Capítulo X

Hermana, ahora que tengo un hijo, creí poder contarte únicamente cosas agradables. Supuse que nada podría hacerme recaer en la tristeza de antes. ¿Por qué han de ser los lazos de sangre motivos de dolor?

Hoy, mi corazón apenas puede contener sus latidos. ¡No, no…, no se trata de mi hijo! Ya tiene nueve meses, ¡y si vieses qué gordo está! Parece un verdadero Buda.

No le has visto desde que empezó a querer mantenerse en pie. ¡Es como para hacer reír a un anacoreta! Figúrate que se empeña en andar, y coge grandes rabietas cuando le hacemos quedar sentado. Es inútil que intente dominarle: no hay manera. Constantemente pienso: ¡qué ojos de pilluelo tiene! Su padre dice que le estoy mimando. Pero yo me pregunto cómo es posible reñir a semejante revoltoso, un encanto de criatura como ésta, tan hermosa que hace reír y llorar de alegría.

¡Oh, no…, no se trata de mi hijo! Es cuestión de mi hermano, del hijo único de mi madre, que durante todos estos años ha estado en América. Es él quien nos aflige tanto, a mi madre y a mí. Recuerda lo que te dije de él, de lo mucho que le quería cuando éramos pequeños. Luego, no le vi durante varios años. Es verdad que, de vez en cuando, recibía noticias suyas, pero no muy a menudo, porque mi madre no ha podido olvidar que se fue de casa contra su voluntad. ¿Qué digo? Le ordenó incluso que contrajese matrimonio con su prometida, y él se rebeló. Ésta es la causa de que mi madre mencione raramente a su hijo.

No contento con haberla afligido gravemente en el pasado, ahora la atormenta con otras novedades. Ella me lo comunicó en una carta que remitióme ayer con Wang-Da-Ma, nuestra vieja ama de cría y fiel depositaría de todos los secretos de la familia.

Al entrar, Wang-Da-Ma se inclinó ante mi hijo. Luego, me entregó la carta, no sin suspirar:

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí!

Estaba segura de que había ocurrido una catástrofe. Durante un segundo sentí que el corazón dejaba de latir en mi pecho.

—¡Madre mía! —exclamé.

La última vez que la vi se apoyaba penosamente en su bastón; tanto es así que, viéndola en aquel estado, me reproché interiormente no haberla visitado más que dos veces después de nacer el niño. Demasiado absorta en mi felicidad, no encontré el tiempo necesario para visitarla.

—No se trata de vuestra madre, hija de honorables señores —rectificó Wang-Da-Ma, suspirando—. Los dioses le han prolongado la vida para reservarle estos nuevos dolores.

—¿Se trata de mi padre? —pregunté, afligida.

—El honorable señor —dijo el ama de cría, inclinándose— no bebe todavía en la Fuente Amarilla.

—¿Entonces?

Me señaló la carta que había dejado encima de mis rodillas.

—Que la joven madre del principesco niño lea la carta —me aconsejó.

Di orden de servir el té a Wang-Da-Ma en otra habitación y, habiendo confiado el niño al ama, miré la carta. Estaba dirigida a mí y llevaba la indicación del remitente: mi madre. Mi asombro era muy natural; nunca hasta entonces me había escrito ella.

Venciendo un movimiento de duda, rompí el estrecho sobre y retiré la hoja, que inmediatamente vi cubierta con finos caracteres trazados por el pincel de mi madre. Salté a propósito el exordio, llegué al contenido esencial y leí:

«Tu hermano, que desde hace largo tiempo se encuentra en el extranjero, me escribe que piensa tomar como esposa a una mujer extranjera…».

¡Oh, hermana! ¡Cómo sentí en aquellas palabras todo el lacerante dolor de mi madre!

—¡Cruel! ¡Loco! —no pude evitar dirigir estos reproches a mi hermano, dichos en voz alta.

Las mujeres de la servidumbre acudieron, aconsejándome que me calmase; debía recordar que la excitación podía envenenarme la leche. Pero las lágrimas me sofocaban; para desahogar toda la cólera que hervía en mi corazón, me arrojé al suelo y lloré mucho. Cuando el llanto me hubo calmado, y noté que los gritos de las sirvientas me molestaban, les ordené callar y que llamasen a Wang-Da-Ma. Cuando ésta se encontró en mi presencia le pedí que esperase el regreso de mi marido, a quien quería pedir consejo y el permiso de ir a ver a mi madre; mientras esperaba le ofrecí arroz y carne para que se reconfortase.

Accedió de buen grado, y yo di orden de que le sirviesen una ración de arroz con un pedazo de carne de cerdo. Consolándola así por la parte que tomaba en nuestra desgracia, me sentí singularmente reconfortada.

Encerrada en la habitación, esperando el regreso de mi marido, reflexioné en lo ocurrido. Recordaba perfectamente a mi hermano, y por más esfuerzos que hacía no podía imaginármelo tal como debía ser en la actualidad: un hombre hecho y derecho, vestido con trajes americanos, moviéndose con desenvoltura en las calles extrañas de aquel lejano país, hablando con hombres y mujeres…, más con mujeres que con hombres, ¡puesto que se había enamorado de una de ellas! Era inútil, no podía imaginar a mi hermano de otra manera que como lo pintaban mis recuerdos. Tenía un palmo de estatura más que yo. Ligero en sus movimientos; agitado al hablar, riendo con una risa que le hacía enrojecer y temblar. Su rostro ovalado era, exactamente, el de nuestra madre; labios rectos y finos, las cejas bien marcadas y los ojos agudos. Era guapo, y todas las concubinas rabiaban al ver que sus hijos eran bajitos comparados con él. ¡Pero no podía ser de otra manera! Las concubinas no eran más que mujeres ordinarias, esclavas de nacimiento, con labios gruesos y vulgares, cejas ralas y cabellos rígidos. Mi madre era una dama, descendía de cien generaciones de damas. Su belleza estaba hecha de precisión y delicadeza; una hermosura refinada y madura, tanto en líneas como en colores, todo ello transmitido, intacto, al hijo.

A él le dejaba indiferente saberse guapo. Todavía le veo apartando de su cara las manos acariciadoras de las esclavas. No quería que éstas le molestasen en sus juegos, a los que se dedicaba con ardor. Ponía gran empeño en todo. Le veo absorto en su juego, la frente siempre arrugada. Cuando quería algo, era en serio: ¡que nadie intentara oponerse! Yo, que lo sabía, no me atrevía a contradecirle mientras jugábamos, en parte porque él era un muchacho —yo no debía oponer mi voluntad de chiquilla a la suya— y, además, porque le quería mucho, y no soportaba el verle enfadado por cualquier cosa que fuere.

Por lo demás, nadie intentaba contradecirle. Los siervos y esclavas, le respetaban como a un señorito, y hasta la severa dignidad de nuestra madre se ablandaba en su presencia. No permitía, desde luego, que desobedeciese sus órdenes, pero en realidad, se las componía para no ordenarle más que las cosas en armonía con los deseos de él. A este propósito, recuerdo que, en cierta ocasión, ordenó a una esclava que quitase de la mesa un pastel de aceite que había quedado; era éste de una clase que le gustaba mucho a mi hermano, pero le sentaba mal. Al hacerlo desaparecer se evitaba el peligro de que, viéndolo, mi hermano pidiese, obligando a mi madre a una negativa.

Los tenía atemorizados a todos, y, naturalmente, triunfó siempre desde su niñez; tanto es así, que nunca se me ocurrió observar la diferencia de trato entre él y yo. ¿Cómo se me hubiera podido ocurrir considerarme al mismo nivel que mi hermano? Nunca imaginé que esto pudiera ser posible; mi misión en la familia era de mucha menor importancia que la esperada de él, el primogénito y heredero de mi padre.

En aquellos tiempos antepuse la afección de mi hermano a la que pudiera sentir por todos los demás. Naturalmente, recuerdo nuestros paseos por el jardín: iba yo cogida de su mano. Nos inclinábamos juntos sobre el agua poco profunda del estanque, e intentábamos distinguir, en la verde sombra, las escamas doradas de nuestro pececillo predilecto; o bien buscábamos piedrecitas multicolores, con las que construíamos patios con mosaicos, inspirados en los de casa, pero infinitamente más complicados. El día que mi hermano me enseñó a manejar con arte el pincel en mi primer cuaderno, guiando mi mano, le consideré el más sabio de todos los mortales. Cuando se aventuraba en los patios de las mujeres yo le seguía como un perrito sigue a su dueño; y cuando franqueaba la arcada del portón de entrada a las habitaciones de los hombres, cuyo acceso me estaba prohibido, me quedaba allí, esperando que volviese.

Cuando cumplió los nueve años le trasladaron de las habitaciones de las mujeres a las de los hombres; y nuestra vida común fue bruscamente interrumpida. ¡Oh, aquellos primeros días! Yo no hacía más que llorar. Me dormía lagrimeando para soñar en un lugar donde seríamos siempre niños, sin que nadie nos separase nunca. Pasó mucho tiempo antes de que me acostumbrase a las habitaciones que habían quedado vacías después de su marcha. Un día, mi madre, inquieta por mi salud, me llamó y me dijo:

—Hija mía, la nostalgia que sientes por tu hermano no te conviene. Sentimientos y emociones como los que muestras no se exteriorizan más que al morir los padres de tu marido. Procura tener en la vida el sentimiento de las proporciones y dominarte mejor. Ha llegado el momento de pensar en serio en tu casamiento: por lo tanto, conviene que te dediques al estudio y al bordado.

A partir de aquel día se me tuvo siempre presente la idea del casamiento. Era evidente que mi vida y la de mi hermano no podían seguir unidas; yo pertenecía más a la familia de mi prometido que a la mía. ¿Qué otra cosa podía hacer que no fuese seguir los consejos de mi madre y dedicarme por entero a mis deberes?

Tengo otro recuerdo bien claro de mi hermano. Se remonta al día en que dijo querer ir a una escuela de Pekín, Yo estaba en la habitación de mi madre cuando él entró para solicitar, por simple cortesía, el permiso, puesto que ya había obtenido el consentimiento de mi padre, y no era costumbre de mamá el prohibir lo que su marido había consentido. Sin embargo, debo reconocer que mi hermano observaba las formalidades exteriores.

Era en verano. Mi hermano lucía una vestimenta ligera, de seda gris, y en su pulgar llevaba un anillo de jade. Siempre elegante, aquel día me hizo pensar en un junco de plata. Ante mi madre, con la cabeza un poco inclinada, tenía los ojos bajos, pero desde donde yo estaba podía ver el brillo de sus pupilas.

—Madre —dijo—, si tú no te opones, quisiera ir a Pekín para continuar mis estudios.

Mi madre sabía muy bien, como es natural, que no le quedaba otro remedio que consentir; pero él, por su parte, no ignoraba que, de haber podido, mamá le hubiera negado su autorización.

—Hijo mío —dijo sin vacilar ni llorar, como hubiese hecho otra cualquiera, sino con una voz firme y tranquila—, bien sabes que ha de hacerse lo que tu padre desea. ¿Para qué hablar, puesto que no puedo oponerme a la voluntad paterna? Tu padre y tu abuelo completaron su educación en casa. Y para que te instruyas te hemos dado los mejores maestros de la ciudad. Incluso Tang, el sabio, fue llamado de Szechuen y vino a enseñarte la ciencia política. La escuela extranjera no es necesaria a un hombre de tu rango: piensa que yendo a una ciudad alejada expones tu vida que no te pertenecerá por entero más que el día que tengas un hijo en condiciones de llevar el nombre de los antepasados. Si te casases antes de irte…

Mi hermano se sobresaltó, irritóse, cerró el abanico que llevaba en la mano izquierda y lo volvió a abrir con un golpe seco, mientras brillaba en sus ojos el fuego de la rebeldía.

Pero mi madre levantó la mano:

—No hables, hijo mío. Yo no mando todavía, tan sólo te aconsejo. La vida no te pertenece; así, pues, ten cuidado.

Y con un signo de cabeza le despidió.

A partir de entonces le vi raramente. Antes de mi matrimonio no compareció por casa más que dos veces; no teníamos nada que decirnos; y, además, nunca estuvimos solos. Casi siempre aparecía en el patio de las mujeres con el único fin de presentar a mi madre un saludo de etiqueta, o para despedirse, sin que me fuese permitido hablar libremente en presencia de personas mayores que yo. Observé que mi hermano había crecido y que se mantenía bien derecho. El rostro y la persona habían perdido un poco de la delicadeza de la juventud, esa delicadeza, esa gracia un poco floreal que, durante los primeros años, hizo que se asemejase más a una chiquilla que a un hombre. En la escuela, dirigida según métodos extranjeros —así lo oí decir a mi madre—, se practicaban a diario los ejercicios físicos; gracias a ellos, precisamente, mi hermano se había fortificado, tanto en estatura como en desarrollo muscular. Al poco tiempo de irse a Pekín, se cortó el pelo y peinóse a la manera de la primera revolución; en una palabra, era un muchacho guapo. Las mujeres, en los patios, suspiraban por él, y la primera concubina susurraba:

—¡Ah! Me recuerda enteramente a su padre, en los tiempos de nuestro amor.

Luego, mi hermano atravesó el mar y ya no le volví a ver. Su imagen fue haciéndose casi irreal, y desde entonces no logré recordarle con exactitud.

Sentada y esperando en mi habitación con la carta de mamá en la mano, pensé que mi hermano era una persona extraña que yo no reconocía.

Cuando mi marido volvió, al mediodía, corrí a su encuentro, llorando y mostrándole la carta.

—¿Qué pasa? ¿Qué es esto? —me preguntó sorprendido.

—¡Lee…, lee y dime lo que piensas! —exclamé, poniéndome a llorar de nuevo cuando vi que su rostro se ensombrecía con la lectura.

—¡Qué imbécil! —murmuró, haciendo crujir el papel entre sus dedos—. ¡Es una locura! —añadió—. Pero ¿cómo es posible imaginar una cosa semejante…? Sí, ve a casa de tu honorable madre, que debe de precisar de tus consuelos.

Dio orden al criado de advertir al cochero y de anticipar la hora de la colación, para no perder tiempo. Cuando todo estuvo preparado, cogí a mi hijo y me hice acompañar por la niñera, suplicando al cochero que corriese tanto como fuera capaz.

Encontré la casa de mi madre sumida en un pesado silencio, como cuando una nube oculta el esplendor de la luna. Las esclavas estaban ocupadas en sus tareas cotidianas, sin decirse una palabra: a lo más un murmullo, acompañado por un guiño de inteligencia. Wang-Da-Ma, que regresó conmigo, no hizo más que llorar durante todo el trayecto.

En el patio de los sauces llorones encontré a la segunda y tercera damas, sentadas al lado de sus hijos. Al verme aparecer con mi niño me asaltaron con un sinfín de preguntas.

—¡Qué niño tan hermoso! —exclamó la primera, acariciando con sus dedos gordezuelos la mejilla del chiquillo y cogiéndole, cariñosamente, una manita—. ¡Eres un verdadero bombón! —le dijo. Luego, volviéndose hacia mí con aire grave, me preguntó—: ¿Te has enterado?

Afirmé con la cabeza y pregunté por mi madre.

—Desde hace tres días la honorable primera dama no sale de su habitación —me contestó—. No habla con nadie y tan sólo dos veces por día se asoma a la puerta para dar las acostumbradas órdenes. Sus labios están sellados como los de una esfinge de piedra y su mirada da miedo. Nadie de nosotras sabe lo que piensa. ¡Si por lo menos tú quisieras informarnos de lo que dirá…! —añadió, toda sonriente y persuasiva, tendiendo los brazos a mi hijo.

—He de enseñarlo a mi madre —dije, para excusarme—. Eso la consolará, distrayéndola un poco de sus tribulaciones.

Atravesé el atrio de los invitados, entré en el patio de las peonías y desde allí, pasando por la sala de descanso de las mujeres, llegué a las habitaciones de mi madre. Ordinariamente, el umbral no estaba obstruido más que por una ligera cortina de raso encarnado, pero en aquella ocasión vi la puerta cerrada. Acercándome, llamé suavemente con la palma de la mano. Silencio. Repetí el gesto, otra vez sin resultado. Únicamente cuando grité:

—Mamá, soy yo, tu hija.

Oí una voz que parecía venir de muy lejos.

—Entra, hija mía.

Al entrar encontré a mi madre sentada al lado de la mesa negra esculpida. En la urna de bronce, ante las inscripciones sagradas de la pared, se elevaban nubecillas de incienso. Al verme, levantó los ojos del libro que leía y dijo:

—¿Has venido? Me esforcé en leer el libro de las Mutaciones, pero hoy nada puede reconfortarme.

Sacudió la cabeza con aire distraído, el libro cayó y ni tan siquiera se inclinó a recogerlo.

Su aspecto ausente me alarmó. Siempre la había visto dueña de sí misma, vigilante; observé que estuvo demasiado tiempo sola y me reñí a mí misma por el amor egoísta que me ataba a mi hijo y mi marido, haciéndome posponer constantemente la visita. ¿Cómo distraerla ahora? ¿Cómo dar otro giro a sus tristes pensamientos? Puse a mi hijo en pie sobre sus piernas gordinflonas y le hice que se inclinase ante ella, murmurando, para que lo repitiese:

—La honorable anciana…

—… anciana… —balbuceó el pequeño.

Como ya te he dicho, mi madre no le había visto desde que cumplió tres meses y bien sabes, hermana, que es un chiquillo adorable. ¿Quién puede resistir a su encanto? Mi madre dejó caer su mirada sobre él, y dudó un instante. Luego, se levantó, acercóse a una credencia dorada, sacó una caja de laca encarnada y cogió unas cuantas galletas cubiertas de simientes de sésamo. El pequeño, con las manos llenas, rió estrepitosamente, mientras ella seguía mirándole, sonriendo vagamente, y murmuró:

—¡Come, mi boquita de loto! ¡Mi querido Buda de carne!

Al verla así un poco distraída, recogí el libro y llené una taza de té de la tetera que estaba encima de la mesa. Me ofreció asiento, y las dos nos quedamos mirando al pequeñín, que jugaba sentado en el suelo. Ignorando si debía o no hablar de mi hermano, quedé a la expectativa. Pero ella se refirió a él.

—¡He aquí tu hijo! —murmuró.

Recordé la noche en que le referí mis penas.

—Sí, mamá —contesté, sonriendo.

—¿Y eres feliz? —me preguntó, con los ojos siempre fijos en el pequeñuelo.

—El señor es para mí, su humilde mujer, un príncipe de gracias y bondad.

—El niño fue concebido y nació con las marcas de la perfección —dijo, meditabunda—. Desde donde le miro, observo que es perfecto en todo y por todo. Su hermosura no deja nada que desear. ¡Ah! —Al decir esto tuvo un sobresalto y se movió nerviosamente—. ¡Tu hermano era un niño como éste! ¡Si hubiera muerto entonces, habría quedado en mi memoria como un hermoso recuerdo, obediente al igual que tu hijo!

Comprendí que deseaba hablar de mi hermano, pero seguí callada, esperando que precisara el giro que había dado a la conversación. Hubo una pausa; después, elevando los ojos hasta mí, mamá me preguntó:

—¿Has recibido mi carta?

—La carta de mi madre —contesté, inclinándome— me fue remitida esta mañana por una sierva.

Suspiró nuevamente, y, levantándose, se acercó a una escribanía y sacó de uno de sus cajones una segunda carta, que yo en pie, cogí con ambas manos.

—¡Lee!

Era de cierto Ciu, con quien mi hermano había ido de Pekín para América. El Ciu-Kuoh-Ting informaba a los honorables ancianos, por encargo de su amigo, que su hijo se había prometido, según las reglas occidentales, con la hija de un profesor de la Universidad. El prometido enviaba sus filiales respetos a los padres y les rogaba rompiesen el compromiso con la familia de los Li, cuya sola idea le había hecho sentirse siempre desgraciado. A la vez que se declaraba hijo indigno, rendía homenaje a las superiores virtudes de sus padres y a su inagotable bondad; deseaba, sin embargo, hacer constar con toda claridad que no podía unirse a la que fue su prometida según los usos y costumbres chinos, pues los tiempos habían cambiado.

La carta concluía con expresiones de cariñoso afecto y obediencia, lo que no impedía que declarase rotundamente su decisión de contraer aquel insensato matrimonio. El amigo fue elegido por mi hermano con el fin de evitar a él y a sus padres el embarazo de una desavenencia directa. Al leer la carta me pareció que odiaba a mi hermano. Mi corazón era un océano tempestuoso. Cuando acabé la lectura, doblé la hoja y, sin ningún comentario, devolví la carta a mi madre.

—Está loco —dijo—. Por carta eléctrica le he ordenado que regrese inmediatamente.

Aquello era una evidente demostración del estado nervioso de mamá. Debía de estar muy apresurada para recurrir al telégrafo, cuya implantación, a base de postes e hilos diseminados por las calles de nuestra ciudad, le habían hecho clamar como si se tratase de un sacrilegio. Acostumbraba decir:

—Nuestros antepasados empleaban el pincel y el cubilete de tinta seca. ¿Acaso nosotros, sus indignos descendientes, hemos de enviar comunicaciones más urgentes que sus augustas palabras, para tener tanta prisa?

Estaba indignada. Y cuando supo que las palabras podían viajar también por debajo del agua, dijo, a guisa de comentario:

—¿Es que llegará el día en que tengamos necesidad de comunicar algo a esos bárbaros? ¿Acaso los dioses, con su sabiduría, no han interpuesto el mar entre ellos y nosotros para mantenernos separados? ¡Impío el que quiera unir lo que los dioses separaron!

¡Y he aquí que ella también tenía prisa!

—Creí —dijo con tristeza— que nunca habría de recurrir a esos inventos extranjeros. No hubiera precisado de ellos de haberse quedado mi hijo donde nació. ¡Pero cuando hemos de habérnoslas con los bárbaros, es necesario pactar con el diablo en persona!

Intenté consolarla:

—Mamá, no se aflija demasiado. Mi hermano es obediente, y no cometerá la locura de perderse por una mujer extranjera.

Mi madre movió la cabeza, apoyando la frente entre sus manos. ¡Qué enflaquecida estaba! Una súbita ansiedad se apoderó de mí. Nunca había estado lo que se dice metida en carnes, pero se había quedado delgadísima, y la mano que llevó a su frente temblaba. Lentamente me dijo, con voz agotada:

—Desde hace tiempo aprendí que cuando una mujer logra penetrar en el corazón de un hombre, los ojos de ese hombre están como hipnotizados por la visión interna de ella; y así siguen durante algún tiempo, ciegos a cualquier otra verdad.

Hizo una pausa, luego añadió, con palabras que eran suspiros:

—¿Acaso tu padre no está considerado como un hombre de bien? Sin embargo, hace tiempo me convencí de que cuando una mujer le atrae por su belleza, y cuando se enloquece, no escucha razonamientos. Y el hijo no puede ser más sensato que un padre que, luego de haber conocido más de veinte cancionistas, conduce a su casa a tres concubinas, y hubiera tomado una cuarta si sus deseos por una mujer de Pekín no se hubieran extinguido antes de concluir sus negociaciones. ¡Ah, los hombres! —Al decir esto se puso en pie de un brinco, oprimiendo los labios y haciendo de su boca la expresión viviente del desdén—. ¡Los hombres! Sus pensamientos más secretos son siempre tortuosos como serpientes que rodeasen el cuerpo vivo de una mujer.

Yo me quedé estupefacta. Nunca había hablado así de mi padre y las concubinas. ¡Cuánta amargura, cuántos sufrimientos en aquel corazón hermético! Pero ¿qué podía yo decir para consolarla? Intenté imaginar lo que ocurriría si mi marido tomase una concubina… Fue en vano, únicamente lograba recordar las horas de nuestro amor. Involuntariamente, mis miradas cayeron en el niño, sentado en el suelo y jugando con las galletas de sésamo. En verdad, ¿qué podía decir yo para consolarla?

—Quizá la extranjera… —empecé tímidamente.

Mi madre golpeó los mosaicos con su larga pipa y empezó a cargarla con dedos que temblaban de puro nerviosismo.

—Dejémoslos en paz —dijo con aspereza—. Yo he hablado, ahora le corresponde obedecer. Que vuelva y se case con su prometida, la hija de los Li. ¡De ella debe nacer su hijo! Una vez ejecutada la voluntad de los antepasados, que tome a la que quiera como concubina. ¿Acaso el hijo puede ser más perfecto que el padre? Pero, ahora, cállate, déjame; no puedo más de cansancio. Quiero descansar un poco en la cama.

¿Qué decir? Mi madre estaba muy pálida, y su cuerpo se curvaba como un junco marchito; cogí al niño en los brazos y salí de la habitación.

Cuando volví a casa, conté a mi esposo, llorando, que había sido incapaz de aliviar el dolor de mi madre. Me aconsejó tener paciencia hasta la vuelta de mi hermano. Sus palabras me dieron esperanza. Sin embargo, al día siguiente, mientras él estaba fuera, la duda me invadió de nuevo: no podía olvidar a mi madre.

En la tristeza de todos aquellos años, se mantuvo fuerte por la esperanza del porvenir: la esperanza que todas las buenas mujeres tienen en el hijo de su hijo, para el sostén de su vejez y el honor de la familia. ¿Cómo era posible que mi hermano hubiese antepuesto su inconsiderado deseo a la esperanza de toda la vida de mi madre? Le regañaría, repetiría todo lo que había oído decir de él, le recordaría que él era el único varón de la familia. Y acabaría diciéndole:

—¿Cómo puedes poner en las rodillas de nuestra madre al hijo de una extranjera?