Capítulo XVI

¡Has estado mucho tiempo ausente, hermana! ¿Treinta días? No, más aún; desde nuestro último encuentro, casi cuarenta pasaron, ¡más de una luna entera! ¿Has hecho buen viaje? Doy gracias a los dioses por tu feliz regreso.

Sí, mi hijo está bien de salud. Ha aprendido a decirlo todo, y su parloteo no cesa un instante durante el día, como la voz de un ruiseñor. ¡Y qué palabras tan dulces, hermana! Parecen rodar al salir de sus labios, y nosotros todos nos alegramos. Pero si se da cuenta de que nos reímos de él, se enfada y patalea. ¡Igual que un hombre! Hay que verle cuando pretende andar como su padre, alargando sus piernecitas regordetas para no perder terreno.

¿Quieres saber…? ¡Ah, sí! ¿Cómo va el asunto de mi cuñada? Te contesto con un suspiro. No, no va bien. Mi hermano y ella siguen esperando. ¡No deciden nada! Mi hermano se contiene, e, impaciente como los hombres del Oeste con quienes ha estudiado, insiste en que en nuestro país el tiempo no tiene valor alguno. Aquí no conocemos la impaciencia que puede acelerar el curso del tiempo.

Pero te diré que desde la presentación a mi madre pasaron varios días —ocho— en espera de alguna noticia, que no llegó. Al principio, mi hermano tuvo la esperanza que, de un momento a otro, mi madre les enviaría una embajada, y no permitió a la extranjera que deshiciera sus maletas.

—No vale la pena —decía—. No tendremos que esperar más que uno o dos días.

No podía contenerse: reía con estrépito por cualquier cosa, muy alegre; ahora, por el contrario, se ha vuelto muy taciturno y sordo a todo lo que se le dice.

Si al principio mi hermano parecía prestar oído, constantemente, a las voces y sonidos que los demás ocupantes de la estancia no percibían, ahora, al pasar los días y darse cuenta de que la esperada noticia no llega, se ha vuelto áspero e irritable. Ya no ríe, y repasa con la imaginación todos los detalles de la entrevista con su madre; eso le hace hablar continuamente tan pronto para reñir a la extranjera por no haberse mostrado suficientemente sumisa, como para asegurar que tuvo razón al obrar como lo hizo, y que en los tiempos actuales es una estupidez inclinarse ante cualquiera que sea. Al oír este último despropósito no pude ocultar mi sorpresa.

—¿Acaso nuestra madre ya no es nuestra madre, por la razón de vivir en tiempos modernos?

Pero él no tenía paciencia para escucharme con calma; se irritaba por cualquier cosa y no quería admitir razones.

Sin embargo, debo ser justa con la extranjera, que en verdad no se negó a inclinarse ante mi madre. Lo que yo sé es que ella dijo:

—Si ésa es vuestra costumbre, no tengo inconveniente en hacer una reverencia, aunque, la verdad, me parece ridículo tener que inclinarme ante quien quiera que sea.

Parecía llena de calma, mucho más que mi hermano, y más confiada en el porvenir. No hacía otra cosa que pensar en su marido y en la manera de devolverle la felicidad que parecía haber perdido. A veces, cuando le veía irritado, le consolaba paseándose con él por el jardín y fuera del recinto. Así los vi, una vez, desde mi ventana.

Lo que le decía en aquellos coloquios, lo ignoro. Pero sé con certeza que, después, mi hermano parecía un poco más tranquilo y calmado, aunque siempre devorado por la fiebre de la espera.

Pero no siempre consolaba, tal como acabo de decir, ya que a veces ocurría —como una vez tuve ocasión de ver— que ella se encogía de hombros, dejándole solo. Pero, ni aun entonces le abandonaba por completo. Lo seguía con la honda mirada, y tan sólo cuando no lograba calmarlo, se retiraba para abismarse en el estudio de nuestro idioma, o jugar con mi hijo, a quien quiere muchísimo y habla en una lengua que el pequeñín no entiende.

También quiso iniciarse en los rudimentos del arpa y en poco tiempo aprendió de mí lo necesario para acompañar su canto con nuestro antiguo instrumento nacional. Cuando canta, su voz es clara y profunda, aunque a nuestros oídos, acostumbrados a las notas delicadas y agudas, produce el efecto de ser suavemente ronca. Basta que cante para que en mi hermano se encienda súbita pasión. No entiendo sus canciones, pero al oírlas noto un oscuro sentimiento de pena.

Como mi madre sigue sin decir palabra, la extranjera parece haberla olvidado por completo. Se la diría absorta en otros pensamientos; sale para dar interminables paseos, sola o en compañía de mi hermano. Aquellos paseos solitarios me asombraban. ¿Cómo era posible que mi hermano le consintiese tanta libertad? Salir sola cuadra muy mal con la modestia femenina, y él, sin embargo, callaba. Y había que oírla hablar, cuando volvía de sus paseos, de las calles por donde había pasado. Se entusiasmaba con ciertas particularidades a las que otra cualquiera no hubiese prestado atención, y de bellezas vistas en lugares extraños. Por ejemplo, un día volvió muy sonriente, como si la alegrase un íntimo pensamiento. Y cuando mi hermano quiso conocer el motivo, ella le dijo, según supe más tarde:

—He visto la belleza de los dones de la tierra. En la granería, en la calle central, han expuesto en una cestita de mimbre los granos más cálidamente coloreados… maíz amarillo, judías encarnadas, guisantes secos de un hermoso color gris, sésamo de marfil, simientes de soja de un color pálido miel, trigo rojizo, habichuelas verdes…, imposible no detenerse para contemplarlos. ¡Qué tarta podría hacer!

No comprendí con exactitud lo que quería decir, pero ella es así: vive como encerrada en sí misma, y ve bellezas donde otros no pueden verlas. ¿Quién pensó jamás en una granería como ella lo hacía? Es cierto que hay cereales de múltiples colores, pero eso ocurre porque la naturaleza así lo quiere; no hay, pues, razón de asombrarse, puesto que siempre fue así. Para nosotros, una tienda de cereales es un lugar donde compramos cierta mercancía destinada a ser consumida.

Por el contrario, ella ve las cosas con otros ojos, pero se abstiene de todo comentario. Prefiere preguntar y hacer acopio de nuestras contestaciones.

La vida cotidiana junto a ella me ha inspirado un principio de simpatía. Si la miro, descubro a veces cierta belleza en sus extraños rasgos y en sus maneras. Sin duda alguna, es orgullosa a su manera y tiene los modales bruscos y francos. Por otra parte, mi hermano no siempre es humilde. Lo más curioso de todo es que mientras no toleraría jamás semejante actitud en una mujer china, en ella esos modales le gustan, como si su altivez le diese yo no sé qué punto de delicioso dolor; y su pasión por ella aumenta. Cuando la ve demasiado distraída por sus estudios, o por los juegos con mi hijo da signos de inquietud, la mira furtivamente, luego le habla y, por último, cuando ella no hace ningún caso de él, empieza a poner el gesto hosco de su niñez y se acerca a ella con sumisión, nuevamente vencido. Nunca he visto amor semejante.

Pero llegó un día —creo que fue el vigésimo segundo, después de comparecer ante mi madre— en que ésta llamó a mi hermano con una carta expresada en términos amables, que nos llenó a todos de esperanza. En la carta rogaba a mi hermano que fuese a verla, lo que éste hizo inmediatamente, dejándome con la extranjera en espera de los acontecimientos. Su ausencia no duró más que una hora. Le vimos entrar, dando grandes zancadas, por la puerta central, viniendo al salón donde le esperábamos. Tenía cara de irritación, y al hablar no hizo otra cosa que repetir una y mil veces que estaba decidido a separarse para siempre de sus padres.

Estábamos completamente desconcertadas, y por el momento no comprendíamos nada de lo que decía. Tan sólo tras una paciente labor reconstructiva empezamos a tener una idea aproximada de lo que había ocurrido. Mi hermano se presentó a mamá lleno de sentimientos de ternura y deseos de reconciliación. Pero ella se mostró dura, la conversación fue iniciada con el sentimiento de que mamá no había cedido un ápice.

Empezó haciendo destacar su precaria salud:

—No pasará mucho tiempo antes de que los dioses me transfieran a otro ciclo de vida —dijo.

Él se sintió conmovido.

—No diga eso, mamá —replicó—. ¡Todavía tiene que vivir muchos años para sus nietecitos!

Apenas pronunció aquellas palabras, arrepintióse de haberlas proferido.

—¿Nietecitos? —respondió secamente—. ¿Qué otro hijo puede darme nietecitos si no eres tú? Y la hija de los Li, mi nuera, sigue esperando…

Después de estas palabras, mi madre guardó silencio, cortésmente, para exigir a renglón seguido, y sin ambages, que mi hermano se casase con su prometida lo más pronto posible para darle un nietecito antes de morir ella. Mi hermano contestó que ya estaba casado. Con tono irritado, declaró, entonces, que nunca aceptaría una extranjera por esposa de su hijo.

Eso fue todo lo que supimos por conducto de mi hermano. Ignoro qué otras palabras pudieron decirse. Pero Wang-Da-Ma, la fiel sirvienta, que había escuchado escondida tras la cortina, me dijo que entre la madre y el hijo se cruzaron frases excitadas, palabras groseras… «Fue —decía Wang-Da-Ma— como una rápida sucesión de truenos que recorre el cielo». Mi hermano mostróse paciente hasta el momento en que mi madre le amenazó con hacer que le desheredasen. A esto mi hermano contestó con amargura:

—¿Acaso cree que los dioses le darán otro hijo, repudiando al que ya le dieron? ¿O bien se rebajará usted hasta adoptar el hijo de una concubina?

¡Palabras indignas en los labios de un hijo!

Mi hermano dio fin a la escena saliendo precipitadamente, echando pestes contra los antepasados mientras atravesaba los patios. En la habitación de mi madre hubo un prolongado silencio; luego, Wang-Da-Ma oyó gemir. Era mi madre, y la sirvienta apresuróse a entrar. Pero mi madre enmudeció inmediatamente, mordiéndose los labios y se limitó a pedirle, con voz como un suspiro, que la ayudase a llegar hasta su cama…

¡Es vergonzoso que mi hermano haya hablado así a mamá! No tiene excusa. En efecto, creo que hubiera debido recordar la edad y dignidad de su madre. Pero no piensa más que en él. ¡Verdaderamente, a veces siento odio por la extranjera que tiene así, entre sus manos, el corazón de mi hermano!

Quise correr a ver a mi madre, pero mi esposo me disuadió:

—Es mejor —dijo— esperar a que te llame. Si fueras por tu propia iniciativa parecería una actitud contraria a tu hermano; y eso, precisamente ahora que come nuestro arroz, parecería descortés.

No me quedaba, pues, más remedio que tener paciencia: ¡y bien saben los dioses que la paciencia es un mísero consuelo para mi corazón ansioso, hermana!

Ayer, la señora Liu vino a visitarnos. Me alegré de verla. El día había sido gris. Continuábamos deprimidos por los acontecimientos del día anterior, el de la tempestuosa conversación entre madre e hijo. Éste se había encerrado en su habitación, mudo, la mirada obstinadamente vuelta hacia la ventana. Intentó distraerse con un libro, pero se cansó pronto, cogió otro y luego otro, pero fue inútil. La extranjera, por su parte, viendo que era inútil intentar consolarle, encerróse en sus propios libros. Por mi parte, había tomado la decisión de no acercarme a ellos, y a ese objeto me ocupé exclusivamente de mi hijo. La opresión que reinaba en casa era tan fuerte que ni el regreso de mi marido para el arroz del mediodía logró serenar a mi hermano y sacar a la extranjera de su mutismo. Por eso, la llegada de la señora Liu fue como un soplo de aire fresco en el inerte calor de un día estival.

La esposa de mi hermano estaba sentada, meditabunda, con el libro abandonado sobre su regazo. Al ver aparecer a Liu, la miró un poco sorprendida. Desde el asunto de mi madre, nadie había venido a visitarnos. Nuestros amigos conocían el disgusto y, por delicadeza, se abstenían de acudir; ni nosotros les habíamos invitado, ya que no sabíamos cómo presentar a la extranjera. En efecto, yo la llamo esposa de mi hermano por atención a él, pero, legalmente, no es tal, ni lo será mientras mis padres se nieguen a reconocerla.

Pero la señora Liu no se mostró azorada en lo más mínimo. Como si tal cosa, cogió la mano de la extranjera y le espetó un discurso que no comprendí: hablaban en inglés. Ambas reían de vez en cuando. Me sentí estupefacta; parecía como si la extranjera se hubiese reanimado súbitamente. La observé con atención, pensando que debía de tener un carácter curiosamente voluble. Reflexionándolo bien, hay en ella dos personas…, una silenciosa, retraída, y la otra alegre; pero una alegría demasiado intensa para ser verdadera alegría. En cuanto a Liu, me chocó por su desenvoltura, como si no se diese cuenta de nuestra enojosa situación. Cuando se levantó para irse me estrechó la mano, diciendo en nuestro idioma:

—Lo siento. Son unos momentos difíciles para todos.

Se volvió y dijo algo a la otra. Aquello hizo fluir las lágrimas a sus ojos. Las tres nos miramos entristecidas. De pronto, la extranjera se puso en pie y salió rápidamente de la habitación. Liu la siguió con los ojos y dijo, compasiva:

—Es triste para todos. —Luego preguntó—: ¿Se quieren?

Puesto que es franca con mi marido, contesté:

—Mucho, pero eso mata a mi madre. Ya sabe usted que la pobre está muy delicada, incluso cuando se encuentra bien, pero es tanta su edad…

La señora Liu suspiró, agitando la cabeza:

—Lo sé. Días difíciles para los viejos. Entre los ancianos y los jóvenes ya no existe posibilidad alguna de comprensión; están separados, como un afilado cuchillo separa la rama del tronco.

—Es un absurdo —murmuré.

—No es absurdo —contestó—. Es la fatalidad. Y nada hay en el mundo tan triste como eso.

Mientras esperábamos, sin hacer nada, la señal que nos ayudaría a regular nuestra conducta, no logré olvidar a mamá. No hacía más que pensar en las palabras de la señora Liu a propósito de los ásperos tiempos que corrían para los ancianos. Para consolarme, me dije: «Mi hijo podría visitar a los padres de mi marido».

Sentía mi corazón enternecido por todos los viejos. Ellos también son viejos y están delicados de salud. Cogí al nene y lo vestí con su larga chaquetilla de raso, parecida a la que llevaba su padre. En la cabeza le puse un sombrerito semejante al que lucen los hombres, de terciopelo negro, con una borla encarnada. Se lo habíamos comprado el día de su cumpleaños y le sentaba muy bien. Con un pincel empapado en color rojo le retoqué la barbilla, las mejillas y la frente. Así arreglado, el pequeñín estaba tan guapo que llegué a temer que los dioses le considerasen demasiado hermoso para ser humano, y se sintiesen inducidos a destruirlo.

Incluso la abuela paterna pensó lo mismo que yo. Cuando vio al niño, lo levantó entre sus brazos, estrechándolo contra sus hinchadas mejillas, que temblaban de alegría. No cesó de husmear su fragante cuerpecito, repitiendo con una especie de éxtasis:

—¡Encanto mío, hijo de mi hijo!

Estaba tan conmovida que me reproché no llevárselo con mayor frecuencia. Es verdad que no se quejaba por la decisión que tomamos de quedárnoslo…, una iniciativa que podía ser añadida a las que Liu mencionó. Sentí piedad por la abuela, que envejecía sin tener el consuelo de su nietecito cerca de ella. Asistía, sonriente, a sus efusiones, cuando de pronto vi que ponía las manos en las mejillas del crío y ladeaba la cabeza a derecha e izquierda, diciendo rápidamente:

—Pero ¿qué veo? ¡No has hecho nada para protegerlo contra los dioses! ¡Vaya un descuido! —Luego, volviéndose a la esclava, exclamó—: Tráeme un anillo y una aguja.

Anteriormente había pensado en perforarle la oreja izquierda para colgarle un pendiente que engañase a los dioses, haciéndoles creer que se trataba de una niña, tal como aconseja una antigua costumbre para proteger al hijo único de una muerte prematura. Pero tú sabes, hermana, lo tiernecitas que son sus carnes. En aquellos instantes, aunque no me atrevía a dudar de la sabiduría de mi suegra, sentí que los pelos se me ponían de punta al pensar en el dolor que mi hijo tendría que pasar.

Pero cuando la abuela tocó el lóbulo de la oreja del pequeñín con la aguja, éste empezó a gritar, poniendo ojos de susto, y haciendo pucheros para llorar. La abuela, al verle aterrorizado, arrepintióse de su idea y murmuró palabras de consuelo, enviando por un hilito de seda encarnada, al que ató el pendiente, suspendiéndolo luego a la oreja del bebé; así evitó tener que perforarle el lóbulo. El nene sonrió, y su sonrisa conquistó nuestros corazones.

Esta visita me hizo comprender, con mayor exactitud todavía, el dolor de mi madre. El verdadero fruto de su vida era aquel nietecito que no había nacido todavía. Pero me sentí dichosa por haber alegrado el corazón de la abuela paterna, y me pareció sentir menos dolor por la suerte de los ancianos.

Mi filial pensamiento de llevar ayer al niño a casa de la abuelita alegró a los dioses, ya que esta mañana llegó una carta de mamá. Estaba dirigida a mi hermano. No hablaba de la reciente escena; únicamente le ordenaba instalarse bajo el techo paterno, afirmando no aceptar ninguna responsabilidad en lo que a la extranjera concernía. Ésta era una cuestión demasiado grave para que ella pudiese decidir; esa responsabilidad recaía en nuestro padre, el cabeza de familia. Mientras tanto, nada se oponía a que mi hermano condujese a la extranjera al domicilio paterno, instalándose con ella en el patio exterior, ya que —aquí concluía la carta— no sería oportuno poner a la extranjera en contacto directo con las concubinas y los niños.

El cambio de actitud en mi madre nos asombró a todos, haciendo renacer la esperanza en mi hermano.

—¡Lo sabía, lo sabía! —no se cansaba de repetir—. ¡Estaba seguro de que cedería! ¡Al fin y al cabo, yo soy su hijo único!

Le hice observar que mamá no había aceptado a la extranjera, pero no me hizo caso.

—¡Una vez haya traspuesto el umbral de la casa, ya veremos!

No quise desanimarle y me callé. Pero en lo íntimo de mi corazón me decía que nosotras, las mujeres chinas, no aprenderíamos a querer fácilmente lo que no es nuestro. Por eso, lo más probable sería que tuviesen siempre presente a la hija de los Li, en espera de que se consumase el matrimonio.

Hice varias preguntas discretas al mensajero, y éste me dijo que el día anterior mi madre se había sentido muy enferma; tan mal se puso que temió morir. Llamaron a los sacerdotes y fueron recitadas las plegarias del caso; eso hizo que, por último, se sintiese un poco mejor. Por la mañana se reanimó milagrosamente, tanto es así que tuvo fuerzas para escribir de su puño y letra la carta que habíamos recibido.

Inmediatamente comprendí lo que había pasado. Mi madre se vio próxima a morir, y temiendo que su hijo no volviese a casa, faltando así a sus deberes, había hecho promesa de llamarle para que los dioses le conservaran la vida. Aquello era una gran humillación para ella, y pensarlo me apenaba. Comprendí que debía ir en seguida a verla, y me hubiese puesto en camino de no haberme retenido mi esposo.

—¡Espera! Sus fuerzas apenas serán suficientes para una sola cosa a la vez. Para los que se sienten debilitados por la enfermedad, hasta la simpatía de los demás se convierte en carga.

Tuve que dominarme y ayudar a la esposa de mi hermano en la tarea de hacer sus maletas. Si le hubiese podido hablar libremente, en nuestro idioma, le hubiese dicho: «Recuerda que mi madre es vieja y está enferma…, y que le han quitado su único bien…».

Pero nada podía decirle… Nuestras conversaciones eran fragmentarias, y nos entendíamos con mucha dificultad.

Mi hermano y su mujer se han trasladado hoy a la casa de los antepasados, donde les han sido preparadas unas habitaciones en los mejores aposentos donde vivía mi hermano durante su infancia. A la extranjera se le ha prohibido entrar y comer en los departamentos de las mujeres. Esto significa que mi madre sigue negándose a reconocerla.

Me alegro de encontrarme otra vez sola con mi marido y el nene. Sin embargo, mi hermano y la extranjera han dejado un vacío como si un poco de vida se hubiese ido de nuestra casa. Como cuando cesa el viento del Oeste, dejando tras él una calma, en la que hay barruntos de muerte. Pienso en los dos ausentes y me los imagino solos en la antigua casa de los antepasados.

Ayer dije a mi marido:

—¿Cómo acabará todo esto?

Movió dubitativamente la cabeza.

—Que los viejos y los jóvenes vivan juntos, es como hacer chocar el hierro y la piedra de fuego. ¿Quién puede decir cuál de los dos vencerá?

—¿Y qué ocurrirá?

—Preveo el chispazo —contestó gravemente—. Me da lástima tu hermano. Nada más difícil que vivir entre dos mujeres, una joven y otra vieja, entre las dos alternativamente y teniendo que ser amable con ambas.

Sentóse el niño en las rodillas y le contempló pensativo. No pude adivinar sus pensamientos. En un momento dado, el pequeño apartó un poco los cabellos que cubrían su oreja, orgulloso de enseñar el amuleto que su abuelita le había suspendido.

—¡Mira, papá!

De pronto, olvidamos a mi hermano y a su esposa. Mi marido me miró con ojos de sospecha, llenos de reproches:

—¿Qué significa esto, Kwei-lan?

—Tu madre quiso… —balbuceé—. Yo no me atreví a…

—¡Tonterías! —exclamó—. ¡Lo primero que debemos procurar es que no metan en la cabeza de la pobre criatura esas estúpidas supersticiones!

Extrajo una navajita del bolsillo y cortó el hilo de seda que sostenía el pendiente. Cuando tuvo el amuleto en la mano, acercóse a la ventana y lo tiró al jardín. El pequeño hizo pucheros, pero mi marido le dijo, riendo:

—¡Sé un hombre como tu padre! ¿Acaso llevo yo joyas como las mujeres? ¡Seamos hombres que no temen a los dioses!

El pequeño sonrió.

Pero, por la noche, recordando esa escena, cierto temor se apoderó de mí. ¿Sería posible que los viejos estén siempre equivocados? ¿Y si los dioses existiesen en realidad? ¡Ah, cómo comprendo el corazón de mi madre!