unos cuantos pasos lateralmente y alrededor de ella.

2

El porche de la casa de los Beevers se extendía casi dos metros a ambos lados de la puerta principal, y en él estaban depositados los muebles que resultaban demasiado grandes para que cupiesen en el cuarto trastero o demasiado humildes para ser conservados religiosamente en el desván. En el porche, debajo de la ventana de la salita, había un columpio hundido a la izquierda de un sofá verde antiguo de imitación de cuero que había sido reparado con cinta adhesiva de color negro. Al otro lado de la puerta principal, de la que en aquel momento estaba saliendo Harry Beevers, había una nevera inservible de la época en que los Beevers se casaron, y dos sillas cojas plegables que Edgar Beevers había ganado jugando a las cartas. A esos objetos nunca se les había permitido entrar en la casa. Aunque no de forma oficial, ese lado del porche estaba reservado al padre de Harry, y por consiguiente poseía una atmósfera totalmente distinta —de frustración, anarquía, vergüenza—, de la que reinaba en el lado del columpio y el sofá.

Harry se arrodilló en territorio neutral, delante mismo de la puerta principal, y sacó el cochecito del bolsillo. Colocó el libro de hipnotismo sobre el porche e hizo rodar el cochecito de metal por su parte superior. Luego le dio un fuerte empujón y lo contempló mientras su morro chocaba con la madera, produciendo un ruido metálico. Repitió esto varias veces antes de apartar el libro, estirarse boca abajo y dar al cochecito un empujón decisivo hacia el columpio y el sofá.

El cochecito rodó unos cuantos centímetros hasta que un listón irregular lo hizo ladearse y detenerse.

—Coche estúpido —le increpó Harry, volviéndolo a coger. Esta vez le dio un empujón más fuerte hacia el reino de su madre. Un trocito de pintura, frágil y rígido, que se había desprendido de la plancha del coche, se partió por la mitad y quedó encima del cochecito inmóvil como un colchón en miniatura.

Harry arrancó el pedacito de pintura y lanzó el coche hacia atrás, al otro lado del porche, donde de nuevo se descontroló y chocó con la parte lateral de la nevera. El muchacho corrió porche abajo y esta vez lanzó el cochecito de nuevo en dirección al columpio. El cochecito chocó contra el asiento acolchado del columpio y cayó con fuerza sobre la madera. Harry se arrodilló frente a la nevera, jadeando.

Harry se sentía extraño; era como si tuviera la cabeza llena de toallas mojadas y calientes. Se levantó y se dirigió hacia el lugar donde yacía el coche delante del columpio. Odiaba el aspecto que tenía, pequeño y desamparado. Entonces probó a colocar uno de sus pies sobre el cochecito y percibió la presión del mismo sobre la suela del mocasín. Harry levantó el otro pie y lo colocó igualmente sobre el coche, pero no ocurrió nada. Saltó encima del coche, pero el mocasín no tenía más efecto que el pie desnudo. Harry se inclinó y recogió el cochecito.

—Tú, cochecito estúpido —dijo—. No sirves para nada, estás hecho un cacharro.

Le dio unas vueltas con las manos. Seguidamente introdujo sus pulgares entre el chasis y uno de los pequeños neumáticos. Al empujar, el neumático se movió. Sintió que su rostro ardía. Apretó el neumático con fuerza con sus pulgares, y el pequeño donut negro salió disparado hacia los hierbajos altos y espesos que crecían delante del porche. Tenía dificultades para respirar, pero más por la emoción que por el esfuerzo realizado. Harry hizo saltar el otro neumático frontal hacia la maleza. Luego se dio rápidamente la vuelta y empezó a rascar el coche contra la pared que estaba junto a la ventana del dormitorio de su padre. En la pintura aparecieron arañazos largos y profundos. Cuando Harry miró la parte superior del coche, descubrió que también estaba arañado. Descubrió la cabeza de un clavo que sobresalía algo más de medio centímetro de la pared frontal de la casa, y rascó el coche contra él, arrancando una larga corteza pintada de azul del lado del conductor del cochecito. El metal gris empezó a relucir a través de los arañazos. Harry golpeó el coche varias veces contra el saliente del clavo, arrancando cada vez trocitos de pintura. Jadeando, extrajo los dos pequeños neumáticos traseros y se los metió en el bolsillo porque le gustaba el aspecto que tenían.

Sin neumáticos, lleno de rascadas y abollado, el descapotable deportivo ultrarrápido había perdido la mayor parte de su poder. Harry lo miró con profunda y amarga satisfacción, cruzó el porche y lo empujó hacia la maleza. Desde el interior de tallos y hojas, el metal gris y la pintura azul le lanzaban destellos. Harry introdujo las manos en el interior de la maleza y movió sus brazos hacia atrás y hacia adelante. El coche cayó dando vueltas y desapareció.

Cuando Maryrose apareció malhumorada en el porche, Harry estaba sentado tranquilamente en el columpio chirriante, hojeando las primeras páginas de libro de bolsillo.

—¿Qué estás haciendo? ¿Qué eran todos esos golpes?

—Estoy leyendo. No he oído nada —replicó Harry.

3

—¡Hombre, pero si está aquí el tío mierda ese! —dijo Albert, subiendo a saltos los peldaños del porche media hora más tarde. Tenía grandes manchas negras de grasa en el rostro y en la camiseta. Albert, un muchacho bajito y musculoso de trece años, pasaba todo el tiempo que podía holgazaneando por la gasolinera, que quedaba a dos manzanas de su casa. Harry sabía que Albert lo despreciaba. Albert levantó un puño e hizo un movimiento espasmódico y amenazador hacia Harry, quien se echó hacia atrás. Albert solía propinarle tremendas palizas, al igual que sus otros dos hermanos mayores, Sonny y George, que actualmente estaban destinados en bases del Ejército en Oklahoma y Alemania, respectivamente. Lo mismo que Albert, sus dos hermanos mayores habían decepcionado profundamente a su madre.

Albert se echó a reír, y esta vez blandió su puño a pocos centímetros del rostro de Harry. Al tirar el puño hacia atrás, hizo saltar el libro de las manos de Harry.

—Gracias —dijo Harry.

Albert sonrió con afectación y desapareció por la puerta principal. Casi el instante, Harry oyó a su madre que empezaba a gritar al ver la grasa que cubría la cara y la ropa de Albert. Albert subió la escalera con fuertes pisadas.

Harry abrió sus dedos apretados y luego los extendió, cerró la mano y luego volvió a extender los dedos. Cuando oyó que la puerta del dormitorio de arriba se cerraba, se atrevió a saltar del columpio y recoger el libro. Estar cerca de Albert le hacía sentirse como un muelle encerrado en una caja. Desde la parte de atrás del piso de arriba de la casa, Little Eddie lanzó un gemido fantasmal. Maryrose le amenazó vociferando que iba a abofetearlo si no se callaba, y eso fue todo. Aquellas tres infelices vidas que se hallaban dentro de la casa volvieron a quedarse en silencio. Harry se sentó, localizó la página en que se había quedado y empezó a leer de nuevo.

Hipnotizar es fácil había sido escrito por un tal doctor Roland Mentaine, y su vocabulario era más extenso que el de Harry. El doctor Mentaine utilizaba palabras como «orquestar», «inefable» y «realizar», y algunas de sus frases seguían una trayectoria a través de tantas oraciones subordinadas que Harry perdía el hilo. Pero a Harry, que había empezado a leer el libro sin demasiadas esperanzas de poder entender algo, le pareció que era maravilloso. Ya había conseguido leer casi todo el capítulo titulado «El poder de la mente».

A Harry le parecía fabuloso que mediante la hipnosis uno pudiera dejar de fumar, de orinarse en la cama y de tartamudear. (Él mismo había estado orinándose en la cama casi cada noche hasta unos meses después de cumplir nueve años. Dejó de mojar la cama una noche en que tuvo un sueño particularmente agradable. En el sueño tenía unas ganas tremendas de orinar y corría a toda velocidad por un pasillo de un castillo de piedra, pasando por delante de armaduras y antorchas situadas en las paredes. Al final, Harry alcanzó una puerta abierta a través de la cual vislumbró el cuarto de baño más espléndido que había visto en su vida. Los suelos eran de mármol reluciente y las paredes estaban cubiertas de azulejos blancos. Cuando entró en el cuarto de baño, un mayordomo uniformado le señaló con la mano la hilera de urinarios. Harry empezó a bajarse la cremallera de los pantalones, y con torpes movimientos logró sacar el pene de los calzoncillos justo a tiempo. Mientras estaba orinando en el sueño, Harry se despertó oportunamente). Gracias al hipnotismo uno puede introducirse en la mente de otra persona y hacer cosas en ella. Se puede conseguir que alguien hable en un idioma extranjero que haya oído alguna vez, incluso aunque sólo lo haya oído una vez, y también que alguien actúe como un bebé. Harry consideró lo estupendo que sería ver a su hermano Albert tumbado en el suelo, chillando y con la cara roja, incapaz de andar o hablar, mientras se hacía pipí encima.

Además, y eso era un pensamiento nuevo para Harry, se podía hacer retroceder a alguien a todas las vidas que había vivido antes de convertirse en la persona que era actualmente. A este proceso de renacimiento se le llamaba reencarnación. Algunos de los pacientes del doctor Mentaine habían sido reyes egipcios y piratas del Caribe; otros habían sido asesinos, novelistas y artistas. Ellos recordaban las casas en las que habían vivido, los nombres de sus madres, criados e hijos, el lugar donde se hallaban las tiendas donde habían comprado comida. Muy interesante, pensó Harry. Se preguntaba si alguien que hubiera sido un asesino famoso hacía mucho tiempo podría recordarse a sí mismo apuñalando a alguien o golpeándolo con un martillo. Harry recordó que arriba, en la caja de cartón, había una gran cantidad de libros que parecían tratar sobre asesinos. Pero no tendría ningún sentido hacer retroceder a Albert a una vida anterior. Si Albert hubiera tenido otras vidas, habría sido algún objeto inanimado, tal vez un canto rodado o un yunque.

Es posible que en otra vida Albert hubiera sido un arma asesina, pensó Harry.

—¡Eh, universitario! ¡Joe College![1]

Harry miró hacia la acera y vio la gorra de béisbol y la barriga cubierta por una camiseta del señor Petrosian, que vivía en una diminuta casita cerca del bar situado en una esquina de las calles South Sixth y Livermore. El señor Petrosian siempre soltaba cosas geniales a los chicos, pero Maryrose no permitía que Harry y Little Eddie hablaran con él. Decía que el señor Petrosian era tan vulgar como la basura. Trabajaba de conserje en el edificio de la Telefónica y se bebía una caja de cervezas cada noche, sentado en el porche de su casa.

—¿Es a mí? —preguntó Harry.

—¡Sí! Sigue leyendo libros y llegarás a la universidad, ¿no es cierto?

Harry sonrió sin comprometerse. El señor Petrosian levantó uno de sus grandes brazos y siguió bajando torpemente la calle hacia su casa cercana al bar Idle Hour.

A lo pocos segundos, Maryrose salió disparada por la puerta, doblando un trapo de cocina blanco y viejo.

—¿Quién era ése? He oído la voz de un hombre.

—Él —contestó Harry, señalando la espalda corpulenta del señor Petrosian, que ahora ya estaba a medio camino de su casa.

—¿Qué te ha dicho? Viniendo de un conserje armenio no puede tratarse de nada interesante. —Me llamó Joe College. Maryrose lo sobresaltó al sonreír.

—Albert dice que quiere volver a la gasolinera esta noche, y yo tengo que irme pronto al trabajo. —Maryrose trabajaba de secretaria en el hospital St. Joseph, en el turno de noche—. Dios sabe cuándo aparecerá tu padre. Ve a buscar algo de comer para ti y para Little Eddie, ¿de acuerdo? Tengo muchas cosas que hacer, como siempre. —Compraré algo en Big John’s.

Era un puesto de hamburguesas, un lugar mágico para Harry, construido el verano anterior en un solar de la calle Livermore, dos manzanas más abajo del Idle Hour.

Su madre le dio dos dólares cuidadosamente doblados y él se los metió en el bolsillo.

—No dejes que Little Eddie se quede solo —ordenó su madre antes de regresar al interior de la casa—. Que te acompañe. Ya sabes lo miedoso que es.

—Claro —replicó Harry, y volvió a concentrarse en el libro. Acabó el capítulo sobre «El poder de la mente», cuando Maryrose se marchó a la parada del autobús de la esquina y después de que Albert se hubo marchado haciendo ruido. Little Eddie estaba rígidamente sentado ante su culebrón televisivo en la sala de estar. Harry volvió una página y empezó a leer «Las técnicas del hipnotismo».

4

A las ocho y media de la noche, los dos muchachos estaban sentados solos en la cocina, cada uno en un extremo de la mesa de formica de bambú amarillo. De la sala de estar llegaba el sonido de Sid Caesar parloteando en falso alemán con Imogene Coca en la serie «Tu programa favorito». Little Eddie se quejaba siempre de que Sid Caesar le daba miedo, pero cuando Harry regresó del puesto de hamburguesas con una hamburguesa Big John (la más completa) para él y una Mama Marydog para Eddie, dos raciones de patatas fritas y dos batidos de chocolate, Eddie, que había estado mirando la televisión, tenía el rostro humedecido con lágrimas de agravio moral. Por lo general, a Eddie le gustaban las Mama Marydogs, pero esta vez dio tan sólo un par de mordiscos a la que tenía delante, y desconsoladamente hizo esfuerzos para mojar una patata frita en una gota de ketchup. De vez en cuando se limpiaba los ojos, dejando manchas de ketchup casi simétricas que se secaban sobre sus mejillas.

—Mamá dijo que no me dejaras solo en casa —dijo Little Eddie—. Yo lo he oído. Lo dijo durante «Al filo de la noche», y estabais en el porche. Me parece que me voy a chivar. —Lanzó una mirada a Harry. Luego volvió a concentrarse en la patata frita y la sacó del charquito de ketchup—. Me da miedo quedarme solo en casa. —Algunas veces la voz de Eddie era como una rara versión mecánica y más acelerada de la de Maryrose.

—No seas tonto —dijo Harry de forma casi cariñosa—. ¿Cómo puedes tener tanto miedo en tu propia casa? Tú vives aquí, ¿no?

—Me da miedo el desván —contestó Eddie. Tenía la patata frita rezumante delante de la boca, y seguidamente la empujó hacia dentro—. El desván hace ruidos. —Un reguero rojo se deslizó por las comisuras de sus labios—. Te dijeron que me tenías que llevar contigo.

—Eddie, tú siempre me haces perder mucho tiempo. Sólo quería comprar la comida y regresar. Te he traído la cena, ¿no? ¿No te he traído lo que te gusta?

La verdad es que a Harry le gustaba moverse solo por Big John’s, porque después podía hablar con Big John y escuchar sus teorías. Big John se denominaba a sí mismo «un papista renegado» y consideraba a Hitler el hombre más importante del siglo XX, seguido de cerca por Pablo XI, el Padre Pío, a quien le sangraban las palmas de las manos, y Elvis Presley.

Todos estos acontecimientos ocurrieron en lo que suele denominarse, aunque no de forma correcta, una época más fácil, antes de Kennedy, el feminismo y la ecología, antes de la presidencia de Nixon y del Watergate, y antes de que los soldados norteamericanos, entre ellos un Harry Beevers de veintiún años, se marcharan a Vietnam.

—A pesar de todo voy a chivarme —replicó Little Eddie, introduciendo otra patata frita en el charquito de ketchup—. Y el coche era mi regalo de cumpleaños —empezó a gimotear—. Albert me pega y tú me robas mi coche y me has dejado solo, y he tenido miedo. Y no quiero tener a la señora Franken el curso próximo, porque creo que me va a hacer daño.

Harry casi había olvidado que le había hablado a su hermano de la señora Franken y de Tommy Golz, y este comentario le recordó de repente la destrucción del regalo de cumpleaños de Little Eddie.

Eddie ladeó la cabeza y se atrevió a echar otra mirada a su hermano.

—¿Me devuelves mi descapotable ultradeslizante, Harry? Me lo vas a devolver, ¿no? Si me lo devuelves, no le diré a mamá que me has dejado solo.

—Tu coche está perfectamente —contestó Harry—. Está en un lugar secreto que yo sé.

—¡Me has estropeado el coche! —chilló Eddie—. ¡Eso es lo que has hecho!

—¡Cierra el pico! —gritó Harry, y Little Eddie se acobardó—. ¡Me estás volviendo loco! —aulló Harry.

Se dio cuenta de que estaba inclinado sobre la mesa y que Little Eddie se estaba preparando para empezar a llorar otra vez. Se sentó.

—No me grites de esa manera, Eddie.

—Le has hecho algo a mi coche —replicó Eddie con una sorprendente seguridad—. Ya lo sabía.

—Mira, voy a demostrarte que tu coche está perfectamente —dijo Harry, y sacó de su bolsillo los dos neumáticos traseros para colocarlos en la palma de su mano.

Little Eddie los miró fijamente. Parpadeó, y luego intentó apoderarse de los neumáticos.

Harry cerró el puño.

—¿Tú crees que les he hecho algo?

—Los has arrancado del coche.

—¿Pero no tienen buen aspecto? ¿No son perfectos? —Harry abrió el puño, lo cerró de nuevo, y volvió a introducir los neumáticos en su bolsillo—. No quería enseñarte todo el coche, Eddie, porque te excitarías demasiado, y me lo diste, ¿no te acuerdas? Sólo quería enseñarte los neumáticos para que te convencieras de que todo el coche estaba bien. ¿De acuerdo? ¿Te has enterado? —Eddie meneó la cabeza, sintiéndose desdichado—. De todos modos, te voy a ayudar, como ya te dije.

—¿Con la señora Franken? —Una gran parte de la expresión de tristeza abandonó el rostro manchado de Little Eddie.

—Claro. ¿Has oído hablar alguna vez de una cosa que se llama hipnotismo?

—He oído hablar del hipnotismo. —Little Eddie estaba enfurruñado—. Todo el mundo ha oído hablar de eso.

—Hipnotismo, estúpido, no hipnotismo.

—Claro, hipnotismo. Yo lo vi en la tele. Lo dieron en «El mundo gira». Un hombre durmió a una señora y le hizo creer que iba a tener un niño.

Harry sonrió.

—Eso sólo pasa en la tele, Little Eddie. El hipnotismo de verdad es mucho mejor que eso. Yo lo he leído todo sobre el hipnotismo en uno de los libros del desván.

Little Eddie todavía estaba enfurruñado por el coche.

—¿Por qué es mejor?

—Porque te permite hacer cosas asombrosas —replicó Harry. Luego citó unas frases que había escrito el doctor Mentaine—. La hipnosis desbloquea la mente y te permite usar todo el poder que realmente posees. Si comienzas ahora, para cuando empiece otra vez el colegio ya dominarás todos esos libros. Aprobarás todos los exámenes que te ponga la señora Franken, como yo, que los aprobé todos. —Se inclinó sobre la mesa y agarró la muñeca de Little Eddie, obstaculizando el paso a una patata frita grande y marrón que se dirigía hacia el charco de ketchup—. Pero no sólo te ayudará a ir bien en la escuela. Si me dejas que lo pruebe contigo, estoy completamente seguro de que podré demostrarte que eres mucho más fuerte de lo que te imaginas. Eddie parpadeó.

—Y conseguiré que no vuelvas a tener miedo a nada. El hipnotismo es un buen remedio para eso. En este libro he leído algo sobre un tipo al que le daban miedo los puentes. Sólo de pensar que tenía que cruzar un puente se mareaba y empezaba a sudar. Le pasaron cosas terribles: perdió el trabajo, y una vez tuvo que atravesar un puente en coche y se hizo caca encima. Fue a ver al doctor Mentaine y él lo hipnotizó y le dijo que nunca más volverían a asustarle los puentes, y así fue.

Harry sacó el libro del bolsillo. Lo colocó abierto encima de la mesa y empezó a pasar páginas.

—Aquí. Escucha esto: «Se observaron efectos beneficiosos del tratamiento en todos los aspectos de la vida del paciente y se obtuvieron óptimos resultados por los cuales el hombre hubiera pagado cualquier precio». —Harry leyó estas palabras con vacilación, pero comprendiéndolas perfectamente.

—¿El hipnotismo puede hacerme fuerte? —preguntó Little Eddie, que obviamente había retenido ese punto en su mente.

—Fuerte como un toro.

—¿Fuerte como Albert?

—Mucho más fuerte que Albert. También mucho más que yo.

—¿Y podría pegarles una paliza a los grandullones que me hacen daño?

—Sólo tienes que aprender cómo hacerlo.

Eddie saltó de la silla, vociferando tonterías. Flexionó sus minúsculos bíceps y durante un rato se dedicó a contorsionar su cuerpo, adoptando posturas de culturismo.

—¿Quieres probarlo? —preguntó finalmente Harry.

Little Eddie se sentó de nuevo en la silla y fijó su mirada en Harry. La banda del cuello de su camiseta le colgaba hasta el esternón sin tocar su pecho en ningún momento.

—Quiero empezar.

—De acuerdo, Eddie, eres un buen chico. —Harry se levantó y colocó las manos encima del libro—. Vamos al desván.

—No quiero ir al desván —replicó Eddie. Todavía seguía mirando fijamente a Harry, pero tenía la cabeza ladeada como un misterioso eco de Mrayrose en pequeño, y su mirada se volvió suspicaz.

—No voy a quitarte nada, Little Eddie —prometió Harry—. Lo único que pasa es que deberíamos estar fuera de la vista de los demás. El desván es el lugar más tranquilo.

Little Eddie metió la mano dentro de la camiseta y dejó el brazo colgando de la muñeca.

—Has convertido la camiseta en un apoyabrazos —comentó Harry. Eddie, de un tirón, sacó la mano de la camiseta—. Si lo hacemos en el dormitorio, Albert podría entrar haciendo ruido y estropearlo todo.

—Pues sube tú primero y enciende la luz —respondió Eddie.

5

Harry, que sostenía el libro abierto sobre sus rodillas, apartó la mirada del libro para dirigirla hacia el rostro manchado y tenso de Little Eddie. Había leído aquellas páginas muchas veces mientras estaba sentado en el porche. El hipnotismo se reducía a unos pocos y sencillos pasos, cada uno de los cuales conducía al siguiente. Lo primero que tenía que hacer, según el doctor Mentaine, era lograr que su hermano comenzara correctamente, es decir, «relajado y receptivo».

Little Eddie se removió en la silla con respaldo de mimbre y juntó las manos. Su sombra, proyectada por la bombilla que colgaba por encima de sus cabezas, lo imitaba como un monito negro atado a una silla.

—Quiero empezar. Quiero ser fuerte —dijo Eddie.

—Este libro dice que tienes que estar relajado —comentó Harry—. Pon las manos sobre las piernas, suavemente, con los dedos señalando hacia adelante. Luego cierra los ojos, toma aire y expúlsalo un par de veces. Piensa en que te sientes bien y cansado, y dispuesto para irte a dormir.

—¡No quiero irme a dormir!

—En realidad no se trata de dormir, Little Eddie; es sólo algo parecido. Seguirás estando despierto, pero de una forma agradable y relajada. Si no, no podrá funcionar. Tienes que hacer todo lo que yo te diga. De lo contrario todo el mundo te seguirá pegando, como hacen ahora. Quiero que prestes atención a todo lo que yo te diga.

—Vale. —Little Eddie hizo un evidente esfuerzo por relajarse. Puso las manos sobre sus muslos, tomó aire y lo expulsó dos veces.

—Ahora cierra los ojos. Eddie cerró los ojos.

Harry se dio cuenta de pronto de que aquello iba a funcionar. Si hacía todo lo que decía el libro, iba a ser capaz de hipnotizar a su hermano.

—Little Eddie, quiero que te limites a escuchar mi voz —ordenó Harry, esforzándose por mantener la calma—. Ya estás empezando a sentirte cómodo y relajado, tan cómodo y tranquilo como si estuvieras acostado en tu cama, y cuanto más escuches mi voz, más cansado y relajado estarás. No hay nada que pueda molestarte. Todo lo malo está muy lejos de ti, y tú estás sentado aquí, inspirando y espirando, cada vez más cómodo y soñoliento.

Comprobó en el libro si lo estaba haciendo correctamente, y luego continuó:

—Es como si estuvieras acostado en tu cama, Eddie, y a medida que oyes mi voz vas estando más cansado y soñoliento, cada vez un poco más soñoliento. Todo lo demás se está desvaneciendo, y lo único que puedes oír es mi voz. Te sientes cansado pero bien, como antes de quedarte dormido. Todo va bien y tú vas dejándote llevar lentamente, te dejas llevar, y estás preparado para levantar la mano derecha.

Alargó la mano por encima y acarició suavemente el dorso de la mugrienta mano derecha de Little Eddie, quien estaba repantigado en la silla con los ojos cerrados, respirando suavemente. Harry hablaba muy despacio.

—Voy a contar hacia atrás desde diez, y cada vez que pase de un número a otro, tu mano se irá volviendo más ligera. Mientras cuento, tu mano derecha va a sentirse tan ligera que ascenderá flotando y finalmente tocará tu nariz cuando me oigas decir «uno», y luego te sumirás en un profundo sueño. Ahora empiezo: Diez. Tu mano ya se empieza a sentir ligera. Nueve. Desea subir flotando. Ocho. Ahora ya sientes que tu mano es realmente ligera. Ya va a empezar a subir. Siete.

La mano de Little Eddie ya se había separado obedientemente de su muslo un par de centímetros hacia arriba.

—Seis. —La sucia manita se alzó otros pocos centímetros—. Cada vez es más y más ligera, y cada vez que digo otro número se acerca más y más a tu nariz. Y tú estás cada vez más y más dormido. Cinco.

La mano se elevó varios centímetros más en dirección al rostro de Eddie.

—Cuatro.

Ahora la mano colgaba, como un pájaro durmiente, a medio camino entre la rodilla y la nariz de Eddie.

—Tres.

La mano se elevó hasta casi la mejilla de Eddie.

—Dos.

La mano de Eddie se hallaba a pocos centímetros de su boca.

—Uno. Ahora vas a dormirte.

El dedo índice, ligeramente doblado y manchado de ketchup, rozó la punta de la nariz de Little Eddie y permaneció allí mientras Eddie se hundía contra el respaldo de la silla.

El corazón de Harry latía tan fuerte que temía que el sonido pudiera hacer salir a Eddie de su trance. Eddie permaneció inmóvil. Harry respiró tranquilamente durante un minuto.

—Ahora puedes bajar la mano hasta la rodilla, Eddie. Vas a dormir cada vez más profundamente. Más profundamente. Más profundamente.

La mano de Eddie descendió con suavidad.

A Harry le parecía que en el desván hacía tanto calor como en una fundición. Sus dedos dejaban huellas de sudor en las páginas abiertas del libro. Se limpió la cara con la manga y contempló a su hermano. Little Eddie se había hundido tanto en la silla que su cabeza ya no se veía en el espejo basculante. El desván, en perfecta calma y tranquilidad, se extendía alrededor de los chicos, esperando, al menos así se lo pareció a Harry, qué iba a suceder a continuación. Los baúles de Maryrose estaban alineados bajo los aleros detrás del espejo, y sus vestidos viejos colgaban silenciosos en el armario empolvado. Harry frotó las manos contra sus tejanos para secárselas, y pasó una página con la elegancia de un viejo erudito que se ha pasado media vida en la biblioteca.

—Siéntate erguido en tu silla —le ordenó. Eddie se puso erguido.

—Ahora quiero que demuestres que estás realmente hipnotizado, Little Eddie. Esto es como un examen. Quiero que extiendas tu brazo derecho hacia adelante. Ponlo tan rígido como puedas. Esto te enseñará lo fuerte que puedes ser.

Eddie levantó un brazo pálido y lo extendió hasta la muñeca, dejando los dedos colgando.

Harry se levantó y dijo:

—Eso está muy bien.

Dio dos pasos hasta situarse junto a Eddie, agarró el brazo de su hermano y deslizó sus dedos a todo lo largo del mismo, estirando suavemente la mano de Eddie.

—Ahora quiero que te imagines que tu brazo está cada vez más duro. Se está poniendo tan duro y rígido como una barra de hierro. Todo tu brazo es una barra de hierro y nadie en el mundo sería capaz de doblarlo, Eddie. Es más fuerte que el brazo de Superman. —Retiró sus manos y retrocedió—. Vamos a ver; este brazo es tan fuerte y está tan rígido que no puedes doblarlo, aunque lo intentes con todas tus fuerzas. Es una barra de hierro y nadie en el mundo lo puede doblar. Inténtalo. Intenta doblarlo.

El rostro de Eddie se puso tenso y su brazo se alzó unos pocos centímetros. Eddie gruñó al hacer un esfuerzo que no era visible; era incapaz de doblar el brazo.

—Muy bien, Eddie, de verdad que lo has hecho muy bien. Ahora tu brazo se está relajando, y cuando yo empiece a contar hacia atrás desde diez se irá relajando cada vez más. Cuando llegue a «uno», tu brazo volverá a ser normal. —Empezó a contar. Los dedos de Eddie perdieron rigidez, cayeron, y finalmente el brazo se colocó de nuevo en posición de descanso sobre su pierna.

Harry volvió a su silla, se sentó y miró a Eddie con gran satisfacción. Ahora estaba seguro de que sería capaz de realizar la siguiente prueba, lo que el doctor Mentaine llamaba «El ejercicio de la silla».

—Ahora ya sabes que todo esto funciona, Eddie, así que vamos a hacer algo un poco más difícil. Quiero que te coloques en pie delante de tu silla.

Eddie obedeció. Harry también se levantó y movió su silla hacia adelante y hacia un lado, de modo que el asiento de mimbre quedase a una distancia de aproximadamente un metro del lugar donde se hallaba Eddie.

—Quiero que te estires entre estas dos sillas, colocando la cabeza sobre tu silla y los pies encima de la mía. Y quiero que mantengas las manos a los lados.

Eddie se dispuso a seguir la orden sin rechistar, y recostó la cabeza sobre el asiento de su silla. Sosteniéndose con los brazos, levantó una pierna y colocó un pie encima de la silla de Harry. Luego levantó el otro pie. Inmediatamente su rostro reflejó que estaba teniendo dificultades. Levantó los brazos y los sujetó a su cuerpo con tantas fuerza que parecía que estuviera atado.

—Eddie, ahora tu cuerpo se está volviendo tan duro como el hierro. Tu cuerpo entero es una de las cosas más duras de la Tierra. No hay nada que pueda doblarlo. Podrías permanecer en esa postura eternamente y jamás sentirías el más mínimo dolor ni las más mínima incomodidad. Es como si estuvieras acostado sobre un colchón. Eres muy, muy fuerte.

La expresión de esfuerzo se borró del rostro de Eddie. Extendió lentamente los brazos y los relajó. Yacía como una cuerda tirante entre las dos sillas, con tanta tranquilidad que parecía que ni siquiera respiraba.

—Mientras te hablo, te irás haciendo cada vez más fuerte. Puedes aguantar el peso de cualquier cosa. Incluso podrías aguantar el peso de un elefante. Voy a sentarme encima de tu estómago para demostrártelo.

Harry se sentó con cuidado sobre el diafragma de su hermano. Levantó las piernas. No ocurrió nada. Después de contar lentamente hasta quince, Harry bajó las piernas y se levantó.

—Ahora voy a quitarme los zapatos, Eddie, y me pondré de pie encima tuyo. —Se dirigió apresuradamente hacia el taburete del piano, tapizado con una tela estampada a base de ramos de rosas, y lo llevó hasta su sitio; luego se quitó los mocasines y se subió encima del taburete. En el momento en que puso un pie sobre el vientre raquítico y desnudo de Eddie, la silla en la que su hermano tenía recostada la cabeza se tambaleó. Harry se quedó inmóvil como un poste durante un momento, pero la silla no cedió. Levantó el otro pie del taburete. La silla no se movió. Colocó el otro pie encima de su hermano. Little Eddie lo soportó sin ningún esfuerzo.

Harry probó a ponerse de puntillas, y seguidamente se apoyó sobre sus talones. A Eddie no pareció que aquello le afectara lo más mínimo.

Harry saltó a continuación unos tres centímetros de altura. Cuando volvió a caer sobre Eddie, éste ni siquiera gruñó, por lo que continuó saltando, cinco, seis, siete, ocho veces, hasta que empezó a jadear.

—Eres asombroso, Little Eddie —dijo Harry, y saltó al taburete—. Ahora puedes empezar a relajarte. Puedes poner los pies en el suelo. Luego quiero que te sientes erguido sobre el respaldo de la silla. Tu cuerpo ya no se sentirá rígido.

Little Eddie había empezado a intentar bajar un pie, pero tan pronto como Harry terminó de hablar, su cuerpo se dobló por la mitad y cayó pesadamente al suelo, dándose un golpe en las posaderas. La silla de Harry (la silla de Maryrose) perdió el equilibrio, pero fue a aterrizar silenciosamente sobre un montón de abrigos de lana.

Moviéndose como un robot, Little Eddie se sentó erguido en el suelo muy despacio. Tenía los ojos abiertos pero la mirada desenfocada.

—Ahora puedes levantarte y regresar a tu silla —ordenó Harry.

No era consciente de haber saltado del taburete, pero lo había hecho. Gotas de sudor descendían hasta sus ojos. Se enjugó el rostro con la manga de su camisa. Durante un instante sintió un atisbo de pánico. Little Eddie se encaminaba como sonámbulo hacia su silla. Cuando se sentó, Harry dijo:

—Cierra los ojos. Vas a dormirte cada vez más profundamente. Más y más profundamente, Little Eddie.

Eddie se sentó en su silla como si nada hubiera ocurrido, y Harry, aliviado, se acomodó de nuevo en la suya. Seguidamente cogió el libro y lo abrió. Las letras bailaban ante sus ojos. Harry movió la cabeza y miró nuevamente, pero las líneas impresas seguían serpenteando por la página. Se frotó los ojos con las palmas de las manos, y de repente empezó a ver una explosión de manchas rojas.

Retiró las manos de los ojos, parpadeó, y descubrió que aunque ahora las líneas impresas ya no se movían, él ya no quería continuar con aquello. En el desván hacía mucho calor y él estaba demasiado cansado. Además, la silla se había caído y había estado a punto de ocasionar un desastre. Sin embargo, durante un rato estuvo pasando páginas, buscando algo determinado en el libro mientras Eddie continuaba en trance. Fue entonces cuando encontró el apartado «Sugestiones posthipnóticas».

—Little Eddie, sólo vamos a hacer una cosa más. Si alguna vez volvemos a probar esto, lo que vamos a hacer nos ayudará a ir más deprisa. —Harry cerró el libro. Sabía exactamente cómo se hacía, incluso iba a utilizar la misma frase que el doctor Mentaine usaba con sus pacientes: «Rosa azul». Aunque no sabía exactamente por qué, le gustaba cómo sonaba aquella frase—. Eddie, voy a decirte una frase, y desde ahora, siempre que me oigas pronunciar esta frase, te dormirás al instante y volverás a estar hipnotizado. La frase es: «Rosa azul». Rosa azul. Cuando me oigas decir «Rosa azul» te quedarás dormido, como estás ahora, y podremos conseguir de nuevo que seas más fuerte. La frase «Rosa azul» es ahora nuestro secreto, Eddie, porque nadie más debe saberlo. ¿Cuál es la frase?

—«Rosa azul» —repitió Eddie, con voz apagada.

—Muy bien. Voy a contar hacia atrás desde diez, y cuando llegue a «uno» volverás a estar completamente despierto. No recordarás nada de lo que hemos hecho, pero te sentirás feliz y fuerte. Diez.

Mientras Harry contaba hacia atrás, Little Eddie se retorció y se estiró dejando caer los brazos a los lados, luego colocó un pie en el suelo con fuerza, y al oír «uno» abrió los ojos.

—¿Ha funcionado? ¿Qué he hecho? ¿Soy fuerte?

—Como un toro —contestó Harry—. Se está haciendo tarde, Eddie, es hora de bajar.

Harry supo calcular el tiempo de una forma tan precisa que resultaba casi inquietante. Tan pronto como los dos muchachos cerraron la puerta del desván, oyeron que se abría la puerta de entrada de la casa y una cacofonía de toses fuertes y de refunfuños ahogados, seguidos por el sonido de pisadas inseguras en dirección al cuarto de baño. Edgar Beevers estaba en casa.

6

Entrada la noche, los tres hijos Beevers que aún vivían en casa estaban acostados en camas separadas, en la amplía habitación de la segunda planta que se hallaba junto a las escaleras que conducían al desván. El dormitorio estaba situado exactamente encima de la habitación de Maryrose, y sus dimensiones eran casi idénticas, salvo que en la habitación de los muchachos, el «dormitorio comunitario», no había un asiento junto a la ventana y las escaleras del desván ocupaban unos centímetros de la zona de Harry. Cuando los otros muchachos vivían en la casa, Harry y Little Eddie dormían juntos, Albert dormía en una cama con Sonny, y sólo George, que en la época de su alistamiento en el Ejército medía metro ochenta y pesaba unos noventa kilos, dormía solo. En aquellos tiempos, Sonny se las arreglaba con frecuencia para hacer gritar a Albert durante la noche. El solo hecho de pensar en George aún hacía que a Harry se le encogiera el estómago.

Aunque ya era muy tarde, de la calle entraba la suficiente luz a través de las delgadas cortinas blancas de red para formar sombras complejas sobre los abultados músculos del brazo de Albert, que estaba acostado encima de las sábanas. Las voces de Maryrose y Edgar Beevers, una aproximadamente sobria y el otro inequívocamente ebrio, llegaban claramente allí arriba a través de la puerta abierta.

—¿Quién dice que yo malgasto mi tiempo? Yo no malgasto mi tiempo.

—¡Supongo que consideras que has tenido un duro día de trabajo por haber sustituido a un barman durante un par de horas y luego haberte gastado todo el sueldo en alcohol! Esa es la historia de tu vida, Edgar Beevers, y es una historia muy triste de des-per-di-cio. Si mi padre viera en lo que te has convertido…

—No soy tan malo, maldita sea.

—Tampoco eres tan bueno, maldita sea.

—Albert —llamó Eddie en voz baja desde su cama situada entre sus dos hermanos.

Como si la voz de Eddie le hubiera galvanizado, de repente, Albert se incorporó en la cama, se inclinó hacia adelante e intentó dar un puñetazo a Eddie.

—¡Yo no he hecho nada! —protestó Harry, y se arrastró hasta el extremo de su colchón. Sabía que el golpe iba dirigido a él y no a Eddie, pero Albert era demasiado gandul para levantarse de la cama.

—Te odio a muerte —replicó Albert—. Si no estuviera tan cansado para levantarme de esta asquerosa cama, ahora mismo te rompería la cara.

—Harry me robó mi coche, mi regalo de cumpleaños —dijo Eddie—. Haz que me lo devuelva.

—Un día —decía Maryrose en el piso de abajo—, al final del verano, al atardecer, cuando yo tenía diecisiete años, mi padre le dijo a mi madre: «Cariño, voy a salir con nuestra pequeña y bonita Maryrose y le voy a comprar algo especial», y me llamó desde la sala de estar para que me pusiera guapa y lo acompañara, y como mi padre era un caballero y un hombre de mundo, yo estuve lista en un abrir y cerrar de ojos. Mi padre llevaba un traje marrón muy elegante, una corbata roja de pajarita y su canotier. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo. Estaba esperándome al pie de la escalera, y cuando bajé me cogió del brazo y salimos por la puerta principal como una pareja de novios. Descendimos por el caminito de piedras que mi padre había construido con sus propias manos, a pesar de que era un oficinista, y bajamos por la calle Majeski cogidos del brazo en dirección a la avenida Palmyra Sur. En aquellos días todas las personas importantes, todas las que eran alguien, hacían sus compras en las tiendas de la avenida Palmyra Sur.

—Me gustaría hacerte tragar los dientes de un puñetazo —dijo Albert a Harry en tono de amenaza.

—Albert, él me ha cogido el coche de mi cumpleaños, de verdad que lo ha hecho, y quiero que me lo devuelva. Tengo miedo de que lo haya destrozado. Si no me lo devuelve, me moriré.

Albert se apoyó sobre un codo y por primera vez miró a Little Eddie. Eddie gimoteó.

—Eres un idiota —dijo Albert—. Ojalá te mueras, Eddie, ojalá te caigas muerto aquí mismo, así podríamos enterrarte y olvidarnos de ti. Yo ni siquiera lloraría en tu funeral. Probablemente ni siquiera me acordaría de tu nombre. Diría exactamente:

«¡Ah sí! Era aquel asqueroso niñato que no dejaba de llorar. Me alegro de que esté muerto».

Eddie se había vuelto de espaldas a Albert y lloraba silenciosamente, y su cara sucia distorsionada por las sombras reflejaba la imagen misteriosa de la tragedia.

—¿Sabes? De verdad que no me importaría un comino si ahora mismo te cayeras muerto —añadió Albert—, ni tú tampoco, gilipollas.

—… di cuenta de que me llevaba a Allouette’s. Seguro que cuando eras pequeño mirabas los escaparates. Te acuerdas de Allouette’s, ¿verdad? Nunca ha existido nada tan hermoso como aquellos almacenes. Cuando era pequeña y vivía en la casa grande, toda la gente importante solía ir allí. Mi padre me hizo entrar, rodeándome con su brazo. Subimos en el ascensor y nos dirigimos directamente a la señora que se encargaba de la sección de vestidos. «Quiero lo mejor para mi pequeña —dijo—. No importa el precio». La calidad era lo único que le importaba. «Quiero lo mejor para mi pequeña». ¿Me estás escuchando, Edgar?

Albert roncaba con la cara hundida en la almohada; Little Eddie se retorcía espasmódicamente y sollozaba. Harry estuvo despierto durante tanto tiempo que pensó que ya nunca podría dormirse. Ante él seguía viendo la cara de Little Eddie completamente relajada y atontada bajo los efectos de la hipnosis. La cara de Little Eddie le hacía sentirse febril e incómodo. Ahora que estaba acostado, a Harry le parecía como si todo lo que había hecho desde que regresara de Big John’s lo hubiera hecho otra persona, o como si hubiera sucedido en un sueño. Entonces se dio cuenta de que necesitaba ir al cuarto de baño.

Harry salió de la cama sin hacer ruido, cruzó la habitación con sigilo, salió al rellano oscuro y bajó la escalera a tientas hasta el cuarto de baño.

Cuando salió, la luz del cuarto de baño le permitió vislumbrar el contorno negro del teléfono encima de la guía telefónica de Palmyra. Harry se dirigió hasta la mesita del teléfono situada al lado de la escalera. Con una mano levantó el teléfono y con la otra abrió la guía, ancha como un cuaderno de dibujo. Tal como ya había hecho otras muchas noches cuando la vejiga le obligaba a bajar las escaleras, Harry se inclinó sobre una página y seleccionó un número. Lo retuvo en su memoria mientras cerraba el listín telefónico y volvió a colocar el teléfono en su sitio. Marcó el número y éste sonó tantas veces que Harry perdió la cuenta. Al final contestó una voz ronca. Harry dijo: «Te estoy vigilando y eres hombre muerto». Seguidamente depositó suavemente el auricular en su sitio.

7

La tarde siguiente, Harry alcanzó a su padre justo cuando Edgar Beevers había empezado a subir por la calle South Sixth hacia la esquina con la calle Livermore. Su padre llevaba su atuendo habitual de pantalones bombachos grises hasta más arriba de la cintura y recogidos con un cinturón de doble hebilla, una camisa de cuadros escoceses rojos y blancos y un sombrero de fieltro marrón encasquetado hasta los ojos. Su larga nariz carnosa se balanceaba ante él, cortada en el centro por la sombra del borde del sombrero.

—¡Papá!

Su padre lo miró sin curiosidad, y seguidamente se metió las manos en los bolsillos. Se volvió hacia un lado y continuó andando abajo, aunque quizás un poco más despacio.

—¿Qué hay? ¿No vas a la escuela?

—Es verano. Tenemos vacaciones. Había pensado en acompañarte un ratito.

—Bueno, no tengo mucho que hacer. Tu madre me ha pedido que compre unas hamburguesas en Livermore, y he pensado en entrar un momento en el Idle Hour para echar un trago rápido. Supongo que no me delatarás…

—Claro que no.

—No eres mal chico, Harry. Pero tu madre tiene montones de preocupaciones. Algunas veces yo también estoy preocupado por Little Eddie.

—Claro.

—¿Qué hay de esos libros? ¿Es que lees mientras andas?

—Sólo les echaba un vistazo —replicó Harry.

Su padre puso su mano bajo el codo izquierdo de Harry y sacó un par de libros de bolsillo con cubiertas espeluznantes: Asesinato, Sociedad Anónima y Los campos de muerte de Hitler. Harry adoraba aquellos dos libros. Su padre gruñó y le devolvió Asesinato, Sociedad Anónima. Levantó el otro libro hasta casi la altura de su nariz y echó un vistazo a la cubierta que representaba una mujer desnuda apretándose contra una pared de alambres de espinos, mientras un nazi uniformado la apuntaba con un rifle por la espalda.

Al mirar a su padre, Harry vio que, bajo la línea dura de la sombra del borde del sombrero, los pelos de su mostacho crecían indiscriminadamente con diferentes colores y formas. Negras y marrones, rojas y naranjas, las púas centelleantes formaban remolinos que cruzaban la mejilla de su padre.

—Yo compré este libro pero no se parecía en nada a esto —le explicó su padre, y le devolvió el libro.

—¿El qué no se parecía?

—Ese lugar, Dachau, ese campo de concentración.

—¿Cómo lo sabes?

—Estuve allí. Tú entonces ni siquiera habías nacido. No se parecía en nada a la ilustración de ese libro. A mí me pareció una mierda, como la mayoría de los sitios que vi cuando estuve en el Ejército.

Ésta era la primera vez que Harry oía que su padre había estado en el Ejército.

—¿Quieres decir que estuviste en la Segunda Guerra Mundial?

—Sí, estuve en la Gran Guerra. Allí me nombraron cabo, y también me pusieron un apodo, Beans, Beans Beevers. Y me concedieron la medalla «Corazón púrpura» cuando cogí una enfermedad infecciosa.

—¿Viste Dachau con tus propios ojos?

—¡Y bien de cerca que lo vi! —De repente se inclinó hacia abajo—. Eh… procura que tu madre no te pille leyendo ese libro.

Secretamente halagado, Harry movió la cabeza. Ahora el libro y el campo de concentración eran un vínculo entre él y su padre.

—¿Has matado alguna vez a alguien?

Su padre se limpió la boca y las dos mejillas con una de sus grandes manos. Tras la sombra del borde del sombrero, Harry vio en sus ojos que estaba meditando la respuesta.

—Una vez maté a un tipo. —Se produjo una larga pausa—. Le disparé por la espalda.

Su padre se limpió otra vez la boca y luego señaló con la cabeza hacia adelante. Tenía que ir al bar, a la carnicería, y luego regresar en un período de tiempo muy cuidadosamente determinado.

—¿Quieres realmente oír esto? —Harry asintió. Él tragó saliva—. Supongo que te interesa oírlo. De acuerdo. Nos enviaron a ese campo, a Dachau, al acabarse la guerra, para procesar a los prisioneros, arrestar a los guardianes y al comandante. Todo estaba dispuesto. Un puñado de oficiales de la división iba a venir a realizar una inspección, así que tuvimos que esperar allí un par de días. Teníamos a todos esos guardianes allí alineados, ¿sabes?, y aquellos viejos esqueléticos iban hacia ellos y les pegaban con rabia. Se suponía que no teníamos que dejar que se acercaran demasiado. Estaban pasando frente a la casita de cartón piedra del señor Petrosian. Harry se sintió aliviado al comprobar que el señor Petrosian no se hallaba fuera, en su diminuto porche, bebiéndose su caja de cervezas. El Idle Hour se hallaba a tan sólo unos pasos más adelante. —Pero uno de estos guardianes, uno de los peores, de repente decide echar a correr y escaparse. Se va corriendo como un loco hacia el bosque. ¿Qué hago?, me pregunto. Nadie sabe qué demonios hacer. «Pégale un tiro», va y dice uno. Así que le disparé por la espalda. Y así es como acabó.

Ya habían llegado a la puerta que conducía al interior del Idle Hour, y los olores a malta y lúpulo saturaban el aire.

—Te veré en casa —le dijo su padre, y desapareció por la puerta con tela metálica como un si fuera un mago.

8

Después de haber leído un centenar de páginas de Asesinato, Sociedad Anónima, los asesinos favoritos de Harry eran Louis Lepke Buchalter y Abe Kid Ttvist Relés. Eran profesionales de confianza. Una especie de aureola de luz negra los envolvía y los hacía brillar. Lepke Buchalter y Abe Relés miraban el mundo desde las sombras de las alas de sus sombreros. Vivían en habitaciones lóbregas y miraban al exterior a través de las cortinas. Aparecían en una esquina oscura antes que su aterrorizada víctima, hacían su trabajo y se marchaban, subiéndose el cuello del abrigo.

Suponte que tienes un tipo de trabajo que te obliga a viajar por todo el país, como el de un vendedor, reflexionaba Harry mientras pasaba la tarde leyendo en el columpio del porche. Suponte que tienes un trabajo que te lleva de una ciudad a otra. Suponte que matas a alguien en cada una de esas ciudades, cuidadosa y silenciosamente, y que escondes los cuerpos de tal modo que pasa mucho tiempo antes de que alguien pueda descubrirlos. Nunca se te acabaría el trabajo.

9

—Rosa azul —dijo Harry.

Little Eddie se dejó caer contra el respaldo de mimbre de la silla con la boca abierta y las manos relajadas sobre las rodillas.

Había funcionado. Harry miró a su alrededor, como si esperara recibir aplausos, y sintió como si todos los objetos que se hallaban en el desván le miraran con sincera aprobación. Eran las nueve y media de la noche. Él y Eddie, solos en la casa, estaban en el desván sin riesgo alguno de ser descubiertos. Harry quería probar si era capaz de hipnotizar a otras personas y mandarles hacer cosas. Pero por el momento, por esta noche, se contentaba con experimentar con Eddie.

—Poco a poco vas a quedarte profundamente dormido, Eddie, cada vez más profundamente dormido, y estás escuchando cada palabra que te digo. Te vas sumiendo en un sueño más y más profundo, escuchando cómo mi voz llega hasta ti, sumergiéndote en un sueño más profundo con cada palabra que te digo, y ahora ya estás completamente dormido y preparado para empezar.

Little Eddie estaba hundido en la silla de Maryrose de respaldo de mimbre; su mejilla tocaba el pecho y su boquita rosada se hallaba abierta. Tenía el aspecto de un niño de siete años poco desarrollado para su edad; parecía un alumno del segundo curso en lugar de uno del cuarto, que era el que iba a iniciar cuando fuera a la clase de la señora Franken en otoño. De repente, a Harry le recordó el cochecito descapotable ultrarrápido, rascado, abollado y con los neumáticos arrancados.

—Esta noche vas a darte cuenta de lo fuerte que eres realmente. Incorpórate, Eddie.

Eddie se puso erguido y cerró la boca, obedeciendo de una forma casi cómica. Harry pensó que sería divertido hacer creer a Little Eddie que era un perro y mandarle correr a cuatro patas por todo el desván, ladrando y levantando la pata. Luego se imaginó a Little Eddie tambaleándose por el desván, con la lengua colgando fuera de la boca, apretándose la garganta con las manos, cada vez con más fuerza. Quizá también intentaría eso después de realizar algunos otros experimentos que había descubierto en el libro del doctor Mentaine. Palpó el interior del cuello de su camisa por quinta vez aquella tarde y comprobó que aún seguía allí el alfiler de sombrero, largo, delgado, puntiagudo y con cabeza de perla que había logrado sacar a escondidas del dormitorio de Maryrose, tras haber estado leyendo Asesinato, Sociedad Anónima, después de que ella se fuera a trabajar.

—Eddie —dijo Harry—, ahora estás dormido, profundamente dormido, y eres capaz de hacer todo lo que yo te diga. Quiero que levantes el brazo derecho y que lo mantengas extendido frente a ti. Eddie extendió el brazo, y éste quedó tan tieso como un palo. —Muy bien, Eddie. Ahora quiero que sientas cómo tu brazo pierde por completo la sensibilidad. Se va entumeciendo, entumeciendo. Ya no parece que sea de carne y hueso. Es como si fuera de acero o algo parecido. Está tan entumecido que ya no tiene sensibilidad. Ni siquiera puedes sentir dolor en el brazo.

Harry se aproximó a Eddie y deslizó rápidamente sus dedos a lo largo del brazo de su hermano.

—¿Sientes algo?

—No —contestó Eddie lentamente y con voz profunda.

—¿Y ahora sientes algo? —dijo Harry mientras pellizcaba la parte interior del antebrazo de Eddie.

—No.

—¿Y ahora? —Esta vez Harry hundió con fuerza las uñas en uno de los bíceps de Eddie, dejándole señales moradas en la piel.

—No —repitió Eddie.

—¿Y ahora?

—Golpeó el antebrazo de Eddie con tanta fuerza como fue capaz. Se oyó un chasquido agudo y sonoro, y Harry sintió un hormigueo en los dedos. Si Little Eddie no hubiera estado hipnotizado, habría echado abajo las paredes con sus chillidos.

—No —respondió Eddie. Harry sacó el alfiler del cuello de su camisa y examinó el brazo de su hermano—. Lo estás haciendo muy bien, Little Eddie. Eres el más fuerte de tu clase, y probablemente el más fuerte de todos los chicos de la escuela.

—Dio la vuelta al brazo de Eddie, quedando la palma de la mano hacia arriba y el antebrazo blanco, a través del cual se transparentaban ligeramente multitud de venitas azules, frente a él.

Harry deslizó con cuidado la punta del alfiler por el antebrazo pálido y venoso de Eddie. La punta dejó tras de sí un arañazo fino y blanco como la tiza. Por un momento, a Harry le pareció que el suelo del desván se movía bajo sus pies; luego cerró los ojos y clavó el alfiler en el brazo de Little Eddie con tanta fuerza como pudo.

Abrió los ojos. El suelo seguía moviéndose bajo sus pies. De la parte más baja del brazo de Eddie, el alfiler sobresalía unos quince centímetros de los diecisiete que medía, y la cabeza de madreperla centelleaba a la luz de la bombilla que se hallaba sobre sus cabezas. En la piel de Eddie había una gota de sangre del tamaño de una pepita de sandía. Harry se dirigió de nuevo hacia la silla y se sentó pesadamente.

—¿Sientes algo?

—No —contestó Eddie de nuevo con aquella extraña voz profunda.

Harry contempló fijamente el alfiler clavado en el brazo de Eddie. La gota de sangre ovalada se iba extendiendo sobre la piel blanca y empezó a rezumar lentamente hacia la muñeca de Eddie. Harry la contemplaba mientras avanzaba por la parte interior del antebrazo pálido de Eddie. Finalmente regresó junto a Eddie. La gota de sangre alargada había dejado de moverse. Harry movió el alfiler, balanceándolo. Eddie no sentía nada. Harry asió la centelleante cabeza del alfiler entre sus dedos pulgar e índice. Su rostro ardía como si estuviera sentado al lado de una chimenea. Hundió el alfiler un centímetro más adentro en el brazo de Eddie, y de nuevo empezó a brotar una pequeña cantidad de sangre de la base del mismo. Mientras lo mantenía agarrado, a Harry le parecía que el alfiler se movía hacia atrás y hacia adelante, como si estuviera respirando.

—Estupendo —exclamó Harry—. Estupendo.

Agarró el alfiler fuertemente con la mano y estiró. El alfiler salió con facilidad de la herida. Harry levantó el alfiler hasta la altura de los ojos, como un médico al levantar un termómetro para leer la temperatura. Él había imaginado que toda la parte inferior del alfiler estaría teñida de rojo, pero comprobó que sólo se había adherido al alfiler una pizca de sangre seca. Durante un instante pensó en introducir la punta del alfiler en su boca y lamerla hasta que quedara limpia.

«Quizás en otra vida fui Lepke Buchalter», pensó.

Sacó un pañuelo del bolsillo delantero de su camisa, un cuadrado sucio de tela de pijama roja, y limpió la sangre seca de la aguja. Luego se inclinó sobre Eddie y le limpió cuidadosamente la mancha de sangre de la parte interior de su brazo. Harry volvió a doblar el pañuelo de forma que no se viera la sangre, se limpió el sudor de la cara y lo introdujo de nuevo en su bolsillo.

—Esto ha estado muy bien, Eddie. Ahora vamos a hacer algo un poquito diferente.

Se arrodilló al lado de su hermano y levantó con delicadeza el brazo casi ingrávido y cubierto de venitas de Eddie.

—Todavía no puedes sentir nada en este brazo, Eddie, porque está completamente insensible. Está dormido y no se despertará hasta que yo se lo ordene.

Harry cambió de postura para no perder el equilibrio mientras estaba de rodillas, y colocó en posición casi horizontal la punta del alfiler contra la piel del brazo de Eddie. La empujó hacia adelante lo suficiente como para levantar una pequeña arruga de piel. La punta del alfiler se hundió en la piel de Eddie, pero no la desgarró. Harry empujó más fuerte y el alfiler hizo que la piel se levantara sólo un poco más, pero de modo apreciable.

Atravesar la piel era algo mucho más difícil de lo que él se hubiera podido imaginar.

El alfiler empezaba a hacerle daño en los dedos, de modo que Harry abrió la mano y colocó la cabeza del alfiler contra la base de su dedo anular. Haciendo muecas, empujó su mano contra el alfiler. La punta del alfiler asomó de repente a través de la pequeña arruga de piel.

—Eddie, estás hecho de latas de cerveza —dijo Harry, y arrastró con fuerza la cabeza del alfiler hacia atrás. La arruga de la piel se alisó. Ahora Harry podía empujar otra vez el alfiler hacia adelante introduciendo el cuerpo de aquél cada vez a mayor profundidad bajo la superficie de la piel de Littlle Eddie. Podía ver la huella del alfiler bajando por el brazo de su hermano, dejando un surco tan prominente como el que deja un conejo de dibujos animados a su paso por una extensión de césped. Cuando la cabeza de madreperla estuvo a unos ocho centímetros del orificio de entrada, Harry la hundió más en el interior de la carne de Little Eddie, levantando así la punta del alfiler. Dio un fuerte manotazo a la cabeza del alfiler, y la punta reapareció en el extremo del surco de la piel de Eddie, asomando a través de una manchita de sangre. Harry empujó el alfiler hacia adentro con más fuerza.

Ahora ya sobresalían por cada extremo unos cuatro centímetros de metal gris.

—¿Sientes algo?

—Nada.

Harry siguió moviendo la cabeza del alfiler y una burbuja de sangre apareció por la entrada de la herida y empezó a fluir por el brazo de Eddie. Harry se sentó en el suelo del desván, al lado de Eddie, y contempló su obra. En su mente no había pensamientos sino sólo una gran variedad de sensaciones, y eso le resultaba agradable. Sentía un zumbido en la cabeza pero no podía oírlo, y sus ojos parecían estar empañados por una película borrosa. Respiró por la boca. En cierto sentido, el largo alfiler atravesado en el brazo de Little Eddie tenía un aspecto monstruoso, pero por otro lado era simplemente hermoso. Piel, sangre y metal. Harry nunca había visto hasta entonces nada parecido. Se acercó de nuevo y empezó a retorcer el alfiler, haciendo que otra gotita de sangre se desparramara desde la herida por la que salía el alfiler. Harry veía todo aquello como a través de unos cristales empañados, pero no le importaba. Sabía que ese efecto era sólo mental. Tocó otra vez la cabeza del alfiler y la movió de un lado a otro. De ambos pinchazos brotó un poco más de sangre. Luego empujó el alfiler hacia adentro, lo sacó un poquito de modo que la punta casi desapareció de nuevo dentro del brazo de Eddie, la movió otra vez hacia adelante y repitió el mismo movimiento, hacia atrás y hacia adelante, durante un rato, como si estuviera cosiendo a su hermano.

Finalmente retiró el alfiler del brazo de Eddie. Dos largos regueros de sangre casi habían alcanzado la muñeca de su hermano. Harry se frotó los ojos con la parte inferior de la mano, parpadeó y descubrió que su vista se había aclarado.

Se preguntaba cuánto tiempo hacía que él y Eddie estaban en el desván. Podrían haber sido horas. No podía recordar claramente lo que había ocurrido antes de introducir la aguja en la piel de Eddie. Ahora era su mente la que estaba borrosa y no su vista. Unas pulsaciones inquietantes latían con fuerza en sus sienes. Volvió a limpiar la sangre del brazo de Eddie. Se levantó, dándose cuenta de que sus rodillas estaban temblorosas, y regresó a su silla.

—¿Cómo está tu brazo, Eddie?

—Dormido —contestó Eddie con su voz profunda y soñolienta.

—Esta sensación ya está desapareciendo. Muy, muy lentamente. De nuevo estás empezando a sentir tu brazo, es una sensación agradable. No experimentas ningún dolor. Es como si le hubiera estado dando el sol toda la tarde. Está fuerte y sano. Estás empezando a tener sensibilidad en el brazo, ya puedes mover los dedos y todo lo demás.

Cuando acabó de hablar, Harry se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. Se limpió el sudor de la frente con una mano y se sacudió la humedad de la camisa.

—¿Cómo está tu brazo? —preguntó sin abrir los ojos.

—Bien.

—Eso es fabuloso, Little Eddie. —Harry extendió las palmas de las manos sobre su rostro sofocado, se secó las mejillas y abrió los ojos.

«Puedo hacer esto cada noche —pensó—. Puedo traer a Little Eddie aquí arriba cada noche, al menos hasta que empiece el colegio».

—Eddie, cada día te vas haciendo más fuerte. Esto te está ayudando una barbaridad. Y cuanto más lo hagamos, más fuerte serás. ¿Me entiendes?

—Te entiendo —contestó Eddie.

—Por esta noche ya casi hemos terminado. Sólo hay una cosa más que me gustaría probar. Pero tienes que estar profundamente dormido para que funcione. Así que quiero que te vayas durmiendo tan profundamente como puedas. Relájate. Ahora estás profundamente dormido, profundamente, profundamente, y relajado, y preparado, y te sientes bien.

Eddie estaba sentado, en posición relajada, con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados. Dos minúsculas manchas oscuras de sangre, como picadas de mosquito, destacaban en la parte inferior del antebrazo derecho.

—Mientras yo te esté hablando, Eddie, te irás volviendo gradualmente más joven. Vas a retroceder en el tiempo, de modo que ahora ya no tienes nueve años, tienes ocho, estamos en el año pasado y estás en tercer curso, y ahora tienes siete, y ahora seis… y ahora tienes cinco, Eddie, y es el día de tu cumpleaños. Hoy has cumplido cinco años, Little Eddie. ¿Cuántos años tienes?

—Cinco. —Harry descubrió con agradable sorpresa que la voz de Little Eddie sonaba realmente como la de alguien más joven, y también la postura encorvada en la que se encontraba en aquel momento resultaba de niño más pequeño.

—¿Cómo te sientes?

—Mal. No me gusta nada mi regalo. Es horrible. Lo ha comprado papá, y mamá dice que no quiere tenerlo en casa porque no es más que basura. Ojalá nunca volviera a ser mi cumpleaños, los cumpleaños son horribles. Tengo ganas de llorar.

Su rostro se contrajo. Harry trató de recordar qué regalo había recibido Eddie cuando cumplió cinco años, pero no lo conseguía; sólo tenía un débil recuerdo de vergüenza y decepción.

—¿Qué te han regalado, Eddie?

—Una radio —dijo Eddie con voz lloriqueante—. Pero está rota y mamá dice que parece como si la hubieran sacado del vertedero. No la quiero. No quiero ni verla.

Sí, pensó Harry, sí, sí, sí. Lo recordaba. El día en que Little Eddie cumplió cinco años, Edgar Beevers había aparecido con una radio de plástico amarilla, que incluso a Harry le había parecido horrible. El dial estaba resquebrajado, y aquí y allí tenía marcas circulares marrones, parecidas a costras, en los lugares donde alguien había aplastado cigarrillos para apagarlos.

Hacía mucho tiempo que habían abandonado la radio en el cuarto de los trastos, donde ahora yacía bajo varias capas geológicas de basura.

—De acuerdo. Eddie, ahora puedes olvidarte de la radio porque estás otra vez yendo hacia atrás, eres aún más pequeño, vas a retroceder hasta tener cuatro años… y ahora tienes tres.

Observó con interés a Little Eddie, cuyo aspecto había cambiado. En lugar de mostrarse desdichado y lloroso, ahora tenía una expresión alegre y autosuficiente que Harry no recordaba haber visto nunca en él. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Sonreía y sus ojos eran claros, brillantes e infantiles.

—¿Qué ves? —preguntó Harry.

—A mamá.

—¿Qué hace?

—Mami está sentada en su mesa. Está fumando y mirando unos papeles. —Eddie rió nerviosamente—. Mamá está graciosa. Parece que le salga humo de la cabeza. —Eddie hundió la barbilla y se tapó la boca para esconder su sonrisa—. Mamá no me ve. Yo la veo, pero ella no. ¡Oh!, mamá trabaja mucho. Trabaja mucho en su mesa.

La sonrisa se esfumó de repente del rostro de Eddie. Se quedó petrificado durante un segundo, con una expresión ausente. Luego sus ojos se abrieron aterrorizados y su boca se puso fláccida y temblorosa.

—¿Qué ha ocurrido? —Harry se había quedado con la boca seca.

—¡No, mamá! —gimió Eddie—. ¡No lo hagas, mamá! Yo no te estaba espiando, de verdad que no. Te prometo… —Sus palabras se quebraron en un chillido—. ¡NO, MAMÁ! ¡NO LO HAGAS! ¡NO LO HAGAS, MAMÁ! —Eddie saltó hacia arriba, despidiendo su silla hacia atrás, y se puso a correr a ciegas hacia la parte trasera del desván. Los gritos de Eddie retumbaban en la cabeza de Harry. Oyó un agudo ¡crack! de madera que se rompía, pero eso era tan sólo una ínfima parte del ruido que Eddie estaba haciendo al correr enloquecido por el desván. Eddie se había lanzado contra una maraña de vestidos colgados, empezó a dar vueltas alrededor de ellos, enredándose cada vez más entre los vestidos, y ahora estaba intentando salir de aquella maraña, arrancando algunos de sus perchas. Un vestido color morado de manga larga con un enorme lazo en el cuello se había enroscado alrededor de Eddie como una fantasmagórica pareja de baile, y otro vestido de un color rojo apagado se le había enzarzado en la pierna derecha. Eddie lanzó otro alarido y consiguió salir de la maraña de vestidos. Todo el perchero se tambaleó y finalmente se vino abajo con un tremendo ruido metálico—. ¡NO! —chillaba—. ¡SOCORRO! —Eddie iba derecho hacia una gran viga de madera que marcaba uno de los aleros, dio un salto y fue hacia Harry moviendo los brazos como un molino de viento. Harry sabía que su hermano no lo veía.

—Eddie, párate —dijo él, pero Eddie ya no podía oírle.

Harry intentó que Eddie se detuviera, rodeándolo con sus brazos, pero Eddie no dejaba de moverse. Dio un golpe a Harry en el pecho con un hombro, y otro en la barbilla con la cabeza. Antes de que los brazos de Harry pudieran cerrarse en torno a él, Eddie se escurrió, sus ojos se desenfocaron y fue a empotrarse contra el espejo basculante. El espejo se tambaleó hacia los lados. Harry lo vio inclinarse con lentitud hacia el suelo, como en sueños, y luego, en un abrir y cerrar de ojos, cayó y se hizo añicos. Los cristales rotos se esparcieron por todo el suelo del desván.

—¡PÁRATE! —aulló Harry—. ¡CÁLMATE, EDDIE!

De repente Eddie se calmó. Todavía llevaba colgando de su pierna derecha un pesado vestido de terciopelo rojo, desgarrado y sucio. La sangre bajaba rezumando hacia la sien desde un corte profundo encima del ojo. Su respiración, entrecortada, liberaba el aire en pequeñas exhalaciones lloriqueantes.

—¡Vaya mierda! —exclamó Harry, mirando a su alrededor en el desván.

En unos pocos segundos, Eddie se las había arreglado para montar una devastación total. Los vestidos antiguos de Maryrose yacían enmarañados en una montaña llena de polvo, de la cual sobresalían esqueléticamente las perchas de alambre; huellas grises de pisadas, de la talla de Eddie, aparecían marcadas como un estampado sobre la explosión de colores apagados en la que se habían convertido aquellos vestidos. Al volcarse el perchero, había arrancado un trozo de madera, del tamaño de un plato sopero, de una mesita redonda que Maryrose consideraba especialmente valiosa por estar hecha de una sola pieza de teca —«¡una sola pieza de teca, la madera más apreciada y rara del mundo, procedente de un lugar tan lejano como Ceilán!»—. El valioso espejo se había convertido en cientos de trozos brillantes esparcidos por todo el suelo del desván. Cada vez más horrorizado, Harry descubrió que el marco de madera se había resquebrajado como un hueso y tenía una fractura sorprendentemente blanca dentro de la superficie pintada de oscuro.

Harry sentía cómo la sangre se volcaba dentro de su cuerpo, casi haciéndole volcar a él, como el espejo.

—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! —exclamó Harry.

Se volvió lentamente. Eddie estaba de pie, parpadeando, a unos cinco centímetros de él, intentando sin éxito limpiarse la sangre que le resbalaba por la frente y que ya le cubría gran parte de la mejilla izquierda. Parecía un piel roja con sus pinturas de guerra… un indio perdido, derrotado, porque sus ojos estaban turbios y su cabeza se movía de un lado al otro a la deriva.

A pocos centímetros de Eddie estaba la silla sobre la que había estado sentado. Uno de sus delgados brazos curvados de madera yacía a su lado, brutalmente arrancado. Tenía el aspecto de una pata de insecto, pensó Harry, o de un fusil de juguete.

Harry pensó por un momento que su cara también estaba manchada de sangre. Se pasó la mano por la frente y se miró la mano brillante. Era sólo sudor. Su corazón latía apresuradamente. A su lado, Eddie dijo:

—¿Aaah… qué…?

La herida de la cabeza le había hecho despertar del sueño hipnótico.

Los vestidos estaban pisoteados, revueltos, hechos jirones. El espejo hecho añicos. La mesa mutilada. La silla de Maryrose volcada sobre un lado, como la víctima de un asesinato, y su brazo destrozado terminaba en un montón de ligamentos rotos.

—Me duele la cabeza —dijo Eddie con voz débil y temblorosa—. ¿Qué ha pasado? ¡Oooh! ¡Estoy todo lleno de sangre! ¡Estoy todo lleno de sangre, Harry!

—¿Que estás lleno de sangre? ¿Que tú estás lleno de sangre? —le vociferó Harry—. Todo está lleno de sangre, estúpido. ¡Mira a tu alrededor! —No reconocía su propia voz, que tenía un sonido agudo y metálico, como si procediera de otro lugar.

Little Eddie dio un paso para apartarse de él. Harry hubiera querido echarse sobre su hermano, pulverizar su cabeza sangrante hasta convertirla en fosfatina, destrozarlo, aplastarlo…

Eddie levantó la palma de la mano manchada de sangre y se la quedó mirando. Se la limpió ligeramente con la parte delantera de su camiseta y dio otro paso.

—Estoy asustado, Harry —murmuró con su débil voz.

—¡Mira lo que has hecho! —aulló Harry—. ¡Lo has destrozado todo! ¡Maldita sea! ¡Verás lo que nos va a pasar ahora!

—¿Qué va a hacer mamá? —preguntó Eddie, con una voz tan tenue que parecía un murmullo.

—¿No lo sabes? —gritó Harry—. ¡Estás muerto! Eddie empezó a llorar.

Harry cerró los puños y los ojos. Los dos estaban muertos, ésa era la pura verdad. Harry abrió los ojos, febriles y extrañamente pesados, y contempló a su hermano lloriqueante, manchado de sangre e inútil.

—Rosa azul —dijo.

10

Little Eddie dejó caer las manos a los lados. Bajó la barbilla y abrió la boca. La sangre fluía incesantemente por el lado izquierdo de su rostro formando una amplia banda, desaparecía bajo la línea de la mandíbula y continuaba resbalándole por el cuello y hacia el interior de la camiseta. La sangre que formaba un charco sobre su ceja izquierda seguía goteando en el suelo, como si de un grifo abierto se tratase.

—Te estás quedando profundamente dormido —dijo Harry.

¿Dónde estaba el alfiler? Miró hacia la única silla que aún permanecía en pie y vio la cabeza de madreperla centelleando en el suelo cerca de aquélla.

—Todo tu cuerpo ha perdido sensibilidad.

Se dirigió hasta el lugar donde se hallaba el alfiler, se inclinó y lo recogió. El alfiler metálico tenía un tacto cálido entre sus dedos.

—No sientes ningún dolor. —Retrocedió hasta Little Eddie—. Nada puede hacerte daño.

La respiración de Harry parecía respirar a su vez, agolpándose en su garganta en forma de jadeos roncos y febriles, para salir seguidamente por la misma.

—¿Me has oído, Little Eddie?

—Te he oído —respondió Little Eddie, con su voz profunda, lenta, hipnotizada.

—¿Y no puedes sentir dolor?

—No puedo sentir dolor.

Harry echó un brazo hacia atrás, con la punta del alfiler saliendo de su puño, y luego impulsó su mano hacia adelante con tanta fuerza como pudo y clavó el alfiler en el abdomen de Eddie, atravesando la camiseta manchada de sangre. Exhaló el aire de golpe y sintió que su aliento tenía un sabor de amarga aflicción.

—No sientes nada.

—No siento nada.

Harry abrió su mano derecha y apretó la palma contra la cabeza del alfiler, clavándola hacia adentro unos cuantos centímetros más. Little Eddie parecía un muñeco vudú. Le envolvía una especie de luz centelleante. Harry agarró la cabeza del alfiler con el pulgar y el índice y la arrancó violentamente. La levantó e inspeccionó. La luz brillante también volvía al alfiler. La aguja larga estaba teñida de sangre. Harry introdujo la punta en su boca y cerró los labios alrededor del metal caliente.

Se vio a sí mismo, un hombre en otra vida, de pie en una fila de hombres como él en un desolado paisaje gris, con alambres de espinos de fondo. Gente demacrada vestida con harapos arrastraba los pies hacia ellos y les escupía en la ropa. En el aire se percibía un olor a carne muerta y quemada. De repente, desapareció aquella visión y volvió a ver a Little Eddie frente a él, envuelto en capas de luz brillante.

Harry hacía muecas o reía, le habría sido imposible establecer la diferencia, y hundió profundamente el alfiler largo en el estómago de Eddie.

Eddie exhaló un leve «uf».

—No sientes nada —susurró Harry—. Todo tu cuerpo se siente bien. Nunca te has sentido mejor en tu vida. —Nunca me he sentido mejor en mi vida. Harry extrajo lentamente el alfiler y lo limpió con los dedos. Se acordaba exactamente de todas las cosas que le habían explicado sobre Tommy Golz.

—Ahora vas a jugar a un juego muy, pero que muy divertido —dijo Harry—. Se llama el juego de Tommy Golz, porque va a ayudarte a protegerte de la señora Franken. ¿Estás preparado? —Harry clavó cuidadosamente el alfiler en la tela del cuello de su camisa, sin dejar de observar a aquel Eddie inerte que chorreaba sangre. Bandas vibrantes de luz latían rítmica e incesantemente sobre la cara de Eddie.

—Preparado —dijo Eddie.

—Ahora te voy a dar las instrucciones, Little Eddie. Presta atención a todo lo que te digo y todo saldrá perfecto. Todo irá bien siempre que hagas exactamente todo lo que yo te diga. ¿Comprendido? —Comprendido.

—Repite lo que te acabo de decir.

—Todo irá bien si hago exactamente todo lo que tú me digas. —Un reguero de sangre resbaló de la ceja de Eddie y se esparció por su camiseta ya empapada.

—Muy bien, Eddie. Ahora lo primero que vas a hacer es caerte al suelo; no, aún no, cuando yo te lo diga. Voy a darte todas las instrucciones y luego voy a contar hacia atrás desde diez, y cuando llegue a uno, empezarás a jugar. ¿De acuerdo? —De acuerdo.

—Bueno, pues lo primero que vas a hacer es caerte al suelo, Little Eddie. Te caes al suelo con mucha fuerza. Luego viene la parte más divertida del juego. Te golpearás la cabeza con violencia contra el suelo. Empezarás a enloquecer. Te retorcerás y golpearás las manos y los pies contra el suelo. Esto lo estarás haciendo durante mucho rato. Puedes hacerlo hasta que hayas contado hasta cien. Echarás espuma por la boca y te retorcerás por toda la habitación. Te pondrás muy tenso y luego te relajarás, volverás a ponerte tenso, y te volverás a relajar, y durante todo ese tiempo te irás dando golpes en la cabeza, en las manos y en los pies violentamente contra el suelo, y te irás retorciendo por toda la habitación. Luego, cuando hayas contado mentalmente hasta cien, harás una última cosa. Te tragarás la lengua. Ése es el juego. Cuando te hayas tragado la lengua, habrás ganado. Y después ya nunca podrá ocurrirte nada malo y la señora Franken ya nunca podrá hacerte daño, nunca, nunca, nunca.

Harry guardó silencio. Le temblaban las manos. Inmediatamente se dio cuenta de que también le temblaban las entrañas. Levantó sus dedos temblorosos hasta el cuello de su camisa y palpó el alfiler.

—Dime cómo ganarás el juego, Little Eddie. ¿Qué es lo último que tienes que hacer?

—Tragarme la lengua.

—Perfecto. Y luego ni la señora Franken ni mamá podrán hacerte daño, porque tú habrás ganado el juego.

—Bien —respondió Little Eddie. La luz centelleante se reflejaba a su alrededor.

—De acuerdo, empezaremos a jugar ahora —dijo Harry—. Diez. —Se encaminó hacia las escaleras del desván—. Nueve. —Llegó a las escaleras—. Ocho. —Descendió un peldaño—. Siete. —Harry descendió otros dos peldaños—. Seis. —Cuando hubo descendido dos peldaños más, alzó ligeramente la voz—. Cinco.

Ahora su cabeza se encontraba por debajo del nivel del suelo del desván y ya no podía ver a Little Eddie. Lo único que podía oír era el sonido de la sangre al caer al suelo.

—Cuatro. Tres. Dos. —Harry estaba ahora en la puerta por la que se accedía a los peldaños que conducían al desván. Harry abrió la puerta, la cruzó, respiró profundamente, y gritó en dirección a la escalera—: ¡Uno!

Oyó un ruido sordo y luego cerró rápidamente la puerta detrás de él.

Harry atravesó el vestíbulo y entró en el dormitorio. En el pasillo parecía notarse una extraña ausencia de luz. Durante un segundo vio, estaba seguro de ello, una hilera de árboles oscuros a través de una pared de alambres de espinos. Harry cerró también aquella puerta, se dirigió hacia su estrecha cama y se sentó. Sentía cómo la sangre se agolpaba en su rostro y latía; sus ojos parecían arder con un extraño calor, como si los estuvieran calentando con filamentos incandescentes. Harry desenganchó el alfiler del cuello de la camisa, lentamente, casi con solemnidad, y lo colocó sobre la almohada.

—Cien —dijo Harry—. Noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete, noventa y seis, noventa y cinco, noventa y cuatro…

Cuando hubo contado hasta uno, se levantó y salió de la habitación. Bajó rápidamente las escaleras sin mirar hacia la puerta detrás de la que estaban los peldaños que conducían al desván. En la planta baja se deslizó sigilosamente en el dormitorio de Maryrose, se acercó a su escritorio y abrió el cajón inferior del lado derecho. Del cajón sacó una caja forrada de terciopelo. La abrió y clavó el alfiler en la almohadilla claveteada, de donde lo había cogido y en la que había alfileres de todas las medidas y tamaños. Metió de nuevo la caja en el cajón, lo cerró, salió rápidamente de la habitación y subió la escalera.

Una vez de vuelta en su habitación, Harry se desnudó y se acostó en su cama. Su rostro aún ardía.

Debió de quedarse dormido muy rápidamente porque lo siguiente que recordaba después de aquello fue a Albert entrando en la habitación, dando portazos y esparciendo su ropa y sus botas por todas partes.

—¿Estás dormido? —preguntó Albert—. Habéis dejado encendida la luz del desván, imbéciles, pero si crees que voy a salvar vuestros asquerosos culos subiendo allí arriba y apagándola es que aún eres más estúpido de lo que pareces.

Harry tuvo buen cuidado de no mover ni un dedo, ni siquiera un cabello. Contuvo la respiración mientras Albert se tumbaba en su cama, y cuando la respiración de Albert se relajó y se hizo más lenta, Harry siguió el ejemplo de su hermano mayor y se durmió. No volvió a despertarse hasta que oyó a su padre en el desván, medio gritando, medio sollozando, y eso ya era a altas horas de la noche.

11

Sonny llegó de Fort Sill y George de Alemania. Entre los dos sostenían a un Edgar Beevers destrozado junto a la tumba, mientras que un clérigo que Harry no había visto jamás leía algo en una Biblia tan andrajosa y gastada como un zapato viejo. Entre sus dos hijos mayores, el padre de Harry parecía un viejo encorvado, un viejo esquelético a sólo unos pasos de su propia tumba. Harry se dio cuenta de que Sonny y George sentían desprecio por su padre; lo consolaban en su sufrimiento, en parte porque habían contribuido con treinta dólares cada uno para comprarle un traje y no querían verlo desplomarse con su propietario dentro sobre el barro apelmazado del cementerio. Su mostacho brillaba al sol y tenía los ojos y las comisuras de los labios humedecidos. Temblaba tanto que ni Sonny ni George habían conseguido afeitarlo, y sólo fue capaz de caminar en línea recta después de que George le hubo permitido tomar un par de tragos de un frasco cubierto de cuero que extrajo de su macuto de lona.

El clérigo pronunció unas cuantas palabras llenas de sabiduría sobre el tema de la epilepsia.

Enfundados en sus uniformes, Sonny y George tenían una apariencia tan sólida como una pared de ladrillos; se asemejaban a los guardianes de una prisión o a los mismos prisioneros. Junto a ellos, Albert parecía encogido y hundido. Albert vestía la chaqueta de deporte de cuadros escoceses verdes con la que se había graduado en el octavo curso, y sus muñecas sobresalían prominentes y rojas unos diez centímetros de los extremos de las mangas. Sus botas de motorista trasparentaban debajo de sus pantalones grises de tela fina, que al igual que la chaqueta verde habían perdido su distinción. Lo mismo le ocurría a Albert: desde el día en que descubrieron el cadáver de Eddie, Albert no había hecho más que rondar por la casa como si se hubiera mordido la punta de la lengua y estuviera considerando si la escupía o no. Nunca miraba a nadie a los ojos, y en raras ocasiones hablaba. Albert se comportaba como si le hubieran colocado un candado gigantesco en medio del pecho y fuera a ser condenado para siempre si se lo quitaba. No había hecho ni una sola pregunta a Sonny ni a George sobre el Ejército. De vez en cuando hacía algún comentario sobre la gasolinera con una voz tan inexpresiva que no invitaba a pronunciar respuesta alguna.

Harry miró a Albert, de pie junto a su madre, con las manos entrelazadas y sin separar la mirada del palmo cuadrado de suelo que se extendía ante él, como si estuviera cumpliendo una sentencia. Albert dirigió una mirada a Harry porque se dio cuenta de que éste lo estaba observando, e hizo algo que a Harry le resultó extraordinario. Albert se quedó petrificado. La expresión se había desvanecido de su rostro y sus manos permanecían inmóviles y juntas. Parecía tan incapaz de ver y oír como una estatua. «Se comporta de esta manera porque le había dicho a Little Eddie que deseaba que se muriese», pensó Harry por décima o undécima vez desde que se había dado cuenta de aquel comportamiento, y siempre con el mismo asombro. Harry se preguntaba si estaría mintiendo. Si realmente quería que Little Eddie cayera muerto, ¿por qué no era feliz ahora? ¿No había conseguido lo que deseaba? Albert nunca escupiría ese trozo de lengua, pensó Harry, observando cómo su hermano parpadeaba lentamente, fijando la mirada vacía en el suelo.

Harry cambió la dirección de su mirada y la fijó en su padre, todavía sostenido por Sonny y George; oyó que el sacerdote estaba llegando al final de su homilía, y lanzó una mirada rápida a su madre. Maryrose estaba muy erguida, con su vestido negro y sus gafas oscuras, sosteniendo con las manos las asas de su bolso delante de ella. Si no hubiera sido por el color de sus ropas, podría haber pasado por una espectadora de un partido de tenis. Harry sabía, por la expresión de su rostro, que estaba deseando fumar. Se muere por un cigarrillo, pensó él, ja, ja, ella que se cree tan grande es carne de cementerio.

El sacerdote finalizó su sermón e hizo un gesto retórico con las manos. El ataúd, sostenido por unas cuerdas, se hundió en la áspera tierra. El padre de Harry empezó a sollozar. Primero George y luego Sonny, cogieron grandes puñados de tierra húmeda que llevaban marcas de pala y los dejaron caer sobre el féretro. Edgar Beevers casi cayó en la fosa detrás del diminuto terrón de tierra que acababa de tirar, pero George lo empujó hacia atrás con aire despectivo. Maryrose dio unos pasos hacia adelante, se inclinó y cogió al azar un trozo de tierra con el pulgar y el índice, como si estuviera agarrando algo con pinzas, lo dejó caer y retrocedió a su sitio antes de que se oyera el golpe. Albert fijó su mirada en Harry; su trozo se le había deshecho en las manos y las migajas le resbalaban por entre los dedos. Harry negó con la cabeza. No quería echar porquería encima del ataúd de Eddie y producir aquel ruido. No quería volver a mirar el féretro de Eddie. Ya había suficiente porquería sin que él tuviera que golpear aquella caja de metal como si tratara de llamar al timbre de la puerta de Eddie. Dio un paso hacia atrás.

—Mamá dice que tenemos que volver a casa —dijo Albert.

Maryrose encendió un cigarrillo tan pronto como entró en el único coche negro que habían alquilado en la funeraria, y comenzó a exhalar un humo acre sobre todos los que estaban apretujados en el asiento trasero. El vehículo retrocedió por un callejón estrecho del cementerio y descendió por la avenida principal hacia las puertas de entrada.

En el asiento delantero, al lado del conductor, Edgar Beevers se inclinó hacia un lado y apoyó la cabeza en la ventanilla, dejando una huella de vaho en el cristal.

—¿Cómo es posible que Little Eddie fuera epiléptico y que nadie lo supiera? —preguntó George.

Albert se puso rígido y miró por la ventana.

—Bueno, la epilepsia es así —contestó Maryrose—. Eddie podría haber vivido años y años sin sufrir ningún ataque. —El hecho de que trabajara en un hospital hacía que sus observaciones cobraran un tono solemne, casi como si ella fuera médico.

—Debe de haber sido un ataque —opinó Sonny, estrujado en su asiento entre Harry y Albert.

Grand mal —respondió Maryrose, y dio otra ávida calada a su cigarrillo.

—Pobrecito hijo de puta —dijo George—. Lo siento, mamá.

—Ya sé que estás en las Fuerzas Armadas y que en las Fuerzas Armadas la gente habla con mucha libertad, pero te agradecería que no usaras ese tipo de lenguaje.

Harry, estrujando contra una parte dura del cuerpo de Sonny, notó que éste se retorcía espasmódicamente reprimiendo la risa, aunque su rostro no se alteró.

—Ya te he dicho que lo siento, mamá —repitió George.

—Sí. ¡Chófer! ¡Chófer! —Maryrose se inclinó hacia adelante, extendiendo una de sus garras para dar un golpecito al conductor en el hombro—. La próxima a la derecha es la calle Livermore. ¿Conoce usted la calle South Sixth?

—Los llevaré allí —contestó el chófer.

Ésta no es mi familia, pensó Harry. Yo procedo de otro lugar y mis reglas son diferentes de las suyas.

Tan pronto como entraron en la casa, su padre murmuró algo inaudible y desapareció, dirigiéndose a su cuchitril sin cortinas. Maryrose se guardó las gafas de sol en el bolso y entró en la cocina a calentar el pastel de café y la cazuela de macarrones que aquella mañana había cocinado en el horno. Sonny y George entraron en la sala de estar y se sentaron cada uno en un extremo del sofá. Ni siquiera se miraron. George cogió un ejemplar del Reader’s Digest de encima de la mesa y empezó a pasar las páginas hacia atrás, y Sonny dobló las manos encima de las rodillas contemplando sus pulgares. Se oyeron las pisadas de Albert al subir la escalera con movimientos torpes, cruzar el rellano y entrar en el dormitorio.

—¿Para qué está en la cocina? —preguntó Sonny, hablando a sus manos—. No va a venir nadie. Aquí nunca viene nadie, porque ella así lo ha querido siempre.

—Albert se está tomando muy a pecho lo de este chico, Harry —dijo George. Apoyó la revista contra los pliegues rígidos de su uniforme y miró a su hermanito Harry, que estaba en el otro extremo de la habitación.

Harry se había sentado al lado de la puerta para pasar lo más desapercibido posible. Las atenciones que le dispensaba George le asustaban bastante, a pesar de que éste, desde que había llegado dos días después de la muerte de Eddie, se había comportado muy amablemente con él. Su pelo cortado al cepillo todavía estaba erizado, y aún podía romper piedras con su mentón; pero parecía como si hubiera expulsado de su cuerpo algún demonio violento.

—¿Tú crees que está bien?

—¿Él? Claro que sí. —Harry inclinó la cabeza e hizo una mueca.

—Fue él quien encontró a Little Eddie, ¿no?

—No, fue papá —respondió Harry—. Supongo que cuando llegó a casa vio la luz del desván encendida. Pero Albert también subió. Me imagino que como por allí había tanta sangre, papá creyó que alguien había forzado la cerradura y había matado a Eddie. Pero sólo se había golpeado la cabeza, y de ahí es de donde venía la sangre.

—Las heridas en la cabeza sangran como condenadas —dijo Sonny—. Una vez, en Tokio, un tío me largó un botellazo en la cabeza y me salió tanta sangre que creí me iba a desangrar allí mismo.

—¿Y las cosas de mamá estaban todas revueltas? —preguntó tranquilamente George.

Sonny alzó los ojos.

—Creo que sí, más o menos. El perchero se volcó. Al día siguiente papá subió y limpió todo lo que pudo. Una de las sillas con respaldo de mimbre se rompió. Y un trozo de la mesita de teca estaba arrancado. Y el espejo estaba roto en mil pedazos.

Sonny meneó la cabeza y lanzó un silbido suave a través de sus labios apretados.

—La vieja es muy fuerte —comentó George—. Pero la oigo acercarse, así que vamos a dejarlo, Harry. Esta noche podremos seguir hablando.

Harry asintió.

12

Después de la cena, una vez que Maryrose se fue a dormir (el hospital le había concedido dos noches de permiso), Harry estaba sentado en la mesa de la cocina frente a George, que evidentemente tenía algo que decirle. Sonny se había pulido seis botellas de cerveza mientras miraba la televisión, y luego subió al dormitorio. Albert había desaparecido poco después de la cena, y su padre no salió en ningún momento de su cubículo junto al cuarto de los trastos.

—Me alegro de que viniera Pete Petrosian —dijo George—. Es un buen tipo. Y se llenó el plato dos veces.

Harry se sorprendió al oír a George utilizar el nombre de pila de su vecino; Harry ni siquiera estaba seguro de haberlo oído hasta entonces.

El señor Petrosian fue el único que los visitó aquella noche. Harry se dio cuenta de que su madre, aunque agradeció la visita, y a pesar de sus preparativos, no deseaba más compañía una vez que se hubo marchado el señor Petrosian.

—Creo que voy a tomarme una cerveza; bueno, en el caso de que Sonny no se las haya bebido todas —dijo George. Se levantó y abrió la nevera. El uniforme parecía estar pintado encima de su cuerpo, y sus músculos sobresalían y se movían como los de un caballo—. Quedan dos. Tienes suerte de ser menor de edad.

George hizo saltar las chapas de las dos botellas y regresó a la mesa. Guiñó un ojo a Harry, luego se acercó la primera botella a los labios y bebió un buen trago.

—¿Qué diablos estaba haciendo Little Eddie allí arriba? ¿Probándose vestidos?

—No lo sé —contestó Harry—. Yo estaba durmiendo.

—¡Maldita sea! Ya sé que perdí bastante el contacto con Little Eddie, pero tengo la impresión de que se asustaba de su propia sombra. Me sorprende que tuviera el valor de subir allí y armar aquel follón con los tesoros de mamá.

—Sí —respondió Harry—. A mí también.

—Tú no subirías con él, ¿verdad? —George se llevó la botella a la boca y volvió a guiñar el ojo a Harry. Harry se limitó a devolverle la mirada. Sentía que su rostro empezaba a arder—. Sólo estaba pensando que quizá tú viste cómo le pasó aquello a Little Eddie y te entró tanto miedo’ que no se lo dijiste a nadie. Nadie te echaría la bronca, Harry. Nadie te culparía de nada. Tú no podías saber cómo ayudar a alguien que estaba sufriendo una ataque de epilepsia. Little Eddie se tragó la lengua. Incluso aunque hubieras estado junto a él cuando lo hizo y hubieras tenido la sangre fría de avisar a una ambulancia, él hubiera muerto antes de que llegara. Salvo que hubieras sabido lo que le sucedía y cómo remediarlo, lo cual nadie podía esperar ni remotamente. Nadie te echaría la culpa, Harry, ni siquiera mamá.

—Yo estaba durmiendo —replicó Harry.

—Vale, vale. Yo sólo quería que lo supieras. Permanecieron sentados en silencio durante un rato. Luego se pusieron a hablar a la vez.

—¿Sabías…?

—Tuvimos… Lo siento —dijo George—. Continúa. —¿Sabías que papá estuvo en el Ejército? ¿En la Segunda Guerra Mundial?

—Sí, claro que lo sabía.

—¿Sabías que una vez cometió el crimen perfecto?

—¿Que cometió qué?

—Papá cometió el crimen perfecto. Cuando estuvo en Dachau aquel campo de muerte.

—¡Por el amor de Dios, Harry! Así que estás hablando de eso… Tienes una manera muy peculiar de ver las cosas. Él disparó sobre un enemigo que intentaba escaparse. Eso no es un crimen. Es la guerra. Existe una diferencia descomunal entre ambas cosas.

—Me gustaría ir a la guerra algún día —dijo Harry—. Me gustaría estar en el Ejército como papá y tú.

—Para el carro, para el carro… —respondió George, sonriendo—. Esta es una de las cosas sobre las que te quería hablar. —Puso la botella de cerveza en la mesa, la rodeó con las manos e inclinó la cabeza para mirar a Harry. Aquello iba realmente en serio—. Yo estaba loco y era un estúpido, ¿sabes?, ésa es la única forma de llamarlo. Acostumbraba buscar camorra. Llevaba encima muy mala leche, y para mí pasar un buen rato era zumbar a algún gilipollas hasta dejarlo sin sentido. El Ejército me ha hecho mucho bien. Me ha hecho madurar. Pero no creo que sea eso lo que tú necesites, Harry. Tú eres demasiado listo para eso; si tienes que ir, pues vas, pero de todos nosotros tú eres el único que realmente podría llegar a ser algo en la vida. Podrías ser médico. O abogado. Tú tienes que recibir la mejor formación posible, Harry. Lo único que debes hacer es no meterte en líos e ir a la universidad.

—Oh, la universidad —respondió Harry.

—Escúchame, Harry. Yo gano bastante dinero y no tengo en qué gastarlo. No me voy a casar ni a tener hijos, te lo aseguro. Así que quiero hacerte una propuesta. Si no te metes en follones y consigues pasar el bachillerato, yo te ayudaré para que vayas a la universidad. Tal vez consigas una beca. Yo creo que eres lo suficientemente inteligente, Harry, y sería fabuloso si consiguieras una beca. Pero pase lo que pase, me encargaré de que lo consigas. —George vació la primera botella, colocó el envase en la mesa y lanzó a Harry una mirada curiosa—. A ver si conseguimos que por lo menos un miembro de esta familia vaya por el camino adecuado. ¿Qué contestas?

—Supongo que lo mejor es que continúe leyendo.

—Espero que leas como un animal, coleguilla —dijo George, y cogió la segunda botella de cerveza.

13

Al día siguiente de que Sonny se marchara, George guardó en una caja todos los juguetes y las ropas de Little Eddie y la colocó en el trastero. Dos días después, George cogió el autobús para Nueva York, para poder tomar el vuelo a Munich desde Idlewild. Una hora antes de coger el autobús, George fue con Harry a Big John’s, lo atiborró de hamburguesas y patatas fritas y le dijo:

—Seguro que echarás mucho de menos a Eddie, ¿no?

—Supongo —contestó Harry, pero lo cierto es que para él ahora Eddie sólo representaba un vacío, un espacio en blanco. Algunas veces oía cerrarse una puerta y Harry se imaginaba que Little Eddie acababa de llegar, pero cuando se volvía a mirar, únicamente encontraba un vacío. Harry oyó pronunciar por última vez el nombre de su hermano cuando George le hizo aquella pregunta, hacía exactamente una semana.

Siete días después de la memorable tarde en Big John’s y la partida de George Beevers en autobús en dirección al sur, todo parecía haber vuelto a la normalidad, pero Harry sabía que en realidad todo había cambiado. Antes ellos eran una familia deshecha, dividida, de cinco miembros: los padres y tres hijos. Ahora precian ser una familia de tres miembros, y Harry incluso opinaba que en realidad la familia se había reducido a dos: él y su madre.

Edgard Beevers había abandonado el hogar (también se notaba su ausencia). Después de dos visitas de la policía, que dejaron aparcados sus vehículos enfrente mismo de la casa, después de encontrar a su madre refunfuñando de indignación, después de la visión de su padre pálido, agotado, pero sobrio y bien afeitado, intentado hacerse el nudo de la corbata frente al espejo del cuarto de baño, Harry aceptó finalmente el hecho de que a su padre lo hubieran descubierto robando en una tienda. Su padre tuvo que comparecer ante un tribunal y estaba asustado. Le temblaban las manos de tal forma que no podía ni afeitarse, y al final Maryrose le tuvo que hacer el nudo de la corbata, en uno, dos, tres rápidos movimientos tan bruscos que parecía como si estuviera clavándole un cuchillo, y todo sin quitarse en ningún momento el cigarrillo de la boca.

«HOMBRE DESCONSOLADO DE LA ZONA ABSUELTO DE LOS CARGOS DE HURTO EN UNA TIENDA», decían los titulares que encabezaban la pequeña reseña del periódico de la tarde, que por fin explicaba el delito que había cometido su padre. A Edgar Beevers lo habían detenido al salir de la tienda Livermore Avenue National Tea, con dos chuletas escondidas dentro de la camisa y una botella de cerveza Rhinegold en cada uno de los bolsillos delanteros. ¡Había robado dos chuletas! ¡Se había llevado botellas de cerveza escondidas en los bolsillos! A Harry esto le hizo sentirse como si estuviera sudando por dentro. El juez lo envió a casa, pero no se fue precisamente a casa. Durante un tiempo, Harry creyó que su padre frecuentaba la calle Oldtown, barrio bajo de Palmyra, y que dormía en los solares vacíos junto a borrachos y vagabundos. (Luego se supone que una mujer lo dejó entrar en su casa).

Albert era otro misterio. Era como si alguna criatura de otro planeta lo hubiera escogido y se hubiera apoderado de su cuerpo, como en La invasión de los ladrones de cuerpos. Albert tenía el aspecto de quien pensaba que siempre tenía a alguien detrás vigilando cada uno de sus movimientos. Todavía no había escupido aquel trozo de lengua, y muy pronto, creía Harry, estaría tan acostumbrado a ella que se olvidaría de que la tenía dentro.

Tres días después de que George se marchara de Palmyra, Albert siguió a Harry de cerca mientras se dirigía a Big John’s. Harry se volvió en la acera y vio a Albert con sus téjanos negros y la camiseta ennegrecida por la grasa, con las manos en los bolsillos y mirando fijamente al suelo. Era la manera en la que Albert fingía ser invisible. Cuando Harry se volvió de nuevo, Albert dijo gruñendo:

—Sigue andando.

En cuanto llegó a Big John’s, Harry se fue a jugar a la máquina del millón. Albert entró pocos minutos más tarde y se dirigió directamente al mostrador, donde cogió uno de los papeles manchados que anunciaban el menú, que estaban amontonados al lado de un distribuidor de servilletas, y lo examinó como si nunca lo hubiera visto en su vida.

—¡Eh, muchachos, dejadme que os presente! —dijo Big John, apoyado sobre el otro extremo del mostrador.

Al igual que Albert, Big John vestía téjanos negros y botas de motorista, pero su cabello oscuro, demasiado atrevido para los años cincuenta, le caía sobre las orejas. Debajo de su delantal blanco manchado llevaba una camisa negra de manga larga con un estampado de palmeritas azul celeste.

—Vosotros sois los muchachos Beevers, Harry y Bucky. Saludaos, tíos.

Bucky Beaver era un roedor dentudo que salía en un anuncio de la televisión Ipana. Albert se sonrojó, y siguió examinando el menú con el ceño fruncido.

—Llámame Beans —dijo Harry, y notó que Albert lo miraba con sorpresa.

—Beans y Bucky, los muchachos Beevers —dijo Big John—. Bueno, Buck, ¿qué vas a tomar?

—Una hamburguesa, patatas fritas y un batido —pidió Albert.

Big John se volvió y gritó el pedido a través de la ventanilla que daba a la cocina de mamá Mary. Durante unos momentos, los tres guardaron silencio. Después, Big John dijo:

—Ya he oído que vuestro viejo ha encontrado otro sitio donde colgar el sombrero. Su nueva amiga está loca, según he oído. Pasó un tiempo en el hospital del Condado; dicen que captaba pequeños mensajes del exterior del espacio a través de un aparato Philco. ¿Habéis oído esto?

—Volverá pronto a casa —replicó Harry—. No tiene ninguna nueva amiga. Está en casa de una vieja amiga, una señora rica que quiere ayudarlo porque sabe que ha tenido muchos problemas; ella le va a conseguir un trabajo realmente bueno, y entonces él regresará a casa y nos podremos trasladar a un lugar mejor y todo eso.

Harry ni siquiera se había dado cuenta de que Albert se moviera, pero de repente se materializó a su lado. Su rostro estaba desfigurado por la ira, la rabia y el sufrimiento. Harry sólo tuvo tiempo de gritar una vez; luego Albert le propinó un puñetazo en el pecho y lo hizo caer hacia atrás encima de la máquina del millón.

—Seguro que esto te ha sentado muy bien —dijo Harry, incapaz de reprimir su propia rabia—. Seguro que te gustaría matarme, ¿eh, Albert? ¿A que sí?

Albert retrocedió dos pasos y bajó las manos, volviendo a recobrar su aspecto impasible, de nuevo encerrado en sí mismo.

Durante un instante en el que le costó respirar y sus ojos se vieron cegados por una luz deslumbrante, Harry vio el rostro tranquilo y confiado de Little Eddie ante él. Luego Big John apareció de repente de algún sitio con una gran hamburguesa y un montón de patatas fritas en una bandeja y dijo:

—Sentaos chicos. Es la hora de la cena de Rocky.

Aquella noche Albert no hizo ningún comentario a Harry cuando ambos estaban en la cama. Ni tampoco durmió. Harry sabía que durante la mayor parte de la noche Albert se limitó a cerrar los ojos y hacer ver que dormía, como un marsupial en apuros. Harry trató de permanecer despierto el tiempo suficiente para poder descubrir el momento en que el sueño fingido de Albert se convertía en sueño real, pero se durmió mucho antes de que aquello sucediera.

Corría a toda velocidad por el pasillo de un castillo de piedra, atravesando salas con armaduras y antorchas que se derretían sobre los candelabros de las paredes. Su vejiga estaba a punto de estallar. Tenía unas ganas terribles de orinar; casi no podía aguantarse. Al fin llegó a la puerta abierta del cuarto de baño y entró corriendo en aquel espléndido lugar reluciente. Empezó a manipular la cremallera de sus pantalones y miró a su alrededor buscando al mayordomo y la hilera de urinarios de mármol. Entonces se le heló la sangre en las venas. Frente a él tenía a Little Eddie, y no al mayordomo uniformado. La sangre brotaba de una herida en lo alto de la frente, resbalaba a borbotones por su mejilla y continuaba descendiendo por su cuello, formando rayas chillonas tan nítidas como si fuera pintura. Little Eddie hacía gestos frenéticos a Harry con la mano; sus ojos estaban brillantes e histéricos, y la boca se movía sin emitir sonido alguno por haberse tragado la lengua.

Harry se incorporó en la cama, a punto de soltar un alarido, y luego se dio cuenta de que estaba en su dormitorio y que Little Eddie había desaparecido. Bajó a toda prisa al cuarto de baño.

14

Al día siguiente, a las dos de la tarde, Harry Beevers tenía otra vez ganas de orinar, pero esta vez se hallaba muy lejos del cuarto de baño situado al otro lado del cuarto de los trastos y el viejo cubículo de su padre. Harry estaba de pie, a la bochornosa luz del sol, frente al número cuarenta y cinco de la travesía Oldtown. Esa calle corta el lugar de confluencia de vagabundos, hoteles de ínfima categoría, bares y sórdidos cines de la calle Oldtown, con los hoteles, grandes almacenes y restaurantes más respetables de la avenida Palmyra, el verdadero centro de la ciudad. El número cuarenta y cinco de la travesía Oldtown era un edificio de ladrillo de cuatro pisos, con una escalera de incendios. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas por barras de hierro negras. A uno de los lados del número cuarenta y cinco de la travesía Oldtown se hallaban los amplios escaparates con cristales embadurnados de jabón de una zapatería que había quebrado, y al otro lado había un solar donde los ladrillos sueltos y las botellas rotas anidaban entre dientes de león y zanahorias silvestres. El padre de Harry vivía ahora en aquel edificio. Todo el mundo lo sabía, y desde que Big John se lo había dicho, Harry también.

Harry permaneció allí un rato, dando saltitos primero sobre una pierna y luego sobre la otra, esperando a que saliera una mujer por la puerta principal. La puerta estaba tan astillada y rozada como la de su casa, y encima de ella había un montante de abanico roto que se balanceaba. Harry había examinado la hilera de buzones abollados de la pared de ladrillos, justo al lado de la puerta, buscando el nombre de su padre, pero en los buzones no figuraba nombre alguno. Big John no sabía cómo se llamaba la mujer que se había llevado al padre de Harry, pero le había dicho que era corpulenta, morena, que estaba loca y que tenía dos hijos dados en adopción. Aproximadamente media hora antes, una mujer de cabellos negros había cruzado la puerta, pero Harry no la siguió porque no le pareció especialmente corpulenta. Ahora empezaba a tener dudas. ¿Qué había querido decir Big John con eso de «corpulenta»? ¿Tan corpulenta como él? ¿Y cómo se podía saber si alguien está loco? ¿Se notaba en algo? Tal vez debería haber seguido a aquella mujer. Aquel pensamiento le hizo sentirse todavía más inquieto y juntó las piernas, apretándolas.

Su padre estaba ahora en aquella casa, pensó. Y Harry se imaginó a su padre acostado en una cama sin hacer, envuelto en su abrigo marrón y con el sombrero encasquetado hasta los ojos como el de Lepke Buchalter, fumándose un cigarrillo, mirando malhumorado por la ventana.

La necesidad de orinar se hizo tan acuciante que atravesó corriendo la calle y se introdujo en el solar. Cerca de la valla trasera, la maleza impedía que lo vieran desde la calle. Se bajó la cremallera frenéticamente y dirigió la corriente amarilla hacia un montón de ladrillos rotos. Harry miró hacia arriba de la parte el edificio que estaba junto a él. Le pareció muy alto, y tuvo la impresión de que se inclinaba ligeramente hacia él. Las cuatro ventanas vacías de cada piso le devolvían la mirada. En el momento en que se estaba subiendo la cremallera, oyó que la puerta principal de la casa se cerraba de un portazo.

Su corazón también dio un portazo. Harry se escondió detrás de la maleza blanca. La preocupación de que ella pudiera tomar el otro camino, el que iba hacia el centro de la ciudad, le hizo retorcer y doblar los dedos. El calculaba que si esperaba unos cinco segundos podría saber si ella se dirigía a la avenida Palmyra, y le daría tiempo a cruzar el solar para ver si torcía a la izquierda o a la derecha. Le crujieron los nudillos. Se sentía como un soldado escondiéndose en la selva, como un arma asesina.

Se puso de puntillas preparándose para volver a cruzar la calle porque en aquel momento pasaba por la parte delantera del edificio un carro de comestibles vacío, seguido de cerca por una barriga que se balanceaba, con una diminuta cabeza y zapatillas de baloncesto, y un cigarrillo colgando de la boca como si fuera una bandera. Podía retroceder y esperar al otro lado de la calle. Harry se puso cómodo y vio cómo la barriga descendía por la acera pasando por delante de él. De repente una sombra se separó del hombre gordinflón y se convirtió en una mujer morena que llevaba un vestido largo y holgado, que en aquel momento pasaba junto al carrito de comestibles. La mujer sacudió la cabeza hacia atrás y Harry vio que era tan alta como una reina y que su piel era muy oscura, con profundas arrugas a lo largo de las mejillas. Tenía que ser la mujer que se había llevado a su padre. Sus pasos rápidos y largos le permitieron adelantar al carrito de comestibles del hombre gordo. Harry corrió por los escombros del solar y empezó a seguirla calle arriba.

La mujer de su padre andaba con firmeza y resolución. Bajaba a la calzada para adelantar a los grupos de gente que caminaban más despacio que ella. En la esquina de la calle Oldtown se abrió paso a través de un grupo de hombres harapientos que se pasaban de uno a otro una botella metida en una bolsa de papel, y luego pasó por en medio de dos niños negros que regateaban con una pelota de baloncesto en plena calle. La mujer caminaba muy deprisa, y Harry tuvo que apresurarse para no perderla de vista.

«Seguro que no me va a creer», se dijo para practicar, y pasó bordeando el grupo de borrachos de la esquina. Fue acelerando el paso hasta casi echar a correr.

Los dos niños negros con la pelota de baloncesto lo ignoraron por completo mientras Harry caminaba a su lado, y luego siguieron andando hacia adelante. Aquella mujer alta con cabellos negros que ondeaban estaba pasando frente a un letrero fluorescente encendido en el escaparate de un bar, en la otra punta de la manzana. Su trasero se movía a un lado y a otro dentro del vestido holgado, asombrosamente grande; su espalda parecía tan larga como la de un león. «¿Qué diría si le dijera…?», se decía Harry.

Una manzana y media más adelante, la mujer volvió sobre sus pasos y entró en el supermercado A & P. Harry se apresuró a cubrir el resto del camino, empujó la puerta de madera amarilla que tenía el letrero ENTRADA, y se adentró en la atmósfera densa y húmeda de la tienda de comestibles. Quizás otras tiendas de la cadena A & P tenían aire acondicionado, pero ése no era el caso de la tiendecita de la calle Oldtown.

¿Qué significaba tener niños dados en adopción? ¿Te dan dinero si entregas a tus hijos?

Una buena persona nunca daría sus hijos en adopción a un extraño, pensaba Harry. Vio a la mujer que pasaba por delante de la caja y que giraba en el tercer pasillo. Tuvo que admitir, aunque con cierta sorpresa, que era más alta que su padre. «Si se lo digo no me va a creer». Dobló despacio la esquina del pasillo. Ella estaba de pie sobre el suelo de madera pálido, medio metro delante de él, sosteniendo un cesto de alambre en la mano. Harry avanzó unos pasos. «Lo que tengo que decirle puede parecer…». Para invocar a la buena suerte tocó el alfiler de sombrero que llevaba clavado en la parte interior del cuello de la camisa. Ella estaba mirando algo en un estante lleno de bolsas de patatas fritas de vivos colores. Harry se aclaró la garganta. La mujer se agachó, cogió una bolsa grande y la colocó en el cesto.

—Perdone —dijo Harry.

Ella volvió la cabeza para mirarlo. Su rostro era tan ancho como largo, y a la luz mortecina de las bombillas de baja potencia de la tienda su piel parecía tener una tonalidad ligeramente marrón.

Harry sabía que se estaba enfrentando a un igual. Parecía como si ella pudiera hacer magia, como si sus feroces ojos negros pudieran disparar fuego y chispas.

—Seguro que no me va a creer —dijo Harry—, pero un niño puede hipnotizar a la gente tan bien como un adulto.

—¿El qué?

Harry había estado ensayando aquellas palabras que ahora le parecían carentes de sentido, pero se aferró a su guión.

—Un niño puede hipnotizar a la gente. Yo puedo hipnotizar a la gente. ¿Puede usted creerlo?

—Ni siquiera creo que me importe —respondió ella, y se dio la vuelta hacia la parte trasera del pasillo.

—Seguro que no cree que yo pueda hipnotizarla —repitió Harry.

—Oye, chaval, esfúmate.

Harry comprendió de repente que si continuaba hablando de hipnotismo, la mujer torcería por el próximo pasillo y pasaría de él, independientemente de lo que él le dijera, o bien empezaría a decir en voz alta que iba a llamar al encargado de la tienda.

—Me llamo Harry Beevers —le dijo a la espalda—. Edgar Beevers es mi padre. Ella se detuvo, se dio la vuelta y lo miró a la cara con ojos inexpresivos.

Harry, aturdido, vio frente a él una alambrada de espino y una hilera de árboles verde oscuro al otro extremo de un campo yermo.

—Tal vez usted lo llame Beans —dijo Harry.

—¡Qué bien! —replicó ella—. Así que tú eres uno de sus chicos. Estupendo. Beans quiere patatas fritas. ¿Y tú qué es lo que quieres?

—Yo quiero que usted se desplome y que se rompa la cabeza, que se trague la lengua, que se muera y la entierren, y que la gente le eche mierda encima —contestó Harry. La mujer se quedó boquiabierta—. Después quiero que se hinche de gases y que se pudra. Quiero que se vuelva verde y negra. Quiero que la piel se le desprenda de los huesos.

—¡Estás loco! —le gritó la mujer—. ¡Toda tu familia está loca! ¿Tú crees que tu madre aún quiere que vuelva?

—Mi padre nos disparó por la espalda —contestó Harry, se dio media vuelta y se dirigió a toda velocidad por el pasillo hacia la puerta de salida.

Ya en la calle, empezó a correr por la sórdida calle Oldtown. En la travesía Oldtown dobló a la izquierda. Cuando pasó corriendo ante el número cuarenta y cinco, miró hacia cada una de las ventanas vacías. Su rostro, sus manos, su cuerpo entero ardía y sudaba. De pronto sintió una punzada en el costado. Harry parpadeó y vio una hilera oscura de árboles y una alambrada de espinos frente a él. Al final de la travesía Oldtown giró hacia la avenida Palmyra. Desde allí podía continuar corriendo por delante de los escaparates de cartón piedra de los almacenes Allouette’s, por delante de todas las tiendas nuevas y antiguas, hasta la esquina de la calle Livermore, y desde allí, justamente en aquel momento se dio cuenta, a la casita del señor Petrosian.

15

Once años después, en una tarde de calor sofocante en un campamento de la región montañosa central del Vietnam, el teniente Harry Beevers cerró la aleta de la tienda de campaña para impedir que entraran los mosquitos y se sentó en el borde de su camastro improvisado para contestar una carta con mucho retraso a Pat Caldwell, la joven con la que deseaba casarse, y con la que estuvo casado durante un tiempo después de su regreso de la guerra al estado de Nueva York.

Esto es lo que escribió después de muchas vacilaciones y tachaduras. Un tiempo después, Harry destruyó esta carta.

Querida Pat:

En primer lugar quiero que sepas lo mucho que te echo de menos, cariño, y que si alguna vez consigo salir de este país, bello y a la vez terrible, lo cual conseguiré, voy a perseguirte sin misericordia y sin descanso hasta que aceptes casarte conmigo. Puede que motivado por la euforia de mi liberación (¡¡¡Sí!!!) haya resuelto el futuro, Pat, y tú constituyes una parte muy importante de ese futuro. Faltan ochenta y seis días hasta el DEROS[2] cuando ellos me den una palmadita en la cabeza y me embarquen en ese gran pájaro para salir de aquí. Ahora que mi expediente vuelve a estar limpio, no hay duda de que la Facultad de Derecho de Columbia me aceptará. Como ya sabes, obtuve notas bastante buenas en los exámenes de derecho (¡qué modesto soy!) que cursé en Adelphi. Estoy casi seguro de que incluso podría acceder a la Facultad de Derecho de Harvard, pero me interesa Columbia porque así los dos podremos estar en Nueva York.

Mi hermano George ya me ha dicho que me ayudará con el dinero que necesite, que necesitemos. George me ayudó en Adelphi. No creo que supieras esto. En realidad nadie lo sabía. Cuando miro hacia atrás, en la escuela, yo era un estúpido. Quería que todo el mundo creyera que provenía de una familia de posición acomodada, o al menos de clase media. Lo cierto es que éramos más pobres que las ratas, lo que a mi parecer hace que mis logros sean más meritorios, más dignos de elogio.

¿Sabes? Esta experiencia, a pesar de los momentos desagradables, dudosos y humillantes, me ha hecho mucho bien. No me equivoqué al venir aquí, incluso aunque yo no tenía ni idea de lo que esto era en realidad. Creo que necesitaba la experiencia de la guerra para realizarme, y te digo esto aunque sé que tú detestas esta idea.

En realidad una gran parte de mí adora el hecho de estar aquí, y en cierto modo y a pesar de todos los problemas recordaré siempre este año como uno de los más importantes de mi vida. Ya ves, Pat, que estoy decidido a ser sincero, a ser un hombre sincero. Si voy a ser abogado, tengo que ser sincero, ¿no crees? (¡o puede que lo contrario sea la realidad!). Algo que aquí ha significado mucho para mí ha sido lo que yo llamo el compañerismo de mis amigos y de mis hombres. En general prefiero los soldados rasos a los oficiales, lo que significa, por supuesto, que obtengo más lealtad y un mejor rendimiento de mis hombres de lo que obtiene un teniente normal. Me gustaría que algún día conocieras a Mike Poole, a Tim Underhill, a Pumo el Puma y al más asombroso de todos, M. O. Dengler, que por supuesto estuvo involucrado conmigo en el asunto de la cueva la Thuc. Estos chicos permanecieron a mi lado. Incluso tengo un apodo, Beans. Ellos me llaman Beans Beevers, y eso me gusta.

El consejo de guerra no podía haberme causado problemas en modo alguno, porque tanto los hechos como mis propios hombres estaban de mi parte. Además, ¿puedes imaginarme matando niños? Esto es Vietnam y se mata a la gente, que es precisamente lo que estamos haciendo, matamos a vietcongs. Pero no somos asesinos de bebés ni de criaturas. Ni siquiera en el calor de la guerra, y en la Thuc hacía muchísimo calor.

Bueno, ésta es mi manera de explicarte que en el consejo de guerra me hicieron justicia total y absoluta. A Dengler también se la hicieron. Incluso corrían rumores extraoficiales de que nos iban a conceder medallas por todo lo que hemos tenido que pasar durante las últimas seis semanas, incluyendo aquella asombrosa historia en la revista Time. Antes de que la gente empiece a quejarse de las atrocidades, debería conocer los hechos reales. Afortunadamente las revistas de las últimas semanas han puesto fin a todas esas mentiras.

Además, yo siempre he sabido mucho sobre el efecto que la muerte tiene en las personas.

Nunca te he contado que una vez tuve un hermanito llamado Edward. Cuando yo tenía diez años, mi hermanito subió una noche a la planta de arriba de nuestra casa, y allí sufrió un ataque epiléptico que le costó la vida.

Aquel suceso destruyó prácticamente mi familia. Fue la causa directa de que mi padre abandonara nuestro hogar. (Él había sido un héroe en la Segunda Guerra Mundial, algo que tampoco te había contado). Hizo cambiar por completo, incluso diría que dañó, a mi hermano mayor Albert. Albert intentó alistarse en el Ejército en 1964, pero no lo admitieron porque alegaron que no era psicológicamente apto. Mi madre también estuvo totalmente destrozada durante un tiempo. Acostumbraba subir al desván y llorar, y se negaba a bajar de allí. Puede decirse por tanto que mi familia fue destruida, se vino abajo, o como lo quieras llamar, debido a una muerte repentina. Aquello y el abandono de mi padre fue muy duro para mí. Estas cosas no son fáciles de superar.

El consejo de guerra duró exactamente cuatro horas. Una pasada, como solíamos decir en Palmyra, ¿verdad? Teníamos un vecino llamado Pete Petrosian que acostumbraba decir cosas como ésa, y contra todo pronóstico —se puede decir que en estos casos hay una probabilidad entre un millón—, murió exactamente de la misma manera que mi hermano unas dos semanas después. Realmente se puede decir que la piedra cayó dos veces sobre el mismo tejado. Supongo que es una tontería pensar ahora en eso, pero puede que una de las cosas interesantes de la guerra es que te familiarizas con la muerte: cómo sucede, qué efectos tiene sobre la gente, qué significa, cómo todos los muertos que ha habido en tu vida están unidos de alguna manera, identificados como parte de tu familia eterna. Éste es un sentimiento profundo, Pat, y ningún maldito consejo de guerra exagerado y fallido puede cambiarlo. Si allí, en aquella cueva, había algún niño inocente, entonces esos niños formarán parte de mi familia para siempre, como el pequeño Edward y Pete Petrosian, y el resto de mi vida es un poema dedicado a ellos. Pero el Ejército dice que allí no había niños, y yo digo lo mismo.

Te quiero, te quiero y te quiero. No tienes ya de qué preocuparte y debes empezar a pensar en casarte con un estudiante de derecho de Columbia, con un futuro muy prometedor ante él. Nunca te explicaré historias de la guerra a menos que quieras oírlas. Y esto es una promesa, ya se trate de historias sobre Vietnam o Palmyra.

Siempre tuyo,

HARRY

(alias Beans)