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A las palabras del campesino… ideas indefinidas pero llenas de significado parecieron brotar del mismo modo que habían sido encerradas, y todas rivalizaban para alcanzar una meta, llegaban en tropel dando vueltas a través de su cabeza, cegándole con su luz.
LEÓN TOLSTOI,
Ana Karénina
A Bob Bunting le sorprendieron sus padres con una llamada telefónica el domingo en que cumplía treinta y tres años, aunque durante ese tiempo había recibido una carta suya cada mes, además de postales en cada cumpleaños. Éstas solían reflejar el estilo humorista y mordaz de su padre. Bunting les había contestado con la misma frecuencia, y a él le parecía que había logrado una relación perfecta con sus padres. La separación significaba salud; la independencia, riqueza.
Entre los veinte y los treinta años, en los períodos en que había dejado un trabajo y estaba esperando conseguir otro y solía andar escaso de dinero, tomaba un avión desde Nueva York para pasar el Día de Acción de Gracias y el de Navidad con sus padres en Michigan, en Battle Creek, Michigan. Primero perdió la costumbre de ir el Día de Acción de Gracias, cuando por fin obtuvo un trabajo que le gustaba, y al cumplir los treinta ya se le había ocurrido cómo podía eludir el temido viaje de Navidad al Medio Oeste oscuro y helado. Fue precisamente a esta idea a la que se refirió su padre después de desearle lo que a Bunting le sonaba como un insincero y rutinario feliz cumpleaños, además de aludir a sus escasas conversaciones telefónicas.
—Supongo que Verónica te tiene muy ocupado, ¿verdad? Debéis de salir mucho, ¿no es así?
—Bueno, ya sabes —contestó Bunting—, lo normal.
Verónica era una invención de pies a cabeza. Bunting no había tenido ninguna cita con nadie del sexo opuesto desde ciertas experiencias desastrosas en la escuela superior. En el decurso de un gran número de cartas, Verónica había evolucionado de ser una «amiga», definida sin muchos detalles, a una muchacha suiza alta, esbelta y de cabellos negros que tenía un cargo de ejecutiva en la DataComCorp, la empresa para la que trabajaba Bunting. Aunque la descripción seguía siendo imprecisa, por lo visto la joven tenía cierto parecido con Sigourney Weaver y también con una mujer con gafas de concha que él había visto un par de veces en el autobús M104.
—Bueno, hay algo que te tiene muy ocupado, porque nunca contestas al teléfono.
—Oh, Robert —dijo la madre de Bunting, refiriéndose más a la insinuación de su marido que a sus palabras concretas.
Se suponía que Bunting, que también se llamaba Robert, estaba teniendo por ahí algunas aventuras amorosas, inimaginables tiempo atrás.
—Algunas veces creo que simplemente estás ahí tumbado y que dejas que suene el teléfono —insinuó su padre, apaciguador y crítico al mismo tiempo.
—El muchacho está ocupado —suspiró tolerante su madre—. Ya sabes cómo funcionan las cosas en Nueva York.
—¿Ah, sí? —dijo su padre—. O sea que fuisteis a ver Cats, ¿eh Bobby? ¿Os gustó?
Bunting suspiró.
—Nos fuimos en el entreacto. —Esto era lo que él tenía pensado escribir en la siguiente carta—. A mí me gustaba bastante, pero a Verónica le pareció horrible. De todos modos, unos amigos suizos de ella estaban en la ciudad y tuvimos que ir al centro para reunirnos con ellos.
—¿Chicas o chicos? —preguntó su padre.
—Una pareja joven, los dos muy guapos —replicó Bunting—. Fuimos a un restaurante nuevo muy agradable llamado El Ganso Azul.
—¿Es un restaurante suizo, Bobby? —preguntó su madre, y él miró al otro lado de la habitación, hacia la repisa de la inútil chimenea de su única habitación, donde junto a un espejo viejo se hallaba colocado el viejo biberón que él había usado en su infancia. Sobre la marcha, él acostumbraba inventar detalles sobre restaurantes imaginarios, y la improvisación le hacía sentirse incómodo.
—No, es un restaurante norteamericano —replicó.
—A propósito de Verónica, ¿hay alguna posibilidad de que te acompañe cuando vengas aquí estas Navidades? Nos gustaría mucho conocer a tu chica.
—No… no… no, Navidad no es un buen momento para traerla, ya lo sabéis. Tiene que volver a Suiza para ver a su familia. Eso es realmente importante para ella; suelen bajar en grupo hasta la iglesia en la nieve…
—Bueno, pero también es muy importante para nosotros —contestó su padre. Bunting empezó a notar que le sudaba la cabeza. Se desabrochó el cuello de la camisa y se aflojó la corbata, al tiempo que lamentaba haber contestado el teléfono.
—Ya lo sé, pero…
Durante unos momentos se produjo un silencio.
—Te estamos muy agradecidos de que nos escribas con tanta frecuencia —dijo finalmente su madre.
—Iré a casa uno de estos días, ya sabéis que quiero hacerlo. Simplemente estoy esperando el momento adecuado.
—Bueno, pero te sugiero que lo hagas rápido —replicó su padre—. Nos estamos haciendo viejos.
—Pero, gracias a Dios, gozáis de muy buena salud.
—La semana pasada tu madre se desmayó en el aparcamiento Red Owl. Se dio un golpe en la cabeza y se quedó inconsciente. Y además se hizo daño en la rodilla.
—¿Se desmayó? ¿Por qué te desmayaste? —preguntó Bunting. Él ya se imaginaba a su madre envuelta en vendajes.
—Oh, no quiero hablar de eso —contestó ella—. De verdad que no tiene importancia. Todavía puedo ir a todas partes, aunque siempre con el bastón.
—¿Qué quieres decir con que «no tiene importancia»?
—Me entra dolor de cabeza cuando pienso en todos los huevos que rompí —contestó ella—. No tienes por qué preocuparte por mí, Bobby.
—Y ni siquiera has ido al médico, ¿verdad?
—¡Por todos los santos, Bobby! No necesitamos ningún médico —replicó su padre—. Te cobran un ojo de la cara por no hacer nada. Hace veinte años que ninguno de los dos hemos puesto los pies en casa de un médico.
Se produjo un silencio durante el cual Bunting podía oír a su padre calculando el precio de la conferencia.
—Bueno, vamos a dejar todo esto, ¿de acuerdo? —dijo su padre finalmente. Esta conversación, con sus insinuaciones, sospechas y juicios no expresados con palabras dejaron a Bunting nervioso y extenuado. Colgó el teléfono, se restregó la cara con las manos y se levantó para atravesar su habitación, sucia y abarrotada de trastos, en dirección a la repisa de la chimenea inútil. Se inclinó para mirarse en el espejo. Su cabello, que empezaba a escasear, estaba erizado en forma de pequeñas crestas en los lugares en que él lo había estado torturando mientras hablaba con sus padres. Sacó un peine del bolsillo de la chaqueta y alisó los mechones sobre la cabeza. Su rostro rosado e inquisitivo lo miró de forma tranquilizadora por encima del cuello de la camisa blanca almidonada. Por ser el día de su cumpleaños se había puesto una corbata nueva y uno de sus mejores trajes, de estambre gris, que inmediatamente le dio el aspecto de un ejecutivo de una compañía Fortune 500. Posó durante unos momentos frente al espejo, doblando las rodillas para contemplar la imagen de su torso, cuello y cabeza infantil con calvicie incipiente. Luego se incorporó y consultó el reloj. Eran las cuatro y media, no demasiado temprano para tomar una copa para celebrar su cumpleaños.
Bunting cogió su viejo biberón de la repisa y seguidamente pasó por encima de un montón de revistas para entrar en su diminuta cocina y abrir el congelador del frigorífico. Colocó el biberón encima del diminuto mostrador situado junto a la fregadera, y sacó del congelador una botella de litro de vodka Popov, que puso al lado del biberón. Bunting desenroscó la tetina del biberón, examinó esa tetina rosada con aspecto de haber sido mordida y el interior de la botella para ver si había polvo o sustancias extrañas. Sopló dentro de cada uno, y luego volvió a poner el biberón y la tetina en el mostrador. Quitó el tapón de la botella de vodka y la inclinó sobre el biberón. Una corriente de líquido como melaza plateada pasó de un recipiente al otro. Bunting llenó la mitad del biberón con vodka muy frío y luego, por ser su cumpleaños, añadió otro chorrito para celebrarlo, llenando así prácticamente tres cuartos del biberón. Tapó la botella de vodka y la colocó de nuevo en el congelador, que por lo demás estaba vacío. Extrajo del refrigerador una botella de plástico de tónica Schweppes, la abrió y añadió la tónica hasta acabar de llenar el biberón. Enroscó otra vez la tetina en el cuello de la botella y la agitó dos veces con fuerza. Un chorrito de la mezcla se escapó a través del orificio de la tetina, que Bunting había agrandado con la punta de una navaja de plata. El biberón de cristal se enfrío en sus manos.
Bunting bordeó el sillón que marcaba el límite de su cocina, volvió a pasar por encima del montón de periódicos viejos, dejó caer el biberón sobre su cama hecha precipitadamente, se quitó la chaqueta del traje, la colgó sobre el respaldo de una silla de madera y se sentó en la cama. Había una novela de Luke Short sobre el asiento de mimbre de la silla de madera, la cogió y estiró las piernas sobre la cama. Cuando se recostó sobre las almohadas, el biberón se ladeó y una gota transparente de vodka y tónica fue a parar sobre el cubrecama azul arrugado. Bunting agarró el biberón, abrió el libro con torpeza y gruñó de satisfacción cuando las palabras se salieron de la página, llenas de consuelo y excitación. Se llevó el biberón a la boca y empezó a succionar el vodka frío a través del agujero de la tetina rosada y esponjosa.
En una de las visitas que hizo a su ciudad por Navidad, Bunting había desenterrado el biberón mientras revolvía unas cajas en el desván de la casa de sus padres. Al principio ni siquiera lo había visto: un objeto alargado de cristal en el fondo de una bolsa de papel que contenía una cartilla de racionamiento vacía de la época de la guerra, dos pares de mocasines pequeños usados y un mono de peluche parcialmente descuartizado. Había subido allí para escaparse de las preguntas de su padre y de las miradas de preocupación de su madre —en aquel tiempo Bunting tenía un trabajo en el departamento de correspondencia de una revista dedicada a fantasías masturbatorias—, y se había quedado absorto con los recuerdos de familia que contenía el desván. Había montañas de abrigos viejos, álbumes de fotografías empaquetados que contenían retratos diminutos de desconocidos, de calles vacías y perros que habían muerto hacía ya mucho tiempo, montones de periódicos amarillentos del tiempo de la guerra con grandes titulares (ROMMEL APLASTADO y VICTORIA EN EUROPA), novelas de bolsillo colocadas en hileras en una pared inclinada, bolsas llenas de cosas extraídas del fondo de los armarios.
El mono pertenecía sin duda a esta categoría, al igual que los zapatos, aunque Bunting no estaba seguro respecto a la cartilla de racionamiento. Apretada debajo de los mocasines, la botella tubular de cristal lanzaba destellos desde el fondo de la bolsa. Bunting desechó el mono, un juguete que apenas recordaba, y sacó el grueso y sorprendentemente pesado biberón. La parte superior del biberón tenía enroscado un aro de plástico color marfil con un amplio orificio para una tetina de goma. Bunting lo examinó, pensando que cuando era un niño indefenso había apretado este objeto contra su pecho infantil. Sus propios dedos diminutos se habían extendido sobre el cristal grueso mientras se estaba alimentando. Este sustituto, esta imitación y simulación de una teta, lo había mantenido vivo. Era una pieza de la época, algo parecido a un objeto cotidiano de arte popular, y había sobrevivido, en tanto que su infancia, recordada ahora sólo como una pequeña serie de momentos estáticos que parecían extraídos de una oscuridad inmensa, no lo había hecho. Por encima de todo, quizá, le hizo sonreír. Lo mantuvo agarrado mientras andaba por el pequeño desván —no quería soltarlo—, y cuando bajó al piso de abajo lo escondió en su maleta. Y luego se olvidó de que estaba allí.
Cuando regresó a su casa, la presencia del biberón en su maleta, envuelto en un revoltijo de camisas sucias, le produjo un sobresalto: era como si el tubo de cristal lo hubiera seguido por sí solo desde Battle Creek hasta Manhattan. Luego recordó que lo había metido entre las camisas la noche anterior a su partida, una noche en que su padre se había emborrachado durante la cena y dijo tres veces consecutivas, cada vez elevando más el volumen de su voz: «Creo que nunca llegarás a nada en este mundo, Bobby». Su madre se puso a llorar, y su padre se enfadó con los dos y salió afuera haciendo eses y tambaleándose en la nieve. Su madre subió al dormitorio y Bunting encendió la televisión y se sentó con indiferencia ante las descripciones de las Navidades de otros pueblos. Finalmente su padre regresó y se sentó con él frente a la televisión, sin dirigirle la palabra y ni siquiera mirarlo. Al día siguiente por la mañana, en el aeropuerto, su padre le rascó la cara con el bigote al abrazarlo y le dijo que se había alegrado mucho de volverlo a ver; su madre parecía valiente y afligida. Eran dos ancianos, y la clase obrera de Michigan parecía insufriblemente fea, poseía una fealdad que él recordaba muy bien.
Colocó el biberón dentro de un armario, en un estante alto, y volvió a olvidarse de él.
En los años siguientes, Bunding sólo veía el biberón cuando tenía que coger algo del estante. La mayor parte de las veces comía en los restaurantes baratos del barrio o encargaba la comida en el Empire Szechuan, por lo que usaba muy poco las cazuelas y sartenes que guardaba allí. En el transcurso de esos años encontró un trabajo en el departamento de correo de la DataComCorp, se inventó a Verónica para el deleite de sus padres y el suyo propio, fue espaciando cada vez más las visitas a Michigan hasta suprimirlas por completo, cumplió los treinta años y se estableció en lo que él imaginaba que eran los hábitos de su vida adulta.
Ahorraba dinero de su sueldo, ya que tenía muy pocos gastos. Cada otoño y cada primavera iba a una tienda de ropa masculina de categoría y se compraba dos trajes, varias camisas nuevas y tres o cuatro corbatas: estas excursiones constituían para él grandes aventuras y se preparaba para ellas a conciencia, examinando anuncios y comparando las ventajas de los artículos expuestos en Barneys, Paul Stuart, Polo, Armani y en dos o tres tiendas más que él consideraba de similar categoría. Leía las mismas novelas del oeste y de misterio que su padre había leído en otros tiempos. Comía dos veces al día de acuerdo con la moda que imperaba. Iba a cortarse el pelo una vez cada dos semanas a un barbero japonés que había a la vuelta de la esquina, el cual hacía comentarios sobre la suavidad del cuello de su camisa cuando le ajustaba la sábana protectora. Sólo fregaba los platos cuando estaban ya todos usados, y aproximadamente una vez al mes barría el suelo y apilaba las cosas. Echaba insecticida para matar cucarachas, colocaba ratoneras, y cerraba los ojos cuando se deshacía de los cadáveres. Nadie excepto él había entrado jamás en su apartamento, pero en el trabajo hablaba algunas veces con Frank Herko, el hombre que se sentaba en el procesador de textos de al lado. Frank envidiaba el guardarropa de Bunting y fanfarroneaba sobre su propia vida sexual, que tenía lugar en bares y discotecas, en contraste con las narraciones más sosegadas de Bunting sobre las veladas pasadas con Verónica.
A Bunting le gustaba leer estirado y beber mientras leía. En su pequeño apartamento hacía frío en invierno, y el único lugar para tumbarse era la cama, de modo que durante cuatro meses al año Bunting pasaba una gran parte del fin de semana y la mayoría de las tardes envuelto en las sábanas, completamente vestido, con un vaso de vodka frío (sin tónica, porque esto era después del Día de Trabajo) en una mano y una novela en la otra. La única dificultad que presentaba este sistema, que por lo demás se adaptaba perfectamente a los deseos y a las necesidades de Bunting, eran los ocasionales derramamientos de vodka. Tenía problemas técnicos respecto a la verticalidad del vaso mientras volvía las páginas del libro. Una solución consistía en colocar el vaso contra su costado cuando volvía la página, pero este método le fallaba con frecuencia, al igual que la técnica de hacer que el vaso aguantara el equilibrio sobre su pecho. Si hubiese quitado todos los libros, los kleenex nuevos y usados, los frascos de píldoras, las bolitas de algodón, los bastoncitos para limpiarse los oídos, el frasco de vaselina y el espejo de mano de la silla situada junto a la cama, habría podido colocar el vaso sobre el asiento entre sorbo y sorbo, pero no quería tener que alargar la mano para coger el vaso. Bunting deseaba tener sus satisfacciones rápidamente y a mano.
Según el momento del día, la bebida que Bunting elegía para acompañar a Una nueva pistola en la dudado Sillas de montar y artemisa podía ser infusión de té, zumo de naranja o leche caliente, Tab, Pepsi-Cola o agua mineral. ¿Es que no tenía derecho a disfrutar de bebidas tan agradables e inofensivas sin separar la vista de la página? Los demás ámbitos de su vida estaban llenos de dificultades y compromisos; éste, el de la cama y el libro, tenía que ser perfecto.
Dio con la solución un mes de noviembre después de una experiencia misteriosa y terrorífica que le ocurrió cuando estaba escribiendo la carta mensual a su casa.
Queridos mamá y papá:
Todo me sigue yendo tan bien que a veces creo que estoy soñando. Verónica dice que nunca ha visto a un trabajador que haya progresado tanto en tan poco tiempo. Ayer por la noche fuimos a bailar al Rainbow después de cenar en Quaglino’s, un restaurante nuevo que está recibiendo últimamente muchos elogios. Mientras la acompañaba a Park Avenue por entre la multitud elegante de la Quinta Avenida, me dijo que realmente me necesitaría una vez más a su lado en Suiza estas Navidades; para ella resulta muy difícil defenderse de las acusaciones de su hermano de que ha traicionado a su país natal, y la aristocracia del lugar está contra ella también…
La sola mención de las Navidades le hacía ver, como si estuviera impresa en una postal, la imagen de la casita blanca y sucia de Battle Creek, con sus padres de pie frente a los escalones de la puerta principal, su padre con el ceño fruncido bajo la visera de una gorra a cuadros escoceses, y su madre parpadeando con aprensión. Miraban hacia adelante como la pareja de Gótico americano. Dejó de escribir y su imaginación pasó veloz por delante de ellos, subió los peldaños, cruzó la puerta y subió las escaleras hasta llegar a un vacío pavoroso.
Por un momento creyó que iba a desmayarse o que ya se había desmayado. Luces blancas lejanas giraban por encima de él, y empezó a caer al vacío. Un conocimiento sólido se movió hacia el interior de su persona, empujando poderosamente hacia arriba desde la oscuridad donde había estado aprisionado, y de repente entendió que su vida dependía de mantener este conocimiento encerrado en su interior, en un ataúd de oro metido en un ataúd de plata metido en un ataúd de plomo. Era una bestia salvaje con garras y dientes: un tigre. Y este tigre amenazaba con apoderarse del interior de su mente consciente y destruirlo. Bunting estaba jadeante tanto por la fuerza como por la actitud amenazadora del tigre encerrado en su interior, y tenía su mirada fija en el papel blanco, en el lugar donde su pluma había hecho un pequeño garabato después de la palabra «también», consciente de que no se había desmayado.
Sin embargo, en aquel momento y tan sólo durante un segundo, fue como si hubieran arrojado su cuerpo a través de alguna barrera oscura.
Agotado, se volvió a recostar sobre la cabecera de la cama e intentó recordar lo que le acababa de suceder. Ya se había quedado borroso por la distancia. ¿Había visto a sus padres y había volado…? Recordó la expresión de la cara de su madre, los ojos parpadeantes y casi simiescos, y las arrugas profundas y paralelas en su rostro, y sintió latir su corazón con alivio por haber huido de lo que quiera que fuese y que había surgido a la superficie desde su interior. Había logrado escapar de una forma tan total y absoluta que ahora se preguntaba sobre la realidad de su experiencia. Un escudo macizo se había cerrado de golpe y se había colocado en su sitio, en el lugar al que pertenecía sin duda alguna.
Y entonces le llegó la revelación.
Se acordó del viejo biberón colocado en el estante del armario y se le ocurrió cómo utilizarlo. Apartó la carta y atravesó la habitación para bajar el biberón del estante alto. El biberón salió del estante haciendo un leve sonido parecido al de un beso.
La botella estaba cubierta de pelusilla gris y la base se hallaba rodeada de una sustancia pegajosa marrón del estante. Bunting vertió un poco de lavavajillas dentro de la botella y la mantuvo durante un rato bajo un chorro de agua caliente. Frotó el fondo de la botella hasta que quedó limpio, desenroscó el aro de plástico y lavó las estrías de éste y del cuello del recipiente. Mientras estaba secando el biberón caliente con un paño de cocina limpio, vio a su madre inclinada sobre la fregadera de su diminuta cocina oscura, con los brazos sumergidos en el agua jabonosa y el vapor elevándose por encima de su cabeza.
Bunting apartó esta imagen de su mente y contempló el biberón. Tenía un aspecto sorprendentemente hermoso para ser un objeto tan funcional. La botella era un cilindro perfecto de cristal transparente que centelleaba mientras se iba secando. Por extraño que pudiera parecer, su peso suave y acariciante le produjo una sensación tan agradable en su mano adulta como debió sentir de niño en su mano infantil. El aro de plástico se enroscaba elegantemente hacia abajo sobre la O moldeada de la boca de la botella. Una burbujita de aire había sido apresada al ascender por el grueso contorno del fondo del biberón. El nombre del fabricante, Prentiss, figuraba en gruesas letras transparentes rodeando la parte superior del biberón.
Lo colocó en la parte más limpia del mostrador y se puso en cuclillas para admirar mejor su obra. El biberón era un obelisco de piel milagrosamente transparente. La pared situada detrás del biberón adquirió una consistencia borrosa, hormigueante y elástica. Por un momento, Bunting deseó que sus dos ventanas, que daban a una hilera de decrépitas piedras areniscas de color pardo del lado oeste de Manhattan, estuvieran hechas del mismo cristal grueso y distorsionante.
Salió a la Octava Avenida a buscar tetinas y las encontró en un drugstore, colgadas un poco por encima de la altura de los ojos, envueltas en paquetes de tres unidades como los preservativos, y rodeadas de una gran variedad de biberones. Arrancó el primer paquete de tetinas del gancho y se dirigió a la caja para pagar. Estuvo pensando en lo que respondería si la chica puertorriqueña le preguntaba por qué compraba tetinas para biberones —«el maldito crío se da una prisa enorme en estropear estas cosas»—, pero ella marcó noventa y seis centavos, introdujo el paquete en una bolsa, cogió el dólar que él le dio y le devolvió el cambio sin hacer ningún comentario y sin ni siquiera mirarlo con curiosidad.
Transportó alegremente la bolsa a su casa como si se hubiera escapado por los pelos de un gran peligro. El hielo no se había quebrado bajo sus pies: él dominaba su vida.
Ya en casa extrajo el paquete de las tetinas de la bolsa y se dio cuenta de que estaban colocadas una encima de otra, como los niveles de una pagoda, y que eran tetinas Evenflo, «diseñadas especialmente para tomar zumos». Le pareció estupendo; las utilizaría para beber zumos.
«Queridos padres —leyó en el dorso del paquete—, cada bebé es único». Bunting felicitó a los sabios patriarcas de la Compañía Evenflo Products. El sistema Evenflo permite graduar la cantidad de líquido de salida para asegurarse de que el bebé siempre lo reciba regularmente y de manera uniforme. «De este modo el bebé traga menos aire». Las tetinas Sure-Seal poseían dos válvulas de aire idénticas. Se llamaban «dosificadoras», como si se tratara de miembros de una familia ágil y segura.
Bunting leyó la advertencia de que no introdujera las tetinas en el microondas y que cada tetina se gastaba. Si tenía alguna duda, podía llamar al número 800.
Sacó del congelador la botella de litro de Popov y vertió cuidadosamente vodka dentro del biberón destellante. El líquido transparente saltó hacia la parte superior del biberón y formó un menisco vibratorio por encima de la boca de cristal. Bunting abrió el paquete de las tetinas con la navaja, teniendo cuidado de seguir las instrucciones de uso, y extrajo el nivel más alto de la pagoda. La tetina tenía un tacto asombrosamente firme y elástico entre sus dedos. Ajustó con impaciencia la tetina en el aro y enroscó éste en el cuello de la botella.
Entonces la inclinó hacia su boca y succionó.
La tetina se encontró con los dientes y la lengua de Bunting, que instantáneamente la aceptaron, porque ¿qué cosa se adapta mejor a una boca que una agradable tetina nueva? Sin embargo, sólo un frustrante hilo de vodka atravesó la incisión transversal de la abertura. Bunting chupó con más fuerza, hincando los dientes en la tetina como si fuera chicle, pero el vodka continuaba saliendo a través de la abertura en la misma proporción uniforme y deliberada.
Bunting sacó del bolsillo su navajita de plata, en realidad de Frank Herko. Bunting la había visto durante varios días encima del escritorio de Herko antes de tomarla prestada. Tenía la intención de devolvérsela algún día, pero nadie podía discutir que la elegante navaja armonizaba mejor con alguien como Bunting que con Frank Herko; de hecho, Herko probablemente se la había encontrado en la acera o debajo de la mesa de algún restaurante (porque Frank Herko sí iba a restaurantes, de cuyos nombres Bunting se apropiaba para incluirlos en las historias que inventaba sobre Verónica), y por consiguiente era tan suya como de Frank. Con mucha cautela, Bunting insertó la delicada hoja dentro de una de las suaves incisiones transversales. Alargó el corte en la goma aproximadamente unos tres centímetros, y luego realizó la misma operación en el otro extremo del corte transversal. De nuevo colocó la tetina en el aro, ajustó éste al biberón y probó su experimento. Un chorro de vodka se deslizó a través del orificio alargado y le dejó los dientes helados.
Bunting se llevó directamente a la cama su nuevo y maravilloso invento, y se quitó la corbata y la chaqueta al tiempo que se dirigía hacia la misma. Cogió la novela de Luke Short y empezó a succionar vodka a través de la tetina. Cuando volvió la página, agarró la tetina entre los dientes y dejó que la botella quedara suspendida como un enorme puro de su labio inferior. Le asaltó una sensación de discontinuidad, de haber dejado un asunto inacabado. Cabalgaba a lomos de un caballo pardo llamado Shorty por una meseta cubierta de hierba. Miró hacia una manada de búfalos que pacían. La botella quedó colgando nuevamente cuando la mitad inferior de la carta que estaba escribiendo a sus padres se deslizó por entre sus piernas hacia el interior de la manada de búfalos.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Ah, sí!
Con la inspiración de lo que le había acontecido mientras escribía la carta, el biberón la había reemplazado. Lo único que Bunting quería era recrearse en su cama, cabalgando a lomos del viejo Shorty, agarrando su fiel biberón en busca de la piel de los búfalos, pero algo más fuerte que un sentido del deber le obligó a doblar la punta superior de la página y cerrar el libro sobre Shorty y la manada de búfalos que pacían. El corazón de Bunting se había aliviado. Cogió el bloc donde había estado escribiendo al lejano Battle Creek, encontró la pluma entre los pliegues de la manta y reanudó la escritura.
Así que tendré que ir con ella otra vez, escribió, y luego siguió más abajo en la página para empezar un párrafo dictado desde el centro de su nueva satisfacción.
Papá, mamá, ¿os he hablado alguna vez realmente de Veronica? Quiero decir si os he hablado realmente de ella. No podéis imaginaros lo hermosa, lo inteligente que es, y cuánto éxito tiene en la vida. Estoy seguro de que no pasa ni un día sin que algún fotógrafo le pida que pose para él, o un editor la pare en la calle para pedirle que aparezca en la portada de su revista. Tiene el cabello negro y los pómulos salientes y anchos, y algunas veces me parece un gato enorme a punto de saltar. Tiene un título universitario en administración de empresas y se lee una novela en un día. Hace todos los crucigramas con bolígrafo y no con lápiz.
¡Y entiende mucho de modas! ¡No es de extrañar que parezca una modelo! Mirad a esas top models en los anuncios de los periódicos, las que tienen cabellos largos y oscuros y labios carnosos, y la veréis a ella, veréis qué porte tan elegante tiene Verónica. La forma en que se inclina, la forma en que se mueve, la forma en que sujeta las gafas con una mano y lo guapa que está cuando mira a través de esas gafas, como un suave gatito. Y ella ama este país, papá, deberías oírla hablar de las ventajas que Estados Unidos proporciona a su pueblo. Sinceramente, nunca ha existido una chica como ésta y yo agradezco a mi buena estrella el haberla encontrado y ganado su amor.
Con esta carta, Bunting se convirtió en su propio dueño. A pesar de todos las mentiras que había dicho sobre ella, mentiras que habían pasado a formar parte de su vida de una forma tan profunda que sentía como si una sombra hermosa lo acompañara de aquí para allá en el autobús cuando se dirigía al trabajo, Verónica nunca había estado tan presente en su vida, tan visible. Ella había surgido de las sombras.
Continuó:
De hecho, mi relación con Verónica es cada vez mejor. Ella me da lo que me hace falta, ese bienestar y estabilidad que uno necesita cuando regresa a casa después de la jornada de trabajo, cierra la puerta y desea olvidarse de los problemas y tensiones del día. ¿Os he contado cómo se enfurruñó conmigo en mitad de una reunión importante con un cliente de DataComCorp, sólo mediante un leve gesto que nadie sino yo podía notar? Papá, mamá, eso me produce escalofríos. Y ella me ha enseñado muchas cosas de la vida y del ambiente de esta ciudad, todos los detalles para divertirse en la Gran Manzana. ¡Creo realmente que esto durará, y un buen día probablemente le haré la pregunta! Ella dirá que sí enseguida, me consta, porque me ama tanto como yo a ella.
2
Bunting se despertó con resaca el lunes siguiente a su cumpleaños e inmediatamente decidió que no era preciso ir al trabajo.
Su habitación reflejaba una noche de juerga. La botella de Popov casi vacía estaba sobre el mostrador junto a la nevera, y una de las lámparas se había quedado encendida toda la noche, proyectando un círculo amarillo de luz sobre una masa de dobleces y arrugas, que era en lo que se había convertido el traje de estambre gris de Paul Stuart. Evidentemente había apartado la chaqueta a un lado, se había desabrochado el cinturón y quitado los pantalones, de camino hacia la cama. Los zapatos estaban muy distantes uno del otro, como si los hubiera lanzado lejos. Más cerca de la cama yacían la corbata, la camisa blanca y la ropa interior, como puntos de una línea que conducía hacia su cuerpo intoxicado. A su lado tenía el biberón Prentiss vacío y un ejemplar de bolsillo de El cazador de búfalos abierto encima de la sábana. Era evidente que había tratado de leer después de haberse desprendido por fin de la ropa y logrado llegar a la cama: su cuerpo había seguido sus costumbres, aunque su mente había dejado de funcionar.
Sacó las piernas de la cama, y una náusea repentina le hizo temer que vomitaría antes de conseguir llegar al lavabo. La lucidez que había experimentado al principio, al despertar, se había esfumado y convertido en dolor de cabeza y otras molestias físicas. Otro cuerpo más deteriorado había sustituido al que él conocía. Cuando desapareció la náusea se levantó de la cama. Miró hacia abajo, hacia unas piernas largas, delgadas y muy blancas. Esas piernas no eran desde luego las suyas. Las piernas lo llevaron al cuarto de baño, donde se sentó en el retrete. Se oyó gemir. Finalmente logró entrar en la ducha, donde el agua caliente empezó a chisporrotear sobre el cuerpo de aquel extraño. Las manos arrugadas del extraño aplicaron jabón sobre su piel blanca y champú sobre su cabello sin vida.
Con movimientos lentos se puso un traje oscuro, una camisa blanca limpia y una corbata azul marino con rayas blancas, las ropas que habría llevado para asistir a un funeral. Su cabeza parecía flotar más lejos del mundo de lo que él recordaba, y sus brazos y piernas eran larguiruchos y quebradizos. Bunting experimentaba una felicidad fantasmal, un regocijo siniestro liberado por la desaparición de una buena parte de su personalidad cotidiana.
El espejo le mostró la imagen de un Bunting pálido y envejecido, con ojos brillantes. Se dio cuenta de que todavía estaba un poco borracho, pero no recordaba la razón por la que había bebido tanto vodka. Se preguntó si había existido algún motivo especial, y finalmente llegó a la conclusión de que había celebrado su cumpleaños con demasiado entusiasmo. «Treinta y cinco», le explicó al pálido espectador que se reflejaba en el espejo. «Treinta y cinco y un día». Bunting no estaba acostumbrado a celebrar los cumpleaños ni los aniversarios, ni siquiera los suyos, y sólo la llamada desde Battle Creek le había recordado que alguien más, aparte de él, sabía que ese día era extraordinario. Ni siquiera se había regalado nada.
Así es como iba a pasar aquella extraña mañana: se compraría un regalo para su treinta y cinco cumpleaños. Después, si se sentía más centrado, iría al trabajo.
Bunting localizó las gafas de sol en la mesa donde solía comer. Las introdujo en el bolsillo superior de la chaqueta y salió de la habitación. El pasillo parecía tener un aspecto más penoso que de costumbre. De las junturas y esquinas de la pared se desprendían trozos del papel, y en todas las secciones de la pared aparecían palabras humorísticas carentes de sentido pintadas con spray: BANGO SKANK. JEEPY. Se sintió más frágil. Recorrió el camino a través del pasillo lóbrego hacia el ascensor y apretó el botón varias veces. Pocos minutos después salió del ascensor y respiró profundamente. Después del ascensor, el vestíbulo olía como un campo de heno recién segado. Dos sofás desgarrados de imitación de cuero estaban uno frente a otro sobre un suelo de piedra sucio. Contra una pared gris, milagrosamente sin graffiti, había una mesa de madera vacía con cajones. Junto a la mesa se veía un enorme helecho de un tono marrón pálido, que se estaba secando.
Bunting se abrió camino a través de las puertas de cristal manchadas, y luego a través de las pesadas puertas de madera situadas frente a la hilera de timbres, y salió por fin a la brillante luz del sol que instantáneamente rebotó en el interior de sus ojos desde los techos de una docena de coches, desde los escaparates limpios, desde las cadenas de acero de los relojes de pulsera y los pendientes deslumbrantes, y desde cientos de cosas grandes y pequeñas que relucían. Bunting sacó de su bolsillo las gafas de sol y se las puso.
Cuando pasó por delante del drugstore recordó que necesitaba otro paquete de tetinas y entró. En el interior, un espejo inclinado le mostró una versión distorsionada de su persona: tan sólo una frente abultada y unas gafas siniestras. Parecía un ser extraño disfrazado. Atravesó los pasillos resplandecientes hasta llegar a la parte trasera de la tienda donde estaba la sección de artículos para bebés.
Allí estaban los maravillosos hermanos de la familia de dosificadores, pero cuando los tuvo en sus manos vio lo que se había perdido la primera vez que entró allí. En el drugstore no sólo se vendían las tetinas de color naranja con el corte transversal en el orificio, sino que a ambos lados de las tetinas para zumo había hileras de tetinas color carne para beber una mezcla de leche en polvo y agua, tetinas blancas para beber leche normal y tetinas azules para beber agua.
Bajó dos paquetes de cada clase de tetinas y luego se dio cuenta de que había regalos perfectos para su cumpleaños colgando frente a él, en la pared. Durante su primera compra ni siquiera había visto todos los biberones expuestos junto con las tetinas. Entonces aún no le interesaba más biberón que el suyo. Ni siquiera se hubiera podido imaginar que le interesarían otros biberones. Y en otros aspectos también había estado equivocado. Había dado por sentado que los modelos de biberones no cambiaban con el tiempo, como las camisas blancas de vestir, los zapatos negros y los libros de cubiertas duras. Había dado por supuesto que la forma se había perfeccionado a principios del siglo XX, y que setenta u ochenta años más tarde simplemente se reproducía en grandes cantidades. Esto había sido un error: los biberones eran objetos como los automóviles y los cereales del desayuno, capaces de sufrir asombrosas modificaciones.
Sonriendo con placer y sorpresa, Bunting anduvo arriba y abajo por toda la sección transportando sus paquetes de tetinas blancas, naranjas, azules y de color carne. La primera transformación de las botellas había afectado a la forma, la segunda al material y la tercera al color. También se había producido un cambio inexplicable de fabricantes. Ninguno de los biberones que se hallaban ante él era de marca Prentiss. Todos estaban fabricados por Evenflo o bien por Playtex. ¿Qué le había ocurrido a la marca Prentiss? Los fabricantes de su biberón tan resistente, duradero y tremendamente práctico ya no estaban en el mercado: habían fracasado, quebrado, los habían barrido.
Bunting sintió una repentina vergüenza por sus padres: habían respaldado a unos perdedores.
La mayoría de los biberones ni siquiera conservaba su forma redonda. Eran todos hexagonales, excepto los Coge-Fácil que parecían donuts alargados y que tenían un óvalo largo y estrecho en el centro a través del cual podían deslizarse, según parecía, los dedos del bebé, y los redondos, los biberones Playtex, no eran más que caparazones que rodeaban bolsas de plástico deshinchables. Aquellos híbridos impregnados de edad menopáusica hicieron estremecer a Bunting. En lo referente a los biberones hexagonales —«nodrizas», como se les denomina en la actualiad—, algunos eran amarillos, otros de color naranja, y algunos tenían una hilera de caritas sonrientes desfilando hacia arriba por los indicadores de las medidas. Algunos de estos nuevos tipos de biberones eran de cristal, pero la mayoría estaban confeccionados con plástico fino y transparente.
Bunting se dio cuenta al instante de que tenía que adquirir biberones de todos los tipos, excepto de los que contenían el pecho que se deshinchaba. Incluso tenía la sensación de que el dolor de cabeza se había atenuado. Había encontrado el regalo perfecto para su cumpleaños. Ahora que los había visto, no le quedaba otra alternativa que comprar un ejemplar de cada una de aquellas variedades de «nodrizas». De repente tuvo otra idea brillante, como si le fuera enviada por una flecha desde un reino celestial.
Se imaginó alineados sobre el mostrador de la cocina un biberón para café, otro para té, un biberón para vodka frío, otro para leche calentita, biberones para refrescos y diferentes clases de cerveza y uno para agua mineral: una biblioteca de biberones. Podría haber biberones para la mañana, biberones para el atardecer y biberones para la madrugada. Se dio cuenta de que necesitaría muchas más tetinas, y se dispuso a descolgar unos cuantos paquetes de sus ganchos.
De regreso a su apartamento, Bunting lavó sus regalos de cumpleaños y los colocó sobre el mostrador. La colección no parecía tan impresionante como él la había imaginado. En total sólo había siete biberones: su viejo Prentiss y seis nuevos. Siete parecían muy pocos. Recordó todos los biberones que había dejado en la tienda. Tendría que haber comprado más biberones. Una fila doble de biberones «nodrizas» sería el doble de imponente. Al fin y al cabo era su cumpleaños, ¿no?
Pero ya tenía una colección, una pequeña colección. Recorrió con los dedos la fila de biberones y seleccionó uno de plástico transparente para medir la diferencia entre éste y el viejo Prentiss redondo de cristal. Como empezó a sentirse ligeramente deshidratado, lo llenó con agua del grifo y le colocó una tetina para agua, de color azul. La tetina nueva le proporcionó una agradable sensación resbaladiza al contacto con la lengua. Bunting bostezó, y medio inconscientemente cogió el biberón con la tetina azul nueva y se lo llevó a la cama. Se prometió que sólo estaría acostado unos minutos, y se desplomó sobre la cama sin hacer. Abrió el libro, empezó a succionar agua a través de la tetina nueva y se durmió tan rápida y profundamente como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza.
Cuando despertó, dos horas después, no podía recordar dónde estaba ni tampoco quién era exactamente. Nada de lo que le rodeaba tenía un aspecto familiar. La luz, o con más exactitud la relativa oscuridad, no era la que él había esperado. No comprendía por qué llevaba puesto un traje, una camisa, una corbata y zapatos. Y en su fuero interno se sentía misteriosamente avergonzado. Se había traicionado a sí mismo, se sentía descubierto, y ahora había caído en desgracia. Tenía un sabor horrible en la boca. Gradualmente, la habitación empezó a tomar forma a su alrededor, pero no era la hora correcta para estar en aquella habitación.
¿Por qué no estaba en el trabajo? El corazón le empezó a latir más deprisa. Bunting se sentó refunfuñando y vio la hilera de resplandecientes biberones nuevos, cada uno con su tetina nueva, al lado de la fregadera. La sensación de vergüenza e ignominia por lo sucedido se desvaneció. Recordó que se había tomado la mañana libre, y pensó por un momento que realmente tenía que escribir una carta a sus padres tan pronto como su mente se despejara.
Pero acababa de hablar con sus padres. De nuevo se había librado de ir a pasar las Navidades a su casa, aunque esto quedaba compensado con algunas noticias alarmantes que le había comunicado su padre. Todavía no recordaba del todo la naturaleza exacta de aquellas noticias: era como una magulladura tierna y grande, y su mente rechazó el recuerdo del dolor.
Consultó el reloj y se sorprendió al ver que sólo eran las once y media.
Bunting se levantó de la cama pensando que aún podría ir a trabajar. En el cuarto de baño se echó agua por la cara, se lavó los dientes, teniendo cuidado de no salpicar agua o dentrífico sobre la chaqueta o la corbata. Mientras hacía gárgaras recordó que su madre se había caído en el aparcamiento del supermercado. ¿Le había insinuado su padre que regresara a Battle Creek? No, no hubo tal insinuación. De eso estaba seguro. ¿Y cómo podría ayudar a su madre, incluso aunque regresara? Ella estaba bien, lo único que le preocupaba de verdad era que había roto una gran cantidad de huevos.
3
A Bunting le invadió un intenso alborozo, como si hubiese escapado de un gran peligro por los pelos, cuando volvió a salir a la luz del sol. Al ver que el autobús no llegaba inmediatamente, se echó a andar hacia las oficinas de la DataComCorp. En cierto modo aún sentía que aquel cuerpo no era el suyo habitual, pero era capaz de caminar a buen paso calle abajo por la acera en dirección a Columbus Circle, y luego hacia el centro de la ciudad. El aire de mediados de otoño se notaba puro y fresco, y el recuerdo de los seis biberones nuevos en su apartamento era como una primavera interior burbujeante que salía a la superficie de sus pensamientos para luego desaparecer bajo tierra antes de volver a aflorar de nuevo.
¿Era posible que alguna vez hubiera entrado una joven madre en un drugstore buscando un biberón para su bebé recién nacido y no hubiera encontrado ninguno apropiado?
Bunting llegó a la puerta del departamento de Introducción de Datos justo en el momento en que uno de sus compañeros salía a encargar bocadillos y bebidas para todos. Eran pocos los que se gastaban el sueldo en comer en restaurantes, y casi todos preferían comerse sus bocadillos comprados en la charcutería, bien en grupo junto a la máquina de café, o solos en sus mesas. Bunting solía comer en su pequeño cubículo o en el de Frank Herko, ya que Frank, al igual que Bunting, despreciaba a la mayoría de sus compañeros de oficina. Aunque algunos habían asistido a escuelas técnicas o de comercio, Bunting y Frank Herko eran los únicos que habían ido a la universidad. Bunting había hecho dos cursos en la Universidad de Lansing, y Herko dos en Yale. Frank Herko no se parecía en absoluto a la imagen que Bunting tenía de un estudiante de Yale. Era rechoncho, con el tórax en forma de barril; lucía una barba negra y tenía el cabello largo, negro y rizado. Normalmente vestía pantalones anchos y jerseys raídos, algunos incluso con agujeros. Herko tampoco se comportaba de acuerdo con la idea que tenía su compañero de oficina de un Yalie, porque era agresivo, hablaba en voz alta y era sincero hasta el punto de resultar grosero. Durante sus primeros meses en la empresa, Bunting se había sentido importunado por Herko y molesto con él, una actitud que se fue desvaneciendo finalmente por la deferencia curiosamente delicada del otro hombre, su amabilidad y curiosidad persistente.
Herko parecía haber llegado a la conclusión de que aquel hombre mayor que él era una especie de tesoro, una auténtica rara avis que merecía un trato especial.
Bunting pidió que le trajeran un bocadillo de pan integral de queso suizo y jamón de la Selva Negra con mostaza, mayonesa, lechuga y tomate.
—¡Ah!, y café —dijo—. Un café solo.
Herko se estaba encaminando hacia la puerta y le sonreía alegremente.
—Vaya, vaya, café solo… —comentó—. Tú sí que tienes aspecto de café solo. Es increíble que hayas logrado venir. Supongo que ayer por la noche te fuiste a la cama bastante más tarde de lo normal.
—Algo por el estilo.
—Claro, claro, y nos presentamos a trabajar habiéndonos acabado de levantar de la cama, ¿verdad? Con nuestro hermoso traje arrugadísimo como resultado de la juerga de anoche.
—Bueno —contestó Bunting, echando un vistazo hacia su traje.
Unas arrugas muy pronunciadas recorrían la americana de arriba abajo, cruzándose con otras transversales a juego con las de la corbata. Estaba demasiado desorientado para fijarse en ellas cuando se despertó de su cabezadita matinal.
—Acabo de levantarme —añadió, e intentó alisar las arrugas de la americana. Frank dio un paso hacia él y olfateó en el aire.
—El olor a alcohol todavía te rezuma por los poros. Tuvimos una pequeña fiesta, ¿eh? —Se inclinó hacia Bunting y entornó los ojos, mirándolo a la cara—. ¡Dios mío! Tienes un aspecto espantoso, no sé si lo sabes. De todas formas, ¿por qué has venido a trabajar, gilipollas? Podías haberte tomado un día de vacación.
—Quería venir a trabajar —replicó Bunting—. Ya me he tomado la mañana libre.
—Revoleándote en la cama con Verónica, ¿eh? —dijo Herko—. Date prisa y métete en tu cubículo antes de que alguna de esas carrozas te huela el aliento y se caiga de espaldas.
Empujó a Bunting hacia su despachito. Bunting abrió la puerta y se desplomó sobre la silla que estaba frente a su terminal de ordenador. Alguien había colocado un montonazo de papeles al lado de su teclado.
Herko sacó un frasco de Binaca en spray del bolsillo del pantalón.
—Por el amor de Dios, échate un poco de esto en los dientes.
—Ya me he lavado los dientes —protestó Bunting—. Dos veces.
—De todos modos, es mejor que lo utilices. Guárdatelo. Vas a necesitarlo. Bunting, obediente, se echó un chorro con sabor a canela sobre la lengua y se metió el frasco en el bolsillo de la americana.
—Bunting se desmadra —bromeó Herko—. Bunting va y hace guarradas. Bunting el animal de las fiestas. —Le sonreía irónicamente—. ¿Te hizo Verónica un numerito o se lo hiciste tú a ella? —Bunting se frotó los ojos—. Oye tío, no puedes aparecer aquí con la ropa que llevabas ayer por la noche, todavía hecho polvo por la juerga que te has corrido, y para colmo tres horas tarde, y no suponer que me voy a morir de curiosidad. —Se inclinó hacia adelante y extendió los brazos, agrandando el jersey azul holgado—. Venga, cuéntamelo. ¿Qué cono ocurrió? ¿Celebrasteis algo o tuvisteis alguna pelea?
—Ni una cosa ni la otra —replicó Bunting.
Herko se puso las manos en las caderas y movió la cabeza, suplicándole en silencio que le contara más detalles de la historia.
—Bueno, estuve en otro sitio —contestó Bunting.
—Es evidente. Está más claro que el agua que anoche no fuiste a dormir a casa.
—Y no estuve con ella —contestó Bunting.
Herko gritó con entusiasmo, cerró el puño y sacudió el brazo con el codo doblado.
—¡Tralarí, tralará, Bunting tiene una buena racha!
Bunting vio nuevamente a sus padres de pie delante de su casa destartalada como la pareja de Gótico americano, su padre a punto de pronunciar alguna crueldad trivial y su madre prácticamente retorciéndose de preocupación. Bunting se dio cuenta de que eran insignificantes, como muñecos.
—He estado saliendo con un par de chicas nuevas. Pero sólo de vez en cuando.
—Un par de chicas nuevas… —repitió Herko.
—Dos o tres. En realidad tres.
—¿Y Verónica que dice a todo esto? ¿Lo sabe por lo menos?
—La relación entre Verónica y yo se está enfriando un poco. Nos estamos distanciando. Probablemente ella también sale con otros tipos, aunque afirma que no.
Bunting, a quien se le ocurrieron fácilmente aquellas mentiras, apoyó la barbilla en la palma de la mano y miró fijamente a los ojos brillantes de Frank Herko.
—Supongo que me estaba empezando a cansar, o algo por el estilo. Me apetece cambiar un poco. Uno necesita cosas nuevas.
—No quieres caer en la monotonía —replicó Herko rápidamente—. Uno cae en la monotonía si sale siempre con la misma persona.
—A Verónica siempre le ha resultado difícil relajarse. La gente como ella no afloja el ritmo ni toma las cosas con tranquilidad. Siempre están pensando en ir hacia adelante, en la forma de ganar más dinero, en conseguir una posición mejor.
—No creía que Verónica fuera así —contestó Herko. Se había forjado una imagen muy distinta de la novia de Bunting.
—Incluso yo he tardado mucho tiempo en darme cuenta. Cuesta admitirlo. —Se encogió de hombros—. Pero en cuanto empiece a mirar a su alrededor, encontrará a alguien que le pueda interesar más. Eso no quiere decir que ya no nos queremos, pero…
—No funcionaba, eso es evidente —añadió Herko—. Ella no era la persona apropiada para tí, no tenía los mismos valores, era algo que nunca hubiera podido acabar bien. Estás haciendo lo correcto. Además, sales y te diviertes, ¿no es así? ¿Qué más quieres?
—Lo que quiero es que se me vaya el dolor de cabeza —contestó Bunting. Había ido desapareciendo el efecto de borrachera, y al mismo tiempo la sensación de que estaba habitando un cuerpo extraño.
—¡Pero hombre, por qué no lo has dicho! —exclamó Herko, y se metió en su cubículo.
Bunting podía ver la parte superior de la cabeza de Herko flotando hacia atrás y hacia adelante como un peluquín, por encima de la mampara divisoria. Se oyeron cajones que se abrían y cerraban. Herko regresó casi al instante con dos aspirinas que colocó encima de la mesa de Bunting antes de salir a buscar agua fresca. Bunting estaba sentado tan tieso como un miembro de la familia real. Herko regresó con un vaso de papel rebosante de agua justo en el momento en que entraba la mujer con una caja de cartón que contenía los encargos que le habían hecho para la tienda de comestibles.
—Danos nuestro menú de cuatro estrellas y déjanos solos —dijo Herko. Desenvolvieron los bocadillos y empezaron a comer. Herko dirigía miradas inoportunas y anhelantes al otro hombre. Bunting comía con remilgos deliberados y Herko masticaba ruidosamente. Se produjo un largo silencio.
—Este bocadillo está muy bueno —dijo finalmente Bunting.
—Sí, sí —respondió Herko—. En estos momentos incluso Alpo te parecería bueno. ¿Qué hay de la chica? Dime algo sobre ella.
—¿Sobre Carol?
—¡Pero qué rollo te traes! ¿Es que te crees que conozco a esa chica? Cuéntame algo sobre ella: dónde la has conocido, cuántos años tiene, cómo se gana la vida, si tiene buenas piernas y buenas tetas, ya sabes, todo eso.
Bunting masticaba deliberadamente despacio, sin dejar de mirar a Herko. Aquel hombre más joven parecía un cachorro grande y peludo.
—La conocí en una galería de arte.
—Estás hecho un demonio.
—Pasaba por allí delante y cuando miré por la ventana la vi sentada detrás de una mesa. Al día siguiente, cuando pasé de nuevo, ella estaba otra vez allí así que entré y me di una vuelta, haciendo ver que miraba los cuadros. Empecé a hablar con ella, acudí con asiduidad a la galería, y después de un tiempo le pedí que saliera conmigo.
—Estas chicas de las galerías de arte son increíbles —comentó Herko—. Ésa es la razón por la que trabajan en galerías de arte. Un cardo borriquero no puede estar vendiendo cuadros hermosos, ¿verdad?
Sacudió la cabeza. De su bocadillo rezumaba un líquido blancuzco que caía sobre el grueso papel blanco, y le quedaron adheridos algunos restos del líquido en la comisura de los labios.
—¿Sabes lo que eres, Bunting? Eres un arma secreta. —Le resbaló un poco más de líquido blancuzco por los labios—. Eres un condenado silo de misiles.
—Carol es más de mi estilo, eso es todo —replicó Bunting. Aquella descripción le excitaba secretamente—. Es una persona más artística, no tan enfrascada en su carrera profesional y todo eso. Está dispuesta a centrar más su interés en mí.
—Lo que significa que es cien veces mejor en el catre, ¿quizá me equivoco?
—Bueno —respondió Bunting, pensando vagamente que después de todo Verónica era muy buena en la cama.
—Es evidente, es algo que se ve a la legua —comentó Herko—. No tienes ni que decírmelo.
Bunting se encogió de hombros.
—¿Cómo se apellida?
—Even —le contestó Bunting—, Carol Even. Es un apellido inglés.
—Al menos el inglés es su lengua materna. Ella es un producto de tu propia cultura. Desde luego ésa es más tu tipo que una máquina suiza de hacer dinero. Cuéntame cosas de las otras dos chicas.
—Bueno, ya sabes —contestó Bunting, bebiendo un sorbo de café Styrofoam—. Nada especial.
—¿Todas trabajan en galerías de arte? ¿Te las tiras a todas al mismo tiempo, o de una en una? ¿Adonde vais? ¿A clubs? ¿Conciertos? ¿O sólo las invitas a tu casa para tener una agradable charla sentimental? —Mientras hablaba masticaba con avidez, balanceando la mano que le quedaba libre. Tenía la boca llena de una pasta rosada, una masa de carne asada, mayonesa y pan integral—. Estás loco, Bunting, estás como una cabra. Siempre lo he sabido. Supe que estabas chiflado desde el primer momento en que entraste aquí. Puedes engañar a todas esas carrozas con tus trajes elegantes, pero yo puedo ver tus colmillos, amigo mío, y son colmillos largos, muy largos. —Herko se tragó la comida que tenía en la boca y le guiñó un ojo.
—Te has dado cuenta, ¿eh?
—Desde el primer momento. Colmillos largos, amigo mío. Ahora háblame de las otras mujeres. —Reprimió un eructo—. Continúa, sólo nos quedan unos minutos.
La comida finalizó veinte minutos más tarde y el día prosiguió. Aunque Bunting se sentía cansado, había recuperado su extraño entusiasmo, un entusiasmo que parecía la liberación de alguna pesada y dolorosa responsabilidad. Y mientras sus dedos se movían por el teclado de su ordenador, pensaba en las mujeres que había descrito a Frank Herko. Imágenes de los nuevos y maravillosos biberones situados en su habitación fluían hacia adentro y hacia afuera de sus fantasías.
Se dio cuenta de que estaba cometiendo una cantidad increíble de errores de máquina.
Hacia el final de la tarde, la cabeza de Herko apareció por encima de la mampara divisoria que separaba los dos cubículos.
—¿Cómo va?
—Despacio —replicó Bunting.
—Olvídate de eso, todavía estás convaleciente. Oye, tengo una gran idea. Ya no sales con Verónica, ¿verdad?
—Yo no he dicho eso —replicó Bunting.
—Tú ya sabes lo que quiero decir. En principio eres un hombre libre, ¿no es verdad? Mi novia Lindy tiene una amiga, Marty, que desea salir con alguien nuevo. Marty es una gran chica. Te gustará. Te lo prometo. Si yo pudiera saldría con ella, pero Lindy me mataría si lo hiciera. No es broma, no te iba a engañar en una cosa así. Creo que te gustaría mucho y que te lo pasarías muy bien con ella, y si todo funciona, y no veo por qué no ha de funcionar, podríamos salir los cuatro a alguna parte.
—¿Marty? —preguntó Bunting—. ¿Quieres que salga con alguien que se llama Marty?
Frank soltó una risita tonta.
—Oye, de verdad que es guapa, no te pongas así conmigo. De hecho la idea ha sido de Lindy. Supongo que le hablé de ti y ella pensó que podías ser un buen tipo, ya sabes, así que cuando su amiga Marty empezó a decir que si esto que si aquello, que si había roto con un tío, ella me preguntó si tú podrías salir con ella. Yo le dije «de ninguna manera, ese tipo ya está liado». Pero ya que te has desmadrado, deberías probar con Marty. No estoy bromeando.
No bromeaba. Su cabeza parecía incluso más grande que de costumbre, su barba daba la impresión de estar a punto de saltar fuera de su piel, su cabello surgía espumeante de su cuero cabelludo y los ojos se le salían de las órbitas. Bunting tuvo una imagen breve e inquietante de cómo se podía sentir una chica defendiéndose de toda esta insistente energía masculina.
—Lo pensaré —replicó.
—Estupendo. Tengo tu número de teléfono, ¿verdad?
Bunting no recordaba haber dado a Herko su número de teléfono —raramente lo daba a alguien—, pero se lo recitó a la cabeza ansiosa que le miraba desde arriba y que desapareció tras la mampara divisoria para anotar el número. La cabeza reapareció un momento después.
—¡No te arrepentirás, te lo prometo! —Herko volvió a desaparecer por detrás de la mampara divisoria.
Bunting se quedó helado.
—Espera un segundo. ¿Qué vas a hacer? —Sentía que su corazón se disparaba.
—¿Qué te crees que voy a hacer? —dijo Herko por encima de la mampara divisoria.
—¡No puedes dar mi número a nadie! —Bunting percibió que su voz subía de volumen hasta convertirse en un lamento chillón, y se dio cuenta de que todo el mundo que estaba en el departamento de introducción de datos también lo había oído.
La mitad superior del cuerpo de Herko apareció por la puerta del cubículo de Bunting. Tenía el ceño fruncido.
—Oye, ¿acaso te he dicho que le iba a dar a alguien tu número de teléfono?
—Bueno, no lo hagas —replicó Bunting. Se sentía como si unos segundos antes le hubiera caído un rayo encima. Miró sus manos y vio que habían cobrado un tono rojo langosta salpicado con manchas blancas; tal vez el cuerpo lo tenía igual.
—Me vas hacer cabrear, cono. Ya deberías saber que te puedes fiar de mí. Yo no soy un plasta, Bunting. Estoy tratando de hacerte un favor.
Bunting miró hacia el teclado con furia.
—Me estoy empezando a mosquear —dijo Herko en voz baja y tranquila.
—De acuerdo, me fío de ti —rectificó Bunting, y continuó mirando fijamente al teclado hasta que Herko hubo regresado a su cubículo.
Al finalizar el día, Bunting se marchó rápidamente de la oficina y bajó por la escalera para no tener que esperar el ascensor. Cuando llegó a la planta baja notó que se estaban abriendo simultáneamente dos ascensores a su derecha y se apresuró hacia la puerta, temiendo que alguien lo llamara. Bunting cruzó la puerta y caminó rápidamente en dirección a la esquina, donde al girar entró en una calle transversal que se encontraba a la sombra. Sacó las gafas de sol del bolsillo y se las puso. Los desconocidos pasaban por su lado, e incluso las tiendas de alfombras orientales y los restaurantes hindúes alineados a lo largo de la calle parecían intercambiables y anónimos. Redujo el paso. Cayó en la cuenta de que sin pretenderlo conscientemente se estaba alejando de la parada del autobús. Bunting tuvo una intensa sensación de que estaba huyendo de algo, aunque no sabía a ciencia cierta de qué. Todo era una ilusión: no había nada de qué huir. ¿De Herko? La idea era absurda. Él no tenía por qué huir del peludo y ruidoso Frank Herko.
Bunting se puso a deambular sin prisa, demasiado cansado para volver a pie a su casa, pero consciente de una nueva dimensión, una expectación que anticipaba algo en su vida, que hacía que resultara agradable caminar por aquella calle transversal.
Atravesó Broadway y continuó andando, pensando que incluso podría buscar un metro que lo llevara a la parte alta de la ciudad. Bunting sólo había cogido el metro una vez, poco después de llegar a Nueva York, y en el vagón caluroso y abarrotado de gente se había sentido en peligro de muerte. Cada centímetro de las paredes estaba lleno de pintadas de lunáticos; todos los hombres que viajaban en el metro parecían atracadores. Pero Frank Herko cogía el metro cada día en Brooklyn. Según los periódicos, había desaparecido todo el graffiti del metro. Bunting había vivido en Nueva York durante diez años sin que le hubieran atracado; siempre caminaba solo por calles oscuras, así que el metro no tenía por qué resultarle tan amenazador. Y además era mucho más veloz que el autobús.
Bunting entró en una estación del metro mientras se hacía estas reflexiones y se detuvo para echar una ojeada. Unas escaleras descendentes conducían a una zona oscura, llena de humo y ruido ensordecedor. En la parte superior de las escaleras inmundas olía a tigre, olía a las partes íntimas de la gente.
Bunting se erizó como un gato y empezó a caminar en dirección oeste, para dirigirse a la Octava Avenida. Pero de repente se sintió tan mal que estuvo a punto parar un taxi y gastarse cinco dólares para que lo llevara hasta casa. Se acordó de que Frank Herko y su amiga Lindy iban a prepararle una cita con una chica llamada Marty, y que posiblemente éste había sido el placer indefinido que le había puesto de buen humor unos minutos antes.
Nada de esto le parecía bien; en conjunto, la idea era una pesadilla grotesca.
¿Pero por qué la idea de una cita le habría de parecer grotesca? Él era un hombre bien vestido, con un trabajo estable. Tenía un aspecto correcto, realmente correcto. Hay gente peor que ha tenido millones de citas. Sobre todo Verónica le había proporcionado una especie de historia, un nivel de experiencia que ningún otro trabajador de Data podría ni soñar. Había pasado cientos de horas hablando con Verónica en los restaurantes, y cientos más en los aviones. Había viajado a Suiza y se había hospedado en lujosos hoteles.
Bunting se dio cuenta de que si algo ocurría en la mente, había ocurrido realmente; se conservaba una memoria del hecho y se podía hablar sobre ello. Le cambiaba a uno como sucedía con un acontecimiento del mundo real. A la larga existía muy poca diferencia entre lo que ocurría en la realidad y lo que inventaba la mente, porque en ambas cosas habitaba una realidad. Él había sido el amante de una sofisticada suiza llamada Verónica, y con toda seguridad podría desenvolverse en una cita con una desaliñada conocida de Frank Herko llamada Marty.
En realidad, él podía verla, podía imaginársela. Su nombre y su amistad con Frank evocaban a una chica bajita, de cabello oscuro, poco exigente, a quien le gustaba pasar buenos ratos. Sería relativamente guapa, usaría minifaldas y jerseys de angora e iría mucho al cine. Su buen corazón compensaría su ocasional tosquedad. Bunting le iba a parecer un aristócrata, distante, irónico, un hombre sofisticado de más edad.
Él podría invitarla a salir una vez, en un futuro indeterminado. Las diferencias entre ellos hablarían por sí mismas, y él y Marty se separarían con una mezcla de arrepentimiento y alivio. Ése era el escenario infinitamente aplazable que había revoloteado sobre él con tan deliciosa vaguedad.
Bunting torció hacia arriba en la Octava Avenida, sonriendo para sí. Cuando se dio cuenta de que estaba pasando por delante de un drugstore entró y recorrió los pasillos hasta que llegó a una extensa exposición de biberones. Allí, al lado de las tres clases de Evenflo y de Playtex colgaban biberones de los que nunca había oído hablar, no eran burdos Prentiss sino biberoncitos azules regordetes con dibujos, banderas y ositos de felpa, toda una serie nueva de biberones fabricados por una empresa llamada Ama. Bunting se dio cuenta al instante de que Ama era una empresa maravillosa. La sede estaba en Florida, y poseía inventiva y una sensibilidad luminosa propia de Florida. Bunting empezó cogiendo los biberones y terminó por llevarse todos los que le cupieron en el brazo hasta el mostrador.
—¿Cuántos bebés tiene usted? —le preguntó la joven cajera.
—Son para un proyecto —contestó Bunting.
—¿Como una colección? —le preguntó ella. Su cabeza se inclinó de forma armoniosa en la luz polvorienta que entraba por los enormes cristales del escaparate de la Octava Avenida.
—Sí, como una colección —le respondió Bunting—. Exacto —añadió, sonriendo a la joven de cabello espeso y ojos perplejos.
Al salir del drugstore se situó en el bordillo de la acera y alzó una mano para llamar a un taxi. Con la misma sensación de superioridad que le acompañaba cuando iba a comprar sus espléndidos trajes, volvió a su apartamento en un taxi maloliente, destartalado, con los asientos traseros raídos, derrochando cincuenta centavos más cada vez que el contador corría un paso.
4
Aquella noche cenó un plato Lean Cuisine calentado en el microondas y dividió su atención entre las noticias de la televisión y la colección de biberones recién lavados que había colocado a ambos lados de la tele. Las noticias parecían repetitivas y anticuadas; los biberones, variopintos y flamantes. Las noticias versaban sobre hechos ocurridos previamente: los mismos asesinatos, explosiones, declaraciones y manifestaciones que el día anterior, que hacía dos días, una semana, un mes, pero los biberones existían ahora, sin precedente y extraordinarios. Las noticias eran rutinarias; los biberones poseían algo maravilloso. Le resultaba muy difícil apartar su mirada de los biberones.
¿Cuántos biberones, pensó, se necesitarían para llenar toda la mesa? ¿Y para llenar la cama?
Por un instante vio su habitación festoneada, atiborrada de biberones cilíndricos de cristal y de plástico: una pared cubierta de biberones azules, otra de biberones amarillos, un caminito tortuoso entre los biberones situados en el suelo, un almohadón blandito de biberones con tetinas sobre su cama. Bunting sonrió mientras masticaba el pavo. Tomó un sorbo de borgoña español de uno de los nuevos biberones de cristal Evenflo.
Después de tirar la bandeja de Lean Cuisine a la basura y de depositar la vajilla plateada en la fregadera, lavó el biberón, enjuagó la tetina y los colocó en el escurreplatos. Puso agua a calentar en una tetera, dos cucharaditas de café soluble en uno de sus biberones nuevos, y le añadió agua hirviendo y leche fría antes de enroscar la tetina. Vertió un chorro generoso de coñac dentro de otro de los biberones nuevos, un pequeño Ama regordete, rosado y de aspecto bondadoso, y se llevó los dos biberones a la cama junto con un bolígrafo y una libreta.
Bebió café y luego coñac, y dejó que el pequeño y rosado Ama colgara de su boca mientras escribía.
Queridos mamá y papá:
Han sucedido unas cuantas novedades sobre las que quisiera hablaros. Hace algún tiempo que Verónica y yo hemos empezado a tener problemas, de los que no os he dicho nada para no preocuparos. Supongo que todo se debe a que me sentía algo así como asfixiado por nuestra relación. Esto ha sido muy duro para los dos, después de todo el tiempo que hemos estado juntos, pero finalmente la cosa se ha resuelto y ahora Verónica y yo sólo somos amigos algo distanciados. Por supuesto que ha sido doloroso, pero creo que mi libertad valía ese precio.
Últimamente he estado saliendo con una chica llamada Carol, una chica estupenda de verdad, ha conocí en la galería de arte donde ella trabaja, y desde el primer momento congeniamos perfectamente. Carol hace que me sienta querido y atendido. Yo la amo, pero no voy a cometer el error de atarme tan pronto, despues de mi ruptura con Verónica. También salgo con otras dos chicas maravillosas. En las próximas cartas os hablaré de ellas.
Desgraciadamente no podré ir por Navidad, porque Nueva York cada vez se está poniendo más caro, el alquiler del apartamento ha subido de una forma astronómica…
Si nadie oye cómo el árbol cae en el bosque, ¿hace algún ruido?
¿Puede oír el aire?
Cuando Bunting concluyó la carta, la dobló y la introdujo en el interior de un sobre y la dejó aparte para echarla al correo por la mañana. Faltaban dos horas para irse a dormir. Se quitó la americana, se aflojó la corbata y se descalzó. Pensó en Verónica sentada en el borde de la cama, en un apartamento del lado este de la ciudad. A su lado tenía un teléfono Merlin con un cordón largo. Los ojos de Verónica eran oscuros y penetrantes, y una profunda linea vertical entre sus cejas espesas y duras le dividía la frente. Bunting se dio cuenta por primera vez de lo flacas que tenía las pantorrillas y de que las bolsas de debajo de sus ojos eran de un tono más oscuro que el resto de su rostro. Verónica había envejecido sin que él se hubiera dado cuenta. Se había ido endureciendo y secando como algo abandonado al sol. De repente pensó que él siempre había sido poco adecuado para ella, y que ésa era la razón por la que ella lo había elegido. En su vida personal ella planteaba situaciones destinadas al fracaso desde un principio.
Había pasado muchos años «con» Verónica, pero hasta ahora no había sido consciente de todo ello.
Él había sido un actor en un drama psíquico y no había hecho otra cosa que representar su papel.
Se dio cuenta de que Verónica lo había introducido deliberamente en un estilo de vida que él no podía permitirse, para después privarle de él. Si no hubiera roto con ella, tarde o temprano ella lo hubiera dejado. Verónica era un caso patético. Aquellos guiños de ojo y las exhibiciones fugaces de sus piernas en las reuniones de trabajo eran simplemente aspectos de un plan más amplio, diseñado inconscientemente para abandonarlo lleno de dolor. Sin Bunting, ella encontraría a otro, un joven poeta empobrecido, por ejemplo, y volvería a hacer todas las cosas que había hecho con él, cenas en el Ganso Azul y viajes a Suiza en primera clase (Bunting no le había contado a sus padres lo de los viajes a Suiza en primera clase), butacas de platea en Broadway, hasta que algo retorcido dentro de ella le obligase a plantarlo.
Bunting sintió una especie de… temor. Él conocía a alguien parecido.
Lavó el Evenflo, volvió a llenar el biberoncito rosa con coñac, cogió su novela y regresó a la cama para leer. Se retorció un momento encima de las sábanas hasta que encontró una posición cómoda. Succionó un poco de coñac y abrió el libro.
Las letras impresas se agolpaban para reunirse con él, y al instante se encontró cabalgando a lomos de un caballito gris y veloz llamado Shorty, mirando hacia abajo desde la empinada ladera de una colina, donde había una manada de búfalos pastando. Por encima de él se extendía un cielo enorme casi sin nubes. Hacia adelante, tan lejos que resultaban incoloras y desdibujadas, una hilera desigual de montañas se alzaba por encima de la llanura amarilla. Shorty empezó a descender la colina, y Bunting observó que llevaba zahones de cuero manchados sobre los pantalones, una camisa azul oscuro, un chaleco de piel de oveja y botas marrones cubiertas de barro, con espuelas deslustradas. En las pistoleras situadas encima de sus caderas había introducido dos biberones con las tetinas hacia abajo, y desde la perilla de la silla de montar colgaba un rifle dentro de una vaina. Los músculos de Shorty se movían bajo sus piernas, y a Bunting le llegó de pronto un intenso olor a caballo que desapareció poco después dentro de una oleada de olores frescos y vivos que procedían de toda la panorámica que se extendía ante sus ojos. Dominaba un fuerte olor a hierba, más intenso que el olor penetrante de los búfalos. Desde mucha distancia, Bunting percibía un olor a agua fresca. En dirección este, alguien estaba quemando césped seco en una chimenea. La fuerza y la intensidad de estos olores casi le hicieron caer del caballo, y Shorty se detuvo, y se volvió para mirarlo con sus grandes ojos de color marrón claro. Bunting sonrió y espoleó a Shorty, y el caballo continuó descendiendo tranquilamente por la colina, y tanto a su alrededor como en su interior percibía la asombrosa frescura del aire. Era el aire normal de este mundo, el aire que él conocía.
Shorty alcanzó la falda de la colina y empezó a marchar despacio bordeando la gran manada de búfalos. Quería ir al galope, pasar por entre los búfalos y separarlos, y Bunting tiró de las riendas. La piel de Shorty se estremeció, y Bunting sintió los pelos cortos y ásperos rozando contra los zahones. Era importante actuar lentamente y colocarse a una distancia adecuada para disparar antes de que los búfalos se dispersaran. Unas cuantas cabezas enormes y barbudas se aproximaron a Bunting y Shorty mientras se desplazaban con dificultad hacia la cabeza de la manada. Una de las hembras dio un bufido y se dirigió hacia el centro de la manada, y los animales gruñeron y se apartaron para dejarle paso. Bunting desenvainó su rifle, comprobó si estaba bien cargado y lo colocó sobre sus rodillas. En cada uno de los bolsillos del chaleco de piel de oveja tenía seis balas de repuesto.
Shorty estaba en aquel momento pasando lentamente por delante de la cabeza de la manada, a unos cincuenta metros de los animales más próximos. Unos pocos búfalos lo observaban. Sus hocicos peludos humedecían la hierba. Cuando salió de su inmediato campo de visión, los búfalos acercaron de nuevo su hocico a la espesa hierba, sin volver la cabeza. Bunting continuó avanzando hasta que estuvo lo suficientemente lejos de la cabeza de la manada, y luego hizo dibujar un amplio círculo a Shorty por detrás de los búfalos.
La manada se apartó un poco. En ese momento los machos ya habían notado su presencia y lo observaban para ver qué iba a hacer. Bunting sabía que si se bajaba del caballo y se quedaba de pie bajo el sol durante unos minutos, los machos se dirigirían hacia él, se colocarían a su lado y encontrarían en él el olor de todos los lugares donde había estado en su vida. Entonces, aquellos a los que les gustaran aquellos olores se quedarían merodeando por allí y los demás se alejarían un poco. Eso era lo que hacían los búfalos, y hasta cierto punto resultaba agradable si uno era capaz de soportar el mal olor.
Bunting preparó el rifle, y un macho grande levantó la cabeza y la sacudió como si tratara de librarse de una pesadilla.
Bunting hizo que Shorty siguiese avanzando en diagonal hacia el centro de la manada, y los búfalos empezaron a apartarse con mucha lentitud.
El macho grande que había estado contemplándolo parecía que acabase de despertar de su sueño y comenzó a avanzar hacia él. Bunting se hallaba a unos diez metros de distancia del macho grande y a unos veinte del grueso de la manada. No estaba demasiado mal; podría haber sido mejor, pero se podía conseguir.
Bunting levantó el rifle y apuntó al centro de la frente del macho grande. El búfalo se paró en seco y dejó escapar un profundo sonido de alarma que hizo agitarse a toda la manada. Fue como si un impulso eléctrico recorriera a la vez los cuerpos de todos los animales alineados ante Bunting. Éste apretó el gatillo y del rifle salió un estallido uniforme que se extendió por toda la amplia llanura cubierta de hierba. El macho grande cayó doblando sus rodillas delanteras, y luego se desplomó hacia un lado.
El resto de la manada huyó despavorido. Los búfalos corrieron hacia la colina y se dispersaron por toda la llanura. Bunting espoleó a Shorty para que se moviera y cabalgó por entre los búfalos disparando al mismo tiempo. Al instante cayeron otros dos y luego un tercero, que su caballo sorteó. Dos de los búfalos más veloces habían alcanzado la colina, y Bunting los derribó de sendos disparos. Volvió a cargar el rifle cuando una hilera de búfalos aterrorizados huyó de la colina para adentrarse más en la pradera. El jefe de la manada cayó rodando, y Shorty condujo a Bunting junto al segundo de la hilera. Bunting disparó al segundo búfalo en los ojos, y éste se desplomó. Bunting se dio la vuelta sobre la silla de montar y derribó a dos más que corrían con dificultad hacia el extremo opuesto de la infinita pradera.
La hierba estaba salpicada de sangre y el aire se había vuelto espeso con los lamentos de los animales moribundos y el zumbido de las moscas. Bunting también tenía las manos manchadas de sangre, y por los zahones le resbalaban largos chorretones de sangre. Continuó disparando hasta agotar la carga del rifle. Lo cargó de nuevo y volvió a disparar mientras Shorty arremetía contra los búfalos que huían en estampida, separándolos, y finalmente pensó que sólo habían logrado escapar algunos de los más rápidos. Por toda la pradera había cuerpos de búfalos muertos y moribundos, machos y hembras, como enormes sacos de lana marrón. Unos cuantos cachorros de búfalo que habían sido pisoteados en la estampida yacían aquí y allí entre la alta hierba.
Bunting se apeó de un salto y empezó a moverse por entre los búfalos tumbados boca abajo, abriendo en canal los vientres de los muertos. Una gran cantidad de vísceras de color púrpura y plateado salió de las cavidades de los cuerpos de los búfalos muertos, y los brazos de Bunting se iban manchando cada vez más de sangre seca. Finalmente llegó ante una hembra joven que luchaba por levantarse. Sacó uno de los biberones de la funda, colocó el cañón del arma detrás del oído del animal y apretó el gatillo. La hembra dio una brusca sacudida hacia adelante, y su hocico húmedo fue a dar contra la hierba. Seguidamente, Bunting abrió el vientre del animal.
Arrancó la piel de la hembra y luego se acercó a otro animal. Logró despellejar a cuatro búfalos, la tercera parte de los que había matado, antes de que hubiera oscurecido demasiado para seguir trabajando. Sentía dolor en los brazos y en los hombros del esfuerzo de arrancar la piel gruesa de la carne sebosa de los animales. Toda la pradera estaba bañada en sangre y muerte. Bunting encendió una pequeña hoguera, desenrolló la manta para colocarla en el suelo y se tumbó para dormitar hasta la llegada de la mañana.
Entonces la pradera, la noche y los montones de animales muertos volvieron a la nada, convirtiéndose en un espacio en blanco, y la cabeza de Bunting dio una sacudida. Estaba tumbado en su cama y allí no había ninguna hoguera, y por unos momentos no acertó a comprender por qué no podía ver el firmamento. Le rodeaba un olor a espacio cerrado, mal ventilado, su propio olor y el de su habitación. Bunting volvió a mirar el libro y vio que había llegado al final de un capítulo. Movió la cabeza, se frotó el rostro y vio que llevaba puesta la camisa, la corbata y los pantalones de uno de sus trajes caros.
Habían pasado más de tres horas desde que se había puesto a leer El cazador de búfalos. Había estado leyendo un solo capítulo de una novela de Luke Short. El capítulo le había parecido incomparablemente más real que su propia vida. Ahora Bunting consideraba el libro como si fuera una bomba, un arma secreta; lo había secuestrado y alejado del mundo. Mientras había estado en el interior del libro, se había sentido más vivo que en cualquier otro momento del día.
Bunting no pudo evitar adentrarse de nuevo en el libro. Tenía la boca seca y el corazón le latía con tanta fuerza que la cama casi se movía. Levantó el libro y succionó coñac del biberoncito rosa para armarse de valor. El libro se abrió en una página que contenía las palabras CAPÍTULO TRES. Fijó su mirada en la primera línea impresa y leyó: «El sol lo despertó…» y en un instante se encontró tumbado en un lecho de espesa hierba al lado de una hoguera casi apagada y humeante. El caballo relinchaba suavemente. El sol, que ya calentaba bastante, penetró oblicuamente en sus ojos y lo deslumbró. Apartó la manta y se puso en pie. Sentía dolor en las caderas. Un espeso enjambre de moscas cubría los montones de vísceras. La sangre oscura resplandecía sobre la hierba y Bunting cerró los ojos, salió violentamente de la página y regresó a su propio cuerpo. Respiraba con dificultad. El mundo del libro parecía estar todavía presente, como si acabara de desaparecer en aquel momento, llamándolo.
Colocó el libro precipitadamente en el asiento de la silla y se levantó. La habitación se balanceó dos veces, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, y Bunting extendió el brazo para recuperar el equilibrio. Se había perdido por el interior del libro sólo durante unas pocas horas pero se sentía como si hubiera pasado una noche entera durmiendo en una pradera ensangrentada, vigilando con inquietud la manada de búfalos masacrada. Dio la vuelta al libro de forma que su cubierta quedara boca abajo en la silla y llevó el biberón a la cocina. Lo volvió a llenar de coñac y dio dos tragos largos antes de enroscar otra vez la tetina.
Lo que le había ocurrido era profundamente inquietante y al mismo tiempo seductoramente agradable. Era como si hubiera estado viajando hacia atrás en el tiempo, penetrando en otro cuerpo y en otra vida, y allí hubiera vivido con un grado de sensibilidad y apertura a los que no podía acceder en su vida cotidiana. De hecho, había sentido que aquello era mucho más real que su vida real. Bunting empezó a temblar de nuevo recordando la pureza y la frescura del aire, el contacto del pelo áspero de Shorty contra sus piernas, la forma en que el voluminoso búfalo macho se le había acercado lentamente cuando los otros habían empezado a alejarse: en ese mundo todas las cosas tenían una lógica. No se desperdiciaba ningún detalle porque cada detalle rebosaba de significado.
Volvió a beber coñac, preocupado por otra cosa que se le acababa de ocurrir. Bunting ya había leído El cazador de búfalos tres o cuatro veces; poseía una pequeña estantería llena de novelas de misterio y del oeste que leía una y otra vez. Lo que le preocupaba era que en El cazador de búfalos no había una matanza de búfalos. Bunting podía recordar vagamente, no con detalle, unas pocas escenas en que el cazador cabalgaba entre los búfalos y los mataba, pero ninguna en la que los masacrara y se abriera camino por entre sus vísceras sanguinolentas.
Bunting dejó que el biberón colgara entre sus dientes, sujeto por la tetina, y miró alrededor en su pequeña habitación desordenada y atiborrada de trastos. Por un momento —tal vez ni siquiera una fracción de segundo—, su miseria habitual parecía temblar prometedora, como los labios de alguien a punto de narrar una historia. Bunting sintió una cierta esperanza inimaginable que luego se desvaneció de repente, tan de repente que apenas tuvo tiempo de dejar atrás el rastro de una curiosidad llena de asombro.
Se preguntaba si se atrevería a leer de nuevo El cazador de búfalos, y enseguida supo que no podría resistir la tentación de hacerlo. Leería unas cuantas horas más y luego saldría del libro y dormiría el tiempo suficiente.
Bunting se quitó el resto de la ropa y colgó su excelente traje. Se cepilló los dientes y dejó correr agua caliente sobre los platos en la fregadera para desanimar a las cucarachas. Luego apagó la luz de la lámpara del techo y de la otra lámpara, y se acostó. Su corazón volvía a latir alocado. Era él quien temblaba con una expectación casi sexual y se pasó la lengua por los labios mientras cogía el libro del abarrotado asiento de la silla. Se acurrucó entre las sábanas, dobló la almohada y finalmente abrió el libro de nuevo.
5
Fue leyendo sin descanso desde que se despertó por la mañana; cada vez que tenía que volver la página se ponía tenso. Despellejó a los búfalos, improvisó una especie de trineo para que Shorty arrastrara las pieles para venderlas a un comerciante sin escrúpulos, y fue víctima de una emboscada en la que casi le matan para robarle el dinero. Bunting fue encarcelado pero se escapó, encontró a Shorty atado en un solar y durmió dos noches a la intemperie. Consiguió un trabajo como jornalero en un rancho, y allí pudo enterarse de que el comerciante sin escrúpulos en pieles era el amo de la ciudad; después de aquello Bunting mató a tiros a un hombre en una pelea, se escapó otra vez de la cárcel y robó sus pieles de un almacén cerrado, mató a dos hombres más en otra pelea con pistolas, se enfrentó al comerciante en pieles y le ofrecieron el puesto de sheriff de la ciudad, pero rechazó la oferta. Salió cabalgando de la ciudad hacia la ansiada libertad, y dos días más tarde estaba de nuevo contemplando a los búfalos que pastaban en una extensa llanura. Shorty empezó a trotar hacia ellos, moviéndose en ángulo para situarse por delante de la cabeza de la manada. Bunting palpó las municiones de repuesto que guardaba en los bolsillos de su chaleco de piel de oveja y desenfundó lentamente el rifle. Shorty sintió un tirón muscular en un flanco. Una hembra de búfalo lanuda irguió la cabeza y miró a Bunting sin alarmarse. Bunting sabía que algo estaba llegando al final, algún estilo de vida, algún relato fruto del destino intachable de lo que significaba estar vivo en aquel momento. Una brisa fresca le hacía llegar el intenso olor de los búfalos, y la belleza pura y la precisión —una precisión formal, ineludible y exacta— de quién era y dónde estaba pasó a través de Bunting como la música, y cuando estaba llegando al último espacio en blanco, el más intenso y lleno de significado, no pudo reprimir su llanto por más tiempo.
Bunting dejó caer el libro de sus manos, ya de vuelta a un mundo empequeñecido. Experimentó una larga sensación de pura pérdida, de la que sólo conseguían distraerle el hambre atroz que sentía y ciertas necesidades físicas. Precisaba con urgencia ir al lavabo; se le habían dormido las piernas, le dolía el cuello, y las rodillas le crujían de dolor. Cuando finalmente se sentó en el retrete empezó a gritar: era como si se hubiera pasado días enteros sin moverse. Se dio cuenta de que estaba increíblemente sediento, y mientras se hallaba allí sentado hizo un esfuerzo por alcanzar la pila del lavabo, coger el vaso y llenarlo de agua. Se tragó el líquido, que descendió con dificultad por su garganta, abriéndose camino hacia el interior de su cuerpo. El mundo de Shorty, la interminable pradera verde y los búfalos pastando ya estaban nadando hacia atrás, como el sueño de una larga noche. Él se quedó atrás en su mundo más insignificante y menos elocuente.
Dejó correr el agua de la ducha y se metió dentro para remojar sus penas. Después de secarse se dio cuenta de que había perdido la noción del tiempo.
Ni siquiera estaba seguro de qué día era. Recordaba haber visto una oscuridad gris por las ventanas, de modo que probablemente pronto sería hora de ir a trabajar. Bunting se despertaba cada día a la misma hora, a las siete y media, y no necesitaba despertador. Pero ¿y si hubiera estado leyendo hasta muy entrada la noche y se hubiera emborrachado, como en la noche de su cumpleaños? ¿Había acabado realmente de leer el libro? ¿Había estado viviendo dentro del libro, como ahora le parecía? Eso significaría que no habría dormido en absoluto, aunque Bunting pensaba que había dormido, en hondonadas y en una cárcel pequeña, en un barracón, en la habitación trasera de una taberna y junto a una hoguera en una extensa pradera con millones de estrellas centelleando sobre su cabeza.
Se puso una camisa limpia, un traje a cuadros escoceses y un par de zapatos marrones viejos pero bien lustrados. Al colocarse el reloj se dio cuenta de que eran las seis y media. Había estado leyendo toda la noche, o la mayor parte de ella; supuso que habría dormido a ratos y soñado con ciertos pasajes del libro. El hambre acuciante le obligó a salir de la habitación cuando hubo acabado de vestirse, aunque aún le quedaba una hora de tiempo. Bunting pensó que podía ir otra vez andando al trabajo y llegar lo suficientemente pronto como para despachar todos los asuntos del lunes. Ahora que ya no estaba tan tenso, se sentía lleno de energía tanto física como mental, aunque en la superficie yacía una capa de cansancio como el que se siente después de realizar un ejercicio violento.
Parecía que el pasillo estaba más oscuro que de costumbre, y en el vestíbulo había dos adolescentes que se habían pasado toda la noche despiertos fumando crack y planeando fechorías, compartiendo un cigarrillo delgado liado a mano junto al helecho moribundo. Bunting pasó por entre ellos apresuradamente en dirección a la calle, que estaba sorprendentemente concurrida. Había recorrido ya medio camino en dirección al restaurante económico antes de que la visión de la multitud, la oscuridad y el ambiente de la ciudad en general se combinaran en su mente para hacerle llegar a la conclusión de que era de noche y no de día. Había transcurrido un día entero.
Antes de entrar en el restaurante compró un periódico, miró la fecha y descubrió que la situación era incluso peor de lo que se había imaginado. Era jueves y no martes, y no había salido del apartamento —ni siquiera de la cama— durante dos días y medio. Había vivido aproximadamente sesenta horas dentro de un libro.
Bunting entró en el restaurante iluminado. El cajero, quien en los últimos diez años lo había estado viendo por lo menos cuatro veces por semana, le dirigió una mirada extraña y llena de aprensión. Durante unos instantes el camarero pareció receloso de él. Luego el hombre lo reconoció, y su rostro fue relajándose. Bunting trató de sonreír y se dio cuenta de que todavía se le notaba la conmoción que había experimentado al ver que había perdido aquellas sesenta horas. Su sonrisa era como una máscara.
Bunting pidió una tortilla de queso fresco y una taza de café, y el camarero que servía en el mostrador se volvió hacia la máquina de café. Los titulares y las líneas impresas en negro parecían salirse del periódico que se hallaba doblado bajo el codo de Bunting y propagar las noticias en voz alta. Toda la luminosidad del restaurante se agitaba y repiqueteaba, como si quisiera decir: «Ten paciencia y espera, ten paciencia y espera», pero el hombre del mostrador se volvió con una taza blanca rebosante de café en la mano; la tinta se volvió a quedar quieta en el papel y la sensación de presagio y expectación se desvaneció en la superficie brillante y general de las cosas.
Bunting alzó la gruesa taza de porcelana. Su contorno estaba gastado de tanto utilizarla. Se hallaba ante un mostrador donde había comido miles de veces. La gente que le rodeaba poseía aquella combinación de anonimato y familiaridad que mejor representa la seguridad en la vida de la ciudad. Sin embargo, Bunting deseaba con todas sus fuerzas estar en su pequeña y abarrotada habitación, estirado sobre su cama sin hacer, con la tetina de un biberón entre los dientes y un libro abierto entre sus manos. Si había una tierra prometida —una Tierra Prometida—, él había vivido en ella desde el lunes por la noche hasta el jueves al atardecer.
Todavía estaba conmocionado y se sentía atemorizado por la intensidad de lo que le había ocurrido, pero sabía mejor que nadie que su deseo era regresar allí.
La tortilla que le sirvieron estaba demasiado hecha y demasiado salada, pero Bunting la engulló tan apresuradamente que apenas la saboreó.
—Tenía hambre, ¿eh? —le dijo el camarero del mostrador, y le entregó la nota sin acercarse más de lo preciso.
Al salir del restaurante, Bunting se encontró inmerso en lo que a primera vista parecía una oscuridad completa salpicada aquí y allá por las farolas de la calle y los faros de los vehículos que descendían a toda velocidad por la parte alta de Broadway. Había luces rojas que se encendían y apagaban. Un policía fornido indicó a Bunting que se apartara hacia un lado, alejándolo de algún accidente que había ocurrido en mitad de la acera. Bunting miró hacia el lugar y vio el cuerpo de un hombre enroscado en el suelo, y el de otro tumbado boca abajo de una forma casi serena y con las manos esposadas. La mitad de la acera estaba cubierta por una capa de líquido negro y fluido. El policía se dirigió hacia él, y Bunting se alejó del lugar con rapidez.
Más sobresaltos, más alboroto: semblantes pálidos y feroces emergían de la oscuridad, y los vehículos pasaban a toda velocidad chirriando, tocando el claxon. El color rojo de los semáforos le ardía en los ojos. A su alrededor, por todas partes, había criaturas de otra especie, más animales, más instintivas, más brutales que él. Pasaban por su lado sin inmutarse, separando los labios y enseñando los dientes. Oyó pasos tras él e imaginó su propio cuerpo tendido sobre el cemento desportillado, con su cartera vacía flotando en un charco de su sangre. Se aceleraron las pisadas y un pánico blanco y helado se apoderó de su cuerpo. Se movió hacia un lado y de repente una mano se posó sobre su hombro.
Bunting dio un brinco, y una voz profunda dijo: —Espere un momento, por favor.
Bunting miró por encima de su hombro y vio una cara ancha y brutal llena de puntos negros —agujeraos llenos de oscuridad— y un bigote negro. Casi se desmayó.
—Sólo deseo hacerle unas preguntas, señor.
Bunting se percató del uniforme y al mismo tiempo de la mirada divertida en el rostro del policía.
—Usted acaba de salir del restaurante, ¿no es así? Bunting asintió.
—¿Ha visto usted lo ocurrido?
—¿El qué?
—El tiroteo. ¿Ha visto usted el tiroteo? Bunting se puso a temblar.
—Yo sólo he visto… —De repente se calló al darse cuenta de que iba a decir: «Me vi a mí mismo disparando a un hombre en un tiroteo, allí en el Oeste». Miró frenéticamente hacia el restaurante. Había una docena de policías alrededor de una zona acordonada de la acera, y luces rojas girando y lanzando destellos—. En realidad no he visto nada. Yo sólo he visto… —Hizo un gesto señalando hacia la gente.
El hombre asintió con aire de cansancio y cerró su bloc de notas con un chasquido desdeñoso e incrédulo.
—Ya —contestó—. Buenas noches.
—Yo no he visto… Yo no…
El policía ya se había alejado.
En el lado de la avenida donde se hallaba, el vestíbulo de su banco ofrecía acceso a las hileras de cajeros automáticos; al otro lado de la calle los escaparates del drugstore rebosaban de luz a través de una exposición de personajes de dibujos animados de peluche. Había un anuncio de cartón troquelado que representaba a una chica en bañador sosteniendo una cámara fotográfica. Bunting observó que el policía volvía a reunirse con sus colegas. Antes de que tuvieran ocasión de empezar a hablar de él, entró en el banco y sacó cien dólares de su cuenta corriente.
Al salir se dirigió hacia la esquina, cruzó la calle sin mirar los coches de policía que estaban alineados frente al restaurante y entró en el drugstore. Compró cien tubos de cola de pegar epoxi, y biberones y tetinas por valor de noventa dólares, los suficientes para llenar una caja grande. Transportó todo ello con torpeza a su casa, mirando por encima de la caja para ver por dónde iba.
Tuvo que dejar la caja en el suelo para apretar el botón del ascensor, y luego otra vez para entrar en su apartamento. Cuando por fin se encontró a salvo en su habitación, con el cerrojo de seguridad bloqueando la puerta, las luces encendidas y un pequeño biberón Ama de colores lleno de vodka en la mano, sintió que estaba regresando su verdadero yo, hecho jirones y destrozado por la pesadilla vivida en las calles. Salvo por la extraña expectación que le había invadido en el restaurante, todo lo que le había sucedido desde que se había visto obligado a salir de su habitación debido al hambre, le había hecho sentir como si le hubieran apaleado. Bunting ni siquiera recordaba haber comprado todos aquellos biberones y tetinas. Todo había sucedido en medio de un aturdimiento tenso y forzado.
Empezó a sacar los biberones de la enorme caja, y de vez en cuando se detenía para echar un trago de Popov frío del Ama. Cuando llegó a sesenta y cinco, vio que sólo le quedaba una hilera para llegar al fondo de la caja, e inmediatamente se arrepintió de no haber sacado otros cien dólares del cajero automático. Iba a necesitar al menos el doble de biberones si quería llevar a cabo su proyecto, a menos que los colocara más separados. Pero no deseaba ponerlos espaciados sino lo más juntos posible. Era esencial que estuvieran apretados unos contra otros; tenía que ser como una especie de manta.
Bunting pensó que aquella noche intentaría hacer tanto como pudiera con el material que tenía, y al día siguiente por la tarde sacaría más dinero del banco y vería hasta dónde llegaba con setenta u ochenta biberones más. Cuando acabara por la noche leería un rato, pero no El cazador de búfalos sino otra novela para comprobar si recuperaba el mismo estado de gracia increíble que había experimentado anteriormente.
Bunting no entendía por qué razón, pero lo que deseaba hacer con todos los biberones nuevos estaba relacionado con lo que le había ocurrido cuando leyó la novela de Luke Short. Eso tenía que ver con… con la interioridad. Eso era la manera más aproximada para llegar a definir la conexión. Lo conducían hacia el interior, y en el interior era donde se hallaban todas las cosas importantes. Tuvo la impresión de que aunque todo su estilo de vida podía verse como una demostración de aquel principio, en realidad nunca había acertado a comprenderlo con anterioridad, nunca lo había visto claramente. Y pensó que esta percepción interior debió de ser lo que sintió acercarse hacia él en la cafetería: todo lo importante de su vida sucedía únicamente en aquella habitación.
Cuando hubo sacado todos los biberones de la caja, empezó a abrir los paquetes que contenían las tetinas y a enroscarlas en los biberones. Al acabar, abrió un tubo de pegamento epoxi y echó unas cuantas gotas sobre la base de uno de los biberones. Luego apretó con fuerza el biberón contra una pared vacía, en la esquina, hasta que quedó bien adherido a ella. Después se alejó unos pasos. El biberón con tetina rosa estaba pegado a la pared y sobresalía como una ilusión. Esta imagen le dejó sin aliento. El biberón parecía estar a punto de disparar o verter leche, jugo, agua, vodka o cualquier otra clase de líquido sobre quien se situara enfrente.
Echó unas gotas de epoxi sobre la base de otro biberón y lo colocó al lado mismo del primero.
Una hora y media más tarde había agotado los biberones nuevos y había conseguido forrar más de una tercera parte de la pared: biberones perfectamente alineados en sentido horizontal; con sus tetinas prominentes, avanzaban a lo largo de su superficie desde la entrada del hueco de la cocina hasta el marco de la puerta. Le dolían los brazos por el esfuerzo de apretar los biberones contra la pared, pero hubiera deseado terminar aquella pared y continuar con otra. Ahora ya resultaba hermosa, pero aún sería más hermosa cuando estuviera terminada.
Bunting se desperezó y bostezó, y fue a la fregadera a lavarse las manos. Un montón de cucarachas se dirigía a sus escondrijos, y Bunting decidió lavar los platos y los vasos apilados para evitar que las cucarachas empezaran a agolparse en el desagüe para salir de la fregadera. Mientras tenía las manos sumergidas en el agua jabonosa le asaltó un pensamiento muy inquietante. Desde que había comprado la caja de tetinas y biberones no había vuelto a pensar en que había perdido todo el martes, todo el miércoles y gran parte del jueves. ¿Y si la idea de cambiar radicalmente la decoración de su apartamento no era más que una reacción ante los días perdidos?
Sin embargo, aquél hubiera sido el punto de vista de otra clase de mente distinta de la suya. El mundo en el que iba cada día a trabajar y luego regresaba a su casa era el mundo de la vida pública. En aquel mundo, según la gente como su padre y Frank Herko, lo único importante era que uno «contara», «valiera tanto o cuanto», o no. Durante un segundo se imaginó a sí mismo renunciando por completo a aquel mundo superficial y sin valor alguno para convertirse en un Magallanes del mundo interior.
En ese momento sonó el teléfono. Bunting se secó las manos con el trapo grasiento de secar los platos, levantó el auricular y oyó a su padre que pronunciaba su nombre como si lo estuviera pulverizando. El corazón de Bunting se paró en seco. El mundo lo había oído. Esta sensación desconcertante fue tan fuerte que le impidió comprender el significado de las primeras frases de su padre.
—¿Que se ha caído otra vez? —preguntó finalmente.
—Sí. ¿Es que estás sordo? Te lo acabo de decir.
—¿Se ha hecho daño?
—Como la otra vez —contestó su padre—. Pensaba simplemente que tenías que enterarte de estas cosas cuando ocurren.
—¿Pero se ha magullado? ¿Se ha hecho daño en la rodilla?
—No, esta vez se ha caído de cara, pero la rodilla continúa como antes. La lleva completamente vendada, ¿sabes?, y eso probablemente ha impedido que se destrozara la rodilla.
—¿Por qué se cae? —le preguntó Bunting—. ¿Y qué opina el médico?
No lo sé, el médico apenas explica nada. El viernes la tengo que llevar para que le hagan algunas pruebas. Probablemente entonces encontrarán algo.
—¿Puedo hablar con ella?
—No, está en el sótano lavando ropa. Por eso he podido llamarte; tu madre no quería que te dijera lo que ha pasado. Ahora está con ese trasto para lavar la ropa, como siempre; lo utiliza dos o tres veces al día. Una vez la sorprendí bajando las escaleras con un trapo para los platos, iba a meterlo en la lavadora.
Bunting echó una mirada a su trapo sucio para los platos.
—¿Por qué hace…? ¿Qué es lo que trata de…?
—Se olvida de las cosas —replicó su padre—. Pura y simplemente. Se olvida.
—¿Quieres que vaya para allá? ¿Puedo hacer algo?
—Ya dejaste muy claro que te era imposible venir, Bobby. Recibimos tu carta sobre Verónica, Carol, el alquiler y todo eso. Nos dices que tienes una vida social muy activa, que tienes un trabajo estable, pero que no te sobra mucho dinero. Ésa es tu vida. Pero de todos modos, ¿qué podrías hacer?
—Creo que no mucho —replicó Bunting, sintiéndose herido y marginado con toda aquella letanía.
—Nada —añadió su padre—. Yo puedo encargarme de todo. Si hace la colada dos veces al día, ¿qué más da? A mí no me molesta. El médico nos ha dado hora para el viernes. ¿Pero qué nos va a decir? Tómeselo con calma, eso es todo, y nos costará treinta y cinco pavos oír cómo ese mamarracho le dice a tu madre que se lo tome con calma. Así pues, que sepamos, todo va bien. Sólo quería ponerte al día. Me alegro de haberte encontrado en casa. —Oh, claro. Yo también me…
—Porque debes de estar saliendo mucho estos días, ¿no? Incluso más de lo que tenías por costumbre, ¿no es así?
—No estoy seguro —replicó Bunting.
—Nunca he logrado sacarte una respuesta concreta, Bobby —le contestó su padre—. Algunas veces me pregunto si eres capaz de dar una. Te he estado llamando durante dos días y todo lo que contestas es «no estoy seguro». En fin, sigue enviándonos noticias tuyas.
Bunting prometió hacerlo, y su padre se aclaró la garganta y colgó sin decir realmente adiós.
Bunting permaneció sentado contemplando el auricular durante un rato, apenas consciente de lo que estaba haciendo, sin pensar en nada y sin darse cuenta de que no estaba pensando. No podía recordar lo que estaba haciendo antes de que sonara el teléfono: se había sentido rebosante de orgullo, le parecía recordar, más hinchado que una rana. Se imaginó a su madre bajando a toda prisa la escalera que conducía al sótano en dirección a la lavadora, llevando en sus manos tan sólo un trapo para los platos. Su rostro magullado estaba contraído por la preocupación y le habían colocado una compresa gruesa en la rodilla sujeta con una venda Ace. Parecía tan desconsolada como si llevara un niño moribundo en brazos. La vio dejar caer el trapo en la lavadora, verter dentro una taza de Oxydol, cerrar la tapa y apretar el botón de arranque. ¿Y qué hizo después? ¿Se alejó satisfecha de haber colocado en su lugar un pequeño átomo del universo? ¿Subió arriba y miró a su alrededor buscando otro trapo para los platos, otro calcetín olvidado, un pañuelo?
¿Se habría caído dentro de casa?
Colocó nuevamente el auricular en su sitio y se levantó. Antes de darse cuenta de que tenía la intención de dirigirse allí, ya había atravesado la habitación y se había situado frente a las hileras de biberones. Extendió los brazos y se inclinó hacia adelante. Sintió que las tetinas de goma le presionaban la frente, los ojos cerrados, las mejillas, los hombros y el pecho. Volvió la cara hacia un lado, extendió los brazos y se apretó más contra las tetinas. Era algo así como acostarse sobre la cama de clavos de un faquir, pensó. Se estaba bastante bien. Mejor dicho, aquello no estaba nada mal. Le gustaba. Las tetinas eran más duras de lo que esperaba, pero no tanto como para producir dolor. No se movió ni un solo biberón; el epoxi los sujetaba a la pared. Nada podría despegar aquellos biberones de la pared excepto un soplete o un cortafrío. Bunting se sintió un poco atemorizado al contemplar su obra. Suspiró.
«Ella se olvida de las cosas. Pura y simplemente». Las tetinas duras y pequeñas apretaban ligeramente las palmas de sus manos. Empezó a sentirse mejor. La voz de su padre y la imagen de su madre lanzándose velozmente escaleras abajo para poner en la lavadora un solo trapo retrocedieron a una distancia prudencial. Se enderezó y pasó las manos por las hileras de tetinas, que se aplastaban al contacto con su piel y luego saltaban como un resorte para recuperar su posición. Al día siguiente iría al banco a sacar más dinero. Con otros cien o ciento cincuenta dólares podría terminar la pared.
De todos modos no podía ir a Battle Creek; sería una pérdida de tiempo. Su madre ya tenía hora concertada con el médico.
Se alejó de la pared. La imagen de la cama del faquir resurgió en su mente: clavos, sangre saliendo de la piel agujereada. Se liberó de la imagen tomando un trago largo de un Ama. El vodka le quemaba al descender por la garganta. Bunting se dio cuenta de que estaba ligeramente ebrio.
Aquella noche ya no podía hacer nada más; todavía le dolían los brazos y los hombros de pegar las botellas en la pared. Pondría un poco más de vodka en el Ama —otros dos centímetros y medio, lo suficiente para una hora de lectura— y se acostaría. Al día siguiente tenía que ir a trabajar.
Mientras colgaba la ropa que había usado aquel día, echó un vistazo a la hilera de libros, preguntándose si experimentaría otra vez sensaciones similares a las que había conseguido leyendo El cazador de búfalos; temía que esta vez la lectura no fuera más que eso, una simple lectura.
Por otra parte también tenía miedo de que no lo fuera. ¿Quería penetrar en la madriguera del conejo cada vez que abría un libro?
Con la percha del traje en la mano, Bunting buscaba a tientas el perchero mientras contemplaba la hilera de libros. Finalmente se inclinó sobre el armario y colgó la percha para así poder mirar con libertad la hilera de libros. Había unos treinta o cuarenta, todos de bolsillo, y todos tenían al menos unos cinco o seis años. Algunos se remontaban a sus primeros días en Nueva York. Tenían las cubiertas medio dobladas, los lomos rotos y las páginas pulposas, como si hubieran estado sumergidas en una bañera. Casi la mitad eran novelas del Oeste, y muchas de ellas las había cogido en Battle Creek. La mayoría de las restantes eran de misterio. Finalmente seleccionó una de éstas: La dama del lago, de Raymond Chandler.
Sería un libro relativamente inofensivo para ver desde dentro: no era uno de aquellos libros en los que apalean, atiborran de medicamentos o encierran en un manicomio a Philip Marlowe. El lo había leído el año anterior y lo recordaba bastante bien. Podría ver si cambiaba algún detalle importante cuando hubiera entrado en el libro.
Bunting se cepilló cuidadosamente los dientes y se lavó la cara. Escudriñó a través de las persianas las deslustradas piedras marrones, preguntándose si alguna de las personas que vivían detrás de aquellas ventanas iluminadas habría sentido alguna vez algo similar a su expectación temerosa e impaciente.
Comprobó el nivel de la botella y apagó la otra lámpara. Luego la encendió otra vez y se sumergió en el armario para buscar el despertador que se había traído de Michigan pero que nunca había necesitado. Sacó el reloj de una bolsa que estaba detrás de los zapatos, lo programó para la hora que pensaba levantarse, apartó nada mal. Le gustaba. Las tetinas eran más duras de lo que esperaba, pero no tanto como para producir dolor. No se movió ni un solo biberón; el epoxi los sujetaba a la pared. Nada podría despegar aquellos biberones de la pared excepto un soplete o un cortafrío. Bunting se sintió un poco atemorizado al contemplar su obra. Suspiró.
«Ella se olvida de las cosas. Pura y simplemente». Las tetinas duras y pequeñas apretaban ligeramente las palmas de sus manos. Empezó a sentirse mejor. La voz de su padre y la imagen de su madre lanzándose velozmente escaleras abajo para poner en la lavadora un solo trapo retrocedieron a una distancia prudencial. Se enderezó y pasó las manos por las hileras de tetinas, que se aplastaban al contacto con su piel y luego saltaban como un resorte para recuperar su posición. Al día siguiente iría al banco a sacar más dinero. Con otros cien o ciento cincuenta dólares podría terminar la pared.
De todos modos no podía ir a Battle Creek; sería una pérdida de tiempo. Su madre ya tenía hora concertada con el médico.
Se alejó de la pared. La imagen de la cama del faquir resurgió en su mente: clavos, sangre saliendo de la piel agujereada. Se liberó de la imagen tomando un trago largo de un Ama. El vodka le quemaba al descender por la garganta. Bunting se dio cuenta de que estaba ligeramente ebrio.
Aquella noche ya no podía hacer nada más; todavía le dolían los brazos y los hombros de pegar las botellas en la pared. Pondría un poco más de vodka en el Ama —otros dos centímetros y medio, lo suficiente para una hora de lectura— y se acostaría. Al día siguiente tenía que ir a trabajar.
Mientras colgaba la ropa que había usado aquel día, echó un vistazo a la hilera de libros, preguntándose si experimentaría otra vez sensaciones similares a las que había conseguido leyendo El cazador de búfalos; temía que esta vez la lectura no fuera más que eso, una simple lectura.
Por otra parte también tenía miedo de que no lo fuera. ¿Quería penetrar en la madriguera del conejo cada vez que abría un libro?
Con la percha del traje en la mano, Bunting buscaba a tientas el perchero mientras contemplaba la hilera de libros. Finalmente se inclinó sobre el armario y colgó la percha para así poder mirar con libertad la hilera de libros. Había unos treinta o cuarenta, todos de bolsillo, y todos tenían al menos unos cinco o seis años. Algunos se remontaban a sus primeros días en Nueva York. Tenían las cubiertas medio dobladas, los lomos rotos y las páginas pulposas, como si hubieran estado sumergidas en una bañera. Casi la mitad eran novelas del Oeste, y muchas de ellas las había cogido en Battle Creek. La mayoría de las restantes eran de misterio. Finalmente seleccionó una de éstas: La dama del lago, de Raymond Chandler.
Sería un libro relativamente inofensivo para ver desde dentro: no era uno de aquellos libros en los que apalean, atiborran de medicamentos o encierran en un manicomio a Philip Marlowe. El lo había leído el año anterior y lo recordaba bastante bien. Podría ver si cambiaba algún detalle importante cuando hubiera entrado en el libro.
Bunting se cepilló cuidadosamente los dientes y se lavó la cara. Escudriñó a través de las persianas las deslustradas piedras marrones, preguntándose si alguna de las personas que vivían detrás de aquellas ventanas iluminadas habría sentido alguna vez algo similar a su expectación temerosa e impaciente.
Comprobó el nivel de la botella y apagó la otra lámpara. Luego la encendió otra vez y se sumergió en el armario para buscar el despertador que se había traído de Michigan pero que nunca había necesitado. Sacó el reloj de una bolsa que estaba detrás de los zapatos, lo programó para la hora que pensaba levantarse, apartó varias cosas de la silla situada junto a la cama para hacerle sitio y le dio cuerda. Después de poner el despertador para las siete y media, apagó la luz que estaba junto a la fregadera. Ahora la única luz encendida en su habitación era la lámpara de lectura situada en la cabecera de la cama. Apartó el cubrecama y la sábana con una ceremoniosidad casi formal y se metió en la cama. Dobló la almohada por la mitad y se la colocó detrás de la cabeza. Se pasó la lengua por los labios y abrió La dama del lago por el primer capítulo. Sentía latir la sangre en sus sienes, en las puntas de los dedos y en la nuca. La primera frase empezó a bailar ante sus ojos y se alejó del mundo real.
6
Casi todo era diferente: el aire lleno de nubes, los sonidos agudos y resonantes, la sensación de una gran tristeza. Él era más alto, estaba más despegado de sí mismo, y una de las mayores diferencias estribaba en que esta vez poseía una extensa memoria histórica, amplia e indagadora. Sabía que la ciudad que se extendía a su alrededor estaba cambiando, que el aire se hallaba mucho más contaminado que el aire puro y sano de la pradera en la que pacían los búfalos, pero a pesar de todo era mucho más puro que el de la ciudad de Nueva York cuarenta y cinco años atrás: algún aspecto de sí mismo estaba familiarizado con un futuro en el que la violencia, la ignorancia y la codicia habían logrado ganar la batalla. Iba caminando por el centro de Los Ángeles y vio a unos obreros arrancando una acera de goma en el cruce de las calles Sexta y Olive. El mundo palpitaba dentro de él. Sus detalles precisos le instaban al conocimiento, y cuando entró en un edificio y se encontró de pronto en una oficina de la planta séptima, sus ojos confirmaron y desviaron aquel conocimiento al evaluar el flujo constante de detalles: puertas de doble cristal con bordes de platino, alfombras chinas, una vitrina con hileras de cremas, jabones y perfumes en cajas de fantasía. Un hombre llamado Kingsley quería que él encontrase a su madre. Kingsley era un hombre de semblante preocupado, de metro noventa de estatura, vestido elegantemente con un traje de franela gris a rayas anchas, y no dejaba de caminar arriba y abajo de la oficina mientras hablaba.
Su madre y su padrastro habían pasado la mayor parte del verano en su cabaña en las montañas, en Puma Point, y de repente dejó de recibir noticias de ellos.
—¿Cree usted que se fueron de la cabaña? —preguntó Bunting. Kingsley asintió.
—¿Qué ha hecho usted al respecto?
—Nada. Nada en absoluto. Ni siquiera he subido allí arriba.
Kingsley esperaba que Bunting preguntase por qué, y Bunting se dio cuenta de la rabia y la impaciencia del hombre. Era como una pistola cargada y amartillada.
—¿Por qué? —preguntó.
Kingsley abrió un cajón del escritorio y sacó un telegrama. Se lo entregó a Bunting, quien lo desdobló ante la mirada indignada de Kingsley. El telegrama había sido enviado a Derace Kingsley, a una dirección de Beverly Hills, y decía lo siguiente:
ME DIVORCIO DE CHRIS STOP TENGO QUE ALEJARME DE
ÉL Y DE ESTA VIDA HORRIBLE STOP PROBABLEMENTE
PARA BIEN STOP BUENA SUERTE MAMÁ.
Cuando Bunting miró hacia arriba, Kingsley le entregó una fotografía mate de ocho por diez de un hombre y una mujer en traje de baño sentados en una playa bajo un parasol. La mujer, sonriente, era rubia y delgada, de unos sesenta años, todavía atractiva. Tenía el aspecto de una viuda guapa en un crucero de recreo. El hombre era un hermoso ejemplar de animal sin cerebro con una piel intensamente bronceada, cabello negro y fino, y hombros y piernas fuertes.
—Es mi madre —dijo Kingsley—. Crystal. Y Chris Lavery. Un antiguo gigoló. Es mi padrastro.
—¿Gigoló? —preguntó Bunting.
—De un montón de mujeres ricas. Mi madre fue la única que se casó con él. Es un hijo de puta, y entre nosotros nunca ha habido ni un ápice de amor.
Bunting preguntó si Lavery estaba en la cabaña.
—No se quedaría en ella ni un momento si mi madre no estuviera allí. Ni siquiera hay teléfono. Mi madre y él tienen una casa en Bay City. Le voy a dar la dirección.
En una hoja de papel rígido de las que tenía encima de su escritorio garabateó «Derace Kingsley, Compañía Gillerlain», y después la dobló por la mitad y se la entregó a Bunting como si se tratase de un secreto de estado.
—¿Se sorprendió usted de que su madre quisiera romper su matrimonio? Kingsley estuvo considerando la pregunta mientras sacaba un puro de una caja de caoba y lo decapitaba con una guillotina plateada. Tardó un rato en encenderlo.
—Me sorprendió que quisiera casarse con él, pero no me sorprendió que tuviera la intención de librarse de él. Mi madre tiene su propio dinero, mucho dinero, de los negocios de petróleo de su familia, y siempre ha hecho lo que ha querido. Nunca imaginé que pudiera durar su matrimonio con Chris Lavery. Pero recibí este telegrama hace tres semanas y pensé que ya habría tenido noticias de ella hace tiempo. Hace dos días me llamaron de un hotel en San Bernardino para decirme que el Packard Clipper de mi madre estaba en el garaje del hotel desde hacía unas dos semanas, sin que nadie lo hubiera reclamado. Yo me imaginé que ella estaba fuera del estado, y les envié un cheque para recuperar el coche. Ayer me topé con Chris Lavery frente al Club de Atletismo y se comportó como si nada hubiera ocurrido, y cuando le expliqué lo que sabía lo negó todo y dijo que ella se estaba divirtiendo allí arriba, en la cabaña.
—Así que está allí… —dijo Bunting.
—Ese hijo de puta mentiría por puro placer. Pero todavía hay algo más: mi madre ha tenido problemas con la policía en algunas ocasiones.
En aquel momento el hombre parecía realmente incómodo, y Bunting intentó ayudarlo.
—¿Con la policía?
—Se lleva cosas de los grandes almacenes, sobre todo cuando ha tomado demasiado martinis a la hora de comer. Hemos tenido algunas escenas bastante desagradables en los despachos de algunos directores. Hasta ahora nadie ha presentado cargos contra ella, pero si le ocurriera algo en una ciudad extraña donde nadie la conoce…
Levantó las manos y las dejó caer sobre el escritorio.
—¿Le llamaría a usted si estuviera en apuros?
—Antes llamaría a Chris —confesó Kingsley—. O estaría demasiado avergonzada para llamar a nadie.
—Bueno, creo que podemos descartar la posibilidad del hurto en las tiendas —manifestó Bunting—. Si hubiera abandonado a su esposo y se hubiera metido en líos, probablemente la policía se habría puesto en contacto con usted.
Kingsley se sirvió una bebida para intentar ahogar sus preocupaciones.
—Usted me hace sentir mejor.
—Pero han podido ocurrir otras muchas cosas. Tal vez se haya escapado con otro hombre. Tal vez haya sufrido un repentino ataque de amnesia, tal vez se haya caído y se haya hecho daño y no pueda recordar ni su nombre ni dónde vive. Quizás esté metida en algún lío que no hemos pensado. Quizás en algún asunto sucio.
—¡Por Dios, no diga eso! —suplicó Kingsley.
—Tiene usted que considerar todas las posibilidades —dijo Bunting—, absolutamente todas. Nunca se sabe lo que le puede pasar a una mujer de la edad de su madre. De repente muchas de ellas empiezan a comportarse de un modo extraño, créame, lo he visto millones de veces. Primero se ponen a lavar trapos de cocina en mitad de la noche. Se caen en los aparcamientos y se hacen daño en la cara. Se olvidan hasta de cómo se llaman.
Kingsley lo miró horrorizado. Bebió otro sorbo de su vaso.
—Cobro cien dólares al día y cien ahora para empezar —explicó Bunting.
Bunting condujo hasta la dirección de Bay City que la secretaria de Kingsley le había dado. El bungalow donde la madre de Kingsley había vivido con Chris Lavery se hallaba en el extremo de la V que formaba la parte interior de un gran cañón. Estaba construido hacia abajo, y la puerta principal se hallaba ligeramente por debajo del nivel de la calle. En el terrado había algunos muebles de jardín. Todas las habitaciones estaban en el sótano, y abajo de todo, como en el bolsillo de la esquina de una mesa de billar, se hallaba el garaje. Las piedras planas que conducían a la entrada principal estaban cubiertas de musgo coreano. En la puerta estrecha, bajo una reja metálica, había una aldaba de hierro.
Bunting golpeó la aldaba contra la puerta. Al no obtener respuesta, tocó el timbre. Luego volvió a martillear la puerta con la aldaba. Nadie acudió a abrir. Dio una vuelta a la casa y alzó la puerta del garaje hasta el nivel de los ojos. Dentro había un coche con laterales de color blanco. Regresó a la puerta principal.
Bunting tocó otra vez el timbre y aporreó la puerta, pensando que Chris Lavery podía estar dentro durmiendo la mona. Al no obtener respuesta, se movió frente a la puerta hacia adelante y hacia atrás, sin saber qué hacer a continuación. Tendría que conducir hasta el lago, de eso estaba seguro, pero tuvo la sensación de que iba a estar todo el día dentro del coche sin llegar a ninguna parte: en Puma Point se encontraría con otro edificio vacío, y se veía a sí mismo frente a otra puerta, golpeándola y llamando al timbre, pero nadie le iba a dejar entrar.
¿Cómo se había convertido en detective? ¿Qué es lo que le había impulsado a hacerlo? Ése era el misterio, y no el paradero de alguna estúpida ricachona que se había casado con un gigoló. Palpó el pequeño biberón rosa Ama situado en la pistolera de su sobaco para reconfortarse.
Bunting salió del porche y volvió a dar la vuelta a la casa hasta llegar al garaje. Abrió la puerta, entró y bajó la puerta tras él. El coche de laterales blancos era un gran descapotable deportivo que tragaba gasolina como si fuera vodka y que posiblemente alcanzaría los doscientos por hora en autopista. Bunting se dio cuenta de que si hubiese tenido la llave habría podido poner en marcha el motor, recostarse en el asiento, llevarse su querido biberón a la boca y dar un largo paseo. Podría haber puesto en práctica el largo adiós, aquel del que nunca se regresa.
Pero Bunting no tenía la llave del deportivo, y aunque la hubiera tenido, había una tarjeta de negocios con una ametralladora en una esquina: tenía que investigar. Al fondo del garaje había una puerta de madera contrachapada que conducía a la casa. La puerta estaba cerrada con algo que el constructor había comprado en una tienda de baratijas, y Bunting estuvo dándole patadas a la puerta hasta que se rompió y abrió. El vestíbulo se llenó de trozos de madera y piezas metálicas. Bunting entró en la casa. Su corazón latía deprisa, y con una súbita lucidez mental pensó: «Ésta es la razón por la que soy detective». No era sólo por la emoción sino por la sensación de descubrimiento inminente. La casa se extendía ante él como un corazón latiendo, y él estaba en un pasillo dentro de aquel corazón.
Le llegó de repente el olor cálido y semivelado de una mañana avanzada en una casa cerrada, junto al olor a Vat 69. Bunting empezó a caminar pasillo abajo. Echó un vistazo a una habitación de huéspedes con las persianas bajadas. Al final del pasillo entró en una habitación ostentosamente amueblada en la que había un galgo de cristal encima de una mesa grasienta con un espejo en su parte superior. En la cama deshecha había dos almohadas situadas una junto a la otra, y una toalla de color rosa con manchas de lápiz de labios colgando de la papelera. En una de las almohadas también había manchas de pintalabios rojo que parecían cuchilladas. En el aire flotaba el olor de un perfume fuerte y persistente.
Bunting se dirigió a la puerta del cuarto de baño y colocó la mano en el pomo. No, no quería mirar en el cuarto de baño; de repente se dio cuenta de que le gustaría estar en una selva de Sumatra, en un casquete polar, o en cualquier otro sitio antes que en el lugar donde estaba. La mancha de lápiz de labios de la toalla goteó a la alfombra, y ésta adquirió un tono rojizo de masa pastosa. Miró hacia la cama y vio que la segunda almohada tenía un brillo rojo que había traspasado la sábana.
No, se dijo, otra vez no, por favor. Uno de ellos está ahí dentro, o tal vez los dos, y todo tendrá el aspecto de una carnicería, no quieres, no puedes, es demasiado…
Giró el pomo y abrió la puerta. Tenía los ojos casi cerrados. El suelo estaba lleno de bucles y salpicaduras de sangre. La cortina de la ducha también se hallaba ligeramente salpicada de sangre.
Sólo se trata de Bunting encontrando otro cadáver. «Un cadáver al día Bunting», le llaman.
Atravesó el suelo manchado de sangre y abrió la cortina de la ducha.
La bañera estaba vacía. En el fondo de la misma sólo había una capa espesa de sangre que se deslizaba lentamente hacia el desagüe. A través de las ventanas del cuarto de baño pudo oír el terrorífico tañido de una campana. Un espacio blanco de aire se llenó con el sonido de la campana. Bunting se tapó los oídos con las manos. Le dolían el cuello y la espalda. Quería huir del cuarto de baño, pero éste se había desvanecido convirtiéndose en un espacio blanco y vacío. No podía mover las piernas. El dolor tenía atrapado su cuerpo como el fuego de san Telmo, y empezó a lanzar quejidos. Cerró los ojos y los volvió a abrir para descubrir el recinto insoportable de su habitación y el despertador escandalizando.
Por un momento supo que las paredes de su habitación estaban manchadas con la sangre de alguien; dejó caer el libro y saltó de la cama, jadeando de dolor y pánico. Las piernas no le respondieron y se cayó al suelo, tendido cuan largo era.
Sus piernas gritaban, todo su cuerpo gritaba. No podía moverse. Empezó a dirigirse hacia la puerta, gimiendo, gritando y sólo paró al darse cuenta de que estaba de nuevo en su habitación. Estuvo tendido en la alfombra, jadeante, hasta que la sangre volvió a fluir por sus piernas y logró levantarse e ir al cuarto de baño. Lo pasó mal cuando se vio obligado a abrir la cortina de la ducha, pero ninguna de las numerosas manchas de los sanitarios y los azulejos era roja, y el agua caliente pronto le hizo volver a su vida cotidiana.
7
El siguiente acontecimiento significativo en la vida de Bunting ocurrió después de la extraña experiencia que se acaba de describir, como si se hubiera basado o inspirado en ella, y comenzó poco después de que saliese de casa para ir al trabajo. Tenía un ligero dolor de cabeza y le temblaban las manos. Mientras se hacía el nudo de la corbata le pareció que su cara había cambiado un poco de aspecto, y la culpa no era sólo de las bolsas descoloridas que tenía debajo de los ojos. Parecía que sus mejillas estaban hundidas, y su piel tenía una palidez que no parecía natural. Supuso que no había dormido en absoluto aquella noche. Parecía como si todavía estuviera contemplando la bañera llena de sangre.
Era como si le hubieran arrancado una capa de piel. Parecía más sensible a todos los ruidos y colores de la calle, más fuertes y vivos. Todo parecía estar más animado de lo normal: los coches que bajaban por la avenida, los hombres y las mujeres que caminaban a paso rápido por las aceras, los vagabundos harapientos con sus bolsas de papel. Incluso el polvo y los trozos de papel que arrastraba el viento parecían mensajes. Aunque nunca había sido del todo consciente de ello, Bunting siempre procuraba fijarse en la menor cantidad posible de cosas cuando se dirigía al trabajo. Se imaginaba a sí mismo en una burbuja transparente que le protegía de un dolor y una distracción innecesarias. Así era como se vivía en Nueva York: uno se movía por la ciudad envuelto en un sobre de barniz resistente. Un equipo de hombres con chaquetas gruesas y gorro color naranja estaban levantando la acera de cemento situada bajo el edificio en el que Bunting vivía, y el sonido de la taladradora le martilleó en los oídos. Durante un segundo el mundo tembló a su alrededor, y de repente él volvía a estar en la ciudad de Los Ángeles cuarenta años atrás, yendo a ver a un hombre llamado Derace Kingsley. Sintió un escalofrío y luego se acordó: en el primer párrafo de La dama del lago había visto obreros levantando una acera de goma.
De repente las nubes se separaron para dejar espacio a la luz del sol, que cayó sobre Bunting y sobre todo lo que tenía delante. Después el aire se oscureció.
El sonido de la taladradora cesó bruscamente y los obreros situados detrás de Bunting empezaron a gritar palabras confusas y urgentes. Habían encontrado algo debajo de la acera, y puesto que Bunting tenía que alejarse de lo que habían encontrado, se dirigió rápidamente hacia la parada del autobús. Entonces se golpeó la cabeza contra una pared de agua; sin advertencia alguna, una lluvia espesa había empapado su ropa, su cabello, y todo y a todos los que se hallaban a su alrededor. El aire se oscureció en unos instantes, y el estallido de un fuerte trueno, seguido de cerca por un relámpago que iluminó la calle petrificada, amortiguó los gritos de los obreros. El relámpago hizo que el mundo se volviera blanco durante unos breves momentos eléctricos. Bunting no podía moverse. Su traje era un harapo mojado, y el pelo empapado le chorreaba por la cara. La tormenta repentina y el relámpago que iluminó el agua que resbalaba indiscriminadamente por el tejado de la marquesina de la parada del autobús, le hicieron salir disparado de su refugio. Por fin había sucedido lo que se había estado preparando durante días. De repente sintió que le habían lavado los ojos y que podía ver.
La gente lo empujaba al pasar frente a él para guarecerse en los portales o bajo la marquesina de la parada del autobús, pero él no podía ni quería moverse. Era como si toda su vida se hubiera abierto gloriosa ante él. Si hubiera podido moverse, se habría puesto de rodillas en señal de agradecimiento. Durante unos largos segundos después de que el relámpago se hubiera desvanecido, todo empezó a brillar y a arder rebosante de vida. Cada partícula del mundo estaba llena de vida: madera, metal, cristal o piel. Los coches, las bocas de incendio, los adoquines y las piedras machacadas de la calle, cada una de las gotas de lluvia, todo contenía la misma sustancia que también estaba dentro del propio Bunting, y esto era lo más significativo de sí mismo y de aquellas cosas. Si Bunting hubiera sido religioso habría pensado que había tenido una visión directa y sin intermediarios de Dios, pero como no lo era, su experiencia podía atribuirse a la santidad del propio mundo.
Todo esto ocurrió en unos pocos segundos, pero aquellos segundos estaban fuera del tiempo. Cuando la experiencia comenzó a desvanecerse y Bunting empezó a regresar de la eternidad hacia el tiempo real, se secó la mezcla de lluvia y lágrimas de la cara y empezó a caminar hacia la marquesina de la parada del autobús. Él también parecía haberse inundado. Se colocó bajo la marquesina. Algunas personas lo miraban de una forma extraña. Se preguntaba qué aspecto tendría; le parecía que podía estar ardiendo. Apareció el autobús en la oscuridad lluviosa de la avenida, dando sacudidas y avanzando a través de los baches como un transatlántico en el océano.
Se dio cuenta de que lo que le había ocurrido, lo que él ya estaba empezando a considerar «su experiencia» era similar a lo que sintió al entrar en El cazador de búfalos.
Suspiró ruidosamente y se secó los ojos. La gente que estaba más cerca de él se apartó.
8
Llegó a DataComCorp empapado e irritable, aunque no sabía por qué. Deseaba apartar a empujones a la gente que se cruzaba en su camino, vociferar a cualquiera que le entorpeciera el paso. Maldecía tener que llegar a la oficina con la ropa mojada. La verdad es que su malestar constituía sólo una mínima parte de su cólera. Bunting se sentía como si le hubieran obligado a estar encerrado en un lugar demasiado pequeño para él: había abandonado una mansión y regresaba a un cuchitril La visión de la mansión hizo que el cuchitril le pareciera insoportable. Salió disparado del ascensor y dirigió una mirada hostil a la recepcionista. Tan pronto como entró en su módulo de trabajo se quitó la chaqueta y la tiró sobre una silla. Se aflojó la corbata de un tirón y se frotó el cuello y la frente con su pañuelo humedecido. Dominado por una furia desconocida y depresiva dio un manotazo al interruptor del ordenador y empezó a introducir datos de mala gana. Si hubiera estado de mejor humor, su cautela natural le habría impedido cometer aquella equivocación después de que Frank Herko apareciera en su cubículo. Dadas las circunstancias, no tuvo elección: la cólera temeraria habló por él.
—Por fin ha vuelto el Gran Conquistador —dijo Herko.
—¡Déjame en paz! —replicó Bunting.
—Bunting el Infalible aparece todavía borracho después de una fiesta con su bomboncito, no viene a trabajar durante dos días, no contesta el teléfono, se presenta medio ahogado…
—Lárgate, Frank —insistió Bunting.
—… y más enloquecido que un toro enchiquerado, probablemente con la gripe, en el caso de que no sea pulmonía… Bunting estornudó.
—… y espera que la única persona que lo comprende de verdad se calle y lo deje en paz. ¡Dios mío, estás empapado! ¿Es que no te das cuenta? Espera un momento, vuelvo enseguida.
Bunting se puso a gruñir. Herko salió del cubículo y unos minutos después regresó con las dos manos llenas de toallitas de papel marrones que había sacado del distribuidor automático del lavabo de caballeros.
—Sécate con esto, hombre.
Bunting refunfuñó y se enjugó el rostro con algunas de las toallitas; se secó el cabello, se desabrochó la camisa y se frotó el pecho húmedo con las toallitas.
—Bueno, ¿qué has estado haciendo? —le preguntó Herko—. ¿Cómo es que apareces con pulmonía doble?
Herko era un loco histérico. Además se pensaba que era el dueño de Bunting. Y él no estaba dispuesto a ser propiedad de nadie.
—Gracias por las toallitas —le respondió—. Y ahora, sal de aquí.
Herko levantó los brazos.
—Sólo te quería decir que te he arreglado una cita con Marty para mañana por la noche. Supongo que estarás de acuerdo, ¿o también quieres matarme por esto?
El mundo que rodeaba a Bunting se volvió blanco de repente. La sangre dejó de circular por sus venas.
—¿Que me has arreglado una cita…?
—Bueno, es que Marty estaba ansiosa por conocerte. A las ocho en el bar Uno, Quinta Avenida. Como estaréis en Greenwich Village, desde allí podéis ir a miles de sitios. —Herko se inclinó hacia adelante para examinar a Bunting más de cerca—. ¿Qué te ocurre? ¿Te vuelves a encontrar mal? Tal vez sería mejor que te fueras a casa.
—Estoy bien. ¿Vas a hacer el favor de largarte de una puñetera vez? —dijo Bunting, dándose la vuelta y colocándose de cara al ordenador.
—¡Maldita sea! —exclamó Herko—. ¿Qué tal si me dieras las gracias?
—No quiero que me hagas más favores, ¿está claro?
Bunting siguió con los ojos en la pantalla y Herko se fue por fin.
A última hora de la tarde Bunting asomó la cabeza por el módulo de su amigo. Herko miró hacia arriba con una expresión enfurruñada.
—Lo siento —dijo Bunting—. Esta mañana estaba de mal humor. He sido grosero contigo y quiero disculparme.
—Está bien —le contestó Herko—, no te preocupes. —Todavía estaba algo tirante y herido—. Entonces estás de acuerdo en salir con ella, ¿no? ¿Mañana por la noche?
—Esto… —dijo Bunting, y vio que el rostro de Herko se ponía tenso—. Bueno, está bien. De verdad, es estupendo. Gracias.
—Te encantará el bar —comentó Herko—. Y estás en pleno Village, con miles de restaurantes a tu alrededor.
Bunting no había estado nunca en Greenwich Village, y sólo conocía los restaurantes, muchos de ellos inventados, a los que había llevado a Verónica. De repente se le ocurrió algo.
—A ti te gusta Raymond Chandler, ¿no? —le preguntó, acordándose de una conversación que habían mantenido con anterioridad.
—Me encanta Ray, es mi hombre.
—¿Te acuerdas del pasaje de La dama del lago en el que Marlowe va por primera vez a casa de Chris Lavery?
Herko asintió, recuperando al instante su buen humor.
—¿Qué es lo que encuentra allí?
—Encuentra a Chris Lavery.
—¿Vivo?
—Claro. ¿Cómo se las hubiera arreglado para hablar con él si no hubiese estado vivo?
—No encuentra un montón de sangre esparcida por todo el cuarto de baño, ¿verdad?
—¿Qué es lo que te ocurre? —preguntó Herko con sorpresa—. ¿Es que estás destrozando la gran literatura de nuestros tiempos, o qué?
—O qué —dijo Bunting, aunque le parecía que había mezclado, o tal vez destrozado realmente, las páginas que había leído. Salió del cubículo de Frank y se metió en el suyo.
Herko permaneció un momento sentado en silencio debido a la sorpresa, y luego empezó a gritar.
—¡Colmillos largos! ¡Colmillos largos, muy largos! ¡Bunting ha estado de ligue! Aullaba como un lobo.
Algunas mujeres profirieron una risita tonta y una de ellas le dijo a Herko que no debía tomar el pelo a su compañero. Herko empezó a soltar risotadas estridentes.
Bunting estaba sentado frente a su ordenador e intentaba concentrarse en su trabajo. Herko dejó de reírse para coger aire y luego siguió con sus ruidosas carcajadas. El burbujeo del ruido que le envolvía le hizo evocar de repente la imagen de los operarios que, un instante antes de la tormenta repentina, habían gritado algo al mirar hacia el interior del agujero que habían cavado en la acera: habían encontrado el cadáver de un hombre en aquel agujero.
Bunting lo supo con absoluta y repentina certeza. Los operarios que trabajaban en la acera habían mirado hacia abajo por el agujero y habían visto un cadáver en estado de putrefacción, o un montón de huesos y una calavera con un traje lleno de polvo, o un cuerpo en un estado intermedio. Bunting vio la boca abierta, el pelo enmarañado, los ojos abiertos y los gusanos retorciéndose. Intentó volver a la realidad en la que su cuerpo vivo, vestido con una camisa húmeda, estaba sentado frente a una pantalla de ordenador llena en aquellos momentos de algo que tenía el alarmante aspecto de un galimatías.
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Jesucristo saltó por encima de la piedra que había sobre su tumba, extendió los brazos y salió volando con su túnica blanca y sucia hacia un cielo azul inmaculado.
«Ese es mi cuerpo —pensó él—. Mi cuerpo».
Algo del tamaño de una nuez se movía dentro de su estómago. Creció hasta convertirse en algo del tamaño de una manzana que seguidamente sacó una punta que se transformó en una aguja. Bunting se apretó el estómago con la mano y salió del departamento de Introducción de Datos hacia el pasillo. Entró a trompicones en el lavabo de caballeros y se metió en un retrete no mucho más pequeño que su cubículo. Se acercó la corbata al pecho para evitar que se le ensuciara, se inclinó sobre la taza y vomitó.
A media tarde, Bunting apartó la vista de la pantalla y vio el reflejo de un vestido verde pasando por delante de su cubículo. El vestido era de un tono verde oscuro que contrastaba y armonizaba al mismo tiempo con las paredes claras de la oficina, y por un instante pareció flotar en dirección hacia Bunting, que había estado soñando despierto, aunque con nada en particular. El tono verde uniforme saltó hacia su punto de visión para desaparecer seguidamente. El aire que la mujer había llenado se intensificó con su ausencia, y de repente todo el mundo que Bunting podía ver prometía desbordarse con una existencia eterna y sagrada, al igual que lo había hecho aquella mañana. Bunting se abrazó a sí mismo y luchó contra la sensación creciente de expectación. No sabía por qué, pero tenía que resistir. El mundo perdió al instante aquella sensación de anticipación temblorosa que lo había inundado un momento antes: cada detalle volvió a su lugar. Jesucristo volvió otra vez a su sepulcro e hizo rodar la piedra para tapar la entrada. Los operarios que estaban bajo la lluvia miraban hacia el interior de un agujero. Bunting aún seguía vivo, o aún seguía muerto. Se había salvado. El árbol había caído en el bosque, y nadie lo había oído, así que aún seguía en pie.
Aquella noche Bunting puso el despertador y siguió leyendo La dama del lago. Iba en coche hacia las montañas, y cuando hubo llegado a un lugar llamado Bubbling Springs, el aire se hizo más fresco. En el lago Puma había canoas y barcas de remos que lo recorrían de un extremo a otro, y las lanchas motoras llenas de chicas que chillaban pasaban a toda velocidad dejando amplias estelas de espuma. Bunting pasó por praderas salpicadas de iris blancos y lupinos púrpuras. Giró al llegar a un letrero que indicaba la dirección del lago Little Fawn, y pasó lentamente con el coche por delante de unas rocas de granito, después de una cascada, y se adentró por un laberinto de robles negros. Ahora todo lo que estaba a su alrededor cantaba lleno de significado, y él estaba vivo dentro de aquel significado, tan vivo como se suponía que debía estar, igual que el significado de cada detalle dentro del paisaje. Un pájaro carpintero asomó por detrás de un árbol. Un lago ovalado se arremolinaba al fondo de un valle, y una pequeña cabaña cubierta con corteza de madera se recortaba contra una hilera de robles. Le llegó esta información y entró en él en forma de corriente uniforme, y cada pluma brillante y roca que afloraba y cada centímetro de madera se desbordaban con su parte de su ser, y Bunting, el ojo alrededor del cual se aglutinaba este mundo parlante, se movía a través de esta corriente de información, impertérrito y sin perder la concentración.
Salió de su coche, llamó a la puerta de la cabaña y se encontró frente a un hombre llamado Bill Chess, que se acercaba cojeando. Bunting le dio a Bill Chess un trago de un frasco de whisky de centeno que guardaba en el bolsillo, se sentaron en una roca plana y se pusieron a conversar. Su esposa lo había abandonado y su madre había muerto. Se sentía solo en las montañas. No sabía nada sobre la madre de Derace Kingsley. Al final subieron los peldaños de madera que conducían a la cabaña de Kingsley. Chess abrió la puerta y entraron en aquel recinto en el que reinaba un bochorno silencioso. A Bunting le dio un vuelco el corazón. Todo lo que veía era como una postal de un mundo sin dolor. Los suelos estaban limpios y las camas hechas. Bill Chess se sentó encima de uno de los cubrecamas color crema mientras Bunting abría la puerta del cuarto de baño. Dentro, el aire estaba caldeado, y el olor a sangre lo detuvo en cuanto entró. Bunting se acercó a la cortina de la ducha, sabiendo que los restos de Crystal Kingsley estaban dentro de la bañera. Aguantó la respiración y agarró la cortina. Cuando la retiró hacia un lado, Bill Chess se puso a gritar detrás de él: «¡Muriel!, ¡Dios mío, es Muriel!». Pero no había ningún cadáver en la bañera, sólo una mancha de sangre que se solidificaba mientras se deslizaba hacia el desagüe.
9
A las siete y media del viernes por la noche, Bunting estaba sentado a una mesa de cara a la entrada del bar Uno, Quinta Avenida, controlando la hora en su reloj y mirando hacia la puerta, alternativamente. Había llegado quince minutos antes, vestido con uno de sus mejores trajes, recién duchado, recién afeitado, con zapatos negros puntiagudos y la boca exhalando olor a Binaca. Para ir a la barra, que ya estaba llena de gente, había que pasar por entre las mesas, y Bunting tenía la intención de echar un vistazo a la mujer antes de que ella lo viera. Después de eso él ya sabría qué hacer. Se acercó la camarera y pidió otro vodka con martini. Bunting se sentía cómodo. El corazón le latía deprisa y le sudaban las manos, pero todo iba bien, pensó Bunting. Después de todo, ésta era su primera cita, su primera cita de verdad desde su ruptura con Verónica. En otro sentido, uno que él no deseaba considerar, ésta era la primera cita en veinte años. Cada dos minutos iba al lavabo de caballeros y se remojaba la cara. Se ahuecaba el cabello y se limpiaba los zapatos con toallitas de papel. Luego regresaba a la mesa, bebía unos sorbos del combinado y continuaba vigilando la puerta.
Lamentaba no haberse acordado de deslizar secretamente un Ama en uno de sus bolsillos. Incluso una tetina sería suficiente: podía metérsela en la boca cuando se sintiera inquieto. ¡O simplemente tenerla en el bolsillo!
Bunting tiró de los puños de la camisa, se pasó una mano por los cabellos y miró el reloj. Tenía los codos apoyados sobre la mesa y contemplaba a la gente del bar. La mayoría eran más jóvenes que él, y todos hablaban y reían. Volvió a comprobar la puerta. Acababa de entrar una mujer joven con cabello negro y gafas redondas, pero todavía eran las ocho menos veinte, demasiado temprano para Marty. Sacó el pañuelo y se secó la frente pensando que debería ir otra vez al cuarto de baño y echarse más agua sobre la cara. Estaba un poco acalorado. Seguía sintiéndose bien, pero tenía un poco de calor. Deliberadamente se puso a pensar en todas aquellas veces que había ido con Verónica a lugares imaginarios. Se metió las manos en los bolsillos y trató de recordar lo que había sentido exactamente al entrar en Quaglino’s con su novia alta y ejecutiva…
—¿Bob? ¿Bob Bunting? —le dijo alguien al oído.
Bunting se echó hacia adelante como si le hubieran pinchado con un tenedor. Se dio en el pecho contra la mesa y el vaso sé tambaleó. Al levantar la mano para agarrarlo, volcó el vaso. El líquido transparente se derramó dejando una mancha oscura en el mantel. Dos aceitunas grandes salieron rodando por la mesa y una de ellas cayó al suelo. Bunting profirió un pequeño y ridículo chillido. La mujer que se había dirigido a él se estaba riendo. Cuando le puso una mano sobre el brazo, Bunting giró rápidamente sobre su silla, su codo chocó contra el borde de la mesa y se encontró con la mujer de cabello negro que acababa de entrar en el restaurante, mirándole con ojos interrogantes.
—Después de todo esto, espero que seas Bob Bunting —preguntó ella. Bunting asintió.
—Yo también lo espero —contestó—. Parece que no estoy demasiado seguro, ¿verdad? Pero ¿quién es usted? ¿Nos conocemos?
—Soy Marty —replicó ella—. ¿No me estabas esperando?
—¡Oh! —dijo él, comprendiéndolo todo por fin. Era una mujer joven, de baja estatura y rostro redondeado, con un aspecto vivaz y enérgico que hizo que Bunting se sintiera cansado al instante. Sus ojos eran muy azules y su lápiz de labios muy rojo. La primera impresión fue como si por dentro se estuviera riendo de él—. ¡Perdona! —exclamó—. Claro que sí, por supuesto que sí, me alegro mucho de conocerte.
Se levantó y le tendió la mano.
Ella le dio la mano sin tomarse la molestia de ocultar su diversión.
—¿Hace mucho rato que estás aquí?
La chica tenía un fuerte acento neoyorquino.
—Un poco —confesó él.
—Querías verme antes, ¿verdad?
—Bueno, no. En realidad, no.
Pensó con nostalgia en su habitación, su cama, su pared llena de biberones y La dama del lago.
—¿Cómo has sabido que era yo?
—Frank me hizo una descripción de ti. Dijo que irías vestido como un abogado y que parecías un poco tímido. ¿Quieres que tomemos aquí otra copa, ya que te he hecho derramar la que bebías? Yo también tomaré una.
Bunting llevó el abrigo de la chica al guardarropa y cuando regresó encontró otro martini en su sitio, un vaso de vino blanco frente a Marty y un mantel limpio sobre la mesa. Ella le sonreía. Era incapaz de determinar si ella era insólitamente hermosa o sólo desconcertante.
—Viniste temprano para ver cómo era yo, ¿no es cierto? —preguntó ella—. Si no te hubiera gustado mi aspecto te podrías haber escabullido cuando yo entré en el bar.
—Nunca haría una cosa así.
—¿Por qué no? Yo lo haría. ¿Por qué piensas que he venido aquí tan temprano? Quería ver cómo eras. Las citas a ciegas me hacen sentir extraña. De todos modos he sabido quién eras desde el primer momento y no tenías tan mal aspecto. Por lo que Frank me ha dicho de ti, temía que fueras un tipo estirado, pero alguien que se pone tan nervioso como tú no puede ser un tipo estirado.
—Yo no estoy nervioso —replicó Bunting.
—Entonces ¿por qué saltaste como un resorte cuando pronuncié tu nombre?
—Me diste un susto.
—Bueno, yo no te habría podido dar un susto si tú no hubieras estado nervioso. No te preocupes. Tú tampoco me habías visto antes. Así que dime la verdad. Si me hubieras visto entrar por la puerta y yo no te hubiera visto, ¿te habrías ido o hubieras seguido con esto hasta el final?
Ella levantó su vaso y bebió. Sus ojos eran de un azul tan intenso que incluso había pasado al blanco dejando un tenue halo azul alrededor del iris. Por primera vez se dio cuenta de que ella llevaba un vestido negro muy ceñido y que sus cejas eran líneas negras y firmes. Parecía exótica, casi misteriosa, sorprendentemente guapa. Luego, de repente, la vio desnuda, una visión de piel blanca y tersa, y grandes y cálidos pechos.
—¡Oh! —dijo él—. Por supuesto que hubiera seguido hasta el final.
—¿Por qué te ruborizas? Se te ha puesto toda la cara roja.
Bunting se encogió de hombros, avergonzado. Estaba seguro de que ella sabía lo que había estado pensando. Dio un buen trago a su bebida.
—No eres exactamente como yo esperaba, Bob —comentó ella con una voz muy seca.
—Bueno, tú tampoco eres del todo como yo esperaba —fue todo lo que se le ocurrió decir. Incapaz de mirarla, estaba sentado muy erguido en la silla y de cara a la alegre multitud que inundaba el bar. ¿Cómo eran aquellos hombres capaces de estar tan despreocupados? ¿Cómo se les podía ocurrir algo que decir?
—¿Conoces bien a Frank y a Lindy? —preguntó ella.
—Trabajo con Frank. —Él le dirigió una mirada y seguidamente volvió a mirar a la gente del bar, feliz y sin problemas—. Estamos en la misma oficina.
—¿Eso es todo? ¿No lo ves después de trabajar? Él movió la cabeza en señal de negación.
—Has impresionado mucho a Frank —contestó ella—. Él parece pensar que… Bob, ¿te importaría mirarme mientras te hablo?
Bunting se aclaró la garganta y volvió el rostro hacia ella.
—Lo siento.
—¿Hay algo que no va bien? ¿Algo que yo debería saber? ¿Es que me parezco a la persona que más odiabas en el cuarto curso?
—No, me gusta tu aspecto —dijo Bunting.
—Frank tiene la impresión de que eres un gran conquistador. Un salvaje. «Colmillos largos, Marty —me dice—. Ese tío tiene los colmillos muy, pero que muy largos». Ya sabes cómo habla Frank. Eso significa que le caes bien. Así que yo me imaginé que si le gustabas tanto a Frank Herko no podías ser tan malo. Porque Frank Herko se comporta como un gilipollas, pero en el fondo es un bendito.
Tomó un sorbo de vino y continuó mirándolo serenamente.
—Así que me puse guapa y cogí el tren hacia Manhattan. Pensé que al menos esta noche me podría divertir un poco, ir a algún club, quizás a un buen restaurante, conocer a ese salvaje, y si me lo tengo que sacar de encima cuando todo haya terminado, pues bueno, lo haré. Pero no es así, ¿verdad? Tú no conoces ningún club; en realidad no sales mucho, ¿verdad, Bobby?
Bunting se levantó y sacó un billete de veinte dólares de su cartera. Estaba tan sofocado que tenía la impresión de que sus orejas eran el doble de grandes de lo normal. Puso el dinero encima de la mesa y dijo:
—Lo siento, no era mi intención hacerte perder el tiempo. Marty sonrió burlonamente.
—Espera, ¿quieres? —Alargó la mano por encima de la mesa y lo agarró por la muñeca—. No te lo tomes así; lo que estoy intentando decirte es que eres diferente de lo que yo esperaba. Siéntate. Por favor. No seas tan…
Bunting se sentó y ella le soltó la muñeca. Él todavía sentía los dedos de ella presionando su piel. Esto le produjo un poco de mareo. Se puso a mirar su cara pálida, bonita e inteligente.
—Estás muy asustado —siguió ella—. Pero no hay motivo para eso. Quedémonos aquí sentados y charlemos. Dentro de un rato podemos salir y comer algo en algún sitio. O incluso podríamos quedarnos a comer aquí. ¿De acuerdo?
—Claro —replicó él, sintiéndose mejor—. Podemos quedarnos aquí sentados y charlar.
—Oye una cosa —dijo Marty frunciendo el ceño—, ¿siempre sudas tanto o es por mi culpa?
Él se limpió la frente.
—Yo, esto…, he tenido una semana muy extraña. Las cosas me han afectado de un modo muy peculiar. Hace poco que he roto con alguien.
—Me lo dijo Frank. Yo también. Por eso él pensó que podríamos conocernos. Pero creo que deberías pensar en otro tópico.
—Yo no tengo tópicos —replicó Bunting.
—Todos los tíos hablan de deportes. A mí me gustan los deportes. De verdad. En serio que me gustan. Soy una admiradora de los Yankees desde hace siglos. Y me gusta cómo juegan los Islanders.
Pero mi deporte favorito es el baloncesto. ¿A ti quién te gusta? Seguro que Larry Bird… tu te pareces a Larry Bird. A los tipos que les gusta Larry Bird nunca les gusta Michael Jordán, no sé por qué.
—¿Michael qué? —preguntó Bunting.
—Fútbol. Phil Simms. Los Jets. Los viejos Giants. Lawrence Taylor.
—Odio el fútbol.
—De acuerdo, ¿y qué me dices de la música? ¿Qué clase de música te gusta? ¿Has oído alguna vez música house?
Bunting se imaginó una casa como la que dibujan los niños, con dos ventanas a cada lado de una puerta sencilla, bailando al compás de las notas que salen de una chimenea sujeta a su tejado puntiagudo.
Marty inclinó la cabeza y sonrió.
—Pensándolo bien, seguro que la música que te gusta es la clásica. Te sientas cómodamente en tu casa y escuchas sinfonías y cosas por el estilo. Te preparas un martini corto y luego escuchas un ratito a Beethoven, ¿no es verdad? Y entonces ya estás en plena forma. A mí a veces también me gusta escuchar música clásica. Creo que es buena.
—La gente está demasiado interesada en música y deportes —replicó Bunting—. De lo único que sabe hablar es de algún partido que han visto en televisión, o de alguna serie, o de algún disco. Es como si no existiera nada más.
—Te has olvidado de una cosa —contestó ella—. Te has olvidado del dinero.
—Tienes razón, se presta mucha atención al dinero.
—Entonces, ¿a qué se debería prestar atención?
—Bueno… —Miró hacia arriba, olvidando por un momento su torpeza y malestar. A él le parecía que para esta pregunta existía una respuesta exacta y que él la sabía—. Bueno, a cosas más importantes. —Bunting levantó las manos como si pudiera agarrar la respuesta mientras pasaba volando por delante de él.
—A cosas más importantes que los deportes, la televisión y la música. Y por supuesto que el dinero.
—Sí, nada de esto es importante, no tiene ningún valor si te paras a pensarlo.
—¿Y qué es importante para ti? —Ella lo miraba con los ojos entornados detrás de las grandes gafas—. Me muero de ganas por saberlo.
—Bueno, lo que está dentro de nosotros.
—¿Lo que está dentro de nosotros? ¿Y eso qué significa? Bunting hizo un gesto vago con las manos.
—Más o menos pienso que Dios está dentro de nosotros. —La frase le salió de la boca espontáneamente, y lo dejó tan sorprendido como a Marty—. Algo parecido a Dios está dentro de nosotros. También está en nuestro exterior. —Entonces encontró una forma para expresarlo—. Dios es lo que nos permite ver.
—Así que eres religioso.
—No, lo más curioso de esto es que no lo soy. Hace veinte años que no voy a la iglesia. —Bunting se tapó los ojos con las manos durante un momento y luego las retiró. Su rostro parecía desnudo, como si se acabara de quitar unas gafas—. Supongamos que estás bajando por una calle. Supongamos que no estás pensando en nada en particular. Estás tratando de llegar al trabajo e incluso estás muy preocupado por algo, por el alquiler del apartamento, por la forma en que se comporta tu jefe, o por alguna otra cosa. Tú estás completa y absolutamente inmerso en el mundo normal. Y de repente ocurre algo: se incendia un coche o una mujer con voz magnífica empieza a cantar detrás de ti, y de pronto eres consciente de lo que hay realmente a tu alrededor, de que todas las cosas, absolutamente todas, están vivas. El mundo entero es una cosa viva, rebosa de vida. Cada piedra, cada brizna de hierba, cada mota de polvo, cada gota de lluvia, incluso los limpiaparabrisas y los faros, es como si estuvieras flotando en el espacio, o mejor dicho, es como si te hubieras ido, como si hubieras desaparecido, como si realmente ya no existieras de la forma que lo hacías antes porque eres igual que cualquier otra cosa, ni más vivo ni más consciente, exactamente igual de vivo, exactamente igual de consciente, todo rebosa, la luz brota y se derrama sobre cada pequeño detalle…
Bunting luchaba por reprimir las ganas de llorar.
—Te diré una cosa, eso hace que un partido doble contra Los Angeles parezca insignificante.
—El partido doble también forma parte de ello —contestó él, comprendiéndolo entonces—. Nosotros, aquí sentados, también formamos parte de aquello. Estamos hablando, y eso representa una parte grande de aquello. Si las iglesias fueran lo que deberían ser, abrirían sus ventanas y se concentrarían en nosotros aquí sentados. Mirad eso, dirían, mirad toda esa belleza y sentimiento, mirad ese resplandor, ese resplandor increíble, eso es lo verdaderamente santo. Sin embargo, ¿sabes lo que dicen en lugar de eso? —Acercó más su silla a la de ella y dio otro trago largo a su bebida—. Es posible que ellos sepan todo esto, yo creo que algunos de ellos lo saben, debe de ser su secreto. Pero en vez de eso dicen exactamente lo contrario. El mundo es malvado y feo, dicen ellos… volvedle la espalda. Necesitáis sangre, dicen, necesitáis sacrificaros. Hemos retrocedido a los tiempos de los salvajes danzando en torno a una hoguera. Matad a ese niño, matad a esa cabra, el cuerpo es pecaminoso y el mundo es perverso. Ignoradlo el tiempo suficiente y en el cielo os recompensarán por ello. La gente envejece creyendo eso, enferma y se vuelve olvidadiza, empieza a desvanecerse fuera del mundo sin haberlo conocido jamás.
Marty lo miraba atentamente, boquiabierta. Parpadeó cuando él hubo terminado su discurso.
—Ahora comprendo por qué Frank está tan impresionado contigo. Él puede hablar así durante horas. Os lo debéis de pasar muy bien en el trabajo.
—Nunca hablamos de estas cosas en el trabajo. Yo nunca he hablado de esto con nadie hasta ahora.
De repente Bunting se acordó de que estaba sentado en una mesa con una mujer bonita. Él estaba en el mundo y gozaba de él. Tenía una cita, hablaba. No había ningún problema. Era como los hombres que estaban en la barra detrás de él hablando con sus amigas. Se preguntó si sería buena idea contarle a Marty lo de los biberones.
—¿No hablabas de esto con tu novia? Bunting negó con la cabeza.
—A ella sólo le interesaba su carrera profesional. Me hubiera tomado por loco.
—Bueno, yo también creo que estás loco —replicó Marty—. Pero es perfecto. Frank está loco en otro sentido, y entre otras cosas, menos inofensivas, mi ex novio estaba loco por la música doo-wop. ¿Te suena Johnny Maestro? Él creía que era la esencia de todas las cosas.
—Supongo que lo era —contestó Bunting—. Pero no más que cualquier otra cosa.
—¿Has sacado todas esas ideas de los libros? ¿Lees mucho?
En el cerebro de Bunting se produjo otra explosión y volvió a tomar otro trago largo mientras balanceaba su mano libre en el aire, dándole a entender que ella no había comprendido del todo la importancia de todo aquello, pero que él todavía tenía mucho que decir respecto a la pregunta.
—¡De los libros! —exclamó después de beber—. No te irás a creer que lo que yo… —Movió la cabeza. Ella le sonreía—. Piensa en lo que significa realmente tener un libro. Me refiero a una novela. Tú estás leyendo una novela. ¿Qué ocurre? Tú estás en otro mundo, ¿no es cierto? Alguien lo creó, alguien seleccionó todo lo que éste contiene, y de repente ya no estás en tu apartamento. Estás andando por un camino de montaña o estás sentado encima de un caballo. Miras hacia afuera y ves cosas. Lo que tú ves es parte de lo que el autor puso allí para que lo vieras, y parte de lo que tú te inventas a partir de aquella base. Todo posee un significado, porque todo ha sido seleccionado. Todo lo que ves, tocas, sientes, hueles, todo lo que percibes y todo lo que piensas está organizado para llevarte a algún sitio. ¿Lo ves? ¡Todo brilla! En las pinturas pasa lo mismo, ¿no te lo imaginabas? Hay alguna fuerza que empuja todos los detalles haciéndolos destacar, haciéndolos cantar. Porque el acto de pintar o escribir sobre una hoja o una casa o lo que sea, si el individuo sabe lo que se hace, equivale a decir: yo vi el asombroso renacer de la vida en este objeto y ahora tú también lo puedes ver. ¡Así que despierta! —Bunting gesticulaba con las manos como un director de orquesta pidiendo a los músicos que toquen más fuerte.
—¿Has pensado alguna vez en hacerte profesor? —preguntó Marty—. Te emocionas tanto, Bobby; encajarías muy bien en una clase.
—Sólo quiero decir una cosa. —Bunting colocó la mano sobre su corazón—. Ésta es la noche más grande de mi vida. Jamás me había sentido así. Al menos desde que era muy pequeño, cuando tenía tres o cuatro años más o menos. ¡Me siento maravillosamente!
—Bueno, lo cierto es que ya no estás nervioso —le contestó Marty—. Pero yo sigo opinando que eres religioso.
—Nunca he oído ninguna religión que predique esto, ¿y tú? Si sabes de alguna, dímelo y me convertiré a ella. Tiene que ser una religión que diga: No entres aquí, quédate fuera, a la intemperie. Despierta y abre los ojos. Lo que nosotros hacemos aquí con las cruces y todo lo demás es para recordarte lo que es verdaderamente sagrado.
—Eres un caso —replicó ella riendo—. Tú y Herko sois realmente tal para cual. Los dos debéis de armar mucho alboroto en la oficina.
—Quizá deberíamos hacerlo.
Por un instante vertiginoso, Bunting se vio a sí mismo y al peludo y autoritario Frank Herko dirigiendo debates en voz alta por encima de la mampara divisoria del compartimiento. Él hablaría como lo estaba haciendo ahora, y Frank respondería con entusiasmo y desenfado, y los dos continuarían sus debates después del trabajo, en apartamentos, restaurantes y bares. Era la visión de una vida normal y feliz. Él llamaría a Frank Herko a su apartamento y Frank diría: «¿Por qué no vienes? Tráete a Marty, iremos a comer algo, lo pasaremos bien».
Bunting y Marty se sonreían.
—Te pareces bastante a Frank, ¿sabes? A ti te gusta decir cosas extravagantes. No eres en absoluto como creía cuando entré. Quiero decir que me caíste bien y creía que eras interesante, pero tuve la impresión de que sería una larga velada. ¿No te importa que diga eso? De verdad que no quiero herir tus sentimientos y supongo que no lo estoy haciendo, porque ahora me pareces completamente diferente. Quiero decir que nunca he oído a nadie hablar de la manera que tú lo has estado haciendo, ni siquiera a Frank. Puede ser una locura, pero es fascinante.
Nadie la había dicho nunca a Bunting que era fascinante, y mucho menos una joven como aquella que en aquel momento lo miraba con unos maravillosos ojos azules más allá de una cascada de cabello negro.
El se dio cuenta —y ése fue uno de los momentos más gloriosos de su vida— de que muy probablemente podría llevarse a aquella asombrosa joven a su apartamento.
Entonces se acordó del aspecto que tenía su apartamento —su habitación— y lo que él había hecho allí.
—No empieces otra vez a sonrojarte —dijo Marty—. Sólo es un cumplido. Eres un hombre interesante y tú apenas te das cuenta.
Ella se inclinó a través de la mesa y colocó sus dedos con suavidad en el dorso de la mano de Bunting.
—¿Por qué no nos acabamos las bebidas y pedimos algo de comer? Es viernes. No hace falta que vayamos a ningún otro sitio. Aquí se está bien. Me estoy divirtiendo mucho.
Bunting sentía los dedos ligeros y fríos de Marty como si fueran yunques sobre su piel. Un arrebato de culpabilidad le hizo retirar la mano. Ella todavía le sonreía, pero una sombra pasó por detrás de sus maravillosos ojos.
—Tengo que hacer una cosa —dijo él—. Me había olvidado. Por ahí debe de haber un teléfono. —Empezó a mirar nervioso alrededor de todo el restaurante.
—¿Tienes que llamar a alguien?
—Es urgente. Lo siento. No puedo creer que me haya estado portando como… Bunting se limpió el sudor de la cara, se levantó y se dirigió vacilante hacia la gente que estaba de pie en la barra.
—¿Como qué? —preguntó ella, pero él se estaba abriendo paso torpemente entre la gente.
Bunting encontró un teléfono público fuera del lavabo de caballeros. Buscó monedas en sus bolsillos y las introdujo en el teléfono. Luego marcó el prefijo de Battle Creek y el número de sus padres. Dejó caer dentro del teléfono casi todas las monedas que llevaba. El teléfono sonó un buen rato. Bunting se puso nervioso y se tapó el oído con la mano para aislarlo del alboroto de las voces del bar. Finalmente contestó su madre.
—¡Mamá! ¿Cómo estás? ¿Cómo ha ido?
—¿Quién es?
—Bobby. Soy Bobby.
—Bobby no está —respondió ella.
—No. Yo soy Bobby, mamá. ¿Cómo te encuentras?
—Bien, estoy bien, ¿por qué no iba a estarlo?
—¿Has ido hoy al médico?
—¿Por qué había de ir? —Su voz sonaba áspera, casi enojada—. Eso fue una estupidez. Yo no tengo por qué ir al médico y escuchar a tu padre refunfuñar sobre el dinero durante el resto de su vida.
—¿No tenías hoy hora con el médico?
—¿Que yo tenía hora?
—Yo creo que sí —contestó él, sintiendo que perdía contacto con la realidad.
—Bueno, y si la tenía, qué. No estamos en Rusia. Tu padre quería darme la bronca por el dinero, eso es todo. Yo hice ver que… sólo estuve sentada en el coche, eso es todo lo que hice. Él quería humillarme, eso es lo que hay, treinta y siete años de humillación. —¿Él no fue contigo?
—Él no podía ir, y además no había concertado ninguna visita con el médico. Y cuando vine a casa, conduje y conduje. Todo el rato veía la empresa Kellog’s y el sanatorio, pero en ningún momento supe dónde estaba, así tuve que seguir conduciendo y de repente, como si se tratase de un milagro, vi que estaba entrando en nuestra calle y me enfadé tanto con él que juré que nunca más volvería a ir a ese médico.
—¿Te perdiste al regresar a casa? —Bunting sentía que le ardía el cuerpo.
—Basta ya de hablar de eso. Estás hablando como él. Quiero saber algo sobre esa hermosa novia tuya. Háblame de Verónica. Algún día tienes que traer a esa chica a casa, Bobby. Queremos conocerla.
—Ya no salgo con ella —replicó Bunting—. Os lo decía en mi carta.
—Eres exactamente igual que ese viejo cascarrabias. Bestia es la palabra que más bien le va. Un bestia toda su vida, bestia, bestia, bestia. Dice cosas sólo para confundirme, y luego se enfada cuando quiero lavar un poco, y se comporta como si yo no hubiera sido su saco de arena durante los últimos treinta y siete años…
Durante un momento, Bunting solamente oyó una respiración fatigada.
—¿Mamá?
—No sé quién eres y quiero que dejes de llamarme —contestó ella. Bunting oyó la voz de su padre, fuerte y confusa, y su madre dijo—: ¡Y tú también déjame en paz! —Después oyó un alboroto inquietante.
—¡Eh!, ¿qué sucede? —preguntó Bunting.
Todos los sonidos de Battle Creek se habían desvanecido en un silencio ahogado por el ruido ensordecedor del bar. Su padre había tapado con la mano el auricular. Esto significaba casi con toda seguridad que estaba vociferando.
—¡Que alguien me diga algo! —insistió Bunting, y el alboroto del bar cesó de repente. Bunting se agachó un poco e intentó introducirse en el hueco de la cabina.
—Muy bien, ¿quién es? —preguntó su padre.
—Bob, soy Bobby —respondió él.
—Tienes mucho valor para llamar así de repente, pero a ti nunca te ha importado mucho lo que estuvieran pasando los demás, ¿no es así? Mira, yo sé que eres sensible y todas esas cosas, pero éste no es el mejor momento para explicarnos tus chorradas sobre tus amiguitas. Has conseguido que tu madre se disgustara, te lo aseguro, y ya estaba lo bastante disgustada antes de que llamaras.
Colgó el teléfono.
Bunting colgó a su vez. No tenía una idea muy clara de lo que estaba ocurriendo en Battle Creek. Parecía que su madre se había olvidado de que era él quien le hablaba durante la conversación inquietante que habían mantenido. Se abrió paso a empujones entre los hombres y mujeres que había en el bar y fue a parar al restaurante en el que una joven de rostro redondeado enmarcado por sus negros cabellos lo miraba con curiosidad desde una de las mesas de atrás. Le costó un poco acordarse del nombre de aquella joven. Trató de sonreírle, pero su rostro no le obedeció.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella.
—Esto no es…, no puedo… Me temo que debo marchar a casa.
El rostro de ella se endureció al creer que lo había comprendido todo de repente. En un instante se esfumó toda la simpatía de la joven hacia él.
—Nos lo estábamos pasando bien. Tú te marchas a hacer una llamada… ¿y de repente todo ha acabado?
Bunting se encogió de hombros y se miró los pies.
—Es algo personal… De verdad que no puedo explicártelo pero…
—¿Qué es eso de «pero»…? ¿Qué le ha pasado a «ésta es la noche más importante de mi vida»? —Ella le miró de soslayo—. Amigo mío, creo que ya lo tengo: has agotado tus existencias. Pensabas que podrías pasar una noche sin tomar nada, y luego te has dado cuenta de que no podías y has llamado a tu camello. Y cuando hablabas no eras tú el que hablabas sino los efectos de esa mierda que tomas. Me das lástima.
—No sé de qué me estás hablando —dijo Bunting desconcertado. Su sufrimiento crecía por momentos.
—Conozco a tipos como tú —continuó ella, mirándole con ojos iracundos—. A uno en particular. —Levantó una mano autoritaria para pedirle que le diera el ticket del guardarropa—. Conozco unos cuanto crios inútiles que no son capaces de mantener una relación, sobre todo uno, pero yo pensaba que ya se había acabado lo de salir con un tío que se pasa media noche haciendo llamadas telefónicas y la otra media en el lavabo… ¡Y de verdad que eso se ha acabado! ¡Porque yo me marcho!
Recogió su abrigo e introdujo con furia los brazos en las mangas. Los que estaban sentados en las otras mesas no les quitaban los ojos de encima.
—Creo que estás en un error —dijo Bunting.
—¡Ésta sí que es buena! —replicó ella. Se abrochó el abrigo. Su carita tenía el aspecto de una piedra blanca y fría con una mancha roja cerca de la parte inferior—. Consúltalo con la almohada, si es que puedes dormir, y a ver si mañana se te ocurre algo un poco más original.
Marty se marchó rápidamente por entre las mesas, pasó por delante del jefe de camareros que estaba holgazaneando por allí y salió a la calle.
Un aire gélido barrió el restaurante cuando la puerta se cerró sobre la vacía oscuridad.
Bunting pagó las copas y notó que la camarera evitaba mirarlo directamente. En el bar reinaba un silencio artificial. Bunting se puso el abrigo y se marchó, sintiéndose perdido y sin rumbo fijo. No tenía apetito. Se abrochó el abrigo y se puso a contemplar la corriente de coches que se acercaba hacia él en su descenso por la amplia avenida. A poca distancia, a su izquierda, la avenida terminaba en un arco macizo a la entrada de un parque. No tenía ni idea de dónde estaba. No importaba: todos los lugares eran el mismo. Los vehículos procedentes de la oscuridad continuaban acercándose a él, y se dio cuenta de que estaba en Battle Creek, Michigan, en Battle Creek, en el centro de la ciudad, en la zona comercial, muy lejos de casa.
10
Cuando Jesús ascendió a los cielos tenía heridas en las manos y en los pies, le habían desgarrado la carne y lo habían clavado en una cruz. Había sangre en el suelo, y cuando él levantó la losa vestido con su humilde túnica sus manos dejaron huellas ensangrentadas sobre la losa.
Jesús dijo:
—Bueno, Bobby, ¿así que tienes algunas jodidas dudas? Mira esto. —Y abrió la túnica y le mostró a Bunting la gran herida abierta en su costado—. Adelante. Mete aquí tu maldita mano, mete tu puño. ¿Y qué hay de las malditas manzanas, Bobby? ¿Lo has cogido, lo has cogido ahora, colega? Esta mierda es real.
Y Jesús caminaba con sus pies ensangrentados por Battle Creek, dejando pisadas de sangre sobre las aceras que no podían ser vistas por los hijos de puta a quienes nada les había hecho nunca daño, excepto el tercer martini que se habían bebido, y quienes jamás habían hecho daño a nadie con un arma más mortal que un insulto. Tenía una sonrisa feroz dibujada en su rostro. Con la palma de la mano dio un golpe violento contra la pared de una de aquellas casitas y la sangre salpicó la capa de pintura que se estaba resquebrajando. Santo, santo, santo. La huella de la palma de su mano era santa, los trocitos de pintura eran santos, los gritos de dolor y tristeza también.
—Vete a casa, gilipollas —dijo Jesús—. Nunca lo vas a conseguir, nunca. Pero la mayoría de la gente tampoco lo consigue, así que por ahí no hay problema. Vete a casa y lee un libro. Eso será suficiente. Es una forma tan pobre como una meada para alcanzar lo que buscas, pero supongo que es lo máximo que puedes hacer. Sufren los pequeñines —dijo Jesús—. El resto del mundo también. ¿Tú crees que esta mierda es fácil?
Todavía mascullando algo entre dientes, Jesús giró por un callejón lateral acompañado por sus huellas ensangrentadas, con su túnica transparente ondeando e hinchándose con el viento, y Bunting vio a su alrededor las casas con marcos en las ventanas en las que habitaba la clase obrera de Battle Creek. Algunas tenían las paredes cubiertas de horribles ladrillos, otras de papel veteado de alquitrán que se despegaba en las junturas situadas alrededor de los marcos de las ventanas. La mayoría de las casas tenía un porche donde muebles desvencijados se deterioraban con el frío, y en algunos de los diminutos patios delanteros se veían pilas para pájaros y altares para la Virgen María. Frente a una de estas tristes casas de dos pisos con marcos en las ventanas habían posado en una ocasión los padres de Bunting para la única fotografía que se habían hecho en la vida los dos juntos, un testamento cargado de ignorancia, incompatibilidad, resentimiento, violencia y caos. Su padre tiene el ceño fruncido por debajo del ala de su sombrero; su madre está crispada. Santo, santo, santo. Desde este caos, desde esta protesta, surgía la abrumadora generosidad sagrada. Bunting estaba en la calle donde años atrás había vivido, el último vestigio de aquel mundo, parcial y empequeñecido, rebosante de vida real deslumbrante. La huella de la palma ensangrentada de Jesús brillaba desde la fea pared, incluso más fea de lo normal ahora en invierno, cuando la pintura sucia resquebrajada se asemejaba a una enfermedad de la piel. Aquí moraba su infancia, de la que él no estaba destinado a escapar; se suponía que su pequeñez e insignificancia siempre lo acompañarían.
Bunting dirigió una mirada al edificio ruinoso en el que había transcurrido su infancia y oyó los viejos gritos, gruñidos y alaridos de dolor y de pasión a través de aquellos muros delgados. Eso era la base de todo. Su infancia se inclinaba hacia adelante y lo tocaba con un dedo frío, muy frío. Ahora él no se veía capaz de superar aquello, ni siquiera podía soportar la visión de una décima parte del conjunto. Pero tampoco podía vivir sin ello.
Se dio la vuelta, vio que había dejado Battle Creek, y se puso a caminar desde Washington Square hacia el Upper West Side. Al otro lado de la calle, frente a centenares de vehículos que se abrían paso a bocinazos se alzaba el edificio en el que estaba su apartamento. Por fin de nuevo en casa.
11
El fin de semana de Bunting fue deprimente. Tuvo problemas para levantarse, y sólo se acordaba de comer cuando ya se había puesto el sol. Estaba tan cansado que incluso le resultaba difícil llegar al cuarto de baño, y se quedó dormido frente a la televisión, mirando programas que carecían de trama e interés. Todo era una larga historia sin forma, una historia sin conexiones internas, y aquella incoherencia hacía que mereciera la pena ver esos programas.
El domingo por la tarde se pasó la mano por la cara y recordó que no se había bañado ni afeitado desde el viernes por la tarde. Se quitó la ropa que llevaba puesta desde el sábado por la mañana, se duchó, se afeitó, se puso unos pantalones grises y una americana deportiva, y se enfundó en su abrigo. Dio la vuelta a la esquina, caminando bajo el frío y quebradizo aire invernal, para dirigirse al restaurante económico. El cajero y el camarero del mostrador lo trataron normalmente. Pidió algo del extenso menú, se comió lo que pudo sin saborearlo, y lo olvidó tan pronto como terminó de comérselo. Cuando volvió a sentirse inmerso en el frío, pensó que podía comprar más biberones. Tenía que terminar la pared que había empezado, y había otra que podía cubrir con biberones si lo deseaba; no tenía obligación alguna de hacerlo, ya lo sabía, pero sería como finalizar un viejo proyecto. A Bunting siempre le había gustado terminar sus proyectos. Y además, cuando hubiera empezado, también podía hacer otras cosas con los biberones.
Se llegó hasta el cajero automático y sacó trescientos dólares, dejando sólo quinientos dólares y algo suelto en su cuenta. En el drugstore compró doce docenas de biberones variados y otras doce docenas de tetinas variadas, y pidió que se lo enviaran a casa. Después se puso a caminar bajo el frío invernal y regresó a su apartamento. Su actitud general hacia los biberones, incluso en lo que se refería al proyecto de nueva decoración, había cambiado. Aún podía recordar sus primeras y apasionadas adquisiciones, la prisa y la vergüenza que había sentido, el peso absoluto de la necesidad. Bunting supuso que ese estado de tranquilidad y pasividad era una versión aburrida de lo que la mayoría de la gente sentía en todo momento. Probablemente era lo que llamaban cordura. La cordura es lo que predomina cuando uno se siente demasiado cansado para hacer cualquier otra cosa. Se detuvo en la tienda de licores y compró dos litros de vodka y una botella de coñac.
Esta vez, cuando se volvió a encontrar caminando bajo el frío, de repente fue consciente de que Verónica no había existido nunca. Por supuesto que él siempre había sabido hasta cierto punto que su novia suiza, aquella ejecutiva, era una fantasía, pero le parecía que nunca lo había admitido por completo. Había vivido tanto tiempo con sus historias que había olvidado que se iniciaron con una excusa para no regresar a Batlle Creek.
En su lugar, hacía dos noches, se le había aparecido Battle Creek. «Sufren los pequeñines, sufre todo el mundo, sufrid, sufrid». Aquel Jesús furioso y quejumbroso le había mostrado la realidad. Este mundo seco y reducido era lo que había quedado después de que El entrara en tromba en su sepulcro para volver a yacer allí muerto.
Bunting pasó por delante de las pintadas de BANGO SHANK y JEEPY y entró en su apartamento. Encendió la televisión y echó vodka frío en un Ama. De la televisión le llegaban palabras y frases increíblemente malsonantes, el lenguaje asesinado por el abandono y la indiferencia, el lenguaje muerto y sangrante. La gente de todo el país escuchaba porquerías como aquélla cada día y no se daba cuenta, no oía nada que le pareciera mal. Bunting contempló durante un momento la acción en la pantalla, tratando de descubrir al menos el significado primitivo de aquello. Un hombre rubio bajó volando las escaleras y propinó un puñetazo en el rostro a otro hombre. El segundo hombre, más alto y más fuerte que el primero, se desplomó y cayó rodando por las escaleras. Un coche bajaba a toda velocidad por una autopista con faros deslumbrantes. Bunting suspiró y apagó la televisión.
Pasó por encima de los periódicos y revistas y cogió La dama del lago. Se preguntaba si el timbrazo del repartidor del drugstore lo haría salir del libro, pero entonces recordó con una sensación de intensa tristeza que probablemente no habría necesidad de sacarle del libro. Ahora él estaba cuerdo. O en caso de que eso fuera un error de terminología, ahora tenía con el mundo la misma relación que había tenido antes de que todo cambiara.
Bunting aguantó la respiración y abrió el libro. Dejó caer sus ojos sobre las líneas impresas, que no se movieron de la página. Suspiró otra vez y se sentó en la cama para leer hasta que llegaran los nuevos biberones.
Se trataba de otro libro: los detalles eran los mismos pero todo lo esencial había cambiado. Al parecer, Chris Lavery todavía estaba vivo y habían encontrado a Muriel Chess en el lago Little Fawn, no en el cuarto de baño de una cabaña. Crystal Kingsley era la esposa de Derace Kingsley, no su madre. Todos los detalles acerca del tiempo, la aparición de los personajes, los diálogos, toda la atmósfera del libro, le llegaban a Bunting de forma ordinaria e imperfecta, frase por frase. Para Bunting esa manera de leer significaba haber perdido la habilidad de volar, adquirida de forma misteriosa y breve. No encontraba continuidad en las frases y se acordaba de lo que había sentido días atrás. Cuando sonó el timbre dejó el libro con alivio y se pasó el resto de la noche pegando biberones en las paredes.
El lunes por la mañana Frank Herko entró en el cubículo de Bunting incluso antes de entrar en el suyo. Sus ojos parecían mucho más grandes de lo normal, casi el doble, y todavía tenía la frente enrojecida por el frío. La electricidad estática había dado a su cabello un aspecto vivo, enmarañado pero tieso, como si lo hubieran almidonado o freído demasiado.
—¿Qué demonios pasó? —gritó tan pronto como hubo entrado. Bunting se dio cuenta de que la atención de todos estaba centrada en su cubículo.
—No sé a qué te refieres —respondió él.
Herko le enseñó los dientes. Sus ojos se hicieron todavía mayores. Se bajó la cremallera de su anorak de plumas, se lo arrancó del cuerpo y lo lanzó al suelo. Bunting se quedó de piedra.
—Entonces trataré de explicártelo —replicó Herko, hablando en voz tan baja que casi parecía un murmurllo—. Mi novia Lindy tiene una amiga, una amiga que se llama Marty. Es una persona que le cae bien, muy bien. Incluso se podría decir que Marty es un ser muy querido para mi amiga Lindy, y lo que afecta a Marty afecta a mi novia Lindy. Así que los altibajos de la vida de Marty, a quien por cierto yo también quiero, aunque por supuesto no tanto como la pueda querer mi novia, pues estos altibajos afectan a Lindy y por consiguiente de una manera indirecta también me afectan a mí. —Frank inclinó la parte superior de su cuerpo hacia adelante y extendió los brazos—. ES DECIR, cuando Marty tiene una experiencia desagradable con un individuo al que ella describe como despreciable, y le echa la culpa de esta experiencia a su amiga Lindy Berman y al novio de Lindy Berman, Frank HERKO, entonces Frank HERKO acaba comiendo MIERDA. ¿Empieza todo a tener sentido para ti, Bobby? ¿Empiezas a captar por qué te he preguntado qué COÑO pasó? —Se puso las manos en las caderas y lanzó una mirada furiosa a Bunting, luego sacudió la cabeza e hizo un gesto con el brazo implorando al universo que fuera testigo de su frustración.
—Simplemente no funcionó —se defendió Bunting.
—¿De verdad? Supongo que piensas que no hace falta darme ningún detalle más, ¿no?
Bunting trató de recordar por qué había terminado su cita.
—Mi madre tenía hora con el médico y no fue. A Herko se le salían los ojos de las órbitas.
—¿Tu madre…? ¿Crees que esto tiene sentido? Sales con una chica, te lo estás pasando bien, y tú vas y le dices, «Dios mío, mamá no ha acudido a su cita con el médico, es mejor que ME LARGUE…».
—Lo siento —replicó Bunting—. Ahora no estoy de muy buen humor. No me gusta que me grites. Haces que me sienta incómodo. Te agradecería que me dejaras en paz.
—Bueno, tú te lo has buscado —replicó Herko—. Te lo has buscado, Bobby, y vamos a llamar a las cosas por su nombre, porque hay una cantidad de información vital que es imprescindible que tengas, Bobby, y yo te la voy a dar.
Frank retrocedió y vio su anorak de plumas en el suelo. Alzó los ojos como si el anorak le hubiera desobedecido, se hubiera conjurado contra él para salirse del gancho del perchero y se hubiera arrojado sobre la alfombra. Lo recogió, lo dobló ostentosamente por la mitad y se lo colgó del brazo. A Bunting todo aquello le recordaba tan vivamente a su padre que le ponía enfermo. Aquella muestra de delicadeza había sido una parte decisiva del arsenal de desprecios de su padre. Probablemente Herko le había recordado a su padre desde el primer momento, pero no se había dado cuenta hasta ahora.
—Uno —dijo Frank—. Yo daba por sentado que te ibas a comportar como un hombre. Curioso, ¿eh? Yo pensaba que sabías que un hombre se acuerda de sus amigos y que un hombre se siente agradecido con sus amigos. Dos. Un hombre no deja a una mujer. Un hombre no abandona a una mujer en mitad de un restaurante, sino que actúa como un HOMBRE, cojones, y se comporta sabiendo lo que hace. Tres. Ella pensó que eras un drogadicto, ¿no te diste cuenta?
—Yo no la dejé sola; fue ella la que me dejó solo —protestó Bunting.
—¡Ella pensó que eras un yonqui! —Herko estaba gritando otra vez—. ¡Ella pensó que yo le había preparado una cita con un puerco cocainómano, justamente después de que acababa de romper con un individuo que perdió un restaurante, una casa y un coche por culpa de la cocaína! Eso es… —Herko elevó sus brazos y alzó la cabeza tratando de encontrar la palabra adecuada—. ¡Eso es INDECENTE! ¡REPUGNANTE!
Bunting se levantó y agarró su abrigo. Su corazón estaba a punto de estallar. No podía pasar ni un segundo más en su cubículo. Frank Herko medía ahora tres metros de altura, y con cada una de sus inhalaciones absorbía todo el aire de los pulmones de Bunting. Sus gritos le hacían daño a los oídos. Se abrochó el abrigo antes de darse cuenta de que estaba saliendo de su cubículo y que se marchaba a casa.
—¿Adonde cono crees que vas? —le gritó Herko—. ¡No puedes largarte! Incapaz de articular ni una sola palabra, casi incapaz de ver a través de la bruma rojiza que le rodeaba, Bunting salió precipitadamente del departamento de Introducción de Datos y echó a correr como una flecha por el pasillo hacia el ascensor.
En cuanto salió del edificio se sintió un poco mejor, pero la mujer que estaba de pie junto a él en el autobús que se dirigía hacia la parta alta de la ciudad se alejó de él de forma manifiesta.
Todavía podía oír la voz resonante y acusadora de Herko. El mundo pertenecía a gente como Frank Herko y su padre, y la gente como él estaba condenada a vivir en cuevas y rincones.
Bunting salió del autobús, y únicamente se dio cuenta de que estaba hablando solo cuando se vio reflejado en un escaparate. Se ruborizó y se hubiera disculpado, pero nadie a su alrededor lo estaba mirando.
Entró en el vestíbulo del edificio de su apartamento y se dio cuenta de que le sería imposible volver al trabajo. Nunca más podría volver a enfrentarse a Herko ni a la gente que había oído los gritos terribles de Frank. Eso se había terminado. Todo había terminado, como la fantasía de Verónica.
Entró en el ascensor, pensando que él parecía ser diferente de lo que él pensaba que era en realidad, aunque le resultaba difícil saber si era mejor o peor. En los viejos tiempos se hubiera puesto a pensar adonde podría ir a buscar otro trabajo, pero ahora lo único que deseaba era regresar a su habitación, prepararse una copa y abrir un libro. Por supuesto, todas estas cosas también habían cambiado: la habitación, la copa y el libro.
En el momento en que introdujo la llave en la cerradura se dio cuenta de que ya no estaba tan asustado. En el trasfondo psíquico, las olas de la voz de Frank Herko retumbaban y rompían contra una playa lejana. Bunting decidió concederse aproximadamente una semana para recuperarse de los sucesos de los últimos días, y luego saldría a buscar otro trabajo. Una semana era un espacio de tiempo consolador. De lunes a lunes. Colgó el abrigo y se preparó una copa en un Ama limpio. Seguidamente se desplomó sobre la cama y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Emitió un gruñido de satisfacción.
Durante un rato estuvo simplemente succionando el biberón y dejando que su cuerpo se relajara entre las arrugadas sábanas. Al cabo de una semana, se dijo, se levantaría de la cama. Se afeitaría y se vestiría con ropa limpia y conseguiría un nuevo trabajo. Se sentaría frente a otro terminal de ordenador y estaría tecleando galimatías durante toda su vida. Pronto habría otra Verónica u otra Carol, una inglesa, una tejana o una cubana con un diploma universitario en Administración de Empresas de Wharton que estaría tratando de aclimatarse al Citibank. Todo volvería a ser igual que antes. Iba a ser terrible, pero ya estaba bien así. Algunas veces incluso podría llegar a ser hasta agradable.
Succionó aire, y levantó el biberón con sorpresa al comprobar que estaba vacío. Parecía como si acabara de declarar unas vacaciones privadas. Bunting se deslizó fuera de la cama, pasó por entre la basura hasta llegar a la nevera y echó un poco más de vodka dentro de aquel pequeño biberón. El vodka podía ayudar a uno a sobrellevar estos momentos de tristeza.
Bunting cerró la puerta del congelador, enroscó el aro en el biberón y sostuvo la tetina entre sus dientes mientras contemplaba la habitación. Una semana, y después regresaría al mundo. Bunting recordó su visión de aquel Jesús airado que había irrumpido en tromba en la vida de la clase obrera de Battle Creek. Sufren los pequeñines.
Cruzó de nuevo la habitación hasta llegar a la cama y descolgó el teléfono.
—De acuerdo —dijo, succionando el biberón y sentándose—. ¿Por qué no? Tengo que hacerlo.
Marcó el prefijo de la zona de Battle Creek y luego las tres primeras cifras del número de sus padres.
—De repente se me ha ocurrido que podía llamar —dijo. Siguió introduciendo vodka en su boca—. ¿Cómo van las cosas? No quiero molestar a nadie.
Marcó la última de las cuatro cifras y oyó sonar el teléfono en aquella casita tan lejana. Finalmente contestó su padre, no diciendo «¡Diga!» sino «Sí».
—¡Hola papá, soy Bobby! Se me acaba de ocurrir que podía llamaros. ¿Cómo van las cosas?
—Bien. ¿Por qué no iban a ir bien? —le replicó su padre.
—Bueno, no quiero molestar a nadie.
—¿Por qué nos ibas a molestar? Tú sabes cómo nos sentimos tu madre y yo. Tus llamadas nos hacen felices.
—¿De verdad?
—Por supuesto, siempre nos parecen pocas. —Se produjo un momento de silencio—. ¿Quieres algo en especial, Bobby?
Era como si aquella noche de hacía tres días no hubiera existido nunca. Así es como funcionaban las cosas, recordó Bunting. Si te olvidas de algo, desaparece.
—Estaba pensando en mamá —dijo él—. La otra noche me pareció que estaba muy confundida.
—Creo que lo estaba —replicó su padre bruscamente, bajando la voz—. Eso le pasa de vez en cuando. Yo no puedo hacer nada al respecto, Bobby. ¿Cómo te va en el trabajo? ¿Todo bien?
—Podría irme mejor —replicó Bunting, e inmediatamente lamentó haberlo dicho.
—¿Ah sí? —Ahora la voz de su padre era dura y mordaz—. ¿Qué ha pasado? ¿Te han despedido? Te han despedido, a que sí. Has hecho alguna estupidez y te han despedido.
Podía oír a su padre respirando con dificultad, como el motor de una máquina. Durante un segundo le pareció que su padre tenía razón: había hecho una estupidez y lo habían despedido.
—No —contestó él—. No es cierto. No me han despedido.
—Pero tampoco estás trabajando. Aquí son las nueve de la mañana, así que donde tú estás son las diez, y Bobby Bunting todavía está en su apartamento. O sea que has perdido tu trabajo. Ya sabía yo que eso pasaría.
—No, no es así —contestó Bunting—. Es que me he marchado pronto.
—Claro, te has marchado del trabajo a las ocho y media, un lunes por la mañana… Cómo le llamas tú a eso, ¿jubilación anticipada? Yo lo llamo ser despedido. No trates de engañarme, Bobby, ya sé la clase de persona que eres. —Inspiró profundamente—. Pues no esperes que los viejos te den dinero. Acuérdate de todas esas comidas en restaurantes de moda y todos esos viajes a Europa, y sabrás adonde ha ido a parar tu dinero… si es que alguna vez lo has tenido y si alguna de todas esas historias era cierta, de lo cual tengo mis dudas.
—Me he tomado el día libre —replicó Bunting—. Y es posible que mañana también me lo tome. Tengo que encargarme de algunos asuntillos aquí.
—Esa clase de asuntillos serán los que con toda probabilidad tendrán que encargarse de ti, si no andas con cuidado.
—Mira —insistió Bunting algo dolido—. No me han despedido, ¿me oyes? Nadie me ha despedido. Me he tomado el día libre porque un tipo me estaba molestando. No sé por qué nunca te crees lo que te digo.
—¿Quieres que te recuerde lo que era tu vida cuando estabas aquí? Te conozco, Bobby. Dejémoslo estar. —Su padre volvió a inspirar de una forma tan ruidosa que parecía como si se hubiera puesto el teléfono dentro de la boca. Se estaba intentando calmar—. No me interpretes mal, tienes tus cosas buenas, como todo el mundo. Quizá lo único que deberías hacer es reducir esa vida social tan agitada que llevas para compensar que de adolescente nunca salías, eso es todo. Hay responsabilidades. Las responsabilidades nunca fueron tu punto fuerte. Pero es posible que hayas cambiado. Si es así, está bien, ¿de acuerdo?
Bunting se sentía como si lo hubieran asaltado en un callejón oscuro. Era como tener otra vez a Frank Herko gritándole sobre lo que era ser un hombre.
—Quiero preguntarte una cosa —dijo Bunting, y tomó otro trago de Popov del Ama—. ¿Has pensado alguna vez que has visto lo que era de verdad la realidad?
—Jesús lloraba.
—Espera. Quiero decirte algo con eso. ¿En ningún momento has tenido la impresión de que todas las cosas estaban vivas?
—Déjalo, Bobby. No quiero oír otra vez toda esa mierda. Cierra el pico si sabes lo que te conviene.
—¿Qué quieres decir? —Bunting casi gritaba—. ¿Quieres decir que no puedo hablar de eso? ¿Por qué no puedo hablar de eso?
—Porque es absurdo, estúpido —replicó su padre—. Quiero decirte una cosa, Bobby. Tú no eres nada especial. ¿Te enteras? Ya has molestado bastante a tu madre, así que cierra el pico. Por tu propio bien.
Bunting se sintió asombrosamente pequeño. La voz de su padre lo había hecho volver de golpe a su infancia, y ahora medía aproximadamente un metro de altura.
—Ya no puedo hablar más.
—Consúltalo con la almohada y luego enderézate —contestó su padre—. Lo digo en serio.
Bunting colgó el teléfono y cogió el Ama.
En el momento en que decidió levantarse de la cama estaba tan borracho que le costó trabajo atravesar la habitación y entrar en el cuarto de baño. Mientras orinaba le vino a la mente una de las frases de su padre, y el chorro de orina se desvió, rociando la pared: «No quiero oír otra vez toda esa mierda». ¿Toda esa mierda? Si no estuviera borracho, pensó, sería capaz de entender algún detalle que ahora no lograba entender. Pero puesto que estaba borracho no podía, ni siquiera podía salir afuera. Bunting fue tambaleándose hacia su cama y se desplomó.
Se despertó en la oscuridad con dolor de cabeza y un sentimiento profundo y envolvente de vergüenza y tristeza. Su vida no tenía sentido, nunca lo había tenido ni nunca lo tendría. No podía haber liberación. Las cosas que él había visto, sus experiencias de éxtasis, el momento que había tratado de describir a Marty, todo era una ilusión. Al cabo de una semana iría de nuevo a DataComCorp y todo volvería a la normalidad. Probablemente lo admitirían otra vez; él no era tan importante como para que lo despidieran. La única diferencia sería que Frank Herko lo ignoraría.
Su gran problema era que siempre olvidaba que él no era nada especial.
Se prometió que no volvería a inventarse cosas. No habría más aventuras amorosas imaginarias. Bunting se acercó a la ventana y se puso a contemplar a los hombres y mujeres con abrigos y sombreros de invierno que estaban en la calle, la gente que tenía vidas realistas normales, sin encanto. Parecían tener frío. Volvió y se acostó en la cama, como si se metiera dentro de un ataúd.
12
A la mañana siguiente, Bunting echó todo el vodka y el coñac por la fregadera. Luego lavó todos los platos que se habían acumulado desde la última vez que había fregado. Miró los montones de basura diseminados por todas partes, puso lo que se hallaba en peor estado en bolsas grandes de plástico y las bajó a la calle. Al regresar a su apartamento estuvo barriendo y limpiando durante varias horas. Puso sábanas limpias en la cama y apiló las revistas y periódicos. Luego fregó el suelo del cuarto de baño y se sumergió en la bañera durante media hora. Después de secarse, se cepilló los dientes, se peinó y se fue directamente a la cama. Uno de estos días, se dijo, empezaría a hacer ejercicio con regularidad.
Al día siguiente luchó contra la tentación de comprar otra botella de vodka y fue al supermercado de Broadway para comprar una bolsa de zanahorias, una bolsa de apio, zumos de frutas y leche descremada, una barra de pan integral y una tarrina de margarina sin colesterol. Con una dieta así mantendría a raya al Jesús furioso.
Bunting pasó casi todo el martes acostado. Se comió dos zanahorias, tres troncos de apio y una rebanada de pan seco. El pan estaba especialmente bueno. Se bebió todo el zumo de frutas. Por la noche encendió la televisión, pero el lenguaje que salía del aparato era tan espantoso que chirriaba de dolor A las nueve y media se durmió, y hacia las tres de la madrugada se despertó con el sonido de unos disparos. Enseguida se volvió a dormir.
El miércoles se levantó, se duchó, se puso un traje gris clásico, se comió una zanahoria y se bebió casi un litro de zumo de papaya, se enfundó en su abrigo y salió por primera vez desde el lunes por la mañana. Era un día luminoso y fresco, y el aire, aunque no tan puro como el de las llanuras de Montana en 1878 o el de Los Ángeles de 1944, parecía asombrosamente limpio y sano. Pensó que percibía el olor a mar incluso en la parte alta de Broadway. En una zona acordonada de la acera habían esbozado con tiza el contorno de un cuerpo, y cuando Bunting pasó por entre dos coches aparcados y bajó a un Broadway insalubre y sucio para seguir caminando en la dirección del tráfico bajo la luz deslumbrante del sol, simplemente echó una ojeada al contorno blanco del cuerpo y luego desvió de golpe la mirada y continuó andando hacia el semáforo y la acera no acordonada.
Bunting caminó varios kilómetros. Miró los relojes en los escaparates de Tourneau’s, los zapatos de Church Brothers, las calculadoras de bolsillo y los compact discs en una hilera de escaparates de la parte baja de la Quinta Avenida. Llegó finalmente al Battery Park y se sentó durante un momento a contemplar la Estatua de la Libertad. Estaba en el mundo rodeado de gente y de cosas; la brisa que lo rozaba también rozaba a las demás cosas. Aquel mundo le pareció nuevo y casi intacto, árido en la forma que sólo una vez había conocido y que ahora casi deseaba olvidar.
Si un árbol cayese en el bosque no haría ningún ruido, no, ninguno.
Inició el camino de regreso hacia la parte alta de la ciudad, recordando cómo una vez había cabalgado cómodamente a lomos de un caballo llamado Shorty y cómo un ejecutivo perfumado, con traje de franela, le había entregado una fotografía de su madre. Estas experiencias también se podían encerrar en un ataúd de plomo y tirar por la borda hasta que se hundieran en un gran mar psíquico. Eran aberraciones: excepciones silenciosas e ingrávidas a una regla general. El envejecería en su pequeña habitación, bebiendo té helado y zumo de papaya sin utilizar los biberones. Él sobreviviría a sus padres. A los dos. A todo el mundo le ocurría así.
Cogió un autobús que le llevó calle Broadway arriba y se bajó varias manzanas antes de su casa porque tenía ganas de andar un poco más. En la esquina, un hombre con la cara enrojecida que vestía un abrigo de cuadros raído estaba sentado en una silla plegable detrás de un montón de libros de bolsillo de segunda mano. Bunting se detuvo para mirar los títulos buscando un Luke Short o un Max Brand, pero lo que encontró sobre todo fueron novelas de amor con títulos como Servidumbre salvaje de amor o Dulce beso despiadado. Estos títulos y sus cubiertas turbadoras amenazaban a Bunting con recordarle a Marty sentada frente a él en un restaurante de Greenwich Village, y se alejó de aquella hilera para borrar incluso el vestigio de este recuerdo. De repente sus ojos descubrieron una cubierta diferente de las demás y se fijó en el título: Ana Karénina. Recordó que había oído hablar de aquel libro en algún lugar. No lo había leído, por supuesto, no era el estilo de libros que él solía leer, pero estaba seguro de que era muy bueno. Se inclinó, lo cogió y lo abrió al azar. Se inclinó hacia la página a la luz de la farola y leyó: «Poco antes del amanecer quedaron en silencio. Sólo se oían los rumores nocturnos; el incesante croar de las ranas en los charcos y el resoplar de los caballos en los prados, cubiertos de niebla, que se elevaba».
Un escalofrío recorrió su cuerpo, volvió la página y leyó otro par de frases: «Se levantó un vientecillo y el firmamento tomó un aspecto gris y lúgubre. Sobrevino ese momento sobrio que precede generalmente a la salida del sol, la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas».
Bunting sintió un deseo extraño de llorar: él quería quedarse allí durante mucho rato hojeando aquel libro milagroso.
Una voz dijo:
—Es la mejor novela realista del mundo, sin duda alguna.
Bunting levantó la vista para encontrar la mirada inesperadamente inteligente del hombre regordete de cara enrojecida que estaba sentado en una silla plegable.
—¿De verdad?
—Todo el mundo dice cosas diferentes, está fuera de su jodida mente. —Se limpió la nariz con la manga—. Un dólar.
Bunting sacó un dólar del bolsillo y se inclinó sobre la hilera de cubiertas llamativas para dárselo al hombre.
—¿Por qué es tan bueno? —preguntó Bunting.
—Por la comprensión, por la profundidad de comprensión. Tiene una increíble sensibilidad para los detalles y al mismo tiempo una asombrosa capacidad de visión.
—Sí —respondió Bunting—. Sí, eso es. —Apretó el libro contra su pecho y se alejó hacia el edificio donde se hallaba su apartamento.
Colocó el libro sobre la silla y se sentó en la cama para contemplar la cubierta. Con sólo unas pocas frases, Ana Karénina le había traído pequeños pedazos radiantes del mundo. Era lo máximo con que uno podía acercarse a las experiencias de El cazador de búfalos sin dejar de estar cuerdo. Todas las cosas estaban tan íntimamente ligadas que era casi como estar dentro de ellas. Los dos breves pasajes que había leído habían hecho cobrar vida al otro mundo que yacía dentro de él, que una vez pareció estar conectado a una importante realidad secreta del universo como un todo: lo había despertado sólo con tocarlo. Bunting casi estaba asustado de este poder. Había sentido la necesidad de poseer el libro, pero no estaba seguro de poderlo leer.
Bunting saltó de la cama y se comió dos rebanadas de pan integral y un par de zanahorias. Luego se puso el abrigo y volvió a ir al cajero automático del banco y al drugstore situado al otro extremo de la calle.
Aquella noche estuvo acostado en la cama gozando del ligero dolor de piernas producido por la caminata, y bebiendo leche caliente de su viejo Prentiss. Debajo de su cuerpo, de una forma extraña e incómoda pero al fin y al cabo perfecta, se hallaba la obra que había realizado con ochenta Evenflos de plástico redondos y un tubo de epoxi: una manta apelmazada de biberones que se apretaba contra su cuerpo y se calentaba al contacto con él. Tiempo atrás, cuando pensaba en los faquires y en las camas de clavos, se le había ocurrido que podía confeccionar una manta de biberones, y el haberla hecho era una referencia extravagante a aquellos tiempos en los que él pensaba prácticamente sólo en biberones. A Bunting se le ocurrió que alguna vez podía quitar todas las tetinas y llenar cada uno de los Evenflos que estaban debajo de él con leche caliente. Sería como acostarse con ochenta botellitas de agua caliente.
Sostenía ante él el ejemplar algo deteriorado de Ana Karénina y contemplaba la ilustración de la cubierta que representaba un tren que se había detenido en una estación campestre para abastecerse de combustible, o de alimentos para sus pasajeros. Una tormenta de nieve formaba remolinos alrededor de la parte delantera de la locomotora. La ilustración parecía estar llena de la misma realidad luminosa, casi alarmante, que las frases que había encontrado al azar dentro del libro, y Bunting sabía que esta sensación de promesa y proximidad procedía del recuerdo de estos pasajes. Abrir el libro parecía implicar un gran riesgo, pero si Bunting lo hubiera podido abrir en aquellas frases en las que los caballos relinchaban en medio de la niebla y se levantaba el vientecillo bajo un cielo gris matinal, lo habría hecho al instante. Sus ojos se cerraron y el pequeño tren de la ilustración despidió una nube blanca de vapor que se elevó, y comenzó a traquetear hacia adelante a través de la tormenta de nieve.
13
El jueves por la mañana sonó el teléfono con un estruendo exigente e inoportuno que anunciaba la presencia de Frank Herko al otro extremo de la línea. Bunting, que ya había conseguido mantenerse sobrio durante cuatro días, se imaginaba a Herko haciendo muecas y diciendo palabrotas al no obtener respuesta. Bunting continuó masticando una rebanada de pan seco y miró el reloj. Eran las diez de la mañana. Herko había admitido finalmente que él no regresaría nunca más al trabajo y estaba tratando de calentarle la cabeza para hacerle volver a DataComCorp. Bunting no tenía intención alguna de contestar al teléfono. Frank Herko y el puesto de trabajo en el departamento de Introducción de Datos se empequeñecían a medida que se hundían en el pasado. Se tragó el resto de zumo de papaya y se hizo el propósito de comprar más zumos de frutas aquella mañana. Al final, después de sonar trece veces, el teléfono enmudeció.
Bunting pensó en los caballos resoplando en medio de la fría bruma matinal cuando todo se hallaba en silencio salvo las ranas, y sintió un escalofrío.
Se levantó de la mesa y contempló la habitación. El cambio había sido radical. Pensó que su apartamento aún tendría mejor aspecto si se deshacía de todos los periódicos y revistas. Su habitación nunca más volvería a tener una apariencia normal, pero lo que había realizado podría adquirir más significado si toda la habitación estuviera un poco más limpia. De dos de las paredes sobresalían tetinas de biberones, y la cama estaba cubierta por una manta apelmazada de biberones a modo de sábana de cota de malla. Si hubiera menos cosas en la habitación, pensó Bunting, ésta tendría una finalidad tan determinada como la exposición de un museo. Podía deshacerse de la televisión. Lo único que necesitaba era una mesa, una silla, dos lámparas y su cama. Su habitación sería tan austera como un monumento. Y el monumento estaría dedicado a todo lo que faltaba. Pero Bunting estaba poco seguro de qué era realmente lo que faltaba, y no pensaba que aquello pudiera resumirse fácilmente.
Lavó el plato y el vaso y los colocó en el escurreplatos. Luego desenchufó la televisión, la cogió, abrió la puerta y la transportó hasta el vestíbulo. Luego la llevó abajo, más allá de los ascensores, y la depositó en el suelo. Después dio media vuelta y regresó precipitadamente a su apartamento.
Bunting se pasó la mañana metiendo los periódicos y las revistas en bolsas negras de basura y bajándolas a la calle. Al cuarto o quinto viaje se dio cuenta de que la televisión había desaparecido del vestíbulo de entrada. Bango Skank o Jeepy tenían un nuevo juguete. Gradualmente la habitación de Bunting fue perdiendo su antigua apariencia de recinto cerrado. Había dos paredes cubiertas con biberones que sobresalían, otra pared con las ventanas que daban a las piedras marrones, y el hueco de la cocina. En la habitación sólo que daba la cama y junto a ella una silla. Frente al hueco de la cocina se hallaba la mesita donde comía. Había descubierto otra silla que se hallaba oculta debajo de una montaña de papeles y también la llevó al vestíbulo de entrada para que la cogieran sus vecinos.
Cuando subió a su apartamento después de haberse desprendido de la última bolsa de basura cerró la puerta con llave, colocó la barra de seguridad en su ranura e inspeccionó su territorio. Desde la pared exterior se extendía ante él un suelo de madera desnudo con marcas cuadradas de polvo en los lugares donde habían estado las pilas de periódicos. Sin los periódicos la distancia entre él y las ventanas parecía inmensa. Por primera vez, Bunting se dio cuenta de que los cristales tenían rayas. La brillante luz del sol las volvía plateadas y hacía que se proyectaran sobre el suelo en forma de rectángulos alargados. Los biberones rígidos sobresalían de la pared en ambos lados: hacia su derecha se extendían hacia la puerta del cuarto de baño y el hueco de la cocina, y hacia su izquierda en dirección a la cama. La pared situada por encima y más allá de la cama también estaba cubierta con una alfombra de biberones que sobresalían. Atravesada en la cama había una manta ancha de biberones que medio cubría una almohada plana y una manta blanca.
Después de la comida a base de zanahorias, apio y pan, Bunting puso agua caliente y jabón en un cubo y se puso a fregar el suelo. Después tiró el agua sucia, empezó de nuevo y lavó la mesa y los mostradores de la cocina. Luego fregó incluso el cuarto de baño, el lavabo, la taza del inodoro, el suelo y la bañera. Grandes manchas marrones de moho salpicaban la cortina de la ducha, y Bunting la descolgó con cuidado separándola de las anillas de plástico, hizo cuatro dobleces, la bajó a la calle y la introdujo en uno de los cubos de basura.
Al acostarse se sentía hambriento pero no hasta el punto de estar desesperado. Tenía la espalda y los hombros resentidos del trabajo y todavía le dolían las piernas tras el largo paseo por Manhattan. Se tumbó encima de la manta de biberones y estiró la sábana y la manta de lana sobre su cuerpo. Cogió el ejemplar usado de Ana Yiarénina y lo abrió con manos temblorosas. Por un momento le pareció que las frases iban a saltar de la página y a solicitarlo, y su corazón se encogió lleno de temor y expectación. Pero su mirada encontró la página y él permaneció dentro de su cuerpo y de su habitación, y leyó: «Y de repente ella recordó al hombre atropellado por el tren el día de su primer encuentro con Vronsky y comprendió lo que debía hacer. Con paso ligero y rápido bajó las escalerillas que iban desde el depósito del agua hacia la vía y se detuvo junto al tren que se aproximaba».
Bunting se estremeció y se sumió extenuado en un sueño.
Atravesaba un paisaje con solares vacíos y muros de cemento en la calle de una ciudad que podía ser Nueva York o Battle Creek. En la calle había botellas rotas y hojas de periódicos viejos. Aquí y allí, en los solares llenos de maleza, se alzaban hacia el aire gris edificios de apartamentos baratos. Le dolían las piernas y los pies, y le resultaba difícil seguir al hombre que caminaba delante de él a bastante distancia, cuya túnica ligera ondeaba y se hinchaba al contacto con el viento frío. El hombre era ligeramente más alto que Bunting y su cabello negro revoloteaba alrededor de su cabeza. Imperturbable ante el viento invernal, el hombre caminaba hacia adelante y a cada paso aumentaba la distancia que le separaba de Bunting. Bunting no sabía por qué tenía que seguir a aquel hombre extraño, pero eso era lo que tenía que hacer. Perderlo de vista sería un desastre: se sentiría desamparado en aquel mundo muerto y feo. Y seguidamente se moriría. Sus pies parecían adherirse al suelo arenoso y un fuerte viento lo empujaba hacia atrás, como una mano. Cuando el hombre se hubo alejado unos cuantos metros más calle abajo, Bunting se dio cuenta que no estaba siguiendo a un hombre sino a un ángel, y lanzó un alarido de terror. De repente aquel ser se detuvo y se quedó de espaldas a Bunting. La túnica ligera ondeaba a su alrededor. Si no pronunciaba una determinada palabra, el ángel volvería a ponerse en marcha y abandonaría a Bunting en aquel mundo terrible. La palabra era esencial, y Bunting no sabía cuál era; no obstante abrió la boca y gritó la primera palabra que se le ocurrió. En el momento en que la hubo pronunciado, Bunting supo que era la palabra correcta. La olvidó tan pronto salió de su garganta. El ángel empezó a volverse lentamente, y Bunting tomó aire con fuerza. La parte delantera de la túnica estaba cubierta de sangre, y cuando el ángel extendió las palmas de las manos, Bunting vio que también las tenía ensangrentadas. El rostro del ángel expresaba cansancio y aturdimiento, y sus ojos eran los de un ciego.
14
El viernes por la mañana Bunting se despertó con lágrimas en los ojos por el ángel herido, el ángel a quien nadie podía ayudar, y tuvo un gran sobresalto al darse cuenta de que no estaba en su casa. Durante un momento se encontró completamente a la deriva en el tiempo y el espacio y pensó que podía estar prisionero en un desván: en la habitación no había más muebles que una mesa y una silla, y las ventanas parecían tener barrotes. Se le ocurrió pensar que quizá estuviera muerto. La vida después de la muerte poseía un fuerte y penetrante olor a jabón y a desinfectante. Después las barras de las ventanas se convirtieron en rayas y sombras, vio los biberones que sobresalían de la pared situada sobre su cabeza y recordó lo que había hecho. El ángel herido volvió de nuevo al reino de las cosas olvidadas donde yacía oculta una gran parte de la vida de Bunting. Este movió las piernas a través del paisaje irregular de biberones, su lecho de clavos de faquir, y se levantó de la cama. Le dolían las piernas, los hombros, la espalda y los brazos.
Afuera, en la calle, Bunting se dio cuenta de que estaba disfrutando de su situación de desempleo. Durante días le había acompañado en todo momento una ligera sensación punzante de hambre, y el hambre era algo tan agudo que contenía una pequeña dosis de placer. Bunting se dio cuenta de que la tristeza era lo mismo: si uno puede convivir con su tristeza, puede apreciarla. Es posible que sucediera lo mismo con las grandes emociones, el amor, el terror y el dolor. El terror y el dolor serían las más duras de soportar, pensó, y por un momento se sintió inquieto al recordar a Jesús propinando un golpe violento, con la palma de la mano ensangrentada, contra la pared lateral de su vieja casa de Battle Creek. Santo, santo, santo.
Le invadió la idea extremadamente inquietante de que el terror y el dolor también eran santos, y que Jesús se le apareció en un Battle Creek que se hallaba en algún lugar del norte de Greenwich Village para transmitirle aquello.
Una nube blanca de vapor cuyo tamaño y aspecto recordaban a los de una mujer adulta, apareció por una boca de acceso del centro de Broadway y se desvaneció gradualmente hasta hacerse transparente.
Bunting sintió que el mundo empezaba a desmenuzarse a su alrededor y se apresuró a entrar en la tienda de frutas y verduras Fairway. Compró manzanas, pan, zanahorias, mandarinas y leche. Cuando esperaba junto a la caja para pagar, le vino a la mente la pequeña locomotora de la cubierta de la novela de Tolstoi despidiendo nubes blancas de vapor y lanzándose hacia la tormenta de nieve. Tuvo la extraña sensación, que por lo demás sabía que no era cierta, de que alguien lo estaba vigilando, y esta sensación le siguió en su camino hacia la amplia calle concurrida.
No había una nube de vapor blanca del tamaño de una mujer sobre Broadway, no se produjo ningún alboroto repentino ni había ningún contorno marcado con tiza que mostrase el lugar donde había muerto un ser humano.
Bunting empezó a caminar calle arriba hacia su casa. Una luz tenue y débil saltaba desde el techo de los coches, desde los gruesos collares de oro, desde los escaparates fulgurantes que exhibían compact discs. En toda esta brillantez y actividad moraba latente la sensación misteriosa de que aún había alguien que lo estaba vigilando, como si la calle entera estuviera aguantando la respiración para observar a Bunting mientras avanzaba hacia su casa. Acarreaba su bolsa de comida bajo el aire frío y luminoso. Al otro extremo de la manzana, alguien gritó algo con una cristalina voz de tenor, como un cuerno de caza, y la atención vacilante del mundo acogió aquel sonido maravilloso para que perdurara en los oídos de Bunting. Un taxi salió de la sombra a una lluvia de luz y mostró, con un repentino estallido de color, un color amarillo puro. El blanco de los ojos de una mujer china lanzaba destellos hacia Bunting, y su cabello negro ondeaba lustroso sobre su cabeza. Un hilo de vapor blanco salió de su boca. Era como si alguien hubiera pronunciado unas palabras secretas, olvidadas al instante, y las palabras pronunciadas lo hubieran transformado. La acera fría bajo sus pies parecía tensa como la piel de un león, resonante como un tambor.
Incluso el vestíbulo de su casa estaba cargado de un presagio.
Entró en su desnuda habitación, se llevó la bolsa de comida a la cama y fue sacando con cuidado las manzanas, mandarinas, zanahorias y la leche. Hizo una pelota con la bolsa, la llevó con el envase de cartón de la leche hacia el hueco de la cocina, alisó la bolsa y la dobló cuidadosamente para luego verter la leche en tres biberones distintos. Los llevó al otro lado de la habitación a través del suelo resplandeciente y los colocó al lado de la cama. Se quitó los zapatos, el traje que llevaba puesto, la camisa y la corbata, y colgó todo cuidadosamente en el armario. Regresó a la cama en ropa interior y calcetines. Bajó las sábanas, se puso encima de su manta de faquir hecha de biberones y se envolvió en la sábana y la manta sin quitar ninguno de los objetos colocados sobre la cama. Dobló la almohada y encendió la lamparita, aunque todavía entraba la fría luz del exterior, proyectando rectángulos alargados sobre el suelo. Se recostó en la almohada bajo la lámpara de lectura y colocó las frutas, zanahorias, el pan y los biberones a su alrededor. Se acercó uno de los biberones a la boca y asió la tetina entre los dientes. Se percibía un agradable frescor en el aire que parecía proceder del mundo que contenía la ilustración de la cubierta del libro que estaba a su lado. Bunting succionó un poco de leche y cogió el ejemplar de Ana Karénina de la silla situada junto a la cama. Estaba temblando. Abrió el libro en la primera página y cuando fijó la mirada en las líneas impresas, éstas saltaron de la página para encontrarse con sus ojos.
15
El conserje del edificio miró hacia abajo mientras introducía la llave en la cerradura. Le dio una vuelta, y ambos hombres oyeron el chasquido de la cerradura al abrirse. El conserje seguía con la mirada en el suelo. Era tan corpulento como el padre de Bunting, y los dos jerseys que llevaba puestos para protegerse del frío le daban el aspecto de estar embarazado. El padre de Bunting iba enfundado en un abrigo, estaba encorvado y tenía las manos en los bolsillos. El aliento de los dos hombres se escapaba en forma de nubes blancas como la leche. Finalmente, el conserje fijó la mirada en el señor Bunting.
—Vamos, ábrala de una vez —dijo el señor Bunting.
—Ahora mismo, pero hay algunas cosas que usted probablemente ignora —contestó el conserje.
—Hay muchas cosas que ignoro —replicó el señor Bunting—. Como por ejemplo qué cono ha pasado aquí. Y supongo que usted no me puede ayudar mucho en este pequeño detalle. ¿Me equivoco?
—Bueno, también hay otras cosas —contestó el conserje, y abrió por fin la puerta. Seguidamente retrocedió unos pasos para dejar entrar al señor Bunting.
El padre de Bunting avanzó aproximadamente un metro y medio, y a continuación se detuvo. El conserje entró detrás de él y cerró la puerta.
—Odio el jodido Nueva York —dijo el señor Bunting—. Odio toda la mierda que hay por aquí. Perdóneme por hacer de esto algo general, pero en esta pocilga uno no puede ni mantener el calor.
En vez de mirar hacia la cama, el padre de Bunting estaba contemplando la pared situada encima de la cama en la que se hallaban varios biberones aplastados. La cama se había resquebrajado en diagonal, y las sábanas, marrones por la sangre seca, se habían endurecido de tal manera que formaban una V gigantesca y tiesa si se intentaba quitarlas. Alguien, probablemente la esposa del conserje, había tratado de limpiar la sangre situada junto a la cama rota y doblada. Astillas de madera y muelles aplastados y doblados del somier se hallaban esparcidos por el suelo manchado.
—Los inquilinos están todos locos, pero es una buena cosa que no tengamos calefacción —dijo el conserje—. Quiero decir que la tendremos cuando nos traigan la nueva caldera, pero él ya llevaba aquí diez días cuando lo encontré. Y le diré una cosa. —Se acercó cautelosamente hacia el señor Bunting, quien apartó los ojos de la pared para mirarlo ceñudo—. Él me facilitó las cosas. ¿Ve usted esa barra de seguridad? —El conserje gesticuló hacia la larga barra de hierro que estaba contra la pared junto al marco de la puerta—. Él la dejó así, abierta. Era como si me estuviera haciendo un favor. Si hubiera puesto ese trasto atravesado en la puerta, yo habría tenido que tirar la puerta abajo para conseguir entrar. Y probablemente no lo hubiera encontrado al menos hasta dos semanas después.
—Así quizá le facilitó el trabajo a quien lo hizo —replicó el padre de Bunting—. Algún favor.
—¿Lo vio usted?
El señor Bunting se volvió para contemplar los biberones de la pared situada sobre la cama, y después giró lentamente para mirar los biberones de la pared frontal.
—Claro que lo vi. Vi su cara. ¿Quiere usted conocer los detalles? A freír monas si los quiere conocer. Lo único que me dejaron ver fue su cara.
—Parecía como si no lo hubiera hecho nadie —dijo el conserje.
—Una observación muy inteligente por su parte… No lo hizo nadie. —Vio algo encima de la cama y se acercó más—. ¿Qué es esto?
Estaba mirando una bolita roja y arrugada que había caído en el fondo del pliegue. Casi al lado había otra bola negra y más pequeña, también arrugada.
—Creo que es una manzana —contestó el conserje—. Tenía algunas manzanas y mandarinas y un poco de pan. Si se fija bien, podrá ver algunos trozos pequeños de papel esparcidos por todas partes, como si hubiera explotado un libro. Toda la fruta se secó, pero el libro… Yo no sé qué pasó con el libro. Es posible que lo destrozara.
—¿Puede usted cerrar el pico?
Durante un buen rato, el señor Bunting mantuvo su mirada fija en los biberones situados encima de la cama. Después se volvió y contempló los biberones impolutos de la pared situada al otro extremo de la habitación. Finalmente dijo:
—Esto es lo que no puedo comprender. No comprendo esto de los biberones. —Miró al conserje, quien rápidamente movió la cabeza indicando que él tampoco lo entendía—. Quiero decir, si ha tenido usted aquí alguna vez otros inquilinos que hicieran este tipo de cosas.
—Nunca he visto a nadie que hiciera nada parecido —replicó el conserje—. Esto de los biberones es nuevo. Tendré que derribar las paredes para poder quitarlos.
El señor Bunting pareció no haberlo oído.
—Primero se muere mi esposa, el viernes hará tres semanas. Luego me dicen lo de Bobby, que siempre fue un gilipollas, pero era mi único hijo. Cuando deciden jugártela, realmente lo hacen a conciencia. Saben cómo hacerlo. Y ahora, para colmo de males, aquí tenemos esta mierda. Ojalá me hubiera mantenido al margen de todo esto.
—¿Le vio la cara?
—¿Eh?
—Usted dijo que le vio la cara.
El señor Bunting lanzó al conserje la mirada que dirigiría un peso pesado a su oponente al empezar el combate.
—Bueno, yo también vi su cara cuando lo encontré —explicó el conserje—. Creo que hay algo que usted debería saber. Al fin y al cabo es significativo.
El señor Bunting asintió, pero sin alterar la expresión.
—Cuando entré… quiero decir, su hijo estaba muerto, no había ninguna duda al respecto. Estuve en Corea y sé el aspecto que tiene un muerto. Parecía como si le hubiera atropellado un camión. Es absurdo, pero eso es lo que pensé cuando lo vi. Estaba aplastado contra la pared, y la cama totalmente destrozada. De todos modos, lo que me sorprendió fue la expresión de su rostro. Ocurriera lo que ocurriese, fue para bien, y perdóneme usted, pero no habrá forma de que la policía detenga a un par de tipos y les cargue con el mochuelo, porque no hay ningún par de tipos que puedan hacer lo que yo vi en esta habitación con mis propios ojos, créame…
El hombre tomó aliento. El padre de Bunting lo contemplaba con ira contenida.
—En fin, lo importante es la expresión que tenía su hijo. Parecía feliz. Parecía como si hubiera visto la cosa más importante del mundo antes de que ocurriera lo que ocurrió, cualquiera sabe.
—Tiene usted razón —contestó el señor Bunting, moviendo la cabeza—. Bueno, no tenía esa expresión cuando yo lo vi, pero lo que usted dice no me sorprende demasiado.
Sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación de su hijo y empezó a mover otra vez la cabeza. Al ver su sonrisa, al conserje se le encogió el estómago.
—Su madre nunca lo comprendió, pero puede estar seguro de que yo sí.
—¿El qué? —preguntó el conserje.
—Él siempre creyó que era una especie de iluminado. —El señor Bunting abarcó todo el apartamento con el gesto de su brazo—. Yo nunca lo vi así.
—Eso suele pasar.