Capítulo XI

¡Siempre sin noticias, hermana! El jardinero, que diariamente, ateniéndose a mis órdenes, va a casa de mi madre para informarme de su salud y preguntar si mi hermano ha dado señales de vida, vuelve, desde hace quince días, con la misma contestación:

—La honorable anciana dice que no está enferma. A los ojos de la servidumbre no escapa el hecho de que languidece: no come apenas. Del señorito no hay noticias. Así, en cierto modo, el corazón de la anciana consume el cuerpo. A su edad no se resisten fácilmente algunas penas.

Pero ¿por qué no dice algo mi hermano? Para mi madre he preparado manjares delicados en una vajilla de porcelana fina, y se los he enviado con unas siervas, añadiendo, además, este mensaje: «Pruebe estos alimentos, madre mía. No saben a nada, pero ya que los he preparado yo misma, sírvase consumirlos».

Me han dicho que ahora come un poco, pero que, de pronto, deja en la mesa los palillos, víctima de la náusea que llena su corazón. ¿Cómo puede mi hermano matar así a mamá? Debería saber que no es una mujer que pueda soportar las groserías del Occidente. Es escandaloso por parte de mi hermano olvidar así sus deberes.

¿Qué decisión tomará mi hermano? Pienso en ello sin cesar, perpleja. Al principio me pareció imposible que no acabase cediendo a nuestra madre. ¿No ha recibido todo de ella? ¿Cómo es posible que pueda pensar en contaminar el don sagrado con una extranjera?

Mi hermano aprendió desde su más tierna infancia el sensato precepto del Gran Maestro, que prescribe: «El primer deber del hombre es atenerse a la voluntad de los padres». Así, pienso que cuando mi padre vuelva a casa y sepa lo que ocurre, unirá su veto al de mamá.

Esta idea me ha devuelto un poco la calma perdida. Pero hoy me siento como una terrible corriente de aire que se extiende por las arenas. ¿Qué ha ocurrido? Hermana, mi marido me hace también dudar de la sabiduría de la vieja máxima. ¡Ejerciendo en mí la fuerza de su amor, aviva mis dudas! Anoche dijo palabras extrañas. Las cosas ocurrieron así:

Estábamos sentados en la terraza de ladrillos que ha hecho construir en la parte de la casa que da al Mediodía. En el piso inferior, nuestro hijo dormía en su cunita de bambú, la servidumbre se había retirado y ocupábase en sus quehaceres. Yo, como es conveniente, me había sentado a poca distancia de mi marido, en una silla de hierro esmaltado; él se había tendido en un largo sillón de mimbre.

Contemplábamos la luna llena que, muy alta, parecía oscilar en el cielo. Se había levantado un viento nocturno que empujaba rápidamente, en los cielos, una cohorte de nubes que parecían enormes pájaros blancos. Tras los vapores que pasaban, la luna se escondía y reaparecía, magníficamente clara y pura; se tenía la ilusión de que la luna corría por encima de los árboles. Estaba extasiada por aquella belleza y la paz que emanaba. El aire olía a lluvia, me sentía dichosa de vivir.

Levanté los ojos, mi marido me contemplaba. Temblé de placer íntimo y exquisito.

—¡Qué hermosa luna! —dijo, por último, con entusiasmo—. ¿Quieres tocar tu vieja arpa, Kwei-lan?

Intenté, en broma, hacerme rogar.

—Según nuestros antepasados que la inventaron, el arpa aborrece seis cosas; a saber, emitir sus sones en los siguientes casos: cuando hay otros instrumentos, en caso de duelo, cuando el músico se siente desgraciado, cuando su persona está oculta, cuando no se ha dejado arder incienso fresco y, por último, cuando hay un auditorio poco benévolo. Si esta noche no suena el arpa, ¿en cuál de estos puntos, mi señor, hay que buscar la causa?

Él se puso serio y dijo:

—Hubo un tiempo, lo sé, en que el arpa no hubiese dejado oír sus sones por mi causa; yo era un oyente poco benévolo. Pero ahora, bajo tus dedos, deben resonar las viejas canciones de amor, las canciones de los poetas.

Persuadida, me levanté y fui a buscar el instrumento. Apoyándolo en la mesita de piedra, pulsé sus cuerdas, mientras pensaba en lo que iba a tocar. Por último, canté:

Fresco es el viento de otoño

y clara la luna,

llueven las hojas muertas.

Y, aterido de frío,

del árbol, un cuervo

sale volando.

Amor, ¿dónde estás?

Esta noche mi corazón llora.

¡Estoy sola!

Hacía tiempo que mis dedos no habían hecho vibrar las cuerdas, y el triste eco final flotó largo rato en el aire.

«Sola…, sola…, sola…». Parecía como si el viento propagase el eco, y, súbitamente, se hubiera dicho que todo el jardín vibraba con la lastimera armonía, que reavivaba en mí la tristeza de mi madre, aplacada durante una hora de calma y paz.

Puse una mano sobre las cuerdas para extinguir el quejido.

—Señor, yo soy la causa de que el arpa haya enmudecido. Me siento afligida y el instrumento gime conmigo.

—¿Afligida? —se levantó y acercóse a mí, cogiéndome la mano.

—Es por amor a mi madre —dije débilmente, atreviéndome a apoyar un instante mi cabeza en su brazo—. Está triste, y su aflicción se expresa en el son del arpa. Este hermano mío… Siento que mi madre está inquieta esta noche; esperando su llegada, todo se convierte en inquietud. A mi madre no le queda más que él. Se diría que ya no existe ningún lazo entre ella y mi padre, y yo misma he pasado a ser una extraña desde que fui… tuya.

Mi marido se calló. Extrajo de su bolsillo un cigarro extranjero y lo encendió. Después, con voz calmosa, dijo:

—Es necesario que estés dispuesta a lo peor. Será mejor contemplar la verdad cara a cara: probablemente tu hermano no obedecerá a su madre.

Me sobresalté.

—¿En qué te basas para creer eso? —le pregunté.

—¿Y en qué te basas tú para no creerlo?

Retrocedí un poco.

—Por favor, no me contestes con otra pregunta. Yo no sé discutir. Pero tengo un buen argumento: mi hermano se educó en la obediencia a sus padres. Y el deber de un hijo…

—Los antiguos dogmas se derrumban…, mejor dicho, se han derrumbado ya —me interrumpió, guiñándome el ojo de una manera significativa—. ¡Actualmente se piensa de otra manera!

Sus palabras me llenaron de duda. De pronto, recordé una cosa que siempre me había consolado en secreto, aunque la expresé en voz alta.

—¡Las mujeres extranjeras son tan feas! —murmuré—. Sus hombres no tienen otra alternativa, pero…

¡Me callé avergonzada por hablar de hombres ante mi marido! ¿Cómo podían los hombres sentir deseos por mujeres del tipo de la que vimos antes de nacer nuestro hijo? ¡Aquellos ojos insípidos! ¡Aquellos cabellos descoloridos! ¡Y las manos! ¡Y los pies! Como si yo no conociese a mi hermano. Sabía que, al igual que mi padre, lo que más apreciaba en la mujer era su belleza.

Mi marido rió suavemente.

—¡Ah, poco a poco; todas las chinas no son guapas, ni todas las extranjeras son feas! La hija de los Li, a quien estuvo tu hermano prometido, no es una belleza, según he oído decir. En la venta de té, por ejemplo, dicen que no solamente tiene los labios demasiado gruesos, sino arqueados hacia abajo, como una hoz para segar el trigo…

—¿En esas cosas se entretienen los ociosos que frecuentan la venta de té? —pregunté, indignada—. ¡Es una joven de bien, y pertenece a una noble familia!

—No hago más que repetir lo que dicen… Tu hermano, sin duda, oyó algo de eso. Inútil decir que este detalle puede ser causa de anhelar a otra mujer en su corazón vacante.

Nos callamos durante unos segundos; luego, mi marido prosiguió, entre chupada y chupada de su cigarrillo:

—¡Ah, esas extranjeras! ¡Algunas son hermosas como la Estrella Blanca! Ojos claros…, libres, desenvueltas…

Me volví hacia él y le miré con ojos dilatados por la sorpresa. Mi marido ni se dio cuenta, y continuó:

—¡Sus hermosos brazos desnudos! No tienen nada de la modestia artificial de nuestras mujeres. Son libres como el viento y el sol. Con una sonrisa, un movimiento, conquistan el corazón de un hombre… y lo dejan escapar entre sus dedos, como un rayo de sol.

La respiración me faltó: ¿de qué hablaba? ¿Qué extranjera le había enseñado aquellas cosas? De pronto, un amargo despecho se apoderó de mí.

—Tú…, tú has…

Apenas movió la cabeza y rió tranquilamente.

—¿Qué dices, mujer…? No…, nunca me devastaron el corazón. Fue mío hasta que…

Su voz se extinguió a la par que adquiría un tono de ternura que reconocí inmediatamente y me emocionó.

—¿Fue difícil? —murmuré.

—Pues, sí…, a veces. A nosotros, los hombres chinos, nos han mantenido muy distantes… Nuestras mujeres son tan reservadas…, tan juiciosas… No es que las censure, pero, ahora, a los jóvenes (y tu hermano es un joven) les gustan esas otras, las extranjeras, con sus hermosas carnes blancas como las plumas de un cisne, y sus cuerpos exquisitos, que ofrecen al bailar…

—¡Silencio, mi señor! —dije con dignidad—. Eso es un discurso para hombres solos, y yo no quiero oírlo. ¿Es posible que esa gente sea tan inculta y salvaje como se desprende de tu conversación?

—No —contestó él, calmosamente—. Eso se debe, en parte, a que pertenecen a un pueblo joven, y la juventud busca el placer con ímpetu. Pero yo hablo así porque tu hermano también es joven y, aunque te desagrade el saberlo, no debemos olvidar que los labios de su prometida son tan curvos como un mayal para el arroz.

Sonrió una vez más y, sentándose de nuevo, se abstrajo en la contemplación de la luna.

Recapitulando, me convencí de que mi marido sabía mucho. Era imposible no tener en cuenta sus palabras. De lo que había dicho deduje que se desprendía cierta extraña fascinación de las carnes desnudas de aquellas extranjeras. Me vino el recuerdo de los ojos brillantes y la sonrisa de la tercera concubina la noche del convite. Temblé y no pude desterrar los tristes pensamientos.

Mis reflexiones no me dejaban en paz. Cierto que mi hermano no es más que un hombre, y su silencio resulta de muy mal augurio. Desde que era pequeñín, su silencio reforzaba las decisiones que había tomado. Wang-Da-Ma solía decir que cuando mi madre le prohibía algo, se callaba súbitamente, pero era para desear con mayor empeño la cosa codiciada.

Con un suspiro, coloqué el arpa en su estuche de laca. La luna se había ocultado por completo tras las nubes. Empezó a llover; el tiempo cambió y entramos en la casa.

Pero dormí mal.