Capítulo XIII

¡Mi hermano ha escrito! Escribió a mi marido suplicándole que intercediese con mis padres. Hablaba de la extranjera con ardientes palabras. Decía que era hermosa como un pino cubierto de nieve.

Y añadió, oh hermana mía, que ya había contraído matrimonio según las leyes extranjeras. Concluía diciendo que habiendo recibido la carta de mi madre en que solicitaba su presencia en casa, obedecería trayendo con él a su esposa. Con tal —decía— que nosotros le ayudásemos en lo posible, puesto que ama y es correspondido…

¿Qué hacer? El amor que me une a mi marido me desarma por completo. Mi hermano no puede elegir argumento más eficaz para convertirme en su aliada: si su esposa le quiere como yo a mi marido, ¿puedo yo negarle algo?

Iré a ver a mi madre.

Han pasado tres días, hermana, desde que vi a mi madre; me había preparado para comparecer ante ella con humildad; primero elegí las palabras con el cuidado que un enamorado elige las joyas para su esposa. Entré sola en la habitación, y le hablé con una suplicante delicadeza. ¿Quieres creerlo? No me comprendió, no quiso comprenderme. Somos muy diferentes mi madre y yo. Me acusó, en silencio, de favorecer a la extranjera y tomar partido por mi hermano en contra de ella, ¡mi madre, hermana! No expresó su pensamiento, pero comprendí que lo sentía en el fondo de su corazón, y por eso no sirvieron de nada mis explicaciones.

¡Y eso luego de preparar mi discurso con tanto cuidado! Me había dicho a mí misma: «Despertaré en ella el recuerdo de sus primeros años de casada, del amor de mi padre…, de la época en que ella estaba en plena posesión de su juventud».

Pero ¿cómo pueden las rudas imágenes, que son las palabras, contener la esencia y el espíritu del amor? Es lo mismo pretender encerrar una nube rosa en un recipiente de hierro, o pintar una mariposa con el duro pincel de bambú. Cuando, dudando a causa de la delicadeza de mis argumentos, hice alusión a la secreta armonía que encadena de una manera inesperada los corazones, me dijo con sarcasmo:

—¡Tonterías! No existen esas cosas entre hombres y mujeres. —Altanera, añadió—: Al fin y al cabo, no se trata más que de un deseo inútil. No sirve de nada querer velarlo con expresiones poéticas. El deseo se reduce a esto: el deseo del hombre por la mujer y de la mujer por un hijo. Una vez satisfecho, no queda nada…

Yo volví a la carga.

—Recuerde, mamá, la época de su casamiento. ¿Se acuerda de cómo hablaban sus almas, la de papá y la suya?

Me puso sobre los labios un dedo flaco y febril.

—No me hables de papá. En su corazón hay cien mujeres. ¿A cuál de ellas pertenece su alma?

—¿Y su propio corazón, mamá? —pregunté con dulzura, cogiendo su mano, que sentí temblar un instante entre las mías antes de que la retirara.

—Vacío —contestó—. Mi corazón espera a mi nieto, el hijo de mi hijo. El día en que haya conducido a mi nieto ante las tablillas de los antepasados, entonces podré morir en paz.

Me volvió la espalda y negóse a seguir hablando.

No me quedaba más que retirarme. Y lo hice con tristeza. ¿Qué era lo que me había separado así de mamá? Hablábamos en voz alta, pero era como si no nos oyésemos…; hablábamos sin comprendernos. Noto que he cambiado y que en ese cambio ha contribuido el amor.

Me parece ser un puente muy frágil tendido sobre un abismo abierto entre el pasado y el presente. Me aferraba a la mano de mi madre y no quería abandonarla, porque sin mí, mamá quedaría muy sola; pero, a la vez, sentía que mi mano estaba encerrada en la de mi marido, ¡y comprendo que nunca podré renunciar a su amor!

Y, ahora, hermana, ¿qué nos reserva el porvenir?

Vivo días de espera. Me parece soñar, e invariablemente ese sueño evoca un navío blanco y el agua azul. La embarcación vuela, como un gran pájaro, hacia la costa. ¡Si pudiese alargar mi brazo hasta la mitad del océano, coger el barco e impedirle que se acercase! Porque, de otra manera, ¿cómo va a ser feliz mi hermano después de lo que ha hecho? Para él ya no hay sitio bajo el techo paterno.

Pero mis manos son débiles y no pueden detener el destino; mi espíritu se niega a formular ideas bien netas. Nada consigue hacerme olvidar el navío; tan sólo, y parcialmente, el balbuceo de mi hijo, que empieza a querer hablar. Lo tengo cerca de mí durante todo el día; pero, por la noche, empieza a murmurar en mis oídos el ruido de las olas. A cada hora que pasa, el barco se acerca… y yo no puedo hacer nada para evitarlo.

¿Qué pasará cuando mi hermano llegue con ella? Lo extraordinario de la situación me espanta, me siento inerme. No logro discernir lo que está bien o mal, no puedo hacer otra cosa que esperar. ¿Cuánto tiempo todavía? Mi esposo dice que siete días. Siete días, al cabo de los cuales el navío blanco llegará al puerto, en la desembocadura del Hijo del Mar, el gran río que corre por las afueras de la parte septentrional de la ciudad.

Mi marido no acierta a comprender por qué me agarro, por decirlo así, a las horas, para alargarlas…, hacer, si es posible, que se retrasen. En lo que me concierne, soy incapaz de decirle con palabras lo que pienso de los momentos que habremos de vivir. Él es un hombre, ¿y cómo podría comprender el corazón de mi madre? ¡Temo tanto la llegada de mi hermano! No he vuelto a ver a mi madre, pero no puedo olvidarla…, ni tampoco su soledad. Sin embargo, nada teníamos ya que decirnos.

Tampoco puedo olvidar a mi hermano ni a la mujer que él quiere. Me siento sacudida violentamente por un lado y por otro, como un débil ciruelo que no puede oponer resistencia al viento demasiado fuerte.