Capítulo XIX

¿Es posible, hermana, que hayan pasado cuatro meses? Mi vida sigue su curso, pero no soy la misma de antes. En mis cabellos luzco los cordones blancos del luto de mi madre. Los dioses me separaron de mi manantial…, de la carne que dio vida a la mía, de los huesos de que están hechos los míos. El recuerdo de lo irreparable me hace sangrar de dolor.

Sin embargo, pienso: puesto que el cielo no quiso que se cumpliese el último deseo de mi madre, ¿no ha sido éste misericordioso al llevársela del mundo, alejándola de esta vida que ella no habría logrado comprender nunca? Tiempos difíciles para los que vivimos, ¿cómo hubiese soportado ella los acontecimientos?

Te lo diré todo, hermana: Apenas había salido el cortejo fúnebre por la puerta principal, cuando las concubinas se enzarzaron en una violenta discusión para saber a quién correspondía el rango de primera dama de la casa. Todas deseaban vestir aquellos trajes de tela color rosa, que estaban prohibidos a las de su condición, así como el privilegio de salir por la puerta principal el día de sus funerales. Tú ya sabes, en efecto, que los ataúdes de las concubinas deben salir por una puerta lateral.

Había que verlas, pavoneándose y rivalizando entre sí para atraerse las miradas de mi padre.

Debo hacer excepción de La-may. Durante estos últimos meses vivió en una de las propiedades agrícolas de la familia. Al morir mi madre, y con todo el trastorno consiguiente, olvidamos comunicarle inmediatamente la noticia, que le fue notificada, diez días más tarde, por el mayordomo de mi padre. La-may vivió retirada durante todo aquel tiempo con la única compañía de su hijo y los siervos; no hizo nada para reconquistar a mi padre, ni aun cuando supo que éste había renunciado a su proyecto de adquirir una nueva concubina. Mi padre, en efecto, se cansó pronto de su nuevo capricho. La nueva concubina, pensó, no vale el dinero que piden por ella. Pero La-may no podía olvidar que concibió el deseo de otra, y nunca quiso oír hablar de reunirse con él; mi padre odiaba el campo y, por eso, nunca fue por ella.

Al enterarse de la muerte de mi madre, La-may vino inmediatamente. Su primer pensamiento fue visitar el templo donde se conservaban sus restos mortales. Durante tres días, rechazando todo alimento, lloró en el templo. Cuando Wang-Da-Ma me explicó este detalle me apresuré a ir al templo, levanté a la llorosa y me la llevé a casa. La-may está cambiada por completo. Ya no es la muchacha alegre y vivaz de antaño; las siete elegancias de sus vestidos no son más que un recuerdo. No se pinta los labios exangües, que trazan una línea en su pálido rostro; apenas habla, es gris. Lo único que sobrevive es su desdén. Al saber que las concubinas litigaban entre sí, frunció los labios con desprecio. Es la única a quien no le importa un ápice ser la primera.

No habla de mi padre. Alguien me contó que amenazaba con envenenarse si éste se atrevía a acercarse a ella; el amor de antaño se ha convertido en odio.

Cuando le hablé de la mujer extranjera con quien se había casado mi hermano, no abrió la boca, como si no me oyese. Pero como insistí, me escuchó fríamente y, por último, comentó, con voz fina y tajante:

—¿Para qué hablar y ocuparse de algo que se sabe de antemano como ha de acabar? ¿Acaso el hijo de tal padre puede ser fiel? Hoy está muy enamorado, pero ya sé cómo van esos asuntos. Espera a que nazca su primer hijo, y la madre pierda la belleza como un libro las tapas. ¿Por ventura crees que se entretendrá en leer las páginas de ese libro, incluso si no hablan más que de amor?

Y se desinteresó de la cuestión. Vivió cuatro días con nosotros sin mencionar para nada a mi padre; en ella murieron la alegría y el amor que en un tiempo sintiera. Está irritada contra el mundo entero, pero es una cólera sin fuego, sin motivo, fría como la de una serpiente, y llena de veneno. Llegó a darme miedo; de esto no hablé a mi marido hasta el día en que se fue.

Me cogió la mano, la retuvo entre las suyas y, por último, dijo:

—Es una mujer desengañada. Nuestras viejas usanzas han tenido a la mujer en muy poca consideración, y La-may es de las que aman con facilidad, pero se adaptan difícilmente.

¡El amor es una cosa terrible si su vena no se derrama, pura y libre, de corazón a corazón!

En cuanto a las concubinas, no se podía decidir nada mientras la mujer de mi hermano no fuera legalmente reconocida. En efecto, correspondía a la esposa legítima de mi hermano asumir el rango de señora de la casa. Los Li, a la hija de quienes mi hermano fuera prometido, contribuyeron a que la situación fuese todavía más delicada, al insistir en que la boda se celebrase cuanto antes.

Naturalmente, mi hermano se guardó bien de comunicar este detalle a la extranjera; pero yo lo sabía y me daba cuenta de su ansiedad a causa de todas las complicaciones que surgían. Mi padre había recibido a los delegados de la familia para concertar el casamiento, y mi hermano, que no los vio, tuvo que oír cómo su padre repetía con fingida indiferencia y grandes risotadas, las proposiciones de aquéllos. Estas conversaciones concernientes al casamiento eran para él, que desde la muerte de mamá estaba más enamorado que nunca de su esposa, como puñaladas. A veces, es cierto, se golpeaba el pecho gritando y reprochándose el haber acelerado la muerte de nuestra madre. Entonces, la extranjera, que nunca quiso a la difunta, mostraba gran ternura, y aquella juiciosa criatura escuchaba pacientemente las palabras de remordimiento de su marido, e intentaba desviar sus tristes pensamientos hablándole del hijo que esperaban. Cualquier otra, menos comprensiva e inteligente, se hubiera enfadado. Pero ella… Apenas empezaba él a exaltar las virtudes de su madre, ya estaba ella dispuesta a unir sus elogios, sin nunca reprocharle el comportamiento de la difunta con ella. Incluso, un día, llegó a elogiar con mayor convicción todavía que su marido la fuerza de alma de la finada que, sin embargo, había sido su enemiga.

Así, mi hermano desahogaba el dolor, y en el vacío que su madre dejara, se infiltraba, perfecto, el amor de su mujer.

Pasó una temporada en que apenas les vi. Parecía como si viviesen en un lejano país. Cuando iba a visitarles, me acogían con efusión, pero en seguida se olvidaban de mí. No tenían ojos más que para mirarse, e inconscientemente se buscaban, inquietos, cuando en la misma habitación algo les separaba.

Creo que fue durante aquellos días cuando mi hermano empezó a ver con claridad la línea de conducta que debía seguir.

Se calmó, y en su alma confirmóse el propósito de sacrificarlo todo por su mujer. Verdaderamente, al verles me sentía conmovida. Si les hubiese visto así antes de casarme, me habría escandalizado, por lo poco digno que me hubiera parecido su comportamiento. En aquellos tiempos yo creía que las efusiones amorosas tan sólo se demostraban a las concubinas y esclavas.

¡Y es todo lo contrario…! ¿Ves cómo las enseñanzas de mi marido me han cambiado? Yo no sabía nada de nada antes de conocerle.

Así, aquella pareja, mi hermano y la extranjera, vivían esperando el porvenir.

Sin embargo, mi hermano no era completamente feliz. Ella sí; la extranjera se sentía dichosa. Ya había dejado de importarle no pertenecer a nuestra familia. Esperaba su hijo, y éste solo pensamiento bastaba para hacerle olvidar todas las penas. Para ella, no había en este mundo más que su marido y el pequeñín. Al sentir cómo éste se movía en su seno, me decía:

—Él me enseñará. De él aprenderé a pertenecer al país y a la raza de mi marido. Gracias a él sabré cómo era su padre desde que nació hasta convertirse en un hombre. Ocurra lo que ocurra, ya no estaré sola.

Y a su marido:

—Poco me importa que tu familia me reciba o no. Tu sangre y tu vida están en mí, la madre de tu hijo.

Mi hermano no se sentía contento. Reconocía un cambio en los sentimientos de su mujer, pero no lograba dominar su cólera contra papá. Me decía:

—Yo y mi mujer podríamos vivir solos e independientes, pero no es justo que se prive de su herencia al pequeño. No tenemos derecho.

¿Qué podía yo contestarle?

Acercábase el día del nacimiento; mi hermano, que contaba las horas que faltaban para ser padre, fue a ver al jefe de nuestra familia para obtener de él que reconociese formalmente a su mujer. Y he aquí, hermana, el resultado de la entrevista.

Como más tarde me contó, entró en las habitaciones de mi padre procurando alentarse con la simpatía que el jefe de la familia demostró sentir por la extranjera. Mi padre no fue, precisamente, correcto y amable, pero mi hermano se decía que sus exuberantes manifestaciones con la extranjera eran debidas a un sentimiento de benevolencia. Inclinóse ante mi padre y dijo:

—Honorable padre; ahora que la primera dama, mi muy honorable madre, se fue a la residencia del Manantial Amarillo, yo, vuestro hijo indigno, os ruego tengáis la bondad de escucharme.

El jefe de nuestra casa estaba sentado a la mesa. Asintió con la cabeza, sonriendo, y, con expresión benigna, se sirvió un vaso de bebida de una garrafita de plata. Llevóse a los labios la minúscula copa de jade y paladeó delicadamente el vino, sin contestar.

Animado, mi hermano prosiguió:

—La pobre flor extranjera aspira a que se arregle su situación en nuestra familia. Según las leyes de Occidente, estamos legalmente casados y ella es mi primera dama. Ahora desea que le sea dada, a su vez, la sanción de las leyes de nuestro país. Esto es doblemente importante, puesto que espera dar a luz a su primer hijo.

»La anciana primera dama nos ha abandonado, y de su pérdida no nos consolaremos jamás. Pero ahora ocurre que la primera dama de vuestro hijo no está ni tan siquiera colocada en el orden justo de las generaciones. Por eso, y nada más que por eso, la flor extranjera desea figurar entre nuestras mujeres y pertenecer a nuestra estirpe, lo mismo que un ciruelo se injerta en un fino tronco antes de dar sus frutos. Según el expreso deseo de la madre, el niño que ha de nacer deberá pertenecer para siempre a nuestra antigua raza celestial. Tan sólo falta el reconocimiento por parte de nuestro padre, cuyos graciosos favores pasados consolaron mucho a la flor extranjera.

Mi padre siguió callado. Sonrió, volvióse a servir un poco de bebida y absorbió de nuevo el contenido de la copa de jade; por último dijo:

—La flor extranjera es hermosa. Sus ojos son como dos joyas de azur, sus miembros blancos como la pulpa de las almendras. La extranjera se ha divertido bastante, ¿no es eso? ¡Me uno a tu alegría de que en pago estés a punto de recibir de ella un juguete!

Nuevamente se sirvió de beber, y continuó, con su acostumbrado tono afable:

—Siéntate, hijo mío. Te estás cansando inútilmente.

Abrió un cajón de la mesa y cogió una segunda copa, animando a mi hermano, con un movimiento de cabeza, a que se sentara. Llenó, pues, la segunda copa hasta el borde y prosiguió, con una voz que fluía fácil y gruesa:

—¡Cómo!, ¿ya no te gusta el vino?

Mi hermano se había quedado en pie.

Nueva sonrisa, nueva libación y frote de la boca con el dorso de la mano. Viendo que mi hermano seguiría en pie hasta que obtuviera de él una contestación, el jefe de la familia decidióse, por fin, a darla:

—En cuanto a tu petición, hijo mío, la reflexionaré. ¡Tengo tantas cosas que hacer…! Además, la muerte de tu madre me ha agotado de tal manera que no puedo concentrar mis ideas. Esta noche saldré para Shanghai. Necesito distraerme; si no, el dolor acabará haciéndome enfermar. Entretanto, puedes dar mi enhorabuena a la futura madre. ¡Que tu hijo sea como el loto! ¡Adiós, hijo mío, digno hijo, hijo bueno!

Se levantó, sonrió y retiróse a la habitación contigua echando la cortina tras él.

Al contarme aquella escena, mi hermano temblaba de odio intenso, como si mi padre fuera un extraño para él. Y, sin embargo, hemos aprendido, puesto que las Escrituras Santas nos lo enseñaron, que un hombre no debe nunca anteponer el cariño de su mujer al de sus padres. El que comete ese pecado ofende las tablillas de los antepasados, ofende a los dioses. Pero ¿se pueden oponer barreras al ímpetu del amor? El amor se impone, tanto si el corazón quiere, como si no… Entonces, ¿es posible que nuestros antecesores, a pesar de toda su sabiduría, jamás se hayan dado cuenta de esto?

Ya no tengo valor para reprender a mi hermano.

Es extraño: la que más sufre ahora es la extranjera.

La hostilidad de mi madre nunca la afectó así; pero la despreocupación de mi padre la asquea.

Al pronto, se irritó; luego, habló de él fríamente:

—¡Toda su simpatía era fingida! Y pensar que creí haberle agradado y tener en él a un amigo… Pero ¿qué es lo que se ha creído? ¡Qué bruto!

Al oírla expresarse así a propósito de papá me sentí escandalizada y miré a mi hermano, de quien esperaba unas palabras de reproche. Pero éste inclinó la cabeza y guardó silencio. Ella le miró con ojos donde, súbitamente, había una expresión de terror, y, sin poder seguir conservando la sangre fría que minutos antes demostrara, gritó, suspirando:

—¡Oh…! ¡Vámonos, vámonos lejos de aquí…, de este horrible lugar!

Yo estaba estupefacta. Mi hermano la cogió entre sus brazos, murmurándole algo en el oído, mientras yo me retiraba, dolida por ellos y llena de pena y duda por el porvenir.