Capítulo VII

Cuando pienso en el pasado, creo que mi marido empezó a interesarse por mí a partir de aquella noche. Parecía que hasta entonces no habíamos tenido nunca nada que decirnos, que nuestros pensamientos no se habían encontrado jamás, que yo no podía hacer otra cosa que mirarle sin comprenderle, y que él nunca hubiera llegado a posar sus ojos en mí. Si acaso nos habíamos dicho algo, fue con la cortesía que se emplea entre personas extrañas: yo, tímidamente; él con una corrección demasiado manifiesta para que yo pudiese tomarla por interés. Pero ahora tenía necesidad de él, y él, por fin, se acordaba de que yo existía. Al hablarme me interrogaba, y mostraba interés en mis contestaciones; y yo que había sentido por él, hasta entonces, un amor palpitante, pero ofuscado, sentía ahora que le adoraba.

Nunca imaginé que un hombre pudiera inclinarse con tanta ternura a una mujer. Al preguntarle lo que debía hacer para liberar mis pies de sus ligamentos, creí que se reduciría a darme unas cuantas instrucciones. Por eso me extrañó muchísimo al verle aparecer con una palangana de agua caliente y un rollo de vendas.

Estaba avergonzada: la idea de que iba a ver mis pies era insoportable; nadie los había visto desde el día en que tuve bastante juicio para cuidarme yo sola.

Me sentía como sobre carbones encendidos. Cuando, de rodillas ante mí, y la palangana a su lado, hizo un ademán para cogerme los pies, tuve la tentación de huir.

—No —dije débilmente—, lo haré yo misma.

—No te preocupes. Recuerda que soy médico.

De nuevo me negué. Él levantó la cara y me miró a los ojos fijamente.

Kwei-lan —dijo con tono grave—. Sé lo que te cuesta hacer esto por mí. Pero permite que te ayude en lo posible. Soy tu marido.

Cedí sin reflexionar más. Me cogió un pie con sus dedos ágiles, quitó la sandalia, la media y, por último, la banda interior. Su rostro tenía una expresión triste y a la vez severa.

—¡Cómo debes de haber sufrido! —murmuró con ternura—. ¡Qué triste infancia…! ¡Y todo inútilmente!

Al oír aquellas palabras, no pude retener las lágrimas. Sí, los sacrificios hechos no habían servido para nada. ¡Y ahora él me imponía otros!

Bajo los efectos de la inmersión y el desvendado, nuevas torturas empezaron para mis pies. El proceso de la distensión se reveló casi tan doloroso como el achicamiento con los ligamentos apretados. Poco a poco, la sangre comenzó a circular; y esto me produjo dolores insoportables. Había momentos en que, para mitigarlos un poco, me arrancaba las vendas ligeramente aplicadas para aplicarlas con fuerza. Pero inmediatamente pensaba que mi marido se daría cuenta y, con manos temblorosas, me quitaba de nuevo las vendas. No encontraba alivio más que sentándome sobre los pies, con las piernas cruzadas y balanceando el busto.

Hacía tiempo que había dejado de pensar en cómo me presentaría ante mi marido. ¿Qué importaba que me presentase fresca y alegremente ataviada? Durante la noche, las lágrimas habían inflamado mis ojos y tenía la voz ronca a causa de los gemidos que no podía contener. ¡Y, cosa curiosa, mi marido, que no había cedido a la fascinación de mi belleza, me consolaba como lo hubiera hecho con un niño! Me aferraba a él, desesperada por el dolor.

—Lo pasaremos juntos, Kwei-lan —me decía él—. Sufro viéndote sufrir así, pero piensa que esto que hacemos ahora no es tan sólo útil para nosotros, sino para los demás: es una protesta contra esa antigua y mala costumbre.

—¡No! —suspiraba yo—. ¡Lo hago por ti, únicamente por ti; para parecer a tus ojos una mujer moderna!

Rió, con el rostro súbitamente iluminado; el rostro que le había visto el día en que vino a visitarnos aquella mujer.

Ésta fue la recompensa a mis dolores. A partir de entonces, nada me pareció doloroso.

Con la distensión producida y un mejoramiento en mi estado de salud, empecé a gozar de una nueva libertad. Era joven, y mis pies no se habían anquilosado todavía como los de las mujeres más viejas que yo, en las que existe, además, el peligro de perderlos. Los míos no estaban más que entorpecidos. Pronto empecé a andar con mayor soltura, las escaleras ya no me parecían tan dificultosas. Incluso mi persona se robusteció. Un día entré rápidamente en la habitación donde mi marido escribía. Levantó la cabeza, sorprendido, y sonrió.

—¿Corres? —exclamó—. Buena señal, veo que lo peor ha pasado, y que la deformación de antes ha desaparecido.

Sorprendida, contemplé mis pies.

—Pero —dije—, no son tan grandes como los de Liu.

—Y no lo serán nunca —contestó él—. Los pies de Liu se han desarrollado naturalmente. Los tuyos han adquirido ahora su máxima distensión.

Me sentí un poco apesadumbrada de que mis pies no pudieran ser nunca tan grandes como los suyos. Pero se me ocurrió otra idea; puesto que las sandalias de tela bordada no me servían, decidí comprar otras de cuero, como las que había visto en los pies de Liu. Al día siguiente, acompañada por una sirvienta, me dirigí a la tienda…, compré un par de la medida deseada: cinco centímetros más largas que mis pies. Llené el espacio vacío, con algodón en rama. Así, nadie podría darse cuenta de que había tenido los pies vendados.

Entonces quise visitar a Liu. Cuando mi marido supo mi deseo, me prometió, sin más, acompañarme al día siguiente. Me quedé estupefacta; no está bien visto que un marido acompañe a su esposa por la calle. Ahora también estoy acostumbrada a eso.

Al día siguiente, tal como se había convenido, fuimos a la visita. Mi marido mostróse muy amable conmigo, aunque más de una vez me confundió, dándome la preferencia al entrar en una u otra habitación. No estaba todavía al corriente de esta costumbre, y él tuvo que explicarla al regresar a casa.

—Así se hace en Occidente —me dijo.

—¿Por qué? ¿Acaso se debe a que, como hemos oído decir, los hombres son allí inferiores a las mujeres?

—No, ésa es otra tontería.

Y me explicó. La preferencia dada a las mujeres provenía de una costumbre que perdíase en los tiempos antiguos… ¿Antiguos? La palabra me asombró. Yo no había oído nunca hablar de países con un lejano pasado. Únicamente nosotros, pueblo civilizado, habíamos tenido una Antigüedad. Pero he aquí que, según parece, los pueblos extranjeros tuvieron también un pasado y una cultura; eso significa que no eran del todo bárbaros. Además, mi marido me ha prometido leerme los libros donde se habla de ellos. ¡Cuán feliz fui aquella noche! Ser un poco más moderna: ¡qué gran cosa! En efecto, aquel día no tan sólo había llevado mis zapatos de cuero, sino que dejé de pintarme la cara y no me adorné los cabellos. Mi marido debió de advertir que me parecía mucho a la señora Liu.

Desde el momento en que, por mi voluntad, operóse el cambio, me pareció renacer a una vida nueva, más completa. Cada noche, mi marido hablaba conmigo, y su conversación parecíame llena de encantos: él sobre todo. ¡Ah, si supieras las cosas curiosas de que me informaba a propósito de los países extranjeros y sus habitantes! ¡Y qué carcajadas motivaban mis atónitas exclamaciones!

—¡Qué ridículos son! ¡Qué gente tan estrafalaria!

—No son mucho más estrafalarios —contestaba él, muy divertido— de lo que nosotros aparecemos a sus ojos.

—¿Cómo? ¿Nos consideran estrafalarios?

—¡Naturalmente! —decía mi marido riendo—. ¡Si les oyeses hablar! A sus ojos, nuestras costumbres son ridículas, nuestro rostro también, y lo que comemos y todo lo que hacemos. No les cabe en la mente que podamos tener el aspecto que tenemos y nos comportemos como nos comportamos, siendo tan humanos como ellos.

Aquello era demasiado fuerte. ¿Cómo podían considerar su modo de vestir, su aspecto y maneras tan humanas como las nuestras?

—Pero nosotros —observé dignamente—, las cosas que siempre hemos hecho, nuestra urbanidad y el tipo físico, son cosas que datan de tiempos antiquísimos.

—Exacto…, o por lo menos, tan antiguos como los suyos.

—Siempre he creído que los extranjeros venían aquí para adquirir un poco de civilización. Mi madre así me lo decía.

—Y tu madre se equivocaba. Es todo lo contrario: han venido aquí creyendo poder civilizarnos. Es cierto que nosotros les podemos enseñar muchas cosas; pero ellos no están persuadidos de eso, lo mismo que tú no te persuades de que debemos aprender mucho de ellos.

Todo lo que decía mi marido era nuevo y estaba lleno de interés. No me cansaba nunca de oírle hablar de los extranjeros y sobre todo de sus maravillosos inventos: de los grifos de donde sale agua fría o caliente, de las estufas que funcionan sin combustible, de las máquinas que van por el agua y de otras que navegaban bajo el agua. Y, en fin, ¿qué decir de esos aparatos maravillosos que vuelan?

—¿Estás seguro de que no se trata de magia? —pregunté inquieta—. Los viejos hablan de los milagros del fuego, de la tierra y el agua; siempre hay algún truco en esas cosas.

—¿Magia? ¿Qué dices? Nada de magia: una vez logres comprender, verás que son cosas bastante sencillas. Es la ciencia.

Todas las noches me hablaba de esa ciencia, y poco me faltaba para comprender que mi hermano sintiera su fascinación hasta el punto de oponerse a los deseos de mi madre, que vanamente había intentado evitar que atravesase el Pacífico. Yo misma me sentía encantada y empezaba a sentirme superlativamente instruida; tanto es así que, un día, no pude resistir al deseo de catequizar, a falta de otra persona, a nuestra cocinera.

Ésta limpiaba el arroz en la pila del patio de la cocina; al oír mis palabras, cesó de sacudir el cedazo.

—¿Quién dice eso? —preguntó, mirándome con ojos de sospecha, y en absoluto deseosa de ser convencida.

—El señor —dije con autoridad—. ¿Lo crees ahora, sí o no?

—¡Oh! —contestó ella, dudosa—. Lo único que sé es que el señor tiene mucha instrucción; pero basta con mirar para darse cuenta de que la tierra no es redonda. Suba usted a la pagoda que hay en la colina sur de la Estrella del Norte, ya verá cómo durante kilómetros y kilómetros a su alrededor, la tierra, incluso con sus montañas, ríos y lagos, es plana como un pastel. En lo que se refiere a nuestro país, sin duda se encuentra en el centro, de otra manera no podríamos dar razón a los antiguos sabios, que sabían mucho, y le han llamado, precisamente, Reino del Centro.

Yo tenía prisa de profundizar un poco más.

—Eso no basta —dije—. La tierra es tan grande que para alcanzar el lado opuesto transcurriría el período de una luna, y cuando es de noche aquí, en el otro lado es de día.

—¡Tonterías, tonterías, señora! —exclamó la cocinera triunfalmente—. Si se necesita una luna de días para ir de aquí a esos otros países, ¿cómo puede el sol realizar todo el recorrido en tan pocas horas, puesto que precisa de un día entero para recorrer el corto espacio entre la Montaña de Púrpura y las Colinas occidentales de ahí?

Y prosiguió su tarea de sacudir en el agua el cedazo de arroz.

Reconocí, sin embargo, que no podía culparla de su ignorancia. Entre todas las cosas curiosas que aprendí de mi marido, había una, sobre todo, que me sorprendía infinitamente: que los pueblos occidentales tuvieran las mismas luces celestes, el sol, la luna y las estrellas, que nosotros.

Hasta entonces había creído que Pán-Ku, el dios creador, las había hecho únicamente para los chinos. Pero mi marido es sabio, lo sabe todo, y no dice más que la verdad.