Capítulo XVII

Durante veinte días me abstuve de visitar a mi madre. Me sentía cansada e indispuesta, y pensar en mamá y mi hermano aumentaba aún más la confusión de mi cerebro. No podía pensar en mi marido sin que surgiese la imagen de mi hermano, y cuando cogía al nene entre mis brazos, evocaba inmediatamente a mi madre.

Pero presentarme a ella sin haber sido llamada, en las circunstancias que atravesábamos, me hubiese resultado sumamente embarazoso. ¿Cómo justificar mi visita? En las interminables horas de soledad, pasadas en el silencio de mi casa —tú sabes que el padre de mi hijo trabaja todo el día hasta el anochecer—, mi fantasía desbordábase. ¿Cómo debía pasar la extranjera aquellos días tan largos? ¿Se habría presentado a mi madre? Y ésta, ¿le habría dirigido la palabra? Desde luego, no ignoraba que las esclavas y concubinas hacían comentarios. ¡Cuántas miradas furtivas en los rincones! La servidumbre debía de echar mano de cualquier pretexto para entrar a ver a la extranjera. En la cocina no se hablará más que de ella, de sus maneras, de su aspecto, de su conducta, de su modo de hablar, y de todos los discursos —hasta de eso estaba segura— acabarían con lamentaciones por haber dado hospitalidad en la casa a una extranjera, intercalando expresiones penadas por la hija de los Li.

Por último, mi hermano dio señales de vida. Una mañana —estaba yo ocupada en bordar un par de sandalias para mi hijo, pues ya sabes que dentro de siete días es la fiesta de la Luminosa Primavera— la puerta se abrió de pronto y apareció mi hermano sin hacerse anunciar. Llevaba la vestimenta china, y desde que volvió a la patria, nunca le vi tan parecido a los días de su adolescencia. La expresión grave de su rostro era la única diferencia. Se sentó sin saludarme, y empezó a hablar como si prosiguiese una conversación interrumpida horas antes.

—¿Te haces cargo, Kwei-lan? Mamá está muy débil, creo que la enfermedad la mina poco a poco. Tan sólo sobrevive su voluntad, fuerte como siempre. Por orden suya, mi esposa tiene que vivir en el patio, como una mujer china; y como mi herencia depende de que observemos esta orden, procuramos obedecer lo mejor posible. ¡Pero es muy duro…! ¡Ven a visitarnos con el pequeño!

Levantóse y empezó a recorrer la estancia a grandes zancadas. Al verle tan agitado prometí ir a verles.

Aquella misma tarde, fiel a mi palabra, fui a casa de mamá, con la intención de aprovechar mi paso por los patios para ver a la esposa de mi hermano. Sin embargo, comprendí que nunca me atrevería a demostrar abiertamente a mi madre que iba también por la extranjera. Así, pues, me dije que haría caso omiso de ésta, a menos que me ofreciese sus habitaciones.

Sin detenerme en los patios, fui directamente a la estancia de mi madre. Mientras atravesaba el patio de las mujeres, observé que la segunda dama me hacía señas de que me acercase desde el umbral del portón de la Luna, oculta a medias por una planta de oleandro. Me limité a hacer un movimiento con la cabeza y pasé de largo, pidiendo inmediatamente audiencia a mi madre.

Luego de los saludos rituales, hablamos de mi hijo. Después, haciendo acopio de valor, la miré cara a cara. A pesar de lo que dijo mi hermano, me pareció más bien mejorada, por lo menos no tan enferma como me había imaginado. Por lo tanto, me abstuve de preguntarle cómo se encontraba, pues sabía a ciencia cierta que aquella clase de preguntas la irritaba, aunque su contestación era siempre cortés. Así, pues, me limité a preguntar:

—¿Cómo está su hijo, mi hermano? ¿Ha cambiado mucho durante los años que pasó lejos?

Inmediatamente enarcó las cejas.

—A decir verdad, no he tratado con él ninguna cuestión de importancia. La concerniente a su casamiento con la hija de los Li, no podrá ser resuelta hasta que tu padre regrese. En cuanto a mi orden, tan pronto puso los pies en esta casa, de vestirse como todo el mundo, fue estrictamente observada, por lo que deduzco que, poco a poco, se aviene a razones. La verdad, no era muy agradable ver a mi hijo llevando los pantalones de un aguador.

Puesto que ella misma había mencionado el casamiento de mi hermano, pregunté, con fingida indiferencia, a la vez que comparaba una muestra de tela con la seda de mi vestido:

—¿Y qué le parece la extranjera de ojos azules?

Noté que mi madre se envaraba. Tosió y, luego, dijo, con voz indiferente:

—No sé nada de ella. Una vez tan sólo, accediendo a las súplicas de tu hermano para que le permitiese presentármela, la mandé llamar para que me preparase el té. Pero no pude aguantar la expresión bárbara de su rostro y sus manos inexpertas. Es evidente que no sirve para nada, es torpe, y se nota que ignora, incluso, los rudimentos de la galantería para con las personas de edad. Me cansé. Siento indignación cuando trato de olvidar, diciéndome que mi hijo está de nuevo bajo el techo de sus antepasados.

Me extrañó que mi hermano no me hubiese dicho nada de aquello. Con increíble atrevimiento, pregunté:

—¿Puedo invitar a la extranjera a mi pobre casa…? Puesto que aquí la tratan como a una extraña…

Mi madre contestó fríamente:

—¿No has hecho bastante todavía? Mientras viva bajo mi techo no le permitiré que trasponga el gran portón; así aprenderá la reserva conveniente a una gran dama que pretende vivir entre estas paredes. No me importa que toda la ciudad hable de nosotros. La extranjera no conoce ni reglas ni disciplina; necesita aprenderlas. ¡Y no me hables más de ella!

El resto de nuestra conversación la dedicamos a asuntos corrientes. Observé muy bien que mi madre únicamente deseaba hablar de los asuntillos y chismes cotidianos, tales como la salazón de verduras por la servidumbre, el aumento del precio de las telas para vestidos infantiles, de los crisantemos que estaban plantando en el jardín para que floreciesen en otoño. No me quedaba, pues, más que saludar e irme.

Me dirigía hacia la salida, atravesando los portales interiores, cuando compareció mi hermano. Se había acercado a la gran puerta, según me dijo, porque tenía algo que decir al guardián. Pero me di cuenta de que no era más que un pretexto y que, en realidad, fue a la puerta para esperarme. Me acerqué a él, y al mirarle fijamente observé que la expresión decidida que le convenía en un extraño para mí había desaparecido. Al contrario, parecía confuso y ansioso; esto, unido a la vestidura que llevaba y a su andar con la cabeza inclinada, contribuía a darle el aspecto de escolar que tenía antes de irse al extranjero.

—¿Cómo está tu mujer? —le pregunté rápidamente.

Mojóse los labios, que temblaban, y contestó:

—¡No muy bien, hermana! No podemos continuar esta vida durante mucho tiempo. Estoy viendo que habré de hacer algo…, irme, trabajar.

Enmudeció. Le aconsejé que tuviera paciencia antes de jugarse el todo por el todo. Era un gran paso que mi madre hubiera consentido a la extranjera que se instalase en los patios, y un año pasaría de prisa.

Pero él sacudió la cabeza.

—Mi mujer también empieza a desesperar —dijo con tristeza—. Mientras estuvimos lejos de aquí, nunca perdió los ánimos. Pero ahora languidece con el transcurso de los días, no se acostumbra a nuestras comidas, y yo no puedo darle otros alimentos. En su país de origen, estuvo acostumbrada a sentirse libre y cortejada; allí la consideraban hermosa, y muchos hombres la desearon. Era para mí un orgullo decirme que fui yo quien logró llevársela de todos los admiradores. Pero ahora es como una flor marchita, truncada en un vaso de plata sin agua. Se pasa el día entero sentada, en silencio, con los ojos cada vez más dilatados y febriles.

¿Cómo era posible que mi hermano considerase un mérito el que muchos hombres hubiesen deseado a su mujer? Entre nosotros, semejante antecedente sería considerado desmerecedor. ¿Y una mujer así podía esperar convertirse en una de nosotras?

Un súbito pensamiento cruzó mi mente.

—¿Acaso piensa volver a su patria? —pregunté con ansiedad.

¡Ojalá fuera así! Sería la única solución. Mi hermano, hombre al fin y al cabo, la olvidaría pronto cuando el mar los separase, y cumpliría con sus deberes. Nunca olvidaré su expresión cuando oyó mis palabras.

—Si decide irse —dijo, mirándome con ojos que echaban llamas—, la acompañaré. —Y luego, con una violencia inesperada—: ¡Si muere en esta casa, dejaré para siempre jamás de ser el hijo de mis padres!

Con suavidad, le reproché el pronunciar unas palabras tan duras. Y él, sorprendiéndome, en verdad, emitió un ronco sollozo, dio media vuelta y se alejó con rapidez. ¿Qué hacer? Durante cortos minutos me quedé inmóvil, contemplando su curvado dorso, hasta que desapareció en el patio donde habitaba; luego, venciendo una última incertidumbre, y siempre temerosa de mi madre, le seguí.

Deseaba ver a la extranjera y, en efecto, la encontré en el patio interior. Llevaba una vestimenta exótica, una larga chaquetilla ceñida, de color azul oscuro, cortada de tal manera que no oprimía su garganta. Cuando llegué, se paseaba excitada, llevando en la mano un libro extranjero cubierto con ricas y sutiles estampas, constituyendo grupos en cada página. Leía, mientras andaba, con la frente surcada de arrugas. Al verme, sonrió y se detuvo para que yo me acercase.

La conversación fue sin interés. Había acabado de perfeccionar sus conocimientos de nuestro idioma y, por tanto, no tuvimos dificultad en entendernos. Invitóme a entrar, pero me excusé: mi hijo estaría esperándome. Ella parecía un poco molesta. Dijo algunas palabras a propósito de cierto enebro muy viejo que crecía en uno de los patios; la joven me entregó un juguete que, al parecer, era para mi hijo. Un objeto de tela relleno de algodón. Le di las gracias y me quedé sin saber qué decir. Hubo una pausa; luego empecé a despedirme, sintiéndome entristecida al pensar que no podía hacer nada para ayudar a mi hermano ni a mi madre.

Cuando quise irme, me cogió una mano y la retuvo entre las suyas. La miré y vi que dos lágrimas fluían de sus ojos, que ella intentó disimular con un brusco movimiento de cabeza. Me sentí apiadada y, no sabiendo qué decir, le aseguré que volvería pronto a visitarla. Intentó sonreír, pero sus labios temblaban.

Así pasó una luna más, y mi padre regresó. Aunque parezca extraño, interesóse inmediatamente por la esposa de mi hermano, que le fue simpática. Por Wang-Da-Ma, supe que apenas franqueó la puerta principal inquirió si mi hermano había conducido a su mujer a la casa. Como le contestaron afirmativamente, cambió de vestido y anunció su visita a mi hermano tan pronto concluyese de comer.

En efecto, compareció muy sonriente y amable, siendo recibido por mi hermano con los signos de respeto que le eran debidos. Inmediatamente comunicó su deseo de ver a la extranjera, y al comparecer ésta, se echó a reír a carcajadas, observóla atentamente y se puso a hacer comentarios en voz alta.

—No está mal para ser una extranjera —dijo de buen humor—. Bien, bien, esto es nuevo en la familia. ¿Habla nuestro idioma?

Mi hermano, molesto por tanta desenvoltura, contestó secamente que se ocupaba en enseñárselo. Al oír esto, mi padre rió a más no poder.

—¿Para qué, hijo, para qué? Las palabras de amor suenan con mayor dulzura cuando se las pronuncia en un idioma extranjero, ¡ja, ja, ja!

Mientras se dejaba dominar por aquel exceso de hilaridad, toda la grasa de su cuerpo temblaba.

La extranjera no comprendía las palabras de mi padre —hablaba muy de prisa, con su vozarrón—, pero la jovialidad que demostraba tuvo el efecto de reanimarla y, naturalmente, mi hermano se guardó muy bien de advertirle que el jefe de la familia le estaba faltando al respeto.

Me he enterado de que mi padre la visita con frecuencia, y que bromea mucho sin preocuparse para nada de las conveniencias; le enseña nuevos modismos y maneras de decir las cosas. En cierta ocasión le envió dulces, y en otra, un limonero enano, de esos que se llaman de Buda, en un magnífico jarro verde.

Mi hermano procura estar presente durante estas entrevistas. En cuanto a la extranjera, es una criatura que no se da cuenta de nada.

Ayer, después de saludar a mi madre, fui a las habitaciones de la mujer de mi hermano para hacerle una breve visita; no me atrevía a incurrir en la reprobación de mamá visitándola más reposadamente: eso hubiera podido ser causa de que me prohibiera el acceso, sin más ni más, al patio de la extranjera.

—¿Eres dichosa? —le pregunté.

Sonrió de aquella manera que iluminaba todo su grave rostro.

—Casi —contestó—. Por lo menos las cosas no han empeorado. No he vuelto a ver a la madre de mi marido desde la vez en que hube de prepararle el té… Pero mi suegro viene a verme casi todos los días.

—Es necesario ser paciente —dije—. Llegará el día en que mi augusta madre acabará cediendo.

La expresión de su rostro se endureció.

—¡Como si yo hubiera cometido un pecado! —dijo con voz ronca y vibrante—. ¿Acaso es pecado amar y casarse? El padre de mi marido es el único amigo que tengo en esta casa. ¡Es amable conmigo! Y preciso de amabilidad, créeme. No podré aguantar durante mucho tiempo esta opresión.

Con un ligero movimiento nervioso de su cabeza echó atrás los cabellos cortos y rubios que le caían sobre la frente. En sus ojos leí una expresión encolerizada. Vi que miraba hacia los otros patios, y seguí la dirección de sus ojos.

—¡Míralas, ahí están otra vez! —exclamó—. Para ésas yo soy como un juguete, ¡no puedo resistir que me miren así! ¿Por qué vienen siempre a curiosear y señalarme con el dedo?

Al hablar así me indicaba con la cabeza el portón de la Luna, donde se habían agrupado las concubinas, y media docena de esclavas con sus niños; pero se veía claramente que miraban en dirección a la extranjera, riendo entre ellas, indiferentes a mi expresión reprobadora, fingiendo no verme. Por último, la extranjera me obligó a entrar, de un empujón, en la estancia, cerrando la puerta en la nariz de las curiosas.

—¡No puedo aguantarlas! —dijo furiosa—. ¡No entiendo lo que dicen, pero sé que hablan de mí desde por la mañana hasta la noche!

Intenté calmarla:

—No prestes atención. Son muy ignorantes.

Pero ella sacudió la cabeza.

—¡Esto ya va durando demasiado! ¡No puedo más!

Frunció el entrecejo y calló, absorta en sus pensamientos. Yo también guardaba silencio, a su lado, en la amplia habitación donde reinaban las sombras. Por último, ya que no acertábamos a decirnos nada, miré a mi alrededor. Se podía ver que había verificado algunos cambios en el local, para darle un aspecto lo más occidental posible. Observé algunos detalles extraños. Por ejemplo: en las paredes había colgado, sin orden ni concierto, algunos cuadros, y entre ellos varias fotografías con marcos. Al darse cuenta de que los miraba, su rostro se suavizó.

—Éstos son mis padres —dijo—, y aquéllas mis hermanas.

—¿No tienes hermanos?

Sacudió la cabeza, contrayendo un poco los labios.

—No, ¡pero qué más da! Nosotros no somos una gente que únicamente se preocupa de los hijos.

No comprendí. Me levanté para mirar los cuadros. El primero reproducía a un anciano de aspecto grave, con una barbita blanca en punta.

Sus ojos eran como los de la extranjera, tempestuosos, con los párpados hinchados. Tenía la nariz puntiaguda y calva la cabeza.

—Mi padre es profesor de la Universidad donde encontré por primera vez a tu hermano —dijo, mirando la fotografía con nostalgia—. Al verle en esta habitación, me parece fuera de lugar —añadió en voz baja y temblorosa—. ¡Pero lo que, al principio, no podía mirar es la fotografía de mi madre!

Se puso en pie y habló a mi lado: yo, comparada con ella, resulto de muy corta estatura. Separó sus ojos de la segunda fotografía, sentóse, cogió de encima la mesa un retazo de tela y se puso a bordar. Nunca la había visto dedicada a aquel trabajo, y me extrañó la curiosa cajita de metal en que introducía la yema de su dedo; era algo muy distinto de nuestros dedales constituidos por un anillo apropiado al dedo medio. Manejaba la aguja como un cuchillo. No dije nada y curioseé la fotografía de su madre, una mujercita delicada, no exenta de cierta gracia, a pesar de la manera poco decorosa de peinar sus blancos cabellos, en forma de aureola. La hermana de la extranjera tenía un parecido extraordinario con su madre, aunque aparecía muy joven y sonriente.

—¿Tienes muchos deseos de ver otra vez a tu madre? —pregunté discretamente.

—No. Ni tan siquiera puedo escribirle.

—¿Y por qué?

—Porque estoy viendo que todos sus temores a propósito de mi casamiento se cumplen. ¡Ni por todo el oro del mundo quisiera que me viese aquí! Si le escribiese leería la verdad entre líneas. Por eso no le he escrito desde que llegué. En nuestro país, todo aparecía de una manera muy distinta, magnífica; mi novela de amor. Y yo…, naturalmente, tú no sabes hasta qué punto llegaba mi marido a ser el tipo de perfecto enamorado. Me hablaba con cálidas palabras, mucho más originales e interesantes que las de todos mis otros enamorados…, éstos, comparados con él, me daban la impresión de ser fastidiosos y vulgares. Un amor expresado como tu hermano lo hacía era una novedad. ¡Pero mi madre no se sentía muy tranquila, y nunca logramos hacerle perder el miedo!

—¿De qué tenía miedo? —pregunté, perpleja.

—Que yendo tan lejos no fuese yo dichosa, y que los padres de mi marido no aprobaran el casamiento y procurasen hacerme la vida imposible. ¡Y eso es precisamente lo que ocurre! Ignoro a ciencia cierta cómo, pero me parece haber caído entre las mallas de una red. Aquí, confinada entre estas cuatro paredes, mi imaginación vuela. ¿Qué dicen todos los que me rodean? ¿Qué piensan de mí? Quisiera leer en sus rostros, pero no lo consigo. ¡Son tan impasibles! Por la noche, hasta me da miedo… A veces veo la cara de mi marido como las demás, lisa, imperturbable. Allí, en mi país, parecía uno de los nuestros, pero un poco más fascinador; una amabilidad como no había conocido nunca. ¡Pero aquí…! Hay momentos en que me parece verlo cómo se desvanece en las sombras de este extraño mundo. Hasta parece que me huye… ¿Cómo diría…? Siempre estuve acostumbrada a oír expresar con franqueza los sentimientos. ¡Ah, la alegría de vivir! Aquí, por el contrario, todo es silencio, reverencias, miradas oblicuas. Me importaría poco no gozar de libertad, si, por lo menos, supiese lo que todo esto oculta. ¿Sabes? En cierta ocasión, en mi país, dije que por amor a tu hermano estaba dispuesta a hacerme china u hotentote. ¡Pues bien, no puedo, me es imposible! ¡Seré americana hasta la muerte!

Se desahogaba en mí, con rostro confuso y ademanes convulsivos, tan pronto en su idioma como en el nuestro. Nunca imaginé que pudiera haber en ella tantas ideas inexpresadas. Habló con la fluidez del agua que mana de una roca. Jamás vi a una mujer mostrando su corazón tan al desnudo. Grande era mi turbación, y a esto se unía una vaga sensación de piedad. Estaba allí, pensando en lo que podría contestar, cuando mi hermano compareció de la contigua habitación y, sin prestarme atención, acercóse a la extranjera. Se arrodilló a su lado, cogióle las manos, que ella había dejado caer en su regazo, y se las llevó a las mejillas, inclinando la cabeza como si lo hubiese oído todo. Yo me quedé indecisa, no sabiendo si debía irme. Por último, mi hermano elevó hacia ella su rostro descompuesto y murmuró, con cierta dificultad:

—Mary, Mary, nunca te oí hablar así. ¿Acaso ya no tienes confianza en mí? En tu país me decías que adoptarías mi nacionalidad, compartiéndola conmigo. Si no puedes…, si te es imposible…, pues bien, a fin de año nos jugaremos el todo por el todo y me haré americano como tú. ¡Y si eso no fuese posible, nos iremos a otro país, adoptaremos otra raza, qué más da, con tal de estar juntos…, y que nunca puedas dudar de mí, ni de mi amor!

Comprendí estas palabras porque mi hermano habló en chino. Luego, empezó a murmurar frases en otro idioma y ya no pude entender lo que decía. Pero vi que la extranjera sonreía, y comprendí que por amor a mi hermano estaba dispuesta a cualquier cosa. Inclinó su cabeza sobre el hombro de él y los dos callaron, palpitantes. Me sentí avergonzada y retíreme, encontrando cierto alivio en el hecho de reñir a las esclavas que curioseaban ante la cancela. No podía, naturalmente, echar una filípica a las concubinas de mi padre, pero tuve cuidado en recalcar ciertas expresiones que dije a las esclavas, dirigidas también a las otras. Ninguna de las concubinas comprendía que aquélla era una curiosidad indigna y descarada. La más gorda, que masticaba un caramelo, dijo, chasqueando la lengua:

—¡A una persona tan ridícula y de aspecto tan extraño, no le debe asombrar que la miren y se rían a su espalda!

—Esa mujer es humana y tiene los mismos sentimientos que nosotras —contesté con toda la fría severidad de que fui capaz.

Pero la concubina se limitó a encogerse de hombros, y continuó masticando, secándose los dedos en las mangas con mucho cuidado.

Me fui encolerizada, y al llegar cerca de casa me di cuenta de que mi cólera era más bien en favor de la esposa de mi hermano que en contra.